Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaPardo Bazán

Emilia Pardo Bazán nace en La Coruña, el 16 de septiembre de 1851. Es hija única de una familia hidalga y de buena posición económica. Desde muy joven muestra su afición a la literatura, pues ya a los dieciséis años publica algunas poesías en el Almanaque de Galicia; a esta edad, en 1868 se casa, y ya en 1868 publica un libro de poesías titulado Jaime dedicado a su primer hijo. Aunque doña Emilia es conocida, sobre todo, por su producción novelesca, no hay que olvidar esta otra faceta suya, aunque sea mucho menos importante que su prosa; así hay que recordar también el libro de poesías La Aurora de Galicia, y la Oda a Feijoo, con la que gana la rosa de oro en los juegos Florales de Orense, en los que también participaban Concepción Arenal y Valentín Lamas Carvajal.

Muy pronto también, se revelan sus preocupaciones teóricas, tanto por lo que se refiere a temas literarios como estrictamente científicos; son artículos que tratan la materia muchas veces desde una perspectiva ideológica cristiana; los títulos indican el tipo de escritos: «La ciencia amena», «La ciencia cristiana», «Las epopeyas cristianas: Dante y Milton», «Reflexiones cristianas sobre el darwinismo», etc. Obras que si no tienen importancia por sí mismas, son una clara muestra de las inquietudes de nuestra autora, de su interés por los temas más dispares. Entre lo narrativo y lo documental se encuentran algunas obras posteriores, como éstas: Folklore gallego, La leyenda de Pastoranza, Mi Romería (1888), De mi tierra (1888), La pedagogía y la literatura del Renacimiento (1889), Por Francia y por Alemania (1889), etc. Encontramos entre estas obras los temas que ya habíamos visto al tratar de otros autores, me refiero a las narraciones folcloristas y a los libros de viajes; como Fernán Caballero, se preocupa de las costumbres populares regionales, esto puede ser considerado casi como una constante entre los escritores de la segunda mitad del siglo XIX, también Pereda comenzó escribiendo este tipo de cuadros. Vimos también cómo Alarcón publicaba las experiencias obtenidas de sus viajes; naturalmente, la realización es muy diferente en uno y otro caso, doña Emilia tiene una actitud menos «pintoresca» que Alarcón, a ella le interesa más comprender, entender la realidad de las cosas.

Otra actividad que la Pardo Bazán tiene en común con todos los demás escritores de su época, incluido Valera, es la de cuentista. Durante casi toda su vida se dedicó a escribirlos, publicando con regularidad colecciones de cuentos: Cuentos escogidos (1891), Cuentos de Marineda (1892), Cuentos de Navidad (1894), Cuentos nuevos (1894), Arco iris (1895), Cuentos de Navidad y Reyes (1898), Cuentos de la Patria (1898), Cuento de amor (1898), Cuentos sacroprofanos (1899). Frente a otros autores, destaca en doña Emilia el hecho de que los cuentos, al menos por la fecha de edición, no sean anteriores a la producción novelística; el carácter de ensayo que para otros escritores tienen los cuentos es ejercido aquí por los escritos teóricos y descriptivos, lo que constituye una especie de emblema de la actitud de nuestra autora frente a la producción literaria, esto es, el «Cientificismo» que caracteriza su actividad literaria: para ella, el arte no crea la realidad, sino que es un medio para analizarla, para entenderla. En este sentido, no tiene nada de extraño que alternara la labor creadora con la que pudiéramos llamar actividad crítica.

Se escribe con Menéndez Pelayo, piensa en escribir la historia de la literatura española, completa, ella sola; pronuncia conferencias, interviene activamente en polémicas y se relaciona con cuantas personas importantes hay en su época: escribe en periódicos y revistas como El Liberal, ABC, Blanco y Negro, La ilustración Española y americana, etc. Fruto de toda esta actividad pública como literata es su nombramiento de presidenta de la sección literaria del Ateneo madrileño en 1906; en 1908, Alfonso XIII la concede el título de condesa; y, aunque no consigue entrar en la Real Academia, en 1916 dicta sus cursos en una cátedra de la Universidad de Madrid, la de Literaturas Neolatinas. Sin embargo, doña Emilia Pardo Bazán nunca tuvo formación de base realmente sólida y sus conocimientos resultan bastante dispersos y asistemáticos, incluso para su época; sobre todo, se echa en falta una teoría filosófica o ideológica firme que integre y haga coherentes sus extensas lecturas y aficiones. No obstante, lo dicho no disminuye el extraordinario mérito y valor de esta mujer que en una época como la suya consigue entrar y colocarse en situación destacada en el mundo intelectual, llevar una vida socialmente activa, desplegando una energía extraordinaria. Benito Valera Jácome resume de manera muy expresiva los rasgos más salientes de su personalidad y la variedad de sus logros en estas líneas: «Emilia Pardo Bazán, sorprendente ejemplo de mujer intelectual, logra mantenerse cerca de medio siglo en el escenario español contemporáneo. Ensaya en su juventud la poesía, el cuento, el artículo científico, la crítica. Oteará, después, todos los campos de la cultura y la actualidad, a lo largo de su profusa actividad periodística. Su denso corpus novelístico, iniciado en 1879 con Pascual López y cerrado con la obra aún inédita Selva, significa una asimilación de distintas tendencias, desde las situaciones románticas hasta los procedimientos modernistas, una utilización de fuerzas temáticas operantes: las estructuras sociales, la bipolarización política, el caciquismo, el problema de España...

La curiosidad intelectual de la escritora, está abierta a todo el panorama científico y literario europeo. Trata de aproximarse al darwinismo, a la ciencia experimental, al positivismo, al krausismo, a las teorías de César Lombroso y Max Nordau. Analiza, con rigor crítico, el proceso de los movimientos literarios europeos; critica la doctrina naturalista, polemiza sobre sus procedimientos y los aplica a su narrativa; difunde en España las cosmovisiones de los grandes escritores rusos; desarrolla una teoría de la novela española decimonónica; interpreta, incluso, los nuevos rumbos de la estética del siglo XX [...]. Uno de los rasgos más destacables de la escritora coruñesa es su acercamiento a Europa, la asimilación de las ideas europeas. Su singular europeísmo, aunque se sedimenta con las lecturas, arranca de sus frecuentes viajes por el continente. El primer contacto con el extranjero llega en 1870. Los conflictos políticos disgustan a don José Pardo Bazán y la familia se traslada a Vichy. El mundo elegante, despreocupado, del famoso balneario francés es una experiencia aprovechable para su segunda novela Un viaje de novios.

Después del viaje turístico por Francia e Inglaterra, visita, en 1872, la Exposición universal de Viena y asiste emocionada a la presentación de la ópera El buque fantasma, de Wagner. En septiembre de 1880, retorna a la quietud del balneario de Vichy; se acerca a París; visita a Víctor Hugo; lee L'Assommoir, de Zola. El conocimiento de los escritores franceses se completa en 1886 con una larga estancia en París. Entonces conoce personalmente a Zola; visita a varios escritores consagrados; come en casa del novelista Huysmann; frecuenta las tertulias de los hermanos Goncourt. En la Biblioteca Nacional lee a los autores coetáneos; se familiariza con el pensamiento de Renan, Lemaitre, Revast, Bourget. Descubre, por otra lado, la novelística rusa, en traducciones francesas: Turguenef, Gogol, Tolstoy y Dostoiewski.

Al año siguiente peregrina a Roma; se entrevista con el pretendiente don Carlos, en Venecia, y recoge sus impresiones en el libro Mi romería, que suscitará polémicas y la escisión del partido carlista... (p. 11-13). Muere el 12 de mayo de 1921.

Efectivamente, es una mujer que se interesa por todo, lo que está muy bien; lo malo es que escribe de todo. En cualquier caso, debemos tener muy en cuenta, al juzgar a doña Emilia, lo que en su época suponía ser mujer en cuanto a dificultades y obstáculos en la carrera que emprendió. En este sentido resulta una persona admirable y digna de todo elogio ya que, en su posición social, más cómodo y fácil le hubiera resultado aceptar la vida frívola al uso. Ahora bien, aquí, como es natural, no juzgamos personas, sino obras, y la personalidad que de éstas se deduce, coincida o no con el carácter del individuo en cuestión. Sentado esto, notaremos que la Pardo Bazán es una escritora «de moda», es decir, que trata siempre y por todos los medios de adaptarse a lo que en cada momento se lleva en el campo artístico, cultural o literario. Se trata de una verdadera obsesión por llamar la atención, por ser el centro de todas las miradas. Todo esto no se consigue sin una cierta superficialidad en el tratamiento y la comprensión de los temas; es lo que explica su indudable facilidad para abordar campos tan diversos y amplios. Por otra parte, doña Emilia no parece encontrar dificultades en ninguna materia, por abstracta, lejana o nueva que sea; es una actitud de superioridad que adopta ante cualquier realidad; de superioridad y de distanciamiento aristocrático. En muchos casos, sin embargo, la superioridad es afectación y la sencillez con que aborda y juzga los temas, frivolidad y, en otras casos, ignorancia. Carmen Bravo Villasante dice de ella que es la «creadora de un naturalismo a la española, es decir, más atento a la forma que al fondo ideológico» (p. 11). Sin entrar ahora en lo acertado de caracterizar esa opción de «a la española», está claro que esto es lo que, en general, sucede con doña Emilia: es incapaz de llegar al fondo de las cosas; sus escritos son brillantes y superficiales, no pasa de ahí.

La primera novela de doña Emilia Pardo Bazán es Pascual López, autobiografía de un estudiante de medicina (1879), obra todavía muy influida por la escuela romántica; lo mismo ocurre con Un viaje de novios (1881) y El cisne de Vilamorta (1884). En 1882 publica La Tribuna, obra con la que inicia una nueva manera de novelar en cuanto adopta algunas de las técnicas naturalistas y se ocupa de un tema social, como veremos más adelante, cuando estudiemos esta obra. En 1882 comienza a publicar en La Época «la cuestión palpitante», serie de artículos sobre el Naturalismo que al año siguiente aparecerán reunidos en un libro, con prólogo de Clarín; es una obra muy interesante para comprender la ideología literaria de nuestra autora, y como tal nos ocuparemos de ella. En 1886 y 1887 se editan Los Pazos de Ulloa y La madre Naturaleza, seguramente las dos obras más conocidas y representativas del naturalismo pardobaciniano y, por ello, también las analizaremos.

Otras obras de la Pardo Bazán, son: La Revolución y la novela en Rusia (1887); Insolación (1889); Morriña (1889); La Piedra Angular (1891), novela que puede considerarse como la última escrita dentro de la influencia naturalista; ya con Una cristiana y La prueba (1890) había comenzado doña Emilia a adaptarse al idealismo humanitarista y cristiano que caracteriza la novela de algunos novelistas rusos del momento, Tolstoy, por ejemplo; influencia a la que tampoco será ajeno Pérez Galdós. En 1891 publica Memorias de un solterón donde, en cierta manera, continúa y resuelve el conflicto planteado en La Tribuna, haciendo que Amparo se case con su seductor. De 1892 son las Polémicas y estudios literarios; Doña Milagros (1894); Cuarenta días en la Exposición (de París) (1900); Por la Europa católica (1902). En 1905 aparece La quimera y en 1908, La sirena negra, son dos novelas que se sitúan en la corriente modernista, triunfante ya por esos años. Más tarde publicará Retratos y apuntes literarios (1908); La literatura francesa moderna (1910); La cocina española antigua (1913); Hernán Cortés y sus hazañas (1914), etc.

Empezamos el estudio pormenorizado de la Condesa de Pardo Bazán por el análisis de La cuestión palpitante; puesto que es una obra teórica, nos permitirá obtener una guía para entender y juzgar las obras de creación de nuestra autora, especialmente en lo que se refiere a las novelas realistas (o naturalistas), objeto de este curso. Por otra parte, el estudio de este librito nos dará ocasión para plantear el problema del Naturalismo como movimiento literario general, esto es, tanto en su vertiente teórica como práctica.

Advirtamos desde el primer momento, que doña Emilia, en La cuestión Palpitante, no defiende el Naturalismo; se limita a tratar de comprenderlo y a exponer sus conclusiones; ella misma lo declara así: «Para entonces tendrá el Naturalismo en España panegiristas y sectarios verdaderos, y a los meros expositores nos reintegrarán nuestro puesto neutral» (p. 36). En estas líneas se ve también una actitud de defensa en la autora frente a los ataques de que fue objeto; a algunos espíritus pusilánimes les parecía pecaminoso que se tratara el tema del Naturalismo; que, además, lo tratara una mujer y que, para más inri, hubiera leído las obras de las que hablaba, era sobrado motivo para el escándalo.

En cualquier caso, tomando como base la explicación de las teorías naturalistas, doña Emilia Pardo Bazán habla de todo lo divino y lo humano, de literatura en general (incluso hace una pequeña historia de la española), de arte, de ciencia...; las digresiones y excursos son muy frecuentes sin que muchas veces veamos la relación que tienen con el tema central. Además, la composición deja mucho que desear; tal y como aparecieron, son una serie de artículos independientes, sueltos, que a la hora de reunirlos en forma de libro se resienten de su origen ya que la soldadura entre las diferentes partes y la organización del conjunto no se produce. En algunos casos aparece como si la necesidad de enviar el artículo al periódico en fecha fija hubiera obligado a doña Emilia a escribir a vuelapluma, sin documentación ni reflexión, lo primero que le saltaba a la cabeza, lo que en el momento recordaba o se le ocurría. Por ejemplo, en las páginas 54-55, escribe del Romanticismo:

«¡Magnífica expansión, rico florecimiento del ingenio humano! Sólo puede compararse a otra gran época intelectual: la del esplendor de la filosofía escolástica».


Parece evidente que a la escritora se le olvida el Renacimiento. En su historia de la novela española pasa por alto, por ejemplo, la novela sentimental; y, en general, está llena de inexactitudes; teniendo en cuenta, por supuesto, la época en que escribe. La interpretación de las obras es francamente pobre y resulta paupérrima cuando se refiere al Quijote. Sus criterios valorativos son muy seguros y contundentes pero poco justos; en ocasiones, los errores son de bulto, como cuando en la página 166 escribe: «Genios como Zorrilla», lo que sólo me explico pensando que la autora escribía recordando su devoción infantil por el poeta vallisoletano o porque le había conocido personalmente en 1880; al mismo hecho responde, quizá, su preferencia por los hermanos Goncourt, frente a autores de mucha más talla. Es curiosa, por contra, su incomprensión ante el aspecto científico de Julio Verne y, sobre todo, ante la calidad literaria de Poe (p. 135). A doña Emilia se debe también la caracterización, que hará fortuna, de El sombrero de tres picos como «precioso capricho de Goya» (p. 169), sin advertir que capricho tiene en Goya un sentido, un contenido, muy diferente y aun opuesto al de músicos y poetas.

En algunos casos, sus planteamientos resultan ridículos por lo que se refiere a la teoría, y fruto de la ignorancia por lo que respecta a los datos; este, por ejemplo:

«¡La Reforma! Donde quiera que prevaleció su espíritu, fue elemento de inferioridad literaria; y bien sabe Dios que no lo digo por encomiar el Catolicismo, cuya excelencia no depende de estas cuestiones estéticas, sino por dar a entender que la novela inglesa se resiente de su origen. De cuantos géneros se cultivaron en Inglaterra desde Enrique VIII acá, la novela es donde más se infiltró el protestantismo: por eso los ingleses no produjeron un Quijote, es decir, una epopeya de la vida real que pueda ser comprendida por la humanidad entera».


(Págs. 157-158)                


El párrafo no necesita comentarios. Y es que aquí, en los planteamientos filosóficos y en las generalizaciones, es donde encontramos las mayores limitaciones de nuestra autora; limitaciones de las que no se da cuenta o que trata de disimular con gracia y seguridad; el resultado es, en cualquier caso, catastrófico. Su resumen de la doctrina luterana es ridículo: se inventa una teoría y, naturalmente, la refuta en dos líneas: lo mismo hace con otros filósofos y lo que hace en el caso de Hegel llega a ser grotesco, he aquí cómo resume y refuta, al mismo tiempo, el idealismo hegeliano:

«El arte -enseña Hegel- restituye a aquello que en la realidad está manchado por la mezcla de lo accidental y exterior, la armonía del objeto con su verdadera idea, rechazando todo cuanto no corresponda con ella en la representación; y mediante esa purificación produce el ideal, mejorando la naturaleza, como suele decirse del pintor retratista». Ya tiene el arte carta blanca para enmendarle la plana a la naturaleza y forjar «el objeto», según le convenga en talante a «la verdadera idea».


(P. 49)                


Lo más asombroso es la ingenua y alegre superioridad con que la condesa entra donde no entiende. A esto me refería antes cuando afirmaba que su actitud es, en general, tremendamente frívola y superficial.

Pero, dejando esto, veamos ahora cómo doña Emilia sostiene, respecto a la literatura las mismas teorías que la Fernán Caballero o Alarcón:

«Para decir dónde empieza el realismo español contemporáneo hay que remontarse a algunos pasajes de las novelas de Fernán Caballero, y sobre todo a los autores de las Escenas matritenses y Ayer, hoy y mañana, sin olvidar a "Fígaro" en sus artículos de costumbres. A pesar de lo mucho que se diferencian el razonable y discreto Mesonero Romanos y el Benévolo Flórez, del alado, cáustico y nervioso Larra, sus estudios sociales coinciden en cierto templado realismo, salpimentado de sátira. Cuando tanta novela de aquella época pasó para no volver, los escritos ligeros de "Fígaro" y del "Curioso parlante" se conservan con toda su frescura, porque los embalsama la mirra preciosa de la verdad. Acrecienta su interés el ser espejo de las añejas costumbres nacionales que desaparecían y las nuevas que venían a reemplazarlas».


(Pág. 173)                


Es la típica confusión, ya lo vimos, entre verdad y verosimilitud que aquí se extiende también a la relación entre texto y autor: «Si suponemos a Leopardi viviendo en diferentes condiciones de las que vivió, ya no se concibe la mayor parte de sus versos» (p. 47). Es una actitud crítica muy frecuente, pero equivocada desde una perspectiva literaria para la cual, lo que vale, es el texto por sí mismo o por el efecto que produce en el lector, con independencia de la veracidad «exterior», objetiva, y de la sinceridad del autor. Sin embargo, para doña Emilia esto no es así, incluso en algún caso parece que su concepción se dobla con un segundo sentido de verdad, de verdad trascendente, religiosa. Algo así hacía sospechar su juicio sobre la novela inglesa protestante; los indicios en el sentido citado aumentan al considerar textos como éste: «En efecto, cuantos quisieron buscar la belleza fuera de los caminos de la verdad, comparten la suerte del ilustre autor de Los Mártires; la indiferencia general arrincona sus obras, cuando no sus nombres» (p. 86); si esto fuera así, como afirma la Pardo Bazán, entonces las obras que contuvieran doctrinas erradas o falsas no producirían efecto alguno en las personas que conocen la verdad; para éstas, el valor único de estas obras sería el estilístico:

«Pero el escritor insigne no le debe nada a nadie. Hoy sus filosofías son tan peligrosas para la sociedad y la familia como una linterna mágica o un caleidoscopio. Valentina, Lelia, Indiana, no nos persuaden a cosa alguna; su propósito docente o disolvente resulta inofensivo. Lo que permanece inalterable es el nítido y majestuoso estilo, la fantasía lozana del autor».


(Pág. 91)                


Aquí se produce una curiosa dicotomía entre persuasión o efecto, y forma o estilo. Parece como si para nuestra autora existieran tres aspectos o componentes diferenciados en la obra literaria: argumento, forma y efecto, cada uno de ellos independiente. Esto podría explicar ese Naturalismo cristiano de doña Emilia y que tanto extrañaba a Zola, donde la forma naturalista recubre un pensamiento católico o, quizá, idealista. De esta manera, nuestra autora valora muy alto la labor de documentación que los escritores realizan para montar sus novelas; señala cómo Dickens «se pasaba por las calles de Londres días enteros anotando en su cartera lo que oía, lo que veía, las menudencias y trivialidades de la vida cotidiana» (p. 63). Lo mismo hará Emilia Pardo Bazán, para escribir La Tribuna, como veremos.

No obstante lo dicho, hay una ocasión en que doña Emilia parece advertir la diferencia entre realidad y novela, entre verdad y verosimilitud, aunque no saque partido de ello:

«Lo que importa en obras como Salambona, no es que los pormenores científicos sean incuestionablemente exactos, sino que la reconstrucción de la época, costumbres personajes, sociedad y naturaleza no parezca artificiosa, y que el autor, permaneciendo sabio, se muestre artista, que en todo haya vida y unidad, y que ese mundo exhumado de entre el polvo de los siglos se nos figure real, aunque extraño y distinto del nuestro; que nos produzca la misma impresión de verdad que causa el escrito jeroglífico al descifrarlo un egiptólogo, o el fósil al completarlo un eminente naturalista, y que si no podemos decir con certeza absoluta "así era Cartago", pensamos al menos que Cartago pudo ser así».


(Pág. 107)                


Quizá sea que Salambona es una obra histórica referida a un lejano pasado, mientras que las novelas de tema contemporáneo y próximo sí deben atender a la verdad exacta y estricta... en los detalles. Recordemos que Fernán Caballero separaba también las novelas históricas, propias para autores sabios, de las novelas costumbristas, de costumbres contemporáneas. Con esto vemos cómo una serie de rasgos son comunes a diversos individuos de la misma generación aunque, en la práctica, cada uno de ellos adopte una forma personal.

Como resumen de lo anterior, podemos señalar que para doña Emilia Pardo Bazán la verdad en la descripción de las vidas y de las cosas es ya un bien por sí misma; y que en la verdad entran consideraciones del tipo espiritualista (católico) que, sin embargo, ella distingue del idealismo. No basta inventar minuciosamente la realidad para dar con lo verdadero, hay que situarse en la perspectiva adecuada. Veamos ahora cómo esto se compagina con la teoría Naturalista.

El Naturalismo arranca de una actitud científica: el novelista cree que su deber es semejante al del científico: si éste descubre los secretos de la naturaleza física, aquél descubrirá los secretos de la naturaleza humana. Para ello, el procedimiento será la observación de la realidad y la subsiguiente clasificación de los individuos en grupos característicos, señalados por alguna común; lo mismo hacen los zoólogos al establecer sus familias, grupos, especies. Dado el método analítico de la ciencia moderna (moderna en el siglo XIX) el científico actúa como si no poseyera ningún conocimiento previo sobre la realidad que observa: sus datos dependen única y exclusivamente de la observación directa e inmediata. Una vez obtenido un número suficiente de datos se observan las relaciones que se establecen entre ellos para llegar a un sistema racional y lógico basado en el principio de causalidad. Se ha dicho (Jakobson) que el sistema lingüístico asociativo de realismo y Naturalismo se basa en la metonimia más que en la metáfora; esto es así probablemente en cuanto a los resultados puesto que la causalidad se basa en la observación de fenómenos concomitantes o sucesivos, con independencia del parecido formal entre ellos, parecido que, por supuesto, puede darse pero que no está en la base del pensamiento decimonónico y contra el cuál reacciona precisamente la escuela naturalista.

La observación de los fenómenos y de las relaciones que se establecen entre ellos lleva a deducir una serie de reglas o leyes de actuación de validez general; el conjunto de estas leyes forma una red que describe la realidad al mismo tiempo que la descubre. Naturalmente, puesto que no hay prejuicios, el investigador comienza por lo dado, lo que se le ofrece inmediatamente a los sentidos, esto es, la realidad material, o lo que se le ofrece como experiencia, esto es, sus vivencias introspectivas, psíquicas. Entre estos dos términos se establece una relación de dependencia jerárquica: lo objetivo, es decir, lo exterior y material, cuya experiencia es idéntica (se supone) para cualquier observador prima sobre la introspección personal que, mientras no se demuestre lo contrario, es subjetiva e individual. Ahora bien, entre el aspecto físico de las cosas y sus cualidades psíquicas puede establecerse una relación; es el caso de las fisiologías que buscan y encuentran los elementos comunes entre lo físico y lo psíquico; he aquí un ejemplo tomado de La cuestión palpitante; de Zola, dice doña Emilia:

«Su cara es redonda, su cráneo macizo, su nuca poderosa, sus hombros anchos como de cariátide, tiene trigueña la color, roma la nariz, recia la barba y recio y corto también el cabello. Ni en su cuerpo atlético, ni en su escrutadora mirada hay aquella distinción, aquel misterioso atractivo, aquella actitud aristocrática, un talante teatral, que poseyó Chateaubriand en sus buenos tiempos, y hace que al contemplar su retrato se quede uno pensativo y vuelva a mirarlo otra vez. Si algún rasgo característico ofrece el tipo de Zola es la fuerza y el equilibrio intelectual, patentes en el tamaño y proporción armónicas del cerebro, que se adivinan por la forma de la bóveda craneana y el ángulo recto de la frente».


(Pág. 132)                


Como se deduce claramente de la última frase reproducida, existe relación entre la forma que por fuera presenta la cabeza y el carácter del individuo al que pertenece dicha cabeza. Aunque hoy la tal relación esté desprestigiada, en el XIX era una creencia científica. En cualquier caso, lo que nos interesa ahora es poner de manifiesto la relación entre lo uno y lo otro; si a determinado rasgo fisiológico corresponde siempre un rasgo de carácter y si este rasgo de carácter no aparece nunca sin el fisiológico correspondiente, se podrá enunciar una ley que relacione los dos fenómenos. Hay, pues, una relación de dependencia, una implicación bilateral; otra cosa es cuál funciona como causa y cuál como efecto, o si son simultáneos, pero este problema no es fundamental, ya que el desarrollo de los fenómenos no se produce en el tiempo, no son sucesivos; en consecuencia, el científico observador se ocupará de describir lo sensible, es decir que atenderá antes (metodológicamente) a la forma que al carácter. Dar simplemente uno de los rasgos es suficiente para que el lector pueda deducir por su cuenta el otro, sin necesidad de que el novelista establezca la pareja de forma explícita. Se habrá advertido que en esta teoría, lo físico y lo psíquico no son realidades independientes, ajenas entre sí; lo uno va en relación con lo otro. Y la perspectiva del observador es, como parece lógico, la experiencia sensible inmediata, común a cualquier individuo: lo físico.

El caso fisiológico que hemos visto es uno de los más simples y elementales; hay otras leyes que organizan los fenómenos observables en la vida de los seres humanos. Doña Emilia Pardo Bazán lo expone así:

«Adviértase que la idea fundamental de los Rongon Macquuart no es artística, sino científica, y que los antecedentes del famoso ciclo, si bien lo miramos, se encuentra en Darwin y Haeckel mejor que en Stendhal, Flaubert o Balzac. La ley de Transmisión hereditaria, que imprime caracteres indelebles en los individuos por cuyas venas corre una misma sangre; la de selección natural, que elimina los organismos débiles y conserva los fuertes y aptos para la vida; la de la lucha por la existencia; que desempeña oficio análogo; la de adaptación, que condiciona a los seres orgánicos conforme al medio ambiente».


(Pág. 135)                


El escritor naturalista, provisto de unas reglas o leyes, de unos caracteres puede situar la acción en un medio determinado y «automatizar» el proceso de escritura: los distintos datos se combinarán de acuerdo con unas leyes y llegarán a una solución o, simplemente, situación final, provocada desde el principio por los elementos puestos en juego: el escritor se limita a exponer el proceso, a ir explicando el experimento sin modificarlo a su gusto (lo que sería una mentira, una falsificación) y sin intervenir en él. Es un procedimiento que podría parecer monótono y, efectivamente, algo hay de eso, quizá por lo previsible que resulta el desarrollo; por contra, notaremos que la posibilidad de combinaciones a que se presta el método es casi infinita.

El autor naturalista no crea la realidad, la explica; la novela es un medio para conocer la realidad social y personal. En este sentido tiene perfecta justificación el cientifismo de que hace gala la escuela. Emilia Pardo Bazán no cree que el método sea científico y señala:

«Se ve forzado el escritor rigurosamente partidario del método proclamado por Zola a verificar una especie de selección entre los motivos que pueden determinar la voluntad humana, eligiendo siempre los externos y tangibles y desatendiendo los morales, íntimos y delicados [...]. En física, el efecto corresponde estrictamente a la causa: poseyendo el dato anterior tenemos el posterior; mientras en los dominios del espíritu no existe ecuación entre la intensidad de la causa y del efecto».


(Págs. 42-43)                


Doña Emilia no entiende el planteamiento naturalista, o no quiere entenderlo: la selección de los motivos externos y tangibles no es el resultado de una obligación exterior, nadie les fuerza a ello; es, por el contrario, precisamente la esencia y principio del método. Además, los naturalistas no niegan que existan «motivos» intangibles, simplemente no parten de ellos, no los aceptan a priori; la misma actitud adopta la ciencia experimental: las fuerzas intangibles no se excluyen, sino que se deducen de los efectos que producen en las realidades observables; así, por ejemplo, la fuerza gravitatoria o de atracción universal entre los cuerpos no es tangible no es visible pero se postula su existencia y se formula como ley a partir de la observación del comportamiento de los cuerpos sensibles. Por otra parte, los naturalistas no ignoran los motivos morales, en absoluto; lo que hacen es incluirlos dentro del medio como un elemento más. Naturalmente, no creen o, mejor, el método no tiene en cuenta una Moral religiosa, revelada, sino la moral social concretada en las leyes civiles o penales y, en consecuencia, tienen muy en cuenta esta moral y su influencia en el comportamiento del individuo, en su vida. Así, la lectura del código como fuente de inspiración no es una simple boutade, ni la búsqueda de un modelo estilístico, sino un elemento esencial y muy coherente en el sistema naturalista.

La segunda parte del párrafo de doña Emilia, que acabo de reproducir, resulta incoherente, no tiene sentido. En efecto, la autora no entiende el método científico, ni creo, entiende lo que ella misma dice: si se establece una relación causal, digo si efectivamente se establece la relación causa efecto entre dos fenómenos (si no se establece es otra cosa), sea del tipo que sea y afecta a lo que afecte (física, química, botánica o espíritu), el efecto es, por definición el resultado de la causa. Si no fuera así, si el efecto no fuera producido por la causa, ni uno sería efecto, ni otro causa... no habría relación causa-efecto, sería falsa, equivocada. Por otra parte, hablar de la no equivalencia entre la intensidad del efecto respecto de la causa que lo provoca tampoco tiene sentido ya que, en un mismo orden de fenómenos, la intensidad de la causa sólo se puede medir, precisamente, por el efecto que produce. La Condesa de Pardo Bazán no sabe lo que es la ciencia y, en consecuencia, ignora lo que, en definitiva, es el Naturalismo, aunque ella y algunos críticos crean lo contrario. (Respecto al primer punto, veamos, por ejemplo, lo que dice Carmen Bravo Villasante: «Zola tomó las hipótesis por leyes, ignorando también que las pretendidas leyes matemáticas aplicadas a la biología, eran, asimismo, hipotéticas. La seguridad del siglo XIX será sustituida después por las salvedades del siglo XX, que hasta en biología utiliza el cálculo de probabilidades en vez de la afirmación rotunda. Si en el hombre existe la espontaneidad, en la ciencia existe el imponderable» (p. 19); basta con recordar que el cálculo de probabilidades es también una afirmación formulada como ley matemática).

El desconocimiento, la ausencia de un sentido científico le lleva a no intuir siquiera los descubrimientos «científicos» que en el orden «espiritual» o humano están llevando a cabo los naturalistas. Dice de ellos:

«Y aquí conviene notar el segundo error curioso que en mi concepto debe atribuirse también a la ciencia mal digerida de Zola. Después de predecir el día en que, habiendo realizado los novelistas presentes y futuros gran cantidad de experiencias, ayuden a descubrir las leyes del pensamiento y la pasión, anuncia los brillantes destinos de la novela experimental, llamada a regular la marcha de la sociedad, a ilustrar el criminalista, al sociólogo, al moralista y al gobernante... Dice Aristófanes en sus Ranas: "He aquí los servicios que en todo tiempo prestaron los poetas ilustres: Orfeo enseñó los sacros misterios y el horror al homicidio; Museo, los remedios contra las enfermedades y los oráculos; Hesíodo, la agricultura, y el tiempo de la siembra y la recolección; y al divino Homero ¿de dónde le vino tanto honor y gloría, sino de haber enseñado cosas útiles, como el arte de las batallas, el valor militar, la profesión de las armas?..." Ha llovido desde Aristófanes acá. Hoy pensamos que la gloría y el honor del divino Homero consisten en haber sido excelso poeta: el arte de las batallas es bien diferente ahora de lo que era en los días de Agamenón y Aquiles, y la belleza de la poesía homérica permanece siempre nueva e inmutable».


(Págs. 43-44)                


Sin embargo, la cosa no es exactamente como la plantea la Pardo Bazán: tiene razón cuando afirma que la técnica de las batallas ha cambiado, y quizá la tiene también cuando deduce que la belleza de la Ilíada (o de otras obras) no depende de su utilidad material inmediata; lo que ya no está tan claro es que esas obras no enseñen nada puesto que sí enseñan en cuanto a sentimientos y emociones humanas, sea respecto del valor militar, sea la emoción ante la producción y recolección de los frutos: las circunstancias indudablemente han cambiado, la esencia del fenómeno, no. Pero dejando esto a un lado, tenemos que Orfeo sí enseña (esto es, formula explícitamente) el horror al homicidio, saca a la luz un sentimiento recóndito, inconsciente. Y por este camino, en el mundo clásico, llegamos a los descubrimientos formulados en los grandes mitos, tan aprovechados por Freud al organizar sus teorías científicas. No se trata, en absoluto, de que el mérito o el valor de esas obras resida, exclusiva o principalmente, en esos aspectos, pero estos aspectos existen, forman parte de ellas y hay que tenerlos en cuenta. Veamos ahora el valor «Científico» de los escritores naturalistas, en qué han ayudado sus obras a descubrir las leyes del pensamiento y la pasión. Para contestar a esta pregunta basta reproducir unos párrafos:

«Ya en la metasicología de Balzac, Francis Pasche había mostrado que a partir de la Comedia Humana se puede reconstruir una teoría psicológica muy próxima a la metasicología freudiana, es decir, una concepción tópica y económica a la vez del psiquismo humano [...]. Balzac nos ha adelantado más de un siglo en este estudio, con resultados que testimonian la amplitud y profundidad de su genio».


(Apud Anne, Clancier, Psicoanálisis, Literatura, crítica. Madrid, 1976; pág. 114 y ss.)                


En lo que respecta a la utilidad de la obra literaria para el sociólogo, el gobernante, etc., no hay más que recordar la carta de Engels, «El Triunfo del realismo», por ejemplo.

Es cierto que, como señala la Pardo Bazán, los escritores naturalistas tienen una «mal disimulada preferencia por la reproducción de tipos que demuestran la tesis» (p. 136); son casos extremos, indudablemente. Esta preferencia no es una falsificación como parece insinuar nuestra autora, sino la aplicación del método científico, de la «idealización» típica de la ciencia: el investigador trabaja, en una etapa de su trabajo, por lo menos, en el laboratorio, donde realiza una reducción y aislamiento del campo de estudio y empieza a operar los casos extremos, esto es, los más significativos y relevantes. En definitiva, para entender lo que verdaderamente es el Naturalismo hay que recordar estas palabras de Zola: «tenemos química y física experimentales; en pos viene la fisiología, y después la novela experimental también» (citados por doña Emilia, p. 41). Aquí tenemos la clave del método: el experimento científico. El novelista toma una serie de datos reales (en cuanto no dependen de creencias, sino de la observación directa) y les deja desarrollarse por su cuenta para ver «qué pasa»; en definitiva, es lo mismo que hace el químico, por ejemplo, cuando, superada la fase alquimista, mezcla determinadas sustancias en el laboratorio para observar las reacciones y cambios, limitándose a dar constancia de ellos; o el botánico, cuando cruza una especie con otra para ver la descendencia, cuando altera el medio habitual de un espécimen para ver su adaptación, etc. El escritor toma unas sustancias humanas, los tipos, los sitúa en un medio, los mezcla y se limita a dar cuenta de lo que pasa con ellos. Esta es la teoría, mucho más amplia y comprensiva que la mera preferencia por lo sucio y lo degradado, la descripción minuciosa y exacta, la impasibilidad del autor, etc.: todos estos rasgos existen en efecto, en la novela naturalista, pero no la definen porque son el resultado de la teoría y sólo tienen sentido coherente en relación con ella.

Naturalmente una cosa es la teoría y otra la práctica; una cosa la literatura y otra la ciencia. Aquí, la literatura naturalista imita el método de la ciencia, pero no lo reproduce exactamente porque es imposible; como creación literaria que es, se limita a producir la impresión de cientificismo. La novela se apropia de la forma con que la ciencia contempla su objetivo pero no es científica porque no describe hechos reales; funciona en sentido contrario: saca a la ciencia de sus concretismo objetivo para abstraer los sistemas teóricos -válidos sólo si lo son en la práctica- y aplicarlos a realidades imaginadas. De esta manera, la novela conserva el tipo de relación que se establece entre teoría y realidad, pero, al pertenecer esta última al plano teórico, al ser fruto de la imaginación (no al real-objeto), la novela logra que la comprensión y el valor de lo propuesto aparezca desligado de la adecuación a la praxis, sea autosuficiente, autónoma. Así, la novela parte de la ideología científica, pero está desconectada de lo que, precisamente, justifica a la ciencia como sistema válido de conocimiento de la realidad, de la práctica objetiva: en la novela, la realidad y la práctica es fingida: inventa los sujetos de experimentación, inventa las pruebas y relaciona los hechos según el gusto del autor. Aunque los naturalistas tratan de deducir el sistema de reglas y leyes de la observación de la realidad, lo que, en definitiva, presenta el texto es una realidad que crea la teoría, lo que lleva a la vivencia de la realidad, tal como es comprendida, pero el sistema -como tal- queda despojado de su fuerza probatoria.

En definitiva, lo que en la novela naturalista haya de verdad científica, objetiva, no depende del método; éste sirve solamente para producir en el lector el efecto de verdad; que el efecto sea sólo literario o corresponda, además, a la verdad objetiva, eso depende ya del genio del autor, de su intuición sobre la vida, puesto que es él quien crea los tipos (lo componentes del experimento) y, sobre todo, quien los hace funcionar de una u otra manera.

Cuando doña Emilia Pardo Bazán afirma lo siguiente:

«Si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y lo experimental, el cuerpo y el alma...»


(Pág. 46)                


equivoca el enfoque y confunde los datos. No se trata de que el campo sea más ancho o menos, es que el naturalista parte de los hechos, y doña Emilia de las creencias, como el alma, por ejemplo. Además, la diferencia que nuestra autora presente entre naturalismo y realismo no dependería -en su concepción- de la escuela, sino de la religión: el autor que no creyera en el alma, se encontraría con que no podría escribir novelas realistas. Es, pues, y aunque ella no lo crea, una identificación entre realismo e idealismo; doña Emilia es una escritora idealista, aunque adopte algunos rasgos circunstanciales del naturalismo.

En cualquier caso, doña Emilia ve muy bien que el método naturalista no proporciona inmediata y automáticamente la realidad o la verdad. En efecto, como vimos antes, el autor es quien echa a andar a sus personajes, de él depende que la historia sea convincente o no, y esa capacidad de convencer no depende tanto de los datos como de la manera de desarrollarlos, combinarlos y resolverlos. Si el autor intuitivamente, o de otra manera, conoce la vida, su novela puede ser más real y verdadera que la de otro autor pero, en literatura, también cuenta el resultado, el efecto, la verosimilitud independientemente de la verdad, independientemente de que la concepción de la realidad presentada se ajuste a la realidad. Creo, sin embargo, que en un tipo de novela como la del siglo XIX, tan estrechamente relacionada con la historia inmediata, la comprensión de la realidad que ofrece el autor influye de manera decisiva en la verosimilitud. Veremos esto al analizar La Tribuna.

Creo que la cuestión palpitante, no es un estudio profundo del Naturalismo que doña Emilia Pardo Bazán no acaba de entender; sólo atiende a lo más superficial a pesar de sus intentos de fundamentar su análisis en unas teorías filosóficas que conoce mal. La misma simplificación deformadora se da cuando nuestra autora caracteriza su propia obra; me refiero a la identificación que realiza entre su novela y la novela realista del siglo de Oro, especialmente la picaresca con la que, en realidad, poco tiene que ver.

En otro aspecto de cosas, la cuestión palpitante nos ilustra sobre algunas preferencias literarias de su autora, por ejemplo, el gusto por la descripción de sensaciones visuales, juego de luz y sombra, color, y sus correspondientes valoraciones anímicas. A este propósito, hablando de los hermanos Goncourt, dice:

«No se limitaron a pintar lo exterior de las cosas y la sensación que produce su aspecto, sino las sugestiones de tristeza, júbilo o meditación que en ellas encuentra el ánimo: de suerte que no sólo dominaron el colorido como Teófilo Gautier, sino el claroscuro, la cantidad de luz o de sombra, que tanto influye en nuestro espíritu [...]».


(Pág. 114)                


El ejemplo de los Goncourt, el colorido, dejará abundantes huellas en la prosa de doña Emilia; también utilizará una técnica aprendida de Zola:

«Pues Zola -y aquí empiezan las innovaciones- presenta las ideas en la misma forma irregular y sucesión desordenada, pero lógica en que fluyen al cerebro, sin arreglarlas en periodos oratorios ni encadenarlas en discretos razonamientos; y con este método hábil y dificilísimo a fuerza de ser sencillo, logra que nos forjemos la ilusión de ver pensar a sus héroes».


(Pág. 142)                


Este tipo de monólogo interior o automatismo de conciencia, lo utilizará doña Emilia; lo mismo harán Clarín y Galdós.

En otra ocasión ve muy bien el origen remoto de la novela como género literario en el cuento (pág. 66), etc.

Un tanto al margen del estudio directo de doña Emilia Pardo Bazán, creo conveniente detenernos un momento en esta frase:

«Hay escritores que ven el mundo reflejado en un espejo convexo, y, por consiguiente, desfigurado. Balzac lo miró con ojos lenticulares, que sin alterar la forma, aumentaba sus proporciones».


(Pág. 101)                


Me parece indudable que Valle Inclán tomó de aquí su famosa definición del esperpento; la realidad reflejada en un espejo cóncavo, da origen a ese nuevo género creado por el autor de Luces de Bohemia; en el caso de Valle, se trata de conservar la forma y disminuir sus proporciones, la deformación no se refiere tanto a los propios personajes, como a la relación de éstos con el exterior, con la realidad.

Por último y para acabar el estudio de la cuestión palpitante, hay que señalar las acertadas críticas de la autora sobre Pereda, Galdós y otros compañeros en las tareas literarias.


«La Tribuna»

Los críticos, en general, han insistido en el aspecto social de esta novela, lo que resulta lógico si pensamos que es la autora quien presenta el problema y plantea la novela en estos términos. Así pues, La Tribuna, presenta un interesante problema de historia literaria, ya que aparece para algunos estudiosos como la primera novela social española; éste será el primer punto que trataremos ahora, después intentaremos averiguar cuál es la ideología que sustenta la autora en esta obra, para pasar, más adelante, al análisis y descripción de los procedimientos estilísticos literarios, que la Pardo Bazán pone en juego en La Tribuna.

Benito Varela Jácome, en el prólogo a su edición de La Tribuna (Madrid, Cátedra, 1975; las citas remiten siempre a esta edición), afirma:

«las interpretaciones del mundo laboral en España son escasas y todas posteriores: unas someras alusiones en Fortunata y Jacinta (1886-1887), los recuerdos de las minas de carbón en La Regenta (1884); la transformación conflictiva de un patriarcal valle asturiano, con la explotación minera, en La aldea perdida (1903); los problemas obreros de una zona minera bilbaína y de los altos hornos del Nervión, en El Intruso (1904) de Blasco Ibáñez. Por eso, La Tribuna tiene una singular significación. Es la primera novela española de protagonismo obrero».


(Pág. 48)                


De la misma opinión es Carmen Bravo Villasante, o César Barja; sin embargo, Germán Gullón, sostiene una postura diferente en su libro El narrador, en la novela del siglo XIX (Madrid, Taurus, 1976); en primer lugar señala algunos posibles antecedentes, más o menos remotos, que han podido «inspirar» a nuestra autora:

«En 1881 había aparecido La desheredada, de Galdós, novela que doña Emilia cita en el prólogo a La Tribuna, fechado en la Granja de Meirás en octubre de 1882, destacando el hecho de que en ella se habla de los barrios bajos, es decir, un lenguaje vivo y no idealizado, citando a Galdós y a Pereda como los "maestros" en quienes se inspiraba para buscar en el leguaje el de los personajes de su novela. La desheredada es probablemente la obra galdosiana en que la situación social en general y de los personajes importa más que el desarrollo de la acción y bien puede suponerse que, aun sin tener completa conciencia de ello, la novelista incipiente fuera influida hasta cierto punto por las escenas de aquella novela. Recordando el precedente, por lo que pudiera valer, me apresuraré a decir que doña Emilia sigue con más fidelidad el camino que las de Zola (a quien también cita en el prólogo de referencia) habían abierto en Francia, hasta el punto de que es posible debatir si la calificación «novela social» puede aplicarse a La Tribuna».


(Pág. 43)                


La opinión de este crítico es que no nos encontramos todavía ante una novela social, puede ser, sí, un precedente ya que doña Emilia Pardo Bazán:

«Se preocupa más por el retrato de los personajes que por el conflicto producido por el enfrentamiento de la pobreza injusta y la riqueza inmerecida. Por eso La Tribuna no me parece, como a Carmen Bravo Villasante, "la primera novela social", sino un novela social frustrada. La autora utilizó en ella casi todos los materiales necesarios para construir lo que pudo ser una novela social, pero le faltó lo esencial: transmutar la acción colectiva y poner a la colectividad en el primer plano, cosa que en esta obra sólo a ratos ocurre. La obra, a mi parecer, ocupa en la historia de las letras españolas un lugar semejante al de Juan José de Dicenta; ésta en el teatro, la Pardo Bazán en la novela».


(Pág. 44)                


Con estas denominaciones de novela social u obra social, ocurre lo mismo que con la etiqueta de realista, que se pueden aplicar a casi cualquier obra, mientras no se dé una definición estricta del concepto. En consecuencia, nosotros, entenderemos por novela social solamente aquella obra que muestra las relaciones entre las clases sociales en el proceso producción; si esto es así, nada hay de novela social en La Tribuna, y sería mejor denominarla, como hace Benito Varela Jácome con toda razón, novela de protagonista obrero. Ahora bien, si aceptamos esta denominación caracterizadora de la obra en cuestión, entonces encontraremos que no es, ni mucho menos, la primera novela de este tipo en las letras españolas ni, por supuesto, en las francesas. Por ejemplo, entre las nuestras, podemos citar María o la hija de un jornalero, de Wenceslao Ayquals de Izco, publicada en 1845, y en general, las obras de este autor como el más representativo de un género: La marquesa Bellaflor o El niño de la Inclusa, historianovela (1846), incluso con su pretensión de historicidad; Pobres y ricos o La bruja de Madrid. Novela de costumbres sociales original (1851), donde aparece el calificativo de social; Los pobres de Madrid. Novela popular (1857); La justicia divina o el hijo del deshonor (1859). Otras obras de otros autores también podrían entrar aquí. Por ejemplo, Francisco Álvarez Durán: La mano negra de Sevilla (1861); Manuel Fernández y González, Luisa o el ángel de la redención (1867), etc. Y no hay que olvidar que doña Emilia como todo el mundo, conocía este tipo de obras, que es:

«La novela mal impresa, coleccionada de folletines, con láminas melodramáticas y cursis; y la novela, en suma más antiliteraria en el fondo, donde el arte importa un bledo y lo que interesa es únicamente saber en qué parará y cómo se las compondrá el autor para salvar a tal personaje o matar a cuál otro».


(La cuestión palpitante. Pág. 90)                


La Tribuna refleja una gran influencia del folletín, lo que no tiene nada de raro ya que otros muchos autores «serios» la sufrieron también; piénsese en Galdós, por ejemplo (sobre esto se puede consultar el documentado libro de Leonardo Romero Tobar La novela popular española del siglo XIX, Madrid, 1976). Con los folletines coincide La Tribuna, en la combinación de problemas sociales y amorosos, en la preocupación, casi simbólica, por la seducción de una mujer humilde y el subsiguiente fruto, etc. Creo que en esta novela, doña Emilia toma un esquema folletinesco, mutalis mutandis, y le pone «Arte», valores literarios al mismo tiempo que le quita dramatismo y suspense. Por supuesto, la perspectiva de La Tribuna, es exactamente la opuesta a la de los folletines; éstos adoptan una actitud populista al mismo tiempo que se encandilan de admiración por la lejana clase alta; para doña Emilia, que pertenece a esta clase, lo atractivo y extraño es el medio social ajeno, el proletariado ínfimo y los grupos marginales, pero su perspectiva es aristocrática, como veremos.

Tanto en los folletines como en La Tribuna, el tema social y el amoroso están fuertemente ligados, como es lógico porque son dos facetas del mismo planteamiento: el señorito de clase alta que se aprovecha, explota a la humilde hija del pueblo; es lo que ocurre también en Fortunata y Jacinta, por ejemplo. En todos los casos el hombre pertenece a la clase elevada, la mujer a la baja: el valor emblemático de la relación es evidente. Evidente y exacto en lo que respecta al sentimiento de utilización, de explotación, al llevar la peor parte en una actividad común, pero, como toda transposición sentimental, absolutamente errado en los mecanismos y fines respecto al término real, esto es, respecto a la explotación productiva de una clase por otra. En el caso de La Tribuna, la equivalencia es más sutil y complicada, porque lo que representa el emblema sexual -más que amoroso-, no es el trabajo productivo directamente, sino el poder político, el dominio y el mando como fundamentación ideológica de aquel.

En el planteamiento estrictamente fabril, en definitiva, en la parte de la novela que quedaría, si excluyéramos la actividad amorosa de Amparo, se produce un juego curioso: la autora omite toda una serie de datos y precisiones que, sin embargo, actúan en la creación de la novela. La historia transcurre en un tiempo y lugar concretos, plantea unos problemas inmediatos conocidos, todos próximos a los lectores y que pueden, sin ningún esfuerzo, ser conocidos por ellos. Así, la ausencia de determinados datos se convierte en una ocultación, hecha para que resuenen en la conciencia del lector -quizá los identifique- pero no se produce el análisis que hubiera tenido lugar inevitablemente de estar presentes en la obra. Germán Gullón, señala agudamente este caso que podemos tomar como paradigma del procedimiento:

«Ya vimos a las cigarreras, y a Amparo al frente de ellas, figurar entre los entusiastas de esta forma de gobierno (La República Federal). Aunque el narrador prefiera callar las razones de esa preferencia, el lector informado de la historia del período sabrá que los federalistas y su jefe, don Francisco Pi y Maragall, estaban más cerca de las reivindicaciones populares que los miembros de los demás partidos políticos».


(Pág. 63)                


La observación es muy interesante y reveladora, ya que pone de manifiesto todo un sistema de falseamiento de la realidad, oculto bajo una presentación objetiva. En efecto, lo que en Amparo y las cigarreras es un caso claro y revelador de cómo intuitivamente se acercan al partido que les conviene realmente, al que está más cerca de sus intereses de clase, se convierte en la novela, en un puro capricho sin sentido. La República Federal es, en La Tribuna, un mero nombre sin contenido, un color, nada más. De esta forma la autora juega, por un lado, con el hecho de nombrar directamente a un partido existente y a ese rasgo realista añade el de afiliar a las trabajadoras a dicho partido, que es lo que ocurría en la realidad. Pero, en la novela, aunque da el dato, oculta las razones del hecho, el porqué de la filiación al ocultar la ideología del partido y la ideología de Amparo que no se entera de nada. La relación proletarias-República Federal, queda así, como fruto de la casualidad y el azar, ya que doña Emilia ni siquiera acude a la explicación intuitiva ya que rechaza la racional y consciente. La elección de partido, por parte de Amparo y las suyas, es un antojo, lo mismo podrían haberse afiliado a ese, como a cualquier otro: se van con el primero que les encanta las orejas; pura demagogia y superficialidad la de esa República Federal. Por otro lado, la autora juega con la degradación de la República Federal, atacándola no es su doctrina, porque para ello debería haberse planteado la novela en términos ideológicos -lo que no hace-, sino en el aspecto físico de sus representantes, de sus afiliados y de sus actividades mundanas o festivas. Veamos todo esto.

Que Amparo no sabe nada de nada, no ya en cuanto al sistema ideológico, sino en lo que respecta a las opciones concretas e, incluso, a las palabras -como unidades mínimas de significación- es algo que la autora pone de manifiesto a cada paso, ridiculizando a su heroína sin ninguna piedad y sin ningún realismo, porque la voraz lectora de periódicos -aunque fueran periódicos federalistas-, algo debería haber aprendido, máxime si es algo despierta, como parece. Sin embargo, no es así. Por una parte, la culpa la tiene la prensa que maneja a los infelices sin que se den cuenta del hecho:

«Su alma impresionable, combustible, móvil y superficial, se teñía fácilmente del color del periódico que andaba en sus manos, y lo reflejaba con viveza y fidelidad extraordinarias».


(Pág. 105)                


«Y leído el último párrafo, que terminaba anunciando el próximo advenimiento de una era de perfecta libertad y bienestar absoluto, solían cruzar las manos, sonriendo y sintiéndose tan relajadas en sus fibras, tan blandas y dulces como un plato de huevos moles. Trabajo les costaba reprimir los impulsos de abrazarse que se les iban y venían. En cambio, si el escrito pertenecía al género bélico y tocaba a somatén, parecía que les daban a beber una mixtura de pólvora y alcohol. Montaban en cólera tan aína como se encrespan las olas del mar. Sordas exclamaciones acompañaban y cubrían a veces la voz de la lectora. Era contagiosa la ira, y mujer había allí de corazón más suave que la seda, incapaz de matar una mosca, y capaz a la sazón de pedir cien mil cabezas de los pícaros que viven chupando la sangre del pueblo».


(Pág. 108-109; y vid., también en la Pág. 106 otro ataque en contra la prensa)                


Dejando ahora aparte la degradación de las cigarreras, comparadas con un plato de huevos moles, degradación que se acentúa por contraste, frente a las palabras cultas que usa la autora en la descripción (mixtura, aína, a la sazón, etc.); dejando esto, digo, la condesa se dedica a presentar a Amparo como un ser sin personalidad y sin ideas, que únicamente refleja lo que lee; lo mismo ocurre con el resto de las demás cigarreras, que bailan al son que les toca la prensa demagógica. Por otra parte, que Amparo no se entera de nada es algo que se hace evidente después de leer este diálogo:

«-Dime una cosa, mujer.

-Más que sean dos.

-Y ¿qué significa eso de República Federal?

-Significa..., ¿qué ha de significar, repelo? Lo que predicaron esos.

-Pero no me hice bien cargo... ¿Qué más tiene eso que el gobierno que hay ahora?

-Tiene, tiene, tiene..., tiene que Madrí no se nos monte encima, y que haya honradez, paz, libertá, trabajo...

-Pero..., vamos una pregunta, por preguntar, mujer. ¿No decían, cuando vino el barullo de la revolución el año pasado, que nos iban a dar todo eso? Conforme aquellos no nos lo dieron, también podrá cuadrar, que no lo den estotros.

-No puede ser, y no, y no, porque éstos son otros hombres de otra manera, que miran por el bien del pueblo... No digas tontadas.

La encajerita se rió con su risa tenue.

-No, si lo que vienen a dar es trabajo, por acá no falta... Y digo yo y pregunto otra vez, si es verdá que quitan la estancación del tabaco, vamos a ver, ¿cómo os valéis las cigarreras? ¿Pidiendo limosna?

-¡Esa es una burrada de las gordas! -exclamó Amparo, fuerte ya en la controversia del punto concreto-. Oye y atiende, mujer, te lo voy a poner claro como el sol. Ahora el Gobierno nos tiene allí sujetas, ¿no es eso? Ganamos lo que a él se le antoja; si vienen, un suponer, buenas consignas, pues que vienen, y si no, fastidiarse. El chupa y engorda y se hace de oro, y nosotras, infelices, lo sudamos. Que se desestanca, que se desestancó; ¡hala con ella! Las reinas somos nosotras, las que tenemos nuestra habilidad en los dedos, con nosotras ha de venir a batir el consumidor y el estanquero, y si a mano viene, el ministro del ramo... ¿Aún no entendiste, tercona?

Meneaba suavemente la cabeza la encajerita, mientras los hilos de la labor se deslizaban, se cruzaban, se entretejían a través de sus dedos; y los palillos de boj, chocando unos con otros, hacían una musiquilla flauteada.

-Es que... Tú pintas las cosas... Pero dime...

-¡Qué porfiosa del diantre!

-Dime con verdad... ¿Falta ahora gente que pretenda entrar en la fábrica?

-¡Faltar! ¡Más empeños andan danzando!

-Pues catá... El día que quiten la estancación se echa medio mundo a trabajar en cigarros, y habiendo mucho quien trabaje, el trabajo anda por los suelos de barato. ¿Qué me está pasando a mí? Empezó la tía a hacer encajes, y le salieron dos o tres de Portomar a poner la competencia..., porque ahora son mucha moda [...]. Pues con todo y que se llevan tanto, como ya somos muchas a menear los palitroques, hay que arreglar los precios...»


(Págs. 141-142)                


Hay que ver con qué suavidad y con qué ironía la humilde encajerita deshace los argumentos de Amparo; y lo hace en dos frentes: por una parte la teoría del partido queda reducida a la proclamación de unas buenas intenciones que, de cumplirse, se cumplirán si efectivamente los hombres son de otra manera y miran por el bien del pueblo; por otra, reduce a la nada la teoría económica de Amparo, que no sabe defenderse. Ahora bien, la encajerita (que acabará profesando en un convento), plantea la ley de la oferta y la demanda referida a la fuerza del trabajo, pero -igual que Amparo- presenta el problema desligándolo del capital y reducido a un individuo o grupo de individuos. Aquí, se evidencia la verdadera mala fe con que doña Emilia Pardo Bazán, plantea el problema laboral.

En efecto, La Tribuna no plantea un conflicto entre trabajo y capital ya que este último no aparece por ningún sitio: el empresario es el Estado que, por definición, no busca un lucro personal y aparece como ente abstracto, sobre todo porque se manifiesta como Administración, eliminando así las posibles conexiones políticas. Así, el punto central, que indudablemente es la explotación de un trabajo asalariado por el dueño de los medios de producción, esto es, el problema de la plusvalía, no se toma en consideración, no existe. En segundo lugar, la condesa de Pardo Bazán ignora olímpicamente, la posibilidad de que los obreros se agrupen no por ramas productivas (corporativismo), sino formando un sindicato de clase. Por último, la argumentación de la encajerita es macabra, ya que condena a su situación a los obreros que quieren entrar en la fábrica de tabacos, gentes que, dadas las condiciones de trabajo entre las cigarreras, no será por comodidad o vagancia por lo que desean entrar: son parados, muertos de hambre, menesterosos, lumpen. Toda esta realidad social, es presentada por la futura monja como competencia indeseable: mejor será que permanezca en su sitio, fuera del paraíso reservado para las obreras, en la Real Fábrica de Tabacos de La Coruña. Y digo que la actitud de doña Emilia es de mala fe, porque no presenta todos los datos, ni todas las posibilidades; hubiera bastado con que señalara que Amparo no conocía la teoría federalista, ni los ideales proletarios que eran otros, pero no, la autora en este diálogo hace que la cigarrera represente la ideología popular. No es que doña Emilia ignorara los verdaderos planteamientos teóricos, algo sabe de ellos, o hace como que sabe: «aquí, que no somos ni comunistas ni tacaños, guardamos el comunismo y la tacañería para las novelas», (La Cuestión Palpitante, pág. 178), y algo dice del socialismo al final de La Tribuna con palabras desesperadas de Amparo, sobre las que volveremos.

Se podría pensar que, efectivamente, Amparo no sabe lo que dice, que entiende las cosas a medias y mal. Sin embargo, para que el lector no se haga ilusiones, la Pardo Bazán degrada a los dirigentes del partido federalista, punto puesto ya en duda por la encajerita. La visión que la autora nos da de los dirigentes federalistas, es la de un viejo ingenuo y tonto, pura apariencia, y la de un ser atravesado.

«Presidía la mesa el viejo de blanca barba, y la teatral nobleza de su figura completaba la decoración».


(Pág. 150)                


«Este en pie, con su barba plateada y levemente ondulada, como la de los ermitaños de tragedia (pág. 152). Y la barba nívea de patriarca, resplandeciente al sol, como la de Jehová en los cuadros bíblicos (pág. 155). Y el viejo y la niña no estaban a dos dedos de romper a llorar, y algunos de los convidados se reían a so capa viendo aquel brazo paternal que rodeaba aquel cuello juvenil».


(Pág. 153; otros casos en págs. 156 y 157)                


El ejemplo citado en último lugar me interesa porque además de presentar la antigua pareja ridícula del viejo y la niña, muestra cómo la gente que asiste al banquete tiene malas entrañas y se ríe de su líder: no son sentimentales, sino aprovechados. La degradación de la clase alta, que se produce en algunos momentos, atañe a lo personal, a la falta de algunas virtudes aristocráticas, como la caridad; la crítica de la clase baja se centra en lo social y político.

Pero no basta con lo social y político, doña Emilia se ensaña con la gente popular, ridiculizando sus fiestas, sus celebraciones, quizá por la conexión con el federalismo:

«Diríase que era la detonación de algún petardo que así alteraba la amplia serenidad del ambiente, como el zumbido de un mosquito turbaría el reposo de un gigante».


(Pág. 146)                


«Las tocatas de la banda de música, hecha pedazos de puro soplar himnos y más himnos patrióticos, se empequeñecían en el libre y anchuroso espacio, hasta semejarse al estallido de una docena de buñuelos al caer en el aceite hirviendo donde se fríen. Y visto desde la playa, el mismo numeroso gentío podía compararse a un avispero, y la bandera roja, a un trapo de los que los chicos cuelgan de una caña a fin de pescar ranas en las ciénagas».


(Pág. 146)                


La última comparación es todo un hallazgo literario, fuertemente expresiva de la degradación y del desprecio frente a la realidad presentada, y muy descriptiva tanto en lo formal, como en la significación. Del conjunto de los dos párrafos me interesa señalar la miniaturización que sufren los hombres y sus actividades al ser comparadas con la Naturaleza, cuya serenidad no consiguen turbar; es lógico si pensamos en la oposición entre orden «natural» y afanes revolucionarios populares, «antinaturales». Hay además una degradación directa de las personas: si antes las cigarreras parecía huevos moles, ahora la banda parece una docena de buñuelos; los individuos son como avispas. Hay otros casos de animalización, que doña Emilia aprende, sin duda de las técnicas naturalistas francesas y señalada por Benito Varela Jácome:

«Lo más característico del barrio eran los chiquillos. De cada casucha baja y roma, al salir el sol en el horizonte, salía una tribu, una pollada, un hormiguero de ángeles, entre uno y doce años, que daba gloria. De ellos los había patizambos, que corrían como asustados palmípedos; de ellos, derechitos de piernas y ágiles como micos o ardillas. [...]. Cuál lucía hirsuta gorra de pelo, que le daba semejanza de un oso [...]. Cuál un enorme pañuelo de algodón, atado con tal arte, que las puntas simulaban orejas de liebre».


(Págs. 212-213)                


Como señala Varela Jácome, «al lado de las trasmutaciones zoomórficas, encontramos una especial preferencia por la deformidad, por las taras, por lo monstruoso, por los mendigos descritos con fuertes brochazos, anticipo de las creaciones expresionistas de Valle-Inclán (pág. 52). En efecto, esto es así; hay que señalar únicamente que este procedimiento se aplica únicamente a los componentes de la clase baja, nunca a los de la alta. Con ello, la separación entre ambas no es ya, sólo un resultado de la casualidad o del dinero. Veamos, por ejemplo, lo que doña Emilia osa hacer con su propia clase:

«No era difícil conocer al primer golpe de vista las notabilidades de la ciudad, una fila de altos sombreros de felpa, de bastones de rotén o concha con puño de oro, de gabanes de castor, todo llevado por caballeros correctos y seriotes, revelaba claramente a las autoridades, regente, magistrados, segundo cabo, gobernador civil; seis o siete pantalones gris perla, pares de guantes claros y flamantes corbatas denunciaban a la dorada juventud; unas cuantas sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que trascendían a mil leguas a importación madrileña, indicaban a las dueñas del cetro de la moda. [...]. Un grupo de oficiales de Infantería y Caballería ocupaban un banco entero, y el sol parecía concentrarse allí, atraído por el resplandor de los galones y estrellas de oro, por los pantalones de rojo vivo, por el relampagueo de las vainas de sable y el hule reluciente del casco de los roses».


(Pág. 75)                


No es todavía, ni mucho menos, la cosificación que caracteriza la última época del Valle-Inclán de Vida mi dueño, aunque está en la línea. Aquí todavía aparecen las personas y reciben el prestigio reflejado de los trajes y complementos: es una descripción estática y embellecedora. Frente a esta presentación veamos las pertenencias de Amparo:

«Y reunió un ajuar digno de una reina, a saber: un escarpidor de cuerno y una lendrera de boj; dos paquetes de orquillas tomadas de orín; un bote de pomada rosa; medio jabón aux amandes amères, con pelitos de la barba de los parroquianos, cortados y adheridos todavía; un frasco, casi vacío, de esencia de heno, y otras baratijas del mismo jaez. Amalgamando tales elementos, logró Amparo desbastar su figura y sacarla a la luz, descubriendo su verdadero color y forma, como se descubre la del tubérculo enterrado al arrancarlo y lavarlo».


(Pág. 102)                


La descripción «naturalista» sólo se aplica a un grupo de los personajes de La Tribuna y, además, en algunos casos, como en éste, la impasibilidad del autor brilla por su ausencia: hay un distanciamiento irónico que sirve para intensificar lo humilde de las pertenencias de Amparo, comparándolas implícitamente con los de una dama, como si no bastara la simple enumeración. El espejo deforma intencionadamente.

Sin embargo, hay algunos momentos en que la técnica que la condesa entiende por naturalista, se aplica a la descripción del estado de los proletarios. En estos casos, la pintura es tétrica, horrible, y refleja una situación a todas luces, injusta e inhumana:

«En el taller del desvenado daba frío ver, agazapadas sobre las negras baldosas y bajo sombría bóveda, sostenida por arcos de mampostería, y algo semejante a una cripta sepulcral, muchas mujeres, viejas la mayor parte, hundidas hasta la cintura en montones de hoja de tabaco, que revolvían con sus manos trémulas, separando la vena de la hoja».


(Pág. 164)                


Y en general aparece el mismo tono cuando doña Emilia describe el mundo del trabajo, tanto el trabajo masculino como el femenino (vid. pág. 166). Por ello, decir que nuestra autora defiende y reivindica el derecho de la mujer a la actividad laboral, parece una broma macabra. En cualquier caso, el mundo del trabajo fabril está descrito con toda minuciosidad, sin ahorrar detalles negativos, incluso, insistiendo a veces en ellos; de esta manera, la autora no es impasible ante el objeto de su descripción: el esfuerzo y el sufrimiento ajenos no dejan de arrancarle valoraciones subjetivas, compadecidas por la situación de los obreros de la Real Fábrica. No obstante parece como si doña Emilia distinguiera y separara perfectamente el trabajo industrial o fabril ciudadano, del trabajo artesano o «natural», y esto en dos frentes o aspectos. Por un lado ve cómo el impulso revolucionario aparece con mayor fuerza y es más vivo en el primer grupo que en el segundo, ya que, como señala Gullón, al referirse a la situación en la Fábrica de Tabacos, «las obreras no son presentadas como un bloque, sino divididas en dos grupos: las del campo, apegadas a la tradición; las de la ciudad, afectas a la revolución» (op. cit., pág. 53); y lo mismo observa de otros lugares, por ejemplo en Barcelona, emblema de la civilización industrial, ampliando el hecho a la clase social, como función productiva independiente de su localización geográfica:

«Y estos otros también van a sacar las uñas por Barcelona y donde haya blusas y fábricas. Lo peor de todo es que harán de España mangas y capirotes...»


(Pág. 138)                


Las connotaciones negativas son obvias; connotaciones que no aparecen en las descripciones de los otros tipos de actividades, la de los pescadores y el puerto, la encajerita o la fabricación de barquillos, por ejemplo. A esta distinción, corresponde otra en la forma de la narración, en el estilo, pues si en la descripción de la actividad fabril quizá la compasión hace que aparezcan las notas negativas, de horror y desagrado, al tratar de la fabricación de los barquillos o de la vida de los pobres, las connotaciones, comparaciones, imágenes, etc., apuntan a la poetización de la realidad descrita; un solo ejemplo bastará:

«-Afiáncese, señora..., así..., cárguese más..., aguarde, que le voy a batir ese jergón..., -y aquí se escuchó una gran sinfonía de hojas de maíz, un sirrisssch prolongado y armonioso».


(Pág. 66)                


La correspondencia de las peculiaridades estilísticas subjetivas, con la valoración objetiva de los dos mundos del trabajo, no necesita ser subrayada. Ahora bien, tanto en un caso como en otro, lo que nos da doña Emilia, no es la visión que los personajes tienen de la situación, sus perspectivas, sino las asociaciones que a ella como autora se le presentan: es un distanciamiento incoherente o no solidario con el mundo descrito; el narrador ve la realidad como un folklorista, resaltando los rasgos curiosos, extremados, pintorescos, de ese mundo exótico que es el de los pobres y el de los trabajadores industriales.

Por supuesto, lo negativo de las condiciones de trabajo subsisten, a pesar de los pesares, y doña Emilia lo reconoce. Ante este hecho caben dos comentarios inmediatos, uno está implícito en la obra, es el que se refiere a las ventajas del trabajo tradicional (campo, mar, encaje, barquillos) frente al deshumanizador trabajo industrial, ventajas que afectan tanto al obrero como a la sociedad en su conjunto ya que le evitan desórdenes y revoluciones. El otro comentario es más curioso y revelador: Emilia Pardo Bazán, acepta la perspectiva de la clase baja, y ve en su situación, en la desigualdad, una injusticia o, mejor, un mal; sin embargo, no cree que la cosa tenga solución, la vida es así, siempre habrá pobres y ricos, explotadores y explotados, porque eso es lo natural, el orden inevitable de las cosas. Haciendo gala de un realismo loable, doña Emilia pone la protesta, la justificada y renovada protesta, en boca de Amparo; y acepta su fraseología; lo que, a mi entender, constituye un discurso clave para la comprensión de la novela; por este interés reproduce el texto casi completo:

«En sus labios, la república federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta, plazo señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja. Un aura socialista palpitó en sus palabras que estremecieron la fábrica toda, máxime cuando el desconcierto de la Hacienda dio lugar a que se retrase nuevamente la paga en aquella dependencia del Estado [...].

¡Qué cuenta tan larga..., -proseguía la oradora animándose al ver el mágico y terrible efecto de sus palabras-, que cuenta tan larga darán a Dios algún día esas sanguijuelas, que nos chupan la sangre toda! Digo yo, y quiero que me digan, porque nadie contesta a esto, ni puede contestarme: ¿Hizo Dios dos castas de hombres, por si acaso, una de pobres y otra de ricos? ¿Hizo a unos para que se paseasen, durmiesen, anduviesen majos y hartos, y contentos, y otros para sudar siempre y arrimar el hombro a todas las labores, y a morirse como perros sin que nadie se acuerde de que vinieron al mundo? ¿Qué justicia es ésta, retepelo? Unos trabajan la tierra, otros comen el trigo: unos siembran y otros recogen; tú, un suponer, plantaste la viña, pues yo vengo con mis manos lavadas y me bebo el vino [...].

¡Siempre unos holgando y otros reventando! Pues no ha de durar hasta el fin de los siglos, que alguna vez se ha de volver la tortilla.

-El que está debajo, mujer, debajito se queda.

-¡Conversación! Mira tú: en París, de Francia, el cuento ese de la Común... ¡Anda si pusieron lo de arriba abajo! ¡Anda si sacudieron! No quedó casa...; así, así debemos hacer aquí, si no nos pagan (esto es, "prender fuego a todos los edificios públicos, y a las casas de los ricos, y a fusilar a los prisioneros, y hasta al arzobispo, y a los curas...")»


(Págs. 238-239 y 204)                


Señalaremos en primer lugar el aura socialista que doña Emilia dice, palpita en las palabras de Amparo; es una referencia sin contenido, nadie (en la novela) ha explicado en qué consiste el análisis socialista de la realidad, ni qué soluciones propugna; es el mismo mecanismo utilizado a propósito de la República Federal. Si suponemos que doña Emilia Pardo Bazán, sabía lo que era el socialismo y creía que quizás sus lectores podían saber algo de él, la elección del Estado y de la Hacienda pública como empresario cobra un nuevo sentido, como vimos antes. Además, y esto me parece fundamental, la práctica que propone Amparo y que, en consecuencia, puede identificarse con ese «socialismo», es en realidad el milenarismo anarquista, el tradicional espartaquismo inaceptable para cualquier persona medianamente sensata. Amparo habla aquí por despecho (lo hace inmediatamente después de una conversación sobre su seducción), levanta sus tesis reivindicativas sobre unas bases cristianas, morales y, sobre todo, acaba disparatando al proponer, como ejemplo final, la Comuna, cuyo sentido o contenido se reduce a incendios y asesinatos, con uno de estos desplazamientos típicos de doña Emilia que vacía los nombres de sus contenidos reales, para sustituirlos por otros fabricados a su gusto y conveniencia.

De todo este discurso queda clara una cosa, el planteamiento revanchista de Amparo, expresado en la vuelta de la tortilla, esto es, mantener la relación de dependencia, conservando la situación explotadores-explotados, cambiando únicamente las personas que representan esos papeles. Presentadas así las cosas está claro que no hay solución: si no mandan unos, mandarán otros, no hay término medio ni tercera vía ya que el cambio de estructuras que propone el socialismo ni siquiera se tiene en cuenta; en consecuencia, los que tienen el poder tendrán la razón si lo conservan, pues tienen ya una coartada moral para justificar subjetivamente su situación. Y objetivamente, doña Emilia proporciona un argumento inobjetable para que sigan mandando los de siempre, porque ellos lo hacen mejor, son más humanos en su trato, sí, hay diferencias entre unas personas y otras, como muestra la autora a lo largo de toda la novela:

«Lo gracioso del caso está en que, siendo el paisanillo tan útil, por mejor decir indispensable, no hubo criatura más maltratada, insultada y reñida que él. Sus más leves faltas se volvían horribles crímenes, y por ellos se le formaba una especie de consejo de guerra. Llovían sobre él a todas horas multitud de improperios, burlas y vejaciones.

La explotación del hombre por el hombre, tomaba carácter despiadado y feroz, según suele acontecer cuanto se ejerce de pobre a pobre, y Chinto se veía estrujado, prensado, zarandeado y pisoteado al mismo tiempo. Le habían calificado y definido ya: era un mulo y nada más que un mulo».


(Pág. 121)                


«Para Amparo, hija de las calles de Marineda, ciudadana hasta la médula de los huesos, Chinto era un idiota. Alguna duquesa confinada en oscuro pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto».


(Pág. 123)                


No sé yo si doña Emilia creerá que hay una aristocracia de sangre, y que el rey lo es por la gracia de Dios, pero, sea así o no, lo cierto es que lo parece, por lo menos en cuanto a la realidad actual. Para ella, el orden natural-tradicional es el monárquico, el de siempre, usurpado o imitado por otros, pero cuya realización perfecta sólo se produce cuando el monarca es el rey:

«A todo esto, el poder, representado por el regente Serrano, al cual se tributaban honores casi regios, estaba realmente en las vigorosas manos de Prim, que olfateando la ruina de la gloriosa, como el marino vislumbra en el remoto horizonte el huracán, sin entretenerse en fruslerías demagógicas, sólo pensaba en traer un monarca, llamado a sosegar al país. España estaba próxima a la gran lucha de la tradición contra el liberalismo, del campo contra las ciudades: lid magna que tenía en la fábrica de Marineda su representación en pequeño».


(Pág. 126)                


Recordemos aquí el viejo planteamiento que enfrenta campo y ciudad, cada una con sus correspondientes concordancias y valoraciones, ya establecidas por la Fernán Caballero, y compartidas por Alarcón, Pereda, etc. Doña Emilia, insiste en el planteamiento, dándole una dimensión directamente política y real, pero manteniendo, por ahora, la valoración que hemos ido viendo en otros autores:

«Durante la deshecha borrasca de ideas políticas que se alzó de pronto, observóse que el campo y las ciudades situadas tierra adentro se inclinaron a la tradición monárquica, mientras las poblaciones fabriles y comerciales, y los puertos de mar, aclamaron a la República».


(Pág. 104-105)                


Sin embargo en el caso de doña Emilia la cosa no es tan sencilla: el campo, la naturaleza virgen o casi virgen, será el tema de Los Pazos de Ulloa y de La Madre Naturaleza; en estas dos novelas el campo, o mejor, los habitantes del campo, sean nobles o plebeyos, no están vistos de manera demasiado positiva, más bien al contrario: doña Emilia no oculta la degradación ni los rasgos negativos, de la sociedad rural, lo mismo hará Pereda pero, frente al montañés, que a pesar de todo, prefiere el patriarcalismo campesino a la sociedad urbana, nuestra autora cree que ese modelo está agotado y, en consecuencia lo rechaza, sustituyéndolo, al parecer, por el aristocratismo ilustrado que ella representa.

Hasta ahora hemos visto un aspecto de La Tribuna, nos falta otro que es fundamental en el desarrollo argumental de esta historia, me refiero al planteamiento sentimental amoroso, a las relaciones entre Baltasar y Amparo.

En general, la crítica opina que en La Tribuna, se exponen dos historias distintas y no muy bien enlazadas; unos autores prefieren el planteamiento político, otros el amoroso; así, Cesar Barja escribe: «Nada gana la novela con esta mezcla de aspectos, de los cuales uno, el político, deshumaniza lo que el otro, el amoroso, hubiera humanizado. Si como mujer llega a interesarnos algo Amparo, como Tribuna y como revolucionaria no nos interesa, ni poco ni mucho» (op. cit., pág. 314). Benito Varela Jácome cree que hay una relación de causa-efecto: «Amparo, burlada, víctima de la pasión amorosa de un burgués, ahoga su despecho, en el activismo político o se enciende en vanas ideas de venganza en su conciencia de clase» (capítulos 35 y 36) (op. cit., pág. 37). Germán Gullón, por su parte, encuentra que entre los dos temas existe una relación más íntima y profunda:

«Quizá, como ahora trataré de exponer, el fallo más grave de la novela consiste en que los episodios novelescos no lograron trabarse en una unidad vigorosa; la mezcla no llegó a ser fusión, y los amores de Amparo y Baltasar resultan un tanto marginales y acaso no suficientemente motivados. La estructura es adecuada; no lo es la realización. [...]. Es fácil ver que a la línea temática general -la que se refiere a la toma de conciencia política de Amparo-, se oponen como contrapunto, los capítulos dedicados a los amores de la muchacha con Baltasar. Capítulos más convencionales y menos vigorosos, pero acaso necesarios estructuralmente para que la figura de la protagonista resultara más aceptable».


(Op. cit., pág. 51)                


En mi opinión, no hay por qué oponer el aspecto amoroso al aspecto político de la novela, pues para mí, se trata de la misma y única historia, realizada en dos frentes o aspectos de manera paralela: ninguno depende del otro, aunque ambos dependen de la figura social de Amparo. Creo que el error se basa en una confusión en el punto de partida por parte de los críticos; en efecto, consideran éstos que Amparo representa una opción política y que adquiere o tiene conciencia de clase. Es cierto que doña Emilia dice de Amparo: «no tardó en encariñarse con la fábrica, en sentir ese orgullo y apego inexplicables que infunden la colectividad y la asociación: la fraternidad del trabajo» (pág. 94), pero la fraternidad y el cariño no es lo mismo que conciencia de clase: en el sentido que le da doña Emilia, la conciencia de clase es algo dado, desde el principio de la novela y desde el principio de la vida del individuo; y es absolutamente tradicional: que las clases sociales existen, y que cada persona pertenece a una u otra -y lo sabe- no es ningún descubrimiento. Lo que falta en la novela y en Amparo, es la conciencia de la función que la clase social juega en el proceso de producción y su relación estructural con las otras clases sociales. Y, sobre todo, conciencia de clase es el conocimiento de que la liberación sólo puede conseguirse solidariamente, como tal clase, no en solitario. Esto es lo que, precisamente, Amparo no tiene pues lo que doña Emilia pone en pie, no es un líder obrero, sino una desclasada que intenta por todos los medios cambiar, no la situación de las clases, sino su propia y particular situación dentro del sistema: trata de cambiar de clase. Uno de los medios para alterar la situación es encabezar la revolución, el otro un matrimonio ventajoso. Amparo tiene verdadera obsesión por el protagonismo, por brillar y llamar la atención, por ser el centro de las miradas, sea con su vestido rojo, sea con su belleza. Aspira a ocupar la brillante situación que una vez, en su niñez, admiró en la casa rica donde entró a cantar descalza. A lograr una posición destacada, prominente, dedica todas sus energías y de la misma forma que no tiene conciencia de clase e intenta utilizar a las cigarreras para cumplir su venganza personal, tampoco siente amor por Baltasar, ese rey mago que le permitirá ascender en la escala social; por ello, para atarle, se deja conducir. Y se equivoca, se equivoca en este caso como se equivoca en todos los demás intentos: las cigarreras la abandona cuando más comprometida es la situación; el viejo y el joven de la República Federal la utilizan, simplemente aprovechan su entusiasmo y su credulidad ante las demagógicas promesas; como se aprovecha de ella Baltasar con promesas equivalentes. Amparo no es solidaria, no tiene más interés que subir, por ello, cuando la vía que le abre Baltasar parece practicable, abandona sus actividades revolucionarias, presume de los supuestos regalos de su enamorado, y se imagina ocupando ya su puesto en su nueva clase; y cuando su esperanza se revela falsa, vuelve a la política, camino que no toma ahora, sino que había abandonado antes a la vista de otro camino más rápido y, creía, más seguro para ella.

De esta manera, las dos historias son la historia de un intento, de dos tipos de engaño y de un mismo fracaso. Un engaño lo sufre Amparo en solitario, como corresponde a su intento de cambio personal; el otro engaño lo sufren todos los que han puesto sus esperanzas de salvación en la República, en uno y otro caso, engañados por las mentirosas palabras de los que sólo tratan de aprovecharse. La unidad se hace transparente y explícita al final de la novela, en el capítulo XXXVIII, titulado «¡Por fin llegó!», y lo que llegó fue un niño y la República, ambos acontecimientos identificados por el título que les cobija y por lo que ambos son: el resultado de engañar al honrado pueblo trabajador, sacándole de su camino y de su obligación. Ya, antes, la autora había dado alguna pista, al comparar a Amparo vestida de rojo con la República, momento en que también la ve Baltasar.

El irrealismo, la fantasía de Amparo la define como personaje: no distingue lo imaginado de lo real, lo que la lleva al desastre: el sueño en el que cada vez, ve su vestido rojo a cada momento más lejos -con un claro simbolismo-, lo toma por algo real y presente, es la vía amorosa; en la política le ocurre lo mismo cuando asiste a la representación teatral que desata el sarcasmo de la autora (pág. 254 y 255), con el que señala la superchería.

La Tribuna reproduce el mismo mecanismo en magnitudes cada vez mayores o menores, como se prefiera: Baltasar maneja a Amparo, Amparo maneja a las cigarreras, éstas y aquélla, son manejadas por la prensa y los dirigentes de la República Federal. Y todo es apariencia y fantasía, salvo el desastre a que llevan a España, los unos, y a Amparo, los otros. Esta visión tiene además la ventaja de desprestigiar a los movimientos revolucionarios por ellos mismos y por sus líderes, porque se mueven por odio, por despecho o para aprovecharse de los demás.

La Tribuna, es un antídoto contra la seducción, amorosa o política, en que pueden caer las personas ingenuas, poco formadas. La Pardo Bazán lo admite así en el prólogo, en un texto interesantísimo:

«Pero así como niego la intención satírica, no sé encubrir que en este libro, casi a pesar mío, entra un propósito que puede llamarse docente. Baste a disculparlo el declarar que nació del espectáculo mismo de las cosas y vino a mí, sin ser llamado, por su propio impulso. Al artista que sólo aspiraba a retratar el aspecto pintoresco y característico de una capa social se le presentó, por añadidura, la moraleja, y sería tan sistemático rechazarla como haberla buscado. Porque no necesité agrupar sucesos, ni violentar sus consecuencias, ni desviarme de la realidad concreta y positiva para tropezar con pruebas de que es absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce, y a las cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza latina practica mucho este género de culto fetichista e idolátrico, opino que, si escritores de más talento que yo lo combatiesen, prestarían señalado servicio a la patria».


(Pág. 58)                


Ya vimos cómo la obra sí es el resultado de una deformación y ocultamiento ideológico, que empieza ya al ver a una capa social, como objeto de una descripción «pintoresca». Ni que decir tiene que la propuesta final es una toma de partido clasista, lo imparcial hubiera sido pedir lo mismo respecto a los fervores monárquicos o proponer la educación de las clases bajas, empezando por explicar en qué consisten esas formas de gobierno que tanto le asustan. Y la labor del novelista, que intenta hacer una obra realista, concreta y positiva, sería, precisamente, dar cuenta de la relación entre proletariado y forma de gobierno y, después, descubrir las causas por las que una clase social se afilia y entusiasma por un partido y no por otro.

Queda claro, pues, que La Tribuna, no es una novela naturalista, ni socialmente comprometida, al menos con el pueblo bajo. La obra rechaza el activismo político, equiparándolo al activismo amoroso, condenables ambos cuando se producen en libertad.

En cualquier caso, nos encontramos en ese párrafo con un detalle que, considerado desde otra perspectiva, puede ser interesante, me refiero a la caracterización de la raza latina, considerada como un todo. Dejando ahora aparte el hecho de que los gallegos tienen más de celtas que de latinos, la tipificación de una persona o de un grupo responde a las técnicas narrativas del naturalismo. Doña Emilia, emplea con frecuencia este recurso, que consiste en adscribir un hecho, una persona, etcétera, a una categoría más amplia; en esta obra, sin embargo, la autora parece manejarlo con poca seguridad, y no pocas veces las clasificaciones son absurdas, por ejemplo cuando vuelve a ignorar la situación real de Galicia: «Amparo, tan amiga al ruido de la concurrencia, tan bullanguera, meridional y extremosa» (pág. 93). «(El puerto) semejante cuadro, cuyo fondo era un trozo de mar sereno, un muelle de piedras desiguales, una ribera peñascosa, tenía mucho de paisaje napolitano, completando la analogía los trajes y actitudes de los pescadores que no muy lejos tendían al sol redes para secarlas» (pág. 97). Las descripciones realísticas presentan, a veces, los mismos fallos: «murmuró Josefina entre dientes y con agresivo silbido de vocales» (pág. 99); «calamares -que dejaban pender sus esparcidos tentáculos, como patas de arañas muertas» (pág. 97), etc.

En otros casos, la comparación incluyente o clasificatoria es acertada:

«La magnitud del edificio compensaba su vetustez y lo poco airoso de su traza, y para Amparo, acostumbrada a venerar la fábrica desde sus tiernos años, poseían aquellas murallas una aureola de majestad, y habitaba en su recinto un poder que exigía obediencia ciega, que a todas partes alcanzaba y dominaba a todos. El adolescente que por primera vez pisa las aulas experimenta algo parecido a lo que sentía Amparo (pág. 91). La lisura de ágata de la frente; el bermellón de los carnosos labios; el ámbar de la nuca; el rosa trasparente de tabique de la nariz, el terciopelo castaño del lunar que travesea en la comisura de la boca; el vello áureo que desciende entre mejilla y la oreja ojos y dientes, el complemento indispensable de lo que se llama un tipo moreno».


(Pág. 102)                


Dejando el colorismo exagerado de la descripción, colorismo que nuestra autora admiraba sobre todas las cosas en los hermanos Goncourt, la descripción física de Amparo parece francamente positiva. Sin embargo, no es tan positiva ni tan ingenua como parece: como antes vimos, Amparo es, para doña Emilia, un carácter latino y meridional, el tipo moreno refuerza y justifica esa clasificación; ahora bien, los latinos son inferiores a otros pueblos (no se dice a qué pueblos), especialmente en lo que respecta al tema general de la novela, a la vida civil: «Por fin, el país había hecho una hombrada, o se la daban hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional» (pág. 104). Por si esto fuera poco o por si fuera demasiado, doña Emilia atenúa la belleza de Amparo, al mismo tiempo que la clasifica por sus rasgos físicos entre la gente baja: quizá las clases sociales no correspondan a dos razas de hombres, pero sí hay diferencias; no serán dos clases de animales, pero sí dos especies, géneros o subgéneros.

«Observábase, no obstante, en tan gallardo ejemplar femenino rasgos reveladores de su extracción: la frente era corta, un tanto arremangada la nariz, largos los colmillos, el cabello recio al tacto, la mirada directa, los tobillos y muñecas no muy delgados».


(Pág. 103)                


Tampoco las otras cigarreras escapan a la degradación comparativa, vegetal ahora:

«Entre las operarias alineadas a un lado y a otro, había sin duda algunos rostros juveniles y lindos; pero así como en una menestra se destaca la legumbre que más abunda, en tan enorme ensalada femenina...»


(Pág. 94)                


La psicología de la percepción enseña que el fondo no es lo que destaca, pero esto no nos importa ahora, lo que me interesa señalar es que la Pardo Bazán, utiliza los tipos de una manera apriorística, se sirve de ellos para probar unas tesis impuestas: exactamente, lo contrario de lo que hacen los naturalistas, aunque mantenga con ellos la apariencia de la naturalidad y realismo en el mundo descrito. Es un recurso para que parezca, para que al lector le dé la impresión de que las cosas son efectivamente así. En ese caso, la existencia de unas clases sociales, de un orden político y social (el aristocrático), es el resultado natural de un orden también natural, a cada estamento le corresponde un tipo de personas, o a la viceversa. Y no hay otra explicación. Esto implica, naturalmente, que la clase elevada es de otra forma, que se pueden establecer diferencias de tipo, no sólo de vestido o de dinero. Y efectivamente, para doña Emilia estas diferencias existen; para empezar, frente a la tipificación de la fauna vulgar, las señoritas son individuos, personas y por tanto escapan a la clasificación generalizadora, así dice de ellas:

«Lo primero que había que empezar por dilucidar es si conviene más a las señoritas vivir en paradisíaca inocencia, o conocer la vida y sus escollos y sirtes, para evitarlos; problema que, como casi todos, se resuelve en cada caso con arreglo a las circunstancias, porque existen tantos caracteres diversos como señoritas, y lo que a ésta le convenga será funestísimo quizá para aquélla, y vaya usted a establecer reglas absolutas».


(La cuestión palpitante, pág. 151)                


En La Tribuna, lleva a la práctica este individualismo, aplicándolo a las clases acomodadas, ya que la hija de una mujer tacaña puede ser generosa; otra señorita, como Josefina, puede ser afectada e ignorante (pág. 130), pero otras son cultas y realistas, por ejemplo la propia autora. En consecuencia hay que establecer las diferencias, hacer que se noten, aunque no se declaren explícitamente, lo que sería una falta de modestia y de tacto; el método es muy sencillo, se trata de que la narradora se distancie del objetivo descrito, lo que se consigue, por ejemplo, con el estilo: la forma es tanto más culta cuanto más popular es el tema.

«Aludía a la ventana, y jamás se dio el caso de que agregase género alguno de amplificación o escolio a sus oraciones clásicas».


(Pág. 71)                


El léxico, incluso con latinismos, galicismos y tecnicismos, funciona en el mismo sentido: epidermis (pág. 64); horas caniculares (pág. 65); el caldo del humilde menaje (pág. 67); espelunca (pág. 69); bujías, estearina, álbumes, estereóscopos (pág. 80); frutos de mar (pág 97); gastralgia (pág. 103); huesos del metacarpo (pág. 116); fornituras (pág. 126); bajo la grosera camisa se pronunciaban los omóplatos y el cúbito (!) (pág. 166); pañuelo de fular (pág. 170); romancescos incidentes (pág. 192); etc. Lo mismo se podría decir, en el otro plano, de la descripción cronométrica del arreglo de Amparo o de la científica fabricación de buñuelos, que no son, pues, descripciones objetivas.

En la forma de la narración se puede advertir un procedimiento característico, Germán Gullón lo explica muy bien:

«En el discurso narrativo se insertan, a veces, comentarios que no hay que tomar como opiniones del narrador, pues son consecuencia de utilizar el estilo indirecto libre, forma de discurso que expresa los sentimientos del personaje, sin atribuírselos directamente. Procedimiento muy en boga en aquella época, pero que la Pardo Bazán empleó aquí con moderación. Cuando se dice de Amparo niña: "Sola en casa con su padre, apenas éste salía, ella le imitaba, pero para no quedarse metida entre cuatro paredes; ¡vaya!, y que no eran tan alegres como para que nadie se embelesase mirándolas". Desde el "¡vaya!", inequívocamente conversacional, el narrador no tanto expone sus sentimientos como los de Amparo. La diferencia entre este tipo de discurso y el puramente descriptivo que a continuación encontramos, no ofrece dudas: en adjetivación y en imagen, el narrador se hace presente: "La cocina, oscura y angosta, parecía una espelunca, y encima del fogón relucían siniestramente las últimas brasas de la moribunda hoguera. En el patín [...], un innoble zapato que se reía a carcajadas". La espelunca y el zapato que ríe no corresponden a percepciones del personaje, sino a las del narrador».


(Op. cit., pág. 59)                


Cuando aparece el tránsito entre lo puramente narrativo y el estilo indirecto libre suele ser muy marcado, mediante una exclamación u otro recurso. Por otra parte el desequilibrio, entre un tono y el otro suele ser intenso. Hay, además, como una comprensión o apropiación del discurso de los personajes, que no se presenta directamente, en libertad, sino supeditado al de la autora, aunque conserve sus formulaciones. Don Juan Valera traducirá, conceptualizándolo, el pensamiento de sus personajes, Pereda los dejará libres muchas veces; uno trata de explicar la realidad, el otro de mostrarla directamente. Doña Emilia controla esas intervenciones. Dos ejemplos más:

«Y la muchacha se desperezó maquinalmente. Es que desde algunos meses acá bien poco le lucía el trabajo a su padre. Antes despachaba más».


(Pág. 65)                


«Y a Borrén, la moral -hombre, con franqueza- le tenía sin cuidado».


(Pág. 176)                


«Flores, hojuelas y orejas de fraile en Carnaval, buñuelos en todo tiempo... Pero nunca lo tenía [el tiempo] de lucir estas habilidades accesorias, porque los barquillos de diario eran absorbentes. ¡Bah! En consiguiendo vivir y mantener la familia...»


Pero quizá donde más clara se vea la distancia entre el narrador y lo narrado sea en la perspectiva del narrador. Vuelvo a dar la palabra de Gullón:

«No sólo en esta novela, sino en el resto de su obra, doña Emilia Pardo Bazán utiliza un tipo de narrador omnisciente que con frecuencia se interfiere en la acción, la comenta a su modo, moraliza más o menos extemporáneamente y, en suma, se afana por sugerir al lector lo que debe pensar de la acción y de los personajes. [...] Citaré un primer ejemplo elemental, en el que se aclara que los vagabundeos de Amparo responden al abandono en que ha crecido: "De estos instintos nómadas tendría bastante culpa la vida que forzosamente hizo de chiquilla mientras su madre asistía a la fábrica". En el presente narrativo, la madre está enferma en cama; luego, al hablar del abandono como consecuencia del trabajo, el narrador se remonta a un pasado del que pronto se informa el lector. Característica del narrador omnisciente es que su saber traspasa las fronteras, todas las fronteras, incluso las del tiempo: el presente resulta ser un futuro en que las cosas han cambiado, según se advierten cuando leemos frases como esta: "No tenía entonces Marineda el parque Inglés que, andando el tiempo, hermoseó su recinto". No sólo el "antes" de la novela, sino el "después". El tiempo del narrador es como el de Dios, vasto e inclusivo; en una página, en unas líneas puede pasar del ayer al mañana, retroceder o adelantar o estarse quieto, manipulando a su antojo los problemas de la temporalidad».


(Op. cit., págs. 58-59)                


Y no sólo maneja la temporalidad, la narradora lo sabe todo, está informada de todo, lo comprende todo, incluso lo que deduce indirectamente de los exiguos datos de que dispone, se confirma después, como es el caso del condicional conjetural tendría de la frase reproducida por Gullón. Frente a tanta sabiduría y cultura, las pobres cigarreras ignoran hasta lo que saben; no sólo me refiero a la ceguera de Amparo en el asunto de su seducción, tan evidente y a pesar de tantas veces como se lo han cantado, también ignoran lo inmediato, por ejemplo:

«En su imprevisión estratégica, olvidaban que del otro lado, al extremo del callejón del Sol, existía un portillo, un lado débil sobre el cual debía cargar el empuje del ataque. No estaba la generala en jefe para tales cálculos: cegada por la rabia, Amparo...»


(Pág. 245)                


No hubiera sido difícil mantener el realismo narrativo haciendo que un observador lejano, que una de las cigarreras o que la misma Amparo, pasado ya el asedio, recordara la existencia del portillo. Pero este procedimiento tiene la desventaja de que no señalaría la diferencia entre las cigarreras y la narradora. Si recordamos ahora que, en el prólogo, esto es, cuando la autora habla directamente, se rechaza la participación del pueblo en los programas políticos porque no los entienden, la función del procedimiento resulta obvia.

En resumen, podemos decir que la historia de Amparo es una alucinación: por un momento, engañada, le parece estar en el paraíso que, luego, resultase ser lo que es. Se puede ver en la doble descripción de la misma realidad objetiva que la autora hace una vez en la página 218, y otra, en la 222. El contraste es obvio, lo mismo que su significación. Parecido sentido simbólico parece tener el carnaval de las cigarreras (capítulo XXII).




«Los Pazos de Ulloa». «La Madre Naturaleza»

Los Pazos de Ulloa. La Madre Naturaleza (Alianza Editorial, Madrid, 1971 y 1972).

Estas dos obras forman una sola historia o argumento; en ellas encontramos algunos elementos ya estudiados en La Tribuna. Podríamos, señalar, por ejemplo, la visión de la realidad a través del arte: «Las pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas despedían lumbre, y dilataba la clásica naricilla con inocente concupiscencia de Baco niño» (Pazos); «¡Qué hermoso sitio! Ni ideado por un pintor escenógrafo de talento» (Madre, pág. 108); «¡Una puesta de sol inverosímil, de esas que hacen quedar mal a los pintores, cuando se les mete en la cabeza copiarlas» (Madre, pág. 24); «Parecía no caber en la ridícula sala, bien como el gran actor no encuentra espacio en un escenario estrecho» (Madre, p. 263); «Fue por breves momentos una estatua clásica; el escultor que allí se encontrase lamentaría de fijo que estuviese vestido el modelo» (Madre, 268); «Y en aquel hermoso rostro, cercado de rizos castaño oscuro, un pintor encontraría acabado modelo para la cabeza del discípulo amado» (Madre, pág. 271). Se puede ver por los ejemplos citados -aunque no reproduzcan exactamente la relación- que las referencias al arte son mucho más frecuentes en la segunda parte, en La Madre Naturaleza, que en Los pazos de Ulloa; por otro lado, notaremos que la mayor parte se refieren a la persona o a la figura de Perucho y, en estos casos, lo normal es que el término de comparación pertenezca a la antigüedad clásica. (Ver, en las páginas 209-210, la descripción clásica, pictórica y escultórica, de Perucho). La cueva en que se refugia la pareja, podría recordar la de la Eneida o, quizá, la de Teágenes y Cariclea, si doña Emilia la conocía.

Frente a otros casos, en este no podemos interpretar la presentación culturalista como un recurso distanciador, aquí cumple otra función, se trata a mi entender, de ir creando en el lector resonancias paganas, mitológicas, para lograr un ambiente apropiado en el que las relaciones amorosas entre los dos jóvenes, el incesto, no resulte tan extraño. En cierto sentido las referencias bíblicas pueden explicarse de la misma manera.

Claro efecto distanciador, de cultura y europeismo, tienen los galicismos, puestos siempre en boca del narrador, con lo que definen a la autora; son muy abundantes y, en algunos casos tan exagerados que revelan un deseo de exhibición: «A falta de tirabuzón, se descorcharon con un cuchillo» (Pazos, pág. 20); «Charlando ellas a pretexto del negocio» (Madre, pág. 62); «Ni siquiera ningún estratégico consumado» (Madre, pág. 73); «De su parte, el Marqués...» (Madre, pág. 117); «Sin platitos japoneses o de Manises colgados por la muralla, sin cortina ni chimenea» (Madre, pág. 130); «El pañuelo era... de finísimo fular blanco» (Madre, página 162); «Tenía carácter o cachet» (Madre, pág. 130); etc. Al mismo intento de mostrar la superioridad del observador, que en ningún momento se identifica con el objeto, aunque lo comprenda perfectamente -o quizá por ello- responden los términos científicos utilizados en las descripciones, la preocupación explicativa o la valoración del tipismo como algo, de por sí, significativo; doy unos ejemplos sacados de La Madre Naturaleza: «Haciendo girar entre pulgar e índice el fino tallo de una gramínea» (pág. 151, y vid. pág. 192 infra); «A semejanza de esas ruedas llamadas cromátropas con que remata el espectáculo de los cuadros disolventes...» (pág. 219); «El mancebo le tomó la mano y la paseó por su pecho, hasta colocarla allí, donde, sin estar situado el corazón, se percibe mejor su diástole y sístole» (pág. 34), aunque en algunos casos cometa errores como este: «Entraban las avispas a comerse los gajos de cerezas maduras» (págs. 18-19). Las fisiologías y tipismos también están representados: «Una niña cuyos rasgos fisonómicos le sería imposible recordar con exactitud» (pág. 135); «Gabriel, miró a la mujer, y la encontró típica» (pág. 160); «Era el señor Antón, uno de esos personajes típicos» (pág. 25); y las explicaciones: «Este dato se refiere sobre todo al campesino de Galicia» (pág. 277); «Parecía un Antruejo (Antroido (pág. 164); etc.

En algún caso, la minuciosidad y el colorido de la descripción, recuerda la de Amparo en La Tribuna; aquí mucho más discreta:

«Complacíase la viva claridad en descubrir jugando los más mínimos pormenores de aquellos rostros juveniles: doraba la pelusa de las mejillas; arrojaba una sombra rosada, con venillas rojas, en el tabique de la nariz, en el velo del paladar, que se divisaba por entre los dientes nacarados y entreabiertos, y en el hueco de las orejas; daba tonos azules al pelo negrísimo de la niña, e irisaba los rizos de Perucho, que se encendían y parecían una aureola, con visos de venturina».


(Pág. 209)                


No queda muy claro lo que doña Emilia quiere expresar con el italianismo venturina, que es cuarzo con láminas de mica.

Las referencias literarias presentan más problemas. Unas veces son meros adornos culturalistas: «ristras de chorizos y morcillas, con algún jamón de añadidura» (Pazos, pág. 16); «Toda incomodidad tiene su asiento» (Madre, pág. 41), ambas cervantinas; «El motín donde acababa de leer las picardigüelas de un cruiana allá en Navalcarnero» (Madre, pág. 54); recuerdo de El diablo mundo; «Un céfiro de los más blandos que jamás ha cantado poeta alguno» (Madre, pág. 37); etc. O sirve para caracterizar a un personaje, a don Gabriel por ejemplo: «¡Maltratan al rey don Pedro! (en la torre de Argeles), añadió riéndose» (Madre, pág. 220). Si embargo hay una utilización de la literatura mucho más compleja, en la que se establecen complicadas relaciones entre el arte y la naturaleza; un caso muy significativo puede ser este, referido a don Gabriel:

«¡Cuántas veces había oído hablar de la poesía del Angelus! Y sin conocerla, se la imaginaba desflorada por tanta rima de coplero chirle, por tanto artículo sentimental... Fue esto mismo lo que aumentó la fuerza de la impresión, e hizo más inefable el misterioso tañido».


(Madre, pág. 244)                


donde creo ver la descripción de un individuo que no ve la realidad, sino la literatura, o lo que es lo mismo, que vive sobre ideas hechas, preestablecidas y alejadas de la realidad natural de las cosas; esta actitud que podríamos llamar idealista, se opone al realismo propugnado por la Pardo Bazán, que consistiría en una fusión de las dos posiciones donde lo intelectual arranca de la realidad de las cosas, y vuelve a ellas para conocerlas e interpretarlas en lo que realmente son, sin excluir el sentimiento que producen ni las creencias de tipo religioso, que descubren una verdad más alta. Así, don Gabriel, encerrado siempre dentro de sus fantasías, se equivoca respecto al Angelus y queda sorprendido. Ya lo había señalado la autora: «Si la realidad no se arreglaba después, conforme al modelo fantástico, Gabriel solía pedirle después estrechas cuentas; de aquí sus reiteradas decepciones» (Madre, pág. 107); es la típica figura de un liberal a la antigua usanza, a la manera de los románticos, hastiados y desengañados de todo por un error de perspectiva ya que se forjan sus ideales sin tener en cuenta la realidad; esta es una reflexión típica de Gabriel: «¿Es culpa tuya, si el amor es distracción frívola, la ciencia nombre pomposo que disfraza nuestra ignorancia trascendental y la política farsa más triste y vil que todas?» (Pág. 85). Dados estos rasgos del carácter de Gabriel, sus interpretaciones de los hechos serán culturalistas y, probablemente, equivocadas. Así, cuando se entera de las relaciones amorosas entre los dos muchachos, las atribuye al influjo del Cantar de los Cantares, traducido por Fray Luis, libro donde los niños habían aprendido a leer (vid pág. 239 y ss.); también parece recuerdo de un verso de Fray Luis esto: «Batallas, asolamientos y fieros males» (pág. 128). Transcripción casi literal de «La profecía del Tajo». De esta manera se va creando un ambiente de relaciones amorosas ilícitas, que desembocan en el desastre, o de relaciones ideales, que Gabriel cree mal interpretadas por Perucho y su hermana. Sin embargo parece que el tío de Manuela, se equivoca, pues el impulso y la atracción de los jóvenes no tiene nada de libresco ni culturalista, no son las malas lecturas las que les impulsan, sino la naturaleza, como veremos. En cualquier caso, el texto de Fray Luis tiene en la obra un valor simbólico, pero también lo tiene la Naturaleza.

Si el escepticismo racionalista de don Gabriel, representante de hombre ciudadano, está visto de manera negativa, lo mismo ocurre con lo que pudiéramos llamar vida natural del campo; y no me refiero ahora al problema amoroso de los protagonistas, sino a la vida social y personal. Frente al bucolismo idílico de la Fernán Caballero, la condesa presenta una realidad muy negativa, y en el enfrentamiento ciudad-campo, sale perdiendo este, no por razones absolutas, sino porque su momento ha pasado: los tiempos han cambiado, y la sociedad rural ha degenerado, especialmente la clase directora, que va siendo sustituida por esta nueva clase, la de los campesinos ambiciosos. Así, incluso los aspectos más tradicionales, no se conservan puros en el medio rural:

«Porque Goros, aparte de semejantes desahogos verbales, era en su conducta el mejor cristiano del mundo; cristiano viejo rancio, con aquella piedad desahogada y sólida, que ya no se encuentra en el pueblo».


(Madre, pág. 172)                


El señor de Lage, por su parte, es descrito de la manera siguiente:

«El abandono de la persona, las incesantes fatigas de la caza, la absorción de la humedad, del sol, de viento frío, la nutrición excesiva, la bebida destemplada, el sueño a pierna suelta, el exceso, en suma, de la vida animal, habían arruinado rápidamente la torre de aquella un tiempo robustísima y arrogante persona, de distinta manera, pero tan por completo como lo harían las excitaciones, las luchas morales y las emociones febriles de la vida cortesana».


(Madre, pág. 116)                


Decadencia que se podría ver expresada simbólicamente en esta descripción: «La sopa cubrió en un momento los lemas heroicos y los fieros leones (del plato), y no quedó ni señal de la pluma flotante del casco, ni de los airosos picos en que se bifurcaban al extremo las gallardas banderolas de las divisas» (Id., pág. 131). No se trata sólo de la degeneración de un hombre o de una familia, a toda la sociedad le alcanza esa debilidad fisiológica. En contraste con las tesis de Alarcón o Pereda; tenemos, por ejemplo, la descripción de Sabel:

«A los cuarenta y tantos años era lastimoso andrajo de lo que algún día fue la mejor moza de diez leguas en contorno. El azul de sus pupilas, antes tan claro y puro, amarilleaba; su tez de albérchigo era piel de manzana que en el madurero se van secando, y los pómulos sobresalientes y la frente baja y la forma achatada del cráneo se marcaban ahora con energía, completando una de esas cabezas de aldeana de las cuales dice cualquiera: "Más fácil sería convencer a una mula que a esta mujer, cuando se empeñe en algo"».


(Madre, pág. 126)                


Es, pues, el ambiente lo que degrada a las personas; los restos de la vieja nobleza feudal, perdida su función antigua y sobrepasados por el avance de la civilización cortesana, van siendo absorbidos por el entorno y van siendo sustituidos por los antiguos criados que trepan y se levantan, sobre las ruinas de los señores. No obstante, estos advenedizos no llegan, ni con mucho a poder equipararse con los verdaderos y viejos amos, aunque lo intenten; hay una diferencia de clase perfectamente perceptible en el mayordomo, por ejemplo:

«Dirigía la faena un hombre de gallarda estatura, moreno y patilludo, de buena presencia, vestido a lo señor con americana, cuello almidonado, leontina y bastón, y muy zafio y patán en el aire».


(Madre, pág. 114)                


«¡Y cuanto más se empeñaba en sacudirse de los labios, de las manos, de los pies, el terruño nativo, la oscura capa de la madre tierra, más reaparecía, en sus dedos de uñas córneas, en sus patillas cerdosas y encrespadas, en sus muñecas huesudas y en sus anchos pies la extracción, la extracción indeleble que le retenía en su primitiva esfera social!»


(Pág. 128)                


Se puede ver el sarcasmo con que doña Emilia, degrada el gusto del Gallo, en las páginas 132 y 258, por ejemplo. Como es natural, la esfera a la que pertenece el Gallo no sólo se advierte en lo físico, también su capacidad intelectual es baja; la autora señala su falta de comprensión de manera muy próxima a como lo hace en La Tribuna, y a propósito también de temas políticos, lo que nos ahorra el comentario que ya hicimos allí:

«Toda esta diversión populachera era incompatible con los adelantos de la civilización que pretendía introducir allí el Gallo. Bajo su influencia, la tertulia, compuesta de sesudos y doctos varones, se convirtió en una especie de ateneo o academia, donde se ventilaban diariamente cuestiones arduas, más o menos enlazadas con las ciencias políticas y morales. El Gallo se encargaba de la lectura de periódicos, que realizaba con aquel garabato y chiste que sabemos; y excusado me parece advertir lo bien informado que quedaba el público y las exactísimas nociones que adquiría sobre cuanto Dios crió [...], exponía las más atrevidas teorías de los socialistas y comunistas revolucionarios sin necesidad de haber leído a Proudhon».


(Madre, págs. 254-255)                


Tampoco parece que nuestra autora esté muy enterada, de lo que es el socialismo y el comunismo revolucionario, dada la única autoridad que cita. En cualquier caso, la conclusión de doña Emilia Pardo Bazán, es esta:

«Por eso hay quien se ríe oyendo que para civilizar al pueblo conviene que todos sepan escribir y lectura; pues el pueblo no sabe leer y escribir jamás, aunque lo aprenda».


(Madre, pág. 127)                


En este contexto, cabría interpretar algunas humanizaciones de objetos como un acercamiento entre lo humano y lo material: «Oyendo hervir el negro pote, que, pendiente de los llares, ofrecía a los ósculos de la llama su insensible vientre de hierro» (Pazos, pág. 16).

Sin embargo, la naturaleza, el campo, no participa de la degradación humana. En estas novelas, las descripciones costumbristas o paisajísticas son muy frecuentes y extensas, ponen de manifiesto la hermosura y belleza de las cosas naturales. No se trata, como es lógico, de fotografías o de visiones «objetivas», pues el entorno natural cambia y se adapta a la situación de los personajes, como contraste o intensificación. Así, por ejemplo, en la descripción de la cocina del Pazo, los platos y demás elementos se agigantan para reducir, por contraste, las figuras de Nacha y de don Julián, espíritus frágiles y delicados que serán vencidos en Los Pazos de Ulloa, aunque no en La Madre Naturaleza. De la misma manera funciona el bosque tenebroso por el que don Julián llega al pazo por primera vez en los Pazos, pero cuando la tormenta le sorprende a él y a Nacha, adquiere caracteres nórdicos. Sin embargo, la tormenta con que se inicia la segunda novela parece tropical, la naturaleza armoniza en este caso con los personajes, y prepara su inmediata actuación: «Parecía que la naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando sus fuerzas genesíacas con libre impudor». Si la biblioteca apolillada del pazo tiene un valor simbólico, también parece tenerlo el esplendor de la naturaleza libre y, sobre todo, el árbol bajo el que se refugian Perucho y Manuela:

«Bajo el árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico castaño, de majestuosa y vasta copa, abierto con una pompa casi arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco que parecía lanzarse arrogante hacia las desatadas nubes: árbol patriarcal [...]».


(Madre, pág. 7)                


Que puede ser comparado con el roble bajo el que consuman su amor (pág. 208 y ss.). En mi opinión creo que hay aquí un recuerdo bastante claro de La falta del cura Mouret de Zola, especialmente en el intento de crear un ambiente que recuerde de alguna manera el pecado de Adán y Eva descrito en el Génesis, con su naturaleza paradisíaca. Incluso es Manuela quien insiste frente a la prevención de Perucho.

No se trata aquí del árbol del bien y del mal, tampoco del deseo de conocer ni de ambición o soberbia; se trata simplemente del natural impuso amoroso, un tanto equiparado al impulso animal. No parece, pues, que haya malicia, aunque quizá Perucho tenga ya un sentido de culpa que doña Emilia supone natural; en cualquier caso lo que no ofrece duda es que Manuela no lo tiene y que ninguno de los dos saben que son hermanos, por lo que resulta un tanto extraño que el cura afirme, después, que «ella tampoco es inocente» y que debe ir a un convento para «hacer penitencia de su pecado» (Madre, pág. 314). Pero quizá sea esto lo que permite a la Pardo Bazán, exponer su particular teoría naturalista y su justo medio entre naturaleza o campo, y razón o ciudad:

«-Señor de Pardo, -respondió el cura que ya había recobrado su apacibilidad de costumbre, lo que la naturaleza yerra, lo enmienda la gracia; y el advenimiento de Cristo y los méritos de su sangre preciosa fueron cabalmente para eso; para remediar la falta de nuestros primeros padres y sanar a la naturaleza enferma. La ley de la naturaleza, aislada, invóquenla las bestias: nosotros invocamos otra más alta... Para eso somos hombres, hijos de Dios y redimidos por Él».


(Madre, pág. 316)                


La naturaleza, pues, no debe ser tomada como única guía. En este sentido hay un episodio que puede ser interpretado de manera simbólica o emblemática, me refiero a la extirpación que Antón el algebrista hace del tumor en la vaca, y que con tanto detalle minucioso es descrito; significaría esto que también la naturaleza produce deformidades que deben ser amputadas, corregidas.

En otras ocasiones la naturaleza aparece «objetivamente» descrita, sin relación directa con los personajes ni con la acción, libre. En estos casos, que son los más frecuentes, el detallismo, aparentemente inútil, funciona como inducción realista y sirve para enmascarar las deformaciones interesadas.

Para acabar con estas dos novelas, señalaré una serie de rasgos que tienen interés porque influyen en la obra de Valle Inclán. En Los Pazos de Ulloa leemos la frase siguiente: «¡Qué país de lobos!, dijo para sí, tétricamente impresionado» (pág. 10), que puede haber sugerido a Valle el título de Romance de lobos; otras coincidencias con esta serie podrían ser el señor feudal, dueño de cuerpos y almas, aunque sin la grandeza trágica de Montenegro; la criada manceba y concubina, Sabel, que conservará el nombre; la dama frágil, buena cristiana, y esposa legítima, Nacha (doña María); el cura glotón y bárbaro, el de Cebre, frente al frágil y delicado don Julián; el idiota o bufón rústico; la bruja; el marido consentido; el mayordomo ladrón... Y, en general, el tema de la degradación de un orden feudal, representado en la degeneración de los señores y de sus palacios.

Una última observación que se podría desarrollar con más amplitud: la utilización del monólogo interior, especialmente en el caso de don Gabriel (cfr. La Tribuna, pág. 194), y el intento de reproducir el automatismo del pensamiento, unido a una situación mental próxima a la alucinación, la hiperestesia o los delirios febriles (Pazos, págs. 186-187 y 239-240), quizá por influencia de Zola (cfr. La cuestión palpitante, pág. 142).