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Ortega y la metáfora

Fernando Lázaro Carreter





La importancia y la función decisivas de la metáfora en el pensamiento y en el estilo de Ortega y Gasset han sido frecuentemente señaladas, y las han esclarecido de modo perfecto Julián Marías y Ricardo Senabre1. Ambos han hecho notar que la pasmosa fecundidad tropológica del gran escritor desemboca en una teoría coherente sobre la metáfora, en la que funda una buena parte de su pensamiento. No es éste -por obvia falta de competencia- el que aquí me interesa dilucidar, sino la doctrina orteguiana sobre aquella figura, tan rica, tan adivinadora en algún aspecto, y tan ausente de las discusiones acerca de ella que, durante los últimos años, hinchan miles de páginas en libros y revistas2.

«Cuando un escritor censura el uso de metáforas en filosofía, revela simplemente su desconocimiento de lo que es filosofía y de lo que es metáfora. A ningún filósofo se le ocurriría emitir tal censura», escribía nuestro autor en 19243. Afirmaba esto inducido por una convicción, y también, sin duda, contestando o anticipándose a reticencias que su propia expresión filosófica suscitaba o pudiera provocar. Y, por ello, se escudaba en la totalidad de los filósofos, con más amplitud que rigor. El ejemplo clásico -único que menciona- del famoso reproche de Aristóteles a Platón no es, dice, «precisamente para atacar las metáforas de éste, sino, al contrario, para hacer constar que ciertos conceptos suyos de pretensión rigurosa, como la participación, no son, en realidad, más que metáforas». Sin embargo, no es eso lo que piensan otros exegetas del célebre pasaje, interpretándolo como un repudio formal de las metáforas poéticas (metaphoras legein poeietikas) y del lenguaje vacío (kenologein) a que conducen4 en la metafísica.

Ortega conocía, incuestionablemente, la opinión, contraria a la suya, de pensadores ilustres, que repudiaron cualquier exceso retórico en la prosa de la filosofía. Quizá no sea superfino recordar cómo, para muchos, la supuesta superioridad del empirismo británico sobre ciertos «excesos» metafísicos continentales se debe a su actitud vigilante para reprimir cualquier influjo de la fantasía sobre la expresión. Paul de Man, que se hace eco de esta opinión5, apela al testimonio de Locke, en cuyo Essay Concerning Human Understanding se leen estas palabras taxativas:

Puesto que el ingenio y la fantasía hallan más fácil acogida en el mundo que el pensamiento seco y el conocimiento real, los lenguajes figurados y las alusiones en el lenguaje difícilmente se interpretarán como una imperfección o un abuso. Confieso que, en los discursos en que buscamos placer y deleite más que información y aprovechamiento, los ornamentos difícilmente pueden pasar por faltas. Pero si queremos hablar de las cosas como son, debemos conceder que el arte de la retórica -dejando aparte el orden y la claridad-, la aplicación artificial y figurada de las palabras que ha inventado la elocuencia, no hacen sino insinuar ideas falsas, mover las pasiones y, con ello, confundir el juicio; y, así, son auténticamente una perfecta trampa.



La causa de esta aversión de Locke a la presencia de lo figurativo en la expresión filosófica es que constituye una dificultad saber si las metáforas ilustran el pensamiento o si, en realidad, lo configuran desviándolo. El problema vivió en toda la filosofía de la Ilustración6, y es por tanto azaroso afirmar que a «ningún filósofo» se le ocurriría censurar el empleo de aquel tropo. Pensamos que cuando Ortega lo asegura tan resolutivamente, se siente amparado, en cierto modo, por la autoridad de Kant. En efecto, éste afirma en el apartado 59 de la Crítica del juicio («De la belleza como símbolo de la moralidad») que la realidad de nuestros conceptos nunca puede hacerse directamente, sino mediante dos tipos de recursos intuitivos: los ejemplos, cuando los conceptos son empíricos, y los esquemas, si son puros. Hay que recurrir, pues, a la hipotiposis. Kant da por consabido un término retórico que precisa una breve aclaración. Ese fue el nombre griego de lo que, entre los latinos, se llamó evidentia, y que Quintiliano definió así: «Credibilis rerum imago, quae velut in rem praesentem perducere audientes videtur»7. Con esta figura se trata, en efecto, de «hacer ver», de presentar al oyente o al lector una imagen tan creíble -o tan inteligible- de las cosas como si las tuvieran presentes. Puede realizarse mediante procedimientos descriptivos (y, por tanto, sintácticos) o mediante tropos; para algunos tratadistas, la hipotiposis, en esta última manifestación, tiende a confundirse con la metonimia o con la metáfora8, formas que adopta frecuentemente.

De esta manera, volviendo a Kant, la hipotiposis es una «sensibilización» que presenta dos formas: la esquemática y la simbólica. A esta última se apela cuando, en la necesidad de esclarecer un concepto que sólo la razón puede pensar, se precisa una intuición, en la cual el proceder del juicio concuerda con el que ha alumbrado el concepto. Sólo en este «proceder del juicio» se produce la analogía entre el concepto (sólo pensable por la razón) y la intuición que lo simboliza para hacerlo inteligible. Aquí es donde actúa la hipotiposis o evidentia. Los conceptos se ofrecen, pues, mediante exhibitiones, es decir, «por medio de notas sensibles que los acompañan, y que no encierran nada que pertenezca a la intuición del objeto, sino que sirven a aquéllos según la ley de la asociación de la imaginación». El filósofo, imposibilitado para la expresión del concepto puro, ha de recurrir a una hipotiposis de origen subjetivo: a imágenes, a metáforas, a comparaciones, a intuiciones simbólicas, en general, que susciten en el lector un tipo de reflexión. Después, éste ha de aplicar la misma regla de reflexión al objeto conceptual primario, de la cual era símbolo sensible la hipotiposis. Kant brinda un ejemplo claro con dos metáforas: un Estado gobernado «por leyes populares internas» -hoy lo llamaríamos democrático- puede ser imaginado como un cuerpo animado, en el que todas sus partes actúan solidariamente, obedeciendo a sus propias leyes, fuerzas y conveniencias. En cambio, un Estado regido por el absolutismo será representable por una simple máquina, un molinillo, por ejemplo, gobernado por un poder ajeno a él. El molinillo es la hipotiposis -la metáfora, en realidad- de una dictadura; «entre un estado despótico y un molinillo no hay ningún parecido, pero sí lo hay en la regla de reflexionar entre ambos y sobre su causalidad».

El filósofo germano se muestra, por tanto, menos austero que Locke -al que cita en este punto-, haciendo notar cómo al creer que se utilizan términos esquemáticos, esto es, exposiciones directas de los conceptos puros, en realidad se están empleando «simbólicas hipotiposis» -insistimos: metáforas- fundadas en la analogía. Tal acontece con vocablos tan acentuadamente metafísicos como fundamento (apoyo, base), depender (estar mantenido por arriba), fluir de (en lugar de seguirse), o sustancia (lo que lleva los accidentes, según Locke)9.

Ortega y Gasset, que publica su ensayo Las dos grandes metáforas «en el segundo centenario del nacimiento de Kant», sólo nombra a éste en un par de momentos, y por motivos ajenos al objeto central de su trabajo. Parece un sorprendente homenaje, sin conexión alguna con lo que aquella dedicatoria permite entender. No he visto explicada esta aparente anomalía, que lo es si se piensa, como creemos, que el ensayo constituye una glosa -mejor: una torna de posición- ante las páginas de la Crítica del juicio que acabamos de exponer. En efecto, a las expresiones metafóricas apuntadas por Kant (fundamento, depender, fluir de, sustancia), Ortega añade dos más, sin que el añadido se note como tal, puesto que, repetimos, no recurre para nada al homenajeado: las que han dado origen al realismo (la conciencia como ekmageion o tabla cerina) y al idealismo (la conciencia como continente). Y es en este ensayo donde figura la tajante aserción que veíamos, sobre la inexcusable necesidad del tropo principal para el filósofo. La estirpe kantiana de estos argumentos de Ortega no puede pasar inadvertida: «Cuando el investigador descubre un fenómeno nuevo, es decir, cuando forma un nuevo concepto, necesita darle un nombre. Como una voz nueva no significaría nada para los demás, tiene que recurrir al repertorio del lenguaje usadero, donde cada voz se encuentra ya adscrita a una significación. A fin de hacerse entender, elige la palabra cuyo usual sentido tenga alguna semejanza con la nueva significación. De esta manera, el término adquiere la nueva significación al través y por medio de la antigua, sin abandonarla. Esto es la metáfora» (pág. 388).

Nuestro pensador distingue en este expresarse por figuras dos funciones que están implícitas en la Crítica del juicio: la meramente nominativa (Estado despótico-molinillo) y la de instrumento de intelección: «No sólo la necesitamos para hacer, mediante un nombre, comprensible a los demás nuestro pensamiento, sino que la necesitamos inevitablemente para pensar nosotros mismos ciertos objetos difíciles» (pág. 390). Formulada, en efecto, la analogía entre la dictadura y el molinillo, la primera puede ser más fácilmente aprehendida como concepto, tanto en lo que en ella es comparable como en lo que es incomparable con dicha máquina. «La metáfora es un procedimiento intelectual por cuyo medio conseguimos aprehender lo que se halla más lejos de nuestra potencia conceptual. Con lo más próximo, y lo que mejor dominamos, podemos alcanzar contacto mental con lo remoto y más arisco. Es la metáfora un suplemento a nuestro brazo intelectivo, y representa, en lógica, la caña de pescar o el fusil» (pág. 391).

Este último párrafo aparece cuajado de metáforas, como icono de sí mismo. Observemos que algunas están lexicalizadas, y su naturaleza tropológica apenas se advierte: procedimiento intelectual, aprehender, potencia conceptual... Otras, en cambio, se alzan sorprendiéndonos: contacto mental, brazo intelectivo, «metáfora» equivaliendo a caña de pescar o a fusil. Sin duda que una interpretación amplia de la tolerancia kantiana -y él no parece ponerle límites- autoriza tales proezas. Ortega, como es natural, percibe bien las diferencias entre ambos tipos de metáfora, sólidamente establecida por la Retórica antigua. Las primeras, las ya instaladas en el idioma, se denominaron catacresis (hoja de papel, pata de silla), y constituyen, en realidad, un importante capítulo de la historia léxica y semántica de toda lengua. Observemos que Kant ejemplifica en unos casos, con catacresis; en otros -el cuerpo, el molinillo- con verdaderas metáforas. Ortega parece usar de esa misma facultad, aunque llamando la atención sobre la distinta naturaleza de ambas entidades. A las primeras no les da el nombre tradicional con que se conocen en teoría literaria, sino que las designa como casos de «transposición sin metáfora». Y ejemplifica con moneda, candidato y declararse en huelga, que antes fueron el objeto acuñado junto al templo de Juno Moneta («la que amonesta o previene»); el hombre vestido de blanco que optaba a alguna magistratura; y acudir los obreros sin trabajo al arenal -gréve- de junto al Sena, en espera de contrata; son voces de origen tropológico, en estos casos, preferentemente metonímico10. Descartadas estas trasposiciones de su interés, puesto que su carácter fósil las ha hecho imaginativamente inútiles, nuestro pensador se centra en el análisis de una metáfora verdadera: la que da su sentido a fondo del alma: «al decir del alma que tiene fondo, nos referimos primariamente al fondo de un tonel o cosa parecida, y luego, desvirtuando esta primera significación, extirpando de ella toda alusión al espacio corporal, la atribuimos a la psique. Para que haya metáfora, es preciso que nos demos cuenta de esta duplicidad» (pág. 390).

El ejemplo no es contundente, por cuanto fondo del alma está muy cerca de la catacresis; no alcanza a serlo, en la medida en que aún subsiste un resto de metáfora espacial en esta denominación de algo inextenso como es el alma. Ortega podría haber ejemplificado con cualquiera de sus propias brillantes metáforas, y si no lo hace es tal vez por una cierta timidez que le lleva a preferir una muestra de vieja prosapia. Pero cuando nos pasmamos ante cientos de metáforas y de símiles orteguianos, es porque están vivos, naciendo, originales y únicos. Nos fascinan porque están brotando como en un poema; sólo después de esta sorpresa estimamos su función vicaria, de caña de pescar o fusil, que poseen para atrapar el concepto. Él mismo nos previene de la diferencia: «La metáfora ejerce en la ciencia un oficio suplente; sólo se la ha atendido desde el punto de vista de la poesía, donde su oficio es constituyente; [...] en estética, la metáfora interesa por su fulguración deliciosa de belleza» (pág. 391); «Las actividades intelectuales empleadas en la ciencia son, poco más o menos, las mismas que operan en poesía y en la acción vital. La diferencia consiste no tanto en ellas como en el distinto régimen y finalidad a que en cada uno de esos órdenes son sometidas» (pág. 393).

No es que las metáforas no hubieran sido usadas antes: en buena parte, gracias a ellas había sido posible la especulación. El rasgo peculiar de Ortega consiste en sostener con argumentos su necesidad, llegando más lejos que Kant, a quien, como hemos visto, había inquietado el problema, tras la ascética actitud de los empiristas isleños. Claro que, en este camino, le había precedido Nietzsche, gran desconcertador de tantas cosas y, por tanto, umbral de tantas otras. El autor del Libro del filósofo dedicó en su juventud considerable atención al estudio de la Retórica clásica; en 1872, explicó un curso -¡ante sólo dos estudiantes!- de esta materia: «las principales figuras fueron elucidadas por él, con una pulcritud filológica que impresiona»11. En rigor, fue el primero en transformar el estilo del lenguaje filosófico, y en combatir resueltamente la pudibunda aprensión tradicional ante los ornamentos de la dicción, que los confinaba a los dominios de la poesía. «Nietzsche, borrando la oposición entre la metáfora y el concepto, para no poner en ella más que una diferencia de grado en cuanto a su carácter metafórico [...], instaura un tipo de filosofía que usa deliberadamente de las metáforas, aun con el riesgo de ser confundido con la poesía», escribe Sarah Kofman; y añade: «Pero esta confusión no sería lamentable para Nietzsche: la oposición entre la metafísica y la poesía se basa en una división de lo real y de lo imaginario, y sobre una separación de las facultades: la filosofía es una forma de poesía [...]. El filósofo no hace de la metáfora un uso retórico, sino que la subordina al propósito de un lenguaje justo. Le hace desempeñar también un papel estratégico: se trata de emplear metáforas no estereotipadas para desenmascarar las metáforas constitutivas de todo concepto»12.

No da estos pasos, ni otros aún más audaces, don José Ortega. Pero tampoco cabe dudar de que el ejemplo estilístico de Nietzsche lo deslumbre desde su más temprana mocedad. Estuvo ante el sorprendente pensador en una actitud, a la vez, cautivada y cauta. Lo llama «genio» más veces, quizá, que a ningún otro protagonista de su mundo intelectual; pero interpone una distancia apolínea con el arrebatado maestro: «imagen excesiva» le parece la del sobrehombre; encuentra que «se sale de quicio» en sus iras; y que se entrega a «guerras vehementes»; a veces, «ruge»; es un «genial dicharachero». Refiriéndose a las gentes de su generación, confiesa en 1908: «Fue aquella nuestra época de 'nietzscheanos'; atravesábamos a la sazón, jocundamente cargados con los odrecillos olorosos de nuestra juventud, la zona tórrida de Nietzsche. Luego hemos arribado a regiones de más suave y fecundo clima, donde nos hemos refrigerado el torrefacto espíritu con aguas de alguna perenne fontana clásica, y sólo nos queda, de aquella comarca ideal recorrida, toda arena ardiente y viento de fuego, la remembranza de un calor insoportable e injustificado»13.

¿Sólo eso? ¿No recibió también del filósofo germano, y de otros que siguieron su ejemplo, esa actitud ante la expresión especulativa que, por contraste con lo modoso de la tradición, podemos llamar desenfadada? Para mí, es la evidencia misma; y luego hemos de ver que no sólo en esto le influyó Nietzsche, sino en la concepción propiamente técnica de la metáfora. Pero las aguas de la fontana clásica que lo refrescaron del ardor, lo condujeron también a discurrir sobre la función del tropo en la exposición doctrinal; él no podía aceptar la poética identificación entre filosofía y poesía que al portavoz de Zaratustra se le hacía tan llana: era preciso justificarla y limitarla. Por eso, como hemos visto, aceptando la legitimidad del empleo de la metáfora, tanto en la expresión metafísica y científica como en la estrictamente literaria, lo diferencia funcionalmente (por lo demás, que la metáfora constituya en el arte un fin por sí misma sería, cuando menos, discutible).

Pero no es sólo la función de esa figura de lenguaje lo que importaba precisar a Ortega, sino su naturaleza: ¿qué es frente a un modo llano o «natural» de decir?; ¿qué resortes psicológicos y lógicos la activan? En este punto, no todo es sistemático en su pensamiento: hay alguna contradicción en él, según sea su objetivo inmediato. Así, mientras en Las dos grandes metáforas (1924) sostiene que la metáfora permite hacer «asequible lo que se vislumbra en el confín de la realidad» sin trasponer los límites de lo pensable (pág. 391), porque es su eficacia como instrumento conceptual lo que le interesaba poner de relieve, en La deshumanización del arte, sólo un año posterior, asegurará que aquel tropo obedece a una «actividad mental que consiste en suplantar una cosa por otra, no tanto por afán de llegar a ésta como por el empeño de rehuir aquélla [...]; no tendría sentido si no viéramos bajo ella un instinto que induce al hombre a evitar realidades»14. Pero es que, ahora, le importa atribuir a los jóvenes poetas (que practican «el álgebra superior de las metáforas») una especie de realitatis odium. Y se apoya para ello en una teoría sumamente perecedera, como fue la de Heinz Werner (el cual ponía en el tabú el principal motor de la metáfora15), y que lo apartaba del camino mucho más sólido en que se había instalado con el ensayo dedicado a Kant.

Volvamos a este camino que se inicia en el admirable «Ensayo de estética a manera de prólogo» con que presentó El pasajero (1914), de J. Moreno Villa. No expondremos de este trabajo, tan accesible, sino lo necesario para comprender lo sustancial de la teoría orteguiana. Parte de un verso de López Picó, en el cual se dice que el ciprés


e com l'espectre d'una flama morta.



«He aquí una sugestiva metáfora», dice Ortega, suscitando una cierta perplejidad en el lector familiarizado con la doctrina aristotélica, la más constante en el pensamiento retórico, que establece una distinción bastante radical entre eikón (imagen; comparación o símil en el pensamiento de Aristóteles) y metapkom; la primera se diferencia de ésta porque ya precedida de un añadido (prothesei), y no dice lo que una cosa es16, directamente, identificándola con otra, sino comparando ambas mediante un recurso gramatical explícito. Sorprende un tanto que Ortega no llame la atención sobre esta diferencia, ya que es, en efecto, un símil su punto de partida, y sobre él va a fundar su explicación. Digamos, no obstante, que el propio Aristóteles considera la metáfora como una comparación abreviada; y que algún rétor antiguo, como Demetrius aconseja: «Cuando la metáfora parece osada, debe ser convertida en símil para mayor seguridad. [Añadiendo como] obtenemos un símil y, así, una expresión menos arriesgada»17. W. C. Booth, por su parte, considera, en nuestros días, que la diferencia entre ambas figuras, esencial cuando se estudian ciertas clases de metáforas, resulta «extremely unimportant» en el análisis de otras. En cualquier caso, darlas por equivalentes no dejaría de suscitar fuertes reservas en otros tratadistas modernos, desde I. A. Richards a A. Henry18 o P. Ricoeur.

Olvidada la vieja y acreditada distinción y, por tanto, prescindiendo de que el ciprés es, para López Picó, como el espectro de una llama (muerta), Ortega inicia un razonamiento, más válido por sí mismo que como elucidación del ejemplo: «El objeto nuevo que nos sale al encuentro es un "ciprés-espectro de una llama"». Este nuevo objeto es lo que resulta de reducir a sus términos precisos la identidad real «que existe entre el esquema lineal del ciprés y el esquema lineal de la llama». Hay, pues, en la metáfora «una semejanza real entre sus elementos, y por esto se ha creído que la metáfora consistía esencialmente en una asimilación, tal vez en una aproximación asimilatoria de cosas muy distintas» (pág. 257). Esta semejanza o asimilación real, sin embargo, no basta; no es, en la metáfora, sino el primer paso para llegar a ella. Hace falta que el parecido exista, y hasta que pueda ser razonado, entre los dos elementos constitutivos del tropo (ciprés-llama); mas debe ser trascendido, porque si el poeta lo establece es para «formar un nuevo objeto, que llamaremos el "ciprés bello" en oposición del ciprés real». El cual logra con dos operaciones: aniquilar el ciprés como realidad perceptible, y dotarlo de belleza. Para la primera operación busca otra cosa que se parezca en algo al ciprés; y, basándose en esa «identidad inesencial», afirma su identidad absoluta con él. «Unidos por una coincidencia en algo insignificante, los restos de ambas imágenes se resisten a la compenetración, repeliéndose mutuamente. De suerte que la semejanza real sirve en rigor para acentuar la desemejanza real entre ambas cosas: donde la identificación real se verifica, no hay metáfora. En ésta vive la conciencia clara de la no-identidad» (pág. 258). La metáfora realza, pues, simultáneamente lo que iguala y lo que diferencia el ciprés y la llama; y de este choque surge ese nuevo objeto, el ciprés-llama, que sólo existe en «otro mundo» donde la identidad de cosas, a la vez parecidas y dispares, es posible,

Y ¿cómo se logra el acceso a ese otro mundo? La palabra ciprés nombra un objeto, del cual el hablante posee una imagen; pero esa imagen es suya, pertenece a su yo, a su ser; vive en él como una actividad, como un verbo, como un sentimiento. La metáfora le propone que, en el lugar ideal, ocupado en su mente por el ciprés, ponga el espectro de una llama: «hemos de ver la imagen de un ciprés al través de la imagen de una llama, lo vemos como una llama, y viceversa» (pág. 260). Las dos se compenetran en el lugar sentimental de ambas: «El sentimiento-ciprés y el sentimiento-llama son idénticos. ¿Por qué? ¡Ah!, no sabemos por qué: es el hecho siempre irracional del arte, es el absoluto empirismo de la poesía» (página 261).

La doctrina que sobre la naturaleza de este tropo sostiene Ortega diez años más tarde, en «Las dos grandes metáforas», es sustancialmente idéntica, pero se presenta con mayor rigor, en la medida en que es menos psicologista, menos metafórica. Arranca ahora de una metáfora verdadera: aquella de la Silva a la ciudad de Logroño, en que Lope de Vega convierte los chorros de unas fuentes en lanzas de cristal. Henos, asegura Ortega, ante dos objetos concretos, que contienen en sí otros «objetos más elementales y abstractos»; de ellos podemos abstraer, en efecto, varios rasgos compartidos por ambos: forma semejante, color e ímpetu. «Si tomamos enteros surtidor y lanza, veremos que se diferencian en muchas cosas; pero si tomamos sólo esos tres elementos abstractos, encontraremos que son idénticos. Forma, color y dinamicidad son los mismos en el surtidor y en la lanza. Afirmar esto es rigurosamente científico, es expresar un hecho real: la identidad entre parte del surtidor y parte de la lanza» (pág. 392).

Pues bien, la metáfora aprovecha la identidad parcial que, en ciertos rasgos abstraíbles de ellos, poseen ciertos objetos, «para afirmar -falsamente- su identidad total. Tal exageración de la identidad, más allá de su límite verídico, es lo que la [sic] da un valor poético. La metáfora comienza a irradiar belleza donde su función verídica concluye. Pero, viceversa, no hay metáfora poética sin un descubrimiento de identidades efectivas. Analícese cualquiera de ellas, y se encontrará en su seno, sin vaguedad alguna, esa identidad positiva, diríamos científica, entre elementos abstractos de dos cosas» (pág. 393).

He aquí lo sustancial del pensamiento orteguiano, que puede concretarse en las siguientes aserciones:

1. La metáfora consiste en una sustitución de palabras (B en lugar de A).

2. Entre los referentes de A y B ha de haber una semejanza, real, que puede definirse «científicamente».

3. Esa semejanza la afirma el creador de la metáfora mediante la identificación de los sentimientos con que, en su espíritu, viven los conceptos referidos por A y por B (formulación de 1914); y ello resulta posible porque una serie de rasgos abstractos (forma, tamaño, color, actividad, etc.) son, efectivamente, comunes a A y B (formulación de 1924).

4. El objeto que resulta de sustituir A por B no es ya el denominado por B, sino un nuevo objeto, C, sólo existente en el mundo de la fantasía, que combina, como al superponer dos imágenes transparentes, rasgos de A y de B: A se ve como B, y B se ve como A. Y ello porque A y B viven en el hablante como «sentimientos» personales.

5. En esa superposición, los rasgos abstractos comunes a A y a B son obviamente idénticos; pero esta igualdad arrastra la de los demás rasgos (concretos o abstractos) que no la poseen. Se fuerza así una identidad total entre A y B, cuando, lógicamente considerada, sólo era parcial. En esta identificación total consiste la metáfora.

El primero de los rasgos que acabamos de señalar queda matizado por los enumerados en cuarto y quinto lugar. Queremos decir que Ortega se aparta del viejo enfoque que Max Black ha llamado sustitutivo19, según el cual, B se limitaría a funcionar en lugar de A, de tal modo que entender una metáfora consistiría en reponer mentalmente A. Supera igualmente la explicación comparativa, no menos antigua, que interpreta este tropo como una «similitudo brevior»; la semejanza ha de existir, pero no es ésta la que se pone de relieve, sino una identificación total, como hemos visto, tanto en lo parecido como en lo diferente. Ortega, desechadas ambas interpretaciones (aunque con la sorprendente ejemplificación con un símil, según hemos visto), adopta una tercera posición: la del enfoque interactivo entre A y B, cuya aparición en las teorías sobre la metáfora sitúa Black, desconocedor de nuestro filósofo, en el libro de I. A. Richards (1936) que hemos citado en la nota 28. La atribución será repetida por Albert Henry en 1971, que añade al del «fundador» de la teoría el nombre de Bühler, cuya Sprachtheorie es de 1934: «I. A. Richards y K. Bühler son quienes ponen de relieve, aunque en términos algo diferentes, el carácter vivo de las relaciones, la experiencia concreta que constituye la metáfora. Es que, para ellos, hay paso de un dominio al otro: interacción de los dos factores, significación más densa procedente de esta cooperación de los dos factores (Richards), composición con mezcla de las esferas (Bühler)»20.

Incuestionablemente, en esta intuición de la actividad combinatoria en que se funda la metáfora, se les había anticipado con mucho Ortega y Gasset. No enunciará una novedad deslumbrante el famoso psicólogo cuando, interpretando las metáforas infantiles «La sopa está constipada» (porque ha aparecido una burbuja en el plato), o «La mariposa hace calceta» (porque cruza sus antenas como tejiendo con agujas), asegure que obedecen a una «composición que mezcla esferas distintas» según la «técnica de abstracción psicofísica más sencilla»21. La teoría de la interacción aparece con mayor elaboración en Richards, para quien la metáfora es más un mutuo préstamo entre pensamientos, una transacción entre contextos, que un simple desplazamiento de palabras. Esa osmosis se produce entre lo que llama el tenor (cosa pensada) y el vehicle (cosa dicha), de tal modo que «la copresencia de ambos produce una significación [...]que no es alcanzable sin su interacción»22. El tenor y el vehicle, junto con rasgos absolutamente desemejantes, pueden poseer rasgos comunes, aunque no necesariamente (prescindiremos de esta última opinión, tan contraria a la de Ortega, y que ha sido rebatida por los propios discípulos de Richards23). Cuando la metáfora se produce nos fuerza a ver no sólo los parecidos, sino igualmente las diferencias; «así, hablar sobre la identificación o fusión que la metáfora produce es casi siempre engañador y pernicioso. En general, hay muy pocas metáforas en que las disparidades entre el tenor y el vehicle no sean tan eficaces como las semejanzas. Generalmente, será alguna semejanza el fundamento perceptible del cambio, pero la peculiar modificación del tenor que el vehicle efectúa es obra de su desemejanza en mayor medida que de su semejanza» (pág. 127).

No procede, como es natural, cotejar dos teorías que no tienen contacto; Richards difiere hondamente de Ortega. Entre otras cosas, a él se debe la consideración de la metáfora no como un fenómeno que se produce entre palabras, sino como un hecho que acontece en el discurso y en función de los contextos, ya que los vocablos no poseen un significado «propio» (ni, por tanto, «figurado»), sino únicamente contextual24. Pero lo que aquí importa es hacer notar cómo no le corresponde el puesto de pionero en el enfoque interactivo de la metáfora, que Max Black le atribuye. Si tenor y vehicle, lo pensado y lo dicho, son las dos mitades del tropo que han de juntarse para producirlo y, como consecuencia, en el resultado actúan por igual lo que las asemeja y lo que las separa, antes José Ortega había afirmado que la metáfora declara, entre A y B, «su identidad radical» con igual fuerza que «su radical no-identidad» (VI, página 259); y que aprovecha la identidad parcial para extenderla a la totalidad (II, pág. 393). A despecho de la diferencia en el uso de términos por parte de Ortega y de Richards -tan equívocos en sus contextos respectivos como identidad, semejanza, etc.-, parece claro que el primero se había anticipado al segundo en considerar la metáfora como interpretación, y no como sustitución o como mera comparación elíptica. Y además, en cuanto fenómeno basado en una fuerte actividad -actúa como un verbo, dice Ortega-, y no en una mera observación de rasgos inertes. Richards escribirá, imbuido de la misma intuición: «Cuando utilizamos una metáfora, tenemos dos pensamientos de cosas distintas en actividad simultánea, apoyados por una sola palabra o frase, cuyo significado es una resultante de su interacción» (pág. 93). Black, en su influyentísimo libro, ilustrará estos aspectos del enfoque interactivo diciendo gráficamente que llamar lobo al hombre coloca a éste bajo una luz especial (metafórica), pero logra también «que el lobo nos parezca más humano»25 (pág. 53).

Pero volvamos brevemente al tercero de los puntos en que hemos sintetizado el pensamiento de Ortega, según el cual la metáfora o identificación entre dos términos puede hacerse porque el espíritu advierte en ellos una común posesión de rasgos componentes abstractos: forma, ímpetu y color (?) son aproximadamente idénticos en la lanza y en el surtidor. Es una doctrina de abolengo aristotélico, bien elucidada por J. Derrida: en la metáfora, «las propiedades transportadas son las de las propiedades atribuidas, no las de la cosa misma, sujeto o sustancia [...]. Para que ello sea posible, es preciso que, sin comprometer la cosa misma en un juego de sustituciones, se puedan remplazar unas propiedades por otras, que estas propiedades pertenezcan a la misma esencia de la cosa o que sean sacadas de esencias diferentes. La condición esencial de estas extracciones y de estos intercambios es que, entre la esencia y los propios (que son inseparables de ella), sea posible una intervención particular en el elemento de un casi-sinónimo»26. La teoría, pues, de una igualación de A y B porque se ha observado una comunidad de propiedades entre A y B tiene acreditada y antigua prosapia, pero muy probablemente llega hasta Ortega desde fuentes más próximas. La influencia del Essai sur l'origine des con-naissances humaines (1746) de Condillac fue intensa y duradera en toda Europa. No se trata en él de la metáfora, pero sí de las abstracciones, las cuales se producen «cesando de pensar en las propiedades por las cuales se diferencian las cosas, para pensar sólo en aquellas en que concuerdan con otras». La estructura de este proceso, asegura Paul de Man, es exactamente la misma que la de la metáfora, tal como había sido explicado por la filosofía clásica (en los Tópicos, I, 5, como acabamos de ver). El profesor de Yale no vacila en relacionar esta doctrina de Condillac con la definición que hace Nietzsche del tropo, ciento treinta años después, cuando afirma que Blatt ("hoja" de árbol, pero también de papel) se ha constituido en metáfora «igualando lo que es diferente» (Gleichsetzen des Nichtgleichen) y «omitiendo arbitrariamente las diferencias individuales» (beliebiges Fallenlassen der individuellen Verschiedenheiten)27. No parece difícil suponer que esta concepción influyera decisivamente en Ortega, tan profundamente admirador de Nietzsche, según vimos, aun a pesar de la distancia que con él interpuso.

Nuestro pensador, en su concepción de la metáfora, parece inserto, pues, en tradiciones filosóficas -Kant, Nietzsche- más que propiamente retóricas. Son sus aspectos lógicos, psíquicos y epistemológicos los que le importan, como cabía esperar: él no es sensu stricto un teórico de la literatura, aunque esta actividad le deba tanto. Dentro de este siglo, el concepto de metáfora que sustenta con inducciones ajenas y fuerte elaboración propia, lo sitúa a la cabeza del movimiento, ya irreversible, que ve en aquel hecho un fenómeno de interacción. Se adelanta a Bühler y a Richards en la explicación del proceso metafórico como intercambio de propiedades entre A y E, que producirá un nuevo objeto, C (el «ciprés bello», decía en el caso de López Picó), en el cual las semejanzas promueven la asimilación de las diferencias. Pero es también precursor clarísimo y, sin embargo, ignorado, de una más reciente teoría, que hoy goza de justo prestigio: la de Marcus B. Hester, presentada en 196728. Afirma en ella que la metáfora «implica la relación intuitiva de ver como entre las partes de la descripción». Cuando Shakespeare dice del tiempo que es un «beggar», un pícaro, no lo describe, sino que lo ve como un pícaro. «La metáfora no sólo implica un tenor y un vehicle, para usar los términos de Richards, forzados a ir juntos en una oración, sino la relación positiva de ver como entre el tenor y el vehicle» (pág. 170). Wittgenstein había tratado los efectos del ver como, desde un punto de vista lógico, en el lenguaje ordinario. Virgil Aldrich (1962) extendió y corrigió sus conclusiones ampliándolas al análisis de la poesía. Sobre sus puntos de vista, Hester edifica su propia teoría, cuya exposición aquí requeriría muchas páginas. Abreviándola extremadamente, afirma que la metáfora se basa en que si A es como C (el chorro es como un chorro-lanza) y C es como B (el chorro-lanza es como una lanza), entonces A es como B (el chorro es como una lanza). La metáfora nos ofrece A (el chorro) y B (la lanza), y el problema consiste en ver C (el chorro-lanza)29. En ella, C es el sentido relevante en que A es como B. Y esto sólo puede percibirse gracias al aura de ambigüedad que rodea al lenguaje poético. Dentro del cual actúa el ver como, que es, forzosamente, un «intuitive experience-act», que selecciona los aspectos pertinentes por los que A se parece a B, y que permiten identificar ambos términos (págs. 179-180).

El ver como, en cuanto acto de experiencia intuitiva, puede producirse o no, y no es reducible a un análisis específico, ni obedece a reglas precisas de procedimiento: se ve como fuera de toda regla. La coincidencia con Ortega en estos aspectos de su tesis es casi absoluta. También, según el prologuista de Moreno Villa, «hemos de ver la imagen de un ciprés al través de la imagen de una llama, lo vemos como una llama, y viceversa» (página 260; la cursiva es del autor); y, como ya notamos, esta visión «es un estado real mío, es un momento de mi yo, de mi ser». Ese mirar «hacia dentro de mí» y ese ver «al ciprés des-realizándose, transformándose en actividad mía, en yo» (ibíd.) ¿no es algo sumamente próximo al «intuitive experience-act» de que habla Hester?

Así, pues, Ortega y Gasset no sólo construye una teoría coherente de la metáfora, en tiempos en que no abundaban («No hay muchas», escribía John Middleton Murry30, en 1927) o eran perfectamente insustanciales, sino que, en algunos de sus rasgos, adelanta hallazgos que hoy, varios lustros después -el enfoque interactivo y su producción mediante el ver como- gozan de plena vigencia31.





 
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