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Pereda. Pardo Bazán

Domingo Ynduráin






ArribaAbajoPereda

José María Pereda nació en Polanco (Santander), el 6 de febrero de 1833 (el mismo año en que nace Alarcón) en la casa solariega de sus padres, Juan Francisco y Bárbara Sánchez de Porriña. Fue el menor de veintiún hijos, aunque cuando él nació habían muerto doce de ellos. La familia, antes de nacer el último de sus hijos, había pasado estrecheces y dificultades económicas, esto hasta tal punto que su hermano mayor se vio obligado a emigrar a Cuba, donde hizo una gran fortuna, que puso a disposición de su familia; los problemas se resolvieron definitivamente y de forma permanente cuando, en 1853, regresa el emigrante a Santander. En realidad, José María no llegó a conocer los años difíciles, sino que vivió siempre en una situación tranquila y despreocupada, y esto no sólo en lo que respecta a los problemas materiales; como es lógico, el benjamín fue siempre el preferido de su madre y el centro de los cuidados de ella y del resto de sus hermanos, especialmente del mayor, treinta y seis años más viejo que José María, que nunca llegó a casarse, y que veía al pequeño como si fuese hijo suyo.

Contra lo que pudiera pensarse al leer algunas de las obras de Pereda, la infancia de nuestro futuro escritor no tuvo nada que ver con los ambientes que él describe, especialmente en lo que respecta a las condiciones que pudiéramos llamar hogareñas, pues son muy diferentes a las de sus héroes, incluidos los patriarcas tradicionales. En efecto, su hermano el emigrante, cuando vuelve de Cuba, transforma la casa familiar de Requejada en una especie de manoir construido por obreros traídos de Francia para la ocasión; hay en esta nueva residencia de los Pereda un parque, estanques, pavos reales... y, como señala Ricardo Gullón, agua corriente con duchas y baños, toda al estilo romántico francés. En esta casona vive José María Pereda. Nada tiene de extraño que en sus escritos de tema regional, especialmente en los más tempranos, señale con toda crudeza la tosquedad y miseria de la vida popular, la suciedad y violencia de los tipos que describe: hay una especie de desprecio y crudeza en estos cuadros que ha hecho pensar en el Naturalismo francés; nada hay de esto (ya lo veremos más despacio); es el joven Pereda quien, desde su privilegiada situación, le repugnan esas gentes y esas costumbres tan vulgares y poco refinadas; en mi opinión no hay nada ideológico debajo de la actitud descrita, es más bien una reacción espontánea que no pasa de un nivel sensorial.

En 1852 se le plantea a la familia qué hacer del joven José María; su hermano tutelar decide no tomar ninguna iniciativa sin contar con el interesado; consultado éste, resuelve ingresar en la Escuela de Artillería, seguir la carrera militar. Para ello la familia lo envía a Madrid en el otoño de 1852. En la capital, José María Pereda pierde dos años asistiendo a representaciones teatrales, frecuentando amistades, entreteniéndose en las diversiones de la Corte. En cualquier caso, lo que queda claro es que el joven Pereda es incapaz de entender las matemáticas necesarias para ingresar en la escuela. Por otra parte, advertiré que, en la época, el cuerpo de Artillería era el de mayor prestigio dentro del ejército, era el arma aristocrática, en especial por el nivel de conocimientos científicos que, en comparación con otros, tenían sus oficiales; así adquiere sentido la elección de Pereda y se corresponde con su situación y actitud general ante la vida. El hecho es que no consigue sus propósitos; vuelve a Santander un tanto decepcionado, como no era menos, de su estancia en Madrid y de Madrid mismo; es lógico que, dado su carácter, proyectara su responsabilidad sobre otro, para librarse de ella, en este caso sobre la capital de España, de la que siempre guardará un recuerdo poco agradable.

Sin embargo, tampoco Santander le satisface plenamente; en su tierra no hace nada, no emprende otros estudios ni tampoco ejerce ninguna actividad concreta; quizá añora el brillo de la vida madrileña al mismo tiempo que la rechaza por su pasada experiencia. Sea por estas causas o por otras, el hecho es que ahora comienza a manifestarse en él los primeros efectos de una dolencia que le acompañara durante toda su vida, la neurastenia; para combatirla hace un viaje a Andalucía en 1857. Quizá el contacto con la naturaleza andaluza sea lo que le haga comprender lo que de excepcional, de diferente, tiene el paisaje y los tipos santanderinos; sea como fuese, lo cierto es que a la vuelta de este viaje comienza a publicar (posiblemente a escribir) artículos para periódicos santanderinos, son éstos La abeja montañesa y El tío Cayetano. Poco después, reúne una serie de artículos de costumbres que da a la estampa con el título de Escenas montañesas, libro que obtiene un éxito grande de crítica y de público. Este mismo año de 1864 en que edita su primer libro, vuelve a salir Pereda de su tierra natal; tiene treinta y un años y ya es un hombre, por ello ya puede conocer París; de la capital francesa, donde permanece un año o algo más, vuelve decepcionado y escandalizado, como era de esperar; también le escandalizaba la vida de Madrid y aún la de Santander. A partir de este momento se acaban sus aventuras viajeras; no le interesan nuevas experiencias, de manera que decide vivir en su región natal sin otras veleidades ni investigaciones: la experiencia adquirida le parece ya suficiente.

En Santander, lleva una vida tranquila, recoleta, dedicada a ver y escribir, sobre todo cuando está en Polanco. La vida idílica no le impide ocuparse de otros asuntos más prosaicos, ya que, junto a otros miembros de su familia, participa en la sociedad de una fábrica de jabones que lleva por nombre «La Rosario», si bien es cierto que José María no se ocupa de la empresa ni de la dirección, que deja en manos de sus familiares; al parecer sólo le interesan los beneficios, y esto sin que se note mucho la procedencia. Menos inconvenientes tiene en participar en otro negocio mucho más presentable, me refiero al Banco de Santander, del cual fue consejero y, al parecer, no lo hizo nada mal.

En 1869 se casa el benjamín de los Pereda; es curioso y significativo que nuestro personaje no distinga muy bien entre esposa y madre, para él parece que la una sustituye a la otra en el hogar, lugar donde «se forman y viven las dos grandes figuras de la humanidad: la esposa y la madre». Cuando en El buey suelto, afirma que el estado perfecto es el matrimonio católico será una opinión categórica, absoluta, a la cual, como objeción subjetiva, no hay nada que oponer: sin embargo, cuando en la misma novela dictamine que los que eligen la soltería lo hacen por egoísmo, la cosa toma otro cariz y otro sentido; no se acuerda, parece, de su pobre hermano, el emigrante, soltero y que fue quien cuidó de toda la familia y especialmente del más joven de sus miembros, de nuestro novelista; tampoco se acuerda de que el celibato, aun sin ordenación, es estado superior al matrimonio para la Iglesia; se podría pensar que Pereda se refiere a los individuos que permanecen solteros por egoísmo y que sólo a estos célibes se les puede aplicar su dictamen, esto es, que sólo son egoístas los solteros que no se casan por egoísmo. A mi manera de ver, se trata de lo que los psiquiatras llaman rechazo, que será tanto más violento cuanto mayor sea el impulso subconsciente, esto queda bastante claro si recordamos el párrafo de Esbozos y rasguños, donde había señalado lo que es una mujer, una esposa:

«Yo entiendo por deberes de esposa su atención constante hacia esos mil detalles domésticos que constituyen el fundamento de la vida íntima, desde el estrado hasta la cocina, desde los calcetines del niño hasta el ropero del marido... ¡Oh, el marido sobre todo! Sus derechos, su prestigio, nada antes que él».


La mujer del ciego ¿para quién se afeita?»)                


Naturalmente, ahora el marido es él.

Decidido a reproducir la situación de su infancia, a construirse un mundo a su gusto, tiene la idea en 1872 de construir una casa nueva en Polanco; se conoce que la casona tradicional no acaba de gustarle. Quizá recordando y tratando de imitar el ejemplo que su hermano había dado con la mansión de Requejada, también él, ahora, lo edifica a la francesa, con parque y todo, aunque al proyectar los planos se le olvide poner el despacho, olvido que deberá ser subsanado después de acabada la casa; es casi un acto manqué de los que habla Freud, motivado tal vez porque don José María nunca se consideró escritor, él era un hidalgo que, para entretenerse, de vez en cuando escribía, no un profesional de las letras. Además, bastantes quebraderos de cabeza le traían sus obras una vez publicadas, porque si muchos críticos, los más importantes, lo trataban con admiración y benevolencia, otros, especialmente los de publicaciones católicas, no le hacían caso, parecía como si no le quisieran; incluso aquellos de vez en cuando le hacían reparos y señalaban defectos en sus obras; no hay más que pensar en la Pardo Bazán, que acusó, no ya a las novelas, sino a él mismo, de limitado. Por eso Pereda padece verdaderas angustias frente a la crítica.

Yo creo que Pereda necesita que se ocupen de él, aunque sea para atacarle, pero que se ocupen; claro que cuando le atacan o simplemente algo no gusta reacciona de manera violenta. Por ello, y por otras razones que luego veremos, ya que no puede mandar, se apunta a los partidos minoritarios que, como es obvio, es donde más se destaca y donde más puede hacerse notar. Así, desde 1870 colabora en La España tradicional, órgano de propaganda carlista; claro que no tiene ningún inconveniente en publicar sus obras de más fuste, aquellas de las que más espera, en publicaciones liberales que alcanzan mucha más difusión que la «suya» y tienen mucho más prestigio. Así pues, animado por sus paisanos, decide probar fortuna en la política; para ello hace una campaña en los periódicos en la que defiende el carlismo, las ideas tradicionales, de siempre, en lo religioso y en lo político; realiza un viaje propagandístico y es elegido representante en el parlamento por Labuérniga; milita en la minoría carlista. Es su segundo contacto con Madrid. Tampoco en esta ocasión queda satisfecho, parece que en el Parlamento Pereda sólo es uno más, incluso menos, puesto que pertenece a la minoría; no le hacen caso, el caso que merece, y tampoco esta vez consigue sus fines: ahora instaurar la dinastía carlista en España. Decepcionado y enfadado, escribe, el mismo año en que es elegido diputado, «Los hombres de pro» y todavía durará su resquemor mucho más, fruto del cual será en parte Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879).

Son ambas obras un ataque contra el sistema democrático, contra el sufragio universal. Lo curioso del hecho es que Pereda arremete contra el sistema electoral en lo que tiene de falso: compra de votos, influencia de cacique, etc..., esto es, contra todo aquello que le permite a él estar en el Parlamento. De la crítica a la práctica electoral, Pereda extrapola y acaba condenando el sistema como tal, sin darse cuenta de que sus ataques se dirigen precisamente contra la ausencia efectiva de libertad electoral o, lo que es lo mismo, defiende en el fondo el sistema democrático. Tampoco repara nuestro carlista en que si se aplicaran sus opiniones, él no hubiera podido publicar nada de lo que escribe a este respecto. Creo que el mecanismo es el siguiente: si Pereda no se encuentra satisfecho, la culpa la tienen otros, siempre otros, sea el sistema, sean los políticos, pero él queda, como siempre, libre de toda culpa.

No sé si resulta excesivamente duro recordar ahora la muerte de su hijo; éste se suicidó. Digo que es duro porque en De tal palo... Pereda sostiene la tesis de que por culpa de la mala educación que el padre da a su hijo, y para castigo de aquél, el hijo se suicida: las culpas de los padres se castigan en los hijos, cosa, por otra parte, en la que coincide con el P. Coloma. Que esto le sucediese a él después de escribir la novela podría y debería haber dado lugar a que Pereda se replanteara toda su actitud ante la vida, aunque sólo fuera en lo que respecta al suicidio y a la relación entre padres e hijos, pues Pereda había educado, por supuesto, en la religión católica a su hijo, que tiene el apoyo de la fe. No hay nada de esto, Pereda ve el hecho como una desgracia y, en el plano religioso, como una prueba, consolándose con las palabras de Job, con las palabras del justo, pues Dios prueba a los elegidos. Pero tampoco hay que insistir sobre esto.

En 1892 nuestro autor hace un viaje a Cataluña, donde le ofrecen una especie de homenaje, y en 1896 es elegido académico de la lengua. En ambos casos parece que su experiencia en las dos capitales le resulta agradable. Su discurso académico tiene muy poco interés, trata de teorizar sobre la novela regionalista y se queda en una serie de afirmaciones gratuitas sin mucho sentido. Pereda pasó como excepción entre sus contemporáneos, nunca se preocupó por los problemas teóricos que ofrece la literatura en general y la práctica de la novela en particular; su capacidad conceptual, teórica, es muy limitada, es un hombre de impulsos primarios, de caprichos. Lo que sí tiene interés es la contestación al discurso de Galdós, y sobre todo el comentario que le dedicó Valera, con la sorna irónica que le caracteriza.

Antes habíamos señalado que Pereda participa de forma activa en el partido carlista, que en sus obras ofrece una actitud beligerante e intransigente frente a cualquier otra opción que no sea la que él defiende, especialmente en lo que respecta a la religión, patriarcalismo, etc... No obstante, Pereda no parece tener el más mínimo escrúpulo en aceptar la Gran Cruz de Alfonso XII, condecoración que los liberales le conceden en 1903, ni en asistir a una fiesta con el general Polavieja, ni saludar correctamente a la reina. Esto podría ser interpretado como amplitud de miras, espíritu transigente, o de forma parecida, lo mismo que su amistad con Galdós o con Clarín..., pero lo cierto es que nada de esto refleja en sus obras y la tal amplitud de miras sólo se manifiesta cuando le festejan o celebran, cuando se ocupan de él y le halagan.

Creo que, en definitiva, la vida y la obra de Pereda está dominada por el miedo, miedo a la burguesía ascendente, miedo a la sexualidad, miedo a dejar de ser el centro, miedo, en definitiva, a cualquier cambio que le haga perder su privilegiada situación de hidalgo montañés y de empresario capitalista. En Sotileza, al final del capítulo primero, se lamenta de la desaparición de «aquel Santander sin escolleras ni ensanches; sin ferrocarriles ni tranvías urbanos; sin la plaza de Velarde y sin Vidrieras en los claustros de la catedral; sin hoteles en el Sardinero y sin ferias ni barracones en la Alameda segunda; en el Santander con dársena y con pataches hasta la Pescadería [...] el Santander de aquellos muchachos decentes, pero muy mal vestidos, que con bozo en la cara todavía, jugaban al bote en la plaza Vieja, y hoy comienzan a humillar la cabeza al paso de las canas, obra, tanto de los años, de la nostalgia de las cosas venerandas que se fueron para nunca más volver; del Santander que yo tengo acá dentro, muy adentro, en lo más hondo de mi corazón, y esculpido en la memoria de tal suerte, que a ojos cerrados me atrevería trazarle con todo su perímetro, y sus calles, y el color de sus piedras, y el número, y los nombres y hasta las caras de sus habitantes; de aquel Santander, en fin, que a la vez que motivo de espanto y mofa para la desperdigada y versátil juventud de hogaño, que le conoce de oídas, es el único refugio que le queda al arte cuando con sus recursos se pretende ofrecer a la consideración de otras generaciones algo de lo que hay de pintoresco, sin dejar de ser castizo, en esta raza pejina que va desvaneciéndose entre la abigarrada e insulsa confusión de las modernas costumbres». Esa actitud subjetiva, decididamente subjetiva, es la suya; pena por el cambio que él contribuyó a realizar.

El primer libro publicado por Pereda fue Escenas montañesas, que sale a la luz en 1864, cuando el autor tenía treinta y un años. Como los costumbristas, como Mesonero, Estébanez y Flores, adopta para sus escritos la terminología pictórica y como ellos lo hace porque en sus escenas, tipos, paisajes, etc., lo que pretende es fijar una realidad que se escapa, que se pierde. Hay en todos estos escritores un intento de sustituir el dinamismo de la vida, la evolución, por otra realidad estática e inmutable, siempre igual a sí misma. Naturalmente, no se trata de fijar la vida de un hombre, lo que, a más de ser imposible, no tendría sentido para ellos; se trata de las costumbres, organización social, etc.; no es pues una lamentación sobre la fugacidad de la vida ni una reflexión sobre el tema fugit irreparabile tempum, nada hay de esto. Se supone, o suponen los costumbristas añorantes, que la sociedad humana ha llegado a un momento si no de perfección, de equilibrio que consiste en que las nuevas generaciones, los nuevos hombres, reproducen exactamente el comportamiento de sus mayores; de tal manera, aunque cambien las personas concretas, se mantiene la función, el esquema general. Con ello el individuo cuenta con la seguridad que proporciona la existencia de una serie de puntos fijos, reconocibles. La cosa se plantea como problema por contraste, cuando se produce una quiebra en dicha situación y las cosas empiezan a cambiar: el hijo no sigue los pasos de su padre, las modas y costumbres se sustituyen por otras nuevas, inventadas, la sociedad cambia su organización y hasta las cosas materiales resultan diferentes. Pereda comienza su libro con una escena titulada «Santander (Antaño y hogaño)» que recuerda el de Antonio Flores, Ayer, hoy y mañana, aunque sólo se ocupe del ayer y del hoy. Es, a mi entender, un enunciado revelador de cómo las escenas costumbristas sólo tiene valor y sentido relativo, frente a otra cosa, frente a lo ajeno.

El escritor costumbrista, aunque confronte dos momentos temporales, no tiene conciencia histórica objetiva; lo prueba el hecho de que acepte el «ayer» como un valor absoluto, medida de todas las cosas, sin acordarse de que también hay un «antesdeayer» en el que las cosas era distintas y que, en consecuencia, el tiempo base, el momento descrito es asimismo una etapa dentro de la evolución general. Antonio Machado recuerda a los tradicionalistas que si «aquellos polvos trajeron esos lodos», volver a aquellos polvos sería volver de manera inevitable a estos lodos, otra vez, lo que aquí quiere decir que si las cosas han cambiado es porque la situación del ayer generaba dicho cambio. Bastaría analizar con cuidado la situación de partida para descubrir en ella las causas que provocan y explican los efectos señalados y lamentados por los costumbristas. Pero el costumbrista no hace nada de esto, ya que su actitud, no es racional ni objetiva, sino subjetiva y sentimental: identifican ayer con siempre por que no trabajan sobre un tiempo histórico, sino sobre su tiempo. Lo que hacen, pues, es proyectar sobre la realidad un sentimiento presentándolo como si fuera objetivo, como si lo específico del caso residiera en las cosas, no en los observadores.

Teóricamente, los costumbristas se presentan a sí mismos como meros notarios que dan fe de los cambios y como cronistas pintores cuyo trabajo consiste en fijar una serie de realidades, de hechos, antes de que desaparezcan. Lo cierto, sin embargo, es que su actividad no es tan aséptica como pretenden, ya que con su actitud, con sus juicios de valor (implícitos o explícitos) ayudan a retrasar el cambio, lo intentan al menos. Ahora bien, su actitud elimina sistemáticamente la noción de sistema; para ellos no existen más que casos particulares, representativos de un fenómeno general, eso sí, pero particulares. Es el resultado inevitable del planteamiento «escénico», pictórico. Si algo queda claro en esta manera de reproducir la realidad es la ausencia de comprensión conceptual de lo descrito, y cuanto más fiel y exacta sea la copia, cuanto más «objetiva», menos valor conceptual tendrá; el estatismo impide exponer la función que en la persona o en lo social cumplen los elementos observados.

La realidad, así concebida, se organiza por parejas de opuestos donde la única relación entre los miembros equivalentes de las diferentes parejas es su adscripción al ayer o al hoy. Así, Pereda organiza sus Escenas montañesas en un contraste entre la realidad actual y sus recuerdos. Ahora bien, frente a los costumbristas viejos, incluso frente a la Fernán Caballero, el santanderino no idealiza, elimina ni recorta nada: no hay pintoresquismo. Como dice Pardo Bazán.

«Entre los realistas está clasificado Pereda [...]. Nadie duda que el autor de las Escenas montañesas, recogió hace tiempo el tesoro de tradiciones realistas que un día administraron con tanto fruto Mesonero Romanos, Flores, Larra, y algunas veces, entre col y col, Fernán Caballero. A verdad tan reconocida, añado la observación siguiente, confirmada por la lectura del Pedro Sánchez: si Pereda no es el escritor más realista de España es seguramente el menos idealista».


(1884, El Imparcial)                


En efecto, esta falta de idealismo o, lo que es lo mismo, la exactitud de las descripciones en las que no evita lo feo o abyecto, es uno de los rasgos del arte de Pereda reconocido por todos los críticos, incluidos los más favorables, y reconocido por el mismo autor que hace bandera de ello; por ejemplo, en el prólogo a Tipos y Paisajes afirma «Retratista yo, aunque indigno y esclavo de la verdad, al copiar las costumbres de la Montaña las copié del natural, y como éste no es perfecto, sus imperfecciones salieron en la copia». Así es, en efecto, y es que Pereda no tiene mucha simpatía por el pueblo, tampoco le gusta, en esta primera época al menos, el «paisaje». Hay en él como una reacción contra la égloga pastoril... contra la idealización falseadora de la vida popular y campesina, de la naturaleza que puede recordar en cierto modo el desengaño barroco frente a la idealización y al sensualismo renacentista. Se ha dicho, no obstante, que se trata de una reacción semejante a la de los románticos frente al neoclasicismo, como por ejemplo la de Espronceda en «El pastor Clasiquino»; no me parece que esto tenga el mismo significado en la obra de Pereda, ya que lo neoclásico había dejado de tener vigencia, con lo que desaparece la rebeldía; tampoco se trata de buscar la libertad frente a las reglas del arte, y en el caso de Pereda hay un fondo moral que naturalmente falta en los románticos.

A mi modo de ver, en las escenas peredianas intervienen dos o quizá tres ingredientes principales; por una parte, la aversión que el autor siente por los halagos sensoriales; por otra, la idea de clase o categoría social que le lleva a subrayar e intensificar la distancia que le separa de los tipos populares y de su entorno. A estos dos aspectos podemos añadir un tercero, que sería el miedo de Pereda a los cambios, a cualquier cambio, especialmente a los sociales, lo que le hace preferir la situación tradicional, por mala que sea, a lo nuevo. Como se habrá observado, en las posibilidades predomina la reacción, la actitud negativa. Esta actitud defensiva, a la contra, es uno de los rasgos que se mantendrá durante toda la obra de Pereda, salvo la semi-excepción de Peñas Arriba.

Pereda se considera a sí mismo un hidalgo montañés que, como se sabe, son los más hidalgos. Desde esta perspectiva, considera que el pueblo llano está como está porque es lo que le corresponde según ley natural, según los designios divinos; así, la felicidad de estos villanos reside en adaptarse a su situación, en aceptarla porque, a pesar de lo que parezca, ese mundo tiene también su felicidad; la que le corresponde, por supuesto. Pereda, consecuente con sus ideas, cree que hay algo así como dos naturalezas y que el pueblo no puede acceder a la superior, de manera que cuando trata de cambiar, lo único que consigue es degradar lo que toca. Con doña Emilia Pardo Bazán, el santanderino opina que el pueblo nunca sabrá leer, aunque aprenda:

«Ahora caes en la cuenta de que las coplas que vas oyendo, cuando no pecan en indecentes, pecan de bárbaras y chocarreras, y me preguntas en qué consiste esto. Yo no lo sé, amigo mío, pero es lo cierto que autores de mucha y muy merecida fama, aseguran que el pueblo es un gran poeta, y suelen decir en apoyo de su temerario aserto: "¿De dónde proceden, si no, esas tiernas baladas, esos cantares sentidos que andan en boca del pueblo? ¿De dónde proceden preguntáis, esos cantares tan bellos?... De vosotros, señores míos, de vosotros o de otros poetas como vosotros, que los han creado tan bellos en la forma como en el pensamiento; el pueblo los ha hallado después, los ha traducido a su lenguaje tosco y vicioso, les ha aplicado el aire que, en su sentir, mejor les cuadraba, y los ha cantado enseguida". De modo que, en mi humilde opinión, lo único que deben esos ligeros fragmentos de bella poesía al pueblo que los manosea es el favor de encontrarse mutilados y contrahechos a lo mejor de la vida, cuando nacieron perfectos».


(Pasacalle)                


Efectivamente, el mundo poético corresponde a los que son capaces de crear y entender ese tipo de belleza; el pueblo no posee la sensibilidad necesaria, por ello Pereda se indigna contra los que proyectan las creaciones artísticas sobre un grupo social al que no les corresponde: frente al intento romántico de idealización popular, de crear una Volkgeist autónoma, Pereda reacciona en contra, poniendo las cosas en su sitio: ese pueblo no tiene más geist que el que recibe de sus señores naturales.

En cuanto al otro aspecto, el fondo o trasfondo moral de las escenas peredianas, veamos lo que dice su gran amigo y panegirista, Menéndez Pelayo, a propósito de la polémica sobre el realismo o naturalismo de la obra del santanderino:

«Si realismo quiere decir guerra al convencionalismo, a la sensiblería, a la falsa retórica y al arte docente, en nombre y provecho de la vida humana, ¿qué mejor corona para nuestro Pereda? Pero si llaman realismo a una especie de fotografía (que no arte), sin catecismo ni sentido moral, ni decoro estético que busca y adora lo feo y hediondo, sin ver nada más allá del muladar en que se revuelca, hace bien Pereda en rechazar toda complicidad con semejante aberración, que no escuela literaria. Idealista es, porque el sol de las grandes ideas ilumina siempre sus cuadros».


Sobre el problema del naturalismo o realismo perediano, se consultará con provecho la obra de Walter T. Pattison, El Naturalismo español (Gredos, Madrid, 1965). Ahora, dejando esto para más adelante, constataremos el idealismo de estas escenas si por tal entendemos (frente a un determinado tipo de realismo más o menos fotográfico) la práctica literaria que consiste en dar cuerpo a una idea representándola en un caso o presentación concreta, adaptando esa supuesta realidad objetiva a la idea. En el caso que nos ocupa, sin embargo, idea y experiencia real coinciden o parecen coincidir. Digamos que coinciden en la forma, pero no en el sentido que el autor le da a esa forma. En efecto, Pereda no sólo extrapola, sino que le da un sentido o significación esencial a lo que no es más que un accidente o una posibilidad libre, abierta: para él, la suciedad de los campesinos es el signo que los define como gente esencialmente baja, incapaz, por naturaleza, de otra cosa; para él, cualquier cambio es malo, no concibe que también se puede cambiar para mejorar: no es este o el otro cambio, Pereda se refiere al cambio en general, en abstracto. Esto es lo que vicia los escritos de Pereda. Sin embargo, cuando circunstancializa el problema, y lo encarna en un personaje que es quien vivencia, quien sufre la situación, entonces logra resultados de mayor calidad y más convincentes. Es lo que ocurre con Blasones y talegas (1869) escena que -según Montesinos- es «más generosa en su visión de la realidad montañesa y menos estrecha en su tradicionalismo. Tenía entre nosotros la novedad de abordar un problema angustioso suscitado por la revolución en todos los países en que todavía se arrastraba penosamente una especie de proletariado aristocrático, lleno de aberraciones e inadaptado para la vida, víctima forzosa de advenedizos enriquecimientos recientemente, sin tradiciones ni principios, que cuando no acababan de aniquilarlo lo absorbían para adornarse con sus despojos».

En general, y sobre todo para esta época, es exacto el diagnóstico de Menéndez Pelayo en el prólogo a las Obras Completas de Pereda:

«Que Pereda emplea procedimientos naturalistas es innegable; que se va siempre tras lo individual y concreto, también es exacto; que enamorado de los detalles los persigue siempre, y los trata como lo principal de su arte, a la vista está de cualquiera que abra sus libros; que en la descripción y el diálogo se aventaja más que en la invención y en la composición, es consecuencia forzosa de su temperamento artístico».


Habría que añadir únicamente que Pereda presenta lo individual y los detalles como prueba de su tesis, por eso «los trata como lo principal de su arte». Como es lógico, lo primero que se debe exigir a una prueba -o a una premisa- es que sea cierta; de aquí la insistencia de Pereda en la verdad de lo que pinta, su preocupación por la exactitud y precisión de sus datos. Pereda utiliza esos datos como pruebas o premisas para concluir la naturaleza del campesinado norteño, lo que son esas gentes; y en esto tiene razón, o al menos, es convincente: el lector queda convencido de que, efectivamente, la realidad es tal y como él la describe. Frente a esto, la invención y la composición supone levantar un caso, un comportamiento individual e inventado y organizar la realidad: y, como señala don Juan Valera, una fábula nunca prueba nada, en el mejor de los casos ejemplifica pero no prueba. Por otra parte, Pereda busca la definición esencial, las cosas son por naturaleza de una manera determinada, no lo son como resultado de referir la situación a una historia (invención) o a una actuación determinada (composición). La realidad que Pereda presenta al lector es independiente del tiempo de la historia, y de la organización que se le dé: la organización y la ausencia de tiempo es el efecto, el resultado, de la naturaleza, no a la inversa.

Naturalmente este último extremo resulta ya poco convincente; el autor acumula casos, detalles, descripciones y ejemplos con la esperanza de aplastar al lector, pero lo cierto es que de todo ello se puede deducir la situación actual de lo descrito, jamás que esa situación sea la única posible, esto es, que la forma traduzca o reproduzca la naturaleza de las cosas, por mucho que el autor afirme que eso es así, y que debe ser así. La perfección de la realidad descrita (perfecta porque corresponde a la naturaleza) quiebra, sin embargo, en algún aspecto que Pereda reconoce, en el cacique. Y aquí se indigna el autor, ataca con toda violencia a estos individuos que alteran el orden al comportarse no como patriarcas, sino como padrastros. Es la misma indignación que Lope de Vega o Calderón muestran frente a los señores que abusan de su situación y poder; Pereda parte de los mismos supuestos sociales e ideológicos que esos autores, pero, lo que en el siglo XVII podía ser normal y aceptable, ya no lo es en el XIX, por lo menos no lo es sin que se argumente y se pruebe con algo más que descripciones o afirmaciones dogmáticas: nuestro autor da lo inmediato (descripción o diálogo), pero es incapaz de elaborar los datos de una manera coherente; la argumentación no es lógicamente su fuerte.

Todo lo dicho hasta ahora se refiere directamente a las primeras obras de Pereda, en especial a Escenas montañesas, Tipos y Paisajes, Esbozos y rasguños; ahora bien, se puede aplicar también a las obras posteriores, incluidas las novelas pues en éstas Pereda sigue manteniendo los cuadros costumbristas, los tipos como elementos autosuficientes, completos. El caso más claro es el de Bocetos al temple (1870), donde el costumbrismo se mezcla con historias o historietas mediante las cuales trata de exponer una tesis. En este sentido, es interesante notar que el paso de las escenas «puras» a las escenas noveladas, coincide con la toma de postura ideológica militante, por parte de Pereda.

Como antes advertí, las novelas de Pereda suelen estar escritas, «a la contra», como respuesta a otra obra que a él le parece inmoral, disolvente o, simplemente, distinta de lo que cree que deben ser las cosas. En la segunda mitad del siglo XIX, las novelas se utilizaban con frecuencia como armas arrojadizas, vehículo de opiniones políticas, morales o religiosas. Pereda entra directamente en liza con El buey suelto, como lo hará, más tarde, con De tal palo, tal astilla; en ambos casos, es obvio, el autor utiliza como título un refrán perfectamente conocido, procedimiento que recuerda, en cierto modo, el de nuestros autores teatrales del Siglo de Oro. Como es normal, el recurso a los refranes supone la aceptación de las opiniones tradicionales presentadas como guía recta del saber y la actuación popular; a este respecto, podemos comparar la utilización que en la segunda obra citada hace Pereda del refrán con el comentario que el mismo tipo de dichos le merece a don Juan Valera en Juanita la Larga, citado en su lugar. Pero, dejando esto, tenemos que Pereda escribe El buey suelto, en 1877, como respuesta a las Petites misères de la vie conjugale de Balzac, de la misma manera que en 1872 había contestado con Los hombres de pro a La Fontana de Oro de Galdós. El buey suelto es una novela construida por acumulación de cuadros costumbristas o de anécdotas, cuya unidad consiste únicamente en que el protagonista es siempre el mismo; según Pereda, el argumento es lo que pudiéramos llamar las malandanzas de un soltero provocadas por el hecho de serlo; así parece deducirse al menos de las reflexiones moralizantes que aparecen después de cada escena, de cada uno de los «casos» que protagoniza el soltero. A pesar de la intención del autor, la soltería del protagonista no proporciona la más mínima coherencia ni unidad a la novela: lo que en ésta ocurre no se deduce del estado civil del personaje, uno tiene siempre la impresión de que las mismas cosas u otras equivalentes le hubieran ocurrido de estar casado. Lo que le pasa a Gedeón es que, como su mismo nombre indica, es un pelele sin carácter ni personalidad literaria sobre el cual Pereda se complace en acumular desgracias porque sí, por soltero; como si hubiese dicho por judío, por librepensador o por moreno; la misma falta de entidad de Gedeón, que es un puro nombre y un estado civil, la da el propio autor al principio de la novela:

«Gedeón siguió media carrera en la universidad o no pasó del Instituto de segunda enseñanza, o no tuvo otra educación que la que recibió, muy a la fuerza, de un dómine casero... Fue hijo único o tuvo hermanos; como el lector quiera. Lo cierto es que en su casa reinaba la abundancia».


Es un párrafo en el que se ve claramente la arbitrariedad del autor respecto a su personaje: le da igual cuál sea su infancia y juventud, cómo se haya formado su carácter, por qué ha llegado a ser lo que es; todo esto lo deja al gusto del lector. A Pereda no le interesa explicar un caso, ni siquiera un tipo de personas; muchísimo menos un mecanismo humano; lo único que le interesa es definirle, con lo cual, y dado lo que ocurre, crea un caso tan especial, tan raro y tan abstracto, que no significa nada. En el mismo sentido y dirección, podemos señalar también que las escenas, los casos que Gedeón protagoniza no tienen nada que ver unos con otros, pues cada uno de ellos no es resultado del anterior ni provoca el siguiente; es una pura acumulación o enhebrado sin que haya un desarrollo orgánico ni argumental; como hemos visto, tampoco tienen estos casos el común denominador de estar referidos y explicados por una determinada manera de ser. Si Pereda quería exponer las desgracias que lleva consigo la soltería por egoísmo, poniendo un ejemplo representativo, lo cierto es que ha fracasado de manera rotunda. Aunque la cita sea quizá demasiado larga, creo inexcusable reproducir aquí parte de la crítica que Clarín hizo de la novela de Pereda en sus Solos de Clarín:

«El buey suelto debió ser una demostración ad absurdum de que el estado de matrimonio es el menos imperfecto en esta miserable vida, donde perfecto no hay nada. Pereda, escribe una novela de las llamadas ahora tendenciosas, aunque él, ni la tiene por tendenciosa ni por novela. Pura modestia. No basta con advertir en el prólogo que no existe el propósito de resolver el problema, ni con escribir en el frontispicio del libro: «Cuadros edificantes». Si el señor Pereda no se propone hacer amable el vínculo matrimonial y aborrecible la soltería pertinaz, ¿a qué viene la historia de Gedeón? Muy extraño sería que en una obra donde no hay una sola página acaso que no contenga un argumento más o menos fuerte, en pro del santo vínculo y una amenaza o una cuchufleta en contra del celibato, no tuviese el lector derecho de reconocer el fin (que decimos nosotros) loable y fecundo de casar a todo hijo de vecino [...].

Viniendo ahora a nuestro pleito, debo advertir que Gedeón protagonista del libro que examino, se escapa de los límites del arte no por idealismo, sino por falso realismo, por ser un tipo que no es tipo; es una expresión individual, bien real, bien concreta, pero no representa nada; todos los rasgos de que se compone esta figura son singularísima expresión de lo accidental en lo individual: podrá ser Gedeón el retrato de algún caballero que conozca el señor Pereda, pero no es un tipo artístico. ¡Qué natural, qué bien está, se parece a don Fulano!, podrá decir cualquier amigo de la montaña al autor de El buey suelto, y será cierto; pero a fuerza de parecerse mucho a ese señor que ustedes conocen se parece muy poco a los demás solterones a quienes debiera parecerse, etc.»


Efectivamente, se trata del «regionalismo» de Pereda, entendiendo ahora ese término como lo acaba de señalar Clarín, esto es, como una obra en la que conocer los datos reales del lugar o la sociedad de que se escribe resulta fundamental para su comprensión. Las obras de Pereda son todas así, tienen un sentido para sus paisanos y amigos, y otro para el resto de los lectores. Volveremos más despacio sobe esto al estudiar Sotileza.

A pesar de lo desmayado de la novela, tuvo buen éxito de público, aunque no tanto de crítica, de la que es ejemplo excelente la de Leopoldo Alas, que convendría leer entera. En cualquier caso, lo que muestra Pereda es una lamentable confusión entre literatura y moral: su historia se justifica porque puede ser leída por cualquier lector, porque ataca el vicio y defiende la virtud. Sin embargo, el celibato no es un vicio ni un pecado -que yo sepa-, de manera que el señor Pereda se ve obligado a colocarle al soltero todos los vicios que se le ocurren, entre los que sobresale la deshonestidad; parece, pues, que lo malo de la soltería es que el hombre (no se dice nada de las solteras) no tiene donde satisfacer sus apetitos sexuales de manera normal y, claro, cae en la fornicación. Para eso sirve casarse, para que haya un remedio para la concupiscencia masculina, que, si no, debe satisfacerse con algo equivalente a la esposa, pero no bendecido por la Iglesia, en las criadas. Este es el caso de Gedeón, a quien, por otra parte, le caen un cúmulo de desgracias que nada tienen que ver con el caso, y, además lo ocultan.

Un año después de El buey suelto, en 1878, acaba Pereda una nueva novela, Don Gonzalo González de la Gonzalera. Aquí la tesis es política, son los efectos que la revolución de 1868 produce en un valle de la montaña santanderina, pero como en la novela anterior, la finalidad de la novela no tiene nada que ver con el desarrollo argumental concreto, aunque aquí sí hay un cierto engarce y relación entre la actividad de los personajes y la situación que sufre Coteruco por la aparición de los problemas políticos en la comunidad, que nunca antes se habían planteado. A favor de la revolución del 68 entran en la aldea unos oportunistas, capitaneados por Riguelta, los cuales, so capa de introducir mejoras sociales y de liberar al pueblo, tratan de obtener un beneficio personal, convirtiéndose en amos y señores del lugar, sustituyendo el suave patriarcalismo de Pérez de la Llosía por el odioso cacicazgo de unos recién llegados, que lo ejercerán tiránica y despóticamente. En este sentido, el carácter de los diferentes personajes está en íntima conexión con el desarrollo argumental, como tipos representativos de las fuerzas que operan en cualquier situación de inestabilidad o cambio social: Riguelta, el líder oportunista que coloca la política y la ideología al servicio de sus fines personales; Pérez de la Llosía, representante del poder tradicional, hidalgo desbordado por la nueva situación y los nuevos procedimientos; don Gonzalo González el teórico protagonista, indiano resentido y rencoroso porque su dinero no le proporciona el acceso a la clase patriarcal, es él el primer motor del cambio que le llevaría, si hubiese triunfado, a suceder a Pérez de Llosía, pero que, como tantas veces ocurre en las revueltas, acaba por se manejado y suplantado por su lugarteniente, por Patricio Riguelta; etcétera. Como dije antes, la función (o papel) que los personajes cumplen en el desarrollo argumental corresponde al carácter de cada uno de ellos, más o menos caricaturizados, en ocasiones. Por otra parte, los hechos son posibles, e incluso probables, pero son anecdóticos, quiero decir con esto que la novela no acaba de conectar el caso que presenta con los comentarios ideológicos del autor, esto es, no acaba de verse bien (era imposible) la relación unívoca que existe entre el fracaso de la experiencia y la ideología liberal de los responsables del mismo: conexión imposible porque lo que caracteriza a don Gonzalo, a Riguelta y a los demás es precisamente carecer de ideología, van a lo suyo, y lo demás es pura táctica o disfraz de sus personalísimos intereses.

Sin embargo, Pereda insiste una y otra vez a lo largo del libro en que la culpa del desastrado caso que nos cuenta la tiene, concretamente, la revolución del 68 por ser una revolución liberal; y desde su perspectiva, tiene razón. En vano se han esforzado algunos críticos en prescindir de ese hecho, en suponer que Pereda alude a un proceso que se puede dar en cualquier revolución, del signo que sea, en interpretar como un hecho anecdótico que los buenos sean los conservadores y los malos los liberales, pensando que lo mismo podría haber sido de otra manera en otra situación. Todo esto es cierto en la realidad, pero no lo es en la novela que nos ocupa; los críticos a que me refiero se ven obligados a hacer una «reserva mental» (implícita o explícita) para eliminar u olvidarse del planteamiento de Pereda, de forma que se quedan sólo con las partes y planteamientos más valiosos. Pero lo cierto es que el conflicto surge en Coteruco exclusivamente porque la revolución es liberal. En efecto, la ideología liberal empieza por mantener que todos los hombres son iguales, lo que -para Pereda- es falsísimo: a cada individuo le corresponde, por naturaleza, la situación en que se encuentra; y esto atañe tanto a Coteruco como a la nación entera o a cualquier sociedad organizada como Dios manda:

«Mientras el sabio estudie, el zapatero haga zapatos y el labrador cultive la tierra, un niño puede encargarse del gobierno de todos los pueblos, pero si el zapatero aspira a general, y el labriego tosco a pronunciar discursos y a desentrañar los misterios de la política, y el sacamuelas a presidir el Gobierno, y todos los ciudadanos a ser ministros, el Estado no tendrá ni pies ni cabeza».


Y tiene razón el señor Pereda cuando (en la novela) dice estas cosas; lo que pasa es que, en la realidad, todo eso no se lo creía ya nadie, o casi nadie, y Pereda seguía empeñado en hacer una obra realista, histórica. No obstante, hay que señalar ahora la coherencia estilística del autor y de la argumentación, aunque quizá habría que decir tautología. En efecto, parece obvio que si el labriego se pusiera a pronunciar discursos, la cosa iría bastante mal; esto es así porque el autor define a sus personajes o tipos no en cuanto personas o seres humanos, individuales, sino en cuanto a las clases o estamentos a que pertenecen que, al parecer, es lo esencial. Se podría pensar que, entre los labradores, los hay toscos y los hay inteligentes, o puede haberlos, pues su situación actual depende de la educación recibida, etc.; se podría pensar también que hay ministros o patriarcas toscos y egoístas y que la situación de cada uno de ellos depende de la cuna en que han nacido, no de sus propios méritos... Todo esto, sin embargo, no tiene sentido, porque no se plantea en la novela, sino fuera de ella, en la realidad, y Coteruco o, mejor, Don Gonzalo González de la Gonzalera, es un mundo cerrado, autosuficiente y literario, lo que significa que dicta libremente las leyes por las que se rige... Lo malo es cuando Pereda incluye entre las leyes la validez del caso fuera de la novela. Ahora lo que me interesa no es tanto esto como señalar la habilidad literaria de Pereda al presentar la situación, donde sustituye a las personas por sus profesiones y oficios y de esta manera al lector le parecerá evidente que el individuo que tiene como profesión hacer zapatos, haga zapatos, no otra cosa. Esta concepción no tiene nada de nuevo, por el contrario, es viejísima, es la que se encuentra por lo menos desde las Partidas de Alfonso X, el Sabio, y es la aceptada tradicionalmente por el antiguo régimen; recordemos, por ejemplo, el planteamiento de El Gran Teatro del mundo, de Calderón, donde el labrador, el rico, el pobre, etc., lo son por directo designio divino. De esta manera, el orden social se dobla con un sentido religioso: es el orden «natural», impuesto por Dios lo que describe y defiende Pereda en ésta y en otras novelas.

Por otra parte, hay una distinción interesante, poco señalada. Pereda, como todo el pensamiento tradicional, cree que hay un orden natural, lo que, sin embargo, no significa que dicho orden se dé espontáneamente, sin más: el hombre está dañado en su naturaleza por la herencia del pecado original con el que -según la fe- todos nacemos; el fomes pecati, la secuela del pecado, explica la concupiscencia humana, esto es, lo que desde Trento se conoce como tendencia o predisposición al mal, al pecado. Y el hombre es libre, puede ceder a la tentación. Por todo ello, el hombre no se adapta ni acepta espontáneamente el orden natural, cede a la ambición, a la soberbia, a la lujuria, etc., y el liberalismo, predicando la igualdad de todos los hombres, la libertad individual, atacando la autoridad, favorece y aun excita los malos instintos. Frente a las malas inclinaciones naturales el hombre necesita, para vencerlos, no sólo de sus propias fuerzas, sino de las ajenas: necesita quien le dirija y quien, llegado el caso, le castigue para que advierta su error y siga la buena senda, por y para su propio bien. El orden natural ya lo tiene previsto, ha establecido un orden en la naturaleza y en la sociedad humana: el modelo natural es la familia, donde el padre quería a los hijos y les castiga si es necesario, sacrificándose por ellos, donde el mando no es privilegio, sino servicio, no es ventaja, sino sacrificio. A este modelo debe corresponder la organización social, el patriarcalismo, en definitiva. Así ve las cosas don Román, el patriarca: «se había acostumbrado a ver en cada labrador un hijo que necesitaba sus cuidados y sus desvelos, y se los dedicaba con la incansable abnegación de un padre». Este padre es necesario, como es necesaria la autoridad de otro, distinto y superior, para contrarrestar las malas inclinaciones y proteger a los individuos de sí mismos: si no es así, si se afloja esa organización rígida, entonces en lugar de un padre habrá un pícaro: «cuatro pícaros explotando a cuatrocientos ignorantes; esto se ve en todas partes y se verá hasta el fin de los siglos, porque es producto natural de la condición humana». Está claro, pues, que ni el liberalismo, ni ninguna teoría puede cambiar las cosas: el hombre es así, y no hay más remedio que pechar con ello, ya que no se le puede cambiar su naturaleza: lo mejor es resignarse con lo que hay y mantener lo que se tiene, la organización patriarcal cuyos frutos están a la vista.

Naturalmente, Pereda no se plantea el problema de quién, cómo y por qué se designa, en la sociedad, al individuo que hace de padre; tampoco se plantea la diferencia entre la organización familiar, donde los hijos objetiva, físicamente, dependen de los padres en todo mientras son pequeños, y la organización social donde no hay diferencias objetivas, a priori, entre un adulto y otro. No considera nuestro autor, por último, la diferencia entre los dos modelos en base a la naturaleza progresiva de la familia, donde los hijos, cuando se hacen mayores, se independizan y donde más tarde, se invierte la relación de dependencia al ser los hijos quienes mantienen y dirigen a los padres ancianos, situación que no parece tener traducción en la organización social.

Todas estas reflexiones teóricas y generales me han parecido necesarias para explicar la ideología que sustenta toda la obra de Pereda, sin la cual podrían parecen caprichosas algunas de sus afirmaciones, o podría el lector (y el crítico) interpretar como anecdóticos y circunstanciales aspectos que son esenciales. La teoría podrá ser cierta o falsa, pero es coherente en la novela.

Ahora, con Don Gonzalo González de la Gonzalera, nos encontramos ante la primera novela verdadera de Pereda, en ella el costumbrismo cede el paso a la acción, aquél queda como un recurso al servicio de ésta, sigue siendo un elemento fundamental, pero subordinado a un fin más amplio que lo engloba. Por supuesto, el cambio no es radical, todavía hay muchas ocasiones en que los tipos y paisajes reciben exagerada atención por parte del autor, sobre todo los tipos en los que Pereda se recrea e insiste más de lo necesario, como se ve en la excesiva caricaturización de don Gonzalo o en la desmesurada extensión de algunos diálogos «típicos», innecesarios e intrascendentes, puestos allí y desarrollados sólo para mostrar la habilidad del autor en este tipo de creaciones, con el resultado de que se despegan del conjunto, convirtiéndose en «cuadros» autónomos. Siguen estando presentes en esta novela los rasgos realistas, típicos de sus obras anteriores. Las descripciones detallistas y verídicas, las crudezas y fealdades presentadas sin atenuaciones, con la naturaleza salvaje y la exactitud topográfica de los escenarios. No nos cuesta ningún trabajo interpretar ahora todos estos rasgos como inducciones realistas, de la misma manera que lo habíamos hecho en el mismo caso al estudiar las novelas de Fernán Caballero, de Alarcón o de la Pardo Bazán. Hay que anotar un cambio en relación a sus anteriores obras; se refiere éste a la función que la naturaleza va adquiriendo en su obra, aunque aquí todavía no sea más que una manifestación incipiente de lo que luego, en Peñas Arriba, por ejemplo, incluso en Sotileza, será una aspecto fundamental: se trata de que la naturaleza supera el simple descriptivismo y la inducción realística para convertirse en un elemento significativo por sí mismo, en un signo cuyo contenido hay que descubrir, aunque aquí todavía no haya comenzado a ejercer su efecto. Esta es una de las razones, quizá sólo entrevista a estas alturas por Pereda, por la que el autor mantiene el recurso paisajístico dentro de las novelas.

En cuanto a la recepción de Don Gonzalo González de la Gonzalera, tuvo buena acogida por el público; la de los críticos fue buena en Clarín, y menos buena en otros, amostazados por los ataques, incluso personales, contra determinadas personas concretas y contra los liberales, en general. Los que, según su costumbre, no repararon en la obra de Pereda fueron los críticos de los periódicos católicos. Actitud ésta que desesperaba a Pereda. Los méritos principales que, también en este caso, se le reconocen a la novela son los cuadros, paisajes, tipos y diálogos populares; menos alabanzas recibe, con razón, el tema, la composición y capacidad organizadora de Pereda.

Con esta novela, inaugura Pereda un esquema narrativo elemental, con extensos precedentes en las obras de otros escritores tradicionalistas, pongo por caso a la Fernán Caballero. Consiste el esquema en descubrir la situación idílica, equilibrada y feliz de una comunidad humana, comunidad que siempre será campesina. En esa sociedad se introduce un factor extraño a ella, importado normalmente de la ciudad, que produce el desequilibrio, la desgracia y el desorden. La subversión acaba con la expulsión del germen invasor, cuya desaparición permite que las cosas vuelvan poco a poco a su sitio, que la comunidad vuelva a su equilibrio y situación primitiva, lo que le permite sanar de las heridas y, hasta cierto punto, producir una especie de defensas que la inmunicen contra nuevas invasiones de gérmenes patógenos. La sociedad patriarcal resulta fortalecida por su experiencia, eso al menos espera el autor.

De tal palo tal astilla se edita en 1879, un año después de que saliera de molde Don Gonzalo... En 1877 había publicado Galdós Gloria, novela en la que se plantea, sobre la historia anecdótica de un posible matrimonio entre un judío y una católica, el problema de la tolerancia religiosa; lo mismo que en Doña Perfecta, el fanatismo religioso totalizador de la vida humana provoca el desastre, que se hubiera evitado con un poco de comprensión y de amor cristiano por los semejantes. Pereda, irritado por estas dos novelas de Galdós, se lanza a darle la merecida réplica con la novela que comentamos. No se trata ahora, como en El buey suelto, de un problema de costumbre, o si se quiere de un problema moral; tampoco se trata de un planteamiento político como en Don Gonzalo González de la Gonzalera. Ahora, entiende Pereda, se debate un aspecto central de la religión, el más importante de todos, la fe. Cree Pereda que Galdós propone a los lectores la subordinación de la fe al sentimiento amoroso, de manera que habría de ceder en las convicciones religiosas para permitir el triunfo del amor. Naturalmente, Galdós no sostenía nada de eso, pero Pereda lo creyó así, y se dispuso a la lucha con toda la indignación de que era capaz, lanzándose a la arena con los ojos cerrados, en defensa de la fe y de la religión. Tan cerrados tenía los ojos y tan apretados los puños al escribir la novela, que los disparates, incluso doctrinales, se suceden sin interrupción. Galdós, en Gloria había presentado una familia cristiana ejemplar, culta, agradable y comprensiva, a pesar de lo cual se produce un final desgraciado. Sin duda, Pereda ha querido hacer algo parecido, sin lograrlo.

De tal palo, tal astilla comienza equivocándose ya desde el título, que parece -y lo es- una defensa al determinismo naturalista, según el cual la herencia biológica, la educación o el medio determinan el carácter y la actuación del individuo. Aquí es el caso de que a pesar de las buenísimas intenciones del joven Fernando, se ve abocado al desastre, al suicidio. Pero todo es delirante. Pereda se enfrenta a una joven educada en el más estricto, dogmático e intransigente catolicismo; el autor se empeña en repetir constantemente que Águeda, su heroína, es un dechado de perfecciones, tanto físicas como morales e intelectuales, pero el lector no acaba de ver lo segundo ni lo tercero por parte alguna: si Águeda fuese como Pereda dice, algo se notaría en su comportamiento, en la conversación: nada hay de esto, Águeda se comporta y habla como una cursi y como una fatua. Pero peor es la parte contraria, los Peñarrubia; son dos médicos, padre e hijo, cuya profesión, ya se sabe, predispone al ateísmo; son librepensadores, como corresponde a su formación científica. El padre parece, en medio de todo, una buena persona, que vive su profesión como un sacerdocio y atiende a sus enfermos lejanos en medio de la tempestad y la tormenta; sin embargo, se equivoca al educar a su hijo fuera de la religión católica; sin duda Pereda pensaba que el padre, a pesar de ser librepensador, debería educar a su hijo en contra de su conciencia. Por el tremendo pecado de no hacerlo así, Dios le castigará -a lo judaico- con la muerte de su hijo. Este científico es un botarate sin mucho fundamento; es cierto que Pereda le presenta como un gran científico que se hace doctor y que, incluso, da una conferencia en el Ateneo (cima de la cultura universal), donde obtiene gran éxito. Lo malo es que Pereda nos cuenta el discurso del doctor, que es ya el colmo. Pero veamos algunos retazos de su carrera:

«Ingresó en la Escuela de Medicina, adonde le llamaban sus aficiones, y no tardó en distinguirse entre todos sus camaradas de carrera por sus atrevimientos científicos, con más que puntas y ribetes de materialistas».


No se sabe qué quiere decir Pereda cuando habla del atrevimiento materialista en la ciencia; no tiene sentido, pero enseguida lo explica, se trata de unas conclusiones que nada tienen de científico, triviales y tópicas:

«Esta manía era buscar el alma, o el punto de su residencia, o siquiera sus huellas en el cuerpo humano; y no, ciertamente, porque le atormentase la sospecha de que en el suyo no la había, sino por tener la científica satisfacción de exclamar a la postre de sus ímprobas tareas: "¿Ven ustedes como todo esto es materia pura?" "¿Se convencen ustedes de que el hombre no es otra cosa que una bestia, con mejor instinto que otras, por obra y gracia de un poco más de fósforo en la mollera?" Por eso, no salía del anfiteatro; y allí cortaba, rajaba, pesaba y medía en los cadáveres de sus congéneres, como el ambicioso minero en las entrañas de la tierra, buscando el filón perdido».


Después de tan reveladores experimentos, concluye sus estudios de la siguiente manera:

«Gustábale como a cualquiera la fama; pero la quería merecida; y por merecerla, recorría y arañaba hasta los sótanos de la ciencia heterodoxa por cuyas lobregueces, llegó al extremo de sostener, a las barbas del claustro, congregado para ceñirle la amarilla borla, que el pensamiento y la voluntad son funciones cerebrales».


Nada de esto tiene sentido, ni ideológico ni científico, ni siquiera realismo. Pero lo peor del caso ocurre cuando el autor refuta al científico de opereta que nos ha enseñado:

«El buen sentido [...], complacíame en hacerle carantoñas y en remedar la voz de su conciencia para decirle, como ella le diría si Peñarrubia se hubiera decidido alguna vez a llamar las cosas por sus nombres:

Hay fenómenos palpables, cuyas causas, por muy elevadas, no penetrará jamás la razón humana. El conocimiento de esta verdad deja al hombre subordinado a una fuerza superior e inteligente, de la cual es hechura. Pero, como el hombre debe campar por sus respetos y vivir sin cortapisas, unos cuantos sabios y yo hemos convenido en dar por no hecho o no existente cuanto no explique la razón humana, o se oculte a la investigación científica. No toco, no veo el alma, aunque la siento en mí; pues la niego. No concibo al autor de las maravillas del universo, aunque las palpo y soy yo mismo una de ellas; pues lo niego. Me repugna declarar que existe un Creador con poder tan asombroso; pues otorgo ese poder y esa sabiduría a la materia vil, al átomo imponderable; es decir a algo que yo domine y esté bajo mis plantas, y no pueda meterse en mi conciencia para pedirme cuentas del uso que hago de una vida perecedera y de un espíritu inmortal que he recibido, sin saber de quién pero que, indudablemente, yo no he creado.

¡He aquí ilustre sabio, toda tu ciencia, desbrozada del fárrago sectario! Ahora, pavonéate con tu borla, y embriágate con el incienso de los aplausos.

A las cuales voces cerraba Peñarrubia los oídos, y saltaba por encima del obstáculo, no pudiendo separarle, y continuaba caminando sin volver los ojos atrás, para forjarse la ilusión de que no había en toda la senda un solo guijarro en que tropezar».


Todo esto es incongruente, vulgar y rastrero; nada de todo ello tiene el menor sentido ni el menor valor. Pereda no sabe qué es la ciencia, pero tampoco sabe qué es la filosofía, de manera que enjareta una sarta de disparates, a cual más chistoso, sin pies ni cabeza. La cosa tendría gracia si no fuera porque es malintencionada. La majadería del padre la hereda, corregida y aumentada, el hijo y es, en definitiva, reflejo fiel de la de Pereda que se inventa ese título para la tesis del joven: «La conciencia es un serie de fenómenos en el tiempo..., los hechos materiales y espirituales son producto de una fuerza única; todo se reduce a sensaciones: el milagro es imposible». Como comenta Clarín, «claro, hombre, si son fenómenos..., en el tiempo ha de ser», y sigue comentando en broma el título, especialmente la conclusión «el milagro no existe» porque ¿qué tiene que ver el milagro con todo lo demás del tema?; no se trata sólo de esto, es que, para la ciencia, por definición, no cuenta. Lo más claro es la ignorancia ideológica de Pereda, la pobreza de sus planteamientos, lo rastrero de su argumentación. Esta obra parece dar la razón a Clarín, cuando escribe sobre El buey suelto... «el aplauso inmoderado y prudente de amigos, correligionarios y paisanos va poco a poco, más deprisa que los méritos propios, colocando al simpático publicista donde, sin falta, ha de marearse. [...] Creo, con la opinión más común, que el señor Pereda sabrá siempre describir mejor que narrar; verá cuadros mejor que inventará planes». Es que aquí se coloca Pereda a la altura de Alarcón en El escándalo, la misma pobreza intelectual hay en ambos escritores; y ambos tratan de lo que no conocen ni saben.

Dados estos materiales, el resto de la novela es igualmente absurdo y arbitrario. Casalduero, en la edición de esta obra (Cátedra, Madrid, 1976) señala:

«Sotero es quien maneja a la gente, propagador de la calumnia por él inventada, el incitador a la Borrachera de Nastián, su hijo ilegítimo, para que fuerce a Águeda. Pereda exige que el refrán "de tal palo, tal astilla", se le aplique al doctor Peñarrubia y a su hijo Fernando. ¿Por qué no referirle al delincuente soberbio y a su hijo ilegítimo? Además, esta pareja tiene un destino opuesto al de los científicos. De ésta, quien muere es el hijo, en aquélla es el padre».


Quizá Pereda piense en dar un ejemplo de que también hay malos entre los católicos, y que también son castigados pero, al oponer las dos parejas, la confrontación pierde sentido. Parece que la tesis de Pereda es que los Peñarrubia, sobre todo el hijo, debería haberse convertido al catolicismo aunque no creyera en él; tesis que no tiene desperdicio. Sobre todo porque la Providencia en forma de calumnia se cruza por el camino de Fernando cuando va decidido a convertirse. Pereda le quita su oportunidad y le obliga a suicidarse. Todo esto para defender la religión. Y es que para Pereda, la religión no es una creencia, ni una fe, ni un absoluto, es un medio para mantener el orden social, y un consuelo.

En otros aspectos de la obra, podemos notar algunos detalles interesantes, referidos, como es habitual, a la naturaleza y a los tipos populares; aquella empieza a ser algo más que un simple elemento decorativo, empieza a adquirir sentido, como lo muestran estas palabras del narrador y de Águeda.

«Algunos viajes hechos por Águeda, oportunamente dispuestos por su madre, la permitieron comparar, a su modo, la idea que tenía formada del mundo con la realidad de él; y como ya para entonces la previsora maestra la había enseñado a leer en las extensas páginas del hermoso suelo patrio, convencióse la perspicaz educanda de que dice mucho menos la ciudad con sus estruendos, que la agreste naturaleza con su meditabunda tranquilidad. No exageraba su madre cuando le aseguraba, con un famoso novelista, que en todo paisaje hay ideas. ¡Cuántas encontraba Águeda entre los horizontes de su lindo valle!»


(Cap. VII)                


De esta descripción podemos señalar ya la belleza como un elemento esencial de la naturaleza, pero esta belleza tiene también un valor: dice más cosas que la ciudad y sin duda mejores, pues la ciudad es obra humana, mientras que el valle es obra divina; de aquí el sentido y las ideas que en su valle le proporciona a Águeda, frente a la ceguera de Fernando que en la naturaleza no saber ver más que materia. La contraposición está clara y es una de las razones por las cuales Pereda va intensificando el sentimiento de la naturaleza, hasta convertirla en un signo que remite a Dios. No se trata del lirismo místico mediante el cual determinados autores consideran que las criaturas, especialmente el ser amado, son una especie de escala por la cual el alma asciende hasta la luz divina. Algo hay de esto aquí pero despojado de la fuerza lírica, de la forma simbólica y del espiritualismo renacentista. Pereda sólo llega a la alegoría fosilizando o, si se quiere, escolastizando las correspondencias. A este respecto, podemos recordar el capítulo primero, el que lleva por título «Pateta» (el Peñarrubia padre) donde la descripción romántica de la tempestad y de las fuerzas naturales desatadas parece representar lo que es la razón «científica», natural, despojada del quid divinum cuyas aborrascadas existencias, arrebatadas por el torbellino de las pasiones, contrastan con la tranquila serenidad de lindo valle en que vive Águeda. Además, la hoz, verdadero leit motif de la novela, en el cual caerá despeñado el cadáver del suicida Fernando, representa el abismo que la religión abre entre los dos enamorados y al cual Águeda pronostica que caerá Fernando si intenta saltarlo; es el abismo que separa el mundo de los Peñarrubia del de Águeda.

En el mismo capítulo VII, encontramos estas palabras:

«Así está tendido al comienzo de un angosto y no muy largo valle, llano como la palma de la mano, así están distribuidos como en un dibujo de hábil artista, sus caseríos, sus huertas, sus arboledas y sus aguas».


Recordemos que también la Pardo Bazán comparaba un paisaje con el que podía haber creado «un pintor escenográfico de talento» y que Pereda habla de un «desorden ordenado», etc. Es la naturaleza, en nuestro caso, representativa de un alma fiel, cuando coincide con los perjuicios o normas abstractas. Los autores adaptan la naturaleza a una ideología o criterios, dogmáticos, y desde ellos la juzgan.

La polarización constante que es la novela, se observa también en otros aspectos, ya no naturalistas; los libros, por ejemplo. Frente a la confesión que lee la hermana de Águeda o los libros piadosos utilizados por ésta, veamos las lecturas de Fernando:

«¡Nada faltaba allí! A los tratados heréticos de Arnaldo de Villanova y Miguel Servet, médicos entrambos, seguían los materialistas del siglo pasado: Dupuis, Holbach, La Mettrie y Cabanis, y a estos y otros tales, los positivistas contemporáneos como Comte, Sittré, Stuart Mill, Bain, Herbert Spencer y algunos más ejusden fúrfuris; y en lugar de preferente y más al alcance de la mano, ostentábase la Antropogenia, de Haeckel; la Historia del desarrollo intelectual y los Conflictos, de Draper; Fuerza y Materia de Buchner; Pensamientos sobre la muerte, de Feurbach, y La razón pura, de Kant, con otras razones no menos al caso, de otros tales filósofos críticos».


(Cap. XVII)                


Es un pezzi di bravura que hoy nos hace sonreír pero ahí está, como prueba de lo que pueden las malas lecturas..., y de lo que sabe, aunque no conoce, el autor.

En cuanto a los personajes populares, está claro que Macabeo y Tasia, lo mismo que Bastián, están mucho mejor vistos y son más convincentes que el absurdo trío principal. Pero con esto entramos en los rasgos tradicionales de la narrativa perediana, especialmente por lo que se refiere a Macabeo, verdadero ejemplo de un servidor como debe ser: lo mismo que Águeda renuncia a su amor, Macabeo renuncia a todas sus riquezas, después de ser rechazado por Tasia, para quedarse a servir de por vida en casa de sus amos. Como debe ser.

La novela, en conjunto, y en resumen, es un pequeño fracaso y un grave retroceso respecto a las cotas alcanzadas ya por Pereda. Además, es muy pesada y aburrida.

El sabor de la tierruca (1882). Fernández Montesinos escribe sobre esta novela, en mi opinión de lo mejor de Pereda, lo siguiente:

«O porque él mismo se diera cuenta del poco éxito de su tentativa, o porque se convenciese de que Dios no le había llamado por el camino de la controversia, el novelista no reincidirá en obras de tesis como De tal palo, que pronto habían de cansar también a los otros novelistas y al público. La familia de León Roch, última de las que Galdós clasificaba como de su primera época, todas más o menos tendenciosas, salió a la luz en 1878, antes, por tanto de publicarse De tal palo, tal astilla. Nunca ocultará Pereda sus convicciones -y ya veremos lo que puede haber de tesis implícita en otras novelas-, pero aunque sigan informando sus libros, no hará de su defensa el tema central de ninguna. Así puede afirmarse sobre todo del mejor de los que escribe en esta época, y uno de los más famosos entre los suyos, El sabor de la tierruca, fechado en Polanco en octubre de 1881».


(Pereda, pág. 115)                


Es una novela idílica en la que Pereda cierra su mundo a cualquier influjo exterior e, incluso, a cualquier sistema. La obra presenta una serie de elementos: personajes, dichos anecdóticos, paisajes, etc..., como realidades aisladas, cuyo valor no depende de la función que cumple en un sistema, sino de su propia existencia. De esta manera, los elementos pierden en realidad lo que ganan en poesía y belleza: es la creación de un mundo mágico, a medio camino entre la realidad y la fantasía, donde como corresponde a este tipo de planteamientos, lo irracional se escapa hacia una indeterminación sentimental.

La única amenaza para este mundo es «lo otro», la realidad y la razón que se identifica con «lo de fuera». Ese aire de rememoración ideal, poética y subjetiva, casi como un capricho o fantasía montañesa, se revela incluso en los títulos de los capítulos: «Égloga», «Apuntes para un cuadro», «Una deshoja», «Retazos», «Rebanaduras». En ellos se ve perfectamente la ausencia de plan: el poeta se da a vagar por el recuerdo y reúne lo que en cada momento le impresiona o le llama la atención. Recuerda, en este aspecto, la técnica costumbrista: la novela hilvana someramente una serie de cuadros o tipos, eso sí, muy trabajados y cuidados en el aspecto descriptivo. Lo que más llama la atención de este libro, y quizá lo que le presta ese encanto especial entre los de Pereda, es la libertad de que hace gala el autor, escribe lo que le gusta, sin cortapisas, como si estuviera -que lo está- en su casa, y sin preocuparse de doctrinas ni moralejas, ya que la ideología es simplemente un motivo pintoresco más, de tan extremado e irreal como resulta: es un rasgo típico, curioso, que caracteriza a los tipos descritos pero no condiciona la novela, que no trata de probar ninguna tesis. Cuenta cosas, simplemente.

Un ejemplo de esta actitud lo tenemos ya en la descripción con que empieza la novela:

«La cajiga aquella era un soberbio ejemplar de su especie: grueso, duro y sano como una peña; el tronco, de retorcido veta, como la filástica de un cable; las ramas, horizontales, rígidas, potentes, con abundantes y entretejidos ramos; bien picadas y casi negras las ásperas hojas; luego otras ramas, y más arriba, otras, y cuanto más altas, más cortas, hasta concluir en débil horquilla, que era la clave de aquella rumorosa y oscilante bóveda.

Ordinariamente, la cajiga (roble) es el personaje bravío de la selva montañesa, indómito y desaliñado. Nace donde menos se le espera: entre zarzales, en la grieta de un peñasco, a la orilla del río, en la sierra calva, en la loma del cerro, en el fondo de la cañada... En cualquier parte.

Crece con mucha lentitud; y como si la inacción le aburriera, estira y retuerce los brazos, bosteza y se esparranca, y llega a viejo dislocado y con jorobas; y entonces se echa el ropaje a un lado y deja el otro medio desnudo. Jamás se acicala ni se peina, y sólo se muda el vestido viejo cuando la primavera se lo arranca en harapos para adornarle con el nuevo; le nacen zarzas en los pies, supuraciones corrosivas en el tronco, musgo y yesca en los brazos, y se deja invadir por la yedra, que le oprime y le chupa la savia. Esta incuria le cuesta enfermedad de algún miembro, que, al fin, se le cae seco a pedazos, o se le amputa con el hacha el leñador; y en las cicatrices, donde la madera se convierte en húmedo polvo, queda un seno profundo, y allí crecen el muérdago y el helecho, si no le eligen las abejas por morada para elaborar ricos panales de miel que nadie saborea. Es, en suma, la cajiga un verdadero salvaje entre el haya ostentosa, el argentino abedul, atildado y geométrico, y el rozagante aliso, con su cohorte de rizados acebos, finas y olorosas retamas y espléndidos algortos.

Pero el ejemplar de mi cuento era de lo mejorcito de la casta; y como si hubiera pasado la vida mirándose en el espejo de su pariente la encina, parecíase mucho a ella en lo fornido del cuerpo y en el corte del ropaje. Alzábase majestuoso en la falda de una suavísima ladera, al mediodía, y servíales de cortejo espesa legión de sus congéneres, enanos y contrahechos que se extendían por uno y otro lado, como cenefa de la falda, asomando sus jorobas mal vestidas y sus miembros sarmentosos entre marañas de escajos y zarzamoras.

Más fino lo gastaba el gigante, pues asentaba los pies en verde y florido césped, y aún los refrescaba en el caudal, siempre abundante y cristalino, de una fuente que a su sombra nacía, y que el ingenio campesino había encajonado en tres grandes lastras, dejando abierto el lado opuesto al que formaba la natural inclinación del terreno, para que saliera el agua sobrante y entraran los cacharros a llenarse de la que necesitaban, etc.»


Todo esto, que continúa todavía, es libre; nada tiene que ver con tesis ni argumentos.

Pedro Sánchez se acabó de escribir en Polanco, en 1883. Con esta novela inaugura Pereda un nuevo camino en lo que respecta al tema de la novela y, consecuentemente, a su tratamiento. Es un asunto típico de la novela decimonónica, con algunos recuerdos balzaquianos; trata del joven provinciano que abandona el medio familiar para buscar el éxito en la corte, donde le espera el triunfo, primero; el fracaso, después. En nuestras letras podemos reconocer el mismo asunto en La Gaviota de Fernán Caballero, en La Fontana de Oro de Galdós, o en Las ilusiones del doctor Faustino de Valera, entre otras; es curiosa la coincidencia entre muchas novelas de Valera y Pereda aunque, por supuesto, el tratamiento sea radicalmente distinto, lo mismo que las soluciones y las causas de ellas. Pero, dejando esto, señalaré que el planteamiento de Pedro Sánchez guarda una relación muy estrecha con otras novelas del mismo Pereda y con sus preocupaciones morales. Notaremos, por ejemplo, que se trata de un planteamiento simétrico -y opuesto- al que nos tenía acostumbrados: si en Gonzalo González de la Gonzalera, por ejemplo, el conflicto se producía al irrumpir un «cortesano» en la escena campesina, ahora es el provinciano quien entra en un medio urbano; por otra parte, si Pedro Sánchez resulta seducido por los cantos de sirena de la corte, pronto encontraremos al joven madrileño que es conquistado por la belleza de la montaña santanderina, por la Naturaleza, me refiero a Peñas Arriba, donde también tiene su parte en el cambio, como en Pedro Sánchez, el sentimiento amoroso. A este respecto, y aunque sea apartarnos un tanto de nuestro tema, no estaría de más reflexionar sobre el papel que la mujer juega en ésta y otras obras de Pereda. Me refiero al hecho de que son ellas siempre las que dirigen el juego, tanto para elevar al hombre como para hundirlo; hecho que resulta tanto más curioso cuando pensamos que el planteamiento erótico es por completo ajeno a Pereda. Por otra parte, tenemos que la visión de Pereda en este asunto no es algo excepcional, prácticamente todos los novelistas de la época que nos ocupa actúan de la misma manera: la mujer es mucho más fuerte y hábil que el hombre, quizá con la única excepción de las novelas de doña Emilia Pardo. Cuando hay conflictos religiosos o, simplemente ideológicos, la mujer representa siempre el papel tradicional, el catolicismo o el conservadurismo (excepción hecha de La Pródiga alarconiana, por las razones que ya vimos); nunca se da el caso de que sea el hombre el católico y la mujer sea librepensadora, judía..., o liberal. Lo que no deja de ser significativo.

Volviendo a Pedro Sánchez, en relación con la ideología de Pereda, podemos ver esta novela como un caso más de oposición campo/ciudad, esquema que vertebra toda la producción de nuestro autor, directa o indirectamente. Hay también mucho de ese pseudodeterminismo que ata al hombre a su lugar de origen: el que cambia de medio, fracasa. Así, Pedro Sánchez, que hubiera sido feliz en su tierra, entre los suyos, fracasa al trasterrarse para entrar en un mundo que no es el suyo. Sólo recobrará la paz espiritual -lo otro es ya irrecuperable- cuando vuelva, arrepentido y cansado, a la aldea que le vio nacer. No obstante, en esta novela, Pereda se muestra extrañamente comprensivo para con Pedro Sánchez y para con la sociedad cortesana, sin que por ello deje de condenar a uno y otra. Algo de esta simpatía existía ya en De tal palo, tal astilla cuando parecía compadecerse de los sufrimientos de Fernando, del «pobre chico», como le llamaba en algunas ocasiones. Parece como si de alguna manera aceptara Pereda la existencia de una corte, de cortesanos y de librepensadores en su esfera propia de actuación; lo que ahora le preocupa y rechaza de plano es que ese mundo interfiera en el idílico, o que el idílico trate de cambiar la naturaleza que le es propia. Pedro Sánchez es un ejemplo de la segunda posibilidad. La acción de Pedro Sánchez transcurre en la década de los años cincuenta, sobre el trasfondo político que desembocará en la revolución del 54, mucho más moderada que la del 68, la que da lugar a la historia contada en Don Gonzalo González de la Gonzalera, como vimos. La atenuación de los planteamientos es, en este caso, perfectamente visible; quizá se deba a que Pereda recuerda su propia experiencia de juventud, cuando marchó a Madrid para ser artillero, reconozca en los errores de Pedro Sánchez los que él mismo cometió, y los que pudo fácilmente haber cometido; hay como una cierta disculpa para los errores propios, tanto reales como virtuales. En esta moderación quizá influya también el hecho de que por primera vez Pereda sale de su ambiente regional para situar los hechos en un medio ajeno, que conoce mal; no quiere que los críticos le cojan en un renuncio grave.

Por todo esto no creo que en la decisión de escribir Pedro Sánchez pesara en el santanderino el párrafo que doña Emilia Pardo Bazán le dedica en La cuestión palpitante. Sí pesará, y mucho, en La Montálvez, donde Pereda sale absolutamente de sus planteamientos, y lo hace con una furia y saña digna de mejor causa; como un desafío aceptado, y perdido. Ahora no, ahora parece que Pereda se limita a trazar un cuadro más del vasto panorama general que constituye su mundo, dentro de la normal dialéctica campo/ciudad, que ya vimos. Es otro caso del planteamiento general expuesto en Peñas Arriba, esto es, la incompatibilidad de dos mundos; incompatibilidad demostrada con toda una serie de supuestos, sociales (Don Gonzalo...) o particulares (De tal palo...) en una dirección (importación) o en otra (salida del pobre Pedro). De esta manera, aunque la Pardo Bazán hubiera influido en el tema de la novela, lo cierto es que, por ahora, no hace saltar los esquemas del autor.

Pedro Sánchez es una novela en forma de autobiografía. A propósito de esto, escribe Montesinos:

«Al aparecer el libro, impresionados los críticos por esta técnica, ya inusitada, de libro de memorias, y por el hecho de que las frecuentes y violentas vicisitudes del héroe, pusieron a Pedro Sánchez en la línea directa de novela de abolengo picaresco; como decía la Pardo Bazán, "se pronunció el nombre de Gil Blas", hubiera debido decir más exactamente que lo pronunció ella pues en su artículo citado insistió con toda latitud sobre la genealogía del libro perediano. Pero entre tanto había surgido en España un género de novela en que las memorias personales e históricas se ofrecían en interesantes maridaje y que rara vez se ha visto mencionado en conexión con Pedro Sánchez; género que Pereda no pudo desconocer, pues tan cerca se hallaba del que entre nosotros hubo de aclimatarlo: aludo a los episodios nacionales [...]. Por fin, Cossío ha puesto los puntos sobre las íes. En su excelente prólogo a la edición de Pedro Sánchez publicada por Clásicos Castellanos se recalca acertadamente ese parentesco literario».


(Pereda, pág. 140, y nota)                


Parece más que posible, probable la influencia, en este aspecto, de Galdós sobre Pereda, pero la influencia es de corta duración ya que sólo afecta a la obra que estamos tratando; si lo hay, se manifestaría también en algunos detalles, como por ejemplo, el nombre dado a la protagonista, Clara, que coincide con el de la heroína de La Fontana de Oro, aunque sea muy otro su carácter; obra con la que coincide también en tantos otros aspectos argumentales. No debemos olvidar, sin embargo, lo que Pedro Sánchez tiene de novela autobiográfica en cuanto recoge muchas de las experiencias del Pereda joven; lo mismo que La Pródiga o Las ilusiones del doctor Faustino recogen las de sus respectivos autores. Por otra parte, la progenie picaresca de Pedro Sánchez no hay que echarla en saco roto, especialmente por lo que respecta a la perspectiva elegida: me refiero a que el narrador es el Pedro Sánchez viejo y desengañado, que no se siente solidario en absoluto con su vida pasada, sino que la observa de manera crítica, desde una actitud moral: la escribe para que sirva de ejemplo y de escarmiento a los lectores. El recuerdo de Guzmán de Alfarache se impone al lector. El desengaño y el arrepentimiento están presentes en ambos libros, lo que no ocurre en los Episodios Nacionales de Galdós.

Para acabar, Pedro Sánchez, como tantas otras novelas de Pereda, ofrece una organización que recuerda en cierto modo, la de obras teatrales; es sabido que el santanderino, cuando joven, tuvo una fuerte afición al teatro y que, incluso, realizó algunas incursiones en la literatura dramática que no fructificaron por el escaso éxito obtenido. La novela que nos ocupa tiene una clara división tripartita; en la primera parte trata el autor de los primeros intentos, de la integración en la sociedad madrileña y del ascenso hacia la cumbre; en la segunda describe Pedro Sánchez su éxito; éxito que, ahora, parece más apariencia que realidad. Por último, en la tercera parte se cuentan la decadencia y fracaso final del cortesano. Los personajes son un tanto tipificados y arbitrarios, pero como es el protagonista quien cuenta, todo esto podemos verlo como un reflejo de su personalidad, de la forma subjetiva que adopta la novela. A esta técnica narrativa podemos achacar también la indudable melancolía que emana de la novela: es la melancolía del Pedro Sánchez viejo escribiendo sobre las ilusiones del Pedro Sánchez joven; es la melancolía de Pereda cuando rememora aquella época de su propia juventud.

Sotileza, novela acabada en Santander, en 1884, apareció en forma de libro al año siguiente. Con la novela anterior, Pereda había obtenido un gran éxito de crítica; creo, sin embargo, que el éxito no estaba motivado tanto por los valores intrínsecos de la obra como por el cambio que suponía en la trayectoria del autor que, por vez primera, se decidía a sustituir el regionalismo campesino por el medio urbano. Esto es lo que, sobre todo, alabaron los críticos al reseñar la novela. Afianzado por su excursión ad aliena castra, Pereda vuelve más tranquilo, fortalecido, a sus lares. Hay en esto como un desplante por el que muestra su desprecio ante un tipo de empresa lograda al primer intento. Esto es lo que al menos parece indicar el prólogo y dedicatoria que Pereda coloca al frente de Sotileza, prólogo en el que leemos cosas como éstas:

A mis contemporáneos de Santander que aún vivan

«Así Dios me salve como no he pensado en otros lectores que vosotros al escribir este libro. Y declarado esto, declarado queda, por ende, que a vuestros juicios le someto y que sólo con vuestro fallo me conformo.

Perdone, pues, la crítica oficiosa si, por esta vez, la pierdo el miedo [...], porque, al fin y a la postre, lo que en él acontece no es más que un pretexto para resucitar gentes, cosas y lugares que apenas existen ya, y reconstruir un pueblo, sepultado de la noche a la mañana durante su patriarcal reposo, bajo la balumba de otras ideas y otras costumbres, arrastradas hasta aquí por el torrente de una nueva y extraña civilización [...], porque lo que se busca, en una palabra, es que reaparezcan aquí aquellas generaciones con los mismos cuerpos y almas que tuvieron.

Y tratándose de esto ¿a quién, sino a vosotros, que la conocisteis viva he de conceder yo la necesaria competencia para declarar con acierto si es o no su lengua la que en estas páginas se habla; si son o no sus costumbres, sus leyes, sus vicios y sus virtudes, sus almas y sus cuerpos los que aquí se manifiestan? ¿Y quién sino vosotros, podrá suplir con la memoria fiel lo que no puede representarse con la pluma: aquél acento con la dicción pausada; aquél gesto ceñudo sin encono; aquél ambiente salino en la persona, en la voz, en los ademanes y en el vestir desaliñado? Y si con todo esto que yo no puedo representar aquí, porque es empresa superior a las fuerzas humanas, y con lo que os doy representado, resultan completas, acabadas y vivas las figuras, ¿quién, sino vosotros, es capaz de conocerlo? Y si lo conocéis y lo declaráis así ¿qué aplauso puede resonar al fin de mi tarea que mejor me cure del espanto de haberla acometido?»


A esto sigue una serie de ataques contra los que creen que sólo se puede hacer una novela urbana o poco menos, como Pedro Sánchez, lo que indica que Pereda se tomó los elogios a esta novela dirigidos casi por ataques contra las otras suyas, y contra su tierra natal que ahora vuelve por sus fueros. También ataca a los que le comparan con los Naturalistas y tratan de encuadrarlo en una escuela de este tipo.

Como se ve, Pereda, en esta novela, vuelve -o trata de volver- a sus antiguos modos, a describir cuadros y tipos, que ahora corresponderían a la vida marinera. Por otra parte, vuelve a confundir verosimilitud literaria con verdad objetiva: algo así como si Sotileza fuera un documento, un estudio, más que una novela. Se trata de fijar lo que ya es conocido por los lectores, antes de que el tiempo borre esos recuerdos de sus memorias; si esto fuera así, podríamos interpretar la obra como un rito o ceremonia de autoafirmación y reconocimiento mediante el cual una comunidad determinada estrecha los lazos que la constituyen e intensifica sus rasgos específicos, distintivos... Pero, al final, la novela lleva un glosario de los términos más castizos ¿para qué, si sólo se dirige la novela a los que ya conocen el sentido de esa palabras? Creo que, en consecuencia, el prólogo puede considerarse, respecto al lector ajeno (y aun al propio) como una inducción realista, como un medio para interesar al lector en el asunto. Esto es así haya o no haya intencionalidad.

El desafío que es el prólogo de Pereda se extiende a la novela misma: en ella se pinta su mundo, el mundo de los marineros santanderinos, seguramente como contraste al mundo civilizado y decadente de Pedro Sánchez. El desplante consiste en no embellecer ni idealizar este medio, en mostrar la misma sinceridad cuando describe su sociedad que cuando describía la ajena; de este modo una y otra resultan reforzadas. Pereda no oculta nada, como escribe Clarín:

«En Sotileza, el hambre, la miseria, la basura, la fealdad, la estupidez, la legaña, el pringue, el trapo sucio, los zapatos rotos, los pies descalzos, el paño mugriento, cuanto es patrimonio del pobre, aparece en su lugar correspondiente, sin escrúpulos de monja, ni gacetillero idealista, sin amaneramiento, ni en son de desafío, ni por nada que sea afectación, sino traído por la necesidad, por la lógica de lo real, ley suprema de la Naturaleza y de Pereda».


El desafío existe, sin duda, aunque Clarín no lo vea. Entre otras cosas, existe por publicarse esta novela inmediatamente después de Pedro Sánchez; con Sotileza Pereda parece decirnos que su región, a pesar de la pobreza y la mugre, es preferible al refinamiento cortesano, que la naturaleza es más bella que la civiltá y que, además, es mejor escuela para crear hombres dignos. Aún hay más, me refiero a la historia o argumento que Pereda monta sobre ese escenario, que, en palabras de Hurtado y Palencia es la siguiente:

«Silda, niña huérfana de un pescador de Santander, vive recogida por otros pescadores, Michelín y Sidora, a quienes protege el cabildo de Arriba contra las malas lenguas de otras vecinas, las de Mocejón. Insensible y fría de carácter, por su limpieza y pulcritud es apodada Sotileza. Entre sus amigos de correrías se distinguen Muergo, muchacho sucio y monstruoso de feo, y Andrés, arrogante mozalbete, hijo de un capitán de barco, empleado en el escritorio en casa del armador de su padre, aunque todas sus aficiones van por la marina. Como el padre de Andrés compre a Michelín una barca, las de Mocejón lo echan a mal por la amistad de Andrés y Sotileza. De ésta andaba enamorado Cleto, hijo de Mocejón, que para declararse acude a los buenos oficios del padre Polinar, fraile exclaustrado, caritativo hasta el extremo de dar en una ocasión a Muergo sus calzones, y en otra, su cena a un pobre, por no tener otra cosa.

Andrés, aunque se aleja de Sotileza para evitar la murmuración de sus vecinas, se fija en su hermosura, y cierto día trata, casi inconscientemente, de abrazarla, siendo rechazado por ella. Las pretensiones de Cleto, expuestas por él y por el padre Polinar, no son oídas por la pescadora, que distingue claramente al monstruoso Muergo, aunque también lo tiene que poner a raya. Y como Andrés quisiera sincerarse con Sotileza, sus amigas las de Mocejón les cierran la puerta y arman un escándalo monumental que repercute hasta en la familia de Andrés y en la de su jefe, cuya hija, Luisa, está enamorada del mozo. Este huye de casa, va a pescar y la barca es sorprendida por la galerna, salvándose milagrosamente (muere Muergo); Sotileza se aviene a casarse con Cleto. Andrés prepara su boda con Luisa».


Vemos que en este argumento hay tres motivos principales, todos ellos relacionados con problemas tratados por Pereda en otros lugares. Quizá el primero y principal de los tres sea el determinismo naturalista, referido Sotileza, Pereda coloca a su heroína en un medio sucio y mugriento, en el que no ahorra adjetivo que lo recalque ni sustantivo que defina la realidad; tanto es así que Clarín compara esta novela con las de Zola, especialmente el capítulo titulado «las hembras de Mocejón», tan bueno -dice Clarín- como los mejores de L'Assommoir de su clase. En este ambiente, pues, coloca el autor a una niña cuyo carácter no aparece definido de una vez (tipificado), ni cambia de actuación de manera arbitraria; por el contrario, Sotileza va formando poco a poco su carácter en ese mundo, creciendo en él. Dada esta situación y como es lógico, Sotileza no es una «señorita», ni su carácter es normal, ya que, como señala Menéndez Pelayo, «todos los instintos de su rebelde y altiva naturaleza han recibido desde el principio una dirección muy extraña, merced a aquella vida errabunda de playa de muelle de las Naos en que gastó sus primeros años», uno de esos rasgos extraños en su aberración fisiológica de preferir a Muergo frente a todos los demás muchachos: Menéndez Pelayo no cree que se trate de determinismo sino de un capricho femenino. Sea lo que sea, lo cierto es que la inclinación está ahí, y que concuerda con la no menos aberrante educación recibida. Ahora bien, el determinismo puede afectar a las «aficiones», que son libres, en definitiva, pero no afecta a la conducta moral, pues Pereda «logra conservar a la heroína la más arrogante y señorial castidad desde el principio hasta el fin de la obra» (Menéndez Pelayo); en efecto, es limpia de cuerpo y alma, a pesar de moverse sobre un lodazal. Pereda ha montado un escenario, unos planteamientos naturalistas para negarlos en lo fundamental. Merece la pena recordar ahora a Amparo, la protagonista de La Tribuna, que sucumbe a la tentación, seducida por un señorito con quien espera casarse; frente a ella, Sotileza rechazará a Andrés, y lo que él supone, lo mismo que rechaza a Muergo, al que quiere. Es, pues, una negación rotunda al determinismo naturalista, realizada desde las propias posiciones de éste. Pero hay también otro aspecto, el segundo motivo de que antes hablábamos.

En otra obra sí parecía defender Pereda el determinismo causado por la herencia y la educación, recordemos el caso de Fernando en De tal palo tal astilla. Y volverá a hacer un planteamiento parecido en La Montálvez. Notemos que, en ambos casos, se trata de una educación «cortesana», realizada por los hombres, y por hombres infectados de modernismo. En el caso de Sotileza no ocurre lo mismo, la educación (si así podemos llamarla) es el resultado de la vida libre en contacto con la Naturaleza, mejor madre que la de Los pazos de Ulloa y mejor educadora que un médico librepensador y ateo, o que una dama sin moral ni costumbres, unida a un ambiente insano. Por supuesto que esto es una afirmación de la moral natural, que se impone, si el individuo es sano y decidido, a cualquier solicitación por peligrosa que parezca. A la postre, lo que triunfa es lo que debe ser: el orden natural que se aplica no sólo al comportamiento individual en el terreno de lo religioso, sino también en el orden social. Y cuando los hombres no son capaces de adaptarse a él, porque la carne es débil, allí está la Providencia divina, disfrazada de Naturaleza, para poner las cosas en su sitio y que cada oveja vaya con su pareja. Es éste el tercer motivo, el que explica la presencia e importancia, de Andrés que tanto sorprendía a Clarín en su crítica a esta novela. La galerna, la extraordinaria galerna del capítulo XXVIII, como apoteosis de la vida marinera, es la mano de la Providencia. Bien lo ve el alocado Andrés en tal situación.

«Y viéndolos a todos así, llegó a ver a Mules; y viendo a Mules, se acordó de su hija (Sotileza); y acordándose de su hija, por una lógica asociación de ideas llegó a pensar en todo lo que le había pasado y fue causa que él se viera en el riesgo en que se veía. Y entonces a la luz que sólo perciben los ojos humanos en las fronteras de la muerte, estimó en su verdadera importancia aquellos sucesos, y se avergonzó de sus ligerezas, de su insensatez, de sus ingratitudes, de su última locura, causa, quizá de la desesperación de sus padres; y volvió su mortal naturaleza a reclamar sus derechos; y amó la vida; y le espantaron de nuevo los peligros que corría en aquel instante; y temió que Dios hubiera dispuesto arrancársela de aquel modo en castigo de su pecado [...]. Andrés, empuñando su remo; clavados su pies más que asentados, en el panel de la lancha; luchando y viendo luchar a sus valerosos compañeros, con esfuerzo sobrehumano, contra la muerte que los amenazaba por todas partes, comenzaba a sentir la sublimidad de tantos horrores juntos, y alababa a Dios delante de aquel pavoroso testimonio de su grandeza».


Esta galerna que pone a Andrés en su sitio como hombre y como timonel de los marineros, como director del pueblo llano (esto le corresponde), le hace ver lo absurdo de sus pretensiones sobre Sotileza: él pertenece a otra clase, y debe cumplir con su obligación. Esta galerna, en la que se ahoga Muergo, acaba de resolver el problema de Sotileza, que acaba aceptando a Cleto, no por amor, atracción ni otras causas semejantes, lo hace porque es su obligación:

«-¿Creen ustedes -preguntó sin altanería, pero con gran entereza-, que eso que desean es lo que conviene a todos?

Y todos respondieron, unísonos, que sí.

-Pues que sea, concluyó Silda solemnemente, etc».


Este es, a mi entender, el sentido y la lección última de Sotileza.

Naturalmente, sobre esto habría que señalar la nunca desmentida capacidad de Pereda para describir tipos, para reproducir sus diálogos con toda naturalidad y decoro. La exactitud y precisión con que en esta novela utiliza los tecnicismos marineros; la grandeza en algunos casos de intención épica con que describe este mundo, etc. Pero todo esto es algo señalado mil veces al describir de la prosa perediana. Por acabar, reproduzco un párrafo, señalado por Montesinos como ejemplo de un tipo de expresividad notable:

«Cada cucharada de Mocejón parecía un carro de hierba. Solamente la mujer le aventajaba, no sólo en cargarla sino en descargarla en su boca, que le salía al encuentro, con los labios replegados sobre las mandíbulas angulosas y entreabiertas y los dientes oblicuos hacia afuera, como puntas de clavos roñosos...»


La Montálvez aparece en forma de libro en 1888. Con esta novela trata Pereda, animado por el éxito de Pedro Sánchez, de dar cumplida respuesta a doña Emilia Pardo y a cuantos críticos opinaban como ella. En La cuestión palpitante, la Pardo Bazán había escrito:

«Puédese comparar el talento de Pereda a un huerto hermoso, bien regado, bien cultivado, oreado por aromáticas y salubres auras campestres, pero de limitados horizontes: me daré prisa a explicar esto de los horizontes, no sea que alguien lo entienda de un modo ofensivo para el simpático escritor. No sé si con deliberado propósito o porque a ello le obliga el residir donde reside, Pereda se concreta a describir y narrar tipos y costumbres santanderinas, encerrándose así en breve círculo de asuntos y personajes. Descuella como pintor de un país determinado, como poeta bucólico de una campiña siempre igual, y jamás intentó estudiar a fondo los medios civilizados, la vida moderna en las grandes capitales, vida que le es antipática y de la cual abomina; por eso califiqué de limitado el horizonte de Pereda, y por eso cumple declarar que si desde el huerto de Pereda no se descubre extenso panorama, en cambio el sitio es de lo más ameno, fértil y deleitable que se conoce.

[...] Pereda traza con amor los perfiles dejándolos, labriegos y mayorazguetes de aldea, gente sencilla, apegada a lo que de antiguo conoce, rutinaria y sin muchos repliegues psíquicos».


(Cit. pág. 174)                


En esta respuesta a la justísima crítica de doña Emilia, Pereda no consigue otra cosa que darle la razón a la autora de La cuestión palpitante. Esta vez Pereda se ha lanzado a una empresa superior a sus fuerzas, o mejor, distinta. Para empezar, Pereda no conoce el ambiente que describe; sabe de oídas, algo de él, pero no lo entiende. En el caso de Pedro Sánchez, nuestro autor echa mano de sus recuerdos de juventud y, en definitiva, el personaje principal es paisano suyo, de manera que la perspectiva puede ser correcta, favorecida por la forma autobiográfica, como vimos. En el caso de La Montálvez, el planteamiento ya no es el mismo, la realidad social es exclusivamente urbana y, además, aristocrática; los personajes pertenecen a ese mundo, de manera que son solidarios con él, o deberían serlo; esto es, lo ven desde dentro, no desde fuera, como Pedro Sánchez y como el mismo Pereda.

Parece como si Pereda, con La Montálvez, quisiera ir alternando lo que pudiéramos llamar novelas urbanas con las novelas santanderinas, de huerto. Y esto no sólo para demostrar que puede «hacer otra cosa», también -creo- para ir mostrando las dos caras de la moneda social, para contrastar un mundo con otro y señalar así las diferencias, la superioridad del suyo. Es el caso, por ejemplo, que en contraste con la verdadera libertad de Sotileza volvemos a encontrar aquí el cuasi determinismo naturalista. Si en De tal palo, tal astilla era el padre quien determinaba, con la educación que da a su hijo, la ruina de éste, en La Montálvez la decadencia moral de la protagonista se debe principalmente al ambiente, a las malas compañías y ejemplos ya que los padres apenas se ocupan de ella. Notaremos, pues, que es, casi exactamente, el planteamiento de Sotileza, aunque en el caso de ésta el final sea feliz porque las compañías, los ejemplos y los que hacen de padres son muy otros; es cierto que no vemos el proceso psicológico mediante el cual las condiciones ambientales forman e influyen en ambos caracteres, pero esto, para Pereda, es lo de menos: él presenta hechos, no análisis; datos, no explicaciones, y las cosas son así, ya se sabe..., por estas fechas ya había aparecido La Regenta (1885) si necesario era demostrar que las lecturas, el ambiente urbano, etc., lleva a esos resultados.

La afición de Pereda a los hechos, o su incapacidad para la reflexión conceptual, para el análisis, es lo que, en mi opinión, explica la forma adoptada por el autor al escribir La Montálvez. En esta obra se supone que el autor dispone de las memorias de la protagonista, memorias que, según los casos, transcribe, resume o comenta. Recuerda bastante la práctica de, por ejemplo, Alarcón cuando «autoriza» sus escritos con pruebas, esto es, con cartas, testimonios directos, etc., lo que, por supuesto, nada tiene que ver con la novela epistolar, con Pepita Jiménez. Resulta curioso que, en un diario, las reflexiones, cuando las hay, sean tan poco introspectivas, tan poco íntimas y reveladoras de lo que ocurre en el fondo del alma. Pero es que Pereda es incapaz de inventarse esas cosas: para aceptar la subjetividad de otra persona y poderla presentar como algo objetivo, real quiero decir, debería empezar por verse a sí mismo de la misma manera, como una opción dentro de otras muchas, como una subjetividad. Y esto no, Pereda, cree que sus convicciones, sus creencias, su forma de ver las cosas es lo real, lo objetivo, y lo bueno; en consecuencia, los demás ven lo mismo que él, pues la realidad es una sola, pero se lo niegan a sí mismos, hacen trampas, en una palabra. Recordemos a este respecto la interpretación que Pereda hace de cuáles eran los verdaderos pensamientos, en el fondo, del doctor Peñarrubia en De tal palo, tal astilla: si no los reconocía y los aceptaba, era por orgullo, por soberbia o por otro pecado semejante. Así no se puede hacer novela, o sólo se puede hacer un único tipo de novela con un único tipo de personajes, si se quiere que resulten mínimamente convincentes.

Desde esa perspectiva, Pereda, en La Montálvez, no va a explicar, ni siquiera a describir, cómo es un mundo y unas personas; va a comparar las desviaciones, que muestra respecto a la ley, a la norma que, por supuesto, es él. Desde este punto de partida, desde estas bases, la novela se plantea constantemente como un juicio donde los acusados, por definición, son merecedores de la condena pública. Es lo lógico si pensamos que Pereda está describiendo algo distinto a lo que debe ser; y lo describe, precisamente, porque es diferente o, lo que es lo mismo, porque es malo. La Marquesa de Montálvez lo sabe, como lo prueba su testimonio escrito, su diario, de manera que la cosa no tiene ni que discutirse, Por ello, desde el primer momento, el autor ataca, define, condena sin preocuparse de aportar pruebas, esto es, sin que veamos a los acusados actuar por su cuenta y riesgo, sin que se nos den sus pensamientos, motivos, deseos...

Pereda organiza el relato en contrastes nítidos de blanco y negro, de buenos y malos, en una polarización absoluta. Por otra parte, como nuestro autor no conoce el «gran mundo» dentro del que se mueve la Montálvez, se ve obligado a dar por cierto lo que conoce de oídas y desde fuera, fundamentalmente lo que está más a la vista, el lujo, la riqueza, el derroche de dinero, sin penetrar más allá de la superficie. No es extraño, pues, que ante la sociedad de guante blanco Pereda reproduzca la visión que de ella dan los folletines: un asombro un tanto paleto que, por desgracia, no reproduce la perspectiva de la protagonista, para quien todo eso era normal.

Bajo esa apariencia brillante y deslumbradora, la protagonista y el autor nos van descubriendo un fondo de inmoralidad y corrupción generalizado; con esto continuamos en aquella vieja ley del contraste que caracteriza a los escritores moralistas de nuestro barroco y tan bien explotada en el siglo XIX por los autores de folletines: es un planteamiento sobre falso -por absoluto-, demagógico mediante el cual se trata de halagar al «pueblo»..., y de engañarle, en definitiva, haciéndole creer que es patrimonio suyo la honradez y la virtud. A lo mejor así se consuelan de la falta de dinero. Por supuesto, Pereda no trata de engañar a nadie, parece creer de buena fe todo lo que cuenta; pero lo crea o no, el hecho es que su novela entra dentro del género al que hemos aludido antes. En este tipo de novela que hurta los verdaderos problemas, sustituyéndolos por una sentimentalina moralizante y falsa, destaca, junto al Pereda de La Montálvez, el jesuita P. Coloma, autor de una divertida -hoy- novela, cuyo título es Pequeñeces.

Después de publicar La Montálvez, Pereda no volverá a reincidir en un campo en el que tan mal le había ido. Vuelve a su bien regado huerto y un año después, en 1888, acaba de escribir La Puchera, obra que saldrá de molde en 1889. Como un nuevo Anteo, Pereda al tomar contacto con la tierra, su madre, parece recobrar fuerzas.

Es una novela que se sitúa en la línea de El sabor de la tierruca, esto es, en la mejor veta del arte perediano. La organización, que no estructura, de esta obra es el encadenamiento de una serie de casos representativos, serie que podría haberse acortado o alargado a voluntad. Hay un personaje o motivo central, la figura de Quilino, que mantiene la unidad narrativa en cuanto da ocasión para que, a través de él, pueda el autor presentar y describir una serie de casos que aventajan con mucho en expresividad e interés a Quilino. Es el conocido sistema que consiste en «pasar revista», utilizado en nuestras letras desde la danza de la muerte, por lo menos. En este tipo de organización esquemática, tan utilizado por nuestro barroco, los «casos» suelen tener un denominador común; en el nuestro se trata de la puchera, de la necesidad que los pobres tipos tienen de ganarse el sustento cotidiano; las dificultades que encuentran para lograrlo explican -aquí sí- y justifican, los medios de que se valen. Parece como si Pereda hubiera tratado -otra vez- de oponer su mundo y el ajeno: la miseria, los esfuerzos a que obliga la lucha por la vida en La Puchera contrastaría con el despilfarro de la obra anterior, con la molicie de esta vida en la que, sin embargo, florecen los peores pecados y donde no se puede encontrar la justificación que supone conseguir la puchera.

En cualquier caso, esta danza de la vida, detrás del puchero, es inútil pues Pereda hace contrastar el frenético movimiento, la actitud desplegada por estas pobres gentes para conseguir lo más elemental, la comida, con el inexorable final que les aguarda, con la muerte. Como contraste en la línea más tétrica, despiadada y dura de los moralistas, empezando por los inventores de la macabra danza citada. Esto da lugar a que Pereda vaya presentando diversos tipos humanos y diversas maneras de enfrentarse o resolver el problema; consigue una variedad notable y una cierta comprensión humana que se extiende a todos ellos: quizá la comunidad de intereses y lo primario de sus deseos contribuya a dar el tono de la novela.

Posiblemente la valoración de F. Montesinos sea excesiva, pero creo que merece la pena reproducir unas palabras suyas:

«La Puchera pasa por ser una de las obras maestras de Pereda, opinión que yo suscribo en todo. Es un libro tanto más sorprendente cuanto que por primera vez el autor, al hacerlo, aborda un problema técnico que resuelve de modo bastante hábil. Esa frase montañesa, «asegurar la puchera», es decir, ganarse la vida o el sustento, que como «leit motiv» reaparece cien veces en el tema estructural que le da unidad de tono, e intención de que otros libros, como El sabor de la tierruca, no de semejante de La puchera en ciertos aspectos, carecieron y el idilio montañés aparecerá ahora con profundidad y negruras que la honra anterior de Pereda apenas permitía sospechar siquiera».


(Pereda, págs. 2-8)                


En 1891 publica Pereda dos obras, Al primer vuelo y Nubes del estío. El esfuerzo no guarda relación con el resultado obtenido como si, después de La puchera, el autor hubiera quedado exhausto y se limitara a una escritura en que las palabras y las frases se van sucediendo de manera mecánica, sin interés. Quizá para los paisanos y contemporáneos de Pereda la cosa tuviera más gracia, no en balde Nubes de estío esconde casos y personajes reales, fácilmente identificables. Es un caso más, y más intenso, de novela regional, sólo accesible para los iniciados.

Mucho más interés tiene la última obra que escribió Pereda, Peñas arriba, publicada en 1895. Con ella vuelve a la novela directamente ideológica pero, en esta ocasión, invierte sus planteamientos y, en lugar de atacar a nadie, se dedica a defender y a cantar lo suyo. La acción de esta novela «es muy sencilla»:

«Marcelo, que vive a la moda de Madrid, cede a las instancias de su anciano tío don Celso Ruiz de Bejas y se va con él a Tablanca, pueblecito de la montaña de Santander. Al principio, la vida se le hace triste e insoportable: las expediciones a lo alto de las montañas con el cura don Sabas y el criado de su tío, Chisco; el entusiasmo del médico Neluco por su tierra; el conocimiento de Lita, nieta de un viejo amigo de su tío, agradable carácter femenino, le impresionan; pero en un viaje montaña abajo, siente la tentación de escaparse, cosa que no hace por amor a su tío enfermo. La visita al señor de la torre de Provedaño, hidalgo erudito y trabajador, que le convence de la misión providencial que tiene que desempeñar en Tablanca a la muerte de don Celso, y el cariño que toma a su tío le deciden a quedarse para siempre en la casona. Durante la enfermedad de don Celso, él se entera de las grandes disposiciones de Lita, y muerto el hidalgo montañés, su heredero Marcelo toma la dirección de sus asuntos y se casa con dicha joven montañesa».


(Hurtado y Palencia)                


No hay que advertir que el señor de la torre Povedaño es el propio Pereda. Dicho esto, señalaremos el carácter decididamente alegórico que tiene la novela. La subida -dificultosa- a las montañas parece un recuerdo de aquellos caminos de perfección con que místicos y moralistas de nuestros siglos dorados representan el ascenso hacia Dios, hacia la luz y la bienaventuranza, sea por ejemplo, la Subida del monte Carmelo o la Subida del Monte Sión, etc. El mismo sentido, ya tipificado y trivializado, parece tener la cuesta arriba frente a la cuesta abajo, esto es, el camino duro y difícil, empinado y estrecho, que conduce a la virtud, frente al ancho y llano que lleva al vicio. Por eso, cuando Marcelo (que por cierto, se llama como el principal interlocutor de la obra frailuisiana, De los nombres de Cristo) llega a la cumbre de las montañas, se hace la luz en su conciencia y decide quedarse en Tablanca..., pero en el descenso, huye de su obligación. Notemos a este respecto que nuestro Marcelo va acompañado del cura en sus ascensiones y es quien le dirige. Parece claro, pues, el trasfondo religioso del argumento; de esta manera, renunciar a la ciudad, a sus pompas y vanidades, tiene un sentido muy concreto en traducción religiosa, lo mismo que aceptar la pesada carga que supone suceder a don Celso en el papel de patriarca. Es una visión trascendente y totalizadora lo que nos ofrece aquí Pereda.

En este caso ha tenido el autor la buena ocurrencia de no meterse en dibujos e ignorar, en definitiva, la vida de la ciudad, sus costumbres y habitantes, para centrarse en la exaltación del mundo patriarcal. Es cierto que, por contraste con la Montaña, el otro tipo de vida resulta juzgado y condenado, pero no explícitamente como malo, sólo como peor o menos bueno que el idílico. En cualquier caso, Pereda funciona aquí por alusión, hay una reticencia que, al omitir el término de comparación, absolutiza el término presente al mismo tiempo que consigue una efectividad mayor. Por otra parte, la comparación -si la hay- y el conflicto -que sí lo hay- no son presentados de manera objetiva, sino referidos a la persona y a la conciencia de Marcelo, en cuya subjetividad se libra la batalla. El resultado de la lucha, sin embargo, está decidido de antemano. Y lo está porque Marcelo es un montañés descendiente de montañeses, basta que se produzca lo que pudiéramos llamar anagnórisis o reconocimiento: Marcelo reconocerá su tierra y, al hacerlo, se verá a sí mismo tal como es, despojado ya de los falsos oropeles ciudadanos en los que él cifraba su dicha. En esta historia no se trata ya del santanderino idílico y patriarcal del mundo perediano; es la captación o recuperación de un individuo que parecía perdido, algo parecido al regreso del hijo pródigo.

En la decisión final de Marcelo, la influencia de Lituca es mínima, no hay nada de lo que pudiéramos llamar seducción amorosa. Las relaciones de Marcelo con Lituca no son de naturaleza física, nada hay entre ellos de atracción sexual, ni erótica; Pereda no plantea aquí una historia romántica en la que un enamorado lo abandona todo por seguir a su dama. La mujer está vista como ser doméstico; en su capacidad de sacrificio para preocuparse por los demás reside su valor; por ello, la decisión de Marcelo respecto a Lituca viene dada por el comportamiento de ésta durante la enfermedad de don Celso, ahí se demuestra lo que vale como posible compañera de un nuevo patriarca; cualquier otra consideración de tipo «romántico» está fuera de lugar y a Pereda le parecería lasciva y pecaminosa. Lituca no es una personalidad concreta, individual, tiene en la obra un sentido emblemático: es el ideal de esposa cristiana, a la manera tradicional.

Esta mujer está representada de una manera que podría parecer negativa a un lector ciudadano: no es hermosa a la moda convencional, tampoco tiene las inquietudes ni preocupaciones de una muchacha culta, ilustrada o simplemente «educada». Además habla mal, quiero decir que habla como cualquier campesino de la región, en contraste, por ejemplo, con Marcelo. Ahora bien, en el fondo, bajo esta apariencia un tanto insignificante y pueblerina, se ocultan las cualidades espirituales, la firmeza de carácter, abnegación, etc..., cualidades todas ellas muy superiores a la frivolidad de las damiselas ciudadanas. La comparación y el contraste están ahí. Lituca es un ser natural, en armonía con el mundo en que vive, en armonía con la Naturaleza. Pensar siquiera en desarraigarla es una profanación porque los valores que ella posee son muy superiores a los que Marcelo ha podido apreciar en las damas de Madrid; así lo reconoce él mismo:

«Una vez me la imaginé vestida con todos los perifollos de las elegantes de Madrid y me produjo la visión de lo imaginado tan deplorable efecto, que di un respingo en la silla. Me parecieron una profanación aquellos arrequives en tal cuerpo que no había sido formado para tener por fondos los artificios convencionales de la ciudad, sino los inmutables y grandiosos escenarios de la Naturaleza».


Como en otros aspectos, tampoco aquí hay un ataque directo contra la ciudad. Pereda, ahora, se limita a contrastar los dos mundos y a mostrar que son incompatibles, opuestos. En definitiva, las relaciones de Marcelo con Lituca son equivalentes a las que aquél mantiene con la Naturaleza o con la sociedad patriarcal: en un primer momento todo aquello le aburre, no le gusta porque le parece áspero, salvaje..., pero poco a poco va siendo conquistado al descubrir el sentido trascendente de toda esta realidad. Por ello, decía antes que Lituca es una figura emblemática, porque es en la representación de los valores naturales, de la montaña y, en definitiva, del espiritualismo perediano.

Lo que, en realidad, conquista a Marcelo para aquellos pagos es la Naturaleza. Aquí Naturaleza es todo, tanto lo material y físico como lo espiritual; abarca desde la presencia divina, hasta la organización social. Todo responde al mismo principio. En este sentido, Peñas arriba es una novela que intenta totalizar el mundo, lo real y existente; en ella se produce como una síntesis del pensamiento perediano: los diferentes aspectos de la realidad que el autor ha tratado separadamente en otras obras, aparecen aquí reunidos. Una de las claves, quizá la más superficial y, por ello, la más evidente, sea la que da el momento en que muere don Celso, cuando en la vieja casona se reúnen una serie de personas, entre las que figuran personajes de otras novelas; allí está don Román Pérez de la Llosía, don Álvaro de la Guerra, don López del Robledal..., hay aquí una especie de epílogo de don Gonzalo González de la Gonzalera, donde se narra el castigo final de los culpables. Es como una apoteosis final con la participación de toda la compañía. En parte, es también el momento de la reflexión teórica sobre su propio mundo y algo así como el espaldarazo o la integración definitiva de Marcelo entre aquellos hidalgos patriarcas.

La naturaleza de Peñas arriba no es algo estático ni simplemente hermoso, la emoción que sobrecoge a Marcelo tiene algo de estético pero es, sobre todo, una emoción religiosa, ya que la naturaleza es un signo, el signo del poder y la grandeza divina; es también la prueba de la existencia de Dios. Como corresponde, la naturaleza actúa o se comporta de acuerdo con su esencia. En algún caso, la comprensión que del mundo tiene Pereda como templo que glorifica a su creador, es evidente. Es lo que ocurre en el capítulo XXVII, cuando llevan el viático a don Celso.

«Al andar rayando con la media tarea, el tañido de una campana, desigual e intermitente, ora remoto, ora cercano, como débil quejido de agonía, unas veces; vibrante y clamoroso, otras, según los caprichos del viento encajonado y revuelto en las estrecheces y encrucijadas del valle. Era el primer toque a administrar; la señal que se hacía en la iglesia al vecindario para los fines que sabía él. Un ratito después calló la campana y llegaron dos hombres con sendos brazados de velas y de cirios que mandaba el cura por delante. Venían enjutos de tobillos arriba, pero muy espelurciados y ardiéndoles las narices y las orejas, porque, según declararon, aunque había cesado de nevar, continuaba soplando el cierzo, más frío que la misma nieve».


Pero cuando ya llega el viático, cambia el aspecto de la naturaleza, en una descripción que podría haber sido efectiva, pero que Pereda deshace por resabios de escuela, por comparaciones artísticas que no vienen a cuento en absoluto:

«No solamente había cesado de nevar, sino que también se hallaba el viento encalmado; y, por una venturosa casualidad, por un rasgón abierto en la espesura de los negros celajes asomaba la luna llena, derramando su luz pálida sobre el blanco tapiz del valle y los más altos picos del brocal de montes que la aprisionan. En otras circunstancias mejores, acaso me hubiera detenido a considerar lo que más admiraba y sorprendía en aquel extraño panorama, y hasta qué punto se parecía aquella fantástica realidad a los numerosos efectos de la luna que yo había visto pintados en lienzos y cartulinas; pero ¡bueno estaba entonces el horno de mi cabeza para pastelillos de aquel arte!, y aunque lo hubiera estado: necesitaba la atención para otro espectáculo que me la solicitaba con más fuerza irresistible. Y fue que apenas abocado a la puerta del balcón detrás de las mujeres vi que, surgiendo de las tinieblas iban apareciendo como fantasmas y coronando la altura del pedregal, dos filas de bultos negros, junto a muchos de los cuales titilaba oscilando una lucecita triste y acobardada, como si ardiera detrás de los cristalejos de un faroluco roñoso. Cuanto más se alargaban las filas hacia la casona, más bultos surgían de la oscuridad del agrio declive. Se les veía moverse; pero no se oían sus pasos sobre el áspero suelo nevado, ni alteraba el silencio de la Naturaleza que parecía haber enmudecido de repente por respeto a lo que estaba pasando allí».


El valle se ha convertido en un templo, donde el techo son los cielos iluminados por la luna; los muros las paredes rocosas. Y por si alguna duda quedaba del sentido de esta transformación meteorológica, se aclara al comienzo del capítulo XXVIII:

«En un pie andaba el cura con lo cuidadoso que le traía lo extremo y desesperado de mi tío, y sin embargo, cuando llego a la casona resuelto a no salir de ella mientras al enfermo quedara un soplo de vida, y a él una sola función que llenar a su lado como sacerdote o como amigo, ya gruñía el temporal en la montaña y descendía la nieve sobre el valle en espesos remolinos. Es decir, que sólo había durado la escampa y el sosiego, lo estrictamente necesario para que fuera Dios a la casona desde la iglesia, y volviera a la iglesia desde la casona; milagro patente en opinión de Facia, y no puesto en duda por los que departían con ella sobre el caso».


Es la Naturaleza la que ajusticia a los dos ladrones que intentan robar en casa de don Celso. Recordemos que en Sotileza es una tormenta marina la que resuelve los problemas. La Naturaleza actúa como Providencia por lo que la disputa sobre el Naturalismo de Pereda no tiene, a estas alturas, sentido.

Si la Naturaleza o Providencia se impone a los hombres, al pueblo también se le deben imponer formas de vida adecuadas para dirigirle o castigarle en caso preciso. Esas formas de vida son un orden también natural, de origen o inspiración divina, ya que reproduce el orden general del Universo, incluso el del organismo humano. La correspondencia entre macrocosmos y microcosmos es estricta:

«La casa y el pueblo han llegado a formar un solo cuerpo sano, robusto y vigoroso, cuya cabeza es el señor de aquella. Todos son para él y él para todos, como la cosa más natural y necesaria. Prescindir de la casona equivale a decapitar el cuerpo, y así resulta que no se toman por favores los muchos y constantes servicios que se prestan entre la una y los otros, sino como actos funcionales de todo el organismo».


Marcelo ha descubierto en los nombres de las cosas, debajo de las apariencias, el orden divino que rige toda la creación. Ante tanta maravilla no es extraño que decida ocupar su lugar, el que le corresponde según los designios divinos.

La visión subjetiva que Pereda nos presenta en Peñas arriba corresponde a su mundo, y lo sintetiza. Hasta tal punto esto es así que en algunos momentos no sabemos si habla Marcelo o el autor. La identificación llega al máximo en el capítulo que cierra el libro. En este capítulo vuelve a aparecer el tema del prólogo en el que el autor, Pereda, cuenta la pérdida de su hijo y la superación de la desgracia. Es el caso que al final vuelve a referirse a ese hecho como posibilidad futura explicándolo de la siguiente manera, reproduzco el capítulo entero, que funciona como epílogo.

«Han pasado algunos, bastantes años, desde que ocurrieron estos sucesos hasta la fecha en que los conmemoro en los apuntes que preceden, con el único fin de distraer la nostalgia de aquel bendito rincón de la tierra del que me apartan, por muy contados meses, urgencias que me imponen este costoso sacrificio. Porque tan cabal, tan intensa, tan continua ha sido mi felicidad en este tiempo, que a veces me espantan los temores de que no hay sido mi gratitud tan grande como el beneficio recibido, y un día me hiera la justicia de Dios en lo que más amo, para recordarme lo que le debo».


El que habla aquí es Marcelo, como lo ha hecho desde el principio de la novela, en esta especie de memorias que es Peñas arriba. Sin embargo, el elemento subjetivo del enfoque es tan decidido y la coincidencia del planteamiento tan total que en este momento Marcelo y Pereda se identifican y entrevemos las memorias, de aquél como escritas por éste.



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