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ArribaAbajoLas estocadas de noche




I

       Las lágrimas de los ojos
disimuladas apenas,
mal prendidos los cabellos,
mal tocada y mal compuesta,
está en un sillón Elvira,
la faz y las manos trémulas,
como criminal que incierto
visita del juez espera;
y los pasos de don Lope
escuchando en la escalera,
más se turba cuando cauta
en disimular se empeña.
Entró en la estancia don Lope,
y al apercibirse de ella
la dijo con voz pausada,
entre amorosa y severa:
«¿Tú lágrimas en los ojos?
¡Por los cielos, que me admira!
¿Quién pudo en ellos, Elvira,
herirte con tal rigor?
¡Oh! Ven, Elvira, a mis brazos,
ven a contarme tus duelos,
que si no admiten consuelos,
admitirán vengador.
La faz escondes turbada,
la frente pálida inclinas;
esas rosas purpurinas,
¿Quién aja traidor así?
¿No me respondes, y lloras?
Pues te obstinas en callarlo,
ve que acaso averiguarlo
me toque después a mí.
Pudiera serme un secreto
lo que tu labio confiese;
mas puede ser que nos pese
lo que yo sepa, a los dos.
Pero a través de esa reja
han pronunciado tu nombre.....
¡Oh! Dime, Elvira, el de ese hombre;
dilo, o mueres, ¡vive Dios!»

   Así don Lope diciendo,
asióla de las muñecas,
y entornando la ventana,
mató de un revés la vela.
Resistió, mas sujetóla;
quiso gritar, mas apenas
lanzó una voz, la garganta
contra el almohadón la aferra.
Sonó por segunda vez
desde la calle la seña,
y con acento fingido
dentro don Lope contesta.
A poco oyéronse pasos
de alguno que sube a tientas,
con los rotos escalones
tropezando en las tinieblas.
Y en el silencio solemne
de aquella medrosa escena,
del corazón de don Lope
todos los golpes se cuentan.
«Elvira», dijo el que entraba;
mas viéndose sin respuesta,
volvió a repetir el nombre
dentro de la sala mesma.
Todo allí es sombra y silencio,
todo es soledad en ella;
sólo una chispa encendida
dentro del pábilo humea,
que no ardiendo sino un punto,
la lobreguez más se aumenta;
y el humo con que se ahoga,
fétido el pábilo deja.
Las manos tendió adelante,
y avanzando así el que llega,
con el rostro de don Lope
en la obscuridad tropieza.
«¿Quién va?», preguntó; y su acento
siguiendo mano certera,
de una robusta puñada
tendióle de espalda en tierra.
Asidos ambos a dos,
en la sombra forcejean,
y el duro son de la lucha
confuso en la sombra suena.
Y sin duda a ambos importa
el secreto y la cautela,
porque trabajan las manos
y se recata la lengua.
A cóncavos resoplidos
ambos los pechos alientan,
mas no lanzaron los labios
una exclamación siquiera.
Así, en contados instantes
los dos combatientes ruedan,
hasta que a verse alcanzaron
gente y luces que se acercan.
Abriéronse las mamparas,
y casi en el linde de ellas
hallóse un hombre en silencio
y embozado hasta las cejas.
Miróle un punto don Lope,
y vuelto, con voz resuelta
a los que acudieron dijo:
«Paso»; y ganando las puertas,
llevósele por delante
medio a bien y medio a fuerza.


II

   Negra es la noche, y el cierzo,
que en son revoltoso gime,
rasgándose en las esquinas,
de miedo la sombra viste.
Por un callejón estrecho
que de pasadizo sirve
a una iglesia, va don Lope
con el otro, que lo sigue.
Sin duda tras de un farol
que medio agoniza y vive,
colgado en un esquinazo
ante un cuadro de la Virgen,
túvose bajo él don Lope,
y en voz imperiosa y firme,
desenvainando la espada,
esto al incógnito dice:
-o quién sois o qué valéis
he de saber; elegid.
-Enhorabuena; reñid,
que quién soy ya lo veréis.
-¿No tenéis otra disculpa?
-Vuestro empeño será en vano;
las espadas en la mano,
entrambos tenemos culpa.
Y así diciendo, uno a otro
con tal denuedo se embisten,
que brotan chispas las hojas
con los tajos y los quites.
Ambos en el mismo sitio,
ninguno vence o se rinde;
ni en uno temor se alcanza,
ni a otro más valor asiste,
según a la luz incierta
desde luego se distinguen
de entrambos a dos las sombras,
que en tierra clavadas riñen.
Mas el rumor temeroso
de la lucha se percibe,
sin que un ¡ay! ni una palabra
se oiga en trance tan difícil.
Dijérase al ver lo inmóviles
que ambos en ello persisten,
que son dos sombras de un sueño
que a alguno en la noche aflige.
Tal vez de dos enemigos
que un mismo ataúd divide,
creyéranse las fantasmas,
que juzgándolo imposible
partir un mismo sudario
ni el suelo estrecho partirse,
alzáronse despechadas
en aparición visible.
Abrióse en esto una reja,
otra a poco se oyó abrirse,
luego otras muchas, y luego
cerca pasos se perciben.
Alumbróse de repente
la calle, y al lejos dicen:
«Ténganse al Rey»; y en un punto
la justicia les divide.
Cercáronlos desatentos
soldados y ministriles,
que al tomarlos los estoques,
por ellos derechos piden.
Y tanto crece la zambra
y los confusos lelíes
de unos que dicen: «¡Soltarles!»,
y otros que «¡A la cárcel!» dicen,
que echando mano al embozo
el que con don Lope riñe,
partió el tropel de por medio,
y en alientos varoniles
gritando: «¡Lugar al Rey!»,
hace que a su voz se inclinen,
cayendo en tierra de hinojos,
cuantos alcanzan a oírle.
«Señor...», murmuró don Lope,
la faz con rubor humilde;
y el Rey, con blanda sonrisa,
levantándole le dice:
«Valiente sois, caballero,
y en despecho de la ley,
supisteis que siendo Rey,
he sido hidalgo primero.
Libre estáis y afecto os soy:
venid mañana a palacio
y hablaremos más a espacio
de las cuchilladas de hoy.
Pero no volváis a vella,
o por infame os tendré,
que os juro, don Lope, a fe,
que no sabéis quién es ella.»
Esto dicho, el Rey volvióse;
a la ronda se dirige,
y ante las rejas de Elvira
así en voz alta prosigue:
«Aquí hay presa de la ley;
entrad la casa en mi nombré,
y cubrid mi error de hombre
con mi justicia de Rey.»




ArribaAbajoJusticias del Rey D. Pedro




I

       Cuando su luz y su sombra
mezclan la noche y la tarde,
y los objetos se sumen
en la sombra impenetrable,
en un postigo excusado
que a una callejuela sale,
de una casa cuya puerta
principal da a la otra calle,
dos hombres que se despiden
se ven, aunque no se sabe
ni cuál de los dos se queda,
ni cuál de los dos se parte.
Ambos mirándose atentos,
ambos un pie hacia adelante,
parados en el dintel
están, y entrambos iguales.
Por fin, el más viejo de ellos,
hundiendo el mustio semblante
entre el sombrero y la capa
en ademán de marcharse,
torció la cabeza a un lado,
pronunciando un no tan grave,
que bien se vio que era el fin
de las pláticas de enantes.
Sin duda el otro, entendido,
no encontró qué replicarle,
pues bajando la cabeza,
callóse por un instante.
«Buenas noches», dijo el viejo;
tartamudeó un «Dios le guarde»
el otro, mas decidiéndose,
hizo hacia el viejo un avance:
-Mírelo bien, y cuidado
no se arrepienta, compadre.
-Nunca eché más que una cuenta.
-Piénselo bien, y no pase
sin contar lo que va de él
a don Juan de Colmenares.
-Señor, replicó el anciano,
en tiempos tan deplorables,
ya sé que lo pueden todo
los ricos y los audaces.
-Pues mire lo que le importa,
que rico y audaz, señales
son con que marca la fama
a los que en mi casa nacen.
Callaron por un momento,
y continuando mirándose,
dijo el viejo tristemente,
aunque en tono irrevocable:
-Nunca lo esperé de vos,
mas tampoco vos ni nadie
puede esperar más de mí.
-Pues entonces, adelante;
idos, buen viejo, con Dios,
que estoy de prisa y es tarde.-
Cerró la puerta de golpe,
a escuchar sin esperarse
una respuesta que el viejo
tuvo tentación de darle;
y acaso por su fortuna
quedó a tal punto en la calle,
para dársela a la puerta,
donde la deshizo el aire.
Volvió el anciano la espalda,
y en dos golpes desiguales,
sus pasos descompasados
pueden de lejos contarse;
porque sus pies, impedidos,
deben a su edad y achaques
una muleta que marcha
un pie que los suyos antes.
La esquina a espacio transpuso,
y a poco, otro hombre más ágil,
saliendo por el postigo,
siguió en silencio su alcance;
túvose al volver la esquina,
tendió los ojos sagaces
y enderezó los oídos
atento por todas partes;
mas no oyendo ni escuchando
de qué poder recelarse,
tomando el rastro del viejo,
echó por la misma calle.


II

   En un aposento ambiguo,
medio portal, medio tienda,
que hace asimismo las veces
de cocina y de despensa,
pues da su entrada a la calle,
y en confuso ajuar ostenta
camas, hormas y un caldero
colgado en la chimenea,
hay seis personas distintas,
que hacen al pie de la letra
(salvo el padre, que está ausente)
una raza verdadera.
Un mozo de veinte abriles,
una muchacha risueña
de diez y seis, tres muchachos
y una anciana de sesenta.
Y aunque a las veces nos turban
engañosas apariencias,
zapateros son de oficio,
si a espacio se considera,
que está la estancia aromada
con vapores de pez negra,
que ribetea la moza,
y que el mozo maja suela.
-Mucho tarda, dijo el último,
padre esta noche, Teresa.
-Ya ha tiempo que ha anochecido.
-Muchacho, atiza esa vela
y deja quieto ese bote.
Y esto diciendo en voz recia
el mozo, siguió en silencio
cada cual en su tarea:
el chico sitiando al bote,
ribeteando la doncella,
majando el mozo a compás,
y dormitando la vieja.
Con monótonos murmullos
arrullaban esta escena,
el son de la escasa lluvia
de un aguacero que empieza,
el no interrumpido son
con que hierve la caldera,
y el tumultuoso chasquido
con que la luz chisporrea.
-¿Las nueve son? dijo el mozo.
-Eso las ánimas suenan
con sus campanas, repuso
santiguándose Teresa.
-¡Las ánimas, y aun no viene!
Y echando atrás la silleta,
se puso el mancebo en pie
y encaminóse a la puerta.
Al ruido que hizo en el cuarto,
despertándose la vieja,
dijo: -¿Rezáis a las ánimas?
-Sí, señora; estése queda
Asió el mancebo la aldaba,
mas la había alzado apenas,
cuando un espantoso golpe
venció la puerta por fuera.
-¡Muerto soy! dijo una voz;
cayó un embozado en tierra,
y vióse un hombre que huía
al fin de la callejuela.
En derredor del caído
se agolparon, que aun conserva
algún resto de la vida
que le arrancan a la fuerza;
mas no bien le desenvuelven
por ver, piadosos, si alienta,
un grito descompasado
lanzóla familia entera.
Blasfemó el mozo con ira,
desmayóse la doncella,
y la anciana y los muchachos
en llanto a la par revientan.
-Padre, ¿quién fue? preguntaba,
sosteniendo la cabeza
del anciano moribundo,
el hijo, que llora y tiembla.
Echóla triste mirada
su padre, como quien lega
su razón y su justicia
en quien se fija cori ella.
-Juan.....
-¿Qué Juan?
-De Colmenares,
balbuceó con torpe lengua;
y sobre el brazo del hijo
dobló la faz macilenta,

   Reinó un silencio solemne
por un instante en la escena,
y a reunirse empezaron
vecinos de ambas aceras.
Llegó la justicia al punto,
y mientras justicia ella,
partió por la turba el mozo
en faz de intención siniestra.
-¿Dónde va? dijo un corchete.
-Siendo yo su sangre mesma,
¿adónde, sino al culpable?
-Soy con vos.
-Enhorabuena.
-(Por si acaso, va seguro),
dijo para sí el de presa,
mientras el mozo, resuelto,
ganó a una esquina la vuelta.


III

   Son treinta días después,
y el mismo lugar y hora,
la misma vieja y los chicos,
con mesa, mancebo y moza.
Cada cual en su tarea
sigue en paz, aunque se nota
que todos tienen los ojos
del mancebo en la faz torva.
Él, sin embargo, en silencio
prosigue atento su obra
sin levantar la cabeza,
que sobre el pecho se apoya.
Tan doblada la mantiene,
que apenas la llama roja
que da la luz, alumbrarle
las cejas fruncidas logra;
y alguna vez que el reflejo
las negras pupilas toca,
tan viva luz reverberan,
que chispas parece brotan.
La verdad es que, una lágrima
que a sus párpados asoma,
viene anunciando un torrente
en que el corazón se ahoga.
Y el mozo, por no aumentar
de los suyos la congoja,
a duras penas le tiene
dentro el pecho y le sofoca.
Largo rato así estuvieron
en atención afanosa,
todos mirando al mancebo,
y éste mirando a sus hormas;
hasta que, al cabo, Teresa,
más sentida o más curiosa,
lo dijo: -¿Estás malo, Blas?
Y a su voz limpia y sonora,
siguió otro largo intervalo
de larga atención dudosa.
Nada el hermano responde,
mas ella su afán redobla,
que no hay temor que la tenga
la valla de una vez rota.
-¡Como estás tan cabizbajo!.-
Y aquí Blas interrumpióla:
-Y ¿qué tengo que decir
a quien sin padre y sin honra
debe vivir para siempre?-
Y aquí la familia toda
rompió en ahogados sollozos
a tan infausta memoria.
Sosegóse, y siguió Blas
en voz lamentable y honda:
-Él rico y nosotros pobres,
débil la justicia y poca,
y el Rey en caza y en guerra,
¿qué puede alcanzar quien llora?
-Qué, ¿por libre se atrevieron.....
-Poco menos, pues sus doblas
pudieron más con los jueces
que las leyes.
-¡Las ignoran!
dijo indignada Teresa.
-No, hermana: ¡las acogotan!
contestó Blas, sacudiendo
su mazo con ciega cólera.
   Siguió en silencio otro espacio,
y otra vez Teresa torna.
-Mas la sentencia, ¿cuál fue?
dijo, y calló vergonzosa.
-¿La sentencia? gritó Blas,
revolviendo por las órbitas
los negros y ardiente, ojos.
¿La sentencia pides? Oyela.-
Todos se echaron de golpe
sobre la mesilla coja,
que vaciló al recibirles
a oír lo que tanto importa.
-Sabéis que el de Colmenares
hoy pingüe prebenda goza
en la iglesia, y que, a Dios gracias
y a mi diligencia propia,
se le probó que dió muerte
a padre (que en paz reposa).
Pues bien; no sé por qué diablos
de maldita jerigonza,
de conspiración que dicen
que con su muerte malogra,
dieron por bien muerto a padre,
y al clérigo.....
-¿Le perdonan?
-No, ¡vive Dios! le condenan;
mas ¡vez qué dogal le ahoga!
Condénanle a que en un año
no asista a coro, mas cobra
su renta; es decir, le mandan
que no trabaje y que coma.
   Tornó a su silencio Blas
y a sus sollozos la moza;
ella cosiendo sus cintas,
y él machacando sus hormas.


IV

   Está la mañana limpia,
azul, transparente, clara,
y el sol, de entre nubes rojas,
espléndida luz derrama.
Toda es tumulto Sevilla,
músicas, vivas y danzas;
todo movimiento el suelo,
todo murmullos el aura.
Cruzan literas y pajes,
monjes, caballeros, guardias,
vendedores, alguaciles,
penachos, pendones, mangas.
Flota el damasco y las plumas
en balcones y ventanas,
y atraviesan besamanos
donde no caben palabras.
Descórrense celosías,
tapices visten las tapias,
los abanicos ondulan
y los velos se levantan.
Cuantas hermosas encierra
Sevilla, a su gloria saca;
cuantos bueno! caballeros
en sus fortalezas guarda;
ellos porque son galanes,
y ellas porque son bizarras;
las unas porque la adornen,
los otros para admirarlas.
óyense al lejos clarines,
y chirimías y cajas,
y a lengua suelta repican
esquilones y campanas.
Mas no vienen los hidalgos
armados hasta las barbas,
ni el pálido rostro asoman
las bellas amedrentadas;
que no doblan los tambores
en son agudo de alarma,
ni las campanas repican
a rebato arrebatadas;
que es la procesión del Corpus
que ya transpone las gradas
del atrio, y el rey don Pedro
acompañándola baja.
Padillas y Coroneles
y Alburquerques se adelantan
con Osorios y Guzmanes,
pompa ostentando sobrada.
Y bajo un palio don Pedro,
de ocho punzones de plata,
descubierta la cabeza
y armado hasta el cuello, marcha.
En torno suyo el Cabildo,
diez individuos encarga
que de escuderos le sirvan
en comisión poco santa;
mas tiempos son tan ambiguos
los que estos monjes alcanzan,
que tanto arrastran ropones
como broqueles embrazan.
Entre ellos se ve a don Juan
de Colmenares y Vargas,
que deja por vez primera
la reclusión de su casa;
no porque el año ha cumplido,
sino porque el año paga,
y doblas redimen culpas
si se confiesan doradas.
Rosas deshojan sobre ellos
las hermosísimas damas,
y toda es flores la calle
por donde la Corte pasa.
Envidia de las más bellas,
salió a un balcón del alcázar
la hermosísima Padilla,
origen de culpas tantas.
Hízola venia don Pedro,
y al responderle la dama,
soltó sin querer un guante,
y ¡ojalá no le soltara!
Lanzóse a tomar la prenda
muchedumbre cortesana;
muchos llegaron a un tiempo,
mas nadie tomarla osaba,
que fuera acción peligrosa,
aparte de lo profana.
Partiendo la diferencia,
salió de la fila santa
el bizarro Colmenares
con intención de tomarla.
Mas no bien dejó su mano
del palio el punzón de plata,
y puso desde él al Rey
cuatro pasos de distancia,
cuando un mancebo iracundo,
con irresistible audacia,
se echó sobre él, y en el pecho
le asestó dos puñaladas.
Cayó don Juan; quedó el mozo
sereno, en pie entre los guardias
que le asieron, y don Pedro
se halló con él cara a cara.
La procesión se deshizo;
volvió gigante la fama
el caso de boca en boca,
y ya prodigios contaban.
Juntáronse los soldados
recelando una asonada;
cercaron al Rey algunos,
y llenó al punto la plaza
la multitud, codiciosa
de ver la lucha empezada
entre el sacrílego mozo
y el sanguinario Monarca.
Duró un instante el silencio,
mientras el Rey devoraba
con sus ojos de serpiente
los ojos del que le ultraja.

   -¿Quién eres? dijo por fin,
dando en tierra una patada.
-Blas Pérez, contestó el mozo
con voz decidida y clara.
Pálido el Rey de coraje,
asióle por la garganta,
y así en voz ronca le dijo,
que la cólera le ahogaba:
-Y yendo tu Rey aquí,
¡voto a Dios! ¿por qué no hablaste,
si con ocasión te hallaste
para obrar con él así?-
   Soltóse Blas de la mano
con que el Rey le sujetaba,
y, señalando al difunto,
repuso tras breve pausa:
-Mató a mi padre, señor,
y el tribunal, por su oro,
privóle un año del coro,
que en vez de pena es favor.
-Y si vende el tribunal
la justicia encomendada,
¿no es mi justicia abonada
para quien justicia mal?
-Cuando el miedo o la malicia,
dijo Blas, tuercen la ley,
nadie se fía en el Rey,
medido por su justicia.

   Calló Blas, y calló el Rey
a respuesta tan osada,
y los ojos de don Pedro
bajo las cejas chispeaban.
Tendiólos por todas partes,
y al fuego de sus miradas,
de aquellos en quien las puso
palidecieron las caras.
Temblaron los más audaces,
y el pueblo ansioso esperaba
una explosión en don Pedro,
más recia que sus palabras.
Rompió el silencio por fin,
y en voz amistosa y blanda,
el interrumpido diálogo
así con el mozo entabla:
-¿Qué es tu oficio?
   -Zapatero.
-No han de decir ¡vive Dios!
que a ninguno de los dos
en mi sentencia prefiero.-
   Y encarándose don Pedro
con los jueces que allí estaban,.
dando un bolsillo a Blas Pérez,
dijo en voz resuelta y alta:
-Pesando ambos desacatos,
si con no rezar cumple él
en un año, cumples fiel
no haciendo en otro zapatos.
   Tornóse don Pedro al punto,
y brotó la turba osada
murmullos de la nobleza
y aplausos de la canalla.
Mas viendo el Rey que la fiesta
mucho en ordenarse tarda,
echando mano al estoque,
dijo así, ronco de rabia:
-La procesión adelante,
o meto cuarenta lanzas
y acaban ¡voto a los cielos!
los salmos a cuchilladas.

   Y como consta a la iglesia
que es hombre el Rey de palabra,
siguieron calle adelante
palio, pendones y mangas.




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ArribaAbajoPara verdades el tiempo y para justicias Dios

Tradición





I

       Juan Ruiz y Pedro Medina,
dos hidalgos sin blasón,
tan uno del otro son
cual de una zarza una espina.
   Diz que Pedro salvó a Juan
la vida en lance sangriento;
prendas de tanto momento,
amigos por cierto dan.
   Pasan ambos por valientes
y mañeros en la lid,
y lo han probado en Madrid
en apuros diferentes.
   Ambos pasan por iguales
en valor y en osadía,
pero en fama de hidalguía
no son lo mismo cabales,
   Que es Juan Ruiz hombre iracundo,
silencioso por demás,
que no alzó noble jamás
el gesto meditabundo.
   Ancha espalda, corto cuello,
ojo inquieto, torvas cejas,
ambas mejillas bermejas,
y claro y rubio el cabello.
   Y aunque lleva en la cintura
largo hierro toledano,
dale, brillando en su mano,
más villana catadura.
   Y aunque arrojado y audaz
en la ocasión, rara vez
carece su intrepidez
de son de temeridad.
   Ágil, astuto o traidor,
hijo de ignorada cuna,
debe acaso a su fortuna
mucho más que a su valor.
   Presentóse ha pocos años
de Indias advenedizo,
diz que con nombre postizo
cubriendo propios amaños.
   Mas vertió lujo y dinero
en festines y placeres,
aunque fue con las mujeres
más falso que caballero.
   Hoy pasa, pobre y obscuro,
una existencia común,
y medra o mengua según
los dados le dan seguro
   Hombre de quien saben todos
que vive de mal vivir,
mas nadie sabrá decir
por cuáles o de qué modos.
   Modelos en amistad
ambos para el vulgo son,
mas con Pedro es la opinión
menos rígida en verdad.
   Porque es Pedro, aunque arrogante
y orgulloso en demasía,
mozo de más cortesía
y más bizarro talante.
   De ojos negros y rasgados
con que a quien mira desdeña,
nariz corta y aguileña,
con bigotes empinados.
   Entre sombrero y valona
colgando la cabellera,
y alto en gesto en tal manera,
que cuando cede perdona.
   Mas si sombras de matón
tales maneras lo dan,
tiénela más de galán
por su noble condición;
   Que no hay en Madrid mujer
que un agravio recibiera,
que a su espada no tuviera
satisfacción que deber;
   Ni hay ronda ni magistrado
que en revuelta popular
no le haya visto tomar
ayuda y parte a su lado.
   Tales son Ruiz y Medina,
de quienes, por concluir,
fáltame sólo decir
que amaban a Catalina.
   Es ella una moza obscura,
de talle y de rostro apuesta,
mas tan gentil como honesta,
y como agraciada pura.
   Amala Ruiz, pero calla,
acaso porque su amor,
para mujer de su honor
palabras de amor no halla.
   Él con ansia la contempla
al abrigo del embozo,
pero el ímpetu de mozo
ante su virtud se templa;
   Que es tan dulce su mirar,
que su luz por no perder,
cuando se quiso atrever
sólo se atrevió a callar.
   Y es tan flexible su acento,
que para no interrumpirle,
tener es fuerza, al oírle,
con los labios el aliento.
Medina, que fue soldado
sobre Flandes por Castilla,
y a los usos de la villa
de más tiempo acostumbrado,
   Suplicóla tan rendido,
tan cortés la enamoró,
que ella amor le prometió
como él fuere su marido.
   «Eso sí, ¡por San Millán!»,
dijo Pedro con denuedo;
y la calle de Toledo
tomó en resuelto ademán.


II

   Contento Pedro Medina
con su amorosa ventaja,
más a carreras que a pasos
iba cruzando la plaza.
Saltábale el corazón
a cada paso que daba,
y frotábase ambas manos
bajo la anchurosa capa.
Los labios le sonreían,
y los ojos le brillaban
al reflejo que en el pecho
despide la amante llama.
Las gentes le hacían sitio
porque cerca no pasara,
que según iba resuelto
que fuese audaz recelaban.
Mas él va tan divertida
en sus amores el alma,
que ni ve dónde tropieza,
ni cara de los que pasan.
Topó al volver una esquina
una vieja, y al dejarla
derribada en tierra dijo:
«Nos casaremos mañana.»
Enredóselo el estoque
en el manto de una dama,
y rasgándole una tercia,
echóla un voto de a vara.
Así dando y recibiendo
encontrones y pisadas,
dió por fin con la hostería
donde su amigo jugaba.
Fue a la mesa, y preguntando
a Juan si pierde o si gana,
pidió vino y añadióle:
«Cuando acabes, dos palabras «
Recogió Juan sus monedas,
y terciándose la capa,
sentóse al lado de Pedro,
diciendo bajo:-¿Qué pasa?
-Me caso, dijo Medina.
Miróle Juan a la cara,
y frunciendo entrambas cejas,
tosió, sin responder nada.
-¿Qué piensas? preguntó Pedro.
-En ti y tu mujer pensaba,
contestó Juan suspirando,
con voz ronca y apagada.
-¿Supondrás que es Catalina?
-Y lo siento con el alma.
-¡Cómo!
-Porque tengo celos.
-¡Por San Millán!
-Yo la amaba.
-¿Y ella?
-Nunca se lo dije;
pero ocurrióseme.....
-¡Acaba!
-Para decirla mi amor
escribirla hoy una carta.
   Callaron ambos: Medina
remedio al caso buscaba,
el codo sobre la mesa,
sobre la mano la barba.
Al fin, como quien resuelve
negocio que aflige y cansa
pidió papel y tintero,
diciendo a Juan:-¡Por mi alma,
que en mi vida en tal apuro
vacilar tanto pensaba;
y a no serte tú quien eres,
metiéralo a cuchilladas;
pero escribe, y que responda
a cuál de nosotros mata!
Escribió Juan, mas rasgando
al mejor tiempo la carta,
-Echemos, dijo, los dados,
y al que la mayor le caiga,
si es a mí, la escribo al punto,
si es a ti, Pedro, te casas.
Tiró Juan y sacó nueve;
y asiendo el vaso con rabia,
tiró Pedro y sacó doce,
con que los dos se levantan.
Y atravesando la turba,
que curiosa los cercaba,
parten la callo en silencio
dándose entrambos la espalda.


III

   Son, a mi pensar, los celos
delirio, pasión o mal,
a cuyo influjo fatal
lloraran los mismos cielos.
   A manos de tal pasión,
el más cuerdo desespera,
pues quien con celos espera,
atropella su razón.
   Si con celos esperar
es importuna porfía,
ceder celoso en un día
cuanto se amó, no es amar.
   De celos verse morir,
y en silencio padecer,
son celos tan de temer,
cuanto duros de sufrir.
   Y así, con celos amar
vale casi aborrecer;
pero con celos ceder,
es igual que delirar.
   Y si otro favorecido
goza el bien que se perdió,
se habrá el disfavor sentido,
mas perdido el amor no.
   Porque en quien goza favor
sobra tal vez confianza,
y celos sin esperanza,
suelen guardar más amor.
   Si favor nunca tuvimos,
aun es suerte más cruel,
porque vemos ahora en él
cuanto bien haber pudimos.
   Y así, pienso que son celos
delirio, pasión o mal,
a cuyo influjo fatal
lloraran los mismos cielos.
   Por eso llora Juan Ruiz,
celoso y desesperada,
el bien que Pedro ha ganado,
más galán o más feliz.
   Por eso en la soledad
se mesa barba y cabellos,
sin mirar que no está en ellos
su amante fatalidad.
   ¡Oh! ¡Que no fueron antojos
sus amorosos desvelos,
que el amor que hoy le da celos,
entróle ayer por los ojos.
    «Y ¿por qué no me atreví?
clama el triste en su aflicción,
¡y hoy acaso esta pasión
pudiera arrancar de mí!
   »Mas volveré, ¡vive Dios!
Pero ¿qué he de conseguir,
si la he dejado elegir
marido de entre los dos?»
   Y a su despecho tornando,
semejábase, en su afán,
una fiera a quien están
dentro la jaula acosando.
   Sin darse el triste solaz,
cruzaba el cuarto sin tino,
pero no hallaba camino
de dar al ánima paz.
   Silbaba al dejar rabioso
paso al comprimido aliento,
y hollaba con pie violento
el pavimento ruinoso.
   Iba adelante y atrás
sin reflexión que le acuda,
a la par pidiendo ayuda
a Cristo y a Satanás.
   Túvose un momento al fin,
y en el temblor que le aqueja
se ve bien que se aconseja
con un pensamiento ruin.
   Volvió a girar otra vez,
y otra a tenerse volvió;
en esto dobló un reloj
en una torre las diez.
   Entonces, quedando fijo,
exclamó en la obscuridad:
«Hoy se casan, es verdad,
hace un mes que me lo dijo.»
   Ciñó con esto el acero
con desdén a la cintura,
y salióse a la ventura,
la vuelta del matadero.


IV

   Es una noche sin luna,
y un torcido callejón
donde hay en un esquinazo
agonizando un farol.
Un balcón abierto a medias,
por los vidrios de color
arroja al aire en tumulto
de danza el confuso son.
Se oye el compás fugitivo
que llevan con pie veloz
los que danzan descuidados
dentro de la habitación,
y se ven cruzar sus sombras
una a una y dos a dos,
en fantástica carrera
y monótona ilusión.
La casa es la de Medina,
que en ella a fiesta juntó
sus amigos y parientes
después de transpuesto el sol.
Allí con franca algazara
festeja a la que adoró,
de quien aguarda esta noche
prendas de cumplido amor.
Está la niña galana
cual nunca el barrio la vio,
suelto en rizos el cabello,
que exhala fragante olor;
la falda de raso blanco,
y acuchillado el jubón,
con vueltas de terciopelo
azul, de cielo el color;
con una hebilla de plata
ajustado el cinturón,
de donde baja en mil pliegues
un encaje en derredor;
y de un lazo de corales,
que Pedro la regaló,
lleva en una cruz de oro
la imagen del Redentor.
Tanta ventura en un día
nunca Pedro imaginó,
y así anda desatentado
girando en la confusión.
A cada vuelta se mira
en los ojos de su amor,
y en la luz de aquellos soles
se le quema el corazón.
Y en fin, para concluir,
se cantó, cenó y bailó,
como es costumbre en las bodas
desde entonces hasta hoy;
hasta que, cansados unos
del baile, otros del calor,
las viejas del tardo sueño,
los músicos de su son,
los muchachos de la bulla,
y los novios del honor
que les hacen sus amigos
en tan preciosa ocasión,
despidiéronse uno a uno
echando sobre los dos
más bendiciones que plagas
causó a Egipto Faraón.
Quedáronse entrambos solos
la amada y el amador,
por vez primera en la vida
a merced de su pasión.
Mirábala embelesado
el moroso español,
trémulo el rostro de gozo
y de dicha el corazón;
mirábale ella anhelante,
encendida de rubor,
húmedos los negros ojos
con ternísima afición;
él, diciéndola: «¡Alma mía!»,
diciéndole ella: «¡Mi sol!»,
entre el son de ardientes besos
de regalado sabor.
En esto, en la estrecha calle
temible ruido sonó
de voces y cuchilladas
en medrosa confusión.
Y al angustiado lamento
de uno que grita: «¡Favor!
¡Ayudadme, que me matan!»
Pedro a la calle bajó
con el estoque en la diestra
y en la siniestra el farol.
Asomóse Catalina
amedrentada al balcón,
llamando a Pedro afanosa,
de algún daño por temor.
Alzó Medina la cara,
y la luz con ella alzó,
pero apenas el reflejo
dio en el rostro de su amor,
una estocada traidora
por el costado le entró.
Lanzó un grito el desdichado
que partía el corazón;
lanzó la hermosa un gemido
de intensísimo dolor,
y el moribundo Medina,
volviendo el gesto a un rincón,
hacia una imagen de Cristo,
de quien devoto vivió,
dijo expirando: «Soy muerto.
¡Acorredme, santo Dios!»,
y quedó tendido en tierra
sin movimiento y sin voz.
Alzóse a su lado un hombre,
y diciendo en ronco son:
«¡Maldita sea mi alma!»,
mató la luz y escapó.


V

   Tuvieron así los años,
uno, dos, tres, hasta siete,
embozada en el misterio
aquella impensada muerte.
En vano acudieron pronto
vecinos a socorrerle,
para vengarle los hombres,
para mentir las mujeres.
En vano salieron unos
casi desnudos a verle,
y otros salieron jurando,
armados hasta los dientes.
Nada sirvieron entonces
ni jubones ni broqueles;
Medina quedó sin vida,
y sin justicia el aleve.
En vano son las pesquisas
de los irritados jueces,
en vano son los testigos,
las citas y los papeles.
En vano el caso averiguan
una, dos, tres, quince veces;
cada vez más se confunden
los golillas y corchetes.
En vano sobre la rastra
anduvieron diligentes,
olfateando la presa,
los alanos de las leyes;
porque todos son testigos,
todos declaran contestes,
todos son los agraviados,
mas ninguno delincuente.
Hubo alborotos por ello,
y pendencias más de veinte,
mas Pedro quedó sin vida,
y sin justicia el aleve.
Catalina le lloraba,
desconsolada y doliente,
minutos, horas y días,
noches, semanas y meses.
Un año estuvo en el lecho
con accesos de demente,
y un año a su cabecera
veló Juan Ruiz sin moverse.
Dio con la puerta en los ojos
a padrinos y parientes,
diciendo: «Mientras yo viva,
no faltará quien la vele.»
Y en vano lo murmuraron
de tal conducta las gentes;
Juan se mantuvo constante
a la cabecera siempre,
sin que a sondear su alma
alcanzara algún viviente
a través de la reserva
y el misterio que mantiene.
Curóse al fin Catalina,
y el tiempo, que tanto puede,
siendo remedio y sepulcro
de los males y los bienes,
volvió la luz a sus ojos,
y el pudor volvió a su frente,
y el talismán de la risa
a sus labios transparentes;
y salió ufana diciendo
a cuantos por verla vienen,
que la vida con que vivo,
sólo a Juan Ruiz se la debe.
Este, a pretexto de amigo
del triste que en polvo duerme,
no se aparta de su lado
hasta que la noche viene.
Entonces, a lentos pasos
la esquina inmediata tuerce,
y en las revueltas del barrio
como un fantasma se pierde.
Mas no faltó en él alguno
que a media voz se atreviese
a decir que cuando pasa
por ante el Cristo, se tiene,
y el embozo hasta los ojos,
el sombrero hasta las sienes,
cruza azaroso la calle
como si alguien le siguiese.
En estas conversaciones,
cada vez menos frecuentes,
pasaron al fin los años,
uno, dos, tres, hasta siete.


VI

   Pagada la Catalina
de amistad tan firme y tierna,
de tanto afán y desvelos,
de tan rendida fineza,
escucho a Juan una tarde,
los ojos fijos en tierra,
dulces palabras de amores
de la balbuciente lengua.
Instó un día y otro día,
quedó siempre sin respuesta;
volvió a sus ruegos Juan Ruiz,
volvió a su silencio ella.
Pasóse un mes y. otro mes,
y tornó Ruiz a su tema,
y tornó a callar la niña
entre enojada y risueña.
Mas tanto lidió el galán,
tanto resistió la bella,
que al cabo la linda viuda
dijo a Juan de esta manera:
«Puesto que es muerto Medina
(¡Dios en su gloria le tenga!),
y por siete años cumplidos
mi fe le he guardado entera,
y él ha visto nuestro amor
allá de la vida eterna,
os daré, Juan Ruiz, mi mano,
y mi corazón con ella.
Amigo de Pedro fuisteis,
y yo os debo la existencia,
conque es justo, a mi entender,
os cobréis entrambas deudas.»
Púsose Juan Ruiz de hinojos
a los pies de la doncella,
y asiéndola las dos manos,
humildemente la besa.
Acordáronse las bodas,
mas Catalina aconseja
que sean cuando él quisiese,
pero que sin ruido sean.
Las malas mañas o antojos,
o tarde o nunca se dejan,
y Juan en su mocedad
gustó de bulla y de fiesta.
Así, aunque pocos convida
para que a las bodas vengan,
buscó unos cuantos amigos
que lo alegraran la mesa.
Trajo vinos los mejores
y viandas las más frescas,
y apuntó, por hora fija
de noche las diez y media.
Gustaba Juan sobre todo
de cabezas de ternera,
y asábalas con tal maña,
que a cualquier gusto pluguieran.
Gozaba en esto gran nombre
entre la gente plebeya,
de tal modo, que lo daban
el apodo de Cabezas.
Ocurrióle a media tarde
darse a luz con tal destreza
y embozándose en la capa,
salió en busca de una de ellas.
Mataban aquella tarde
en el Rastro una becerra;
compró el testuz, y cubrióle,
asido por una oreja.
Volvió a doblar el embozo,
y contento con la presa,
de la calle en que vivía
tomó rápido la vuelta.
Iba Juan Ruiz con la sangre
dejando en pos roja huella,
que marcaba su camino
sobre las redondas piedras.
En esto, entrando en su barrio,
al doblar una calleja,
dos ministros de justicia
le pasaron muy de cerca.
Él siguió y pasaron ellos,
advirtiendo con sorpresa
la sangre con que aquel hombre
el sitio que anda gotea.
El siguió y tornaron ellos
por sobre el rastro que deja,
hasta entrar en otra calle
obscura, sucia y estrecha.
En un rincón embutida,
a la luz de una linterna,
de Cristo crucificado
se ve la imagen severa.
Paróse Juan; los corchetes,
que en el mismo punto llegan,
viendo que duda y vacila,
en faz de preso le cercan.
-¡Fuera el embozo! gritaron.
Muestre a la luz lo que lleva.
Volvió los ojos al Cristo
Juan, y helósele en las venas,
a una memoria terrible,
cuanta sangre hervía en ellas.
-¡Fuera el embozo! repiten,
y él, acongojado, tiembla,
sintiendo un cambio espantoso
que pasa en su mano mesma.
Quiso hablar, y atropellado,
un «¡dejadme!» balbucea.
Deshiciéronle el embozo,
y mostrando Ruiz la diestra,
sacó asida del cabello,
de Medina la cabeza.
-¡Acorredme, santo Dios!
grita aterrado, y la suelta;
mas la cabeza, oscilando,
entre los dedos le queda.,
-¡Yo le maté, clamó entonces,
hoy ha siete años, por ella!
Y sin voz ni movimiento
cayó desplomado en tierra.


Conclusión

   Y así fue que aquella noche
de sangrienta confusión,
en que al ruido de una riña
Pedro a la calle bajó
con el estoque en la diestra
y en la siniestra el farol,
no era en ella otro que Ruiz
quien llevaba lo mejor.
Como un imán a una aguja
arrastra constante en pos,
como una serpiente a un pájaro,
a un paloma un halcón,
entorpecen y fascinan
sin que ala ni pie veloz
para huirle les acudan,
a impulsos de su pasión
anduvo así Juan vagando
de la fiesta en derredor.
Y oía por las ventanas
de danza el confuso son,
y vía cruzar las sombras
una a una, y dos a dos,
en fantástica carrera
y monótona ilusión.
Así lloraba acosado
de sus celos y su amor,
cuando oyó de una pendencia
vivo y cercano rumor:
cerróse en ella a estocadas
tan sin acuerdo y razón,
que a cuantos hubo a las manos,
adelante se llevó.
En esto acudió Medina,
y Catalina al balcón,
de la suerte recelando,
acelerada salió.
Mas al ver cuál afanosa
curaba ella de otro amor,
cegaron a Ruiz los celos,
el despecho le embriagó,
y al tiempo que alzaba Pedro,
el brazo con el farol,
matóle a la faz de Cristo,
como villano, a traición.
De entonce, en los siete años
después del hecho traidor,
ni una sola vez, de miedo,
por ante el Cristo pasó.
Llegó la primera al cabo,
y en ella al cielo ocasión
de mostrar que hay infalibles
tribunales sólo dos,
de irrevocables sentencias
sin cotos ni apelación.
Para verdades, el TIEMPO,
y para justicias, DIOS.