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Siete ensayos sobre el Romanticismo español

Tomo II

Pedro Romero Mendoza

Sexto ensayo

La crítica literaria

Capítulo primero

Del Neoclasicismo al Romanticismo

Mirada retrospectiva

Aquellas águilas caudales que se enseñorearon del cielo del arte en nuestro Siglo de Oro -Lope, Cervantes, Calderón, Tirso, Fray Luis, Garcilaso, Quevedo, Argensolas- habían sido ya abatidas por la muerte. La escena se nutrió ahora, sucesivamente, con las creaciones de Zamora, Candamo y Cañizares, de muy inferior calidad, aunque no de tan baja estofa como han supuesto algunos críticos, por demás descontentadizos y severos, y de Moratín, el padre, Cadalso, Huerta, Jovellanos, Cienfuegos, Moratín, hijo, y Quintana, entusiastas seguidores del ideal clásico, pero sin verdadero talento creador, y algunos de ellos, como los autores de La Zoraida y el Pelayo, adelantados, en cierto modo, del movimiento romántico. La lira había pasado de las manos egregias de Fray Luis, de Garcilaso y de Herrera, a las torpes y desmañadas, de los poetastros de fines del XVII y de los dos primeros tercios de la siguiente centuria, con excepción de los malogrados Gabriel Álvarez de Toledo y Gerardo Lobo, y la mejicana Sor Juana Inés de la Cruz, que respecto de los Cáncer, Montoro, Benegasi y Trigueros, constituían una tríada poética de singulares merecimientos.

La decadencia literaria, con escasísimas salvedades, había invadido todo el campo de la creación artística. Los soles habían llegado a su ocaso, sin que otros astros de fulgurante brillo y hermosura viniesen a ocupar el cielo. Nuestra postración literaria iba unida al desmoronamiento del imperio, y en circunstancias tales no era cosa fácil oponerse con éxito a esta total declinación hispánica. El mal gusto, con la variedad de sus modalidades expresivas; los revesados conceptos, que el paciente discurso elaboró, con miras, diríamos, de hacerlos inasequibles al entendimiento ajeno; las trivialidades y prosaísmos ocupando el lugar de los temas elevados y trascendentes con que debe irrumpir el ingenio creador en la esfera de sus actividades; el lenguaje tropológico empedrado de oscuridades, extravagancias y descarríos; los chistes procaces y chabacanos, sin un solo destello de verdadera gracia, echaron sus raíces en el suelo del arte, sin que bastaran de momento a tanto estrago estético, las juiciosas normas dadas a la luz por los que pretendían restaurar el buen sentido y la belleza. ¡Qué derroche de imágenes avulgaradas y ñoñas! ¡Qué talento satírico más aplebeyado! ¡Cuántas comparaciones absurdas, sin relación alguna con las cosas que pretendían poner de resalto! ¡Cuánto asunto insustancial, desgarbado y ramplón, acicalado de forma rítmica! ¡Qué amaneramiento más insufrible, sin que cupiera decir en descargo de estos escritores, lo que observó lord Macaulay del estilo amanerado de Horacio Walpole, el cual «logró hacer tan natural y propia su manera, tan fácil y habitual su afectación, que no era posible llamarla en él así»!1

Todo el edificio del arte, en cuya construcción y ornato habían puesto sus manos los grandes alarifes de nuestra áurea literatura, se había venido abajo. Nada quedaba en pie, sino alguna columna o arquitrabe de confuso orden arquitectónico, llamados a desaparecer también, dada su poca consistencia y el general desplome.

Ninguno de los grandes objetos a que se dirigen de ordinario los poetas de verdad: Dios, el hombre, la naturaleza, la historia, atraían la curiosidad y el numen de estos tributarios de las musas. Optaban por los temas triviales, carentes de toda fuerza poética, inadecuados para elevarse a las altas cumbres de la creación estética. La idea de Dios les hacía prorrumpir en vulgares conceptos, cuando no en chanzas y burletas de todo punto inadmisibles. Del amor no conocían sino los galanteos y requiebros cortesanos, sin que la exaltación del sentimiento erótico les encaramase a las cimas de la pasión poética. El Universo les tentaba en sus manifestaciones más intrascendentes y prosaicas, como si fueran las caspicias de las ideas y de los afectos humanos las únicas enseñoreadoras del arte. El sentimiento de la naturaleza, que aunque no hubiera llegado todavía el instante de su explotación poética, de su aprovechamiento como elemento estético de inestimable valor, ya había aparecido en sus primerizas formas, apenas se mostraba en aquellas poesías de sentido urbano e incluso doméstico. Los ojos del poeta no van nunca más allá de la faz externa de las cosas. Se recrean y gozan en las descripciones prolijas de menesteres y utensilios campesinos. Amontonan pormenores y circunstancias pueriles. Son enumeradores rítmicos de objetos prosaicos, de vulgarísimos instrumentos o modalidades y frutos de la vida rústica. Pero sin que una sola vez descubran en los versos un temblor, una emoción, un recóndito afecto del alma. Las agudezas satíricas, que sólo hieren y deslumbran, bajo un adecuado lenguaje poético, bien forjado en el yunque de la composición, se vestían de trapillo, sin una sola prenda elegante y valiosa. El teatro se degrada y corrompe, ya imitando muy de lejos los modelos clásicos y sin aportar nada propio y meritorio, ya cayendo en las torpes extravagancias culteranas, ya omitiendo en la elaboración dramática aquellos rasgos característicos y vigorosos que dan hermosura y consistencia a los personajes y a las situaciones. Los romances, desnutridos de todo primor lírico o pintoresco, se atavían, a falta de otros arrequives, más consubstanciales a su naturaleza, con las galas gongorinas, y discurren ramplones y bajunos, sin un destello de buen gusto, sin la menor bizarría de pensamiento. La oratoria sagrada de Fernando de Talavera y de Fray Luis de Granada, aparece ahora guarnecida de metáforas extravagantes, de sutilezas conceptistas, que son supercherías y habilidades con que la mente escamotea al auditorio la penuria de ideas.

No era sólo España la que arrastraba en estos tiempos por los suelos su espíritu creador. Ronsard y su pléyade en la Francia del siglo XVI, el conceptismo de Marini, en Italia y el eufuismo inglés, propagado por Juan Lyly, amén de otras varias perversiones del gusto literario que podrían traerse a la colada, atestiguan también que la decadencia de las letras no era privativa de nuestra nación. Cuando la potencia espiritual de un pueblo ha dado de sí todo lo que consentía su elasticidad creadora, sobrevienen estos períodos de declinación crepuscular, en los que la ausencia de calidades morales, de genios verdaderos, trae, por un imperativo biológico, el mal gusto, la extravagancia, la hinchazón hiperbólica del lenguaje figurado y la superchería de las ideas, en sustitución de los conceptos hondos y trascendentales.

En cuanto a nuestro país se refiere y en medio de esta depravación literaria, a la que contribuyeron las Soledades y el Polifemo, de Góngora -dédalos de acicalada y bruñida poesía- los Conceptos espirituales, de Ledesma, las fábulas de Villamediana, como Faetón y Europa, El nuevo jardín de flores divinas, de Alonso de Bonilla y las oraciones sagradas de Paravicino, alzose la voz discretísima de Luzán. Discretísima, insistimos, pese a las intemperancias de que alguna crítica hizo objeto al autor de la Poética. Para juzgar una obra hay que colocarse con la mente en la época en que se escribió. Ved, si en plena decadencia, entretenido el ingenio de nuestros escritores en la concepción y ejecución de obras mediocres, y relamidamente aderezadas de extravagantes figuras de dicción, ampulosas, declamatorias, torturadas en el potro de tormento de la más extraña elaboración poética, el flamante código literario de Luzán, y la crítica2 sagacísima de Jorge Pitillas y don Juan de Iriarte, no fueron dignos de estima y encomio.

No podía enderezarse del todo árbol que había nacido tan contrahecho y torcido. Pero muchas ramas viciosas y dañadas fueron sabiamente desgajadas de él. La hojarasca gongorina, tuvo ejemplar correctivo en el libro de Luzán. Sean muchos los defectos que podrían notarse respecto de esta reglamentación literaria, estrechísimo molde para lo que había de venir después, mas nada angosto en época como aquélla, en que la reflexión triunfaba del verbo creador, desgarbado y enclenquillo, reconozcamos paladinamente que, sin tales árbitros de la belleza, nuestra postración artística habría ido en aumento y el alba de un nuevo acontecer estético se habría distanciado de las posibilidades de nuestro genio literario.

El siglo XVIII, juntamente con el último tercio de la centuria anterior, es un paréntesis de mal gusto, primero, de exhumación del ideal clásico, después, y como largo período de decadencia, erudito, investigador, discursivo, poco apto para crear; es un paréntesis, decimos, entre los magnos alumbramientos de la áurea literatura y la rebeldía pujante y potentísima del romanticismo. La crítica literaria en todo este tiempo se acomoda al carácter negativo de nuestro arte. Sus cánones y reglas corresponden, pues, a un subalterno criterio estético. No se trata de una ordenación de principios trascendentales, encaminados a la realización de la belleza; de una filosofía del arte, que abriera nuevos horizontes al ingenio español. Como falta la chispa genial del espíritu que prenda fuego a sus potencias, los nuevos códigos literarios, ya inspirados en el neoclasicismo francés, ora nacidos al influjo de la preceptiva italiana, más tienen por objeto la ejecución artística que el determinar los elementos estéticos, integrantes de toda obra bella.

Sin embargo, Luzán y Mayans y Siscar, que entre la multitud de retóricos aparecidos en el siglo XVIII -siglo de las Poéticas se le ha llamado- yérguense como las dos más vigorosas autoridades en materia estética, no sólo subvinieron a las necesidades de la pura composición literaria, sino que asentaron principios, más o menos originales, de filosofía de lo bello. Principios que en razón a su conformidad con la verdadera naturaleza del arte, salvaron el peligro de temporalidad y provisionalismo a que están sujetas las cosas endebles y poco meditadas. Hoy no han perdido del todo su vigencia. Cuando nos acercamos a estos doctrinales estéticos, a fin de compararlos con los que les sucedieron en el gobierno de las letras, y poder establecer así las diferencias que los separan en la interpretación del arte, notamos en seguida la estabilidad de algunos conceptos fundamentales, que ningún legislador literario posterior ha mejorado.

La Poética, de Luzán

Nos vamos a detener en el examen de la Poética, de Luzán, porque fue la más combatida y desdeñada por los innovadores del primer tercio del XIX, y conviene traer a la luz sus interpretaciones y cánones de belleza más importantes, al objeto de señalar el proceso evolutivo de la crítica literaria y la consagración de principios que tomó a su cuidado la escuela romántica.

Siendo este libro del humanista de Zaragoza, el mejor, sin duda, de cuantos se compusieron en la expresada centuria decimoctava, y el que por esta causa3 más hubo de influir en los gustos literarios de entonces, lógico será que lo elijamos como punto de partida y contraste respecto de las subsiguientes etapas de creación de lo bello.

Salta a la vista, tan pronto abrimos la Poética de Luzán, lo que pudiéramos llamar el utilitarismo artístico del autor, que se muestra desde el principio partidario del arte docente, negando de este modo la realización por sí de la belleza, el desinterés nobilísimo de toda concepción estética, y unciendo el arte, que es por naturaleza independiente y rebelde a la prosecución de fin alguno, que no esté dentro de su propia esfera, a un objeto útil, preconcebido, de filosofía moral4. Error crasísimo, pero muy propio de una época en la que predomina el elemento cientifista y filosofante sobre el puramente poético y creador, que eso es la poesía, del griego poeio: crear. Notemos en obsequio de Luzán que, aun cuando atribuya al arte propósito tan descaminado y opuesto a su propio ser, no sólo no proscribe de la poesía el mero fin estético, sino que lo admite, puntualizando además la forma en que debe realizarse, con lo que resulta en parte paliada o constreñida su anterior afirmación respecto de la finalidad artística5.

Su posición en el arte es más firme que la de Boileau, -de quien se le ha creído mero discípulo- porque es más amplio, profundo e independiente su sentido de la belleza. Aun cuando pague el natural tributo, dada la época en que vive, a ciertas estrecheces y regateos neoclásicos, respecto de la libertad de movimientos del espíritu en la realización de lo bello, sus principios fundamentales son más filosóficos, están más llenos de sustancia moral y por consiguiente trazan con más holgura el marco en que el verbo creador ha de moverse. Mejor conocedor de la naturaleza humana o menos cargado de prejuicios y melindres que Boileau para penetrarla, reconoce las desigualdades de los pueblos en costumbres, clima, estudios, etc. y las consecuencias de diversificación literaria que tales circunstancias han de traer al acervo común del arte6. ¿No cabría decir a este respecto, que Luzán fue un precursor de Taine, sobre la influencia del clima, carácter y vida del autor en sus obras?

Al tratar de la verosimilitud en la poesía, se muestra partidario de una amplia libertad creadora. «El poeta -dice Luzán - busca siempre lo extraordinario, lo nuevo, lo maravilloso; y para esto es mucho mejor la verosimilitud poética, que la verdad histórica»7. ¿Cómo conciliar este punto de vista tan liberal, con aquel otro, tan estrecho y desatinado, que propugna el humanista aragonés al estudiar la comedia, y del que más adelante haremos mención?

Justo será reconocer, dada la idiosincrasia literaria del siglo XVIII la casi imposibilidad de juzgar con entero acierto nuestro teatro clásico. Lope y Calderón fueron, sin duda alguna, los adelantados del romanticismo. Toda esa vigorosa resonancia espiritual, todo ese empuje del alma, destrabada de cualquier elemento coercitivo y libérrima, por consiguiente, en sus pasiones y afectos, que observamos en las obras de dichos autores, habían por fuerza de repugnar a quien, más independiente que Boileau, La Harpe, D'Aubignac y Batteux, no tenía aún la autonomía necesaria para enrostrarse sin merma de la verdad, con nuestros dramáticos del Siglo de Oro.

Cuando se acerca a ellos va siempre provisto del escalpelo disector, y como todos los críticos -Azorín, por ejemplo, respecto del Don Álvaro de Rivas, Hermosilla, Clemencín respecto del Quijote- que se entretienen en el examen minucioso, prolijo, cominero, de pormenores y naderías, apenas si cala lo interno de las obras, como no penetra el agua en los terrenos impermeables y por esta causa se extiende sobre su superficie. Nuestro teatro clásico fue para el humanista aragonés zona impenetrable. Su genio crítico, se dilató respecto de las particularidades subalternas, sin traspasar casi los umbrales del fondo.

Las famosas unidades dramáticas han traído de cabeza a los preceptistas neoclásicos, que, en cuanto a las de lugar y de tiempo, han sobrepujado en mucho las pretensiones del filósofo de Estagira. Descontada la unidad de acción, contra la que nada puede oponer ninguna crítica sensata, debido a la intangibilidad de su naturaleza, pues no es posible admitir acción dramática, ni épica, cuadro, escultura o pieza alguna musical que carezca de unidad, las otras dos, caen de lleno en el campo de la controversia. Los retóricos del siglo XVIII han ido, en la interpretación de estas dos unidades, mucho más allá de lo que aconseja la recta razón. Que el asunto de una obra haya de desenvolverse en tiempo no superior a las veinticuatro horas del día y sin cambiar de sitio, es notorio absurdo: huyendo del peligro que satirizó Cervantes en su comedia, Pedro de Urdemalas y en el Quijote y cuya ocurrencia repitieron después otros escritores, entre ellos Boileau:

enfant au premier acte, et barbon au dernier8,


Cerraron las puertas del teatro a argumentos y situaciones de indudable belleza, pero no cabían dentro de tan angostos límites temporales y locales. Y lo más chistoso del caso es que estos acérrimos propugnadores del ideal clásico, como hemos observado antes, iban mucho más lejos en sus reglas sobre el teatro, que los mismos griegos, de cuyos códigos literarios decían tomar tales preceptos. Ni Esquilo, ni Sófocles, ni Eurípides, ni los poetas cómicos que compartían con estos los aplausos del público ateniense, fueron fieles cumplidores de las unidades de tiempo y de lugar. Tampoco las observaron los dramaturgos ingleses, ni los alemanes y mucho menos, si cabe, nuestros clásicos que hicieron mofa de ellas9. Sin embargo, los preceptistas del siglo XVIII llegaron incluso a considerar de todo punto inadmisible que la acción dramática excediera del tiempo invertido en su representación, y que los personajes se trasladasen de un lugar a otro, sino cuando más del Coso de Zaragoza a la plaza del Pilar, ya que salirse de este ámbito10, no para saltar de España a Italia y de Italia al África, como en el Príncipe Perfecto, de Lope, por ejemplo, sino para andar en una ciudad de acá para allá o dos o tres leguas a la redonda, era licencia a todas luces reprensible11.

No será preciso decir que Luzán formó en las filas de estos intransigentes y severos imitadores de la antigüedad clásica, y que sus concesiones en materia tan risible, como la que nos ocupa, fueron muy parcas12.

Pero donde alcanza su plenitud tan restrictivo espíritu estético es en lo que toca a la comedia. Su asunto ha de ser más real que verosímil. No admite como fábula idónea la que exceda los límites de lo corriente, la que no esté del todo contrastada por la realidad, y sea, pues, un fiel trasunto de la vida común13. De este modo, al que Moratín, el autor de El Café y El sí de las niñas, se plegó con el mayor arte posible en escenario por demás estrecho, quedaron las tablas desalojadas de asuntos, que, sin faltar a la verosimilitud, invadían la esfera de lo extraordinario y maravilloso, o simplemente, de los hechos menos frecuentes de la humana existencia. Prosaísmo absurdo, cárcel odiosa y aborrecible en la que morirse, de vulgaridad y de rastrera servidumbre respecto de lo trivial y bajuno, el alma creadora. Cárcel que habían roto, por dicha y en loor del arte verdadero, Lope y Calderón con sus comedias Adonis y Venus, El premio de la hermosura, y Shakespeare con las intituladas Como queráis y El sueño de una noche de verano, en las cuales la poesía se pone alas para remontarse sobre cuanto nos rodea en el mundo tangible y perecedero en que vivimos de ordinario.

Menos tolerante se mostró aún con la tragicomedia, negando de este modo la posibilidad del drama romántico14. Combinar el elemento trágico con el cómico constituía una libertad literaria digna de inmediato correctivo. Porque siendo cosas tan opuestas conducían a términos distintos y pretendiendo lograr con ambas los fines de la tragedia y de la comedia, ninguno de los dos se realizaba15. ¡Qué estragos no habían de hacer tales objeciones en la mente menos aguda y enseñoreadora de las cosas, de un Hermosilla, por ejemplo, cuya pedestre interpretación del arte dejó chiquitos a todos los retóricos del siglo XVIII! Pues medido todo con módulo tan exiguo, atada la fantasía a estas férreas argollas, evitado casi en absoluto el libre juego de las potencias, merced al cual se ha enriquecido la literatura de obras inmortales, ¡sólo la fría, reflexiva y calculada concepción artística, sin fulgores, ni contrastes, ni ardimiento alguno, medida y ponderada, a compás y gramo, cabía en molde tan estrecho!

Ya hemos observado al principio que Luzán fue partidario acérrimo del arte docente. El utile dulci horaciano, pero sacado de sus quicios naturales, fue siempre el postulado estético de nuestro humanista. Copiosos testimonios de este parecer, como queda advertido en páginas anteriores, encontraremos a lo largo de la Poética. Lo útil va en todo instante antepuesto a lo deleitable. Obsesionado por la finalidad educativa del arte, por el provecho moral que debe obtenerse de sus realizaciones, llega incluso a desbarros tan imperdonables como el creer que la fábula épica «es un hecho ilustre, y grande, imitado artificiosamente, como sucedido a algún rey, o héroe, o capitán esclarecido, debajo de cuya alegoría se enseñe alguna importante máxima moral o se proponga la idea de un perfecto héroe militar»16. ¡Peregrina concepción de la poesía épica, en virtud de la cual el ciego de Chíos o de donde fuese, se convierte en una especie de preceptor en verso de príncipes y reyes! ¿Sería por esto por lo que a Alejandro no se le caía de las manos la Ilíada? ¡A qué extremos de ceguera pueden conducirnos las escuelas literarias! Este siglo decimoctavo ató al arte con tales ligaduras, ya poniendo trabas a la fantasía creadora, ya a tribuyendo a la poesía distinto objeto del que corresponde a su verdadera naturaleza, ora reglando con cominero espíritu la composición literaria, que cuanto produjo fue cosa calculada y fría, de peinada y relamida envoltura, sin afectos profundos y vigorosos, ni altivez de pensamiento, ni exaltada y pujante imaginación. Y lo que es peor aún con una insufrible tendencia moralizadora y didáctica, que si no prostituye al arte, lo desnaturaliza al menos y hace de él un medio en vez de un fin, un vehículo agradable de máximas y conceptos morales, en lugar de ápice de la belleza, que debe ser su única y auténtica finalidad.

Sobre el tan debatido punto de si como máquina o maravilloso del poema épico debe entrar la mitología griega, o el cristianismo, con Dios, la Virgen, potestades, santos, etc., por estar más conforme esto último con el tiempo en que la obra se escribe y el pensamiento religioso que de ordinario la vivifica, Luzán se muestra menos intransigente que el autor del Facistol y de las Sátiras ya que aconseja la intervención de ángeles, buenos y malos, magos, encantadores, etc., en el poema sin que tal cosa impida el uso también de las deidades énicas, en lo que toca a su carácter físico y moral17.

Después de cuanto va dicho no puede sorprendernos que nuestros románticos se estremecieran de terror al oír tan sólo el nombre de Luzán. A gala tuvieron el desentenderse de todo atadero, principio o regla que proviniese de este legislador literario o de cualesquiera otros de la misma escuela. El preceptista aragonés se les mostraba como una especie de cancerbero del espíritu, entre cuyas manos se frustraban todos los señoríos e impulsividades de la imaginativa, todos los ardimientos y frenesíes del corazón. Sus cánones literarios no eran sino trabas pueriles puestas a la mente creadora; asustadizas restricciones de las que el genio se burlaba en sus alumbramientos augustos; ya veremos más adelante cómo el doctrinal estético de Luzán, que con ligeras variantes menos sustanciales que de forma, aparece reproducido en los tratados de preceptiva subsiguientes, es repugnado del todo por los críticos románticos. Había pasado ya la época de los moldes literarios. El espíritu se emancipaba, y enseñoreándose de todas las cosas con la voluptuosidad inefable de quien durante mucho tiempo se ha visto privado de ellas, irrumpió en la esfera del arte como impetuosa corriente devastadora del pasado y estimulante, en cambio, de un nuevo orden estético. El absolutismo de Luis XIV trajo la Revolución francesa, como la dictadura de Julio César armó la mano de Bruto. La vida es ondulación, desasosiego, dinamismo, transformación y repugna por un imperativo de su naturaleza todo orden rígido y limitado. Por el contrario se acomoda fácilmente a un sistema elástico de contención de su propia energía creadora, mediante el cual se realiza el universal proceso evolutivo, sin grandes conmociones, ni estallidos. Esta verdad incontrovertible, pues la dolorosa experiencia de su inobservancia la hace más evidente y palpable, se extiende a todas las cosas: lo mismo al orden político y social, como al meramente literario. Es una ley biológica. Un estrecho molde político trae a la corta o a la larga, el descontento general, que acabará adoptando forma revolucionaria. Y un rígido patrón literario provoca de igual modo la acción opuesta: esto es, la libertad creadora, con todas sus extravagancias y demasías.

Luzán tuvo sus adeptos e incondicionales y sus detractores. Figuraron entre los primeros D. Agustín de Montiano, D. Luis Joseph Velázquez y Marchena, D. Blas Nasarre, más intransigente aún que el mismo autor de la Poética en cuanto atañe a las tan debatidas unidades dramáticas y cuyos exabruptos respecto de nuestros clásicos constituyen un hito en la casi general incomprensión del siglo XVIII para interpretarlos y comentarlos. Entre los detractores de Luzán, no fue el menos decidido fray Francisco Javier Alegre, que le censura de haber menospreciado los valores nacionales, por ignorarlos. Gerardo Lobo se burló de las reglas; Nieto Molina y Maruján, persistieron en su libertad creadora, desembarazándose de toda preceptiva; Moratín, el padre, encendía una vela a Dios, en dos sátiras de su juventud, en las frigidísimas tragedias Hormesinda y Lucrecia y en su comedia Petimetra, escritas de acuerdo con los cánones neoclásicos, y otra al diablo, en sus versos, de vigorosa musa castellana, libres de toda traba retórica, como nacidos de aquel ancho recinto del alma fecunda y potente donde no se conocen las restricciones impuestas por la tiranía de escuelas literarias. Pero pese a esta variedad de juicios y actitudes de nuestros eruditos y poetas, es innegable la influencia ejercida por el severo humanista aragonés, tanto en la literatura inmediata como en la que floreció después, con la incorporación a sus filas de Quintana, Martínez de la Rosa, Lista y demás representantes de las letras neoclásicas.

La severidad preceptiva de Luzán se habrá ido suavizando a través de estos autores, menos apegados a las doctrinas traspirenaicas y más conocedores de nuestros valores clásicos. Se comenzará a dibujar una mayor elasticidad del espíritu, que si no exento de preocupaciones retóricas, olvídase al menos de ellas en muchos momentos de creación estética y muévese con soltura y vigor, sin las cortapisas y atadijos del pseudoclasicismo francés. Pero, pese a este adelanto o evolución inicial de nuestra literatura, tan fría, premiosa y desmañada entonces, la ascendencia de Luzán y de sus inspiradores italianos y gálicos aún perdura en nuestros ingenios, como vamos a ver.

Sería muy interesante observar estas influencias en cuantos autores contribuyeron en aquellos días a enriquecer con sus estudios el acervo común de nuestra literatura crítica. Pero este trabajo, por demás dilatorio, retardaría más de lo conveniente nuestro enfrentamiento con los críticos románticos del segundo tercio del XIX. Para notar el influjo del doctrinal neoclásico en los escritores de fines de la centuria decimoctava y primer cuarto de la siguiente, no es necesario detenerse en el examen de cada uno. Bastará, por el contrario, que elijamos, al efecto, a los más representativos de este período literario.

D. Manuel José Quintana

Retrato

D. Manuel José Quintana

[Págs. 24-25]

El ilustre cantor de la Hermosura, la Imprenta y el Mar, D. Manuel José Quintana, no fue de los más remisos en reconocer el mérito de la Poética de Luzán. Su voto favorable, no lo es, sin embargo, de un modo absoluto. Encarece el valor de la obra, si bien niega su eficacia18. Quintana, que había de presentársenos más tarde, sobre todo al componer su cuadro sombrío y terrorífico del Panteón del Escorial, como un precursor romántico, y que había de paliar en edad más madura su intransigencia clasicista sobre las unidades de lugar y de tiempo, apenas si se aparta en un ápice de los cánones literarios que imperaron en el siglo XVIII.

No cumplidos aún los veinte años de edad, el futuro autor de Vidas de españoles célebres -biografías que no desmerecerían al lado de las de Macaulay y Lamartine-, escribió su ensayo didáctico Las reglas del drama. Tentativa, en tercetos, de arte poética. Amamantado en la escuela literaria de Luzán y recién salido de las aulas, no puede sorprendernos el rigor con que interpreta las famosas unidades:

Una acción sola presentada sea

en solo un sitio fijo y señalado

en solo un giro de la luz febea19



Severidad que, como acabamos de observar, dulcificó más tarde en nota puesta a la impresión de este ensayo didáctico, pero sin grandes concesiones al genio creador, que ya alentaba bajo la pompa y bríos del estro romántico.

Su talento crítico es innegable. Bastará leer sus tres estudios sobre la poesía castellana, su Vida de Cervantes y su Noticia histórica y literaria de Meléndez, que aparecen entre sus obras completas de la Biblioteca Rivadeneyra20, para admitir nuestro aserto. Comparados sus tres trabajos sobre poesía castellana con los que les precedieron en igual materia, como, por ejemplo, los Orígenes de la poesía española, de don José Luis Velázquez, salta a la vista lo sensato del juicio; el buen gusto para elegir entre la innúmera multitud de versos escritos desde Juan de Mena hasta Meléndez y Cienfuegos, pasando por la musa épica, no menos copiosa y variada; la agudeza de algunas afirmaciones, e incluso la severidad que muestra a menudo, respecto de determinados valores literarios, no carecen del todo de fundamento, aunque responda mucho a la estrechez interpretativa de la escuela imperante.

El Quijote sólo encendidos elogios merece a su pluma. Habían pasado ya para no volver, los exabruptos y despropósitos de Nasarre y Montiano, sobre nuestra literatura clásica. Quintana advierte, con vivo entusiasmo, las bellezas singulares que contiene el libro inmortal, en el que no «se sabe qué admirar más, si la fuerza de fantasía que pudo concebirle, o el talento divino que brilla en su ejecución». Si mentamos esta obra en una conversación, todos a porfía se harán lenguas de ella. Y la novedad y felicidad del pensamiento, lo verdadero y bello de los caracteres y costumbres, la variedad de los episodios, los chistes y alusiones, el artificio y la gracia del diálogo, el estilo hermoso y el lenguaje castizo, quedarán proclamados y ensalzados21.

Por si no fueran suficientes estos elogios tan en razón, añadirá ya un poco hiperbólicamente, que ni Lope, ni Villegas, ni los Argensola, ni todos los poetas de aquel tiempo juntos serían capaces de «contrapesar el mérito literario de un solo capítulo del Quijote».

Quintana hace notar la analogía que el escritor inglés Sterne tenía «en su humor y en su espíritu» con Cervantes; condena al olvido las comedias de éste, si se las hubiera de juzgar por el mérito de El trato de Argel o la Numancia, salidas de molde en aquellos días, y salva de este fallo tan duro la comedia de capa y espada, La Confusa, fundándose para ello en la predilección que su autor sentía por ella y en los aplausos que, según el mismo Cervantes, obtuvo cuantas veces se representó.

Si al glorioso poeta que cantó a Luisa Todi y Juan de Padilla le hubiera tocado vivir más en nuestros días, su alto discernimiento crítico habríase adelantado a Valera22 en el intento de restituir el alcance y significación del Quijote a sus verdaderos términos. La afinidad espiritual que se columbra entre estas dos figuras literarias, es, en nuestro dictamen, tan digna de notarse que, si no hubiera otros testimonios de identidad respecto de estos dos autores, bastaría el coincidente punto de vista de ambos al juzgar la primer novela del mundo23 y la común aversión o repugnancia que les producía la poesía medioeval. Naturales reacciones del espíritu aristocrático y archiculto ante los períodos de formación literaria, en los que lo agreste y rudo del verbo creador adopta una hechura primitiva.

Algunas veces se deslumbra demasiado ante el talento y valer de sus coetáneos, quizá dejándose llevar del afecto y la simpatía, y prodiga excesivos encomios a Meléndez Valdés, si bien reconoce asimismo sus defectos y la superioridad de sus romances y anacreónticas sobre sus poesías filosóficas y morales, y a Jovellanos, de quien dice, con evidente exageración, que habría sido en la antigüedad «Platón con menos sueños, Cicerón con más firmeza y en la Europa moderna Turgot, con todas sus ventajas». En cambio, no desentendido del todo de las prevenciones y escrúpulos neoclásicos que empedraron los juicios de sus predecesores en la crítica literaria, se muestra excesivamente severo con Lope, cuya Jerusalén es «un compuesto de absurdos», entre cuyos centenares de comedias «apenas habrá una que pueda llamarse buena» y de cuyos millares de versos tampoco son «los que han quedado grabados en las tablas del buen gusto»24. Pasa por alto casi la belleza y primor de las coplas de pie quebrado de Jorge Manrique, metro «esencialmente opuesto a toda armonía y a todo placer», inadecuado, por consiguiente, para la exteriorización del sentimiento. Censura a Fray Luis de León, tras de loarle abundantemente por su versificación que, aunque dulce, fluida y graciosa -son palabras suyas-: «carece de gravedad y desmaya no pocas veces por falta de número y plenitud». A este reparo añade otro, «que es el de que nadie tiene menos poesía cuando el calor le abandona: lánguido entonces y prosaico, ni toca, ni mueve, ni enajena, y sólo le queda el mérito de su dicción y su estilo, que son sanos siempre y puros, a un cuando no tengan vida ni color»25. ¡Como si el mérito singularísimo de fray Luis no consistiese, precisamente, junto con la elevación del pensamiento y lo acendrado de los afectos, en esta aparente sequedad de estilo, que no es otra cosa sino la elegante sobriedad retórica de Horacio! Quintana, más enamorado del magna sonaturum y de la ambitiosa ornamenta, que de la desnudez estatuaria de la forma, lograda por el ilustre agustino, quema el incienso de sus elogios en loor de Herrera, principalmente, y se siente un poco defraudado respecto de la versificación de Fray Luis.

Partidario, cual correspondía a lo robusto y vibrante de su numen, del verso endecasílabo, más holgado, armonioso y señoril para expresar altas ideas filosóficas y morales, complácese en poner bien de resalto el triunfo de los innovadores del XVI sobre los metros de arte menor propugnados por Castillejo. Con los hermanos Argensola, por los que siente más prevención y hostilidad que simpatía, pecó de rijoso y descontentadizo. De Góngora prefiere, como todo lector de buen gusto, las letrillas y romances, por la amenidad, lozanía, número, riqueza de lenguaje y bizarría de la imaginación de que están adornados, a las poesías culteranas, llenas de violentas trasposiciones y de osadas figuras, «jerigonza detestable, tan opuesta a la verdad como a la belleza».

Antes de entrar en el examen de los poetas castellanos desde el rudo y anónimo autor del cantar del Mío Cid hasta Gracián, afirma resueltamente que la ocupación «primaria y esencial» de la poesía es «pintar a la naturaleza para agradar, como la de la filosofía explicar sus fenómenos para instruir». ¡Qué lejos quedaban ya aquellas extrañas disertaciones de Luzán sobre los fines de la poesía, y merced a las cuales se nos ahitó la literatura del siglo XVIII de poemas didascálicos, como Las bodas de las plantas, Excelencias del pincel y del buril, Las termas de Archena, etcétera! Y no como una expolición demás, sino para fijar, por alto modo discursivo y poético, en la mente del lector el aserto anterior, añade: «Así, mientras que el filósofo, observando los astros, indaga sus proporciones, sus distancias y las reglas de su movimiento, el poeta los contempla, y traslada a sus versos el efecto que en su imaginación y en sus sentidos hacen la luz con que brillan, la armonía que reina entre ellos y los beneficios que dispensan a la tierra»26.

No será necesario dilatarnos más en el estudio de este autor, para que podamos deducir plenamente de sus juicios, su inicial evolución respecto de los críticos y preceptistas anteriores y su distanciamiento aún de la escuela literaria que iba a instaurarse algo más tarde. Quintana es un escritor juicioso, agudo, de refinada cultura y buen gusto electivo. Sabe elevarse a la contemplación de la belleza, descubrir sus hechizos y singularidades, discernir sus elementos y dar a los poetas el lugar que les corresponde en la esfera de la concepción literaria. Y aún cuando su pincel abuse a menudo de las sombras y nebulosidades al hacer el retrato de nuestros clásicos, aminorando de este modo la brillantez gloriosa de cada uno -tal como hoy los concebimos a la luz de nuestro análisis-, no carecen del todo de fundamento sus aseveraciones.

El clasicismo de Quintana es más racional, comprensivo y tolerante que el de Luzán, pero no se advierte en él todavía ningún arranque de libertad creadora. Cuando refiriéndose a las unidades dramáticas hace notar las disputas en que se enredaron los partidarios de los géneros clásico y romántico o romancesco, como él lo llama, elude en atención a la brevedad con que debe redactarse una nota o escolio, dar largo dictamen sobre este punto, pero el fallo que emite, como de pasada, denota un tímido eclecticismo. «Acaso podría establecerse por principio -dice- que la severidad de las unidades es necesaria en todo lo que pertenece a la verisimilitud, y que no deben concederse al arte más licencias que aquéllas de donde puedan resultar grandes bellezas»27. Unos años antes don Manuel Silvela en su Discurso preliminar a la Biblioteca selecta de literatura española, pregunta si no podría darse en el drama «mayor ensanche a esas decantadas unidades de lugar y tiempo»28. ¿Cómo un hombre tan liberal cual el autor de Pelayo y El duque de Viseo, que incluso llevó esta cualidad de su espíritu hasta el sectarismo y multiplicó sus testimonios en el decurso de una vida longeva y dinámica, contrajo de tal modo la bizarría de su ingenio a los angostos moldes de la preceptiva reinante? Cuando los adelantados del romanticismo abrieron brecha en el reducto neoclásico, y empezaron a agrietarse sus cimientos y a tambalearse sus muros, Quintana enmudeció, comprendiendo acaso que había pasado su tiempo y que lo más juicioso y hasta conveniente a su grande reputación literaria era abandonar el campo de las actividades espirituales. Aquel gigante de la poesía lírica, crítico, historiador y propagandista de las ideas liberales, tan perseguidas en sus días triunfales y por las que estuvo retenido durante seis años en la fortaleza de Pamplona, carecía de la necesaria ductilidad para plegarse a las flamantes doctrinas estéticas, cuya aplebeyada incontinencia y sombrío porte repugnaban a su alto sentido aristocrático del arte.

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