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Rubén Darío ante la crisis europea de su tiempo

Luis Sáinz de Medrano Arce





Cuando Darío llega a España el 1.º de enero de 1899, aparte del «desastre» español encuentra una serie de perturbaciones en el resto de Europa que en buena parte habían sido reseñadas por Castelar en un artículo publicado en Le Temps de París, poco antes de su muerte y que el nicaragüense resume al referirse extensamente al fallecimiento del político ocurrido pocos meses después (C, II, 1070-1072)1: son sobre todo los enfrentamientos y temores suscitados por las apetencias imperialistas de todas las potencias, insatisfechas con la conferencia de Berlín (1884), con proyecciones en los Balcanes, Siberia, China, Centroáfrica y Transvaal, que irían aumentando en los años inmediatos. A esto habría que añadir progresivamente el crecimiento de las corrientes de reivindicaciones sociales desde la reunión de la Segunda Internacional en París en 1899, auge de los partidos socialistas en todas partes, y también del movimiento anarquista, con las consiguientes represiones (Semana trágica de Barcelona (1909), la guerra ruso-japonesa con la derrota rusa de Port Arthur (1904), los anuncios revolucionarios de Rusia -domingo rojo de San Petersburgo, (1905)), los asesinatos de Humberto de Italia (1900) y Carlos I de Portugal (1908), las guerras balcánicas (1912), amén de importantes cuestiones internas como las repercusiones del caso Dreyfus y las consecuencias del desarrollo del modernismo religioso en Francia. La culminación de todas estas fricciones en la Gran Guerra fue algo que ni el clarividente Castelar pudo imaginar.

Darío, bien concienciado con el tema español, llegaba a una Europa muy idealizada, que le iba a obligar a ser testigo involuntario de sus quebrantos. No nos cabe duda de la licitud de la distinción que él mismo estableció en el prólogo a El canto errante entre su condición de hombre, instalado en lo cotidiano, y poeta, habitante de lo eterno. Tal distinción, válida en principio, a mi entender, para cualquier artesano de la lírica, fue particularmente sentida por Darío, quien, aunque progresivamente comprendió el desmoronamiento de su empeño, difícilmente renunció a construir un mundo -refugio ajeno al real con la palabra poética, lo que justifica la afirmación de Françoise Perus de que «la experiencia concreta -no libresca- no penetra sino muy subrepticiamente, y siempre travestida, en la poesía modernista»2. (El último subrayado es mío). Al poeta correspondió sublimar las experiencias de la insoslayable realidad. El ciudadano, el periodista obligado a informar a los lectores de La Nación de Buenos Aires y el diplomático no podían escabullirse de ella. Recuérdese, a título ilustrativo, que al referirse a sus conversaciones con Alfonso XIII, Darío recordó que el pragmático monarca nunca le había preguntado al pragmático ministro de Nicaragua «si la princesa está triste o si ríe la marquesa Eulalia» (C, II-1040). Por lo demás, los dos Daríos son, en fin, auténticos y es lógico que entre los sentires y las palabras de uno y otro hubiera ósmosis eventuales, fenómeno que Rama y Perus observan en todos los escritores modernistas, debido en parte a su quehacer periodístico3.

Al revisar los textos de esta naturaleza en Darío hay que decir, aunque sea obvio, que el resultado de su análisis no puede en ningún caso hacernos perder de vista que el legado esencial que Darío nos dejó concierne a la prodigiosa renovación de la palabra poética en nuestra lengua, y nada puede reducir su importancia. Juzgar a Darío por sus obras «intelectuales» (si se nos excusa la simplificación), cuando sabemos con Machado que «el intelecto no ha cantado jamás»4, sería menguado propósito, pero también lo sería desconocer por principio al hombre que sostuvo al poeta.

Otra cosa es que, indiscutida la glorificación de éste, se haya buscado magnificar la dimensión social de su obra. En lo que respecta a sus versos la revisión de Pedro Salinas5 nos excusa de volver sobre esta tarea. En contrapartida, otros analistas de la siempre gratificante línea desmitificadora -comenzando por Blanco Fombona, Gómez Carrillo, el propio Lugones, moderadamente6, y, en el aspecto más o menos técnico, Luis Cernuda7- partiendo de los juicios tempranos de Rodó, se han esforzado en mostrar a un Darío semi-reaccionario, un esteta a ultranza. En fechas más próximas, no conocemos un censor más enérgico que Carlos Blanco Aguinaga en un difundido artículo de 19808. Ni «El rey burgués» y otros cuentos significativos, ni la oda «A Roosevelt», ni sus artículos socioeconómicos, ni cosa alguna salva aquí a Darío de estar sometido al poder, a la prensa, a la oligarquía argentina, a un papado conservador, etc., etc. Darío, en definitiva, es alineado junto a otros modernistas de la misma ralea, frente a los que se resalta hasta la saciedad la figura excepcional de José Martí.

Simplificando inventarios, diremos que Ellen L. Banberger, en un libro perspicaz9, revisó el estado de la cuestión precisando el entorno de ideas liberales que resultó determinante para el joven Darío, afortunado alumno, además, de José Leonard, el intelectual polaco que había tomado parte en la revolución del 68 en España y formado parte de la Institución Libre de Enseñanza10. Esto, sin duda no sólo justifica muchos de sus versos de «enfant terrible» sino la veta de rebeldía que afloró en muchos momentos de su vida. Darío, aunque obligado por su dedicación al periodismo a retirarse de las lizas políticas, no fue -opina Banberger- «un chantre»11, como quiere Françoise Perus, de la clase detentadora del poder. Otra cosa es que ese liberalismo tuviera y provocara evidentes contradicciones: Darío, por seguir en la etapa pre-europea, atacó las actividades huelguistas en Chile, pero fue objeto de una calurosa despedida por los obreros portuarios de Valparaíso. De vuelta a Centroamérica escribió cosas muy duras contra banqueros y empresarios12, pero también contribuyó a sostener una falsa imagen idílica del mundo rural, secundando a costumbristas costarricenses como Manuel González Zeledón (Magón) o Aquileo Echevarría.

En la línea de Jorge Eduardo Arellano y Julio Valle Castillo, quienes, sin extremar la nota ni intentar convertir a Darío en otro Martí, trataron de romper «su falsa imagen de poeta desarraigado, evasivo y apolítico»13, ni tratar de emular a Ernesto Cardenal en el esfuerzo por hacer de Darío un poeta revolucionario14, creemos que vale la pena repasar sus relaciones más directas con un mundo, el europeo, que, a pesar de su estrecha vinculación cultural con él, Darío pudo contemplar sin grandes condicionamientos desde su condición de «meteco», lo que le llevó a definir con sorprendente franqueza su entorno en la capital de Francia como «este ambiente en el que cada día me siento más extranjero» (O, I-389), condición que incluso en la España matricia algunos como Clarín, Cejador, Emilio Ferrari y el propio Unamuno se encargaron de no dejarle que olvidara.

Ante todo es indudable que Rubén tuvo desde muy pronto la evidencia de que el mundo europeo que él iba conociendo se encaminaba a una situación de estallido social. Y aún más, fue consciente de que en todo el sistema occidental en el que, aunque como advierte Rama no se cumplían las peores profecías de Marx sobre «la depauperación del proletariado que lo acicatearía a la insurrección»15, era marcado el desasosiego de las masas desheredadas en función de las políticas conservadoras e imperialistas, causas, a la vez, las últimas, de tensiones entre estados poderosos. Recordemos que ya el poeta de «El rey burgués» se permitía advertir al deleznable Mecenas que «viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación y potencia»16. En una crónica de 1892 recogida por Iris Zavala, Darío hablaba de un futuro en el que «el incendio alumbrará las ruinas. El cuchillo popular cortará cuellos y vientres odiados»17. Es el anuncio explicitado también en la «Salutación del optimista» de Cantos de vida y esperanza, con la alusión a los «sordos ímpetus» y al «vasto social cataclismo» que se adivinan «en las entrañas del mundo», mientras «fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas». No se trata sólo de un pronunciamiento retórico como pretexto para predicar un voluntarista vigoroso despertar de España y sus vástagos americanos: detrás están los ya citados acontecimientos de Rusia y Japón.

Apenas llegado a España, a pesar de hacerlo por la Barcelona que tan grata impresión le produjo, no dejó de detectar «la sorda agitación del terremoto social, que más tarde habría de estallar en rojas explosiones» (A, I-140). Enseguida detectó igualmente en el aparentemente despreocupado Madrid, en marzo del 99, «el hervor del fermento social» (EC, III-117). Y en octubre recoge de Núñez de Arce la información sobre las «rojas flores» -«socialismo, anarquismo, nihilismo»- (EC, III-268), que brotaban en la desarticulada sociedad. Tras la visita al papa León XIII en octubre del 900, sin ocultar su emoción de católico, no duda en preguntar al pontífice si ha advertido los signos que anuncian «el sol en su alba roja el día de mañana» (DI, III-577). En el año nuevo parisino, 1901, vaticina ante los afrentosos espectáculos de pobreza y riqueza de la gran urbe, lo ineluctable de «aquel movimiento que presentía Enrique Heine, ante el cual la Revolución francesa será un dulce idilio» (P, III-495). Renunciamos a aportar más ejemplos.

Ahora bien, a pesar de esto, descontando la valoración como «escapismo», muy bello, eso sí, de una parte de su poesía en la que se ha tardado en descubrir un atormentado esfuerzo humanista, han operado contra Darío sus numerosas manifestaciones hechas en contra de la participación del escritor en la vida pública, su escandalosa, por mal entendida, abominación de «la democracia, nefasta a los poetas» (HL, I-206), sin considerar que, por ejemplo, no se suele reprochar a Montaigne que en la breve introducción a sus muy fructíferos Ensayos se dirigiera al lector asegurándole con arrogancia: «No trato de prestarte ningún servicio»18. Todo esto, más su temprano deseo de «tener una buena posición social» (A, I-46), explicitado ante el presidente Zaldívar de El Salvador siendo un adolescente, sus gustos burgueses declarados con franqueza, entre otros lugares, en la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» («yo no ahorro ni en seda ni en champaña ni en flores», etc., El canto errante, 1907), su aceptación de la protección de semidictadores -Zelaya de Nicaragua- o dictadores -Estrada Cabrera de Guatemala-, su obsecuencia ante Estados Unidos en la «Salutación al águila» (a pesar del poema «A Roosevelt»), su desagrado ante las muchedumbres, aunque compensada por el convencimiento de que «indefectiblemente tengo que ir a ellas» («Prefacio» a Cantos de vida y esperanza), todo esto, decimos, más su pasatismo -comparable al curioso carlismo estético de Valle Inclán- y algunas otras cosas, hay que entenderlo a la luz de su devoción por el arte, sus conflictos personales con la historia, con esa historia de la que inútilmente quiso huir, con los avatares de una vida tan llena de éxitos literarios como de dificultades materiales de supervivencia, sobrellevadas merced a su colaboración con un periódico altamente conservador, y por último, con el legítimo hecho de no sentirse llamado a ejercer lo que él denominó «la pistonuda carrera de apóstol» (O, I-412). Reconozcamos, además, que estamos por cierto ante un escritor a quien, se le ha exigido como a muy pocos otros un comportamiento social estrictamente «correcto»19.

Ya en la España del 92, Darío, a pesar de la complacencia con que se adentró en los ambientes de la burguesía -¿cómo no hacerlo si ella era la poseedora o usufructuaria del arte y de la cultura en general?- dio muestras de una insumisión, que es preciso valorar en aquella atmósfera, al actuar como aguafiestas o, por decirlo con palabras francesas que él mismo usó más de una vez, como ese «quelqu'un (qui) troubla la fête» (P, III-483), al leer en medio de los fastos del IV Centenario el explosivo poema «A Colón», una más de las «demostraciones revolucionarias» (I-88) que en su Autobiografía declara no haber ocultado.

En España contemporánea, Darío, fiel a su declarado propósito de informar con absoluta sinceridad a los lectores de La Nación, se manifiesta como un auténtico regeneracionista español. Por eso, pero no sólo por eso, Azorín pudo situar con normalidad a Rubén en la Generación del 98, que «se esfuerza, [...] en acercarse a la realidad y en desarticular el idioma, en agudizarlo»20, dos actitudes que conciernen sin duda al nicaragüense. Igualmente, mucho tiempo después, escribió Julián Marías: «Si Rubén Darío hubiera nacido en España p., no habría duda: sería de la Generación del 98»21. También conviene a Darío la razón que da Fernández Retamar para defender la identidad entre literatura modernista y 98: esta fecha «señala el acontecimiento histórico clave que hace ya visible la nueva unidad de los países hispánicos, conjuntamente marginales ante la presencia del imperialismo moderno en el mundo»22. No está en nuestro ánimo, de todos modos, entrar en profundidad en un tema sobre el que ha llovido copiosa bibliografía23.

Charles D. Watland establece como punto clave en la asunción de españolidad por Darío el marcado por el uso del pronombre Nosotros en el poema «Cyrano en España» de Cantos de vida y esperanza, poema ya transcrito en un artículo de España contemporánea de 20 de enero del 99 («Nosotros exprimimos las uvas de champaña/ para brindar por Francia en un cristal de España»24). El dato es expresivo aunque no sea necesario marcar drásticas fronteras ante un sentimiento que venía de antiguo.

Darío refleja no sólo una extraordinaria sensibilidad sino un profundo conocimiento de la realidad española después de los penosos acontecimientos que desembocaron en el tratado de París, firmado el 10 de diciembre del 98, siete días después de que él se embarcara en Buenos Aires rumbo a España. Cierto que la guerra había terminado meses antes y el tratado era previsible, pero aun así llama la atención la oportunidad con que se organizó el viaje de Darío. Hasta cabría pensar que tal vez su designación no fue tan improvisada como él dice en su Autobiografía, dos días apenas antes de la salida del vapor el 3 de diciembre. Decimos esto porque la familiaridad con las cosas de España que muestra Darío nada más llegar a Barcelona nos sugiere que probablemente llevaba algún tiempo documentándose ampliamente sobre este país -aunque además haya que atribuir buena parte de sus conocimientos a las lecturas hechas en los largos días de navegación- documentación que, de creerle, incluiría hasta un cierto conocimiento del catalán25.

Resulta asombroso, de cualquier forma, su dominio del mundo cultural barcelonés y de las actitudes y tensiones sociales, incluida la cuestión nacionalista, junto a otros datos de mayor alcance. Uno de estos es el que se desprende de la conversación a la que hemos aludido en la última nota. El informante comunica al recién llegado que «Castelar se está muriendo». El verbo hace «pendant» con el que le antecede («los soldados parecen muertos» (EC, III-26), y todo avala la sospecha de que Darío ha inventado, recurriendo a un uso periodístico común, tal diálogo, que incluye la alusión a la persistente miseria, la de los repatriados de Cuba y una imprecación a la estatua de Colón que nos retrotrae al mencionado poema dariano del 92. La invención, en nuestra opinión, de ese aspecto de la escena recoge en realidad la impresión preconcebida (y no infundada, desde luego) que Darío traía de lo que iba a encontrar en la ex-metrópoli. Su percepción inmediata al pasear por las ramblas y entrar a un café, junto a datos pintorescos, de «la energía del alma catalana», el «tradicional orgullo duro de este país», el triunfo de «un viento moderno que trae algo del porvenir», el soplo de «lo Social», la dignidad de un obrero paradigmático (EC, III-30), lo mismo que sus contactos con «un catedrático de universidad», «ricos industriales», «artistas» y «obreros» de los que recibe cumplida información sobre la realidad catalana, en una breve permanencia en Barcelona26, se nos antojan asimismo, al menos en parte, un producto de su estrategia periodística.

Dicho esto, no, por cierto, en detrimento sino en pro del fervor y, bien mirado, del rigor con que el corresponsal de La Nación asumió su compromiso al venir a este país, puede afirmarse que en España Contemporánea Darío desarrolló un discurso regeneracionista en el que podrían encontrarse reverberaciones del Unamuno (calificado, por otra parte, de modernista por Juan Ramón Jiménez27) de En torno al casticismo (1895), al que ya se refiere en un artículo de febrero del 9928; del Idearium español (1897) de Ganivet29 y, posiblemente, del pensamiento de Joaquín Costa -tan proyectado, por lo demás, sobre Unamuno- aunque no hayamos encontrado menciones expresas a él en Darío. Éste no sólo exaltó los mitos del Cid y don Quijote, «arquetipos de la regeneración»30, sino que compartió con éstos la condición de «arbitrista»31, como puede verse en varios artículos de España contemporánea32.

La gran opción de Darío por la España progresista no se materializa en torno a ningún personaje de los que actúan en la España de los albores del siglo XX sino que se proyecta sobre un gran hombre del pasado inmediato cuyo nombre ya hemos dado: Emilio Castelar, con quien tuvo una excelente relación en el 92, persona, por lo demás, altamente apreciada en Hispanoamérica, hasta el punto de que, según revela el propio Darío, en la sala de redacción de La Nación existía un espléndido retrato del mismo. Volviendo sobre lo dicho respecto a la llegada de Darío a Barcelona en enero del 99, nos parece particularmente improbable que el diálogo entre un pasajero «de tercera» (EC, III-26) y uno de los que rodean al barco en modestos botes incluya la información por parte de éste de la situación terminal de este político. Esto responde más bien al especial interés de Darío por él, refrendado por la visita que se apresuró a hacerle el 10 de enero. Como es previsible, la impresión no puede ser más encomiástica ante el patriotismo del famoso tribuno que había rehusado colaborar en la prensa norteamericana, con renuncia a pingües beneficios, desde que se produjo «la iniquidad» (C, III-1102). El artículo dedicado a su entierro, pocos meses después, encierra probablemente el mayor elogio que Darío hiciera nunca a un político, después de Mitre. Castelar es definido como «el hombre noble que fue en su siglo lengua y gesto de su raza» (C, II-1070), comparable a Garibaldi, a Gladstone, a Bismarck y a Hugo, figura «la más alta de España entre las altas de la tierra» (II-1071); quijotesco, liberador de la esclavitud de los negros antillanos, encarnación de la democracia, fiel a su republicanismo y caballeroso ante la reina regente, religioso hasta inspirar a Darío posteriormente una hermosa fabulación en la que lo transforma en un fraile predicador en San Pedro de Roma (PA, I-671, 675), amado por humildes e intelectuales, sagaz analista, como vimos al principio, de los problemas de Europa. Esta inequívoca posición de Darío al lado de quien fue esencialmente un humanista de pensamiento avanzado, aunque las circunstancias le obligaron a representar el lado conservador de la Primera República, refleja a nuestro entender la actitud progresista del nicaragüense.

Los detractores de Darío podrán advertir que su inclinación conservadora le llevaba también a admirar la suntuosidad de los salones de don Emilio, en los que, como en los de «El rey burgués» tenía su asiento ese gran desiderátum: el arte, como pasaba en los del honesto y malogrado presidente Balmaseda de Chile que el nicaragüense pudo frecuentar. La objeción no se sostiene.

Otras pueden ser más serias. Por ejemplo, resulta extraño que Darío no entendiera la significación y la huella dejada por la Institución Libre de Enseñanza, que, en el general marasmo de la pedagogía española, considera que «fracasó por completo» (EC, III-287), y, como bien señala Teodosio Fernández, desconociera «las críticas al sistema político que desde 1876 habían realizado los intelectuales ligados» a esa Institución, «conscientes del atraso cultural y de otros males que padecía el país»33. No es extraño así el desdén de Darío por el krausismo, sin percibir que la ética krausista incluía algo que para él era muy querido: «la fuerza regeneradora del arte», en términos que precisó bien, muy tempranamente, Azorín. Nos preguntamos cómo pudo Darío desinteresarse de un pensamiento que había prendido en América, especialmente en su mentor, Rodó, mucho más de lo que él hizo ver34.

Otra piedra de toque para apreciar lo que ya podemos llamar indecisiones darianas es su postura ante Cánovas del Castillo. Una figura tan controvertida, al margen de su indudable capacidad para poner «orden» (las comillas son nuestras) en la difícil España de la Restauración -como puede apreciarse por las polémicas hoy suscitadas en el aniversario de su muerte-, cruza por las páginas de Darío como objeto de una veneración indiscriminada y acrítica. «Aquel admirable Cánovas», «el gran ministro conservador» (C, II-1051, 1052). Un artículo anterior a él dedicado en exclusiva (C, II-1061, 1065), que puede fecharse en 1892, recoge expresivamente las razones de esa admiración: Darío fue invitado a la opulenta mesa del exgobernante35, disfrutó del lujo de su mansión y se sintió fascinado por la belleza de doña Joaquina de Osma, la esposa, «hermosa y culta que habla el español con la erre parisiense» (II-1063) y a quien se le atribuyó una muerte romancesca digna, ajuicio de Darío, de una heroína de Tennyson, Bécquer o Barbey d'Aurevilly. En la Autobiografía, Darío manifiesta haber frecuentado, en efecto, a Cánovas en aquellos días del Centenario, e incluso que éste, a pedido de Núñez de Arce, se interesó por que el joven poeta se quedara en España con un empleo en la Compañía Transatlántica. (Sospechamos que tal vez la gestión, ante el marqués de Comillas, fue sólo para cubrir las formas, pero el nicaragüense quedó impactado con un noble agradecimiento eterno, que le llevaría a aplicar el mismo criterio que en la Autobiografía mantiene respecto al controvertido presidente Zaldívar de El Salvador, «a quien, habiendo sido mi benefactor y no siendo yo juez de historia en este mundo, no debo sino alabanzas y agradecimientos» (I-45)).

Entrando en el segundo de los territorios europeos con los que Darío mantuvo una relación privilegiada, Francia, hay que decir que la posición del Darío periodista ante este país no fue, como sería lícito esperar de la absoluta obsecuencia que ante él mantuvo como poeta, la de un acólito que se mueve con permanente reverencia en una hierofanía. Esto ocurrió, sin duda, en su primera y breve visita del año 93 en la que se le cumplieron quimeras arraigadas desde la infancia36, con el apoyo de dos impagables lazarillos, Enrique Gómez Carrillo y, en menor medida, Alejandro Sawa, quienes le aproximaron entonces a algunos ídolos del panteón del arte: Verlaine y Jean Moreas, sobre todo.

Esta permanencia, a pesar de su exigüidad, o tal vez, también por esa razón, se configuró como un referente con todos los atributos para ser idealizado, algo que, apoyándonos en Bachelard podríamos llamar una especie de «centro de ensueño»37. Ahora bien, de este modo, cuando Darío se convirtió en un boulevardier, siete años más tarde, ya tenía detrás un pasado parisino, que irá recreando en su memoria, de modo que podrá permitirse hablar de los buenos viejos tiempos que conoció, como una coartada para contemplar con mirada crítica muchos de los aspectos de la Ciudad-luz, la ciudad que, a pesar de su nombre, ya ha dejado de ser una ráfaga fulgurante para convertirse en la sede no sólo de los goces sino, y principalmente, de las preocupaciones de todos los días. Ese París que definirá en la mencionada «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» como «enemigo/ terrible, centro de la neurosis, ombligo/ de la locura [...]» etc., etc. En el viejo París de Mimís y Rodolfos «no había corrupción de costumbres ni multiplicidad de asechanzas» (IS, I-821), dice, autoconvencido, Darío. Claro que se trata de las impresiones del turista feliz para quien el entorno femenino estaba representado por «la gallarda Marión Delorme, [...] la cortesana de los más bellos hombros» (A, I-107). Ahora le acompaña Francisca Sánchez y con ella el hermoso pero rutinario y vigilante amor doméstico, los infinitos «cuidados pequeños» de los que habló en Cantos de vida y esperanza38. Remitir la historia a «un cielo artístico», según precisó Ángel Rama39, fue para Darío un empeño nunca del todo abandonado en la poesía, pero el periodista difícilmente podía acometerlo40. Como dice José María Martínez, frente a la idealización de lo francés en lo literario, las apariciones del «espacio concreto de la ciudad parisina entremezclan la óptica idealizada con la más cruda y realista que recoge nuevamente la incompleta adaptación de Rubén a la vida urbana»41. En el mismo sentido se pronuncia Álvaro Salvador al referirse a un Darío «desencantado en su relación con la ciudad de París», que «no se corresponde con la ciudad ideal modernista que él había imaginado en sus sueños librescos y ultramarinos»42. Sueños -insistimos- que había prolongado a fortiori en su visita primera.

Nos interesa subrayar que la relación inicial que el periodista Darío tuvo con Francia en esta segunda ocasión se plantea frente a un hecho religioso: Lourdes.

No es materia parva la que concierne a la posición de Darío ante una Europa seriamente afectada por crisis religiosas. Ya en uno de los artículos de España Contemporánea, «La España negra», apoyándose en libros declarados (Emile Verhaeren, Darío de Regoyos, Maurice Barres, Yves Guyot, Georges Lainé) mostraba sus observaciones sobre las luces y sombras de la religiosidad española en la que pugnan integrismo y antiintegrismo. No dejó de denunciar la superficialidad del catolicismo español (III-117, III-122), el contraste de sus bellas ceremonias (lavado de pies por la reina a los pobres en Palacio) con la indigna situación social (III-117, 122), así como la disparatada exhibición de reliquias en la catedral de Oviedo (O, I-421).

Sin tomar en cuenta sus «boutades» de «enfant terrible», ni siquiera, en otro nivel, su mencionado ingreso en la masonería (vid. nota 10), debido seguramente a conveniencias sociales, durante su visita a Nicaragua, pero sí, entre otras cosas, la forma decidida con que polemizó con el reaccionarismo eclesial costarricense al defender enérgicamente la Mercurial eclesiástica del ecuatoriano Juan Montalvo en 1891, situación paralela a su desenfadado elogio, en sus últimos años, del libro de Gómez Carrillo Jerusalén y la Tierra Santa (1914) (II-994), que motivó la excomunión de su autor por un obispo colombiano, este Darío, decimos, sin mengua de su esencial catolicismo43 que arranca de una infancia marcada por el sonido de las «ingenuas campanas provinciales»44, y al que siempre se acogió, fue muy consciente de la crisis que la religión católica atravesaba en Europa. ¿Cómo no iba a serlo si era también «su crisis»?

No es, por tanto, casual, que, a pesar de la natural avidez que debió de sentir por regresar a París, cuando La Nación le instó a trasladarse a la capital francesa para informar sobre la Exposición Universal en 1900, el disponer de algún tiempo antes de la inauguración de ese acontecimiento le indujera precisamente a conocer Lourdes y no cualquier otro lugar entre los muchos cargados de destacado interés cultural que posee Francia. Nada dice de esta visita en su Autobiografía, porque seguramente en 1912, año en que la dictó en Buenos Aires, no era cosa que conviniera a su imagen de hombre mundano, pero creemos que la razón para ella sería su inquietud personal ante lo religioso, apoyada en el hecho de que Zola, escritor muy admirado por él, hubiera «prestigiado» ese centro de milagros -como Hugo al Momotombo- con su conflictivo libro Lourdes (1894), al que siguió una copiosa bibliografía45.

Lourdes, lugar de adoración, era también un punto desazonante para la Europa racionalista. Darío debió permanecer allí fascinado y perturbado por su propia lucha mental entre razón y fe. Además, naturalmente, había en torno a esa prodigiosa gruta un interesante reportaje periodístico en potencia. Darío, sin embargo, utilizó un subterfugio al elaborarlo: escamoteó sus propias opiniones a cambio de darnos, en La caravana pasa, las de un swedenborguiano, «un ocultista cristiano» y «un hombre sincero» (III-655, 656), llamado G. Núñez. Este personaje, tras analizar con erudición y cierto rigor las contradicciones que sugiere el limitado porcentaje en la producción de milagros, llega a la alarmante conclusión de que éstos son producto «del inicuo invisible». Darío, devoto del ocultismo pero replegado -entendemos- como cristiano en sus propias perplejidades, no hace sino manifestar «una cierta inquietud» (III-676) tras escuchar y transcribir, sin responsabilidad personal, tan perturbador aserto.

Posteriormente Darío mostró desenvoltura al juzgar en sus artículos la situación religiosa en Francia. Puede servirnos de ejemplo otro apartado del libro recién citado en el que se solidariza con las ideas de Ernest Lavisse sobre el significado de ser laico, frente al «estrecho clericalismo», a la vez que considera injustificado el anticristianismo de «una parte del joven pensamiento francés» (III-791). No recogió, sin embargo el tremendo episodio de la ruptura de relaciones diplomáticas entre Francia y la Iglesia de Pío X (19 de julio 1904), ni la ley de separación de las iglesias y el Estado de 6 de diciembre de 1905.

Pero sí se ocupó de la gran disidencia religiosa que conmocionó a buena parte de la catolicidad europea, el «modernismo», movimiento emergido dentro de la iglesia, cuyo máximo representante en Francia fue el teólogo Alfred Loisy. Darío dedicó a este tema un artículo, «Un cisma en Francia» en el que, con buen juicio, y apelando a un texto de Renán, lamenta los males que «el snobismo» (O, I-276) ha ocasionado a la religión, para considerar enseguida la arriesgada situación de Loisy, cuyos libros confiesa no haber leído pero de los que cita algunos fragmentos significativos. Darío, por supuesto, no toma partido, si bien no deja de señalar que estamos ante un nuevo capítulo de «la incompatibilidad entre el progreso y la fe» (I-280). El escepticismo y, por otro lado, la innecesariedad de solidarizarse con un hereje y con el último «descubridor de absoluto» (I-285), llevan a Darío a no pronunciarse sobre una rebeldía cuya condenación por Pío X ya era cosa hecha (1903) y sería refrendada en 1907 y 1908. Un renanismo de estirpe arielista desemboca en una comprensible cautela, no exenta, eso sí, de ironía.

Por lo demás, sin entrar en continuas puntualizaciones sobre la macropolítica francesa, algo que ni un periodista extranjero y menos un diplomático podían hacer, Darío somete a censura muchos aspectos de la vida cotidiana del país: el ambiente literario, calificado de «venenoso» (O, I-236), la manipulación de «los pobres artistas» (O, I-394), lo artificioso de la producción intelectual (O, I-249), el dominio de la corrupción (IS, I-821), lo escandaloso del caso Dreyfus, con total apoyo a Zola y a su fe «en la perfectibilidad de la máquina social» (O, I-242), la degradación de cierta prensa de París (O, I, 338-340), de la que ya hablaba en un artículo fechado en Guatemala en 1890 (TVA, II, 123), el aplastamiento de los humildes por «la burguesía ostentosa» (O, I-401), la crueldad de las prisiones militares (O, I-345), etc. El París que emerge de los artículos de Darío es muchas veces un reducto de «miseria y hambre» (IS, I-818), de lamentable prostitución (CP, III-635), de insultantes dispendios en Maxim's (CP, III-638), etc.

Hubo además algunas cuestiones puntuales en la alta política, ya de rango continental, ante las que Darío no se mostró tampoco indiferente. Por ejemplo, las agresiones de los países europeos entre sí, como resultado de las mutuas apetencias expansionistas o específicamente colonialistas en el caso de los territorios africanos, como Madagascar (CP, III-622) o asiáticos. Después del congreso de La Haya, se abrieron puertas a nuevas fricciones que, en general, fueron documentadas por Darío: se intensificó la agresión inglesa a los boers de África del Sur, tras la importante victoria de aquéllos; reforzó Alemania su ocupación de Alsacia y Lorena; creció el armamentismo francés; «la China fue castigada por la pacífica y civilizadora Europa» (CV, III-706) y el transiberiano del zar Nicolás II llevó al oriente el expansionismo de Moscú. «Los perros de la destrucción y la muerte (en otro lugar los llamó "molosos")46 están mejor amaestrados que nunca [...] -escribió Darío-, Rusia, Francia, Alemania, Inglaterra, los amenazantes yanquis, el entero mundo civil está listo para la matanza y para la rapiña» (CV, III-708).

Con todo, Darío se mostró reticente ante el gran tema del crecimiento del socialismo europeo. Hay bastantes textos en los que, junto a la defensa de los oprimidos, manifiesta su desconfianza, incluso desdeñosa, o su temor por las corrientes consideradas revolucionarias, y aquí incluiríamos al propio republicanismo español sobre el que se pronunció irónicamente en España contemporánea, con motivo de su asistencia a un mitin de esta corriente, en un artículo en que, para empezar, declara sin ambages (y con ingenuidad política): «La muchedumbre me es poco grata con su rudeza y con su higiene» (III-259). En junio de 1900, afirmaba, mezclando su visión simplista del tema con su evidente germanofobia, que «preciso es ser un pesado bebedor de cerveza de ultra Rhin, discípulo de Marx, un pesado socialista servidor del Vientre, para renegar de la patria» (P, III-411). Al referirse a Eduardo Marquina no puede por menos de mostrar cierta causticidad ante la creencia en «el sueño del consabido social paraíso futuro» (S, III-804).

Otra corriente que recorre Europa desde Inglaterra, el movimiento feminista en exigencia de derechos civiles para las mujeres, encontró en Darío una reacción injusta y unilateral, seguramente por una mal entendida sublimación de lo femenino. Darío que vio en el Ibsen de Casa de muñecas (1879), un nuevo redentor, habló en 1902 con displicencia de «los pantalones del feminismo» (O, I-301) -defendiendo de estas inclinaciones a la condesa de Noailles-, y también, en el mismo artículo de «las sonoras viragos del feminismo militante» (I-303), para extender ahora su diatriba incluso a «la doctora escandinava ibseniana» (I-305). Pero su momento menos glorioso como misógino social se dio en el artículo «¡Estas mujeres!» en el que describe a las sufragistas francesas, émulas de las inglesas. «Como lo podréis adivinar, -advierte a sus lectores argentinos- todas son feas» (TV, II-549). Salva, desde luego, a las mujeres geniales, como Sara Bernardt, Madame Curie y otras, igual que antes a la Noailles, pero está claro que sus posiciones ante este tema fueron reaccionarias. Digamos en su descargo que no más que las de otros sesudos varones progresistas de la época.

Inexcusable es, por supuesto, recordar la postura de Darío ante la otra gran crisis que conmocionó a Europa en el plano de la cultura: la vanguardia, cuyo centro neurálgico estuvo en Francia. Después de haber protagonizado como nadie el impulso de la modernidad en nuestro idioma, Darío no dio el siguiente paso. Habría sido exigirse y exigirle demasiado. Ante los rupturistas de las nuevas generaciones Darío mantuvo una actitud de enfado, como en sus comentarios a la Exposición de pintura de Madrid de mayo de 1899 donde censuró «las obscenidades del color, los ostentosos mamarrachos que aquí un jurado complaciente dejó pasar» (EC, III-175), llegando a poner serios reparos incluso en esa oportunidad a Sorolla47, o bien mostró una paternal displicencia, un tanto melancólica -como lo muestra su conocido artículo «Marinetti y el futurismo» (L, I-616)-. Incluso en cierta ocasión -sucedió a propósito del Salón de los Independientes de París, algo después- se unió a los sarcasmos que los antivanguardistas produjeron al presentar, previo manifiesto de corte marinettiano, un cuadro pintado por la cola de un burro, alinéadose así con los denostadores de «los embadurnadores» y los «geómetras dementes» (TV, II-556) (que es casi decir los «fauvistas» y los cubistas)48 de la pintura moderna. Concluyamos este breve apunte señalando que Darío desconoció la significación de Matisse y el «fauvismo», acrisolado en el «Salón de Otoño» de 1905, y la de «Les demoiselles de Avignon» (1907), lo mismo que a Apollinaire y los poetas cubistas. La eclosión de los «ismos» con los que coincidió -los que acabamos de mencionar y el expresionismo alemán- le desconcertaron o le irritaron.

Las limitaciones de esta comunicación nos llevan a resumir su visión de otros países y otros problemas europeos. De su relación con Italia apenas dejó las sensaciones de un esteta, algo ya anunciado cuando al emprender su viaje por ese país en septiembre de 1900 anunció: «Recorreré la divina península en un vuelo artístico» (DI, III-503)49. Nada dijo de las tensiones que habían motivado el asesinato de Humberto I el 29 de julio de ese año, a no ser que quedaran asumidas en la reacción ya señalada ante el papa León XIII. Inglaterra fue para él una conmovida apología de la reina Victoria (recuérdese el «God save the Queen» (A, I-113), curioso texto de los grandes días argentinos); la evocación de los viejos y adorados maestros, John Ruskin, Burne-Jones, William Morris y por supuesto, Rossetti. También algunas ráfagas censoriales para la guerra de los boers y la intervención en China (LCP, III-693). La Alemania del férreo Guillermo II, salvados sus pensadores y creadores -Goethe, Nietzsche, Schopenhauer, Heine- le parecía un país «pesado, duro, [...] patria de césares de hierro y de enemigos netos de la civilización latina» (LCP, III-832). Un poema de 1893, publicado en El canto errante («¡Los bárbaros, Francia...!») revela bien sus prevenciones ante la siempre posible nueva agresión germana a Francia, después de la capitulación del 70. En Austria (1904) vio Darío, en una Viena muy idealizada, «una hermana de París» (TS, III-1003); le interesó la libertad del estilo «secesión», que ya había conocido en Francia, y se apresuró a comparar su belleza con las extravagancias de la pintura francesa50. Sobre la visita que a continuación hizo a Hungría no dejó ninguna información comprometida, tan sólo el sentimiento solidario ante el entierro de gran escritor y patriota Jikai y una alusión al odio de las gentes a la dominadora Austria. Respecto al zar Nicolás de Rusia, multiplicó el apelativo de «autócrata» cuando aquél visitó Francia. Su adhesión a Gorki (O, I-243) le llevó a graves consideraciones sobre el esclavizado pueblo ruso. Ya hemos aludido a otros temas de ese país que le inquietaron. Apenas nada relevante dijo sobre Bélgica y Holanda, países que también visitó, exceptuando los reiterados comentarios sobre la Conferencia de Paz de La Haya de 1899 (¿se refirió tal vez a alguna posterior?), generadora de nuevas turbulencias51. Portugal fue apenas el deslumbramiento ante Eugenio de Castro. Y en cuanto a Turquía, aludió con superficialidad a la revolución de los jóvenes turcos («esos niños y ancianos terribles»), antecedente de la que cambiaría años después la faz del «enfermo de Europa» (L, I-584).

La última gran crisis europea que Darío pudo conocer, la Gran Guerra, coincidió con uno de sus momentos más desvalidos. Vendrían otros, pero para él, era el definitivo «vasto social cataclismo». Europa parecía caminar a su fin, y Darío, al encuentro del suyo, se fue -al decir de V. García Calderón- «ululando como los antiguos profetas, con las manos en alto y los cabellos cenicientos, porque los hombres son lobos»52. Antes del definitivo reposo en su Nicaragua natal, fue a hablar de paz en Nueva York, donde la Hispanic Society le dio una humillante medalla de plata. Mediocre premio de consolación al poeta y al hombre que sin duda compartían ya un mismo desconsuelo y que, por muchas que fueran las omisiones y las flaquezas del segundo, juntos vivieron más intensamente que ningún otro modernista los 98 de Europa y juntos se constituyeron además en el noventayochista que renovó como ningún otro la lengua española.






Acrónimos

(Los tomos indicados corresponden a la edición de Obras completas de R. Darío preparada por M. Sanmiguel Raimúndez, Madrid, Afrodisio Aguado, 1950-1953. Los utilizados se fechan en 1950).

Se señala el año de aparición de cada uno de los libros mencionados en dicha edición, añadiendo, eventualmente algunas precisiones a ese respecto.

  • A: Autobiografía (1915. Fue redactada en 1912). Título original: La vida de Rubén Darío contada por él mismo). Tomo I.
  • C: Cabezas (1916). Tomo II. Este libro contiene artículos que en parte fueron publicados en la revista Mundial en 1911. En la edición original en libro no constaban, entre otros, los artículos dedicados a Castelar (que fue editado aparte en 1899); a Cánovas, escrito en 1892, y a Alfonso XIII, que fue publicado como un pequeño libro en 1909.
  • DI: Diario de Italia. Tomo III. No consta fecha de edición en Afrodisio Aguado y no hemos considerado imprescindible comprobar este dato, sabiendo que Darío escribió este texto durante el primero de sus tres viajes a Italia, en septiembre-octubre de 1900.
  • EC: España contemporánea (1901). Tomo III.
  • HL: Historia de mis libros. Es errónea la fecha (1909) que figura en A. Aguado. La publicación de esta «historia», nombre que no le dio Darío, se hizo, en tres artículos, en La Nación de Buenos Aires en julio de 1913.
  • IS: Impresiones y sensaciones (1925). Tomo I. Se trata de artículos recogidos por Alberto Ghiraldo en el vol. XII de su edición de Obras completas de R. Darío, Madrid, abril 1925.
  • L: Letras (1911).
  • LCP: La caravana pasa (1902) (En Afrodisio Aguado, por error, 1903).
  • O: Opiniones (1906). Tomo I.
  • PA: Páginas de arte. Tomo I. (Artículos recogidos y publicados por Andrés González Blanco y Alberto Ghiraldo en el vol. IV de su edición de Obras completas de Rubén Darío, Biblioteca Rubén Darío Madrid, s. f. Los 22 volúmenes de esta edición aparecieron entre 1921-1929).
  • P: Peregrinaciones (1901). Tomo III.
  • S: Semblanzas (1912). Tomo II. (Artículos recogidos y publicados por Alberto Ghiraldo, ed. cit., vol. XV, 1927).
  • TS: Tierras solares (1904). Tomo III.
  • TV: Todo al vuelo (1912). Tomo II.
  • TVA: Temas varios (s. f.).
  • VN: El viaje a Nicaragua (1909). Tomo III.


 
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