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ArribaAbajoCanto VII

Asalta Cortés por agua la ciudad de Potonchan [Champotón], donde halla animosa resistencia y se señala el valeroso Tlaxco. Sale el cacique Tabasco de ella a defender la entrada a los españoles por el muro rompido, del cual y de la ciudad son rebatidos por el Cacique algunos de ellos que la habían entrado, sobre que se traba una dudosa y sangrienta refriega.




Siempre la industria fue loable cosa
y (cual el valor) célebre, importante;
ésta sale mil veces victoriosa,
de lo que no la diestra más pujante:
no con trompa siniestra, sanguinosa,
es causa el vencedor sus triunfos cante,
que no es victoria la que sangre cuesta,
y si hay sin ella alguna, sólo en ésta.

   Fue necesario se advirtiese de esto
bin que el Bárbaro incauto lo entendiese,
por que acudiendo al daño manifiesto
no en el de por venir se previniese
y el grueso muro, reforzado, enhiesto
(hasta allí no sujeto) se rindiese,
dando a la industria tan cumplida parte,
como al propicio, sanguinoso Marte.

   Doscientos españoles que restaban,
con presteza mandó Cortés se armasen,
y que en los bergantines que quedaban,
para batir el muro se embarcasen:
de adonde ya los indios los flechaban
por que no a la muralla se acercasen
que baña por aquella banda el río,
fortificada en parte en un bajío.

   Lucidos gallardetes y estandartes
de diversos colores se mostraban
(tejidos de algodón) por todas partes,
que en torno las murallas ocupaban:
pendientes de los altos baluartes,
aquí y allí los vientos los llevaban,
que de unas y otras partes discurrían
con soplo apacible los movían.

   Ya Pírois, Eous y Etón constreñidos,
y Flegón, de la mano refulgente
y del bocado estrecho reprimidos,
en su veloz carrera y curso ardiente,
con las lucientes riendas recogidos,
de la mitad del cielo al Occidente
gimiendo bajan, cuando salta al río,
el agua al muslo, el Español con brío.

   Sonaban de los muros bulliciosos,
caracoles, tambores y trompetas,
huesos de peces, corvos y nudosos,
formados a manera de cornetas,
que con varios acentos presurosos
y roncas disonancias imperfetas,
el, las vecinas rocas retiñían
y por el aire claro discurrían.

   Ya la trompeta, con pujanza herida
del Español, despide un son terrible,
robando la color más encendida
el fin incierto del asalto horrible,
que la incauta ciudad fortalecida
hace la entrada por allí imposible:
arremete Cortés con cien soldados,
de una industriosa manta cobijados.

   Con éstos pica el muro por un lado,
y por otro, cien pasos de él distante,
de bárbaros gallardos coronado,
arremete con ímpetu Escalante.
Dio en un chico postigo y puente alzado
con valeroso proceder pujante;
tres escalas en breve al muro arrima,
puesto que en vano al Español anima.

   Nubes de tiros con espesa carga
bajan de la muralla con rüido:
cuál del rigor antípoda se adarga,
cuál cae de piedra o dardo mal herido,
cuál el combate deja y de él se alarga,
cuál por la arena rueda sin sentido,
la cerviz del soldado más enhiesta
quedando rota, corva o descompuesta.

   Como en el campo de árboles exento
suele el yerto granizo acelerado
tratar, envuelto en frío y recio viento,
el cabizbajo, tímido ganado,
derribando las reses ciento a ciento,
dejándolo contrecho, derrengado,
así del olio santo los ungidos
caían, de los tiros compelidos.

   Defiende su ciudad el Potonchano
y arroja de armas variedad de suertes,
bien como aquél que con sangrienta mano
mil veces defendió sus muros fuertes.
Lanza un peñasco Quitanyol lozano
(dura amenaza de infelices muertes)
con que la encubertada gente oprime,
y la máquina inútil rota gime.

   Vomita por un lado armada gente,
todos tras el que paso abrió corriendo:
como cuando con brinco, diligente
(en estacado aprisco el paso abriendo),
a la res que saltó primeramente
van con balidos las demás siguiendo,
así la corva manta desamparan
y ya, sin cauto ardid, al muro encaran.

   Fue forzoso a Escalante el retirarse
un tiro de arcabuz del fuerte muro
con las rotas escalas, y acercarse
donde estaba Cortés no bien seguro:
que ya alargaba el paso por juntarse
con él, viendo el estrago y caso duro,
temiendo (en ocasión tan importante)
algún daño del Bárbaro pujante.

   Revuelven todos juntos, rocïando
con fogosas pelotas la muralla,
la gruesa artillería procurando
con las humildes hondas igualalla.
Su tibieza el Crismado ya culpando,
vuelve al asalto y desigual batalla
ofendido, y de verse avergonzado
del muro tan en breve retirado.

    Sesenta arcabuceros escogidos
Cortés dejó en un puesto diputados
que, con tiros continuos esparcidos,
apartaban del muro los soldados;
a los cuales mandó y dejó advertidos
que, aunque en la arremetida destrozados
viesen a los iberos, no aflojasen
los tiros m el lugar desamparasen.

   Dio Cortés con el resto de la gente
en un lienzo, y poniendo dos escalas,
por la una con paso diligente
suben Ordás, León, Mercado y Salas;
por la otra, Limpias, Leyva, San Vicente,
Salceda, Martín López; mas sin alas,
de ellos volaron y en el agua dieron,
de los tiros forzados que ocurrieron.

   Tapia y Olea por subir trabajan,
sin fruto del afán en que se ocupan,
que los espesos tiros se lo atajan,
cualquiera diligencia les trabucan:
en nada de los otros se aventajan,
que las altas escalas desocupan
cayendo, de vigor necesitados,
al agua sin acuerdo y atronados.

   Estaba Tlaxco (joven animoso,
de escamas de oro cobijado el pecho)
con voladores dardos bullicioso,
raro en presteza y en tirar derecho,
el muro defendiendo fervoroso,
de sí más que debiera satisfecho,
que la corta experiencia aún no le había
mostrado cuánto yerra el que en sí fía.

   Este, el nervoso brazo sacudiendo,
de entrar el muro la esperanza quita,
entre los prestos dardos despidiendo
copia de espesas piedras infinita:
con que, en aprieto al Español poniendo,
por puntos en valor más se acredita,
mas como el buen estado no es durable,
llegó el vaivén de la fortuna instable.

   Fijan todos en él la vista odiosa
y ya pretenden con su muerte fama,
cada cual a la mira codiciosa
aplicando el cañón y ardiente llama.
Mas Tapia (a quien empresa tan honrosa
para principio de sus glorias llama)
al aire entrega una veloz pelota
que abrió del joven la escamosa cota.

   Rompe del fuerte corazón la vía
y en él se engasta, en roja sangre envuelta;
cubre un sudor mortal su cara fría,
con visaje feísimo revuelta;
mas antes que su vista huyese al día
y alma indignada por los aires suelta,
dio de su gran valor la postrer muestra,
sintiendo inútil la pujante diestra.

    Andaba sobre el muro agonizando,
en breve muerte y negra sangre envuelto,
mas como pudo, la cabeza alzando,
vio a Cabrera, brioso, desenvuelto,
subir (debajo de un pavés trepando)
por la escala con ánimo resuelto:
el bárbaro arrastrando se le opone
y a resistir su intento se dispone,

   Diciéndole: «Español, aún Tlaxco vive
para impedir tu loco atrevimiento;
tu subida entre tanto se prohibe.
Desiste, ciego, de dañoso intento
y aqueste cuerpo sobre ti recibe,
de fuerzas falto y de vital aliento,
que con esto a su patria satisface,
con quien Tlaxco, aun muriendo, el deber hace.»

   Sobre él, con esto, el bárbaro se arroja,
del español templando el verde brío,
que (sin sentido) de su intento afloja
dando de espaldas en el ancho río.
Tlaxco, rendido a la postrer congoja,
despide el alma con aliento frío:
recíbele en sus faldas la corriente,
con mansa, compasible y grata frente.

   Alzase en esto con pujante aliento,
de entrambas partes un clamor terrible;
hieren las trompas con sonoro acento
a un céfiro templado y apacible;
arremeten con ánimo sangriento
los españoles, y furor horrible;
de cautelosos modos ya no curan,
que entrar sin ellos la ciudad procuran.

   Socorren a Cabrera, León y Acedo,
y la falta de Tlaxco conociendo,
dan por aquella banda con denuedo,
el grueso muro con vigor batiendo.
Pasa de ardiente bala a Xaya, Oviedo,
que iba un medio peñasco revolviendo
(por encima del muro presuroso)
para echar sobre Zúñiga y Reinoso.

   Un dorado cañón Cortés apaña,
a quien de regalado plomo aplica
una pelota de grandeza extraña,
y al ojo la acertada mira rica:
encara a Taibayeto, que con saña
el coraje en los suyos multiplica,
los ánimos briosos indignando
y con valor lo flaco reparando.

   La diestra sobre el pecho dilatado,
el valeroso capitán tenía,
acaso puesta hacia el siniestro lado,
que el dorado bastón la sostenía.
Clávasela en el pecho el plomo helado,
abriendo del pulmón la hueca vía:
rueda del muro el bárbaro valiente,
lanzando el alma con suspiro ardiente.

   Otra bala Cortés tras ésta tira
con que al gallardo Pandio rompe el pecho;
pone en Taguayo Nájara la mira,
sacando el alma de su nido estrecho;
el fuerte Martín López, lleno de ira,
de famoso adquiriendo va el derecho,
a cuyas balas muere Talbidano,
Tluxcaya, Tresso, Vulpido y Turano.

   Iban por partes ya desamparando
sus estancias los indios malheridos;
muchos muertos del muro caen rodando,
del rigor de las balas impelidos
pero, con gran cuidado reparando
los vacíos lugares, proveídos
eran con gran presteza de otra gente,
no menos en guardarlos diligente.

   Crece el tesón, coraje y la porfía,
la pertinacia de una y otra parte,
que en los fogosos pechos infundía
rigor, ira y venganza el fiero Marte.
Auméntase el furor, la vocería;
baten por bajo un fuerte baluarte
Solís y Ordás, con picos y azadones,
arrancando de un lado dos tablones.

   Un pequeño portillo quedó abierto
por do cabía un hombre estrechamente;
entra por él Juan Yuste, bien cubierto
de una rodela, y síguele el valiente
Portocarrero de Écija, hombre experto
en militar estudio, y preeminente:
tras él entran Cermeño y Castañeda,
Tapia, Rodrigo, Gómez y Salceda.

   Estos entraron antes que se viese
del alto muro el daño recibido,
ni que la turba idólatra ocurriese
al reparo, con súbito alarido.
Mas como por los indios se extendiese
la nueva voz del muro ya rompido,
tantos a su defensa se opusieron
que al brioso Español de allí impelieron.

   El soberbio Tabasco, en ira ardiendo,
con el herrado, grueso y basto leño,
al abierto portillo va corriendo
con rostro airado y arrogante ceño:
«¡Aguardad!», en su lengua va diciendo,
y al postrero en salir, que fue Cermeño,
hiere en un hombro con la dura maza,
rompiéndole el escudo y la coraza.

   Fue al soslayo el efecto de la herida,
pero quedó del golpe atormentado,
con la mano derecha adormecida
y así soltar la espada fue forzado.
Salta al río con mísera caída,
ya desistiendo del lugar ganado;
el Cacique le sigue, y no se fuera,
si el angosto portillo mayor fuera.

   Prueba a salir tras él, pero no pudo,
que el estrecho postigo lo impedía;
alza el leño a dos manos, tan sañudo
que de un golpe en el muro abrió la vía:
del ímpetu furioso, horrendo y crudo,
la muralla tembló, y con vocería
abrazan las almenas los soldados,
del grave terremoto amedrentados.

   Arrójase tras esto al ancho río,
al bautizado pueblo amenazando
con bizarro, gallardo y diestro brío,
el fresno a un cabo y otro blandeando,
a todos juntos grita: «¡Os desafío!».
Juan Núñez y Solís le van cercando,
pero de suerte el indio el leño juega,
que a ofenderle ninguno se le llega.

    «Venga vuestro Cortés, el indio grita,
y esta contienda a solas acabemos,
que si él me vence y la opinión me quita,
la ciudad yo y mi gente dejaremos.
Y si aquésta a su diestra inhabilita,
que se vuelva a embarcar por bien tendremos:
esto, con que las flautas me dé luego
que escupen humo, hierro, trueno y fuego.

   «Y si aceptar aquesto no quisiere
(no teniendo tan alta oferta en nada)
y con su poca gente me embistiere,
muerte conseguirá muy más honrada.
Así que, de la suerte que viniere,
le aguardará mi maza repuntada,
ora cautelas contra mí prevenga,
ora el resto de España con él venga.

   «Ora pelee con el rayo ardiente,
con que al soberbio el padre Sol castiga
(de las humanas armas diferente),
con que mis gentes sin porqué fatiga,
sin duda hurtado por aquesta gente,
o concedido para suerte amiga
en contra mía; mas si aquesto fuera,
no un dios de humanos medios se valiera.

   «Ninguna será parte de estas cosas
para impedir que mi valor no entienda,
m para que las muertes lastimosas
queden sin justa y sanguinosa enmienda.
¿Qué condiciones trato yo afrentosas?
Bueno es que de Tabasco tal se entienda,
que, habiéndole mortales ofendido,
haya, si no de muerte, algún partido,

   «Hoy habéis de morir todos, os juro,
paga condigna a vuestro intento reo;
para aquesto dejé el fosado muro,
y para que entendáis cómo peleo
ya he elegido lugar menos seguro.»
«¿Qué es de ese Capitán, que no le veo?»,
a Cortés llama el indio y amenaza,
jugando diestro la rolliza maza.

   Tras quien doscientos mozos escogidos
salen de la ciudad con paso presto,
de picas, flechas, dardos proveídos,
al Ibero tirando contrapuesto.
Con ánimos resueltos y ofendidos,
teniendo va el vencer por manifiesto,
se mezcla con la gente bautizada,
a las manos llegando y a la espada.

   Divisan una nube polvorosa
que la hueca región del aire turba,
ven que sobre ellos viene presurosa
copiosa parte de la adversa turba.
La bárbara trompeta sonorosa
truena, con que los ánimos perturba,
braman mil caracoles retorcidos,
de alientos varios con vigor heridos.

   Estos eran dos bandas de flecheros
con ímpetus marciales, que encorvando
pintados arcos, y con pies ligeros,
de nuevo entran las aguas enturbiando.
Dan sobre los sesenta arcabuceros,
el pequeño escuadrón desbaratando,
con alta grita el aire ensordeciendo,
nubes de aladas flechas despidiendo.

   Gente suelta, sin orden, desmandada,
que de las convecinas poblaciones
se juntó al menester sin ser llamada,
por su propio interese y pretensiones:
que, como les dijesen que era entrada
la ciudad sus escuchas y espiones,
a socorrerla corren; nadie aguarda,
y el más suelto de pies, piensa que tarda.

   Quedó de la furiosa arremetida
la ibera gente rota y trabajosa,
del tropel en cien partes dividida,
metida entre la turba belicosa.
Trábase una contienda cruel, reñida,
de entrambas partes dura y sanguinosa,
vuelve el rompido Iberio a reformarse
y, con dificultad, a concertarse.

   Despiden recios truenos espantosos,
del regalado plomo acompañados,
entre rayos envuelto fulminosos,
de salitrada especie alimentados.
No por eso los bárbaros briosos
una mínima parte aflojan, que forzados
a la venganza de la muerta gente,
con ánimo pelean bravo, ardiente.

   Con veloz murmurar, agudas flechas
el aire van rompiendo en banda espesa,
y con ira sangrienta van derechas
do el hesperio rigor les da más priesa.
Hácense al largo en mangas algo estrechas,
ya por último fin de aquella empresa,
mil y quinientos jóvenes flecheros
y, aparte, un escuadrón de mil piqueros.

   Al cual Olid y Morla arremetiendo,
Hircio, Escobar, León, Nájara, Ayala,
Ojeda, Juan de Limpias y Liendo,
Juan Núñez de Mercado y Matamala
entran (lo más cerrado de él rompiendo)
haciendo sanguinosa riza y tala:
y a pesar de la turba no pararon
hasta que en medio de ella se lanzaron.

   Cierra el Indio la vía aportillada
por los doce españoles esforzados,
y con la piquería ya calada
atiende a los demás por todos lados.
La escuadra esconde en sí fiera, arriscada,
y en sus pujantes diestras confïados,
los bárbaros sobre ella dan furiosos,
mas hallaron los fines peligrosos.

   Los doce entre la espesa compañía
tales cosas hicieron con la espada
que, con humilde pluma (cual la mía),
no podrá ser su gloria celebrada.
Sólo diré, señor, que su porfía
fue tal, y tal la furia acelerada,
que el formado escuadrón desbarataron,
de que al Erebo mucha parte echaron.

   ¡Oh valerosos doce afortunados!,
si algo mis versos algún tiempo fueren,
estad sin duda alguna confïados
que os hallarán allí si se leyeren:
no seréis al olvido por mí dados
mientras mis flacas fuerzas discurrieren;
en mí tendréis un cierto pregonero,
aunque con rudo proceder grosero.

   Cortés con la demás gente arremete
al piquero escuadrón desbaratado,
y con atroz estrago en él se mete
gritando: «¡Cierra, España!», bravo, airado.
Al infelice Taugo el coselete
(que era de fuerte líbano tostado)
pasa de una mortífera estocada,
privándole de vida regalada.

   Era un cacique próspero, temido,
lugarteniente de Tabasco fiero,
por valiente en el cargo preferido
y en la milicia experto, gran flechero,
que a su ruego a ayudarle había venido
y a serle en aquel trance compañero:
éste la turba idólatra regía,
a quien como a Tabasco obedecía.

   Topa con Ataybay más adelante,
en cantar a las bodas mozo diestro,
de brazo en el flechar presto, pujante,
en la maza alentado y gran maestro;
pásale de una punta penetrante
el hueco lado, mísero, siniestro,
y del segundo golpe a Batayda,
fuerte en la lucha, priva de la vida.

   Hínchanse las entrañas llenas de ira,
y de nuevo los fieros escuadrones;
cada cual al contrario apunta y tira,
puestas sólo en vencer sus pretensiones.
El ánimo más flaco a aquesto aspira,
cuando el arma le falte, a mojicones;
los bullicios marciales, el estruendo,
hacen un son confuso, fiero, horrendo.

   Estaba el agua de astas ya cuajada
(que por ella sin dueños discurrían)
de picas, flechas, dardos ocupada,
que con las turbias olas se movían:
ofendiendo a la gente embarazada,
impelidas del agua, a mil herían,
dañando tanto aquellas que vagaban
cuanto las que con furia se tiraban.

   Crece en número el Bárbaro pujante,
asoma Quaticón por la marina
con dos mil potonchanos, arrogante,
debajo de su amparo y disciplina.
Cortés, algo confuso, en el instante
manda a ochenta soldados y a Molina
que, por la espesa turba abriendo vía,
al escuadrón se opongan que venía.

   Rompen la gruesa escuadra jactanciosa
a un tiempo, de tropel amontonados,
mas con dificultad la belicosa
cuadrilla abrió los pasos atajados.
Dudóse la salida peligrosa
porque los enemigos, animados
con los nuevos socorros que venían,
con más prisa y vigor los ofendían.

   Trejo, Hermosilla, Santacruz, Morante,
Alonso Ortiz de Zúñiga, Ontiveros,
Juan Tirado, Garnica y Escalante
salieron del aprieto los primeros.
Molina, y de su gente la restante,
gran cantidad resisten de flecheros
que con alto alarido los seguían,
teniendo ya por cierto que huían.

   Vomitan con más prisa seis cañones,
gruesas y ardientes balas rigurosas;
rompen el fuerte muro y torreones
despidiendo sus cargas espantosas.
En sus cuevas y cóncavos rincones
las fieras se recogen, temerosas
del nuevo trueno y dura batería,
que amenazar al cielo parecía.


 
 
FIN DEL CANTO SÉPTIMO