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Capítulo cuarto

Walter Scott

Hemos observado ya, reiteradamente, que de todos los novelistas extranjeros, el que más influyó en los nuestros de la época romántica, fue Walter Scott. La novela histórica ha tenido muchos cultivadores, pero no de la misma prosapia literaria. Quizá sea este género uno de los que más desigualdades o altibajos presentan en su elaboración. Desde las cumbres de Manzoni con Los Novios, hasta un Torcuato Tárrago o un Parreño, con su serie de novelas El héroe y el César y La Inquisición y el Rey, hay distancias casi astronómicas. Walter Scott nació en Edimburgo, en 1771, y murió en Abbotsford en 1832. De estas dos fechas es fácil inferir que estuvo a horcajadas en la divisoria de dos épocas, la pseudoclásica y la romántica. Pero eran demasiado fuertes los vientos que soplaban de este cuadrante, para que el autor de Ivanhoe no se inclinase del lado de la nueva escuela.

Su biografía no carece de interés, mas tampoco es una sucesión de acontecimientos notables. La propensión a la literatura apenas tardó en manifestarse. El padre de Scott, procurador, no estuvo muy de acuerdo con estas preferencias. Él hubiera visto con mejores ojos que el hijo hubiese continuado sus actividades profesionales. Pero no es fácil torcer una vocación cuando presenta caracteres tan vigorosos y resueltos. Los biógrafos de Walter Scott, entre los que descuella, por su fidelidad, su yerno Lockhart, nos hablan de la condición456 enfermiza del futuro novelista. A los tres años padeció un ataque de parálisis a la pierna derecha. Entrado ya en la mocedad, enfermó de nuevo y por prescripción del médico hubo de enmudecer durante algún tiempo. Él, que había cantado con voz potente y briosa las antiguas baladas escocesas, viose condenado a este enfadoso silencio. Pero si la cojera proveniente de la primera afección sufrida, como dice uno de sus críticos, «le hizo lector», esta mudez obligada, contribuyó considerablemente a que tales aficiones aumentasen. No fue, pues, Papiniano, como no fue Heineccio, ni las Pandectas, respecto de nuestro Zorrilla, el que ocupaba la imaginación del novelista de Edimburgo. Sabemos por sus biógrafos que era estudiante más mediano que excelente, y que si bien es cierto que terminó felizmente457 sus estudios, y que llegó a trabajar como abogado, al lado de su padre y por cuenta propia, acabó decidiéndose por aquella disciplina del espíritu más conforme con su vocación y sus aptitudes. Mas como no le era posible -dificultad ésta por la que pasamos casi todos los escritores- darse de lleno a la literatura, buscó entre las ocupaciones remuneradas, aquélla que podía concederle mayor respiro y holgar en beneficio de sus predilectos quehaceres. Designado Sheriff, pudo dedicarse con más libertad y tiempo a las letras. Sin embargo, según refiere uno de sus biógrafos, las ocupaciones oficiales absorbíanle mucho más de lo que se ha creído: circunstancia que le acredita de dinámica actividad, si se considera lo mucho que trabajó en el orden literario.

Burns, el poeta más desgraciado de Inglaterra, pues los sufrimientos y las privaciones le acompañaron desde la cuna a la sepultura, fue el primero en sorprenderse del talento de Walter Scott. Contaba éste a la sazón quince años y le eran familiares los textos antiguos, las tradiciones, baladas, leyendas, romances e historias. He aquí su ocupación favorita. Volver los ojos al pasado. Escudriñar sus rincones, mediante la lectura de papeles viejos, de documentos llenos del polvo de los archivos. Su imaginación viva y ardiente galopaba a través de este paisaje de cosas muertas o trasolvidadas. Así como el aire es el elemento de los pájaros y el agua el de los peces, Walter Scott encontraba en el pasado su atmósfera más apropiada. De ella se nutría su espíritu, como las hojas del aire que las rodea. Esta visión de la historia, que había de influir tanto, más tarde, en la elaboración de sus obras literarias, se extendió a otros ámbitos. Las escarpadas costas escocesas, sus poéticos lagos, sus montañas, sus castillos, sus cabañas de pescadores, sus angostos y profundos valles, constituyen ahora una amplia zona de observación y estudio. Hay que conocer bien el antiguo marco geográfico donde las leyendas y baladas se desarrollaron. El tiempo y sus principales personajes -principales por su significación histórica o por su contenido poético- tuvieron un señalado espacio en que moverse. Si queremos, pues, que la acción de futuras creaciones novelescas, cuyas raíces están soterradas en ese hondo dominio del pasado a que nos hemos referido, dispongan de un marco adecuado, es preciso conocer bien éste. Walter Scott mismo, nos cuenta cómo debido a la circunstancia de un viaje a lo largo de las costas escocesas, surgió el asunto de su novela El Pirata458.

Estudiados los hechos y su escenario, resta observar a fondo, cómo son los actores. El carácter de cada uno, sus costumbres más peculiares y distintivas; cómo se apasionan por las cosas; sus preferencias e inclinaciones; el modo de reaccionar ante la vida que les rodea; cómo se mueven, y porfían, y gritan o se ríen con sorna, y lanzan las sutiles saetas de sus ironías o la catapulta de sus sarcasmos459. Cada personaje no es una creación autóctona del genio, sino la representación individual del alma colectiva de un país. Intentándose vaciar en cada uno, los rasgos más genuinos de una raza, no es posible acometer tal empresa sin tener antes bien a mano todos los elementos psicológicos que puede proporcionarnos la observación directa de los hombres y de las cosas. Y así y todo, la crítica razonadora y científica, poco dada a las exaltaciones líricas, a los escapes del ardimiento subjetivo, escarbará con el escalpelo en las entrañas de estos tipos novelescos, hasta descubrirnos los puntos flacos de su personalidad. Pero no adelantemos los acontecimientos.

Walter Scott conocía varios idiomas, el francés, el italiano, el español, el alemán. Quien posee un idioma, lo utiliza para sus fines particulares, y en la naturaleza de estos fines está el rango moral de la persona. Scott se sirvió del francés para saborear, en su lengua original, la belleza de sus viejos romances. Con el italiano, asomose a los abismos de La Divina Comedia y gustó el hechizo del Orlando. Más de un testimonio de sus obras acredita la lectura de Dante y de Ariosto. De éste diríamos que aprendió el arte de la digresión, como Byron. Las inconexiones que una crítica asaz descontentadiza le señala en algunas estrofas del Marmión, tienen su antecedente, como las del Don Juan byroniano, en las del poeta de Regio. El conocimiento del español le permitió disfrutar de los encantos de nuestra primer novela, y según afirman sus biógrafos, al Quijote hay que atribuir la circunstancia de que el novelista escocés «se descubriese» como escritor. El alemán le deparó el contacto con un grupo de literatos que había tomado a su cargo la instauración de un nuevo doctrinal estético: el romanticismo. Escuela a la que Walter Scott no tardó en incorporarse, si bien con esas restricciones y viejos resabios con que suelen abrazar un dogma literario los que proceden de época anterior a su plenitud.

El citar con bastante frecuencia, en corroboración de tales o cuales afirmaciones o circunstancias, a los dioses y héroes de la gentilidad, es una prueba de lo que acabamos de decir, pues conocida es la aversión de los románticos a todo cuanto representase un punto de contacto con el clasicismo.

Walter Scott profesó aquel credo literario, no por el molde que adoptaron las obras románticas, sino por la materia fundida en él. La caballería, la heráldica, la arqueología; la vaguedad poética de la leyenda; el elemento sobrenatural o extrahumano, al menos; las historias en que la verdad y la ficción se entrelazan caprichosamente; las ruinas de los castillos abandonados; la cabaña miserable y sórdida de los pescadores escoceses; las hechiceras, los gitanos, juntamente con los nobles baronets y lairds. Todo este mundo de tipos, cosas, ideas y afectos pertenecientes a un pasado más o menos remoto, pero dentro de la jurisdicción de la historia, atraía y sojuzgaba al novelista de Edimburgo que, en darle forma literaria, primero en verso y después, más por extenso, en prosa, consumió su vida entera.

Los biógrafos le pintan como un ameno narrador. Antes de decidirse a escribir poseía esta cualidad. Relataba a sus contertulios de la capital de Escocia o de Abhotsford cuantas historias le eran conocidas. Y él, que estuvo, en su afán de atesorar antecedentes y pormenores, pendiente de los labios de quienes le referían viejas leyendas y sucedidos, esclavizaba ahora de los suyos, a los demás.

Su pasión por la historia, por el pasado, no tuvo resonancia tan sólo en la literatura. Dice Taine -uno de sus principales detractores, como veremos después- que «el hierro oxidado y el pergamino sucio le atraían, llenaban su cabeza de recuerdos y de poesía. Tenía verdaderamente -añade- un alma feudal»460. No se limitó a trasplantar aquel mundo viejo que le bullía en la cabeza, a las páginas de sus libros, sino que procuró reconstituirse este pasado para vivir en él, como un señor más. Construyose un castillo semejante a los que habían servido de escenario a sus héroes, y lo amuebló y alhajó con la mayor probidad arqueológica. La biblioteca y la colección de sus armas, cachivaches, etc., fue valorada en diez mil libras esterlinas461. He aquí una vocación y un temperamento. No existe, pues, el menor contrasentido entre la vida privada y el cuadro general de las actividades elegidas. La compenetración es perfecta. De este fenómeno nace, naturalmente, el vigor de sus creaciones, que no son cosa sobrepuesta o adyacente, sino íntima y consubstancial.

Nada hiere tanto la atención de la crítica como el reconocimiento universal de una cosa. Walter Scott, que había sido recibido con cierta resistencia pasiva respecto de sus primeros tanteos literarios, alcanzó más tarde la estimación general del público. Este éxito, que tuvo como es lógico, máxime tratándose de un país rico, que solía pagar bien a sus escritores, su trascendencia económica, despertó cierta malquerencia o animosidad por parte de la crítica. Cuando los críticos se rasgan las vestiduras, suelen hacerse racionalistas y científicos, pues siendo la crítica por naturaleza esencialmente analítica, es como sus argumentos parecen más irreprochables. Jeffrey, Carlyle, Heine y Taine fueron los que más acerada y ardorosamente atacaron a Walter Scott. Veamos en qué consistieron las censuras del último, que son las que se revisten de un mayor aparato científico.

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Walter Scott

[Págs. 264-265]

El autor de Los orígenes de la Francia contemporánea, afirma que Walter Scott se detuvo «en el umbral del alma y en el vestíbulo de la historia»462. Esto quiere decir, que ni ahondó en el carácter de sus personajes, sacándoles todo el jugo que debían dar, ni penetró a fondo en el pasado, cuyos interiores más ricos y sustanciosos, estuvieron cerrados para él. Desarrolló mejor el exterior de las cosas que su ser íntimo. Los personajes hablan como hablaban sus coetáneos y connaturales. «Traspóntelos al siglo que quiera, con sus vecinos, labriegos ladinos, lairds vanidosos, gentlemen enguantados, señoritas casaderas, todos más o menos burgueses, es decir, ordenados, distantes cien leguas, por su educación y su carácter, de los locos voluptuosos del Renacimiento o de los brutos heroicos y de las bestias feroces de la Edad Media»463. Walter Scott cuida más la prosopografía que la etopeya, el vestido y la figura, que el alma de los héroes y el carácter del tiempo en que vivieron. Formidable anacronismo moral que resta verdadera consistencia humana a sus tipos novelescos.

En el fondo, Taine tiene razón; pero es excesivamente severo en la observación de sus postulados estéticos. Quitadle al arte cuanto hay en él de convencional y lo habréis reducido a una fórmula impracticable. Aún fuera del arte, allí donde la verdad debe estar sobre todo, el convencionalismo es materia también de estipulación. Cuando Tito Livio hace hablar a sus antepasados, no salva sino a medias; el terrible escollo del anacronismo moral. Si dentro de varios siglos se guían del lenguaje que Benavente pone en boca de sus personajes, para hacer hablar a otros tipos que intenten ser encarnaciones de nuestra sociedad actual, se habrá incurrido en la misma impropiedad que comete nuestro egregio autor al hacer hablar a sus héroes como los hace hablar. En nuestra sociedad son contadísimas las personas que hablan así. Shakespeare, Lope y Calderón, hacen hablar en verso a sus personajes, sin embargo, no sabemos de ningún mortal de aquellos tiempos, ni de éstos, ni de ninguno otro, que hablen o hablasen en verso. Un mismo actor representa a Luis XI y a Enrique VIII. ¿Qué diferencias no podrían señalarse en lo que se refiere a la figura de estos dos monarcas? Una plaza de Nápoles o un palacio de Venecia, se reducen, en el teatro, a unos brochazos mejor o peor dados, en un lienzo o en un papel. Toda concepción literaria que se desarrolle dentro del ámbito histórico, estará sujeta, pese al talento y erudición del autor, al anacronismo moral. El traje, los muebles, las armas, la arquitectura, pueden ser reproducidos con la más exquisita propiedad464. El alma de los hombres de una época y el genio o carácter espiritual del tiempo en que vivieron, es cosa resbaladiza, que se va de nuestras manos, por mucho que hagamos por aprisionarla. La conciencia del pasado, tiene sus regias prerrogativas. Una de ellas es ésta de hurtarse a la curiosidad analítica del hombre. Si se levantaran del sepulcro Julio César, Calígula, Bruto, Semíramis, Cleopatra, Catalina de Médicis, Lucrecia Borgia, Richelieu y Guzmán el Bueno, ponemos por caso, y vieran cómo se les ha hecho reaccionar y conducirse; qué palabras se han puesto en sus labios y qué afectos en su corazón, lo más probable es que se sintieran hondamente decepcionados unos y excesivamente halagados otros, que es tanto como proclamar la distancia que va del original al trasunto, de la verdad a su reproducción artística.

Menéndez y Pelayo fue más humano al juzgar a Walter Scott. Un crítico no debe ser un autómata de la razón. Allí donde se conjunten y equilibren ésta y la afectividad, es decir, la idea y el sentimiento, resplandecerá el juicio, que de otro modo, bien por exceso del frío análisis o del ardimiento lírico y sentimental, aparecerá fuera de su verdadero centro.

Para el crítico montañés, Walter Scott fue «maestro no igualado y quizá insuperable», en el género que cultivó, en el romanticismo histórico. «Homero de una nueva poesía heroica, acomodada al gusto de generaciones más prosaicas, y, en suma, uno de los más grandes bienhechores de la humanidad, a quien dejó, en la serie de sus libros, una mina de honesto e insaciable deleite»465.

Hemos dicho ya que las primeras aportaciones de Walter Scott a la literatura, adoptaron forma rítmica. Tradujo baladas, compuso el poema Lag of the last Minstrelsy, después el Marmión, La dama del lago, Rokeby y El lord de las islas. Todo esto precedido, como ya hicimos notar, de una gran preparación histórica, del conocimiento de la Lenore, de Bürger, de la tradición del Goetz de Berlichingen, de Goethe y de la edición del Romancero escocés.

Con ser muy notables las composiciones citadas, que le depararon un puesto relevante en la historia de la poesía inglesa, valen mucho más y son más universalmente conocidas, constituyendo la base de su celebridad, sus novelas históricas. Byron, de poderosa inspiración y recia originalidad, superior sin duda alguna a Walter Scott, como poeta, condenó a éste a un segundo término. Pero en la narración novelesca, el autor de Waverley, de Quintin Duward y de El Anticuario -quizá la escrita con más propio deleite- no tiene rival en sus días.

Tras de editar a Dryden y Swift y conjurar, como pudo, una grave crisis económica, publicó, por fin, sin firma, el Waverley: la primera novela suya. Vio la luz en 1814. El éxito que obtuvo le estimuló a proseguir en este género de actividades creadoras. Su producción, a partir de tal fecha, fue muy copiosa, sin que una dolorosa afección de estómago restase alientos a su ánimo. En este camino ascensional de su reputación literaria, son jalones muy notables El Anticuario, Old Mortality, Rob-Roy, Ivanhoe, Peveril, Quintin Duward y St. Roman's Wells. Las épocas en que sitúa a sus héroes, o son bastante lejanas, como la de Ivanhoe -una de las novelas más leídas, aunque no de las mejores a nuestro juicio- de los tiempos de las Cruzadas y Quintin Duward, del reinado de Luis XI, o pertenecen, y éstas son las que nos parecen más bellas, a días no muy distantes de aquellos en que vivió el autor, como El Anticuario.

Sostener en términos generales, como hace Taine, que Walter Scott cometió un anacronismo psicológico en todas sus obras del llamado género histórico, es una arbitrariedad evidente. No es cosa fácil, insistimos, poner en los labios de los personajes de una novela, las ideas y los afectos propios de la época en que la acción se desenvuelve. Por mucho que puedan orientarnos los autores de ella, la historia y los archivos, hay algo íntimo, soterrado en la conciencia de los tiempos, que no nos es dable desenterrar fácilmente. La mirada más aguda y perspicaz, la erudición más sólida, fracasan en el intento. Pero, como observó ya Menéndez y Pelayo466, las mejores obras de Walter Scott, pertenecen a una época que si no fue467 la del mismo autor, no le anduvo muy distante. Y aquí no cabe el anacronismo moral, pues resulta ya más hacedera la reconstitución espiritual de estas sociedades: bien por un conocimiento directo o mediato, pero aún en este último caso, de informes muy precisos y veraces. De aquí que los lairds, los baronets, las ladys, labriegos, pescadores, criados, etc., que ambulan por las páginas de estos libros, ofrezcan una mayor consistencia real y humana.

Los viajes de Walter Scott por Escocia, la visión personal de sus costas, valles, lagos y montañas; las conversaciones sostenidas con sus habitadores; la observación minuciosa de muchas de las personas que con él se relacionaban habitualmente; el oír hablar a viejos amigos sobre costumbres, tipos y tradiciones de su tiempo, permitiole constituir profuso arsenal de conocimientos y pormenores, del que se benefició ampliamente. Veamos en todo esto la razón de que las descripciones de sus libros nos encanten, porque si la imaginación las embellece, la verdad que las nutre, les presta el hechizo de las cosas tangibles. Los personajes nos interesan y subyugan por la cantidad de humanidad que contienen. No son simples creaciones de la mente, sino seres de verdad, que, como tales, piensan y sienten. Algunos, como el Burney de Old Mortality, sorprenden por su alma ruda y bravía. Parece como si hubieran sido hechos a hachazos. Tales son las aristas y angulosidades que presentan en su contextura moral. Otros, en cambio, como la Jeanie de Las cárceles de Edimburgo, seducen por su ternura, por los sacrificios a que llegan en los trances graves, e incluso por ese marco de intolerancia religiosa en que se mueven sus corazones ingenuos. Labriegos hay en las novelas de Walter Scott, como Dimont, de Guy Mannering, cuya tosca apariencia hace resaltar más el tesoro de bondad y de hombría que llevan en el corazón; como esas rústicas colmenas, llenas de miel por dentro. Matones que parecen arrancados de un cuadro pictórico, como el sargento Bothwell de El viejo de los muertos o Cleveland y Bunce, de El Pirata. Lairds que rebosan fatuidad y pedantería. Maniáticos anticuarios, perfectos gentlemen, señores llenos de señorío, que huelen a prosapia por los cuatro costados. Un mundo, como vemos, donde nada falta; desde el soldado valentón y pendenciero al general de nobles y generosos sentimientos, como el duque de Hatteraick, que tras de matar a un hombre se acuesta a dos pasos de su víctima; jóvenes llenas de ternura y de candor, como Edith Bellenden y Rosa Bradwardine, extraños mendigos, del linaje de Edie Ochiltrie, que discurren con la sagacidad y el desenfado de un hombre de mundo; y magas y hechiceras, envueltas en vagos cendales de poesía, que se conducen con el prodigio o maravilla de lo sobrenatural, tales la Norna de El Pirata y la Meg Merrilies, de Guy Mannering.

Las descripciones que hace Walter Scott de algunos personajes, ¿qué son sino verdaderos retratos? La figura, el vestido, la faz, los ademanes. Aquí tenemos al porquerizo de Ivanhoe, que es una de las estampas más recias. Su aspecto exterior es de gravedad o por mejor decir «áspero e inculto». El traje que viste no puede ser más sencillo. «Angosto coleto con mangas, hecho de la piel de un animal». Pero tan usado ya; tan raído y remendado que era difícil averiguar a qué animal había servido de abrigo. No sería otro el traje que usaron, probablemente, los primeros pobladores de la Tierra. El tal porquerizo cubríase con él desde la garganta hasta las rodillas. No teniendo en su parte superior más que una abertura por donde pudiera pasar la cabeza, había que ponérselo a guisa de camisa moderna o de túnica antigua. Consistía el calzado en unas sandalias, «sujetas con correas hechas con piel de jabalí y unas piezas de cuero delgado atadas a las piernas, algo más arriba de las pantorrillas [...]». Un ancho cinturón de cuero, asegurado con hebilla de cobre, del que colgaba por un lado, una especie de saco o bolsa, y del otro un cuerno de carnero, con una embocadura, servíale para sujetar el coleto al cuerpo. Del mentado cinturón pendía un cuchillo de dos filos, «largo, ancho y muy agudo». El mango era de cuerno. Protegíase la cabeza tan sólo con una espesa cabellera, «formada en trenzas y tan ennegrecidas por el sol y la intemperie, que contrastaba grandemente con la crecida barba que adornaba su rostro y cuyo color era casi amarillo, como el del ámbar». Una argolla de bronce -lo más extraño y curioso del personaje- como collar de perro, mas sin abertura alguna, sino soldado alrededor del cuello, remataba, por decirlo así, su tosco atavío, Hay en todo esto, no sólo una voluptuosa morosidad prosopográfica, preludio de aquellas otras pinturas, más prolijas, que han de venir después, como un rasgo más del ritmo lento de las novelas inglesas -Dickens, Thackeray, Austen, etcétera- sino además, fuerza pictórica, expresiva, resaltante, que pone muy de bulto ante los ojos, la peculiaridad de los pormenores.

La galería de retratos que nos ofrece Walter Scott en sus novelas, es muy copiosa y variada. Si no temiéramos prolijearnos demasiado, transcribiríamos también la pintura que hace de Quintin Duward, el héroe de la novela de este mismo nombre. Pero es necesario que nos detengamos a considerar otros aspectos de la ingente labor literaria del novelista escocés. El tema bélico es elemento obligado de la novela histórica o bien las justas y torneos. Desde la escaramuza sin importancia, hasta la batalla en toda regla, Walter Scott ha recorrido, con mucha maestría, este asendereado camino del género que nos ocupa. Páginas hay en Old Mortality que no empalidecerían si se las comparase, por ejemplo, con otras semejantes de Erckmann-Chatrán468 o de Stendhal.

El combate que provoca el alférez Grahame al exhortar a deponer las armas a los fanáticos puritanos de Escocia, y la derrota que los soldados de Carlos II les infligieron en el puente de Bothwell, están descritos con singular destreza. Es, desde luego, más variada y perfecta la ejecución de estos temas en las páginas de Historia de un quinto de 1813 y Waterloo o de La Cartuja de Parma. Pero no creemos que al lado de éstas desmerezcan en interés dramático y en fuerza pictórica, las antes mentadas del autor de Kenilworth y Red Gauntler u otras que podrían señalarse en su abundante producción.

De Walter Scott en adelante existe un mayor desarrollo de la técnica novelística. Se amplía el campo de observación; se hacen más minuciosos los análisis y las descripciones; la vida entra más por entero en el ámbito de la novela; adquieren mayor consistencia humana los personajes y el arte se depura y embellece de modo tal, que la impresión que deja en nuestro espíritu, es más honda y delicada. De acuerdo. Pero todos estos factores estéticos, acuñados, efectivamente, con menos habilidad y primor, estaban ya en las novelas de Walter Scott.

Entremezclados con ellos, aparecen, asimismo, otros recursos que corresponden más bien al folletín que a la novela propiamente literaria. Tales son el nacimiento y subsiguientes peripecias de mister Lovel, de El Anticuario, de Cleveland, de El Pirata y de Brown de Guy Mannering. De todos modos y aun reconociendo, desde el punto de vista del arte, el origen bastardo de tales elementos, la verdad es que, en manos de Walter Scott, se ennoblecen y dignifican.

Ni el escepticismo, ni el pesimismo, con ser lacras morales que estigmatizaron casi toda la literatura de aquella época, asoman su faz sombría en los libros del novelista escocés. Dotado éste de un espíritu comprensivo, indulgente y amable, asiste al espectáculo del pasado con el señorío y elegancia de un verdadero gentleman. Walter Scott fue un tory469. Su educación religiosa, moral y política, así como su trato social, eran los que corresponden a un conservador. Su humorismo -que no puede faltar esta faceta del espíritu en un habitante de las islas británicas- tiene más de risueño que de melancólico. Cuando se burla de las pedanterías y ridiculeces del barón de Bradwardine, lo hace sin hiel alguna. «¿Qué hará el honrado, el sensible, el virtuoso barón de Bradwardine, cuyas ridiculeces no servían sino para hacer que resaltase más su desinterés, su verdadero valor, el candor de su alma, la bondad de su corazón?»470. Triptolemo, la viuda Tillietudlem, el anticuario Monkbarns, el dómine Sampson, con sus aficiones y manías, descubren algún lado bueno y atrayente, que les hace simpáticos o que promueve a disculparlos sin el menor esfuerzo de nuestra parte. Walter Scott se ríe de ellos con una risa que tiene más de bondadosa que de agria y cáustica. Como esas personas que por haber vivido mucho contemporizan con los caracteres más opuestos, el novelista de Edimburgo trae a sus libros los tipos más arbitrarios y extraños, sin menospreciarlos ni herirlos. Han sido conocidos suyos o incluso contertulios en Abbotsford. Son humanos y como tales presentan mil flaquezas y extravagancias; pero esto no quita para que ponga en ellos el fulgor de alguna virtud estimable. Cuando se burla, pues, o se ríe de un personaje, no lo hace con el propósito preconcebido de rebajar valores humanos, sino al objeto de entretener e interesar con el juego de sus contrastes. ¿No disfrutamos con la cazurrería y la nobleza de Cuddie, el criado de Morton? Astutos o cazurros labriegos, criadas parlanchinas e infieles, que por el vicio de hablar demasiado o por la codicia, si bien moderada, de lo ajeno, provocan mil graciosas incidencias, tuvieron en Walter Scott el más veraz y afortunado cronista. Pero si es notable pintor de todo esto, no lo es menos cuando presenta esas almas ingenuas, llenas de bondad y de ternura, como Jeanie, que posponen el propio interés al de los demás, que reaccionan ante las cosas con la misma suavidad con que las arpas eólicas respecto del viento, por fuerte que éste sea, o como el sándalo, que perfuma el hacha que le hiere. ¡Qué dulce y encantadora comicidad -veteada de graves, aunque momentáneas complicaciones- la de aquellas páginas de Las cárceles de Edimburgo, en que Jeanie es recibida por la reina Carolina!

«Y dirigiéndose en seguida a Jeanie, le preguntó cómo había venido de Escocia.

-A pie la mayor parte del tiempo, señora.

-¡Cómo! ¿A pie habéis hecho un camino tan largo? ¿Cuánto podéis andar por día?

-Veinte y cinco millas, y un pujoncillo.

-¿Un qué? -dijo la reina mirando al duque.

-Y un poquito más -contestó el duque-; es una expresión del país»471.


La astucia y la falta de escrúpulos morales: circunstancia esta última que tiene una trágica sanción en la novela, están también pintadas de mano maestra en la persona del escribano Glossin. Frente a este pícaro redomado, para buscar el efecto cómico del contraste, Walter Scott coloca al baronet Hazlewood, que muy poseído de la importancia y dignidad de su cargo, cree que sólo dilatando sus discursos con numerosas repeticiones innecesarias, queda robustecida su dignidad.

Cuando Walter Scott suelta la pluma de Molière, pues aunque los géneros que uno y otro cultivaron fueran diferentes, la vena cómica fue en ambos parecida, y pulsa las cuerdas de nuestra sensibilidad con la mano vigorosa de lo dramático, las escenas que nos ofrece son singularmente impresionantes. Las intervenciones de Habacuc Mucklewrath en la fábula de Old Mortality, y el suplicio de Macbriar, nada tienen que envidiar en su descarnado realismo, a las páginas de este mismo género que nos brindó más tarde Víctor Hugo. Y quien maneja así elementos estéticos tan distintos: ya lo cómico y lo burlesco, sin chocarronería ni excesiva dicacidad, ya lo patético, no puede ser sino un novelista de cuerpo entero. Los filones que él explotó, en manos472 de una mayor depuración literaria, fueron como esos metales preciosos que, sacados de la mina y a medida que van pasando de unos artífices a otros, de ascendente aptitud o maestría, acaban por lograr forma perfecta; pero la riqueza del metal, aún cuando el buril o el molde sean más toscos, está bien manifiesta en todos ellos. Walter Scott fue menos literato que muchos de cuantos le sucedieron, sin embargo, pocos le aventajaron en acarrear en sus obras tanto material estético.

Escocía es un país muy inclinado a la leyenda y a la ensoñación. Como todos los pueblos nórdicos473 tira a idealizar las cosas, disminuyendo de éstas su grosera realidad en obsequio de la poesía. Generalmente la leyenda es la desfiguración poética de un hecho real. Esta desfiguración suele ser siempre hiperbólica, porque la imaginación del pueblo propende más a exagerar las proporciones de las cosas, que a encerrarlas dentro de sus justos límites. Pero hay también leyendas -drows, que viven en el interior de verdes colinas y cavernas, y trabajan con raro arte el hierro y los metales preciosos; monstruos, quelpies, demonios y duendes- que son el resultado casi exclusivo de la fantasía popular, herida por determinados factores naturales: el clima, el paisaje, etc. La luz del norte, pasada como por un tamiz o cedazo; el misterio de las montañas y de los lagos; los valles sombríos, húmedos, ciñéndose el casto vestido de la niebla, excitan el instinto poético del pueblo, que se plasma y perpetúa en bellas tradiciones. Por el contrario, el sol vigoroso y jocundo del mediodía, presentándolo todo con sus verdaderos contornos y rasgos peculiares, más restringe que estimula la fantasía de las gentes. No quiere esto decir que las posibilidades inventivas de los hombres sean más modestas en los países del sur que en los del norte. Nada de eso; si bien hay pueblos como el árabe, que poseen una imaginación más apagada que brillante, más estéril que fecunda. Pero lo que es indudable es que los pueblos -del norte, y Escocia entre ellos, tienen la virtud de rodear las cosas como de un halo de misterio y de poesía, de vaguedad idealista y soñadora. ¿Quién podía percibir mejor esta descarga del alma nacional, que un artista como Walter Scott, dotado no ya sólo de sensibilidad, sino de vocación para seguir, incansable, el camino del pasado, tan lleno de hechizos y singularidades? Ya hemos visto al aportar algunos datos biográficos suyos, con qué voluptuosa emoción saborea las leyendas, las tradiciones, los romances, las baladas, los cuentos, que tengan por fondo un pasado más o menos lejano. Cómo busca en la letra viva del numen popular o en la muerta de los archivos, cuanto cae ya de lleno dentro del ancho marco de la historia. Y con qué fervor y entusiasmo asiste al propio espectáculo interior de este proceso de trasvasación del pasado a su alma, para fundirse en ella y tomar por último forma sensible en sus poemas y en sus novelas.

Notemos, de pasada, la simpatía con que Walter Scott ve las cosas de España. No será difícil encontrar en sus libros alguna reconvención contra nosotros. Pero frente a ella cabe aducir numerosos testimonios de la dilección que sentía por nuestras cosas. A Francisco de Úbeda, el autor de La pícara Justina, le llama «el ingenioso licenciado», y reputa esta obra «por uno de los libros más raros de la literatura española»474. Cita al artífice guipuzcoano Andrés Ferrara, que hubo de refugiarse en Escocia, durante el reinado de Jacobo IV o Jacobo V, por haber dado muerte a su aprendiz, el cual le había robado el secreto del temple de su acero475. Alude frecuentemente a nuestra inmortal novela o la trae de un modo directo a colación para señalar afinidades o semejanzas, respecto de otros particulares476. Y llega incluso a elogiar a la Inquisición de España, cuando míster Dousterswivel, el filósofo alquimista de El Anticuario, se escandaliza de la existencia de tan temible institución477.

Ni como tributario de la literatura dramática, con sus tentativas en el género The doom of Devorgoil, Mic Doffs, Cross, Helidón Hill y The Ayrshire Tragedie, ni como biógrafo, autor de una Vida de Napoleón, contra la que Heine esgrimió sus poderosas armas dialécticas, nos interesa Walter Scott. Sin embargo, dejamos apuntados, si bien a título meramente informativo, estos dos aspectos de su personalidad literaria.

De las obras de Walter Scott, como es sabido, se han hecho múltiples ediciones. Las primeras aparecidas en España y que tanto influyeron en nuestros novelistas del romanticismo, son típicas por su pésima traducción y la sarta interminable de sus disparates ortográficos.

Capítulo quinto

Trueba y Cossío, López, Soler y Kostha y Vayo

Los biógrafos de don Telesforo Trueba y Cossío478 atribuyen a este autor el hecho de haber contribuido con sus obras del género histórico Gómez Arias o los moros de las Alpujarras, El castellano o aventuras del Príncipe Negro en España y Las leyendas históricas españolas, por otro nombre quizá menos apropiado, España romántica, a la iniciación y desarrollo en nuestro país de la novela a lo Walter Scott.

Ofrecen estos libros del escritor montañés la particularidad de haber sido escritos en lengua inglesa. Trueba y Cossío, que nació en Santander el mismo año con que finalizaba el siglo XVIII, trasladose a Inglaterra en 1808, y allá volvió como emigrado político, hasta que la Reina Gobernadora firmó en 1834 el decreto de amnistía. De su precocidad literaria son testimonios una comedia y un melodrama compuestos a los dieciséis años, y de su filiación política a los veintiuno habla con bastante elocuencia el soneto que dedicara al héroe de Cabezas de San Juan.

Las raíces que echaron en él los pseudoclásicos, muy contrarrestadas por la influencia de Shakespeare, nada tuvieron de profundas. Al año 1821 corresponden la tragedia, en endecasílabos asonantados, La muerte de Catón y el drama Elvira, cuya afinidad romántica no debe ponerse en duda. Digamos por último de pasada, pues no es éste el género que nos incumbe examinar ahora, que su aportación a la literatura dramática fue abundante, más de éxito variable, y que lo mismo que sus obras en prosa ya mentadas, éstas escénicas escribiéronse en idioma forastero: el inglés y el francés.

Si nuestros románticos de fronteras adentro, no supieron o no quisieron hurtarse a la ascendencia de Walter Scott, nada puede sorprendernos que el autor de The Castilian, envuelto en la densa atmósfera del romanticismo inglés y sometido a la influencia más directa del novelista de Edimburgo, fuera materia moldeable a los dictados literarios de éste.

Gómez Arias o los moros de las Alpujarras, aparecida en Londres en 1828 y puesta muy mediocremente en castellano por don Mariano Torrente, tres años después, está calcada sobre el patrón scottiano, con otras inspiraciones episódicas de Pérez de Hita. Su asunto era ya de prosapia en la historia de nuestro teatro, pues tanto Vélez de Guevara, como Calderón, lo habían traído al proscenio español del siglo XVII.

Cabe decir de esta obra lo mismo que de El castellano o aventuras del Príncipe Negro en España, con el romancesco rey Don Pedro, como fundamento del libro, que ambas fábulas histórico-novelescas están narradas con singular desenfado; el lenguaje abundante y fluido479, pero sin que a través de él discurra la vida vigorosa y varia. Igual diferencia existe entre estos tiempos literarios, que trascienden más a cosa estática o muerta que a lo que se mueve y bulle, que entre la fotografía y el cinematógrafo.

Es cierto que las escenas y los episodios de la narración se suceden unos a otros y que existe entre ellos la coherencia que requiere toda unidad de acción, pero como el autor no acertó a insuflar en su obra el aliento potente y ruidoso de la vida, parecen cuadros o lienzos, de una mayor o menor fuerza expresiva, mas condenados a los límites del tiempo y del espacio, con la significación que ambos elementos tienen en el orden de la pintura.

Así y todo, sería injusto no reconocer que Trueba y Cossío infundió a algunos tipos de sus narraciones el garbo propio de quien estaba familiarizado con el arte de componer comedias. Esta tendencia dramática se observa también en varias de sus leyendas, como La cueva de Covadonga, El conde Fernán González, Carlos II, el Hechizado, Ruy Díaz de Vivar y La judía Raquel, en las que se inicia la narración por medio del diálogo o salta éste apenas comenzada.

Personajes hay en las novelas históricas de Trueba, tal cual el Roque de Gómez Arias, que quizá tengan más puntos de contacto con el gracioso del teatro clásico que con los escuderos de la novelística.

El autor aborda los temas graves con soltura, y entremete lo cómico con vena abundante y feliz, y describe la figura y el atavío de cuantos hace intervenir en la fábula, y las fiestas, justas, etc., también con desembarazado continente. Pero todo esto, como carece de verdadero movimiento, viveza y bríos, que son más cualidades provenientes de la imaginación que no del estudio y del acarreo de materiales ajenos, constituye una especie de arte más subalterno que capital y trascendente.

El mismo defecto presentan sus narraciones coleccionadas bajo el título de The romance of history of Spain, que vieron la luz por primera vez en la capital de Inglaterra en 1830; vertidas al francés, dos años más tarde, por Th. A. Defaucaufret, y puestas del francés en español, en 1840, por Andrés Manglaez. No están sujetas a las leyes del verso, como las leyendas de Walter Scott, ni pueden parangonarse por esta circunstancia y la pobreza de su caudal poético interno, con las del duque de Rivas y Zorrilla. Pero, a pesar de todo, son amenas, sueltas y gustosas; se leen de corrido, sin fatiga alguna, en parte porque los asuntos son atrayentes de por sí, como cuanto procede del telar de la musa anónima y también por la sencillez con que están contadas, libres de todo artificio y aparato.

Como el campo en este género de composiciones literarias es amplísimo, ya que rara es la época en que no teje la imaginación popular, con materiales tomados de la verdad histórica, alguna leyenda o tradición, Trueba y Cossío se enfrenta con el pasado abarcándolo desde Don Rodrigo y Florinda, la Cava, hasta Carlos II, el Hechizado y el cardenal Portocarrero.

Por la misma razón que sus novelas históricas480 carecen de vitalidad, de ese dinamismo interno cuya expresión resultante es el carácter, la personalidad, estos héroes legendarios ofrecen también escasa consistencia humana. Las leyendas, por su brevedad, exigen, si queremos impresionar y herir a fondo la sensibilidad del lector, una grande fuerza expresiva, que nace del carácter que hayamos sabido descubrir y pintar bien en el héroe. Naturalmente, que no todos saben trasfundir de su propio fuego creador al personaje, la llama interna que lo vivifique. Trueba y Cossío narró bien, mas sin que en sus manos, como en las de Prometeo, estuviera la centella de la vida.

Dentro de esta línea media en que se mueve el talento literario de Trueba, no todas las narraciones presentan el misma mérito. La de Don Rodrigo es superior, por ejemplo, a la de Ruy Díaz de Vivar, y tiene por cierto la novedad, como notó ya Menéndez y Pelayo, de hacer morir al último rey godo a manos del conde, Don Julián.

En La cueva de Covadonga, se dilata demasiado la conversación entre Pelayo, Ormesinda y Munuza, en unos momentos, cuyo dramatismo exige la celeridad de la acción y la brevedad, por consiguiente, del diálogo.

Como las obras de Trueba ofrecen la particularidad de haber sido escritas en inglés, a los críticos ingleses corresponderá opinar sobre cuanto atañe al lenguaje en que fueron compuestas. Lo que nosotros dijéramos, por proceder de una impresión indirecta, siempre estaría más expuesto a error. Pero de las traducciones sí cabe ya formar juicio, y bien desfavorable por desgracia. Don Ángel González Palencia y don Juan Hurtado, en nuevas reimpresiones, han corregido algunos galicismos. No hubiera estado de más también, si el primero al tomar a su cargo la edición de Madrid, en 1942, de España romántica, hubiese cuidado con más esmero de la impresión, deficientísima por la multitud de erratas e incluso faltas de ortografía cometidas.

No podemos negarle a Trueba y Cossío el mérito de haber contribuido con las obras que acabamos de analizar, tanto a la iniciación como a los primeros desenvolvimientos del género histórico entre nosotros. Más dentro de esta jerarquía literaria, su puesto quedará siempre por bajo de Larra o de Gil y Carrasco, los cuales, sin ser tampoco figuras muy notables, si se los compara con los maestros de la época, brillaron a más altura que aquél, por acertar a infundir mayor vigor a la acción de sus obras respectivas y más carácter a sus personajes.

El padre Blanco García concede al catalán don Ramón López Soler481 la prioridad cronológica en sus aportaciones literarias al género de que venimos tratando. En 1830 y de las prensas de Cabrerizo en Valencia, salió su novela histórica intitulada Los bandos de Castilla o el caballero del Cisne. Hasta un año después no apareció Gómez Arias482 de Trueba y Cossío. Pero lo cierto es que esta obra, como hemos dicho antes, había sido ya publicada en Londres, en 1828. Ambos novelistas abordaron el género histórico, de la mano, por decirlo así, de Walter Scott.

Del fogoso entusiasmo con que López Soler abrazó el dogma romántico, hay testimonios muy elocuentes en las páginas de El Europeo483 y en el Prólogo a su novela ya citada.

No tiene éste el empaque doctrinal con que Alcalá Galiano prologó El moro expósito, del duque de Rivas, ni, naturalmente, produjo el escándalo del Prefacio de Cromwell. Su rango es más modesto y su sonoridad también, pero hay mucho calor y sinceridad en este manifiesto literario.

Comienza López Soler afirmando que «aún no se ha fijado en nuestro idioma el modo de expresar ciertas ideas que gozan en el día de singular aplauso». No debe estar permitido al escritor -añade- el crear un lenguaje para expresarlas ni darle al genuino significado de las palabras otro del que tienen, que sería tanto como pervertirlas o corromperlas, ni «sacrificar a nuevo estilo el nervio y la gallardía de las locuciones antiguas». Habrá, pues, que acudir a los modelos más reputados de nuestra literatura clásica, a los Yepes, Rivadeneyras, etc., ya que en el místico fervor de estos ascetas encontraremos algo de esas sutilezas de pensamiento, atrevidas comparaciones y delicados tintes del lenguaje romántico. Pero quien se emplee en esta tarea más tendrá de preceptista que de creador, puesto que difícilmente «le quedará tiempo ni calor en la imajinación484 para entregarse al divino entusiasmo de la poesía, ni para forjar la máquina de una novela».

Seguidamente proclamará en una nota al Prólogo que Walter Scott está fuera de toda imitación cuando describe las flaquezas del corazón humano; lord Byron cuando nos abre de par en par el recinto de sus misteriosas dudas y de sus pasiones, y Tomás Moore, «dotado de tanta delicadeza y buen gusto como el pintor de Urbino» parece haber venido a este mundo para cantar «la hermosura y el purísimo éxtasis de los ángeles». Y ya caldeado, puesto al rojo su espíritu, prorrumpirá en este a modo de exabrupto lírico, que, aunque conocido, de seguro, del lector, pues ha sido ya transcrito literalmente por el padre Blanco García en su Literatura española en el siglo XIX, no nos sustraemos a la tentación de reproducirlo:

«Libre, impetuosa, salvaje, por decirlo así, tan admirable en el osado vuelo de sus inspiraciones, como sorprendente en sus sublimes descarríos, puédese afirmar que la literatura romántica es el intérprete de aquellas pasiones vagas e indefinibles, que dando al hombre un sombrío carácter, lo impelen hacia la soledad, donde busca en el bramido del mar y en el silbido de los vientos las imájenes de sus recónditos pesares. Así pulsando una lira de ébano, orlada la frente de fúnebre ciprés, se ha presentado al mundo esta musa solitaria, que tanto se complace en pintar las tempestades del universo y las del corazón humano; así cautivando con májico prestijio la fantasía de sus oyentes, inspírales fervorosa el deseo de la venganza, o enternéceles melancólica con el emponzoñado recuerdo de las pasadas delicias. En medio de horrorosos huracanes, de noches en las que apenas se trasluce una luna amarillenta, reclinado al pie de los sepulcros, o cuando bajo los arcos de antiguos alcázares y monasterios, suele elevar su peregrino canto, semejante a aquellas aves desconocidas, que sólo atraviesan los aires cuando parece anunciar el desorden de los elementos, la cólera del Altísimo o la destrucción del Universo»485.


En este volcán, y si esto pareciese demasiado hiperbólico, en este puchero hirviendo, se coció el arte novelístico de López Soler. En sus obras de imaginación ni faltó el arco gótico, ni el pálido rayo de luna, ni las hojas amarillentas, ni el eco lúgubre de la campana, ni la canción llena de misterio y melancolía, ni el rayo de funesta luz, ni la noche tormentosa en que se evoca a los muertos desde el fondo de lúgubres cuevas. Un personaje tiene el semblante pálido y cadavérico; otro, los párpados sombríos; éste, la faz y las manos ensangrentadas; aquél, el ánimo pensativo y melancólico. Las habitaciones son tétricas y solitarias; los alcázares, húmedos e hipocóndricos. Hay torneos, y cacerías, y apariciones fantasmales; batallas y asaltos; astrólogos, abades, ermitaños e impíos, como Don Rodrigo, blasfemador y parricida, sobre cuya muerte «sería una impiedad sacrílega el no correr un velo». Pero lo extraño es que junto a estos elementos genuinamente románticos486 aparezcan nombres de dioses, héroes, poetas o lugares griegos: Apolo, Endimión, Peleo, Hipocrene, Eurotas, Helicón, Píndaro, Safo487. Conocida es la aversión que los románticos sentían respecto de la mitología, de la geografía y de la literatura griegas. Sin embargo, el modelo de nuestros noveladores del romanticismo fue Walter Scott, el cual no repugnó en sus libros tales compañías, ni lugares.

Castilla y el reinado de Don Juan II son el marco geográfico y temporal de El caballero del Cisne. Siglo de discordias políticas originadas por la privanza de Don Álvaro de Luna y los infantes de Aragón, que no querían someterse a la autoridad del Condestable. Prolegómenos de una época aún más incivil y anárquica: la de Enrique IV, pero sin la cual quizá las figuras de los Reyes Católicos no habrían tenido aquella plenitud histórica o trascendencia gubernamental que alcanzaron durante su reinado.

Con aquel fondo histórico, donde no hay grandes valores poéticos, como el Cid, o Don Pedro el Cruel, pero que no carece del todo de interés novelesco, desarrolló López Soler su obra ya mentada. No puso al frente de cada capítulo unos versos de romance o comedia antigua, como hacía el novelista de Edimburgo y como hizo entre nosotros, imitándole, Larra en su Doncel; pero los torneos, las batallas, los seres extraños, que no se sabe si son locos o videntes; las largas palabradas de los personajes; el poner en labios de ellos composiciones llenas de bizarro lirismo, están pregonando, sin duda alguna, quién fue el modelo de estas obras.

La imitación de Walter Scott no se limitó a lo que pudiéramos llamar modus operandi, ni a los elementos más característicos de la narración. Cabe también concretarla en lo que se refiere a determinados personajes, que no son calco, naturalmente, fuera de don Ramiro de Linares que está cortado por el patrón de Ivanhoe, pero sí reminiscencias. Matilde de Urgel recuerda a Flora Mac-Ivor: una y otra sienten la misma predilección por las viejas poesías en las que se canta a los héroes, y acaban siendo víctimas de un dolor semejante, El «robusto cenobita» de Los bandos de Castilla, es el «fuerte y robusto» anacoreta de Ivanhoe; y aquella Sor Brígida, «frenética y demente» que se aparece a Don Rodrigo de Alcalá, está hecha con retazos de Norna y de Meg Merrilies.

Se ha dicho muy agudamente que el genio no es imitable sino cuando tiene muchos defectos. Lo mismo cabría decir de las escuelas literarias, que sólo pueden ser seguidas por la turba de sus oficiantes, en cuanto ofrecen mil puntos vulnerables. Nuestros novelistas románticos, incapaces en su mayoría de alcanzar las cumbres del ideal estético que perseguían488, observaron, en cambio, la parte más fácil de él: sus exageraciones y desvaríos. De aquí esa inclinación a abultar las cosas, a cargar la paleta de colores sombríos, a «enfunebrecerlo» todo, «[...] y alcanzándole con otra cuchillada, derriba su cabeza, que da tres saltos por el suelo murmurando fugitivas imprecaciones»489. La hipérbole está bien en determinados casos, pero en tanto no contradiga las leyes de la naturaleza. «Intenté levantarme, y volví a caer sobre la urna sepulcral, cual si el brazo del cadáver que encierra me tuviese agarrada por la orla de mi manto»490. Espectros, fantasmas, sepulturas, ataúdes, cipreses y llorones. He aquí lo que tienta a nuestros novelistas, como si sólo con este acompañamiento les fuera dado conseguir la meta del arte que profesaban.

Por lo que toca al estilo y lenguaje, López Soler es numeroso y elocuente. Una imaginación fogosa necesita una prosa suelta y rica en figuras y tropos. Pero la adjetivación vigorosa en ocasiones -«[...] cubriéndolas (las rocas) de blanca y rabiosa espuma»- es otra, extraña: «Desembarazarse de los estribos, ponerse en pie y empuñar la espada, fue obra de un momento para el aburrido y furibundo Don Pelayo». «[...] y los rayos de la linterna [...] iluminaban unas facciones áridas y cadavéricas». «[...] dijo Beltrán a su antiguo y desvencijado mayordomo».

A ratos, la colocación excesivamente simétrica de los epítetos produce cierto empalago. El empleo de las voces no siempre es correcto en este autor, como cuando echa mano del distributivo «sendo» o escribe preludeaba por preludiaba y humedear por humedecer. Ni debe caerse en el vicio más disculpable en verso para evitar la sinalefa, de añadirle una ese final a la segunda persona del singular del pretérito indefinido. «[...] tal fue la prisa que te distes en correr [...]» «[...] vayas al castillo que denantes dijistes».

Por último notemos también lo impropio y antipoético que es el decir, aunque quien hable así sea un tosco flechero: «[...] el mujido de los pinos ajitados por el viento», que por otra parte es un verso de dieciséis sílabas o dos octasílabos.

No estuvo ociosa la pluma de López Soler en 1832; año en que aparecieron Las señoritas de hogaño y las doncellas de antaño; Jaime, el Barbudo o los Bandidos de Crevillente, de la que en Barcelona también salió a la luz en 1900 una segunda edición; y Kar-Osman.

Kar-Osman o Memorias de la casa de Silva es una novela de pretensiones menos ambiciosas que otras del mismo autor. Abundan en ella los pasajes dramáticos, mejor diríamos, espeluznantes, como la muerte de Aliatar a manos del héroe del libro. Las apariciones, sepulcros, mazmorras, reemplazados por otros de más genérica filiación literaria, como una tormenta en el mar, un abordaje, combates, asaltos, raptos, persecuciones, etcétera.

En medio de todo esto, una pasión desgraciada. La bellísima Gul-Nar, por otro nombre Doña Blanca de Silva, que es quien la promueve en el tormentoso corazón de Kar-Osman, tiene por tumba el golfo de Salamina. Y el héroe de la novela, caudillo griego que hubiera querido salvar a su patria del ominoso yugo otomano, tras la peripecia de este amor trágico, renuncia a su alfanje vengador, abraza la vida cenobítica y monástica y acaba muriendo en brazos del padre de Doña Blanca, el cual también se había transformado de ilustre prócer de Alarcón y Berlanza, en Abad de un monasterio.

Como lo sombrío, macabro y tremebundo491 constituye la médula de estas narraciones, no faltan en la mentada novela de López Soler, no ya las situaciones trágicas en que se ven sus personajes: Kar-Osman, Aliatar, Doña Blanca, Don Álvaro, Orduña, sino los reflejos en el lenguaje, de una imaginación tenebrosa y lúgubre. Pero a lo mejor, en medio de esta atmósfera literaria, surge la frase gacetillera que recuerda las actividades periodísticas del autor: «Tales eran las fulminantes palabras que pronunciaba el Alfaquí contra el asesino del Rey: rodeábanle los distinguidos parientes del difunto»492.

En estricta cronología corresponde este sitio en el presente libro a don Estanislao de Kostka y Vayo493. Pero como sus obras, citadas en nota al pie494 pese a la mayor corrección literaria que muestran, si se las compara con otras coetáneas del mismo género, nada o muy poco representaron en la esfera de lo bello, y habrá ocasión más adelante y en capítulo aparte de dedicar algunas páginas a libros análogos, bastará con esta simple referencia.

No se puede negar a este autor, que adviene al mundo de la literatura con Ensayos poéticos y Voyleano o exaltación de las pasiones, la prioridad cronológica, juntamente con don Ramón López Soler, en el cultivo de la novela histórica. Ni qué decir tiene que el modelo de Kostka y Vayo fue el mismo que el de Soler, según acabamos de observar: Walter Scott.

Capítulo sexto

Larra

Pasemos, pues, a Larra, que en compañía del autor de La Violeta y el Señor de Bembibre, ocupa lugar preferente, como novelista, entre nuestros románticos.

El mejor experimentador de la vida es uno mismo. Los ensayos de los demás nada o muy poco pesan sobre nosotros. En cambio, las lecciones que recibimos directamente de los hombres y de las cosas, moldean nuestro espíritu y dejan en él huellas perennes.

De esta verdad nace un fenómeno literario: lo relativo y endeble de nuestra objetividad creadora. Los héroes que forjamos en la mente y en el corazón si no somos nosotros mismos, tienen lo más substancial y significativo de nuestro carácter y de nuestro temperamento. Y de tal circunstancia procede el que estén siempre vigentes en la atención y curiosidad de los demás: es decir, que su virtualidad estética no caduque nunca. Repasad la literatura y veréis a los grandes poetas aparecer bajo la envoltura carnal de sus propias creaciones. No fue otro el caso de Byron, ya lo hemos dicho reiteradamente a lo largo de las presentes páginas, y éste es el caso también de Larra, respecto de su Doncel. Pero vayamos por partes.

Hízose correr de molde esta obra en 1834. Doncel y escudero vienen a ser sinónimos y equivalen al valet de los franceses. La acción corresponde a la época de Don Enrique III, el Doliente. Protagonista de tal narración es el trovador Macías, que como no hubiera amado como amó no fuera hoy tan conocido495. Larra, como comprobaremos a su debido tiempo, nos escamoteó al verdadero juglar y caballero de armas, tan amigo de Juan Rodríguez del Padrón e invitado habitual a la mesa de Don Enrique de Villena, ya que quien compuso aquellos melancólicos versos, que destilan ingenuo lirismo:

Cativo de miña tristura,

ya todos prenden espanto,

e preguntan, qué ventura

foy que m'atormenta tanto.



casi nada tiene que ver con el alma tormentosa de este otro Macías, que vamos a examinar ahora.

Comienza la novela de Larra con un breve resumen histórico del tiempo en que se desenvuelve, y una pintura, no menos sucinta, de los alrededores de Madrid a la sazón. Su argumento es en síntesis el siguiente: Don Enrique de Villena, primo de Don Enrique III y descendiente de Don Jaime de Aragón, aspira a suceder en el maestrazgo de Calatrava, a Don Gonzalo Núñez de Guzmán. Un maestrazgo supone la riqueza y el poder, de aquí que se afanen por alcanzarlo. El Instituto de la Orden de Calatrava exige voto de castidad, y el marqués de Villena está casado con Doña María de Albornoz. Pero hombre poco escrupuloso en la elección de medios para conseguir sus pretensiones, logra deshacerse de ella. Interviene, con la natural repugnancia, en la ejecución del plan concebido, su fiel escudero Fernán Pérez de Vadillo, cuya esposa, Elvira, dueña al servicio de Doña María de Albornoz, ha encendido una fuerte pasión amorosa en el pecho del Doncel. Villena había intentado ganarse la voluntad de éste y asociársele en la criminal acción a emprender contra Doña María, pero el trovador rechaza altivamente la proposición del magnate.

-«¡Santo cielo! bien merece ese desdichado doncel el injurioso concepto que de él habéis indignamente formado [...] Bien lo merece, juro a Dios, pues que su espada permanece aún atada a la vaina por miserables respetos, sin castigar al osado que mancilla su buen nombre y espera de él cobardes acciones»496.


Doña María es secuestrada, y Elvira, su dueña, acusa ante el Rey a Don Enrique de Villena, de haberla asesinado. Decidido por el monarca que en juicio de Dios497 se falle cuestión tan grave como ésta, Pérez del Vadillo sale en defensa de su señor y Macías se constituye en fiador de la acusadora.

Elvira se había presentado ante el rey tapada, de aquí que Fernán Pérez, su marido, no pudiera saber quién había sido la acusadora de su señor. Tal circunstancia aumenta el interés dramático de la narración, ya que de no perecer Vadillo en el combate, su esposa Elvira será puesta en tormento y llevada al suplicio, donde tras de serle arrancada la lengua, por calumniadora, y arrojada a los canes, sucumbirá bajo la cuchilla del verdugo. Verifícase el singular combate, pero no es Macías el que acude en defensa de Elvira, sino Don Luis de Guzmán, perteneciente al Maestrazgo de Calatrava. El doncel había sido apresado por los hombres de Villena y recluido en el castillo de Arjonilla, donde estaba también presa la supuesta asesinada Doña María de Albornoz. Allí va por último Fernán Pérez a enfrentarse con su temible rival. No muere Macías a manos de Vadillo, sino, de un modo indirecto, a las del cobarde juglar de Villena, Ferrús, que, conociendo la trampa del rastrillo, no impide que el doncel caiga al foso y se destroce. Elvira enloquece. Abandonada de todos, se pasa la vida, ya recorriendo como un espectro o cadáver desenterrado al que fuerzas sobrenaturales hubieran concedido la facultad de moverse, las calles de Arjonilla, ya deambulando, sin rumbo fijo y pendientes los ojos de cuantos barrancos surjan al paso, por el monte cercano. Hasta que un día el sacristán de la parroquia de Santa Catalina de Arjonilla, se la encuentra muerta al lado del sepulcro de Macías.

¿A qué fuentes acudió Larra para componer este libro? ¿Consultó las Armas de Galicia, de Argote de Molina y el Nobiliario del reino de Galicia, del licenciado Baltasar Porreño? ¿Buscó en los contemporáneos del trovador gallego, como Juan de Mena, como en sus sucesores más inmediatos Garci Sánchez de Badajoz y Rodrigo de Cota sobre todo o en Lope siquiera, autor de la comedia Porfiar hasta morir, cuyo asunto son los infortunados amores de Macías, una pauta o referencia cuando menos, para escribir su Doncel? Quizá no fuera aventurado contestar negativamente a estas preguntas. En la novela de Larra, que recordemos, no hay más que tres citas eruditas: la del Arcipreste Juan Ruiz, la del historiador francés Villchardouin498 y la de Jimena, autor de los Anales eclesiásticos de Jaén.

Cuando una figura del pasado se emancipa de los rígidos moldes de la historia, para trasladarse a los dominios de la leyenda, el poeta o novelista que la adopta como sujeto literario de sus creaciones, se considera libre de toda traba o impedimento y modifica a su gusto la faz de las cosas. De aquí que teniendo el mismo asunto el Macías y el Doncel, ofrezcan un desarrollo y un desenlace diferentes. Pero reconozcamos que Larra no iba a escribir una página histórica, sino una novela. Ya se ha dicho que no hay que buscar en ella colorido histórico, amplia y esmerada visión del pasado. No seamos tampoco demasiado descontentadizos respecto a este particular. Si quedó bastante por bajo de Walter Scott, no precisamente por la falta de lo que se ha llamado segunda vista, de precisión o aproximación al menos en la reconstrucción del escenario y del tiempo, sino por la menor potencia creadora; estuvo muy por encima de sus compañeros en el género histórico.

En el Doncel hay una acción bien desenvuelta; un diálogo expresivo, desenfadado, vigoroso a ratos, cuando la situación así lo requiere, como en la escena del duelo entre el Doncel y Vadillo. El lenguaje, con algunos descuidos, como dintel por umbral, reasumir por resumir, etc., y consonancias que habrían podido evitarse muy fácilmente, es copioso, está bien manejado en más de una ocasión, y no carece de fuerza plástica cuando el autor se propone fijar en nuestra atención los rasgos o particularidades de las cosas o de las personas. Los caracteres, si se exceptúa el del escudero Vadillo, no tienen la consistencia y el empaque que son tan necesarios en la realización de lo bello. La belleza, es cierto, no nace de lo borroso e indistinto, de lo endeble y quebradizo, sino de lo que respira vigor, plenitud, individualidad. Por estas cualidades nos deslumbra el Carlos de Los Bandidos, de Schiller, por ejemplo, el Wallensteim, el Guillermo Tell. Pero no todas las figuras literarias ofrecen la misma robustez, igual contenido específico y diferencial. Sólo los gigantes pueden crear gigantes.

Doña María de Albornoz nada vale ni representa en la narración. Villena es un falso Villena, como veremos después. Elvira busca justificación a sus debilidades, y no es sino una virtud claudicante. Macías tiene más de caballero, de doncel, que de poeta. La ternura y sentimentalidad, casi enfermiza o enfermiza del todo, ya que su escasa obra poética es obra de decadencia, que alienta en sus canciones, no aparece en ningún otro rasgo, acción, etc., suyos. Vadillo es el más consecuente, rectilíneo, enterizo. Pero mejor será que nos detengamos a analizarlos, que los separemos entre sí y pongamos de resalto sus singularidades fundamentales.

Las noticias históricas que tenemos del trovador Macías, son muy escasas. Nació en Padrón; floreció en la corte de Don Juan II; compuso varias canciones, cuatro de las cuales están recogidas en el Cancionero de Baena; fue amigo inseparable de Juan Rodríguez de la Cámara o del Padrón y comensal de Don Enrique de Villena, como ya hemos observado; enamorose perdidamente de Doña Elvira, esposa de Hernán Pérez de Vadillo y murió en 1434 en la cárcel de Arjonilla, de la provincia de Jaén.

Este es el Macías histórico. Veamos ahora el romancesco, dentro de la libre interpretación que de él hizo Larra.

No escatimó nuestro novelista tiempo ni espacio en describírnoslo. Moreno, de cabellos negros como el azabache y del mismo color los ojos, grandes, brillantes, de largas pestañas. Bastaba verlos para decidir sobre la generosidad, la franqueza, el valor, los delicados sentimientos de Macías. El «lánguido amartelamiento» que denotaban, venía a proclamar que el amor era la primera pasión del Doncel. La frente ancha, espaciosa, y la nariz bien delineada revelaban que era hombre de talento, arrogante, de pensamientos elevados. Una rizada barba prestábale a su rostro cierta severidad marcial. La voz varonil, pero armoniosa y grata al oído. La estatura gallarda. Cualquier observador pensaría que el Doncel atestiguaba con su propia persona, la prolongada dominación de los árabes en Castilla.

A este retrato físico, que no desmerece de los que Walter Scott pintara, hay que añadir nobles rasgos morales. El favorito de Enrique III, es caballeresco, ardiente, arrebatado. Su arrojo y pericia en el campo de batalla contra portugueses o moros o en el palenque, jamás fueron desmentidos. Ama con pasión y como el objeto de ésta (Elvira) no puede disponer ya a su albedrío de su corazón, pues conoció antes a Pérez de Vadillo que al Doncel, este grave impedimento le tortura y le inclina a la melancolía, a la taciturnidad.

He aquí la situación de ánimo de que se aprovecha Larra. Él también había puesto los ojos en un amor ilícito. Sabe lo que supone verse preso de tales sentimientos. La hoguera devoradora que lo irrealizable o muy difícil de lograr, enciende en nuestro pecho. Poner bridas al corazón, es como ponérselas a un potro salvaje. Y en este estado anímico se olvida del tiempo, de la diversa forma en que reaccionan las almas según las ideas, las costumbres, en una palabra, la atmósfera moral que las envuelve, y el Macías del siglo XV se transforma en un atormentado espíritu del XIX. De este terrible anacronismo testifican numerosas páginas de la novela.

-«Viejo artificioso -dice el Doncel al físico de su Alteza, Abenzarsal- ¿os burláis de mi dolor? ¿no habéis conocido nunca a una mujer? ¿encontrasteis499 una jamás que haya respondido, sí, no, a vuestras inconsideradas preguntas? ¿no sabéis que la ficción y el silencio son el arte de las mujeres?»500.


Todo este diálogo entre Macías y el judío está lleno de pasión, de fuego, de tal incontinencia moral, que como otro personaje de la Edad Medía, Fausto, si bien más egregio, descomunal y trascendente, daría el alma a cambio de la merced que ansía.

-...«¿Necesitáis mi cuerpo, mi sangre? he aquí, herid y consultad mis venas [...] ¿Necesitáis mi alma? ¡maldición, maldición! Haced que me adore, Abenzarsal, y tomadla bien. ¡Que me ame!, ¡que me adore!, y todo lo demás, después»501.


Y cuando descubre Macías la centella de amor que refulge en el pecho de Elvira; que es de ella correspondido, la lengua se le desata y las palabras más encendidas y vigorosas, como torrentera o Cedrón, pregonan todo el arrebato de un alma torturada por el amor.

-«[...] Hay un amor tirano; hay un amor que mata; un amor que destruye y anonada como el rayo el corazón en donde cae; que rompe y aniquila la existencia, y que es tan fácil de encerrar, en fin, en lo profundo del pecho, como es fácil encerrar en una vasija esos rayos del sol que nos alumbra»502.


Agudezas hay en la obra, puestas, para mayor impropiedad, en labios de un escudero, que según nos dice el autor, ni hacía trovas, ni tenía talento; que huelen a cortesanía y burleta de tiempos menos rudos, y más adelantados en la esgrima de salón, en el decir ingenioso y cáustico.

-«[...] la costumbre de correr tras el consonante -contesta Vadillo a Ferrús- presta a los poetas cierta agilidad de que nunca podrá gloriarse un escudero indigno aunque hijodalgo»503.


La palabra que el autor hace decir a Elvira en la página 89, en su conversación con Doña María de Albornoz también disuena en labios de una camarera del siglo XV, cuyo ingenio sería más natural que propendiese a la sencillez y candor de las cosas, que a cierto filosofismo desengañado y escéptico.

Por último no es menos anacrónico o extraño, si se quiere, oír hablar de esta guisa, más propia de un Leopardi, de un Heine o de un Schopenhauer, aun cuando quien pronuncia tales palabras tenga el rango intelectual de Villena:

-«[...] ¿a otra mujer? [...] cuando Don Enrique de Villena pueda volver al estado de la estupidez y de la ignorancia de un ente que nace al mundo, entonces amará a una mujer [...]»504.


Si se apartó Larra de la historia y de la tradición, al encerrar en el cuerpo del trovador gallego, la completa psicología de nuestro tiempo, no se sujetó más a la una ni a la otra al referir determinados acontecimientos de los que integran la narración. Macías fue recluido en la torre de Arjonilla por Villena; pero no para evitarle a Hernán Pérez tan temible rival de armas, sino como castigo a la insolencia de éste, de poner sus ojos en Doña Elvira, esposa ya a la sazón de Vadillo. La verdad histórica y la leyenda están conformes al proclamar la muerte del Doncel a manos de Hernán Pérez. Larra optó porque lo imprevisto o lo fatal decidieran de la vida del trovador. Elvira, en materia de amor, es tan desgraciada como Doña María de Albornoz. Sus maridos, Pérez de Vadillo y marqués de Villena, las tienen abandonadas. Elvira, ama la soledad y lee el Amadís. Tiene la tez blanca y más suave a la vista que la misma seda. No es alta ni pequeña; el pie proporcionado; la garganta «disculpa del atrevimiento»; el rostro lleno de «alma y expresión». Brillante como el ébano, el cabello; los ojos, sin ser negros, parecíanlo por lo expresivos y fieros. Voluptuosa la boca, de labios gruesos, que los delgados y sutiles jamás ofrecen una sensual seducción. Distinguíanse las facciones por su regularidad más que por una extraordinaria pulidez. Los dientes blancos y menudos y la sonrisa como tejida de encanto y de dulzura.

No es extraño que una mujer así; que poseía además el singular hechizo que «los primeros tiros del pesar y de la tristeza» habíanle proporcionado a su semblante, rindiera e incluso esclavizase a todo el que tuviera «la desgracia de verla una vez para su eterno tormento»505.

La Elvira de la leyenda no parece tener grande empeño en conservar la virtud. Se deja querer cuando no hay mal alguno en ser cortejada y admirada; mas no esgrime las armas de la honestidad y del pudor, cuando unida ante Dios a otro hombre, aún persiste el acoso. Larra prefirió pintar a su heroína con rasgos sueltos de Penélope y Lucrecia. Aguanta con firmeza los primeros asaltos. Trata de evadirse de la liza, sin conseguirlo sino a medias. Las pasiones ocultas, incluso ignoradas de uno mismo, son terribles disolventes de cualquier substancia moral que intente impedir o estorbar al menos, su proceso y desenvolvimiento.

Procura Elvira encontrar razones que justifiquen el estado oscilante de su alma. Una filosofía desengañada y escéptica, según ya notamos, viene en su ayuda. Pero el amor prohibido que asomó allá en lo más recóndito del corazón, ha ido creciendo hasta trasvasarse del corazón a los ojos, y hasta a los labios, que en situación apurada, de gran peligro para el buen nombre de Elvira, dejan escapar, ¡ay, con goloso paladeo!, comprometedoras palabras. Y como es lógico, ya puestos en el declive de la pasión, y herida el alma del infortunio y la fatalidad, muere, tras de dar el postrer suspiro de amor insatisfecho por no logrado hasta su ápice, junto al sepulcro del Doncel.

El más falso de todos los personajes, el más convencional y peor estudiado, es Villena. Sobre su vida se ha fantaseado mucho, como se fantasea siempre respecto de cuanto se aparta de los cauces ordinarios de la vida. Villena, en una época de caballerías, disidencias políticas y cortesanas, frivolidades juglarescas, etc., recluyose entre libros y matraces. Túvosele por brujo o poco menos, dándose a sus actividades científicas un valor del que carecieron, tan pronto se las miró, con ojos objetivos y desapasionados, y una torcida significación, que, también los eruditos investigadores de hoy, negaron paladinamente. Ni brujo, ni demonio o en relación con las fuerzas del mal. Curioso de la verdad, en cuanto cabía serlo en aquel tiempo; poeta y humanista, traductor de Dante, y nada más, Larra le pinta como un misógino. Aborrece a la mujer propia y a todas las demás. Un Villena misterioso, que desaparece como un espectro por puertas secretamente practicadas en la pared, bajo la tapicería. Pequeño Fausto que se pasa las noches de claro en claro, afanado sobre los crisoles y los alambiques, las redomas y los triángulos; rodeado de llamas, invocando inútilmente al espíritu de las tinieblas; cuyo gabinete de trabajo huele de un modo, que sería difícil para la imaginación más exaltada, dar con la poma de donde lo saca. Que escribe garabatos sobre el papel, y no son otra cosa, según el parecer general, sino signos diabólicos. Así nos lo describe Jaime, el pajecillo emparentado con Elvira.

Más tarde se nos dirá que es un afeminado cortesano, un intrigante ambicioso, un rimador, un nigromante en fin. Nacido más para las letras que para las armas, temeroso de sus propias determinaciones, maquina planes que no se atreve a ejecutar o que si los lleva a efecto es a cambio de mil congojas e inquietudes. Su carácter oscilante, indeciso, le arrastra de acá para allá, y ya enciende una vela a Dios, ya al diablo. Manera de ser que le hace incurrir en numerosas contradicciones.

Pasemos de lo espiritual a lo físico.

Corta la estatura. Los ojos hundidos y pequeños, pero con tal expresión de superioridad y predominio, que avasallaban a cuantos eran objeto de sus miradas. La voz hueca y sonora; circunstancia ésta que contribuía a aumentar en las gentes indoctas «la impresión mágica que en los ánimos débiles ejercía». Afilada la nariz y la boca menuda, con lo que su faz tomaba un aire de sagacidad, de viveza, incluso de falsía y temerosidad. Cuando sale de palacio lleva una loriga ricamente recamada de oro sobre terciopelo verde; fuerte cota de menuda malla, en evitación de cualquier peligro fortuito, inesperado; espada al cinto y si el tiempo lo aconseja, envolverase en un tabardo de velarte.

¿Conoció Larra la semblanza que Fernán Pérez de Guzmán hizo de Don Enrique de Villena? Es de suponer que no, dada la desemejanza que existe entre el retrato que Larra nos dejó del esclarecido prócer y los rasgos, así en lo físico como en lo moral, que le atribuyera el autor de Generaciones y semblanzas. Pintole éste «pequeño de cuerpo e grueso, el rostro blanco y colorado». Descontad lo de la pequeñez, en cuya circunstancia ambos retratistas coinciden, y todo lo demás o ya difiere de un modo directo, o por deducción, pues de las particularidades fisonómicas que señala Pérez de Guzmán no cabe inferir las otras que Larra le atribuye.

En lo moral hay más distancia aún. Ya hemos observado cómo el autor del Doncel le presenta como nada partidario del sexo débil. Recordemos la frase reproducida en la página 290. En cambio Pérez de Guzmán dice de él «que era muy inclinado al amor de las mujeres». El divorcio es más manifiesto en cuanto toca a la falsa fama de nigromante, brujo, endemoniado, etc., de que indoctos y rutinarios le rodearon. El sentir más amor por los libros que por las armas, esto es, repugnar la caballería y gustar, por el contrario, de las ciencias y de las artes; el dejarse arrastrar del espíritu curioso a las fronteras del saber, como la astrología, que tales arcanos brindaba, no es ni mucho menos, pactar con el diablo. Fernán Pérez de Guzmán nos explicará bien todo esto, sin caer en lo fabuloso o legendario. «[...] algunos burlando decían que sabía mucho en el cielo e poco en la tierra; e ansí en este amor de las escripturas, no se deteniendo en las scfencias notables e católicas, dexose correr a algunas viles o raeces artes de adivinar e interpretar sueños y esternudos y señales, e otras cosas tales, que ni a príncipe real e menos a católico cristiano convenían; e por esto fue habido en pequeña reputación de los Reyes de su tiempo, y en poca reverencia de los caballeros»506.

De todos los personajes que desfilan por las páginas del Doncel, el mejor pintado, en nuestra humilde opinión, es Pérez de Vadillo. Su falta de personalidad histórica le hace más fusible respecto del molde literario. Probo, leal con su señor el507 marqués de Villena; enamorado profundamente de su esposa Elvira; pundonoroso, valiente, decidido, rinde en todo momento tributo al honor caballeresco. No desea otra cosa que ser armado caballero, que la orden de caballería era en aquel tiempo, según recuerda Larra, «la más alta dignidad a que pudiera aspirar un hombre de armas tomar».

Vadillo ni hace versos, como hemos notado ya, ni tiene talento. Pero la honradez, como él mismo proclama, será siempre su norte. Los rasgos de su carácter son firmes y seguros. En sus determinaciones no hay la menor vacilación. Cuando ve su honor en peligro arremeterá con el ofensor sin sopesar el pro y el contra de su actitud. Conoce a su rival; no sólo estima su arrojo y su maestría en el manejo de las armas, sino que le otorga, de un modo más o menos explícito, la superioridad como paladín. Pero no empezará esto para que le rete a singular combate, allí donde se ventila el honor de su señor e incluso el propio, o para que, sin otros testigos que la propia estimación de cada uno, el coraje de dos fuerzas contrarias que aspiran a anularse mutuamente, le dispute el terreno, en las cercanías de Madrid y en la oscuridad de la noche, a cintarazos o tajos.

Es hombre de convicciones profundas; rectilíneo en su conducta. Si alguna vez cede, como en el apresamiento y rapto de doña María de Albornoz, la esposa de Villena, a requerimientos nada lícitos ni honrosos, lo hace por inquebrantable fidelidad a su señor.

Veamos ahora con qué trazos le pinta el autor.

Representaba frisar en los treinta años. No tenía el aire vulgar. El rostro afable, si bien teñido de gravedad. Las maneras francas y muy especialmente el traje que llevaba, denotaban la clase social a que pertenecía. Si no pertenecía al primer rango de la sociedad de aquel tiempo, sí podía considerársele como miembro de buena familia, por lo menos. Pero lo que estaba bien patente en su persona y se echaba de ver a la primera ojeada, era esa libertad -desenfado, incontinencia, podría decirse también- que sólo dan la satisfacción, la holgura, así como la costumbre de andar entre personajes. No era él un personaje, sin embargo, opinamos nosotros, recibía en sí mismo cierto reflejo o influencia de los que encontrábanse en su derredor.

Al lado de estas figuras principales de la novela de Larra, hay otras como el montero Hernando, criado del Doncel y el juglar Ferrús, que sí en el orden jerárquico ocupan lugar subalterno, no desmerecen en el literario. Quizá abuse un poco el forzudo Hernando de lo que pudiéramos llamar tropos cinegéticos, pues rara vez interviene en la fábula que no se valga de alguna comparación o imagen propias de la caza. Trata el autor de caracterizarle de este modo y rebasa probablemente los límites de ese buen gusto y ponderación en el uso de recursos artísticos, que no suele faltar nunca en las plumas maestras.

El crespo y rojo Ferrús, criado de Villena, que compone trovas y piensa donaires, con los que esmalta la conversación, es un cobarde por convicción, cabría decir, como aquel poeta griego que se enorgullecía de haber tirado su escudo a fin de huir más veloz del enemigo.

No quisiéramos omitir en este recuento de personajes al famoso Brabonel. Terrible, poderoso y leal alano, que acompaña al montero Hernando a todas partes, y cuyas intervenciones en la narración suelen ser decisivas. Por cierto que el dibujante508 que ilustró con tanta inspiración como maestría las Obras completas de Larra (Barcelona, 1886), pinta un Brabonel, que más tiene de gozquecillo que de verdadero alano.

Larra, a imitación de Walter Scott, puso a la cabeza de cada capítulo unos versos tomados de Cancioneros, Florestas, etc. También, según ya notó Piñeyro, hay en el Doncel juicio de Dios, como en Ivanhoe y pasadizos que se rompen, como en Kenibvorth.

El ventorrillo de Arjonilla, con su fementido mueblaje, su hogar, su candil, su arcón y sus arrieros y trajineros, de barbados rostros, disponiendo su cena en ollas y sartenes, es una pintura que recuerda mucho la pluma del costumbrista y del satírico. El diálogo es vivo y suelto y hasta la muletilla del hostalero nos agrada.

No sintieron los románticos, sino en contadas ocasiones, la voluptuosidad de las cosas verdaderas. Aficionados a moverse un poco ad libitum, respecto de la realidad circundante, veían, como si dijéramos, el contorno, pero no los límites precisos de cada cosa. La posada o venta de Arjonilla tiene sabor y color. Los detalles son vigorosamente plásticos, y la descripción está además salpicada de agudezas y donaires, que la hacen más simpática y cautivadora.