Era una tarde de Febrero. Un carro fúnebre caminaba
por las calles de Madrid. Seguíanle, en silenciosa
procesión, centenares de jóvenes con semblante
melancólico, con ojos aterrados. Sobre aquel carro
iba un ataúd, en el ataúd los restos de LARRA,
sobre el ataúd una corona. Era la primera que en nuestros
días se consagraba al talento; la primera vez acaso
que se declaraba que el genio es en la sociedad una aristocracia,
un poder. La envidia y el odio habían callado; los
hombres de la moralidad dejaban para después la moral
tarea de roer los huesos de un desgraciado, y nadie disputaba
a nuestro amigo los honores de su fúnebre triunfo.
Todos tristes, todos abismados en el dolor, conducíamos
a nuestro poeta a su capitolio, al cementerio de la Puerta
de Fuencarral, donde las manos de la amistad le habían
preparado un nicho. Un numeroso concurso llenaba aquel patio
pavimentado de huesos, incrustado de lápidas, entapizado
de epitafios, y la descolorida luz del crepúsculo
de la tarde daba palidez y aire de sombras a todos nuestros
semblantes. Cumplido ya nuestro triste deber, un encanto
inexplicable nos detenía en derredor de aquel túmulo;
y no podíamos separarnos de los preciosos restos que
para siempre encerraba, sin dirigirles aquellas solemnes
palabras que tal vez oyen los muertos antes de adormecerse
profundamente en su eterno letargo. Entonces el Sr. ROCA
DE TOGORES, levantando penosamente de su alma el peso de
dolor que la oprimía, y como revistiéndose
de la sombra del ilustre difunto, alzó su voz: LARRA
se despidió de nosotros por su boca, y nos refirió
por la vez postrera la historia interesante de sus borrascosos,
brillantes y malogrados días. En aquel momento nuestros
corazones vibraban de un modo que no se puede hacer comprender
a los que no le sientan, que los mismos que le hayan sentido,
le habrán ya olvidado, porque de los vuelos del alma,
de los arrebatos del entusiasmo, ni se forma idea, ni queda
memoria; que en ellos el espíritu está en otra
región, vive en otro mundo; los objetos hacen impresiones
diversas de las que producen en el estado normal de la vida,
el alma ve claros los misterios, o cree, porque lo siente,
lo que tal vez no puede comprender. Se ve entonces a sí
misma, se desprende y se remonta del suelo; conoce, ve, palpa
que ella no es el barro de la tierra, que otro mundo la pertenece,
y se eleva a él, y desde su altura, como el águila
que ve el suelo y mira al sol, sondea la inmensidad del tiempo
y del espacio, y se encuentra en la presencia de la divinidad
que en medio del espacio y de la eternidad preside. Entonces
no se puede usar del lenguaje del mundo, y el alma siente
la necesidad de otra forma para comunicar lo que pasa en
su seno. Tal era entonces nuestra situación. No era
amistad lo que sentíamos; no era la contemplación
profunda de aquella muerte desastrosa, de aquella vida cortada
en flor, la vista de aquel cementerio, la inauguración
de aquella tumba, la serenidad del cielo que nos cubría,
la voz elocuente del amigo que hablaba; no era nada de esto,
o más que todo esto, o todo esto reunido para elevarnos
a aquel estado de inexplicable magnetismo en que en una situación
vivamente sentida por muchos, parece que se ayudan todos
a sostenerse en las nubes. ¡Ah! Pero nuestro entusiasmo era
de dolor, y llorábamos (sábelo el cielo y aquellas
tumbas), y al querer dirigir la voz a la sombra de nuestro
amigo, pedíamos al cielo el lenguaje de la triste
inspiración que nos dominaba, y buscábamos
en derredor de nosotros un intérprete de nuestra aflicción,
un acento que reprodujera toda nuestra tristeza, una voz
donde en común concierto sonasen acordes las notas
de todos nuestros suspiros. Entonces, de en medio de nosotros,
y como si saliera de bajo aquel sepulcro, vimos brotar y
aparecer un joven, casi un niño, para todos desconocido.
Alzó su pálido semblante, clavó en aquella
tumba y en el cielo una mirada sublime, y dejando oír
una voz que por primera vez sonaba en nuestros oídos,
leyó en cortados y trémulos acentos los versos
que van insertos en la página primera de esta colección,
y que el Sr. ROCA tuvo que arrancar de su mano, porque, desfallecido
a la fuerza de su emoción, el mismo autor no pudo
concluirlos. Nuestro asombro fue igual a nuestro entusiasmo;
y así que supimos el nombre del dichoso mortal que
tan nuevas y celestiales armonías nos había
hecho escuchar, saludamos al nuevo bardo con la admiración
religiosa de que aun estábamos, poseídos, bendijimos
a la Providencia que tan ostensiblemente hacía aparecer
un genio sobre la tumba de otro, y los mismos que en fúnebre
pompa habíamos conducido al ilustre LARRA a la mansión
de los muertos, salimos de aquel recinto llevando en triunfo
a otro poeta al mundo de los vivos y proclamando con entusiasmo
el nombre de ZORRILLA.
No he recordado aquí esta
tarde por el placer de describir una escena grande y poética.
Más poética y más grande fue, seguramente,
que mi descolorida descripción, aunque en el torrente
de las escenas que a nuestros ojos pasan, ya se haya hundido,
y ya casi todos la hayan olvidado. El autor de estas líneas
no podrá borrarla de su memoria. Entonces empezó
a sentir hacia el ilustre poeta a quien las consagra, el
afecto que con él le une, y que es demasiado tierno
para que no forme época en su vida: entonces empezó
el público a conocer las producciones de este ingenio;
y la, impresión que de ellas ha recibido es demasiado
profunda para que no se marque muy distintamente en los anales
de la literatura contemporánea. Pero no ha sido ésta
precisamente la razón de recordar aquella escena.
Yo he tomado nota de ella, y la he consignado al frente de
estas páginas, porque aquella original aparición
me ha sugerido las reflexiones que voy a hacer sobre la índole
y carácter de estas poesías.
Cuando oímos
los versos de que acabo de hacer mención, todos los
que tuvimos la fortuna de escucharlos, sentimos la inspiración
que los había dictado, y comprendimos el idealismo
en que estaban concebidos, porque también nosotros
estábamos inspirados, y también nuestra existencia
vagaba por las regiones de lo ideal y de lo eterno. Nos hallábamos
al nivel del autor, a la altura de su mismo genio, y en estado
de sentir lo que él tal vez no hizo más que
expresar; porque entonces, como los primitivos poetas, como
los bardos en sus banquetes, como PÍNDARO en los juegos
olímpicos, tomaba entusiasmo de nuestro entusiasmo,
llanto de nuestro llanto: era el foco del espejo, y reflejábanse
en él concentrados los rayos que tal vez de nosotros
mismos partían. Así que a nadie pudo ocurrírsele
que aquella producción no fuese natural, espontánea,
como su mirar, como su acento, como el color de su semblante
y el llanto dé sus ojos. Nadie pudo ver en ella la
imitación de tal autor, o los principios de tal escuela:
nadie discutió si era clásica o romántica,
oriental o filosófica. Era una composición
de allí, de aquel poeta, de aquel momento, de aquella
escena, para nosotros, en, nuestra lengua, en nuestra poesía,
en poesía que nos arrebató, que nos electrizó,
que comprendimos, y sobre cuyo mérito, género
y formas no se suscitaron discusiones ni críticas.
Y, sin embargo, el autor la había escrito algunos
momentos antes de aquella reunión, a solas en su gabinete,
sin auditorio que le escuchara, y bajo la inspiración
de su dolor y de su genio. Si a solas también la hubiera
leído a cada uno de sus oyentes, ¿hubiera producido
el mismo efecto? ¿La hubieran hallado tan ideal, tan bella,
tan original y tan espontánea? No, seguramente. Para
uno hubiera sido incomprensible una frase: otro hubiera encontrado
exageración o falta de verdad en un pensamiento: un
oído fino hubiera sentido flojo, duro o arrastrado,
algún verso: un entendimiento metódico observaría
la falta de orden, de conexión y enlace entre sus
ideas: cuál la tendría por vaga, y haría
notar que su lectura no dejaba en el alma ninguna idea fija;
y ¿qué más? La mayor parte tal vez no hubiera
visto en ella más que una imitación de Víctor
Hugo o de Lamartine. Pues lo que hubiera sucedido a aquella
composición así leída, sucede todos
los días, no precisamente con respecto al público,
sino con respecto a los inteligentes y críticos, con
otras que se han dado a luz. Todos ellos suscitan las mismas
vanas y ociosas cuestiones; y sólo los corazones sensibles
y no gastados, que se entregan de buena fe al ímpetu
del sentimiento, y que, unísonos desde luego al tono
del poeta, vibran con todas las modulaciones de su laúd,
y obedecen a todos los caprichos de su inspiración,
se encuentran, con respecto a las demás poesías
de este autor, en el caso en que todos nos hallamos cuando
su aparición en el cementerio. Entonces su inspiración
había volado sola adonde nuestro entusiasmo voló
después: después su inspiración siguió
siempre la misma, tal vez mas poderosa, más alta,
más fuerte, más profunda; pero no siéndonos
siempre posible ponernos en la esfera de su atracción,
vemos a veces sus cuadros desde un punto en que no tienen
perspectiva, o no oímos de su lira más que
el ruido de los trastes. De ahí la mayor parte de
esas disputas y críticas: de ahí esas frases
incomprensibles para los que quisieran hallar en los versos
ecuaciones y silogismos: de ahí ese gongorismo para
los que piensan que la poesía es sólo un modo
de hablar, y no un modo de sentir, una manera de ser: de
ahí, en fin, la pretensión de que estos versos
son imitaciones de un autor, o doctrinas de una escuela,
por parte de los que todavía están aferrados
en creer que la poesía es ¡un arte de imitación!
y que puede ser un método de hacer exposiciones de
teorías políticas o sistemas filosóficos.
Empero los que tienen corazón y alma, y los que saben
que con el corazón y con el alma, y no con los dedos
y con las palabras, se hacen los versos, saben también
lo que significan estas impugnaciones y lo que hay en ellas
de verdadero o inexacto. El autor de este prólogo
está muy distante de creer que sean obras perfectas
de primeros preludios poéticos del amigo a quien le
consagra, y el entusiasmo que le arrebata no le ciega; ha
querido, sin embargo, demostrar cómo muchos de los
defectos que se atribuyen a una obra, pueden consistir en
el modo de juzgarla, y sobre todo ha querido protestar contra
ese tema de que es imitación y amaneramiento de escuela
lo que es tan espontáneo y tan natural como las flores
del campo y como las rocas da los montes. Siglos hay, sí,
que inspiran un mismo tono a todo aquel que los canta, principios,
ideas y sentimientos generales, dominantes, humanitarios,
que, presidiendo a una época y a una generación,
se reproducen en todas sus obras y bajo todas sus formas.
Pero entonces la analogía no es el plagio, la semejanza
no es la imitación, ni la consonancia el eco: entonces,
por el contrario, la conformidad es el sello de la inspiración
y de la originalidad: entonces dos obras se parecen, y distan
entre sí un mundo entero: entonces dos autores se
imitan sin conocerse: entonces se notan armonías y
correspondencias entra la Biblia y HOMERO: entonces se copian
SHAKESPEARE y CALDERÓN. Es un sol refulgente que reverbera
en todos los cuerpos que ilumina: es una luna melancólica
que reproducen todos los objetos que baña con sus
pálidos rayos. Sí. El siglo de BYRON, de HUGO
y de CHATEAUBRIAND, debe inspirar también a los Yates
españoles; pero su inspiración no dejará
de ser de ellos, y de ser española, como del siglo,
y de los objetos que canten. Póngase cada uno a mirar
sus cuadros a la luz que alumbra: verá tal vez en
su fondo el reflejo del cielo que los cubre, pero no colores
prestados de ajena paleta. Fórmese para cada composición
un teatro como el del cementerio, y verán todos en
ella la inspiración original, la naturalidad, la unción,
la verdad, la belleza ideal y la celestial armonía
que creyeron ver en la primera; percibirán clara y
luminosamente lo que algunos no comprendieron, se sentirán
en la presencia real de lo que tal vez les pareció
visión y quimera, les sorprenderá la exactitud
de lo que creyeron exagerado, y hallarán, por último,
que lo que afectan llamar romanticismo, no es más
que la poesía, la naturaleza, la verdad.
A otra serie
de reflexiones ha dado además lugar en mi alma la
escena de aquella tarde, reflexiones que algunos no comprenderán
tampoco, y que otros muchos comprenderán solamente
para fulminar contra ellas el anatema del ridículo,
y para acogerlas con la sardónica ironía que
entre nosotros se afecta hacia todo lo que no es materialmente
positivo y humanamente lógico, hacia todo lo que propende
a hacer intervenir al cielo en lo que pasa en la tierra.
Yo, empero, que creo en un orden de cosas superior al orden
de los fenómenos que a nuestra razón y a nuestros,
sentidos es dado percibir y explicar; yo, que estoy persuadido
de que no se hallan entre nosotros todas las causas de lo
que a nuestros ojos sucede, acostumbrado a ver la mano de
la Providencia en los sucesos al parecer más insignificantes
de la vida, no es mucho que la conozca en aquellas ocasiones
en que más ostensiblemente y con más solemnidad
quiere como revelarse a nuestra vista. Sí; un poeta
puede confesarlo, puede decir que cree en las causas finales,
que cree en la predestinación, y que creo que si la
humanidad toda concurre, a la obra que la inteligencia suprema
le ha trazado, cada hombre, y sobre todo cada especialidad,
concurre a un objeto fijo y determinado. Sin esta creencia,
el libro del mundo es un enigma incomprensible, y el de la
historia un tejido, de absurdos. Fiel a esta creencia, y
juzgando que LARRA era algo en la tierra, que en esta nación,
en esta agregación de nulidades donde su existencia
descollaba con tanto brillo, no en vano sus producciones
habían fijado tan vivamente la atención pública,
y que su pérdida dejaba un vacío no sólo
en la literatura, sino en la sociedad; cuando a orillas del
sepulcro del malogrado escritor que nos dejaba, vi brotar
el poeta que nacía, el hecho era de demasiado bulto,
la aparición demasiado fatídica para no reconocer
en el nuevo genio una misión tan especial como la
del primero. Los presentimientos que hasta ahora he tenido,
fundados en esta opinión, no han sido nunca vanos:
el que aquella tarde tuve, no lo ha sido tampoco. Los acentos
del nuevo bardo sorprendieron desde luego y arrebataron.
Agitado de la calentura del genio y de la maravillosa fecundidad
de que le ha dotado el cielo, en pocos meses ha lanzado al
público una multitud de composiciones que no pasaron
efímeras, como la mayor parte de las fugitivas producciones
de nuestros días, o conocidas sólo de los inteligentes,
como las de épocas anteriores. Recibidas ora con admiración,
ora con extrañeza, ora con entusiasmo, ora con desagrado,
según las ideas y carácter de cada uno, no
lo han sido nunca con indiferencia. Leídas y releídas,
decoradas y oídas y recitadas por todos, el ansia
con que se buscan los periódicos donde se publica
ron algunas, ha obligado a recogerlas en la presente colección.
Y no sólo en elogios y alabanza ha consistido su popularidad.
También son ellas las que más críticas
o invectivas han suscitado; también han sido parodiadas,
y puestas en ridículos, o imitadas por malos poetas,
que es la más infeliz parodia; también han
sido tachadas de inmorales, de incomprensibles, y hasta equiparadas
en algún artículo de periódico a los
discursos de varios célebres oradores de nuestras
actuales Cortes. Pues bien: esta novedad y admiración,
esas sátiras o invectivas, esas imitaciones de la
medianía y esas hostilidades de la envidia, son el
grande éxito, la corona del talento, el sello de la
especialidad. Parece que nuestra época se afanaba
en producir un poeta que estuviese a su nivel y en armonía
con ella, que fuese como el representante literario de la
nueva generación, de sus ideas, de sus sentimientos
y creencias: varios jóvenes, al parecer con esta esperanza
y con éxito más o menos feliz, se habían
presentado hasta ahora en la escena; y el público
no dejó de vislumbrar en ellos ráfagas de nueva
luz, y sentir aliento de nueva vida; pero a la aparición
de ZORRILLA ha visto ya el oriente de un astro muy luminoso.
Tibios todavía sus primeros rayos, han despertado
en su derredor todo un hemisferio de poesía, y si
aun no ha nacido el sol, estrellas muy resplandecientes se
eclipsaron ya ante su brillante crepúsculo. Si sus
preludios marcan una aurora, sus cantos sellarán una
época; si su aparición ha sido fatídica,
su poesía será providencial; si el eco de su
voz ha sobrecogido y su primera inspiración fascinado,
muy trascendental y poderosa será la influencia que
debe ejercer, y más anchurosa de lo que se cree la
esfera de acción en que debe obrar su impulso.
¿Cuál
será, empero, esta acción? ¿Cuál será
el desarrollo de este germen? ¿Cuál será este
fin? Yo he podido adivinarlo, pero no me atreveré
a predecirlo, porque los arcanos del destino no se explican,
ni los vuelos del genio se calculan. Permítasele,
sin embargo, a un alma también poética formar
esperanzas; y para formularlas y para dar una idea de las
conjeturas que sobre lo futuro se presentan a su fantasía,
permítasele entrar en explicaciones del aspecto bajo
que las cosas presentes se ofrecen a sus ojos. La imaginación,
la amistad, el entusiasmo, podrán ejercer grande influencia
en este análisis; pero el corazón, el sentimiento,
la fantasía, son el único método analítico
aplicable a las obras de un poeta.
En el estado actual de
nuestra indefinible civilización, la poesía,
como todas las ciencias y artes, como todas las instituciones,
como la pintura, la arquitectura y la música, como
la filosofía y la religión, ha perdido su tendencia
unitaria y simpática, y sus relaciones con la humanidad
en general, porque no existiendo sentimientos ni creencias
sociales, carece de base en que se apoye, y de lazo que a
la humanidad la ligue. Sin poder proclamar un principio que
la sociedad ignora, sin poder encaminarse hacia un fin que
la sociedad no conoce, ni dirigirse hacia un cielo en que
la sociedad no cree, la poesía, dejando una región
en la que no hallaba atmósfera para respirar, se ha
refugiado, como a su último asilo, a lo más
íntimo de la individualidad y del seno del hombre,
donde, aun a despecho de la filosofía y del egoísmo,
un corazón palpita y un espíritu inmortal vive.
Pero el hombre en su aislamiento es el más miserable
y desgraciado de los seres. La Providencia ha hecho necesaria
para fin dicha y su perfectibilidad la asociación;
asociación que no es el agregado de muchos individuos
de la especie humana, sino el conjunto de las facultades
que en común poseen, la comunión de sus ideas
y de sus sentimientos, de la inteligencia y de la simpatía.
Mas hay épocas tristes para la humanidad, en que estos
lazos se rompen, en que las ideas se dividen, y las simpatías
se absorben; en que el mundo de la inteligencia es el caos,
el del sentimiento el vacío; en que el hombre no ejercita
su pensamiento sino en el análisis y en la duda, y
no conserva su corazón sino para sentir la soledad
que le rodea y el abismo de hielo en que yace. Entonces el
genio puede volar aún, pero vuela, como el Satanás
de MILTON, solitario y por el caos: el sol le causa pena,
la belleza del mundo, envidia. Su poesía es solitaria
como él, y como él triste y desesperada. Canta
o más bien llora sus infortunios, su cielo perdido,
el fuego concentrado en su corazón, las luchas de
su inteligencia, y las contrariedades de su enigmático
destino. Sus relaciones con la naturaleza no pueden ser expansivas,
ni sus relaciones con los hombres simpáticas. Replegado
en su individualismo, sus relaciones con Dios podrán
aún ser muy vivas; pero solo en su presencia, si la
reconoce, y solo en el universo, si tal vez ha renegado de
la Providencia, los himnos que debían consagrarse
a una religión de amor, serán solamente gritos
de desesperación y de impío despecho, o extravíos
de un abstracto y estéril misticismo. Tal es a mis
ojos el carácter de la época presente; tal
es también su poesía; la poesía dominante,
la poesía elegiaca actual, poesía de vértigo,
de vacilación y de duda, poesía de delirio
o de duelo, poesía sin unidad, sin sistema, sin fin
moral, ni objeto humanitario, y poesía, sin embargo,
que se hace escuchar y que encuentra simpatías, porque
los acentos de un alma desgraciada hallan dondequiera su
cuerda unísona, y van a herir profunda y dolorosamente
a todas las almas sensibles en el seno de su soledad y desconsuelo.
ZORRILLA ha empezado, y no podía menos de empezar,
por este género. Hijo del siglo, le ha pagado también
su tributo de lágrimas; ha pasado por bajo el yugo
de su tiranía; ha llorado también a solas y
ha dado al viento sus sollozos; ha golpeado su frente de
poeta contra el calabozo que le aprisionaba; ha forcejeado
por quebrantar cadenas que no son lazos; ha invocado el auxilio
de un Dios, y ha renegado del cielo; ha cantado el éxtasis
de los bienaventurados y saludado a la Reina de los ángeles,
y ha lanzado gemidos de desesperación infernal, y
llamado en su socorro la muerte y la, nada.
Y cuando la
fuerza expansiva de la inspiración, arrancándolo
de su individualismo, le lanzó a más ancha
esfera y le hizo recorrer a pesar suyo la sociedad que se
agitaba a su alrededor, no se deslumbraron sus ojos con el
brillo que despedía el oropel de la civilización,
sino que, intuitivamente penetrantes, bien conocieron sobre
el lecho de oro y púrpura a la enferma que agonizaba
abandonada y sola, y bien acertaron a ver más allá,
bajo la suntuosa lápida del sepulcro. cincelado, la
brillante mortaja de seda y pedrería pronta a cubrir
la fetidez de un cuerpo presa ya de la gangrena y de la muerte.
El instinto perspicaz de su inspiración le ha presentado
al mundo moral en su espantosa anarquía y desnivel,
en su desorganización y fealdad. Y arrebatado a tal
vista de un vértigo de tristeza y amargura, asomó
a sus labios aquella risa horriblemente sardónica
con que el hombre en el último extremo de desesperación
y miseria, escarneciendo a los demás y a sí
mismo, pregunta al cielo, como burlándose, qué
es lo que tal desorden significa, duda si se debe tomar en
serio la suerte de la humanidad, mezcla reflexiones profundas
y terribles con sátiras amargas y ridículos
contrastes, y entre el llanto de un funeral hace oír
las carcajadas de una orgía. Entonces, evocando la
sombra de Cervantes, tiene con ella el singular diálogo
en que nuestro poeta se mofa de sus tiempos tan a su sabor
(si bien con otra hiel y tristeza) como aquel genio inmortal
parodiaba a los suyos. Entonces, personificando en Venecia
a todas las naciones degradadas y a todos los pueblos corrompidos,
después de haber descrito en versos dignos de CALDERÓN
y de BYRON la grandeza de su antiguo poderío y el
polvo y cieno en que desde su elevación se hundieron,
repentinamente levanta una carcajada para apagar sus gemidos,
y termina su fúnebre canto entro la báquica
algazara de un festín, como se suele ver en tiempos
de peste y mortandad entregarse los hombres a desórdenes
y excesos, para apurar los goces de su existencia amenazada
entre la embriaguez de los placeres. Y por último,
en otro momento de inspiración más poderosa
y más profunda, abarcando en un solo golpe de vista
eminentemente sintético el cuadro de todos los vicios
y de todas las monstruosas desigualdades de la sociedad,
la pinta de una sola pincelada en cuatro versos dignos de
la pluma de LAMENNAIS y que equivalen a todo un volumen de
filosofía, en que, dirigiendo sobre el banquete de
la vida una mirada más terrible que la de DANIEL sobre
el convite de BALTASAR, dice que
Unos cayeron beodos,
Otros de hambre cayeron,
Y todos se
maldijeron,
Que eran infelices todos.
Empero lo que más
caracteriza al genio, es no ser exclusivamente órgano
de la época en que vive y presentir lo que nace en
medio de las inspiraciones de lo que existe. Así HOMERO
adivinó los tiempos de LICURGO y de SOLÓN,
así VIRGILIO casi pertenece al Cristianismo y a la
Edad Media, así el DANTE apenas se concibe cómo
haya escrito en el siglo XIII, así CERVANTES en una
edad caballeresca todavía predecía y aceleraba
el prosaísmo del siglo XVIII; y por eso el instinto
de todos los pueblos ha reconocido siempre en la inspiración
poética el don de la profecía. El genio actual
conserva aun reconcentrado todo lo que en la humanidad debía
haber y todo lo que habrá sin duda, porque todavía
sus gérmenes existen, no en la sociedad, pero sí
en sus individuos; para él aun puede haber creencias
y virtudes, o ilusiones y amor y abnegación, y heroísmo
o interés que no sean de la tierra, y un pensamiento
de Dios, una memoria del cielo, una esperanza de inmortalidad.
Por eso nuestro poeta no tardó en conocer que la poesía
a que le arrastraba su siglo era estéril y transitoria,
como debe serlo esta época de desorganización
y de duda, como debe serlo el egoísmo que nos disuelve,
y el escepticismo que nos hiela; y parándose en su
carrera y apartándose de la boca del tártaro
adonde caminaba, y subiéndose a un puesto más
avanzado y más digno de su misión, ha visto
la naturaleza bella, risueña, iluminada, viva y animada
como Dios la creó, para servir de teatro a la virtud
y a la inteligencia del hombre; y tiñendo su pluma
de los colores del iris, y de los celajes del Oriente ha
dirigido a la humanidad palabras de amor y consuelo, himnos
de bendición y alabanza al Creador.
¡Bello es el mundo! ¡Si! ¡La vi la es bella!
Dios en sus
obras el placer derrama.
Entonces, en medio del negro horizonte
que le circundaba, una brisa de esperanza agitó su
alma, y un rayo del sol del porvenir iluminó su frente;
empero su masa, antes de lanzarle en las profundidades de
lo futuro, quiso anudar en su espíritu la cadena de
las tradiciones, sin las que no hay sociedad ni poesía,
y llevarle a recorrer primero los venerables restos de lo
pasado. Su imaginación debía encontrar todavía
en ellos una sociedad homogénea y compacta de religión
y de virtud, de grandeza y de gloria, de riqueza y sentimiento,
y su pluma no pudo menos de hacer contrastar con lo que hay
de mezquino, glacial y ridículo en la época
actual, con lo que tienen de magnífico, solemne y
sublime los recuerdos de los tiempos caballerescos y religiosos.
Y el primero entre nuestros poetas que ha sentido la necesidad
de buscar en estas creencias y tradiciones los gérmenes
de grandeza y sociabilidad que abrigaban, y que es preciso
desenterrar de los abismos de lo pasado los tesoros del porvenir,
ha sido también el primero a dar vida poética
a nuestros olvidados monumentos religiosos, y a poner en
escena las sagradas y grandiosas solemnidades que hacían
las delicias de nuestros padres. Bajo su pluma vemos levantarse
de entre el polvo y el cieno que la cubren como un sepulcro
olvidado, la severa capital del imperio godo, revestida del
armiño de sus reyes y de la púrpura de sus
prelados, guerrera como sus héroes y sus armas, religiosa
y política como sus concilios: trocada después
por el árabe voluptuoso en una mansión de placeres,
asistimos a sus fiestas y a sus torneos y caballerescas justas,
perfumados de los aromas de Oriente, adornados de galas,
plumas, seda y pedrería, y respirando el aliento de
las huríes de Mahoma; pero en seguida vemos alzarse
gigantesca, y descollar por sobre todas estas memorias, la
catedral primada, símbolo arquitectural del Cristianismo,
con los estandartes de piedra de sus torres, con las lenguas
de bronce de sus campanas, y presenciamos los sagrados ritos
de la religión más bella que ha existido sobre
la tierra, oímos el órgano cantando sus solemnes
misterios por la céntuple garganta de los tubos de
metal, y escuchamos a la par el canto de los sacerdotes,
el crujir de sus tísúes y brocados, y nos deslumbra
el brillo de mil lámparas reflejado en el oro de los
altares y en los diamantes del tabernáculo; y prosternados
con el pueblo que asiste a tan grandioso espectáculo,
nos embriagamos de luz y de armonía, de aroma de incienso
y de música del cielo, y se apodera de nosotros el
éxtasis que remeda en la tierra el arrobo santo de
los bienaventurados. En aquel momento los gemidos de dolor
cesan; los sollozos de amargura, los ayes de impotencia y
despecho se convierten en lágrimas de santa ternura
y en himnos de esperanza; el desprecio de la vida y el odio
a los hombres da lugar a la idea de la inmortalidad, premio
de una existencia de virtudes y amor. La sociedad que veíamos
dispersa sobre la superficie de la tierra, reunida bajo las
bóvedas del templo nos parece no tener más
que un sentimiento, una voz, una oración que elevar
al cielo con el humo de sus ofrendas: allí están
todas las artes; allí está la música,
la pintura, la escultura, la arquitectura, todas concurriendo
a un fin común, todas formando un concierto de los
talentos del hombre: el templo abarca toda la vida: la religión
completa el cuadro de la poesía como es la clave de
la sociedad; y al volver de nuestro arrobamiento, al sentirnos
en la realidad de nuestra existencia, no podemos menos de
consagrar un suspiro de pesar por esos bellos tiempos que
se han perdido, un ¡ay! por esos placeres de nuestros padres,
por esa fe que alimentaba su vida, una lágrima por
esa religión abandonada. un movimiento de sagrado
respeto hacia las venerandas reliquias que de ellas nos quedan.
Tal es el efecto de las variadas y profundas sensaciones
que este poeta sabe excitar con su maravilloso canto; tal
es el cuadro que presentan a mis ojos las páginas
de un libro donde algunos no verán tal vez más
que figuras dislocadas, versos inconexos, ideas contradictorias;
tal es el pensamiento unitario, trascendental y profundamente
filosófico que resulta de estas inspiraciones; la
idea moral que preside a su redacción, y el hilo de
unión que liga con una trama invisible, pero fuerte,
los varios trozos de este mosaico precioso. Pero este pensamiento
y esta moralidad la buscarán en vano los que crean
hallarla en máximas y en tiradas de sentencias. Para
lectores de esta clase no ha escrito ZORRILLA, ni, a la verdad,
yo tampoco. La filosofía de que yo hablo es una filosofía
viva, animada, que transpira y brota en las cosas y no en
las palabras, como un jardín delicioso inspira ideas
de placer, como, la armonía de un concierto infunde
sentimientos de amor o de melancolía, como la vista
del cielo y las maravillas de la naturaleza proclaman la
existencia de Dios.
Sin embargo, se me dirá: ¿Ha
sido el pensamiento que yo descubro el pensamiento del autor?
¿Tuvo presente el objeto que yo le asigno, al obedecerá
las inspiraciones que lo han dictado sus cuadros fantásticos
y sus armoniosos himnos? ¿Ha pensado, por ventura, en el
fin social de sus versos, y ha pretendido enlazarlos en un
conjunto regular y en un sistema poético, el joven
genio que no ha hecho acaso más que ceder al ímpetu
de su imaginación en una hora de arrebato, y en fijar
con la pluma las instantáneas imágenes, las
fugaces sensaciones que pasaban por su existencia, tal vez
para no recordársele jamás? ¿Ha descendido
a estas consideraciones filosóficas, a este análisis
moral y religioso de sus obras, a este cálculo previo
del plan de sus trabajos? No, sin duda; y si hubiera sido
capaz de concebirlo, no lo hubiera sido de realizarlo; el
genio no raciocina, y los poetas, como todas las especialidades
del mundo, no tienen la conciencia de lo que son, cumplen
su destino sin saberlo, o ignoran la teoría de la
obra misma que son llamados a edificar, y el poder de los
principios mismos que vienen a proclamar y difundir. Por
eso, los que viven a su inmediación, suelen juzgarlos
con la mayor inexactitud cuando creen ufanos que sólo
ellos están en el secreto del genio; y porque ellos
ven de cerca una tela tiznada de borrones y manchada con
informes figuras, piensan que son ilusiones y fantásticas
quimeras los primores que otros ven de lejos en un cuadro
lleno de verdad y de vida. Ellos no ven más que al
individuo donde debían ver al poeta, no ven más
que al autor cuando debían examinar la obra, Y miden
al Escorial por la estatura de HERRERA. Oyen los lamentos
de un hombre en cuyo rostro suele brillar la alegría,
y no saben que son los gemidos de una generación entera
los que se exhalan de su pecho, y el llanto de todo un siglo
el que humedece las cuerdas de su lira. Ven al mortal afortunado
acaso quejarse de una sociedad en que es amado, en que vive
tal vez en el seno de los placeres, y no saben que a un alma
eminentemente simpática no le bastan los placeres
de una existencia sola, y que la esponja de su corazón
embebe y derrama la amargura de diez millones de infelices.
Ven al hombre del mando, tal vez indiferente e incrédulo,
predicando la religión y los misterios, y no conocen
la terrible personificación del siglo ateo, obligado
a arrastrarse al pie de los altares, buscando un resto de
fuego que reanime su helada existencia, e implorando por
gracia al cielo una creencia, un rayo de verdad que alumbre
a la humanidad y la enseñe la senda de su destino
en la espantosa noche del escepticismo que la circunda. No.
Ellos no ven ni al hombre moral siquiera, al individuo en
sus interioridades, en sus ilusiones, en sus flaquezas, en
sus contrastes y en sus misterios; no ven más que
al hombre uniformemente vestido del café y del paseo,
del teatro y de la orgía, al hombre que se modela
por los demás, y que se hace más superficial,
más pequeño, más material y positivo
de lo que es en el fondo de su corazón, y luego exclaman:-¡He
aquí el hombre! ¡He aquí el filósofo!
¡He aquí el poeta! -Pero la sociedad sólo ve
el genio, sólo contempla y admira la creación
de la inteligencia y de la inspiración. Él
se la lanza como la Pitonisa el oráculo, como la estatua
de MEMNÓN su armonía: ella la recibe, ella
la descifra, ella la comprende.
Sí, poeta: la sociedad
te comprenderá mejor que los sabios y que los eruditos.
Tus mágicos preludios no serán perdidos ni
infecundos. Sigue a tu grandiosa carrera avanza de tu aurora
a tu porvenir de gloria y esplendor. Tú has cantado
los dolores del corazón, los misterios del alma, las
maravillas de la naturaleza y el poder de la inspiración.
Tú, manchado de polvo y de fango el cuadro chillante
y desentonado de una civilización anárquica
y desnivelada; tú has matizado con los tintes de la
luz de Oriente las sombras de la edad pasada, y nos has mostrado
una luz todavía encendida en el fondo de los antiguos
sepulcros. Sigue. El destino tal vez te reserva otra carrera
y te prepara otra corona: tu poesía se lanzará
hacia un nuevo período más brillante y más
filosófico: tú conoces que lo presente no es
digno de ti, pero debes saber también que lo pasado
es estéril, que lo que ha muerto una vez no resucita
jamás, y que es ley de la Providencia que la humanidad
no retroceda nunca. El porvenir te aguarda, ese porvenir
misterioso que se cierne sobre la Europa, y con cuyos encantos
soñamos como se sueña, en la adolescencia con
las gracias de una querida que se forja el corazón.
Esa edad porque la juventud suspira, esa edad invocada por
los votos de nuestros corazones, esa edad tierra de promisión
en este desierto para nuestras fervientes y religiosas esperanzas,
tuya es, y antes que nosotros debe llegar a ella esa fantasía
que a velas desplegadas boga por el mar de los tiempos. A
tu musa está reservado pintar esas maravillas desconocidas
y rasgar a nuestros ojos el velo a cuyo través ahora
ni vagamente se trasluce. Tú solo serás capaz
de realizar, en tus proféticas creaciones, ese apocalipsis
de la inteligencia, esa época de reorganización
y de armonía en que la grandeza de los antiguos tiempos
se multiplique por la belleza y progresos de la civilización
moderna, despojada ésta de su egoísmo, como
aquéllos de su barbarie, en que una ley universal
de justicia, sabiduría y libertad, reúna en
una común familia las naciones ahora aisladas, y en
que una religión de amor y paz realice sobre la tierra
el glorioso destino a que la humanidad es llamada.
Sí,
poeta. Tal vez tus versos nos pinten lo que los políticos
no se atreven a calcular; tal vez a tu canto se revele lo
que a la filosofía no le es dado prever. La Providencia
no te ha hecho aparecer en vano; y pues que te evocó
de una tumba, tú debes saber cosas que los mortales
ignoramos. Cumple, pues, tu misión sobre la tierra.
No importa que los que a sí mismos se desprecian,
los que no se creen nacidos con fin alguno, los que piensan
que existen arrojados por el acaso como piedras en el pozo
de la vida, los que niegan la previsión de la inteligencia
suprema, la divinidad del espíritu humano, su imperio
sobre el mundo, y los que, a trueque de no reconocer los
privilegios del genio, nieguen también su existencia,
hayan ridiculizado esa frase tuya, y tomen un pensamiento
de piedad por un pensamiento de soberbia. Tú, empero,
que crees en ella porque oyes dentro de ti la voz divina
que te la dicta, sigue sereno, a pesar de las tempestades
que en el horizonte asomen, la inspiración sublime
que te lleva a otro mundo. Yo te he visto partir, mi querido
amigo; yo también había querido lanzarme en
ese océano; pero delante de ti he recogido mis velas,
y me he quedado en la ribera, siguiéndote con mi vista
y con mis votos. Sí; yo, en mis ilusiones, había,
creído también que tenía una misión
que cumplir. Has venido tú, y me queda una bien dulce,
bien deliciosa: la de admirarte y de ser tu amigo.
NICOMEDES
PASTOR DÍAZ.
Madrid, 14 de Octubre de 1837.
A la memoria desagraciada del joven literato Don Mariano
José de Larra
Ese vago clamor que rasga el viento
Es la voz funeral de una campana:
Vano remedo del postrer
lamento
De un cadáver sombrío y macilento
Que en sucio polvo dormirá mañana.
Acabó su misión sobre
la tierra,
Y dejó su existencia carcomida,
Como
una virgen al placer perdida
Cuelga el profano velo en el
altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,
Vacío ya de ensueños y de gloria,
¡Y se entregó
a ese sueño sin memoria,
Que nos lleva a otro mundo
a despertar!
Era una flor
que marchitó el estío,
Era una fuente que
agotó el verano;
Ya no se siente su murmullo vano,
Ya está quemado el tallo de la flor.
Todavía
su aroma se percibe,
Y ese verde color de la llanura,
Ese
manto de yerba y de frescura,
Hijos son del arroyo creador.
Que el poeta en su misión,
Sobre la tierra que habita
Es una planta maldita
Con frutos
de bendición.
Duerme
en paz en la tumba solitaria
Donde no llegue a tu cegado
oído
Más que la triste y funeral plegaria
Que otro poeta cantará por ti.
Ésta será
una ofrenda de cariño
Más grata, sí,
que la oración de un hombre,
Para como la lágrima
de un niño,
¡Memoria del poeta que perdí!
Si existe un remoto cielo
De los poetas mansión,
Y sólo le queda al
suelo
Ese retrato de hielo,
Fetidez y corrupción,
¡Digno presente, por cierto,
Se deja a la amarga vida!
¡Abandonar un desierto
Y darlo
a la despedida
La fea prenda de un muerto!
Poeta,
si en el no ser
Hay un recuerdo de ayer,
Una vida como
aquí
Detrás de ese firmamento...
Conságrame
un pensamiento
Como el que tengo de ti.
Introducción
Broté como una yerba corrompida
Al borde de la tumba de un malvado,
Y mi primer cantar
fue a un suicida:
¡Agüero fue, por Dios, bien desdichado!
Al eco de este cántico precito
Dijo el mundo escuchándome: «Veamos»,
Y sentóse
a mirarme de hito en hito:
Y el mundo y yo, por mi primer
delito,
Desde entonces mirándonos estamos.
Dejemos a los muertos en reposo
Y que duerman en paz, si es su destino;
Harto haremos en
mar tan proceloso
Como es la vida, en encontrar camino.
Yo el mío me busqué
por las turbadas
Ondas de aqueste mar, y mi barquilla,
Por medio de otras muchas que extraviadas
Bogar sin rumbo
vi desesperadas,
Procuró conducir hacia la orilla.
Velé, gemí, con angustiado
lloro
Volvíme al cielo y acudí a las ciencias:
¿A la ribera tocaré? Lo ignoro;
Sólo sé
que la tengo en mi presencia.
Al verla, aunque de lejos, lancé
un grito,
Y a impulso de recóndito misterio
Dióle
la soledad eco infinito,
Y fue, tornado en cántico
maldito,
A expirar en mitad de un cementerio.
Yo sentí que la tumba me aplaudía,
Y ansío de gloria al corazón hallando,
Dije
dentro de mí: «La tierra es mía.»
Y con mayor
afán seguí cantando.
Creí de Dios mi soberano aliento,
De arcángel mi poder; mi alma altanera
Me arrebató
hacia el alto firmamento,
Y la región azul del vago
viento
Embelesé con mi canción primera..
Atrás dejó las águilas
que miran
Con ojo audaz al sol, atrás quedaron
Las
nubes que relámpagos respiran,
Los soles mil que
por espacios giran
Donde mortales ojos no llegaron.
Creí el mundo a mis pies;
alcé la frente
Para cantar mi orgullo, y mis oídos
Del medio de una nube refulgente
El acento de Dios omnipotente
Oyeron, de pavor estremecidos.
«Canta, dijo una voy, tal es tu suerte,
Pero canta en el polvo que naciste,
Allí donde jamás
han de creerte:
Canta la vida, mientras va la muerte
A
sí llamando tu existencia triste.»
Dijo, y me echó a la tierra
y a la vida,
Y al impulso de su hálito divino,
Con
cántiga risueña o dolorida
La soledad alivio
del camino:
Y cumplo así la ley de mi destino.
Inunda paz sabrosa
Mi corazón
tranquilo,
Y dichas y deleites
Encuentro por doquier:
Mi ser halló en mi alma
Inalterable asilo,
Mi espíritu
respira
El ámbar del placer.
Y nada me atormenta,
Ni envidio
ni deseo:
Mi espíritu al abrigo
De la tormenta está:
Pasar a las edades
Indiferente veo;
Mecido en dulces sueños
Mi pensamiento va.
Y a veces me arrebata
Mi loca fantasía
En alas de su joven
Fecunda inspiración;
Y a un
mundo me transporta
De encanto y de armonía,
Do
gozan mis potencias
Espléndida ilusión.
Mi espíritu se libra
Del
cuerpo que le encierra,
Y grande y poderoso
Como su Dios
se cree,
Y alcanza desde el cenit
A la lejana tierra,
Cual punto en el espacio
Que apenas no se ve.
Y el orbe ante mis ojos
Despliega
los misterios
Que impulsan la infinita
Y excelsa creación;
Y hollando los escombros
De tronos y de imperios,
Revienta
en armonía
Mi libre corazón.
Cuanto es en los espacios
Su ser
me patentiza:
Un templo ante mis ojos
El universo es,
Y todo en su recinto
Se ensalza y diviniza,
Y la creación
entera
Tendida está a mis pies.
No hay canto, ni suspiro,
Lamento
ni murmullo,
Cuyo eco misterioso
Fingir no sepa yo,
Que
mi niñez mecieron
Los bosques con su arrullo,
Y
su creencia santa
La soledad me dió.
La música comprendo
Que en
las volubles hojas
Resuena a la presencia
Del céfiro
fugaz;
Y entiendo en el otoño
El ¡ay! de sus congojas
Con que piedad imploran
Del ábrego tenaz.
Yo sé cómo susurran
Con diferentes voces,
Marchitas en Setiembre,
Jugosas
en Abril;
Ya rueden con el polvo
En círculos veloces,
Ya con su teldo verde
Coronen el pensil.
Yo entiendo de las aves
Los cánticos
distintos,
El saludar al alba
o huir la tempestad;
Buscando
de las selvas
Los cóncavos recintos,
En donde alegres
gozan
Salvaje libertad.
Entiendo el agorero
Graznar de la
corneja,
La ronca voz de buitre
Que huele su festín;
Del solitario búho
La temerosa queja,
Y el amoroso
trino
Del ágil colorín.
Y el ruido con que vuela
La errante
mariposa,
Los pasos de la oruga
Sobre la fresca flor,
El desigual zumbido
Con que anda codiciosa
La abeja, de
su cáliz
Volando en derredor.
El sol con que su nido
Columpia
la oropéndola,
Del álamo frondoso
Suspenso
en la altitud,
Y los murmullos que alzan
Las ráfagas,
meciéndola,
Haciendo, revoltosas,
Eterna su inquietud.
Los mágicos rumores
Que elevan
diferentes
Las diferentes aguas
Del bosque o del jardín,
Cuando los montes surcan
Sus rápidos torrentes,
Cuando en los valles buscan
Sus arroyuelos fin.
Y el temeroso acento
De las voraces
fieras,
De la tormenta ronca
El iracundo son.
En mis oídos
posan
Las notas lisonjeras
Que ensalzan y armonizan
La
inmensa creación.
Conozco de los astros
La incógnita
carrera,
Del ángel que los guía
La luminosa
faz,
Y la del ROSTRO SANTO
Que en ellos reverbera,
Torrentes
derramando
De vida y claridad.
Las nubes le saludan
Con majestuoso
trueno,
La atmósfera lo enciende
Relámpago
veloz,
La tierra le abre humilde
Su perfumado seno,
Y
el mar canta su gloria
Con incesante voz.
Si airado pestañea,
Los mandos
se estremecen;
Si torna el rostro, yacen
En muerta oscuridad,
Si su hálito les niega,
Caducan y envejecen:
El
solo es la existencia,
La luz y la verdad.
Para Él tiene tan sólo
La eternidad guarismo,
Y el número los astros,
Y las edades fin,
Y límite el espacio,
Y término
el abismo;
Y nada se le esconde
Por lóbrego ni ruin.
Su dedo es la balanza
Que en equilibrio
tiene
La máquina gigante
De su alta creación,
Y cuanto en ella existe,
Su dedo lo mantiene,
Y ese es
el Dios que canta
Mi lengua y mi razón.
Y voz no hay ni suspiro,
Lamento
ni murmullo,
Cuyo yo misterioso
Por Él no entienda
yo;
Que mi niñez meciera
Los bosques con su arrullo,
Y su creencia santa
La soledad me dió.
A Calderón
«La venerable Congregación
de sacerdotes naturales de esta villa, puso aquí esta
inscripción, con permiso de D. Diego Ladrón
de Guevara, caballero de la Orden de Calatrava y patrón
de esta capilla.»
(Capilla de San
Salvador, sepulcro de D. Pedro Calderón de la Barca.)