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No todo el teatro es texto

Domingo Ynduráin





El título de este artículo no dejará de sorprender a la gente del oficio (del oficio teatral, naturalmente) pues les parecerá obvio que el teatro es más que texto, poco o mucho, pero algo más. Y, efectivamente, en el momento en que un texto se realiza, se representa, aparecen muchas cosas que no estaban definidas ni determinadas en la obra escrita; para empezar, la presencia de unos actores, con su aspecto físico, sus gestos, tono de voz, etc.

No se trata pues de discutir o analizar aquí algo que parece indudable, sino de proporcionar algunos datos de cómo se ha producido la realización de los textos en algunos momentos de la historia de nuestro teatro.

La preocupación teórica es relativamente reciente, lo cual no quiere decir que el problema se haya presentado sólo ahora: las dificultades que entraña el paso de la obra escrita a las tablas aparecen desde el mismo momento en que se plantea la representación. Y no se trata sólo de cómo reflejar el texto en el espectáculo, sino de que, en ocasiones, determinados rasgos de la representación revierten al texto escrito.

Por otra parte, los condicionamientos materiales y culturales configuran la realización teatral, más aún que la escritura.

Hay épocas, autores, géneros, que propenden a privilegiar un determinado componente del hecho teatral; ocurre que, como señala E. Asensio: «poesía y mímica, palabra y gesto van asociados en esa representación de la vida humana que llamamos teatro. Pero la jerarquía de los dos elementos varía constantemente. En las especies juglarescas y cuadros populares lo esencial suele ser el mimo o la mímica, la historia visual que degrada la lengua a una posición servil y secundaria: el texto verbal recuerda el letrero de una viñeta. En la comedia humanística, en el teatro de gabinete, la palabra campea tiránicamente, señoreando el gesto y convirtiendo al actor en declamador. Entre estos riesgos, entre Escila y Caribdis, está el drama auténtico. En el drama la palabra se compenetra con el gesto, es el cauce y el motor de la acción». Vamos a ver por encima algunos detalles de la realización teatral en nuestra lengua.

No parece que merezca la pena detenernos en el gran problema del teatro medieval, del que poseemos muy pocos datos; pero sí podemos aludir a la Tragicomedia (o Comedia, antes) de Calixto y Melibea. La Celestina es una de esas obras humanísticas escritas para la lectura -para la lectura en voz alta también-, que sus autores nunca pensaron llevar a las tablas; en su época, representar La Celestina era algo que ni se planteaba, no tenía sentido. Cuando, en fechas recientes, se ha intentado la aventura, las dificultades se han puesto de manifiesta de manera abrumadora.

Con Juan del Encina topamos ya con el espectáculo dramático; pero lo que aquí me interesa recordar ahora son las condiciones en que se produce la representación de esas obras; señalaremos en primer lugar que se trata de actividades privadas tanto cuando representa en una sala del palacio de los duques de Alba en Salamanca como cuando lo hace en Italia. Esta situación supone que no hay lugar específicamente destinado a la representación, ni, en consecuencia, separación material entre actores y público: el espacio escénico se va creando al hilo de la actuación sin que, en cualquier caso, la separación sea nunca tajante, como tampoco lo es la diferencia entre ficción literaria y realidad inmediata. En efecto, la relación del autor-actor con su mecenas no sólo se produce en la realidad inmediata de la representación sino que salta de rebote al propio texto, cuando Encina edita sus obras: es lo que ocurre, por ejemplo, en la Égloga de Navidad en la que (leemos) Juan del Encina, vestido de pastor, saluda a los duques y les da las gracias por la protección que le dispensan; se defiende después Encina de los ataques de sus enemigos y acaba, otra vez, elogiando a sus señores. Muchas de las obras de Encina incluyen temas y motivos de la vida, cotidiana o no, del palacio, como puede ser la petición (siempre desde el texto impreso) de un puesto de cantor en la catedral, o la preocupación y temor por la posible marcha del duque a la guerra, etc. De esta manera, los espectadores son también un poco actores, y los actores espectadores atentos a las reacciones -gestos o palabras- de los señores.

Ya en obras posteriores, Encina introduce algunas variantes, como puede ser el cambio de lugar en la Égloga de Mingo, Gil y Pascuala o los múltiples ambientes, incluido por primera vez el urbano, en la Égloga de Plácida y Vitoriano; pero esto no supone que haya cambio de escenario ni, en mi opinión, que se utilicen decorados: es la palabra la que crea el lugar y las circunstancias escénicas.

Con Torres Naharro se producen algunos cambios, así -según Gillet- el de las jornadas o escenas como signo del paso del tiempo, tiempo que en los dramaturgos anteriores prácticamente no tenía entidad, las obras presentaban una duración indeterminada. Por otra parte Naharro desarrolla la acción dramática en un caso, la Comedia Himenea, de manera sorprendente. Pero los avances y variaciones no podían ser muy significativos si tenemos en cuenta que las condiciones de la representación seguían siendo las mismas que en la época de Encina: las representaciones eran diversiones cortesanas organizadas por nobles o por príncipes de la Iglesia como entretenimiento que prolonga lo mismo la sobremesa de un banquete que la celebración de unos laudes o maitines.

En Portugal, la situación cambia en la época de Gil Vicente, en gran parte gracias a él: desde 1558 es el Hospital de Todos los Santos la entidad organizadora de las representaciones teatrales; el Hospital actúa ya como empresario, a la busca de beneficios, por ello se fundan dos locales de teatro a fines del siglo XVI. Gil Vicente es el dramaturgo en el que se encarna esta evolución: sus primeras obras son piezas de salón que se representan ante los reyes, pero en ellas encontramos ya un marcado gusto por los elementos visuales, por la escenografía; por ejemplo, en el Auto pastoril castellano se escenifica, por primera vez, la adoración en el pesebre, que hasta entonces se nombraba pero no aparecía ante los ojos de los espectadores. Otro procedimiento, llamado a jugar un importante papel en el teatro peninsular se da en el Auto de la Sibila Casandra (lejano antecedente de Flor de Santidad): mientras hablan los profetas, se descorren unas cortinas situadas en el fondo de la escena y aparece a la vista del público la Virgen y el Niño.

En el Auto de la barca de la Gloria hay dos barcos en escena, y uno de ellos despliega las velas como indicio o signo de que comienza a navegar. Pero Gil Vicente no sólo monta escenografías de gran aparato, sino que desarrolla con gran sensibilidad las apoyaturas musicales que en J. del Encina consistían en un simple villancico con el que se cerraba la obra; el portugués, sin embargo, utiliza la música, las canciones, para subrayar o crear el tono de determinadas situaciones; en determinados casos son bailes que se realizan en escena.

En Castilla recordaremos al famosísimo Lope de Rueda, cómico itinerante que lo mismo actúa en palacios que en cabañas o mesones, y que es el primero que monta espectáculos públicos, sin desdeñar por ello las representaciones privadas en los salones de la nobleza. Así, le encontramos en 1552 en Valladolid, contratado a sueldo por el ayuntamiento; dos años después aparece al servicio del Conde de Benavente. Al hablar de Lope de Rueda es obligado reproducir las palabras que le dedica Cervantes: «[...] en el tiempo de este célebre español, todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado y en cuatro barbas y cabelleras y cuatro cayados, poco más o menos».

Probablemente Lope de Rueda es uno de los muchos cómicos de la legua que corrían la Península por estos años; de otros no ha quedado noticia pero sí ha quedado de las compañías italianas que desde 1535, por lo menos, recorrían España: en la época de Felipe II estos comediantes son muy numerosos, tanto formando parte de compañías convencionales como de commedia dell'arte; con ellos entran escenografías y tramoyas desconocidas en España. De esta manera, y del mismo modo que el Condestable Miguel Lucas de Iranzo celebraba representaciones (de teatro o de mimos) en su palacio de Jaén en 1460 a imitación de la nobleza italiana, ahora los representantes españoles imitan los avances traídos por los italianos.

Juan de la Cueva escribe algunas de sus obras para los primeros teatros públicos de Sevilla, entre 1579 y 1581; sabemos, por ejemplo, que su pieza El Infamador fue representada en Sevilla en 1581, en la «güerta» de Doña Elvira. Juan de la Cueva utiliza con frecuencia dos escenarios simultáneamente: cada uno de los escenarios o mansiones tenía su propia decoración y representaba un lugar diferente; de esta manera no era necesario interrumpir la representación entre cuadro y cuadro, ni «figurarla» simplemente con palabras.

Sin embargo, la evolución de las condiciones materiales es mínima todavía cuando Lope de Vega representa sus obras. Las piezas de teatro siguen representándose en corrales o mercados habilitados para la ocasión; el decorado suele ser el mismo durante toda la obra, aunque cambie el lugar de la acción; y los escritores alternan las representaciones públicas con la protección de un noble, es el régimen que N. Salomón llamó «desemimecenazgo». En cuanto a la relación entre palabra y espacio escénico, Varey ha señalado cómo en El alcalde de Zalamea de Lope, el decorado se limita a una fachada con una puerta y una ventana practicables, o poco más. El resto, el camino, el campo, el bosque, los interiores, debe imaginarlos el público a partir de las indicaciones verbales que proporciona el texto o a base de indicios indirectos, como el traje que lleva un personaje.

Estas limitaciones quedan patentes, por ejemplo, en El convidado de piedra de Tirso, en esta obra D. Juan y su criado se pasean por el escenario que figura las calles de Sevilla; después de andar un rato, ven la estatua del comendador, que hasta entonces no habían visto porque, teóricamente, no estaba allí. Algo parecido ocurre en Los amantes de Teruel (historia de origen italiano, como tantos temas de comedia en la época), en ella tenemos una escena que transcurre en casa de Isabel, pero, en un momento determinado, Tirso recurre al viejo procedimiento de descorrer una cortina para que el público pueda ver un catafalco y asistir a los funerales de D. de Marsilla, con lo que se consigue la misma simultaneidad que con los escenarios dobles. En Marta la piadosa hay una corrida de toros que no se realiza en escena, ni siquiera están en ella los espectadores ya que la acotación indica claramente: «Dentro todos»; y, luego: «Suenan dentro cascabeles, como que corren caballos». Todo lo cual no impide que a algunos les parezca aparato excesivo el de estas comedias, por ejemplo a Pinzón, cuando se queja de que «han adulterado a Apolo / con tramoyas, maderajes / y bofetones».

Y algo debía de haber de cierto en la queja, aunque no referido a las «Comedias de Capa y Espada». En efecto, Suárez de Figueroa da en El Pasagero un comentario y una distinción por lo menos tan interesante como los tantas veces citados de comedias a noticia y a fantasía, o el ñaque, bojiganga, bululú, etc. Es este: «Dos caminos tendréis por donde enderezar los pasos cómicos en materia de trazas. Al uno llaman comedias de cuerpo, al otro de ingenio o de capa y espada. En las de cuerpo, que, sin las de reyes de Hungría o de príncipes de Transilvania, suelen ser de vidas de santos, intervienen varias tramoyas y apariencias...», parecer, el último que concuerda con el testimonio de A. de Rojas en El viaje entretenido: «Llegó el tiempo que se usaron / las comedias de apariencias, / de santos y de tramoyas, / y entre éstas, farsas de guerras».

No hace falta glosar la oposición comedias de ingenio/comedias de tramoyas y apariencias. En unas, las de capa y espada, el interés reside en el enredo, en el ingenio para crear situaciones y resolverlas, en el juego y movimiento escénico. En las comedias de cuerpo el interés se centra en lo que hoy llamaríamos «efectos especiales»: es el camino que emprenderá el teatro vulgarizado (y en parte los autores sacramentales, siempre espectaculares) en los amenes del barroco; basta añadir a los temas citados el de las comedias de magia. Y no deja de ser curioso el desprecio con que Figueroa se refiere a las comedias de cuerpo, y, concretamente, a las de reyes de Hungría o de príncipes de Transilvania, como asuntos plebeyos, subliterarios, equivalentes a lo que andando el tiempo serán los folletines.

Pero si las comedias de capa y espada apenas utilizan tramoyas y apariencias, sí cuentan con otros recursos, no menos agradables al oído o a la vista. Por una parte los bailes y cantos tan bien utilizados por Lope en sus obras de ambiente rústico; por otra la presencia física de los actores y, sobre todo, de las actrices que revelan sus encantos a la menor oportunidad. Para justificar esto, el método más socorrido es vestir a la mujer de hombre: de esta manera la actriz tiene ocasión de lucir dos tercios de sus extremidades inferiores, si bien enfundadas en lo que hoy llamaríamos leotardos. Ejemplo, Don Gil de las calzas verdes, a pesar de que nuestra televisión vistiera a la actriz (Victoria Vera, si no me equivoco) con pantalones bien cumplidos, y no porque el guión lo exigiera, que el mercedario bien señala desde el título que son calzas. Mujeres vestidas de hombre (dejando a un lado los casos de sobra conocidos, La vida es sueño, v. gr., hay en El tejedor de Segovia, de Alarcón, en La tercera de sí misma de Mira de Amescua; Vélez dé Guevara escribe para la conocida y valerosa Jusepa Vaca, La serrana de la Vera, también Lope la había sacado vestida de hombre en Las mocedades de Roldán, etc., etc. La cosa llegó a tal punto que apenas hay obra en que no aparezca una mujer vestida de hombre; quizá por ello D. A. Hurtado de Mendoza se explica así en Más merece quien más ama, según recordó Alfonso Reyes:

«Un poeta celebrado y en todo el mundo excelente viéndose ordinariamente de otro ingenio mormurado de que, siendo un galán en traje de hombre vestía tanta infanta cada día, le dijo: Sr. D. Juan, si vuesarced satisfecho de mis comedias mormura cuando, con gloria y ventura, novecientas haya hecho verá que es cosa de risa el arte; y sordo a su nombre las sacará en traje de hombre y aun, otro día, en camisa. Dar gusto al pueblo es lo justo: que allí es necio el que imagina; que nadie busca doctrina, sino desenfado y gusto».



Y, en efecto, en Privar contra su gusto, de Tirso, aparece una dama bañándose en un río; y en El tejedor de Segovia, sale Teodora, a medio vestir; por no citar la mojiganga de V. Suárez de Deza, Lo que pasa en el río de Madrid en el mes de Julio, etc.

Y, claro, donde menos se piensa salta el escándalo, Pedroso recuerda que «en 1512 dicta un canon el Concilio Hispalense contra escándalos cometidos representando la Natividad y la Resurrección de Cristo; cuarenta años antes (1473) condenó otro concilio, en Aranda, gravísimos desórdenes a que dan margen las representaciones de Navidad, San Esteban, San Juan y los Inocentes». Puestas así las cosas desde el principio, no resulta extraño que el teatro fuera visto con desconfianza por los moralistas; por ejemplo Cabranes, cuando en su Hábito y armadura espiritual concede que «no peca el que hace atavíos para representar farsas para recreación, y no para hechos lujuriosos». Porque esto del escándalo es cosa escurridiza que no se sabe muy bien de qué depende, unas veces lo trae la obra, otras el oficio: no es infrecuente una queja reproducida en la Controversia sobre la licitud del teatro, contra las actrices que «acabada de hacer Nuestra Señora sale un entremés en que hace una mesonera o ramera, y sólo con ponerse una toca y rezagar una saya sale a un baile deshonesto y a cantar y bailar una carretería...». Protestas contra la lascivia de los bailes (en el teatro y fuera de él) saltan a cada paso, desde La Dorotea de Lope (!) hasta la Guía y aviso de forasteros de Liñán.

Lo que ocurre es que la farsa la llevan los actores, más que el texto; esto es algo que se ve con claridad en la confesión que el Pinciano hace en el tomo primero de su Philosophía: «[...] tengo yo en mi casa un libro de comedias muy buenas y nunca me acuerdo del, mas, en viendo los rótulos de Cisneros y Gálvez, me pierdo por los oyr y mientras estoy en el teatro ni el invierno me enfría ni el estío me da calor», y poco después teoriza: «En manos del actor está la vida del poema, de tal manera que muchas acciones malas, por el buen actor, son buenas, y muchas buenas, malas por el actor malo». No debe extrañar, pues, que Cascales, en su Tablas se refiera a las comedias nombrándolas por los actores que las representan, no por el título o por los ingenios que las escriben: «[...] según eso no son comedias las que cada día nos representan Cisneros, Velázquez, Alcaraz, Ríos, Santander, Pinedo...», y no sería justo acabar el artículo sin citar a Juan Rana, quizá el más conocido de nuestros cómicos.

Naturalmente quedan muchísimas cosas que decir sobre estos temas, quien tenga curiosidad por el asunto puede consultar algunas obras de conjunto, como Ch. V. AUBRUN, La comedia española, Madrid, Taurus, 1968; J. E. VAREY y N. D. SHERGOLD, Teatros y Comedias en Madrid: 1666-1687, Londres, Tamesis Books, 1974; O. ARRÓNIZ, Teatros y escenarios del Siglo de Oro, Madrid, Gredos, 1977, etc.





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