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Lista

Representémonos a un hombre que cubre su cabeza con un gorro negro, de seda, y que viste una levita del mismo color «ancha y larga». Frisa en los cincuenta años, pero si hemos de colegir de su aspecto la edad, no sería aventurado creerle ya sexagenario. El gorro que lleva en la cabeza remata en una borla, y poquísimas veces está colocado en su verdadero sitio, pues ya aparece de través, ya casi junto a la nuca, ya cubriéndose la frente.

Nuestro hombre, cargado de espaldas y bajo de estatura, padece una acentuada miopía, bien de nacimiento, ora adquirida en el comercio de los libros y en las actividades docentes. Su rostro «no solamente no es bello, sino que a primera vista, tiene algo de repugnante, algo de incompleto, de obra sin terminar, de boceto de fisonomía humana más que de fisonomía real y efectiva». Pero tan pronto nos hable, con su palabra diserta y jugosa, la cara cambiará por completo. Lo que antes se nos mostraba informe y no debastado, ahora se animará y armonizará. Cada facción ocupará su lugar correspondiente y el conjunto nos cautivará por «lo imponente y simpático». Rostro, en suma, muy parecido al de Sócrates, según los grabados que conocemos del filósofo griego29.

Dentro de nuestra república literaria en el primer tercio del siglo XIX, pocas figuras habrá tan venerables como ésta: la de don Alberto Lista. Dedicado preferentemente a la enseñanza, no es un dómine pedantesco y rijoso. Su simpatía y afabilidad granjeáronle el aprecio y respeto de sus discípulos e hicieron amable y fecunda esta labor educativa. En aquel tiempo, en que el saber empezaba a ser tan poco estimado, la erudición de Lista, respecto de los conocimientos más desemejantes, constituía un caso singular y, por otro lado, definidor de la prosapia espiritual de nuestro crítico y poeta. Aun cuando así en política como en literatura se le haya tildado de indeciso y oscilante, a nuestro juicio su filiación literaria, que es la parte que a nosotros nos interesa de su persona, no ofrece la menor duda. Si su talento y sensibilidad estética le depararon lugar más sobresaliente que el de Hermosilla, por ejemplo, en el fondo venían a ser bastante parecidos. Educado en la escuela neoclásica ofrecía todas sus características fundamentales. Las buenas, como el amplio saber, el contacto diario con los modelos reputados de verdaderamente ejemplares dentro del arte, la ponderación y armonía de las facultades intelectuales, esto es, que no vivían unas a expensas de otras; y las menos buenas: el rígido sometimiento a los principios literarios establecidos por Aristóteles y Horacio, y demás preceptores del Parnaso, y como consecuencia irremediable de tal dogmatismo artístico, la repudiación o menosprecio de toda manifestación literaria disconforme de las reglas y cánones clásicos. Sin embargo, no llegó ni con mucho, a las partidistas exageraciones30 de sus antecesores y coetáneos al juzgar nuestro teatro del siglo XVII, si bien condenó, no desprovisto de toda razón, a Tirso por pésimo conductor de la fábula, dramática, a Rojas por haber pagado tributo, en la totalidad de sus obras, al gongorismo y a Lope de Vega, porque no se encontrará composición suya, cualquiera que sea el género a que pertenezca, donde no haya que reprender algo.

Dos son los trabajos de Lista a que hemos de referirnos en este sucinto examen de su doctrinal estético: las Lecciones de literatura española dadas por él en el Ateneo de Madrid durante los años 22 y 23 del pasado siglo y reanudadas el 36 y los Ensayos literarios y críticos, recogidos en dos volúmenes en 1844, con un prólogo de don José Joaquín de Mora, y publicados antes en un periódico de Cádiz.

Lista entiende por clásico «lo que es perfecto en su género, en materia de literatura, y que debe servir de modelo» y por romántico «lo que se semeje al mundo ideal que se finge en la novela (roman. Nuestro autor no creía, como sostenían algunos escritores de su tiempo, que el género clásico era aquél en que se observan los preceptos y romántico el que falta a ellos, entregándose el poeta a los excesos delirantes de una imaginativa libre de trabas y ataderos. «La poesía es un arte: y no hay arte sin reglas, deducidas de la observación de la naturaleza y de los modelos». De cuanto antecede se deduce que no hay más que dos géneros: «uno bueno y otro malo, así en literatura como en las demás artes y ciencias». Las obras que produzcan un grande interés, serán buenas, aunque presenten algunos defectos. Las que nos causen sueño, fastidio o risa por los delirios del autor, serán malas, pese a algunas bellezas que puedan ofrecernos. Tan sólo las palabras clásico y romántico tienen un sentido merced al cual se diferencian verdaderamente y cuya desemejanza debemos conocer y observar. Esta diferencia nace de considerar las letras antiguas de griegos y romanos; clásicas y románticas, las de la Edad Media. A la luz de esta consideración, la cuestión gana en trascendencia y debe ser objeto del estudio de humanistas, historiadores y filósofos. La primer literatura pintó al hombre exterior; la segunda al hombre moral y esta desemejanza de objeto, modificó las reglas de convención del arte, porque, para presentar en general un afecto cualquiera no es necesario marco tan amplio como el que se precisa para descubrir en el hombre pasiones que luchan con él, y de las cuales unas veces sale vencido y otras vencedor.

Retrato_2

D. Alberto Lista

[Págs. 32-33]

A la escena, continúa diciéndonos Lista, pueden llevarse defectos, vicios, y aún maldades, pero de tal manera que al verlas encarnadas en los personajes dramáticos, sirvan para su detestación. Antes de proclamar este principio había llamado «estercolero moral» al Angelo, al Antony y a La torre de Nesle.

A pesar de su partidismo literario, reconoce paladinamente que entre nosotros no es hacedero el conservar intactas las unidades de tiempo y lugar «sin sacrificar bellezas dramáticas de primer orden». Una de dos: o hay que reducirse a la sencillez constructiva del teatro griego y llenar con los coros el tiempo que se necesita para que el espectáculo tenga la conveniente extensión, o dar mayor amplitud a las mentadas unidades. Pues estas reglas que atañen a la verosimilitud material son de convención. «La esencial es la verosimilitud moral». Mas no se crea en lo ilimitado de tales concesiones. Como Quintana, Martínez de la Rosa y Hermosilla, pues al fin y al cabo son discípulos de los mismos maestros, añadirá un poco asustado de su anterior liberalidad en esta materia: «una acción bien sostenida hasta el fin y las unidades de tiempo y lugar respetadas todo lo que sea posible»31.

Si bien apuntalado por estos principios que le encasillan en la escuela neoclásica, con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes, ya precisados antes, su talento crítico quedó muy de resalto en la interpretación y comentarios de nuestro teatro del siglo XVII. Advertidas fueron, con enjuiciadora morosidad, las bellezas, aciertos y singularidades de nuestro copiosísimo repertorio dramático de aquella áurea centuria. La severidad clasicista de su pluma no ahogó cuanto hay de trascendente, audaz, pintoresco y brioso en nuestros dramáticos. Faltole a Lista la independencia literaria, la decisión y desenfado de don Agustín Durán para proclamar, abierta y valerosamente, todo el mérito de la gigante labor de Lope y la no menos envidiable de Tirso y Calderón. Pero tal osadía e incontinencia críticas no podían darse por entero, libres de toda limitación doctrinal; en quien, aparte de su claro discernir y buen gusto, se había amamantado a los pechos de la poética clásica.

Las escuelas literarias malean al genio, lo traban y cohíben. Es cierto que hay preceptos inferidos de la misma naturaleza del arte, como el omnis pulcritudinis forma unitas est, de San Agustín32. Pero a la sombra de estos principios incontestables, se han impuesto otros de fácil expugnación, y que a pesar de su natural, inconsistente y frágil, campean en la literatura y se enseñorean de la potencia creadora de los autores, constriñéndola o pervirtiéndola. ¡Cuántas poesías de Lista adolecen de ser el resultado de prestablecidos patrones literarios, en cuya angosta concepción o típicos caracteres de escuela, se malogró el entusiasmo lírico! Ya el marqués de Valmar trajo a examen estos defectos en su Historia crítica de la poesía castellana en el siglo XVIII33 y no hemos de insistir sobre ellos.

Sus Ensayos literarios y críticos contienen trabajos de la más diversa materia. Sobre la importancia del estudio filosófico de las humanidades, los sentimientos humanos, la filosofía de lo bello, historia, política, poética, oratoria sagrada, retórica, gramática, física, astronomía, etc. Esta variedad de disciplinas y la extensión de conocimientos que en cada una revela, hace muy atrayente su erudición, a lo largo de la cual no se advierte el menor rasgo de petulancia. Los estudios matemáticos de Lista -circunstancia no muy común entre los que apagaron su sed en la fuente Aganipe- contribuyeron, sin duda alguna, a la claridad, exactitud y concisión de cuantos escritos salieron de su pluma. Seduce de este autor la habilidad y el arte con que expone su pensamiento; la mesura con que afirma o niega, y hasta la Simpatía personal que parece como trasvasársele a sus artículos y ensayos y hacer llevaderas, si no compatibles del todo con nuestros puntos de vista de hoy, sus intransigencias clasicistas.

En su ensayo De los sentimientos humanos arguye Lista: «Si el hombre, al ver el espectáculo de la naturaleza física y moral, no hiciese más que sentir impresiones y gozarlas o reproducirlas por instinto, no habría ciencia que formase el gusto; no habría arte que dirigiese el genio; y no es cabalmente lo que pretenden los caudillos de la actual escuela romántica, que lo han dado todo a la sensación o al impulso, y nada a la razón»34.

Ante las exorbitancias del romanticismo, que es la negación de toda autoridad literaria, porque según la nueva escuela «el poeta no necesita de ningún estudio», «[...] sale inspirado desde el seno de su madre», suple con la inspiración la incultura, observa Lista: «En nada se conoce más la falta de genio que en la exageración, porque el principal carácter de lo bello y de lo sublime es la sencillez. El verdadero genio da a sus cuadros proporción, armonía, naturalidad: la presunción quiere siempre ocultar su falta de originalidad dando a todos los objetos dimensiones gigantescas»35.

No puede sorprendernos, después de cuanto va transcrito, que el poeta de La muerte de Jesús y de El canto del Esposo, pusiera como colofón a uno de sus artículos: «Telémaco será leído mientras haya hombres; y Nôtre Dame de París será un libro desconocido antes de veinte años». Profecía que no se cumplió y cuya frustración obedece al error crasísimo de medir con el compás de Aristócteles, Horacio y Boileau, una obra cuyo autor, al elaborarla, había hecho con las reglas, lo mismo que nuestro Lope, encerrarlas con seis llaves. Pero Lista, como todos los escritores neoclásicos, cifraba en los preceptos de griegos y latinos, que después siguieron a cierra ojos los Menatori, Blair, La Harpe, Addisson y Burke, la realización de la belleza, y su habilidad dialéctica empleábase a fondo en la defensa y valoración de estos principios.

«Sin reglas no hay arte, afirma. El verdadero genio triunfa de todas las dificultades, y producirá siempre grandes cosas a pesar de los obstáculos que se le opongan [...] En el día el drama ha roto todos los frenos, y ¿qué es lo que produce? ¿Qué uso hace el genio de tanta libertad como ha adquirido? Despeñarse [...] Las reglas dan cierto estímulo para vencer los obstáculos que ellas mismas presentan; el talento se replega sobre sí mismo, adquiere nuevas fuerzas; medita, combina el plan; y porque trabaja más y estudia mejor la materia, siente más vehementes inspiraciones, y así llega a la perfección. El genio libre traslada al papel lo que primero le ocurre (¿al genio o al papel, señor gramático?); no corrige; no contempla su asunto; marcha a su albedrío vagamente y sin dirección, y siempre falta a sus producciones la consistencia que resulta de las dificultades previstas y vencidas»36.


Los prejuicios de escuela, tan arraigados en Lista a pesar de su talento y sensibilidad literaria, le arrastran a condenar o burlarse al menos de los poetas que, según expresión suya, se colocan «en el centro del universo». «Los lectores se reirán de su orgullo presuntuoso -añade- pero él habrá cumplido su misión, que en la época actual es la de proclamarla propia inteligencia. Hasta ahora se había creído un gran mérito en las obras de las artes ocultarse el artista; en el día lo primero que hace el autor es presentarse en el punto más visible de sus cuadros»37. Pero ¿no es ésta la verdadera poesía lírica? Ateniéndonos al punto de vista de nuestro autor habrían podido darse en la literatura nuevos Píndaros, Horacios, Tíbulos y Catulos, mas ¿acaso habríamos tenido a los Leopardi, Heine, Bécquer y Espronceda? Además, ¿no se colocó Ovidio también «en el centro del universo» al cantar sus propias tristezas?

No fue Lista, como Hermosilla, según veremos después, un ideólogo a lo Destutt-Tracy, tan en boga a la sazón, ni siquiera a lo Condillac. No en vano era un poeta y sabía la enorme importancia que tienen los afectos en las obras de imaginación. Si no hay idea en la mente que no proceda de un análisis anterior, arguye Lista, no está todo el hombre en la generación, deducción y expresión de las ideas. De aquí que el pensamiento en poesía nazca de las relaciones y concordancias íntimas que existan entre el asunto y las pasiones. «Estas relaciones, hasta cierto punto misteriosas, no las halla el raciocinio, sino la inspiración. Por lo tanto en las obras poéticas es siempre el entusiasmo el padre de la invención»38.

Al discurrir largamente sobre el origen del romanticismo, el autor de las odas A la Beneficencia y El triunfo de la tolerancia, no hace sino reproducir mutatis mutandis, cuanto sobre el mismo tema había ya observado don Agustín Durán, como notaremos en instante oportuno.

El romanticismo, según nuestro autor, es consecuencia de la grande revolución social que produjo en el mundo el derrumbamiento de los dioses gentílicos y la abolición del gobierno republicano. Dados los caracteres de esta edad, que se inducen fácilmente de sus ideas religiosas y políticas, la poesía sólo podía cantar el patriotismo y el amor físico; no los sentimientos interiores del hombre, la colisión entre el deber y los afectos, «el deseo innato e inmenso, pero vago, de felicidad, que reside en el alma humana». Griegos y latinos describían en sus obras lo que observaban en la sociedad; las pasiones, vicios y virtudes de los hombres, pero sin las modificaciones que sufren en cada caso particular y aislado. «A la religión de la imaginación sucedió la de la inteligencia». Cada uno se estudió a sí mismo, domeñó sus propias pasiones, subordinándolas al poder de la razón. Cambió la forma de gobierno; transformáronse los sentimientos y las costumbres; emancipándose la mujer de la esclavitud doméstica y el amor, que había sido hasta entonces el resultado de una atracción meramente física, se embelleció y sublimó merced a su auténtico sentido moral. La literatura que reflejase todo este nuevo mundo espiritual no podía ser la misma del siglo de Pericles o del de Augusto. ¿Cómo se manifestó entre nosotros, llegados los tiempos en que el verdadero romanticismo, del que habían sido precursores los poetas ingleses, italianos y nuestro Herrera, Rioja, Lope y Calderón, hizo su aparición estrepitosa y cerril?

«Nada es más opuesto al espíritu, a los sentimientos y a las costumbres de una sociedad monárquica y cristiana que lo que ahora se llama romanticismo [...] El drama moderno es digno de los siglos de la Grecia primitiva y bárbara: sólo describe el hombre fisiológico [...] ¿Sacia su amor, su venganza, su ambición, su enojo? Es feliz. ¿Halla obstáculos invencibles que destruyen sus criminales esperanzas? Busca un asilo en el suicidio»39.


El teatro romántico, según Lista, es un cúmulo de monstruosidades morales. Los hombres que los autores dramáticos llevan a la escena son mucho más perversos que los de verdad. Las novelas estragaban en otro tiempo la mente de los jóvenes, porque les hacían creer que los hombres eran mejores de lo que son. Pero error por error es preferible considerar a todos los hombres semejantes a Grandison y a todas las mujeres de tales virtudes, como las de Clara, que enfrentarse a cada paso con un Antony o una Lucrecia Borgia. Esta moda literaria pasará y entonces podremos reconocer que el romanticismo del siglo XIX, «antimonárquico, antirreligioso y antimoral» no puede ser la literatura que corresponde a los pueblos iluminados por el cristianismo, «inteligentes y civilizados». El actual drama francés, prosigue, «falsea la moral universal, civil y política del género humano», supone que el hombre no logra vencer sus pasiones y no le cabe otro recurso que satisfacer sus apetitos o quitarse la vida. Es, por consiguiente, opuesto a los sentimientos de la civilización en que se desenvuelve, no cumple sus imperativos y habrá de caer tan pronto dejen de sostenerlo «el capricho y la moda».

Respecto de la poesía lírica, continúa observando nuestro autor, «siendo como es la expresión de un sentimiento, no tiene ni puede tener formas diversas». La diferencia no consiste en la división o variación de las estanzas, sino en que lo que se diga, esté bien o mal. La tendencia romántica de componer sus versos líricos en diversidad de metros, aunque contraria a la práctica de nuestros poetas del siglo XVI, y de los que en la lengua del Lacio cultivaron este mismo género, es muy conforme a la de los griegos y no diremos por eso que la poesía del sentimiento haya cambiado esencialmente40.

No es partidario Lista del principio estético «del arte por el arte»; pero está muy lejos de creer, con sus antecesores neoclásicos que la escena dramática es una escuela de moral. Las enseñanzas que puedan deducirse de la representación procederán, no de un deliberado propósito del autor, sino de la bondad misma del arte. «En materia de poesía, el principio es la belleza: la virtud es una consecuencia, aunque imprescindible y necesaria. En el teatro la moral es un corolario; el elemento principal la diversión y el placer»41.

Expuestas quedan con toda la extensión posible, dados los límites que nos hemos impuesto, las ideas más interesantes de Lista sobre el arte literario. De este gran escritor y poeta nada vulgar, que llamó «gigantes» a los personajes de Shakespeare, «chubasco» que pasaría pronto, como así fue, en cuanto se refiere a sus formas estrepitosas y revolucionarias, al romanticismo; que afirmó de Quevedo que no podía ser imitado en sus composiciones festivas, si bien rebajó más de la cuenta las líricas al decir que «mal pueden compararse con las de los poetas del siglo anterior, ni aún con las mejores de su propio siglo», y que, para concluir, aconsejó a los nuevos ingenios, tomando de Voltaire la máxima, que compusieran sus obras «con toda la osadía de la inspiración» pero que las corrigieran «con toda la severidad de la lógica».

Martínez de la Rosa

No fue Martínez de la Rosa hombre de una sola pieza como Quintana. Tanto en política como en literatura revelose oscilante y tornadizo. Ya lo hemos hecho notar así al tratar de sus dos dramas Aben-Humeya y La Conjuración de Venecia. Si en estas obras se mostró precursor del romanticismo, abrazándolo casi en la última, con sumisión parecida a la de sus figuras más representativas, tornó, más tarde, con el Edipo a la escuela neoclásica y habíase declarado abiertamente partidario de la preceptiva del siglo XVIII, en su elegante Poética publicada en París, en dos volúmenes, entre sus Obras literarias.

Quizá no sea discreto atribuir estas mudanzas, tan sólo a la índole temperamental de Martínez de la Rosa. La eclosión romántica se había producido ya en Francia y era muy fuerte el ascendiente de las nuevas ideas estéticas para que un carácter tan sensible y voltarió como el de este poeta granadino, no lo denotase en sus creaciones. Pero sí prácticamente, a virtud de sus predichas obras, había derrocado todo el severo edificio del doctrinal neoclásico, y aparecía a los ojos de la gente como prosélito, o poco menos, de la flamante escuela, en su arribada a París y moldeado en el crisol de Luzán y demás legisladores literarios de la anterior centuria, ofrecíase dado por entero a estas rijosas austeridades.

Una, grande, completa, interesante

la acción trágica sea

[...]

Si al genio y al arte dable fuere,

dure la acción del drama el tiempo mismo

que a ella presente el público42 estuviere;

mas al espacio y término de un día,

la común indulgencia

ensanchó de los vates la licencia.

[...]

Nunca el lugar se mude de la escena;

y a la ilusión atento,

jamás olvide el drama que ella sola

le ayuda grata a consentir su intento43.



Doctrina que confirmará y resumirá más adelante, de este modo:

Con la libre y fecunda fantasía

su feliz invención ciña y reduzca

a una acción, a un lugar, a un solo día44.



En materia de arte poética, las unidades de lugar y tiempo venían a ser la piedra de toque de la rigidez retórica del siglo XVIII. Hoy nos sorprendemos de que una cuestión tan intrascendente e incluso pueril, como ésta, enzarzarse en apasionadas controversias no sólo a los eruditos y humanistas de dicha centuria y del primer tercio de la siguiente, sino a los que ejercían la crítica en pleno movimiento romántico.

La Poética de Martínez de la Rosa es un dechado de elegancia. Sus versos son correctos, armoniosos y rítmicos. Las anotaciones que ilustran cada precepto atestiguan el saber y copiosa lectura del autor que, en pulcro y atildado estilo, pero sin abandonar nunca las normas de claridad y sencillez que se había impuesto, dado su objeto didáctico, va contrastando en clásicos ejemplos la doctrina expuesta. Es una obra que se lee agradablemente y con aprovechamiento, incluso, debido a la moderación y templanza de los principios estéticos, que aunque no puedan ocultar su origen forastero y clasicista, están muy lejos de ofrecer la rigidez dogmática de los retóricos precedentes. Martínez de la Rosa se pagaba poco de las afirmaciones violentas. Su genio dúctil y moldeable, propendía a lo transaccional y ecléctico, viniendo a ser como pasarela tendida de un ribazo a otro de las ideas estéticas. Actitud elegante, señoril y juiciosa, pero de escaso lastre en una época de fermentación revolucionaria en todos los órdenes: circunstancia que impelía a los espíritus a definirse con rasgos más duraderos y permanentes.

Ningún notorio indicio puede haber por lo tanto, de rebeldía frente a las ideas estéticas que nutrieron la mente de los eruditos del siglo XVIII, en el doctrinal literario del poeta granadino. Pero así y todo cuán lejos y casi en histórica perspectiva quedan los severos preceptos de Luzán, su incondicional disposición respecto del arte docente, como por ejemplo, la absurda finalidad que atribuía al poema épico. Sus ideas capitales transpiran discreción y templanza. Las intolerancias y restricciones que notamos a cada paso en sus antecesores, tan afectados de escolasticismo retórico, toman en él un sesgo más transaccional o contemporizador, al menos. Las agudas aristas de la intransigencia, de dañosos resultados para el verdadero genio creador, pues clavándose en él entorpecen sus movimientos, se enroman aquí mediante el juicioso discernimiento de las normas literarias que son consustanciales al arte y que más contribuyen a su realización.

Veámoslo en esta templada estrofa de su Poética:

Siempre el buen gusto vuestro genio enfrene;

cual hábil arquitecto, elija, ordene,

el sitio, el plan, los propios materiales;

y sus obras continuo vigilando,

sin imponerles un yugo embarazoso,

deje al genio propicio

levantar el magnífico edificio45.



No busquemos en este código literario, ni en los de sus coetáneos, el menor asomo de filosofía estética. Para topar con pensamientos trascendentales, que nos expliquen la esencia de las cosas dentro del arte, la naturaleza y significación de sus elementos constitutivos, habrá que retrotraerse a los días de Feijóo, Arteaga y Eximeno. Martínez de la Rosa no es un esteta, sino un retórico. No discurre sobre el fundamento del arte, sino sobre la manera de ejecutarlo. Sus preceptos en verso y las abundosas anotaciones subsiguientes con que aquellos se hacen más inteligibles y concretos, carecen de todo atractivo filosófico, bien porque tal empeño estuviese fuera de sus posibilidades creadoras, ya porque el principal o único objeto del autor consistiese tan sólo en facilitar a los neófitos de las letras el camino de la realización estética.

Pero, en cambio, su desembarazada marcha a través de nuestra literatura desde sus remotos orígenes hasta Samaniego, Cadalso, Jovellanos y Quintana; el tino y discreción con que elige los modelos confirmatorios de sus afirmaciones y reglas; el concertado examen que hace de ellos, destacando sus méritos y primores y advirtiendo sus defectos y máculas, por insignificantes que sean; la erudición, en fin, desplegada en sus noticias históricas sobre nuestro teatro, que como apéndices de la Poética aparecen en el segundo tomo de ésta, se granjean por entero nuestra simpatía y estimación.

Don Manuel Silvela

Años antes de aparecer el Arte de hablar, de Hermosilla, había salido a la luz el Discurso preliminar de la Biblioteca selecta de literatura española46, de don Manuel Silvela y dos años más tarde, aproximadamente, el ensayo de don Agustín Durán sobre el teatro antiguo español47. Ambos estudios marcan un nuevo derrotero al arte, sobre todo el segundo de ellos, o al menos reclaman más libertad de movimientos en la consecución del fin estético.

El trabajo de don Manuel Silvela fue escrito en Francia, durante la expatriación de su autor. La participación que éste tuvo en el gobierno de José Bonaparte, le obligó a ausentarse de España, fijando su residencia primero en Burdeos y más tarde en París.

Comienza su Discurso preliminar con una síntesis histórica de las literaturas griega y latina, y tras una breve referencia del renacimiento de las letras y principio de la literatura moderna, se examina en él la nuestra, desde la formación de la lengua castellana hasta el reinado de Fernando VI. Los juicios que Silvela emite sobre nuestros autores son discretos y templados, y están escritos en desenfadado y correcto estilo. Su disconformidad con los rígidos preceptistas que le anteceden en el magisterio de la crítica, es evidente y asoma a menudo en el decurso del mentado trabajo. Al hablar de nuestros poetas épicos, cuya mediocridad reconoce, sólo les pide unidad de acción, dignidad del asunto y una perseverante elevación de estilo. Pero declara explícitamente, que no es necesario adoptar en la poesía épica «las leyes minuciosas a que se ha querido reducir al genio por la exagerada manía de imitar servilmente a Homero y a Virgilio»48. Su actitud equidista de la abjuración completa de todo precepto de que hicieron gala los poetas anteriores a Luzán y de la severidad y escrupulosa rigidez, con que tanto éste como Montiano, Velázquez, el conde de Torrepalma y Porcel advinieron al ámbito de la literatura. Que «si el genio, por libre y disparatado, degenera en extravagante y pueril, también enervado y sujeto, se hace apocado, desabrido, insustancial y tedioso»49. Nuestra poesía en estos últimos tiempos, prosigue, comienza a ofrecer un aspecto que parece armonizarlo todo, pues ni la imaginación se exalta hasta el frenesí, ni el espíritu creador se somete a una servil imitación.

Silvela admite como justa la acusación que nos hacen los extranjeros, de hiperbólicos e indisciplinados. De cualquier modo que nos miremos descubriremos en nosotros «una cierta disposición a la exageración y a la hipérbole». Cierta inclinación a ver los objetos no como son en realidad, sino «de proporciones gigantescas y colosales». Y si en las obras del espíritu nada nos place en su tamaño verdadero, en los empeños del ánimo sólo nos tienta lo que es «desmesurado e inconcebible».

No nos olvidemos, exclama más adelante, de que la imaginativa por fuerza ha de ejercer su imperio cuando se trata de buenas letras y bellas artes. Silvela no autoriza, al mostrarse así, el desorden, ni la confusión, ni el delirio. Pero aconseja el estudio de aquellos principios literarios, que nacen de la naturaleza misma de las cosas, y que por esta circunstancia eminente de consubstancialidad, son los que deben regirnos en nuestras actividades creadoras. Verdad es que para pensar como Sócrates o demostrar como Euclides, no nos queda otro medio que repetir sus raciocinios. Homero y Virgilio, Píndaro y Horacio son los patrones literarios que debemos examinar para formar nuestro gusto; pero no se piense que estos poetas agotaron todas las modalidades que el genio creador puede adoptar al exteriorizarse. «La verdad y la belleza están en la misma relación que las dos líneas que las caracterizan, y que pudiéramos llamar la línea de la necesidad y la del placer; es infinito el número de curvas que pueden tirarse entre dos puntos dados, donde no puede haber lugar sino a una sola recta». Si hay que convenir en aquellos principios indeclinables respecto de toda composición, la unidad o de la idea o de la acción, la debida distribución de las partes, la relación de cada una de éstas con el todo, tengamos presente también que la humanidad está dividida en grupos que se diferencian entre sí por los caracteres de su lengua, de su música, de su pintura, de su elocuencia y de su poesía, los cuales provienen de causas locales que no nos consienten ser enteramente griegos, romanos, italianos ni franceses50.

¡Qué atrás quedan de estas alegaciones en defensa de la libertad creadora, los rígidos preceptuarios del siglo XVIII, y qué atávico y extemporáneo nos parece ya el punto de vista de Hermosilla!

«No quisíéramos que a fuerza de agarrotar el ingenio y de gritar con la verosimilitud y regularidad -añade como remate y coronación de su pensamiento- el mundo hermoso, e ideal de los poetas fuese sustituido por ese mundo melancólico de los filósofos»51.


Toda su Primera observación al Discurso preliminar es interesantísima; no tiene desperdicio alguno. A través de estas páginas resplandece la templanza y ecuanimidad de Silvela; el deseo de libertar al ingenio de las trabas de los retóricos rijosos e intolerantes. No es un crítico enquistado, desentendido de las nuevas palpitaciones del sentimiento y de la idea, ya que los hombres van cambiando su bagaje afectivo y moral a lo largo del tiempo, sin que mano alguna, por dura y férrea que sea, pueda retenerlos indefinidamente en una determinada «posición» espiritual. Y esta corriente, más o menos impetuosa, acaba atrayendo a su cauce aún a los que parecen más distanciados de él52.

Don Agustín Durán

Que don Agustín Durán, sin duda, el que más contribuyó con su resuelta actitud en pro de nuestro antiguo teatro nacional, a la emancipación de la poesía española. Investigador incansable de nuestras letras y colector discretísimo de romances castellanos, pues a él se debe que la labor emprendida, con tanto celo, tino y diligencia, por Böhl de Faber, Grimm, Depping y Wolf, lograra digno coronamiento, supo justipreciar nuestros valores literarios y devolverles el rango que les correspondía, sacándolos, a tal fin, de las manos desamoradas de los críticos del siglo XVIII.

Varias afirmaciones suyas, vertidas a lo largo de su Discurso sobre la decadencia del teatro antiguo español, bastan para que sepamos a qué atenernos respecto de sus ideas estéticas. «Ni los centones preceptuarios, ni los clamores de los críticos galicistas, ni sus sistemas demasiado exclusivos han producido, ni producirán jamás las sublimes creaciones de un Shakespeare, de un Calderón, o de un Schiller53 [...] Gocemos de los placeres que procura el arte; pero nunca abandonemos los inefables goces que proporcionan las obras directas de la creación: abramos nuestra alma a las emociones que inspiran, aun cuando no podamos analizarlas; sintamos, aunque las reglas lo contradigan; pues al fin las sensaciones son hechos y las reglas son abstracciones o teorías que pueden ser mal aplicadas o inexactas54 [...] La lectura de Homero inspiró a Virgilio más bellezas de imaginación que la de la poética de Aristóteles»55.


¡Cómo sonarían a herejía estas palabras, tan valientes y rotundas, en los oídos de Hermosilla, e incluso en los de Lista y Quintana!

Nuestro país ha sido siempre muy copioso en ideas originales. Pero nos ha faltado la preparación necesaria para sistematizarlas. Todos los elementos que integran la filosofía escocesa provienen de nuestro Luis Vives y los centros que hoy se dedican a determinar la idoneidad de la inteligencia respecto de las diversas actividades profesionales en que podemos emplearla, tienen su antecedente en el Examen de ingenios, del navarro Huarte. De igual modo podemos considerar a nuestros críticos del XIX, Silvela y Durán, como precursores de la filosofía estética de Taine. La diversificación de la literatura a causa de los distintivos caracteres fundamentales de cada nación, es un hecho tan evidente que el pretender aplicar al arte literario de un determinado pueblo los principios generales de otro, fuera de los que son comunes a todos, por su consubstancialidad con la naturaleza de las cosas, es error crasísimo y de dañoso resultado en la creación estética.

Don Agustín Durán observó en su citado opúsculo que el drama antiguo español es en razón de su origen y de la manera de ver al hombre, distinto del que tiene por modelo al griego; que esta desemejanza da ocasión a dos géneros diferentes entre sí, los cuales no consienten del todo las mismas reglas, ni formas en su expresión; y que siendo el drama español, de más vigor poético que el clásico, debe regirse por preceptos y licencias menos subordinados a la verosimilitud prosaica, que aquellos por los que el otro se regula. La demostración de estas tres afirmaciones, que habían de parecer tan revolucionarias en el primer tercio del XIX, constituye el objeto principal del Discurso.

Los críticos y poetas de la época de Luis XIV, prosigue nuestro autor, tomaron de Aristóteles los principios a que se ajustó el teatro griego y a ellos acomodaron también sus obras dramáticas. Pero inútilmente lo intentaran si la idiosincrasia del pueblo francés lo hubiera repugnado. Si el teatro debe ser en cada país «la expresión ideal del modo de ver, sentir, juzgar y existir de sus habitantes, es imposible que las naciones gusten en él de cosas poco acomodadas al tipo característico de cada una»56.

No siendo idéntica nuestra idiosincrasia a la del pueblo francés, ya que nuestro país es hiperbólico por naturaleza y tiende a abultarlo todo, a darle a las cosas proporciones colosales, como si tuviéramos una retina que ampliara notablemente las imágenes recibidas y un sentimiento hiperestesiado, que multiplicara e intensificara los afectos, no podíamos imitar con éxito el teatro clásico. De aquí esas creaciones desmañadas, frías, insubstanciales, de nuestros poetas del siglo XVIII. Carecen del calor de las pasiones verdaderas. Todo está en ellas medido y pesado. Sin que aparezca por ninguna parte la fuerza impetuosa del genio creador, tan notoria en las composiciones de Lope y Calderón, de Tirso y Rojas.

Durán reprocha a nuestros críticos del XVIII y primer tercio de la centuria siguiente, la falta de sensibilidad. En general, los hombres exclusivamente entregados «a la árida erudición y a la amarga crítica» acaban por embotar su sensibilidad y son poco aptos para emitir juicios acertados sobre cuestiones de gusto y de imaginación. «Pretenden someter la poesía al mismo análisis que un anatómico usaría con el cadáver de una mujer hermosa: armados de sutilezas metafísicas, como aquél de un escalpelo, empiezan por destruir todas las partes que constituyen la ilusión de lo bello y acaban por reducir a un horroroso esqueleto lo mismo que antes de caer entre sus manos seducía y encantaba los sentidos»57.

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D. Agustín Durán

[Págs. 48-49]

Renovada por entero la faz del Universo, las formas dramáticas no pueden ser eternas, ni invariable el modo de considerar y presentar los objetos. De aquí, que los alemanes admitan dos géneros diferentes de literatura: el clásico, que procede «de las existencias políticas y religiosas de los pueblos antiguos», y el romántico, nacido «de la espiritualidad del cristianismo, de las costumbres heroicas de los siglos medios, y del modo diverso que tiene de considerar al hombre»58. En el arte griego todo se personaliza y materializa; el romántico, por el contrario, todo es espiritual e indefinible.

Aunque los héroes del teatro romántico procedan de la historia y mitología antigua, muéstranse «revestidos del tipo original y característico de los tiempos heroicos de la caballería o del heroísmo religioso que inspira el Evangelio». El objeto que se proponen los poetas románticos no es la pintura del hombre exterior y abstracto, ni de los vicios y virtudes aislados, en cuya expresión se renuncia a los accidentes y asociaciones que varían el carácter de las cosas. Su fin es darnos la etopeya o retrato moral del hombre, considerado individualmente, «en cuya conciencia íntima ha de penetrarse para juzgar del motivo y mérito de sus acciones, y cuya verdad histórica o ideal se desenvuelve haciéndole obrar en muchas o en todas las circunstancias de su vida»59.

De los razonamientos que preceden deduce nuestro autor la imposibilidad de «encerrar la comedia o drama romántico en cuadros circunscriptos en las tres unidades». Porque el hombre considerado aisladamente no es una abstracción, ni el resultado de un vicio o virtud, sino ensambladura de muchos vicios y virtudes, los cuales recíprocamente se modifican. Porque el gradual desenvolvimiento de los afectos de un hombre no puede verosímilmente realizarse en el lapso de veinticuatro horas, y porque su retrato moral nunca se inferirá de un solo acto o circunstancia de su vida60. Añadamos a todo cuanto va dicho que el ilustre recopilador de romances moriscos, llamó «ordenanza de Aristóteles» a la poética clásica y a las tres unidades, «acaso tan arbitrarias como mal interpretadas», del código literario del Estagirita, «estrechas y semiprosaicas», y tendremos el retrato cabal en materia de arte de este nuevo orientador de nuestra literatura, cuyo lema o divisa sería el Est Deus in nobis, ajeno a todo cálculo, regla o compás.