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ArribaAbajo- XII -


ArribaAbajoEl robo de las calaveras

Por los años de 1565 no tenía la plaza Mayor de Lima, no digo la lujosa fuente que hoy la embellece, pero ni siquiera el pilancón que mandara construir el virrey Toledo.

En cambio, lucían en ella objetos cuya contemplación erizaba de miedo los bigotes al hombre de más coraje.

Frente al callejón de Petateros alzábase un poste, al extremo del cual se veían tres jaulas de gruesos alambres.

El poste se conocía con los nombres de rollo o picota. Junto al rollo se ostentaba sombría la ene de palo.

Cada una de las jaulas encerraba una cabeza humana.

Eran tres cabezas cortadas por mano del verdugo y colocadas en la picota para infamar la memoria de los que un día las llevaran sobre los hombros.

Tres rebeldes a su rey y señor natural D. Felipe II, tres perturbadores de la paz de estos pueblos del Perú (tan pacíficos de suyo que no pueden vivir sin bochinche) purgaban su delito hasta más allá de la muerte.

El verdadero crimen de esos hombres fue el haber sido vencidos. Ley de la historia es enaltecer al que triunfa y abatir al perdidoso. A haber apretado mejor los puños en la batalla, los cráneos de esos infelices no habrían venido a aposentarse en lugar alto, sirviendo de coco a niños y de espantajo a barbados.

Esas cabezas eran las de

GONZALO PIZARRO, el Muy Magnífico.

FRANCISCO DE CARBAJAL, el Demonio de los Andes.

FRANCISCO HERNÁNDEZ GIRÓN, el Generoso.

La justicia del rey se mostraba tremenda e implacable. Esas cabezas en la picota mantenían a raya a los turbulentos conquistadores y eran a la vez una amenaza contra el pueblo conquistado.

Gonzalo Pizarro y seis años después Francisco Hernández Girón acaudillaron la rebeldía, cediendo a las instancias de la muchedumbre. Su causa, bien examinada, fue como la de los comuneros en Castilla. Si éstos lucharon por fueros y libertades, aquéllos combatieron por la conservación de logros y privilegios.

Los primeros comprometidos en la revuelta, los que más habían azuzado   —294→   a los caudillos, fueron también los primeros y más diligentes en la traición.

Esto es viejo en la vida de la humanidad y se repite como la tonadilla en los sainetes.

Volviendo a la plaza Mayor y a sus patibularios ornamentos, digo que era cosa de necesitarse la cruz y los ciriales para dar un paseo por ella, cerrada la noche, en esos tiempos en que no había otro alumbrado público que el de las estrellas.

No era, pues, extraño que de aquellas cabezas contase el pueblo maravillas.

Una vieja trotaconventos y tenida en reputación de facedora de milagros, curó a un paralítico haciéndolo beber una pócima aderezada con pelos de la barba de Gonzalo.

Otra que tal, ahíta de años y con ribetes de bruja y rufiana, vio una legión de diablos bailando alrededor de la picota y empeñados en llevarse al infierno la cabeza de Carbajal; y añadía la muy marrullera que si los malditos no lograron su empresa fue por estorbárselo las cruces de los alambres.

En fin, no poca gente sencilla afirmaba con juramento que de los vacíos ojos de las calaveras salían llamas que iluminaban la plaza.

Estas y otras hablillas llegaron a oídos de doña Mencía de Sosa y Alcaraz, la bella viuda de Francisco Girón.

Como uniformemente lo relatan los historiadores, Girón y doña Mencía se amaron como dos tórtolas, y para ellos la luna de miel no tuvo menguante. Doña Mencía acompañó a su marido en gran parte de esa fatigosa campaña, que duró trece meses y que por un tris no dio al traste con la Real Audiencia, y acaso el único, pero definitivo contraste que experimentó el bravo caudillo, fue motivado por su pasión amorosa; porque entregado a ella, descuidó sus deberes militares.

El 9 de diciembre de 1554 se promulgaba en Lima, a voz de pregonero, el siguiente cartel:

Esta es la justicia que manda hacer su majestad y el Magnífico caballero D. Pedro Portocarrero, maestre de campo, en este hombre por traidor a la corona real y alborotador de estos reinos; mandándole cortar la cabeza y fijarla en el rollo de la ciudad, y que sus casas del Cuzco sean derribadas y sembradas de sal y puesto en ellas un mármol con rótulo que declare su delito.

Muerto el esposo en el cadalso, la noble dama se declaró también muerta para el mundo, y mientras lo llegaba de Roma permiso para fundar el monasterio de la Encarnación, se propuso robar de la picota la cabeza   —295→   de su marido. Ella no podía encerrarse en un claustro mientras reliquias del que fue el amado de su alma permaneciesen expuestas al escarnio público.

Desgraciadamente, sus tentativas tuvieron mal éxito por cobardía de aquellos a quienes confiaba tan delicada empresa. Doña Mencía derrochaba inútilmente el oro, y era víctima constante de ruines explotadores.

También es verdad que el asunto tenía bemoles y sostenidos. La Audiencia había hecho clavar en la picota un cartel, amenazando con pena de horca al prójimo que tuviese la insolencia de realizar una obra de caridad cristiana.

Diez años llevaba ya la cabeza de Girón en la jaula y más de quince la de Carbajal y Gonzalo, cuando un caballero recién llegado de España fue a visitar a doña Mencía. Llamábase el hidalgo D. Ramón Gómez de Chávez, y tan cordial y expansiva fue la plática que con él tuvo la digna viuda, que conmovido el joven español la dijo:

-Señora, mal hizo vuesa merced en fiarse de manos mercenarias. O dejo de ser quien soy, o antes de veinticuatro horas estará la cabeza de D. Francisco en sitio sagrado y libre de profanaciones.

Media noche era por filo cuando Gómez de Chávez, embozado en su capa de paño de San Fernando, se dirigió a la picota, seguido de un robusto mocetón cuya lealtad había bien probado en el tiempo que lo tenía a su servicio. El hidalgo encaramose sobre los hombros del criado, y extendiendo el brazo alcanzó con gran trabajo a quitar una de las jaulas.

Muy contento fuese con la prenda a su posada de la calla del Arzobispo, encendió lumbre y hallose con que el letrero de la jaula decía:

ESTA ES LA CABEZA DEL TIRANO
FRANCISCO DE CARBAJAL



Gómez de Chávez, lejos de descorazonarse, se volvió sonriendo a su criado y le dijo:

-Hemos hecho un pan como unas hostias; pero todo se remedia con que volvamos a la faena. Y pues Dios ha permitido que por la obscuridad me engañe en la elección, la manera de acertar es que dejemos el rollo limpio de calaveras; y andar andillo, que la cosa no es para dejada para mañana, y si me han de ahorcar por una, que me ahorquen por las tres.

Y amo y criado enderezaron hacia la Plaza. Y con igual fortuna, pues la noche era obscurísima y propicia la hora, descolgaron las otras dos jaulas.

Al día siguiente Lima fue toda corrillos y comentarios.

Y el gobierno echó bando sobre bando para castigar al ladrón.

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Y hubo pesquisas domiciliarias, y hasta metieron en chirona a muchos pobres diablos de los que habían tomado parte en las antiguas rebeldías.

El hecho es que el gobierno se quedó por entonces a obscuras, y tuvo que repetir lo que decían las viejas: «que el demonio había cargado con lo suyo y llevádose al infierno las calaveras».

Gómez de Chávez, asociado a un santo sacerdote de la orden seráfica, enterró las tres cabezas en la iglesia de San Francisco.

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ArribaAbajoMírense en este espejo

Lima, como todos los pueblos de la tierra, ha tenido y tiene sus lugares consagrados al mentidero; y gente ociosa y de buen humor, que junto con el persignarse por la mañana, urde notición, bola o embuste que ha de lanzar después del almuerzo.

En 1675, bajo el gobierno del excelentísimo señor virrey D. Baltasar de la Cueva, conde de Castellar, era una escribanía, establecida bajo la arcada del Cabildo, obligado mentidero y punto de donde nacía todo chisme escandaloso para hacer luego su camino por el vecindario con más velocidad que los modernos partes telegráficos; pues éstos, con frecuencia, traen paso de tortuga y llegan a su destino (cuando llegan) fuera de oportunidad. Así Dios no nos libre de digresión de poeta, de etcétera de escribano, de récipe de boticario y de cuenta de modistas, si estos forjadores de mentiras no son tan perjudiciales a la República como la viruela o el tifus.

Con las mentiras políticas, sobre todo, se repite la eterna historia de la bola de nieve, que empieza por un copo, y rodando, rodando, termina por un cerro. Dice usted, verbi gratia, que ha leído carta en la que se afirma que al Preste Juan le picó una hormiga en la punta de la nariz, y después de cinco minutos la noticia ha echado tanto bulto que ya no es hormiga sino serpiente de cascabel la de la picadura. El dragón de San Jorge, que al principio tuvo una vara de cola, y cola fue que, andando los días, alcanzó a medir una legua. Pasa con una bola lo que con la hija de mala madre, que a poco no la conoce ni el padre que la engendró.

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Un día, por el mes de diciembre del antedicho año de 1675, cundió en Lima espantosa alarma. No había otra conversación en casas y calles, sino la novedad de que habían aparecido piratas en la costa. Empezose por hablar de una flotilla de cinco naves; pero al caer de la tarde ya eran treinta los buques corsarios, con diez mil hombres de desembarque y doscientas bocas de fuego. Dábanse pormenores minuciosos, y referíanse a cartas que, prolijamente averiguando, nadie había recibido. Quién contaba que los enemigos se habían presentado frente a Paita, y quién juraba saber de buena tinta que merodeaban por Arica. En fin, la bola era un Ilimani u otro nevado gigantesco.

Ítem. Todo títere se había convertido en gran capitán y forjaba su plan de combate, infalible para hacer pedir pita al enemigo; que, antaño como hogaño, los hombres de mi tierra pecamos por el lado de las pretensiones. Difícilmente, salvo que sea zapatero, encontraréis un peruano que se atreva a dar opinión sobre si el zurcido de una bota está bien o mal hecho; pero tratándose de gobernar el país, de dirigir y ganar batallas o de arreglar la hacienda pública, no hay hombre molondro, que con sólo haber uno nacido en el Perú, ya es omnisciente y puede pronunciar fallos más inapelables que los de la Corte Suprema. Regla sin excepción. Mientras más ignorante sea un prójimo en ciencias políticas y administrativas, tanto más competente es para hablar sobre ellas y hasta para ser ministro; así como, para echarse a periodista, lo esencial es no saber gramática ni proponerse aprenderla.

Entretanto, el gobierno estaba en Babia; y así se cuidaba de los piratas como de las babuchas de Mahoma. El virrey se reía de la alarma de los candorosos limeños y les pedía que se tranquilizasen, pues él abundaba en motivos para asegurar que no había tales piratas ni pintados en la costa.

Viendo la pachorra de su excelencia y que no dietaba medida alguna para la defensa del territorio, tomó la murmuración proporciones alarmantes; y no se convirtió en motín o meeting, que allá se va todo, porque en ese siglo de obscurantismo no se había aún inventado la palabrita con que hoy sacamos de sus casillas, haciéndolos disparar y tirar piedras hasta a los gobernantes más flemáticos.

Pasaba el tiempo, y cada día una nueva y colosal bola venía a llenar de susto a la gente pacata y a jabonar la paciencia del mandatario, que no era hombre de los que creen en duendes ni en correo de brujas. Al cabo, la excitación popular le puso, como se dice, puñal al pecho, y tuvo su excelencia que contestar a una diputación de cabildantes:

-Pues la ciudad lo exige, vamos como D. Quijote a batallar con los molinos de viento y a gastar el oro y el moro en preparativos de defensa;   —299→   pero como yo descubra a los inventores de tamaño embuste, por el alma de mi abuelo, que tengo de escarmentarlos.

Y el Excmo. Sr. D. Baltasar de la Cueva desató los cordones del real tesoro y artilló naves e hizo maravillas.

Comprobando la agitación pública, dice el cronista a quien seguimos: «En la pampa llamada Calera del Agustino se reunieron el 15 de diciembre hasta seis mil hombres con armas, muy entusiastas y decididos a batirse con los piratas».

A la vez el conde de Castellar, sin descuidar los aprestos bélicos, seguía la pista a los forjadores de noticias que traían alarmado el país, y sus espías lo informaban de cuanto se mentía en la oficina del escribano. El virrey ataba cabos y se preparaba a desenredar la madeja.

En febrero de 1676 y después de dos meses que duraba la general zozobra, llegó al Callao el cajón de España y con él recibió su excelencia seguridad de que ni ingleses ni holandeses pensaban por entonces en correr aventuras marítimas por el Nuevo Mundo, y que, por ende, los vecinos de Lima podían dormir a pierna suelta sin temor de que los despertasen cañonazos. Gacetas y cartas de Madrid, llegadas a particulares, confirmaban también las tranquilizadoras noticias de carácter oficial.

Para entonces ya el virrey tenía en chirona a dos mozos sin oficio ni beneficio, que aguzando el ingenio se divertían en inventar bolas, y a dos indios pescadores que acaso por hacerse interesantes aseguraron una mañana en la escribanía haber visto a la altura de Chilca la escuadra de los piratas.

D. Baltasar de la Cueva no se anduvo con chiquitas y les mandó aplicar en la plaza de Lima, atados al rollo y por mano del verdugo, veinticinco ramalazos.

Rigor fue extremado; pero... pero... dejemos la pluma en el tintero.



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ArribaAbajoLa excomunión de los alcaldes de Lima

I

En mitad de la calle del Milagro había por los años de 1717 una casa de humilde apariencia, vecina a la de Pilatos.

Ocupaba la casita del Milagro una vieja con más pliegues y arrugas que camisolín de novia, y su sobrina Jovita, la chica más linda para quien amasaban pan los panaderos de esa época.

Doña O, que tal era el nombre de la tía, era beata de la orden tercera y de aquellas que al andar por la calle se inclinan con frecuencia al suelo para separar las pajitas diciendo, como la ña Catita de una preciosa comedia de Manuel Segura:


«... aquí hay una cruz:
no la vayan a pisar».

Doña O no admitía en su casa más visita masculina que la de algunos frailes cogotudos y la de D. Alonso Esquivel, con quien la vieja andaba en arreglos para casarlo con la sobrina. Pero Jovita se había encaprichado en no querer para marido a hombre que amén de peinar canas y sufrir de reuma gotoso, exhalaba olor a cera de sacristía. Decía la mocita que los viejos son como los cuernos: duros, huecos y retorcidos. Melindres aparte, yo diré a ustedes en confianza, que si la niña hacía fieros al cascado galán, era por tener sus dares y tomares con un buen mozo llamado D. Juan Manuel Ballesteros, por quien doña O experimentaba más tirria que el diablo por el agua bendita. Jovita era tan firme en su querer, que no parece sino que para ella se escribieron estas coplas:


    «El Padre Santo de Roma
me dijo que no te amara,
y le dije: -Padre mío,
aunque me recondenara.
    Y el padre Santo me dijo
que te deje, que te deje,
y contesté: -Padre mío,
con la muerte, con la muerte».

El D. Alonso Esquivel había sido secretario de cartas y favorito del virrey-arzobispo D. fray Diego Morcillo Rubio de Auñón, en los cincuenta   —301→   días que duró su gobierno hasta la llegada del príncipe de Santo-Buono, nombrado virrey en propiedad. Después del interinato político, pasó Esquivel a desempeñar el empleo de mayordomo de su ilustrísima, quien a la sazón se preparaba para regresar a su diócesis de La Plata. Además el de Esquivel blasonaba de nobleza y lucía escudo cortado: el primer cuartel en oro con una águila en sable, y el segundo en azur con cuatro barras de oro, que son las armas del apellido Esquivel. Como se ve, no era D. Alonso ningún majagranzas pobretón, sine todo un personaje.

Entre la tía, que patrocinaba los amores de éste, y la sobrina, reacia en desahuciarlo, sosteníase diariamente cruda batalla. Baste, para formar idea del carácter de esa lucha, el oír parte de la conversación que en la tarde del 16 de junio de 1717 tenían en la puerta de calle la beata y su protegido:

-Fibra, mi señora doña O, mucha fibra, si no quiere usted que esa descocada y ese mozo libertino hagan chichirimico de nosotros. Córtele usted las trenzas, y al convento con ella, que ya la madre abadesa sor Estefanía de los Clavos está prevenida y se pinta sola para domeñar doncellitas levantiscas.

-Así se hará como vuesa merced me lo aconseja, mi Sr. D. Alonso. Mañana mismo dormirá Jovita en las bernardas de la Santísima Trinidad.

-Amén, y hasta la noche que daré la vuelta, trayéndole la licencia del Vicario para que la moza sea recibida en el santo claustro. Beso a usted la mano, mi señora doña O.

-Acompañe Dios al caballero.

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D. Antonio Zuloaga, noveno arzobispo de Lima

II

Tocaban las ocho en San Francisco cuando tía y sobrina salían de la salve de la Soledad.

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En la plazuela, obscurísima como es de imaginarse en aquellos tiempos en que no se conocía en Lima sistema alguno de alumbrado público, encontrábase un embozado, quien con el disimulo propio de experto conquistador, se acercó a Jovita, la dio una carta y recibió otra. Por supuesto que doña O no echó de ver aquella actividad de estafetas, que gente moza y enamoradiza se la pega hasta al demonio en figura de beata y semisuegra. El galán siguió su camino y entró en la botica de la esquina, donde había constante tertulia de ociosos jugando a las damas o murmurando de la vida ajena. Allí a la luz del farolillo leyó este billetico: «Juan, sálvame por Dios. Mañana me encierra la tía en la Trinidad. Esta noche traerá D. Alonso la licencia».

Ballesteros quedose gran rato pensativo, y luego, como quien ha adoptado una resolución, despidiose de los tertulios, que tenían sus cinco sentidos puestos en el tablero, engolfados en un lance de dama chancho, y enderezó a la calle del Milagro.

En ese instante D. Alonso Esquivel llegaba a la puerta de la casa de Jovita, cuando se le interpuso un embozado.

-Una palabra, señor mayordomo.

-Hable, señor mío.

-Vuesa merced trae encima un papel que ¡por Dios vivo! ha de entregarme.

-Hablara vuesa merced con buenos modos, y acaso nos enredáramos de razones; pero mire cómo ha de ser, que yo a impertinencias tales no acostumbro dar respuesta.

Y D. Alonso volvió la espalda y se dispuso a pasar el quicio de la puerta; mas Ballesteros lo cogió del brazo y le hundió en el pecho la hoja de su daga.

Esquivel se desplomó gritando:

- ¡Muerto soy!.... ¡Cristo me valga!

III

El asesino emprendió la fuga y tomó asilo en el convento de los padres descalzos, donde contaba con deudos y amigos que lo amparasen.

Alcalde del primer voto era D. García de Híjar y Mendoza, conde de Villanueva del Soto, noble tan de primera agua, que en su escudo de gules ostentaba nada menos que las armas de Aragón y Navarra, favorecedor de Esquivel e íntimo amigo del trinitario Rubio de Auñón. Su señoría alborotó a los cabildantes, y los dos alcaldes ordinarios se dirigieron a los frailes descalzos reclamando la persona del reo, pero los religiosos contestaron con un arsenal de latines. Los alcaldes, a quienes poco se les   —303→   alcanzaba de la lengua de Horacio y Cicerón, hicieron caso omiso de textos y versículos, y seguidos de escribanos y alguaciles encamináronse a los descalzos, pusieron esbirros en el cerrito de las Ramas y penetraron en la iglesia, donde Ballesteros se había refugiado al pie de un altar y abrazádose a un crucifijo. Los alcaldes nada respetaron, y el pobre D. Juan Manuel, atado codo con codo, fue conducido a la cárcel de la Pescadería.

El arzobispo de Lima D. Antonio de Zuloaga, y el cabildo eclesiástico, que por entonces tenían sus quisquillas con el Cabildo de la ciudad y que además no partían de un confite con el Sr. Rubio de Auñón (quien corriendo los años llegó también a ser arzobispo de Lima y les puso las peras a cuarto a los canónigos), tomaron la cosa muy a pechos, e inmediatamente mandaron tocar entredicho en todas las iglesias de Lima y notificar a los alcaldes, dándoles una hora de plazo para devolver el reo al santo asilo. Aquello era un proceder muy ejecutivo. Nada de pañitos calientes.

Aunque los alcaldes alegaron después, en su defensa, que no habían recibido en hora oportuna la notificación, la verdad es que se hicieron sordos a ella, y sin pararse en barras, sometieron al infeliz Ballesteros a cuestión de tormento, que no debió ser muy blando, porque el reo se les quedó entre las manos, tan muerto como Mahoma.

Pero a las ocho de la noche de este día, que fue el 21 de junio, sus señorías los alcaldes ordinarios sintieron frío de terciana, y estaban sin tener quien les valiese ni santo a quien encomendarse. «Con horror y estrépito nunca visto -dice un cronista- efectuose esa noche la tremenda ceremonia de anatema, que se ejecutó procesionalmente con cruz alta y cirios verdes».

Allí fue el crujir de dientes. Ni el virrey, ni los oidores, ni los cabildantes atinaban a salvar la situación.

Cuéntase del arzobispo-virrey, y aun creemos haberlo leído en la Vida de la madre Antonia, fundadora de nazarenas, que cuando le presentaron la real licencia para la erección del monasterio dijo: «¡No en mis días!, que las nazarenas son malas para beatas y peores para monjas». Y en efecto, la fundación vino a autorizarse en tiempos del virrey marqués de Castelfuerte, no sin oposición del arzobispo de Lima, que lo era a la sazón el que como mandatario político había dicho: «¡No en mis días!»

Hemos apuntado este hecho para probar que el Sr. Rubio de Auñón no contaba con muchas simpatías entre la gente devota, y por lo tanto la muerte de su mayordomo era menos lamentada por el pueblo que el infortunio de su matador. Los excomulgados alcaldes se vieron comidos de piojos, y gracias que libraron de que la beatería los hiciese trizas. Lima estaba casi amotinada contra ellos; y el virrey príncipe de Santo-Buono, que no las tenía todas consigo, empezaba a desesperar.

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Por fin, el día 23 se reunió bajo la presidencia del arzobispo Zuloaga un consejillo de teólogos, el que, más por ruegos del virrey y porque no tomase mayores creces la turbulencia popular, convino tras larga y acalorada discusión en que el cura del Sagrario absolviese a los alcaldes.

Después de humillación tamaña, todavía les cayó otra más gorda a los alcaldes. El rey les envió un pax-christi de esos de chuparse los dedos de gusto; y como quien dice: «ahítate, glotón, con esas guindas», los privaba perpetuamente de ejercer cargos de justicia y los multaba en mil duros, amén de otras pequeñas gurruminas envueltas en frasecitas de acíbar y rejalgar.

IV

-Y ¿qué me dice usted de Jovita y de doña O?

-¡Hombre! ¡Vaya una curiosidad impertinente! Supongo que la chica se consolaría y que a la vieja se la llevaría pateta.




ArribaAbajoEl chocolate de los jesuitas

I

No hace todavía una semana apocalíptica que tratándose de un ministro de Estado, oí en la tribuna del Congreso a un honorable diputado de mi tierra la siguiente frase: «Hágole a su señoría la justicia de reconocer que es hombre de peso como el chocolate de los teatinos».

Y el presidente de la Cámara, personaje más tieso que los palos de la horca, no agitó la campanilla, ni el ministro se dio por agraviado, y eso que era sujeto que no aguantaba pulgas.

El diputado que tal dijo era un venerable anciano, orador tan famoso por lo agudo de sus ocurrencias como por lo crónico de su sordera, achaque que lo obligaba a nunca separarse de su trompetilla acústica.

Muchacho era yo cuando oí la frase, y durante años y años no se me despintó de la memoria, cascabeleándome en ella a más y mejor. A haber podido yo entonces, sin pecar de irrespetuoso, pedir explicación al egregio autor de la Historia de los partidos, habríame ahorrado el andar hasta hace poco husmeando el alcance de sus palabras.

Ocurriome por el momento pensar que el chocolate de los teatinos (nombre que primitivamente se dio a los clérigos regulares de la orden de San Cayetano, y con el que más tarde se engalanó también a los jesuitas)   —305→   debió ser indigesto; pero viejos que lo saborearon, acompañado con bizcochuelos de Huancayo, me sostuvieron que sus paternidades lo gastaban del Cuzco, con canela y vainilla, cacao legítimo, sano y nutritivo. Ergo, dije para mí, si era pesado no sería porque los estómagos levantaran contra él acta plebiscitaria o de protesta. Hay, pues, que buscar la pesadez por otro camino, amén de que muy pulcro orador era don Santiago Távara (¡ya se me escapó el nombre!) para haberse tomado la franqueza de llamar indigesto a quien ceñía faja ministerial.

Tampoco debí suponer que un caballero de tan exquisita cortesanía como el ilustre diputado, hubiera querido decir que su señoría en hombre torpe, machaca o fastidioso, lo que habría sido antiparlamentario y grosero, y dado motivo justo para que el agraviado le rompiese por lo menos la trompetilla.

Gracias al asendereado oficio de tradicionista, he logrado a la postre aprender que cuando a un hombre le dicen en sus bigotes: «Es usted más pesado que el chocolate de los jesuitas», tiene éste la obligación de sonreír y darlas gracias; porque, en puridad de verdad, lejos de insultarlo le han dirigido un piropo, algo alambicado es cierto, pero que no por eso deja de ser una zalamería.

Según mi leal saber y entender, saco en limpio que el Sr. Távara quiso decir que el ministro era hombre de mucha trastienda, de hábiles recursos, de originales expedientes, de inteligencia nada común.

Y para que ustedes se convenzan, ahí va la tradición que difiere en poco de lo que cuenta el duque de Saint-Simón en sus curiosas Memorias.

II

Parece que allá por los años de 1765, el superior de los jesuitas de Lima andaba un tanto escamado con las noticias que, galeón tras galeón, le llegaban de España sobre la influencia que en el ánimo de Carlos III iba ganando el ministro conde de Aranda. Sospechaba también, y no sin fundamento, que entre el virrey del Perú D. Manuel de Amat y Juniet y el antedicho secretario manteníase larga y constante correspondencia en que la Compañía de Jesús tenía obligado capítulo.

Sea de ello lo que fuere, lo positivo es que de repente dieron los jesuitas en echarla de obsequiosos, y consiguieron del virrey permiso para enviar de regalo a España, y sin pago de derechos aduaneros, cajoncitos conteniendo bollos de riquísimo chocolate del Cuzco, muy apreciado, y con justicia, por los delicados paladares de la aristocracia madrileña. No zarpaba del Callao navío con rumbo a Cádiz que no fuese conductor de chocolate para su majestad, para los príncipes de la sangre y para el último   —306→   títere de la real familia, para los ministros, para los consejeros de Indias, para los obispos y generales de órdenes religiosas, y pongo punto por no hacer una lista tan interminable como la de puntapiés que gobiernos y congresos aplican a esa vieja chocha llamada Constitución. ¡Así anda la pobrecita que no echa luz!

Estómagos agradecidos defendían, pues, con calor, en los consejos de su majestad, la causa y los intereses de los hijos de Loyola. Una jícara de buen chocolate era lo más eficaz que se conocía por entonces para conquistarse amigos y simpatías. Y tanto y tanto menudeaban las remesas del cuzqueño, que hasta el rey empezó a mirar con aire receloso al conde de Aranda, único cortesano a quien no deleitaba el aroma de la golosina, y que tenía el mal gusto de desayunarse con un cangilón del vulgar soconusco, haciendo ascos al divino manjar que enviaban los jesuitas.

Aún estaba fresco el recuerdo de la famosa controversia, en que se enfrascaron los teólogos de la cristiandad, sobre si el chocolate quebranta o no el ayuno, controversia en que hasta dos grandes señoras, la princesa de los Ursinos y Madama de Maintenon, tomaron parte. No poco se escribió en pro y en contra, y la polémica duraría hasta hoy si no hubiera habido jesuitas en el mundo que declarasen que un bollo de chocolate en agua no quebranta el ayuno. Liquidum non frangit jejunium. Algo más: el papa concedió el capelo cardenalicio al padre Brancaccio, que en un libro titulado De usu et potu chocolæ diatriva, sostuvo la tesis de los hijos de Loyola.

En estas y las otras se les durmió una vez el diablo a los teatinos; y un aduanero dio, en secreto, aviso al virrey Amat de que uno de los cajoncitos pesaba como si, en lugar de bollos, contuviera piedras. El virrey quiso convencerse de si aquello era prodigio o patraña, y cuando menos se le esperaba, apareciose en el Callao y mandó abrir el sospechoso y sospechado cajoncito. En efecto. Lo que es bollos de chocolate... a la vista estaban: cuzqueño legítimo y exhalando perfume a canela y vainilla. Pero cada bollito pesaba como chisme de beata o interpelación al ministerio.

Ítem (y esto no lo digo yo, sino el duque de Saint-Simón) el cajón iba rotulado al muy reverendo padre general de la Compañía de Jesús.

-¡Cascaritas!-murmuró el virrey.

No estaba D. Manuel de Amat y Juniet, Pianella, Aymerich y Santa Pan hecho de pasta para no recelar que bollos tales fuesen de imposible digestión.

-Dividatur, -dijo su excelencia.... y ¡saltó la liebre!

Dentro de cada bollito iba... iba... Una onza de oro.



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ArribaAbajoLas brujas de Ica

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I

Tierra de buenas uvas y de eximias, brujas llamaban los antiguos limeños a la que, en este siglo, fue teatro de los milagros del venerable fray Ramón Rojas, generalmente conocido por el padre Guatemala, y sobre cuya canonización por Roma se trata con empeño.

Yo no creo en más hechizos que en los que naturalmente tiene una cara de buena moza. Toda mujer bonita lleva en sus ojos un par de diablitos familiares, que a nosotros los varones nos hacen caer en más de una tentación y en renuncios de grueso calibre.

Pero el pueblo iqueño es dado a crecer en lo sobrenatural, y ni con tiranas carretas se le hace entender que es mentira aquello de que las brujas viajan por los aires, montadas en cañas de escoba, y que hacen maleficios, y que leen, sin deletrear, en el libro del porvenir, como yo en un mamotreto del otro siglo.

Verdad es que la Inquisición de Lima contribuyó mucho a vigorizar la fama de brujas que disfrutaron las iqueñas. Ahí están mis Anales, donde figuran entre las penitenciadas muchas prójimas oriundas de la villa de Valverde, y de cuyas marrullerías no quiero ocuparme en este artículo, porque no digan que me repito como bendición de obispo.

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II

El primer brujo que floreció en Ica (allá por los años de 1611) merecía más bien el título de astrólogo. Era blanco, de mediana estatura, pelo castaño, nariz perfilada, hablaba muy despacio y en tono sentencioso, y ejercía la profesión de curandero.

Era el Falb de su siglo; gran pronosticador de temblores y muy diestro en agorerías.

Parece que aun intentó escribir un libro, a juzgar por las siguientes líneas extractadas de una carta que dirigió a un amigo:

«Modo de conocer cuándo un año será abundante en agua. -Se observa el aspecto que presenta el cielo el 1.ºde enero en la tarde, y si éste es color caña patito será un buen año de agua».

Explica, además, la abundancia del agua, cuando no concurre aquella condición, como prerrogativa de los años bisiestos.

Califica también los años de solarios o lunarios, según la mayor o menor influencia del sol y la luna.

«¿Cómo se sabrá cuándo pueda declararse una epidemia?- Para esto -dice- no hay más que fijarse si en el mes de febrero se forman o no remolinos en el aire. En el primer caso es segura la peste, siendo de notarse que la viruela, por ejemplo, donde primero aparece es en las hojas de la parra».

No deja de ser curiosa la teoría del astrólogo iqueño sobre las lluvias. «Las nubes -decía- no son otra cosa que masas semejantes a una esponja que tienen la cualidad de absorber el agua. Estas esponjas se ponen en contacto con el mar, y satisfecha ya su sed, se elevan a las regiones superiores de la atmósfera, en donde los vientos las exprimen y cae el agua sobre la tierra». En cuanto a la gran cantidad de sapitos (ranas) que aparecen en Ica después de un aguacero, decía que eran debidos a que los gérmenes contenidos en las nubes se desarrollan antes de llegar a la tierra. Daba el nombre de penachería doble a toda aglomeración de nubes, y entonces el aluvión tomaba el calificativo de avenida macho.

Ello es que, como sucede a todos los charlatanes cuando se meten a explicar fenómenos de la naturaleza, ni él se entendía ni nadie alcanzaba a entenderlo, condiciones más que suficientes para hacerse hombre prestigioso.

«Sólo teniendo pacto con el diablo puede un mortal saber tanto», decía el pueblo, y todos en sus dolencias acudían a comprarle hierbas medicinales».

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III

No porque las Cortes de Cádiz extinguieran en 1813 el tribunal de la Inquisición, desaparecieron de Ica las brujas. Pruebas al canto.

Hasta hace poco vivía mama Justa, negra repugnantísima, encubridora de robos y rufiana, muy diestra en preparar filtros amorosos, alfiletear muñecos y (¡Dios nos libre!) atar la agujeta. Mala hasta vieja la zangarilleja. Contra su sucesora ña Manonga Lévano no hubo más acusación formal de brujería que la de varias vecinas que juraron, por la Hostia consagrada, haberla visto volar convertida en lechuza.

La Lévano ejercía el oficio de comadrona. Llegaba a casa de la parturienta, ponía sobre la cabeza de ésta un ancho sombrero de paja, que ella decía haber pertenecido al arzobispo Perlempimpim, y antes de cinco minutos venía al mundo un retoño. No hubo tradición de que el sombrero mágico marrase.

Ña Dominguita la del Socorro vive aún, y todo Ica la llama bruja, sin que ella lo tome a enojo. Es una anciana, encorvada ya por los años, y que es el coco de los muchachos porque usa una especie de turbante en la cabeza. En el huertecito de su casa hay un arbolillo, que fue plantado por el padre Guatemala, el cual da unas florecitas color de oro, las que, según ña Dominguita, se desprenden el día de Cuasimodo; florecitas que poseen virtudes prodigiosas. Fue educada en el beaterio del Socorro, fundado en el siglo anterior por el dominico fray Manuel Cordero, cuyo retrato se conserva tras de la puerta de la capilla. Ña Dominguita odia todo lo que huele a progreso, y augura que el fierro-candil ha de traer mil desventuras a Ica. La víspera de la batalla de Saraja no sólo pronosticó el éxito, que para eso no necesitaba ser bruja, sino quo designó por sus nombres a los iqueños que habían de morir en ella. Sus palabras son siempre de doble sentido, y admira su ingenio para salir de atrenzos.

D. Jerónimo Illescas, vecino y natural de Ica, blanco, obeso y decidor, era lo que se entiende por un brujo aristocrático. Sabía echar las cartas como una francesa embaucadora. Ño Chombo Llescas, como lo llamaba el pueblo, tenía, hasta hace pocos años que murió, pulpería en la esquina de San Francisco, y vendía exquisitas salchichas confeccionadas por Tiburcio, negro borrachín a quien D. Jerónimo ocupaba en la cocina. El tal Tiburcio era también un tipo, pues había encontrado manera pan disculpar su constante embriaguez.

- ¡Negro! ¿Por qué estás borracho? -preguntábale algún caballero del lugar.

  —310→  

-Mi amo -contestaba Tiburcio-, ¿cómo no quiere su merced que me emborrache de gusto, si las salchichas me han salido deliciosas?

Si al día, siguiente era también reconvenido, contestaba:

-¡Ay, mi amo! ¿Cómo no me he de emborrachar de sentimiento, si las salchichas se me han echado a perder y están malísimas?

La fama de D. Jerónimo, como adivino, se había extendido de la ciudad al campo. Las indias, sobre todo, venían desde largas distancias y le pagaban un peso por consulta.

En Lima hay bobos que, por parecerse a Napoleón el Grande, pagan cuatro soles a la echadora de cartas.

IV

Como las brujas de Mahudes y Zugarramurdi, en España, son famosas en Ica las de Cachiche, baronía, condado o señorío de un amigo. Cachichana y bruja son sinónimos. Nadie puede ir a Cachiche, en busca de los sabrosos dátiles que ese lugar produce, sin regresar maleficiado.

Contribuye también al renombre de Cachiche la excelencia de los higos de sus huertas. Esos higos son como los de Vizcaya, de los que se dice que, para ser buenos, han de tener cuello de ahorcado, ropa de pobre y ojo de viuda; esto es, cuello seco, cáscara arrugadita y extremidad vertiendo almíbar.

Sigamos con las brujas de Cachiche.

Para no pecar de fastidiosos, vamos a hablar únicamente de Melchorita Zugaray, la más famosa hechicera que Cachiche ha tenido en nuestros tiempos.

El laboratorio o sala de trabajo de esta picarona era un cuarto con puerta de pellejo, y en el fondo obscuro de las paredes destacábase un lienzo blanco, sobre el cual proyectaban rayos de luz atravesando agujeros convenientemente preparados en el techo.

El que venía a consultarse con Melchora sobre alguna enfermedad, era conducido al laboratorio, donde después de ciertas ceremonias cabalísticas, lo colocaba la bruja frente al cuadro luminoso y lo interrogaba mañosamente sobre su vida y costumbres, sin descuidar todo lo relativo a amigos y enemigos del paciente. Cortábale en seguida un trozo del vestido o un mechón de pelo, citándolo para el siguiente día a fin de sacar muñeco. Concurría el enfermo, llevábalo Melchora al campo o a algún corral y desenterraba una figurilla de trapo, claveteada de alfileres. Pagaba la víctima una buena propina, y si no sanaba era porque había ocurrido tarde a la ciencia de la hechicera.

  —311→  

Otros, sobre todo las mujeres celosas y los galanes desdeñados, buscaban a Melchora para que los pusiese en relación íntima con el diablo. Vestíase la bruja de hombre, y acompañada del solicitante, encaminábase al monte, donde entre otros conjuros para evocar al Maligno (¡Jesús tres veces!) empleaba el siguiente:


«Patatín, patatín, patatín,
calabruz, calabruz, calabruz,
no hay mal que no tenga fin,
si reniego de la cruz».

Por supuesto que el diablo se hacía el sordo, y la bruja, que previamente había recibido la pitanza, daba por terminado el sortilegio, diciendo que si Pateta no se presentaba era porque la víctima tenía miedo o falta de fe.

V

No hace cuatro años que los tribunales de la República condenaron a unos infelices de la provincia de Parapaca por haber quemado a una bruja, y creo que más recientemente se ha repetido la escena de la hoguera en otros pueblos del Sur.

En cuanto a Ica, consta en uno de los números de El Imparcial, periódico que en 1873 se publicaba en esa ciudad, que una pobre mujer de Pueblo Nuevo fue atada a un árbol por un hombre, el que la aplicó una terrible, azotaina en castigo de haberlo maleficiado. Cosa idéntica se había realizado en 1860 con Jesús Valle, negra octogenaria y esclava de los antiguos marqueses de Campoameno, a la que costó gran trabajo impedir que los peones de una hacienda la convirtiesen en tostón.

VI

Y para concluir con las brujas de Ica, que ya este artículo va haciéndose más largo de lo que conviene, referiré, el porqué José Cabrera el Chirote conquistó en Ica fama de catedrático en brujería.

Aconteció que la conjunta de un amigo de éste sintiose acometida de los dolores de parto, y mientras el marido fue en busca de comadrona, quedose el Chirote en la casa al cuidado de la mujer. Ésta chillaba y hacía tantos aspavientos, que Cabrera, a quien apestaban los melindres, la   —312→   arrimó un bofetón de cuello vuelto. Recibirlo y dar a luz un muchacho fue asunto de dos segundos.

El marido, la matrona y las vecinas calificaron de brujo a ño Cabrera, y hoy mismo no hay quien le apee el mote de Chirote el brujo, a lo cual contesta él con mucha flema:

-Merecido lo tengo. Eso he ganado por haberme metido a hacer un bien.

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ArribaAbajoUn caballero de industria

Primo tercero del excelentísimo señor virrey D. Manuel Guirior era don Higinio Falcón, clérigo mozo, que con recomendación de su encumbrado deudo, se presentó al obispo de Arequipa solicitando un beneficio eclesiástico. Mientras llegaba la oportunidad de complacerlo, su ilustrísima lo destinó como auxiliar de una de las parroquias con los emolumentos precisos para que se sustentase con modestia.

D. Higinio, que era madrileño y como tal graciosamente decidor, se hizo en breve querer mucho de los arequipeños, por lo alegre y expansivo de su carácter, amén de que traía pasaporte en la cara, que el cleriguito era buen mozo. A los tres meses era ya por lo menos compadre de diez vecinos notables. Un día encontrose necesitado de doscientos duros: ocurriole poner a prueba el afecto de los compadres, y les escribió solicitando de ellos un préstamo. Los unos se excusaron de servirlo, hablándole de la mala cosecha del año, y los otros ni siquiera contestaron a la carta. D. Higinio se tragó el desaire y continuó frecuentando la sociedad de sus compadres, pero decidido a hacerles una que les llegase a la pepita del alma.

Cundió una mañana la noticia de que el clérigo había amanecido gravemente enfermo y acudieron a visitarlo los compadres. En efecto, el estado de D. Higinio era alarmante, y el curandero o matasanos declaró que el doliente las liaba sin vuelta de hoja.

-Cúmplase la voluntad de Dios. Para morir nacimos -murmuró el clérigo-. Compadres, háganme la caridad de llamar a un escribano para hacer mi testamento.

Llegado el depositario de la fe pública, y después de las cláusulas preliminares que poco interés ofrecen, dictó D. Higinio las siguientes que copiamos del documento original:

«Ítem declaro: Que de la venta de mis bienes patrimoniales en la coronada villa de Madrid, he recibido la suma de setenta y dos mil pesos ensayados, los mismos que depositados tengo en Lima en poder de mi primo el excelentísimo señor virrey D. Manuel Guirior, según su recibo legalizado que, con los documentos del caso, se encuentra en el legajo que, sellado y lacrado, se agregará a este testamento.

»Ítem declaro: Que no teniendo herederos forzosos ni deudos, en condición menesterosa, es mi voluntad que los antedichos setenta y dos mil pesos se distribuyan en calidad de legado y a razón de cuatro mil pesos   —314→   a cada uno de mis ahijados (aquí seguían diez nombres de niños) para su educación y mantenimiento. Y asimismo es mi voluntad que del remanente se repartan diez mil pesos en limosnas para los pobres de Arequipa».

Seguía señalando cantidades para misas, haciendo una fundación devota, y concluía nombrando albaceas a dos de los más ricos entre sus compadres.

Firmado el testamento, cuyas cláusulas, entre quejido y quejido, dictó públicamente el enfermo, los compadres y camaradas no se ocuparon más que de encomiar al moribundo y prodigarle cuidados y asistencia.

Siguió éste tres días entre si amanece o no amanece; pero al cuarto anunció el galeno que la enfermedad hacía crisis favorable, y crisis fue que entró D. Higinio en el período de convalecencia. El hipócrates opinó entonces que para lograr completo restablecimiento necesitaba el enfermo tomar baños en el puerto de Quilca. D. Higinio habló sobre esto con uno de sus compadres, pero añadiendo:

-Me es imposible obedecer al médico, porque para mi viaje y curación en Quilca necesito siquiera quinientos duros, y mientras escribo a Lima para que me los mande el virrey de los que me tiene y mientras llega el comisionado con la respuesta, correrán un par de meses, y cuando el dinero venga ya estaré muy tranquilo en el hoyo.

-¡Ah, no compadre, que por plata no quede! -le contestó el visitante-. Hoy mismo tendrá usted esos reales.

-Gracias, compadre, y no esperaba menos de su bondad; pero por lo que potest, le daré un libramiento contra mi primo.

Y conversación idéntica iba teniendo D. Higinio con los demás compadres, algunos de los cuales, dándola de rumbosos, le dijeron:

-¿Qué va usted a hacer con quinientos pesos? Por si acaso, tome usted mil.

Y el clérigo aceptaba sin hacerse de rogar, firmando libranzas contra el virrey.

Los prestamistas se hacían el siguiente cálculo: «Mi dinero está seguro, que el virrey paga, y gano el que D. Higinio, por gratitud, reforme el testamento mejorando al ahijado».

Dos días después el convaleciente emprendía su viaje a Quilca, llevándose en la maleta más de doscientas peluconas. Los compadres habían tragado el anzuelo. Cuando llegó a descubrirse el embrollo, ya D. Higinio había pasado el Cabo de Horn.



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ArribaAbajoDe cómo a un intendente le pusieron la ceniza en la frente
(A Manuel Aurelio Fuentes)


I

En el tomo primero de una de las series de Papeles varios de la Biblioteca de Lima, encuéntrase un alegato o relación de méritos que desde Cádiz, y con fecha 6 de abril de 1810, elevó a su majestad D. Demetrio O'Higgins, gobernador intendente de Guamanga.

Ateniéndonos a ese documento, fue D. Demetrio nacido en Irlanda, hijo de los condes de Coolabin y descendiente, por línea recta, de Muradach XVI, rey de la fértil Erin.

En 1782, y cuando apenas contaba quince años de edad, entró al servicio militar de España en clase de alférez; y en 1797, a pedimento de su tío el virrey del Perú D. Ambrosio O'Higgins, pasó a Lima trayendo recomendación del monarca para que se le acordase la primera intendencia o prefectura, como hoy decimos, que vacara.

Mientras llegaba este caso, nombrolo el virrey capitán de su guardia de caballería, y poco después diole el mando del regimiento dragones de María Luisa, creado para impedir que desembarcasen en la costa los ingleses de la escuadrilla que, a las órdenes de Hugo Seymur, traían alarmado al país.

Estos señores ingleses nos han dado siempre (y tienen que darnos, que es lo peor del entripado) dolorcillos de cabeza.

Fallecido el intendente de Guamanga, Méndez de Escalada, fue en 22 de octubre de 1799 nombrado D. Demetrio para sucederle, y consta de su ya citada relación de méritos que fue muy justiciero, que se condujo con celo y desinterés, que hizo construir puentes, abrir caminos reparar iglesias y otras obras de reconocida utilidad para Guamanga. Lo único que no consta es que fundara siquiera una escuela. ¡Ya se ve! Ni pizca de falta hacía el que los peruanos aprendieran a leer.

Fue casado D. Demetrio con una bellísima limeña, doña Mariana   —316→   Echevarría, la misma que, en segundas nupcias, casó con el infortunado marqués de Torre-Tagle. Doña Mariana acompañó a su esposo, cuando éste se encerró con Rodil en el Real Felipe del Callao, muriendo ambos en 1825, víctimas de la epidemia que se desarrolló en la plaza sitiada.

Volviendo a D. Demetrio, cuando regresó a Europa en 1808 hízolo en compañía de D. Tadeo Gárate, intendente de Puno; y es fama que todas las noches, y para distraer el fastidio de tan larga navegación, íbanse a conversar a la cámara del capitán, teniendo por delante una botella de abultado vientre y dos cuernecitos de plata que hacían el oficio de copas y que cada vez que el vástago de Muradach XVI sentía la necesidad de remojar el gaznate, acudía a este estribillo:


«¡Qué mundo tan cochino, D. Tadeo!
Páseme un cacho, que es contra el mareo».

Presentado el personaje, vamos a la tradición.

II

Tres meses llevaba ya de residencia en Guamanga el gobernador intendente D. Demetrio O'Higgins, cuando llegó el miércoles de ceniza del año 1880.

Aquello de tener el pelo de un rubio colorado y de hablar el castellano con mucho acento de gringo, dio al principio motivo para que el pueblo no lo creyera muy católico-apostólico-romano. Contribuía a fortificar tal recelo la circunstancia de que aunque D. Demetrio no faltaba a sermón ni a misa, sobre todo en los días de precepto, era poco festejador con la gente de iglesia.

Era ya casi mediodía, y no quedaba en Guamanga alma viviente que no hubiese acudido a la parroquia a tomar ceniza. Únicamente su señoría el gobernador no daba acuerdo de su persona.

El vecindario estaba escandalizado y todo era corrillos y murmuraciones.

-¿No lo decía yo? ¡Si es hereje! -afirmaba un zapatero remendón.

-La pinta no engaña -añadía una vieja contemporánea del arca de Noé: -es rubio como los judíos.

-Y tiene pico en la nariz -observaba un cartulario.

-Apuesto a que es circunciso -agregaba una mozuela marisabidilla.

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¡No podía ser por menos! Yo sé que ese hombre no reza el rosario -argüía un barbero.

-¡Ni el trisagio! -aumentaba otro.

¡Ni la setena!

¡Ni el trecenario!

-¡Y la Inquisición, que se ha echado a muerta! -murmuraba el vendedor de bulas, que fue probablemente quien en 1804 denunció a D. Demetrio O'Higgins ante el Santo Oficio de Lima, como lector de obras prohibidas.

-¡Vivía la religión! ¡Muera el judío! -clamaron todos en coro.

Y la gritería amenazaba ya convertirse en motín cuando asomó el cura revestido con sobrepelliz y estola, seguido del sacristán, que llevaba caldereta, hisopo y demás menesteres. El cura logró tranquilizar al pueblo, diciendo: que tal vez su señoría estaba indispuesto, y que por eso no habría acudido a cumplir como cristiano; pero que él se encaminaba a casa de la autoridad, para sin reparar en tiquis miquis ponerle la ceniza en la frente.

El pueblo nombró por aclamación a cuatro vecinos para que, acompañando al párroco, fuesen testigos de la ceremonia.

Llegados a casa del intendente, salió éste a la sala y le saludó el sacerdote.

-Dios guarde a useñoría.

-Y a su merced también. ¿Qué se ofrece?

-Vengo -prosiguió el cura- a evitar que su señoría dé motivo de escándalo, y cumpla delante de testigos con las, prácticas de todo fiel cristiano.

-Déjeme, padre cura, de sermones y vamos al grano.

-Pues el grano es que anualmente el día de hoy acostumbra la Iglesia marcar con una cruz la frente de los pecadores, para recordarles que son mortales y que se han de convertir en polvo y ceniza. Esto entendido, arrodíllese usía.

-¡Acabáramos, señor mío! -contestó D. Demetrio poniéndose de hinojos.

El cura pronunció pausadamente el memento homo, y dibujó con mucha limpieza una cruz de a pulgada larga sobre la frente del irlandés.

Terminada la ceremonia, dijo el párroco:

-Ahora levántese useñoría.

D. Demetrio se puso de pie y preguntó:

¿No tenemos más que hacer?

-No, señor.

  —318→  

-Pues entonces... ¡God by! Lárguense ustedes con Dios, que el servicio del rey me espera.

III

Desde ese día fue D. Demetrio O'Higgins el más popular de los gobernadores intendentes que tuvo Guamanga.

¿Y cómo no serlo si el pueblo soberano, por intermedio del cura, le había puesto la ceniza en la frente?

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ArribaAbajoDe esta capa, nadie escapa

I

«Quien lo hereda no lo hurta», dice el refrán, y a fe que a justificarlo bastaría la inmemorial costumbre que, generación tras generación, han tenido los muchachos de Lima de poner letreros en las paredes de las calles y de pintar en ellas mamarrachos. Esa propensión a ensuciar paredes la hemos adquirido los limeños con la primera leche, y ya se sabe que lo que entra con el capillo, sólo se va con el cerquillo.

Hasta que dejamos de ser colonia española, no había en Lima casa en cuyo traspatio no se vieran pinturas de churrigueresco pincel. Por lo regular se copiaba un cuadro representando la prisión de Atahualpa, la revolución de Almagro el Mozo, una jarana en Amancaes, el auto de fe de Madama Castro, el paseo de Alcaldes, la procesión de las quince andas o cualquier otra escena histórica o popular. El artista (y perdón por el dictado) retrataba en esos frescos los tipos más ridículos y populares y la fisonomía de individuos generalmente conocidos por tontos.

En los paseos públicos, en las alamedas de Acho y del Callao, también veíanse idénticos cuadros. Así, en la primera existió hasta 1830 uno representando el mundo al revés, cuadro que, francamente, no carecía de originalidad y gracia, según me han dicho los viejos. Aparecían en él   —320→   los escolares azotando al dómine; la res desollando al carnicero; el burro arreando al aguador; el reo ahorcando al juez; el escribano huyendo del gatuperio: el usurero haciendo obras de caridad; el moribundo bendiciendo al médico y la medicina, et sic de cœteris.

Además, muchos pulperos hacían pintar en sus esquinas un dragón, una sirena, un cupidillo desvergonzado u otro personaje mitológico. Algunos, y eran los menos, mandaban pintar un San Lorenzo sobre parrillas, un San Sebastián asaeteado, un San Pedro crucificado boca abajo, un San Cristóbal con el niño a cuestas o cualquier otro santo de su devoción. Así varias calles quedaron bautizadas con el nombre del adefesio pintado.

En las paredes campeaba Pasquino más que en Roma. Cada pared contenía, a veces, más injurias contra el prójimo que las que hogaño se regalan dos gacetilleros cuando rompen pajita.«El oidor tal es un borracho, el alcalde cual un pícaro y el corregidor ene un ladrón», eran los motes que más pululaban.

Ni las paredes de palacio estaban libres de Pasquino. Cuéntase que al dejar el mando Amat, apareció en uno de los corredores este pareado:


«¡Juh! ¡Juh! ¡Juh!
Ya se te acabó el Perú».

Añaden los maldicientes que el socarrón virrey cogió un carboncillo y escribió debajo:


«¡Jih! ¡Jih! ¡Jih!
Cinco millones me llevó de aquí».

A veces era el sinapismo una décima o una redondilla, en que a tal dama se agraciaba con las cuatro letras, y a cual marido con título peor si cabe.

El pasquín era la válvula de que disponía el pueblo para desfogar vapor.

Así lo reconocía el visitador Areche, según se desprende de cierta filípica en que acusaba a los frailes de Lima de mantener excesiva familiaridad con el pueblo, familiaridad que alentaba a éste en su obra de difamación.

En lo de garabatear paredes, a pesar de los bandos y demás medidas de la autoridad, estamos hoy, ni más ni menos, como en el siglo pasado. Un libro en folio mayor no bastaría para copiar todas las lindezas que hay escritas en los muros y asientos del palacio de la Exposición. Recomiendo la empresa a los holgazanes.

En tiempo de elecciones, todo ciudadano de club se cree con derecho para estampar en el blanco lienzo de pared su profesión de fe política. No hay calle en la que escrito con añil o carbón no se lea: «¡Viva Fulano! -¡Muera Zutano! -¡Perencejo o la muerte!- ¡Abajo los tales por cuales!- A la horca los tales por cuales!» Por supuesto que, variando nombre de candidatos, se repite cada cuatro años el garabateo, con no chico enfado,   —321→   de los propietarios, obligados a hacer borrar inscripciones subversivas. Antojósele no ha mucho a un chusco, en la víspera de un día de rebujiña, pintar con almagre crucecitas en las paredes, y los limeños pasamos durante veinticuatro horas la pena negra, dando y cavando en que aquel cementerio de cruces no podía significar sino el comienzo de una Saint-Barthelemy. ¡Al diablo el chusco y los hugonotes! Vamos con la tradición.

II

Creo haber contado en otra oportunidad, que Ramona Abascal era tan linda como mimada y melindrosa. Dios me perdone la especie; pero casi, casi me atrevería a jurar que fue ella la primera hembra que trajo a Lima la moda de los ataques de nervios y demás arrechuchos femeniles. La enfermedad era pegajosa, y ha cundido que es un pasmo.

¿Reventaba un cohete? ¿Pasaban la tarasca, los gigantes y papahuevos de la procesión del Corpus? ¿Chillaba un ratoncillo? Pues ya teníamos a Ramonica con soponcio, y a su buen padre, el excelentísimo señor virrey de estos reinos del Perú y Chile, gritando como loco y corriendo tras la hoja de congona, el frasquito de alcalinas o el agua de melisa.

¡Muy padrazo era el futuro marqués de la Concordia! Por miedo a los nervios de la chica, prohibió que se quemaran cohetes a inmediaciones de palacio y que saliesen penitentes pidiendo para la cera de Nuestro Amo y Señor de los Milagros.

A poco de la llegada de Abascal a Lima, salió una mañanita, de las de aguinaldo del año de 1806, a dar un paseo con su hija. Su excelencia y la niña iban de trapillo. Paseaban de incógnito, como quien dice, ni más ni menos que un honrado mercader de la ciudad con su pimpollo.

Ramona quería conocer el arrabal de San Lázaro, y en esa dirección la conducía el cariñoso y noble anciano.

Al llegar a la esquina de las Campanas, la niña comenzó a temblar como azogada, exhaló un grito agudo y ¡pataleta al canto!, cayó sobre el santo suelo. Acudió el pulpero, y con ayuda de los transeúntes transportaron a la doncellica a una casa vecina.

¿Qué causa había producido tamaño efecto en la delicada niña? Para adivinarla no tuvo Abascal más que fijarse en el figurón pintado en la esquina.

Representaba éste a un hombre en la actitud de embozarse en la capa, la cual se componía de un almácigo de cuernos superpuestos. En el sombrero del mamarracho leíase esta inscripción: De esta capa, nadie escapa.

Abascal, que en otra ocasión no habría parado mientes en lo inmoral de la alegoría, ni leído la complementaria inscripción, halló que aquello era abominable e indigno.

  —322→  

Cuando regresó con su hija a palacio, mandó llamar al alcalde del Cabildo y le indicó la conveniencia de hacer borrar ese y otros figurones indecentes que afeaban las calles. Avínose el cabildante, no sin manifestar recelo de que a los vecinos disgustase la providencia, e inmediatamente comunicó la orden del caso al maestro de obras o primer albañil de la ciudad.

El pulpero protestó enérgicamente, tan enérgicamente como un diputado dual contra las balotas negras. Dijo que el mandato de la autoridad era abusivo y contra ley, y atentatorio a un derecho adquirido y consentido; que le acarreaba lesión enormísima, pues de tiempo inmemorial era conocido su establecimiento con el nombre de pulpería de los cachos, y que al suprimirse el emblema no tendrían los nuevos parroquianos señal fija para acudir a su mostrador, lo que redundaba en daño suyo y provecho del pulpero del frente. Citó en su apoyo una ley de Partida, una real cédula y un breve pontificio, que el hombre era un tanto leguleyo y hablistán.

-Pues yo soy mandado para borrar el muñeco y no para oír alegatos. Eso allá a los estrados de la Real Audiencia -dijo el maestre de obras.

-¡Córcholis! -exclamó el pulpero-. Iré hasta el mismo rey con la queja, y puede que vaya usted a presidio, de por vida, como instrumento de injusticias.

-¡Cómo!... ¿Me viene usted a mí con valecuatro? ¡Recórcholis! -contestó amoscado el albañil.- Aunque se queje al Padre Santo de Roma, a borrar soy venido y borro. ¡Manos a la obra, muchachos!

Y los oficiales de albañil eliminaron en un dos por tres el grotesco figurón. El hombre de la capa desapareció de la esquina de las Campanas; pero ni Abascal ni los albañiles alcanzaron a borrar de la memoria del pueblo la consabida frasecilla: De esta capa, nadie escapa.

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  —323→  
ArribaAbajoLos dos Sebastianes

No había en Lima, por los años de 1817, muchacha más pretendida que la linda Carmencita, hija única de la dos veces millonaria marquesa de X... Como se ve, no era ella de las que dicen:


«Si me caso contigo
me da mi madre
un olivar que tiene
puesto en el aire».

Según aparece en el legajo número 9 del archivo del Consulado, entre los 158 coches y las 828 calesas que por entonces pagaban contribución fiscal, eran los vehículos de mi señora la marquesa los que figuraban en primera línea. Anualmente, el día de su cumpleaños daba la marquesa a sus amigos un almuerzo en Amancaes, almuerzo de cuya esplendidez se hacían lenguas los limeños. Y a propósito de Amancaes, queremos consignar aquí que ese paseo (que se inaugura el día de San Juan y concluye el de San Miguel) data casi desde la fundación de Lima. En 1549 D. Andrés Cinteros, acaudalado minero de Potosí, vino a establecerse en Lima y fundó en el sitio donde más tarde se edificara el templo de Santo Tomás una capilla consagrada a San Juan de Letrán y en el cual se verificaba la recepción de los caballeros cruzados, los que después de la ceremonia de investidura iban a festejarlas en Amancaes. La capilla, con sus privilegios nobiliarios, se trasladó después a palacio. Esto es cuanto sobre el origen del paseo a la pampa de Amancaes hemos alcanzado a sacar en limpio, y que está en armonía con una sucinta noticia que consigna El Mapa, periódico que se publicaba en Lima en 1843.

Sigamos nuestra interrumpida narración.

Tras de premisas tales, adivinar se deja que Carmencita tendría un cardumen de aficionados. Dos millones en perspectiva despiertan el apetito.

Entre los pretendientes a la mano de la niña contábanse D. Sebastián de Apezechea y D. Sebastián de Encalada, caballeros ambos del hábito de Santiago. Era el de Apezechea hombre de cuarenta años, de aspecto nada simpático, de modesta fortuna y con fama de avaro. Jamás comió gallina por no desperdiciar las plumas.

En cambio, el de Encalada era el reverso de la medalla. Mozo de treinta años, elegante, rico y gastaba rumbosamente su dinero.

Los dos Sebastianes habían pedido a la marquesa la mano de su hija, y la anciana vacilaba en la elección. Lo acertado hubiera sido que, pues   —324→   ella creía que ambos aspirantes eran dignos de entroncar con su familia, eligiese Carmencita marido a su regalado gusto. Pero en aquellos tiempos felices de la pajuela y la alhucema, las hijas no tenían voz ni voto.

Desvelábase la marquesa cavilando en las ventajas y desventajas de cada novio, y pasaba el tiempo, y los galanes la apuraban por respuesta. Ella terminó por pedirles una semana de plazo para resolver el empeño.

Cumplíase el plazo el día de San Sebastián, patrono de los dos aspirantes a cargar con mujer y suegra, y desde la víspera anduvo la marquesa en trajines de la cocina al comedor; pues ella misma se ocupó en arreglar dos fuentes de conserva de nísperos. Un criado, vestido con la librea de gala, se presentó en casa de Encalada, y le dijo:

-Dice mi amita la marquesa que los cumpla su merced muy felices, y que a su nombre reciba esta fineza.

Encalada no cabía en sí de gozo. El agasajo se le antojó afecto de suegra, y dando una palmadita al negro, contestó:

-Dile a tu ama que estimo su recuerdo, y que esta noche iré a ponerme a sus pies.

Y dejando una onza de oro en la mano del negro, añadió:

-Toma, para que eches un trago a mi salud.

El fámulo volvió contentísimo a casa de su ama, ponderando la generosidad del galán. La marquesa se sonrió, murmurando: «Veremos cómo se porta el otro».

El criado que fue con el zaine a casa de Apezechea, regresó con la cara más triste que un entierro. El de Apezechea le había dado por todo alboroque medio real de plata. La marquesa llamó entonces a Carmen, y la dijo:

-Entre un vanidoso derrochador, que hará cera y pábilo de tu hacienda, y un avaro, que si no la aumenta, sabrá conservarla para mis nietos, estoy por el segundo. Te casarás con Apezechea.

Y aquella noche, Encalada recibió calabazas fresquitas, y dijo con un poeta:


«Por ti de Dios me olvidé,
por ti la gloria perdí,
y a la postre me quedé
sin Dios, sin gloria y sin ti».

La marquesa no estuvo errada en su augurio. Corriendo los años, el fastuoso Encalada llegó a pobre; y Apezechea dejó en su testamento tres millones, que sus descendientes creo quo han sabido triplicar.

Y no digo más... porque no digan que, más que una tradición he escrito una biografía contemporánea.

  —325→  

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La catedral del Cuzco




ArribaAbajoEl obispo de los retruécanos

D. José María Pérez y Armendáriz, vigésimo quinto obispo del Cuzco, nació en Paucartambo por los años de 1727. A la edad de catorce años entró de alumno en el seminario de San Antonio, del cual fue en 1769 nombrado rector. Cuando el Sr. Las Heras pasó a desempeñar el arzobispado de Lima, designó el rey para la mitra del Cuzco a Pérez Armendáriz, quien recibió las bulas pontificias en 1809, alcanzando a gobernar la diócesis hasta el 9 de febrero de 1819, fecha en que falleció.

Fue el Sr. Pérez muy caritativo, y tanto que su renta la distribuía en limosnas. Chocándole a uno de sus familiares ver que el obispo, tan desprendido del fausto y del dinero, conservaba una escupidera de oro, manifestole su extrañeza con esta pregunta:

-¿Cómo es que su señoría, que todo lo da a los pobres, no se ha desprendido de esta alhaja?

El Sr. Pérez satisfizo la impertinente curiosidad de su familiar, improvisando estos octosílabos:


«Consérvola por ser de oro,
y no de metal sencillo,
que el oro debe un cristiano
usarlo... para escupirlo».

Fama han dejado en el Cuzco las agudezas del nonagenario obispo, que era gran improvisador de copias y muy dado a jugar con los vocablos.   —326→   Vamos a apuntar aquellas muestras de su ingenio que la tradición se ha encargado de transmitir hasta nosotros.

Mucho sentimos no encontrar manera pulcra de referir la historia de un calembourg que hizo de las voces papel y piedra, a propósito de un coronel apellidado Piedra, que envió a mala parte un billete que el obispo le dirigiera solicitando la libertad de un recluta.


«Español y caballero
es Piedra y tócale a él
hacer uso de papel
para...............................
Tal proceder no me arredra
en semejante animal:
yo soy indio, y como tal
...........................con Piedra».

La malicia del lector suplirá lo que nuestra pluma calla.

Cuando en 1811 estalló en el Cuzco la revolución encabezada por Pomacachua, proclamando la independencia del Perú, el obispo hizo ostentación de sus simpatías por la causa patriota. Así, al saber la derrota sufrida por el general realista Picoaga, única victoria que en esa tan sangrienta como desigual lucha alcanzaron los heroicos revolucionarios, dijo Armendáriz públicamente:

-Dios sobre las causas que protege pone una mano; pero en favor de la proclamada por el Cuzco ha puesto las dos.

Vencidos al cabo los patriotas por el mariscal de campo D. Juan Ramírez y ajusticiados los caudillos Pomacagua y Angulo, cayó la ciudad nuevamente bajo la férula española, y Ramírez, hablando un día de la conducta revolucionaria del obispo, dijo:

-Ese viejo chocho me parece que ha perdido la cabeza.

A poco, cumpliendo con un deber de etiqueta, fue el obispo a visitar a Ramírez, y al despedirse fingió dejar olvidado el sombrero. El mariscal salió a darle alcance en el patio, para entregarle el abrigo capital, y le dijo:

-Mal anda esa cabeza, señor obispo.

Pérez Armendáriz contestó inmediatamente:


«Es cierto, mi general;
aunque si bien considero,
el que no tiene cabeza
no necesita sombrero».

Pero si algo nos prueba, más que el talento, la elevación de espíritu del Sr. Pérez, es el siguiente sucedido.

  —327→  

Con motivo de una provisión de curatos, cierto clérigo que vivía muy pagado de su persona y méritos, envidioso de que se hubiera favorecido a otro con un buen beneficio de los de segunda nominación, le dijo al obispo:

-Probablemente su señoría no sabe qué casta de pájaro es Fulano. Básteme contarle que mantiene barragana y un celemín de hijos.

-¡Hola! ¡hola! ¿Esas teníamos? Llámeme usted al secretario.

El chismoso salió a cumplir el encargo, reconcomiándose de gusto ante la idea de que el diocesano iba a inferir grave desaire al acusado.

Cuando se presentó el secretario, acompañado del denunciante, le dijo el Sr. Pérez:

-Dígame usted, D. Anatolio, ¿cuál es el más pingüe de los curatos vacantes?

-Ilustrísimo señor, el mejor curato es el de Tinta.

-Pues nombre usted para Tinta al pájaro de quien tanto mal ha dicho el señor.

-¡Cómo, Ilustrísimo señor! -exclamó el chismoso dando un brinco.

Pero el obispo se hizo el desentendido y continuó como hablando consigo mismo:

-¡Pobrecito padre de familia! ¡Cargado de hijos! ¡Me alegro de saberlo! ¡Pobrecito! Que tenga recursos para llenar con decencia las obligaciones de su casa... ¡Sí, sí! ¡Pobrecito!...

Jamás chismoso fue tan magistralmente reprendido.

Sin embargo, el envidioso clérigo, que había sido el ojito derecho, el mimado del Sr. Las Heras, tuvo empaque para protestar con estas palabras:

-¡El antecesor de su señoría no me habría agraviado así!

-¿Cómo ha de ser, hijito? ¡Paciencia!


«En tiempo de Heras,
todo eras.
En tiempo de Pérez,
nada esperes».

-Ve con Dios, que él te dé luz y, sobre todo, caridad con el prójimo.



  —328→  
ArribaAbajoLa Virgen del sombrerito y el chapín del Niño

I

Los dominicos enseñan una estampa en que se ve a la Virgen María llevando, en vez de corona de oro, un sombrerito de piel, de esos que hoy llamamos de panza de burro; y he aquí la explicación que dan sobre la originalidad del adorno.

En inminente peligro de quiebra hallábase un honrado comerciante si, llegada cierta fecha, no echaba ancla en el Callao un navío que con mercaderías valiosas le venía consignado desde Cádiz. Cumpliose el plazo con exceso, ni noticias había del buque, y en un mismo día acudieron al comerciante tres de sus acreedores cobrándole una suma morrocotuda. El buen hombre ocurrió en tribulación tamaña a la Virgen, pidiéndola en préstamo su corona de oro y pedrería fina, prometiéndola que para la celebración de su fiesta anual se la devolvería mejorada. Accedió la Virgen a la petición de su devoto, y éste la dejó en prenda su sombrero, con el cual cubrió la cabeza de la imagen.

Lo verdaderamente milagroso es que la Virgen pasó algunos meses ensombrerada, sin que para los fieles fuese visible el sombrero.

Pero llegó la víspera de la fiesta, y el español, que con el oro y las piedras finas de la corona había oportunamente salido de cuitas, no daba acuerdo de su persona, y eso que acababa de tener la buena suerte de que el tan esperado navío llegase al puerto, pues su retardo lo motivaron vientos contrarios y otros accidentes de mar. El comerciante había redondeado su fortuna con el buen despacho del cargamento.

La Virgen no quiso aguantar trampas, y para hacer efectiva su acreencia y por vía de recorderis al pagador remiso, se mostró en el altar sin corona y con sombrero.

Imagínense ustedes el tole tole que se armaría en la cristiana y religiosa ciudad.

Al día siguiente, que era el de la fiesta, presentose el comerciante, al provincial de los dominicos llevando para la Virgen una corona superior en precio y trabajo artístico a la antigua, y que con otras joyas había sido   —329→   traída de Europa por un platero genovés. Para el pueblo y para la comunidad todo pasó como obsequio de un devoto.

En cuanto al sombrero, entiendo que volvió a su primitivo dueño en calidad de agasajo o reliquia dada por los frailes.

II

Hace dos siglos que una pobre mujer se encontraba ante el alcalde del crimen en graves apuros, pues su señoría, después de tomarla declaración, dijo a los alguaciles que la llevasen a la cárcel de corte ínterin la reclamaba, como no podía dejar de suceder, la Santa Inquisición.

La infeliz, amenazada de habérselas con el terrible Tribunal de la Fe, que acaso la mandaría achicharrar en la hoguera, tenía por cabeza de proceso la acusación, ¡ahí es nada!, de robo sacrílego.

Habíase encontrado en poder de ella un chapincito de oro, esmaltado de piedras preciosas, perteneciente al Niño que en los brazos lleva la Virgen del Rosario. Ya ven ustedes que la cosa no podía ser más grave.

La mujer declaraba que habiéndose arrodillado ante el altar y pedido a la Santísima Virgen que aliviase su miseria (pues era viuda con un celemín de hijos y sin fuerzas para trabajar en la costura, que no le cundía por estar medio tísica), compadecido el Niño extendió el piececito y dejó caer el chapín.

El juez la llamó embustera y algo más; pero la mujer sostuvo con energía que no podía ser castigada sin que previamente declarasen la Virgen y el Niño.

La Justicia no desoyó tan legítima exigencia. Tenía por lo menos que llenar la fórmula. Sin embargo, la acusada fue por esa noche a dormir en chirona.

Al siguiente día, a las once de la mañana, los alguaciles la condujeron a Santo Domingo, en cuyo templo la estaban esperando el juez, el escribano y dos o tres padres graves del convento.

Empezó el alcalde por interrogar a la Virgen si era verdad lo que aquella mujer declaraba. La Virgen se mantuvo seria como si la cosa no fuera con ella.

-¡Ya lo ves, mentirosa! -dijo el juez dirigiéndose a la encausada.

-Pregunte usía al Niño, señor juez, pregúntele usía. Tal vez me hizo el obsequio sin pedir permiso a su Santa Madre, y por eso no habrá contestado ella.

El juez, sin disimular una sonrisa de incredulidad, formuló la pregunta, y no había aún terminado de hacerla, cuando el bellísimo Niño movió el pie y dejó caer el otro chapincito.

  —330→  

Ante tan maravilloso testimonio quedó la mujer absuelta de culpa y pena, y los dominicos engreídos con el milagrito realizado en su iglesia, la señalaron pensión de seis reales diarios. Cuento, no comento, y


«Aleluya, aleluya, padre Gilito,
que ya comen las monjas del pan bendito;
y aleluya, aleluya, padre vicario,
que ya suben las monjas al campanario».

  —331→  

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ArribaAbajoEl obispo Chicheñó

Lima, como todos los pueblos de la tierra, ha tenido (y tiene) un gran surtido de tipos extravagantes, locos mansos y cándidos. A esta categoría pertenecieron, en los tiempos de la República, Bernardito, Basilio Yegua, Manongo Moñón, Bofetada del Diablo, Saldamando, Cogoy, el Príncipe, Adefesios en misa de una, Felipe la Cochina, y pongo punto por no hacer interminable la nomenclatura.

Por los años de 1780 comía pan en esta ciudad de los reyes un bendito de Dios, a quien pusieron en la pila bautismal el nombre de Ramón. En éste un pobreto de solemnidad, mantenido por la caridad pública, y el hazmerreir de muchachos y gente ociosa. Hombre de pocas palabras, pues para complemento de desdicha era tartamudo, a todo contestaba con un sí, señor, que al pasar por su desdentada boca se convertía en chí cheñó.

El pueblo llegó a olvidar que nuestro hombre se llamaba Ramoncito, y todo Lima lo conocía por Chicheñó, apodo que se ha generalizado después aplicándolo a las personas de carácter benévolo y complaciente que no tienen hiel para proferir una negativa rotunda. Diariamente, y aun tratándose de ministros de Estado, oímos decir en la conversación familiar:   —332→   «¿Quién? ¿Fulano? ¡Si ese hombre no tiene calzones! En un Chicheñó».

En el año que hemos apuntado llegaron a Lima, con procedencia directa de Barcelona, dos acaudalados comerciantes catalanes, trayendo un valioso cargamento. Consistía éste en sederías de Manila, paño de San Fernando, alhajas, casullas de lama y brocado, mantos para imágenes y lujosos paramentos de iglesia. Arrendaron un vasto almacén en la calle de Bodegones, adornando una de las vidrieras con pectorales y cruces de brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras preciosas, anillos, arracadas y otras prendas de rubí, ópalos, zafiros, perlas y esmeraldas. Aquella vidriera fue pecadero de las limeñas y tenaz conflicto para el bolsillo de padres, maridos y galanes.

Ocho días llevaba de abierto el elegante almacén, cuando tres andaluces que vivían en Lima más pelados que ratas de colegio, idearon la manera de apropiarse parte de las alhajas, y para ello ocurrieron al originalísimo expediente que voy a referir.

Después de proveerse de un traje completo de obispo, vistieron con él a Ramoncito, y dos de ellos se plantaron sotana, solideo y sombrero de clérigo.

Acostumbraban los miembros de la Audiencia ir a las diez de la mañana a Palacio en coche de cuatro mulas, según lo dispuesto en una real pragmática.

El conde de Pozos-Dulces D. Melchor Ortiz Rojano era a la sazón primer regente de la Audiencia, y tenía por cochero a un negro, devoto del aguardiente, quien después de dejar a su amo en palacio, fue seducido por los andaluces, que le regalaron media pelucona a fin de que pusiese el carruaje a disposición de ellos.

Acababan de sonar las diez, hora de almuerzo para nuestros antepasados, y las calles próximas a la plaza Mayor estaban casi solitarias, pues los comerciantes cerraban las tiendas a las nueve y media, y seguidos de sus dependientes iban a almorzar en familia. El comercio se reabría a las once.

Los catalanes de Bodegones se hacían llevar con un criado el desayuno a la trastienda del almacén, e iban ya a sentarse a la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo a la puerta. Un paje de aristocrática librea que iba a la zaga del coche abrió la portezuela y bajó el estribo, descendiendo dos clérigos y tras ellos un obispo.

Penetraron los tres en el almacén. Los comerciantes se deshicieron en cortesías, basaron el anillo pastoral y pusieron junto al mostrador silla para su ilustrísima. Uno de los familiares tomó la palabra y dijo:

-Su señoría el señor obispo de Huamanga, de quien soy humilde capellán y secretario, necesita algunas alhajitas para decencia de su persona y de su santa iglesia catedral, y sabiendo que todo lo que ustedes han   —333→   traído de España es de última moda, ha querido darles la preferencia.

Los comerciantes hicieron, como es de práctica, la apología de sus artículos, garantizando bajo palabra de honor que ellos no daban gato por liebre, y añadiendo que el señor obispo no tendría que arrepentirse por la distinción con que los honraba.

-En primer lugar -continuó el secretario- necesitamos un cáliz de todo lujo para las fiestas solemnes. Su señoría no se para en precios, que no es ningún roñoso.

-¿No es así, ilustrísimo señor?

- Chí, cheñó -contestó el obispo.

Los catalanes sacaron a lucir cálices de primoroso trabajo artístico. Tras los cálices vinieron cruces y pectorales de brillantes, cadena de oro, anillos, alhajas para la Virgen de no sé qué advocación y regalos para las monjitas de Huamanga. La factura subió a quince mil duros mal contados.

Cada prenda que escogían los familiares la enseñaban a su superior, preguntándole:

¿Le gusta a su señoría ilustrísima?

Chí, cheñó -contestaba el obispo.

-Pues al coche.

Y el pajecito cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los catalanes apuntaba el precio en un papel.

Llegado el momento del pago, dijo el secretario:

-Iremos por las talegas al palacio arzobispal, que es donde está alojado su señoría, y él nos esperará aquí. Cuestión de quince minutos. ¿No le parece a su señoría ilustrísima?

-Chí, cheñó -respondió el obispo.

Quedando en rehenes tan caracterizado personaje, los comerciantes no tuvieron ni asomo de desconfianza, amén que aquellos no eran estos tiempos de bancos y papel-manteca en que quince mil duros no hacen peso en el bolsillo.

Marchados los familiares, pensaron los comerciantes en el desayuno, y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno de ellos:

-¿Nos hará su señoría ilustrísima el honor de acompañarnos a almorzar?

-Chí, cheñó.

Los catalanes enviaron a las volandas al fámulo por algunos platos extraordinarios, y sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no sólo les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el otro mundo.

  —334→  

Sentáronse a almorzar, y no los dejó de parecer chocante que el obispo no echase su bendición al pan, ni rezase siquiera en latín, ni por más que ellos se esforzaron en hacerlo conversar, pudieron arrancarle otras palabras que chí, cheñó.

El obispo tragó como un Heliogábalo.

Y entretanto pasaron dos horas, y los familiares con las quince talegas no daban acuerdo de sus personas.

-Para una cuadra que distamos de aquí al palacio arzobispal, es ya mucha la tardanza -dijo, al fin, amoscado uno de los comerciantes. -¡Ni que hubieran ido a Roma por bulas! ¿Le parece a su señoría que vaya a buscar a sus familiares?

-Chí cheñó.

Y calándose el sombrero, salió el catalán desempedrando la calle.

En el palacio arzobispal supo que allí no había huésped mitrado, y que el obispo de Huamanga estaba muy tranquilo en su diócesis cuidando de su rebaño.

El hombre echó a correr vociferando como un loco, alborotose la calle de Bodegones, el almacén se llenó de curiosos para quienes Ramoncito era antiguo conocido, descubriose el pastel, y por vía de anticipo mientras llegaban los alguaciles, la emprendieron los catalanes a mojicones con el obispo de pega.

De eno es añadir que Chicheñó fue a chirona; pero reconocido por tonto de capirote, la justicia lo puso pronto en la calle.

En cuanto a los ladrones, hasta hoy (y ya hace un siglo), que yo sepa, no se ha tenido de ellos noticia.

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  —335→  
ArribaAbajo¡Ahí viene el Cuco!

Ya he referido en otra ocasión que aquella bendita anciana que para unos muchachos era mi tía Catita, y para otros mi abuela la tuerta, acostumbraba en la noche de luna congregar cerca de sí a todos los chicos y chicas del vecindario, embelesándolos, ya con una historieta de brujas o ánimas en pena, o ya con cuentos sobre antiguallas limeñas.

Una de esas noches antojósele a un nene llorar a moco tendido, pero lo hicieron callar con sólo decirle estas mágicas palabras: «¡Ahí está el cuco!».

Pásenme ustedes el limeñismo. Un purista habría dicho el coco; pero los que nos hemos destetado con champuz de agrio y mazamorra (también un purista diría masamora que árabe es el manjar) nacimos oyendo hablar del cuco, y lo que entra con el capillo sólo se va con el cerquillo, y ya estamos viejos para salir ahora, al cabo de los años mil, llamando coco al cuco.

El cuco es un personaje de capricho o fantasía, creado por el candor infantil y la marrullería de las viejas. Es un mochuelo que se le cuelga al vecino más feo del barrio o al sacristán de la parroquia que, farolito en mano y capa colorada sobre los hombros, pide para la cera de Nuestro Amo. Y cierto que por esas calles tropieza uno con fisonomías que parecen predestinadas para cucos o espantamuchachos.

Aquella noche, a propósito del «¡llamo al cuco!» nos contó la tía Catita, que cuando entró la patria comían pan en la calle Judíos nada menos que dos cucos. ¡Ave María Purísima!

Y como cada cuco fue sujeto de curiosa historia, con venia de ustedes lo consagraré especial capítulo.

I

ÑO VEINTEMIL

Hasta la época de San Martín ocupaba una de las que se denominaron Covachuelas, en las gradas de la catedral y calle de Judíos, un viejo español llamado D. José de Ormaza y, Coronel; pero nadie lo conocía sino por el apodo de ño Veintemil, y tanto era feo el macrobio, que su solo nombre bastaba para hacer dar diente con diente a los hombrecitos del   —336→   mañana. El anciano tenía conquistada su reputación de traganiños en cuatro cuadras a la redonda.

¿Cómo adquirió el apodo? Eso es lo único que me he propuesto relatar.

D. José de Ormaza y Coronel vino al Perú en los tiempos de Amat, y hallándose sin un maravedí ni de dónde le viniese, se encaminó una mañana a Palacio y solicitó audiencia del virrey. El mayordomo de servicio le preguntó su nombre para pasar aviso a su excelencia, y el visitante le contestó con mucha naturalidad:

-Anuncie usted a D. José de Amat.

El fámulo, creyendo por el apellido que se las había con un deudo de su señor, no anduvo con pies de plomo; y el virrey, imaginando que le hubiera llegado de improviso algún sobrino catalán, no se hizo tampoco remolón. La antesala no pasó de un minuto, lo que es maravilloso, no digo tratándose de un virrey, de suyo autorizado para andar con moratorias y ceremonias, sino de un presidente de nuestra era, obligado a gastar republicana llaneza.

-Dios guarde a vuecelencia -dijo el D. José.

-Y a usted también -contestó D. Manuel-. ¿Conque es usted un Amat?

-Sí, señor... y no, señor.

-No lo entiendo ¿Es usted Amat por parte de madre o de padre?

Ni por la sábana de arriba, ni por la sabana de abajo.

-¡Cómo! ¡Cómo! -murmuró el virrey.

-¿Cómo? Como vuecelencia lo oye. Yo soy Amat por mi voluntad, y no por la ajena.

-Explíquese usted.

-Sí, señor. He renunciado a mi apellido para adoptar el de vuecencia: primero, por la mucha admiración y cariño que me inspira la ilustre persona del libérrimo prócer, del integérrimo gobernante, del.....

-¡Basta, hombre, muchas gracias! Suprima lisonjas, que me apestan.

-Y segundo, porque aspiro a que vuecencia sea mi padre.

¡Hombre!¡Para paternidades estamos! ¡Buen zagalón de hijo voy a echarme encima! ¿Y sobre qué carga de agua y por qué? Vamos, explíquese usted pronto y claro, que el tiempo no me viene ancho, sino más estrecho que chupa de alguacil.

-Pues al grano, excelentísimo señor. Me han informado los paisanos de que vuecencia hace... así... por bajo de cuerda... sus negocillos...

-¡Yo! ¡Negocios! -exclamó el virrey empezando a perder los estribos.

-No hay para qué enfarolarse, señor excelentísimo. Tenga vuecencia confianza conmigo y no se me haga el de las malvas, que no soy ningún niño de la bola.

  —337→  

El virrey estaba alelado viendo tanta insolencia y sangre fría. El hombre continuó:

-Pues señor, los negocios limpios como el agua de pila. Traigo entre manos una especulación, que meses más, meses menos, nos dejaría un doscientos por ciento de provecho, y he venido a que para principiar me preste vuecencia veinte mil pesos, que yo se los pagaré con el interés que quiera señalarles.....

-¿De modo, señor mío -interrumpió D. Manuel de Amat y Juniet-, que para usted, el virrey del Perú es un comerciantito del codo a la mano que da plata a réditos?

-Por supuesto.

-¿Sí? Pues por descomedido o loco vaya usted a la cárcel, señor pariente, y busque otro padre a quien embaucar. ¡Vaya usted, ño Veintemil!

La escena se hizo pública y nació el apodo.

En su vejez era ño Veintemil lo que llamamos un loco manso; un ser inofensivo. Ocupábase en la venta de artículos de desecho, y pasaba la vida a tragos, debiendo a lo subido de su fealdad la reputación de cuco.

Vamos con su compañero de calle, que es personaje casi contemporáneo; pues viven muchos cristianos que lo conocieron y trataron.

II

D. TADEO LÓPEZ, EL CONDECORADO

En la calle de Judíos existe todavía un callejón que todos los limeños conocemos con el nombre de callejón de López. Su dueño, por los años de 1813, era un indio rechoncho, feo como una pesadilla, mujeriego, parrandista y muy palangana y metido a gente. En las fiestas, un tantico revolucionarias, dadas por los vecinos de Lima al conde de Vista-florida (o Vista-torcida, como era en realidad), y en las cuestiones o turbulencias entre el virrey Abascal y el mariscal de campo Villalta (a quien, de paso, consignaremos que debe su nombre la calle de Villalta), desempeñó nuestro indio el papel de jefe de club popular y orador de plazuela.

D. Tadeo López, que tal era su nombre, se desvivía por hablar sin ton ni son de política, y viniese o no a cuento, sacaba a lucir al noventa y tres y a Marat, Dantón y Robespierre, tuteaba a Voltaire y a Juan Jacobo, hablaba del libre examen y ponía al gobierno como trapo de cocina. Hoy pasaría D. Tadeo por uno de los muchos eruditos de cajetilla de cigarros que politiquean en la puerta de un café.

  —338→  

Desde 1809 había entrado furiosamente en Lima la moda de conspirar, y Abascal se veía moro para desenredar marañas.

Así de paso, y como quien quiere y no quiere, apuntaremos la historia de cierta conspiración a la que Abascal cortó el vuelo valiéndose de un expediente burlesco y despreciativo. Supo el virrey que en la celda de un padre oratoriano o de la congregación de San Felipe Neri se reunían todas las tardes, después de las cinco y con el pretexto de tomar una taza de café y echar una tanda de chaquete, varios caballeros, notables por su elevada posición y por su vocinglería contra el gobierno. Abascal llamó a un capitán de encapados o de policía, el cual, armado de una linterna sorda, se plantó desde las ocho de la noche, hora en que principiaban a despedirse los de la tertulia, en la puerta de San Pedro.

El primero que salió fue el padre Molero, prior de los agustinianos. El capitán abrió la linterna, le enderezó un rayo de luz sobre la cara, y le dijo:

-De parte de su excelencia el señor virrey, que pase su paternidad muy buenas noches.

El reverendo no tuvo aliento ni para contestar: «Así se las dé Dios».

Salió después un canónigo de muchas campanillas y muy gran demagogo; el capitán repitió lo del linternazo y lo de

-Señor canónigo, de parte del virrey, que tenga vuesa merced muy buenas noches.

Al canónigo le entró frío de terciana y apuró el paso.

A éste siguió el conde de San Juan de Lurigancho, famoso propagandista de las ideas revolucionarias, y también el de la linterna le espetó un.

-De parte de su excelencia, que tenga usía buenas noches, señor conde.

Y el de Lurigancho se persignó como quien tropieza con el demonio.

Y tras del conde salió otro, luego otros, hasta el número de quince conspiradores, y todos recibieron el cortés saludo.

Como la conciencia no estaba limpia, se dieron por notificados, y la conspiración se ahogó en su cuna; pues los jefes de ella se escamaron y no volvieron a la celda del padre oratoriano.

Otro gobernante asustadizo habría echado la zarpa encima a cuantos prójimos saliesen de San Pedro, y provocado con ello alarma y escándalo; pero Abascal se conformó con hacer la del gato, que maúlla y espanta a los ratones.

Aunque López no tenía chirumen para escribir, se decidió, contando con la péñola de algunos colegiales, a fundar un periódico revolucionario; pero a las primeras diligencias tropezó con el obstáculo de que ninguna de las cuatro imprentas que la ciudad poseía se allanaba a correr albures con el gobierno.

Otro habría desistido del propósito; pero para D. Tadeo López, fanatizado   —339→   con la política, todo inconveniente era parvedad de materia. Los cabildantes de Lima, que a la sazón vivían en lucha abierta con el virrey, azuzaban a López y le ofrecían no sólo el contingente de su influencia, sino también escritos de las primeras plumas del país. Además, el conde de la Vega del Ren, que era a las callandas el alma de la oposición, se comprometía a desatar la bolsa si llegaba el caso de que el editor necesitase acudir a ella. -El Peruano liberal no debía morir en proyecto. ¿Qué se habría hecho de López?

D. Tadeo buscó operarios, y como Dios le dio a entender, fundió tipos, empresa ardua y que hasta entonces jamás se había intentado en Lima. Y en justicia, pues tengo libritos impresos por López, debo apuntar que para ensayo la fundición salió bastante limpia.

Mérito y grande conquistose López por haber sido el primero que implantara en el país la fundición de tipos. Los amigos tocaron mucho bombo, platillo y chinesco, y el ilustre Cabildo de esta ciudad de los reyes, haciéndoles coro, en protección a la industria y en homenaje al ingenio decretó una medalla de oro con brillantes, en cuyo anverso se veía un cóndor y en el reverso esta inscripción:


EL CABILDO DE LIMA
A
D. TADEO LÓPEZ.
PREMIO AL MÉRITO.
AÑO DE 1813.

El Peruano liberal entró al fin en prensa. El artículo de fondo era una cantárida, como que lo había escrito sin encomendarse a Dios ni al diablo un muchacho fogoso, colegialito de San Carlos. Hablábase allí algo de autonomía y pueblo soberano, y de cadenas, y de águila caudal del pensamiento, y de Roma y de Esparta, y del buitre de Prometeo, y mucho de repiquetear nombres y símiles mitológicos,


«y aquello de las furias,
del león ibero y de las tres centurias»,

y todas esas frases de pirotécnica patriotera que echándolas a granel, sin orden ni concierto, producen, no un puchero ni una algarabía, sino un editorial del veintiocho de julio.

La calle estaba llena de gente esperando la aparición del periódico, D. Tadeo iba y venía con cara de pascua y más hinchado que un pavo, dando órdenes a cajistas, tintador y prensista y...; pero mejor es que ceda aquí la palabra al Sr. de Mendiburu, que en el precioso artículo que consagra a Abascal en su Diccionario Histórico, dice: «D. Tadeo tomó el   —340→   primer ejemplar estampado en raso blanco, como la primicia de los tipos fabricados en Lima, y seguido de pueblo con mucho alborozo y estruendo de cohetes, se dirigió al palacio con aquel presente, que visto por el virrey causó su justo enojo, despidiendo con rigor y amenazas a López, que tal vez ni había leído lo que iba impreso en el raso».

Mohíno regresó D. Tadeo a la imprenta y se puso a trinar contra el déspota; pero consoláronlo sus correligionarios con la esperanza de que muy pronto se armaría la gorda, y que, pues él acababa de ser víctima del odio del tirano, la patria agradecida sabría recompensarlo dándole la tajada que él prefiriera llevarse a la boca.

El Peruano liberal no hizo huesos viejos, y López tuvo que consagrar los tipos a la impresión de cartillas y catones, novenas y trisagios.

Pero el Cabildo no le había dado al editor una medalla para que la dejase criar moho y telarañas; y D. Tadeo pensó y caviló tanto en esto, que sacó en claro tener perfecto derecho para usarla.

Mandose hacer por el mejor sastre de Lima una casaca azul bordada de seda, y con pantalón a la rodilla, media filipina, zapato con virillas, espadín al cinto y sombrero de tres candiles, echose a la plaza un día de fiesta solemne, ostentando sobre el pecho la medalla. Creo que fue el Domingo de Ramos y en momentos de pasar por la catedral la procesión del borriquito, aquella en la que refieren que dijo un prójimo:


«Asno que a mi Dios lleváis,
¿quién tan feliz como vos?
Quiero ¡oh mi Dios! que me hagáis
como este burro en que vais.....
(y cuentan que lo oyó Dios)».

López, vestido de mojiganga, fue rechiflado por los muchachos, y para colmo de desventura, el virrey, que acompañado de su hija doña Ramona veía desde la baranda de la plaza desfilar la procesión, se informó de lo que ocasionaba el alboroto y mandó venir a su presencia al enmedallado.

-¿Quién lo ha autorizado, Sr. López -le preguntó Abascal- para usar condecoraciones?

-¿Quién me ha autorizado? Quien puede, excelentísimo señor: el ilustre Cabildo de Lima -contestó López con insolente aplomo-, haciendo a mis méritos la justicia que no ha querido hacerles vuecencia.

Abascal no pudo contenerse, y arrancándole del pecho la medalla y pisoteándola, le gritó:

-¡Fuera! ¡Fuera! Lárguese antes que lo mande a la cárcel.

Y el pobrete salió de palacio alicaído y turulato.

«Al día siguiente (dice Mendiburu) Abascal le devolvió la medalla   —341→   destruida a golpe de martillo, enviándole por separado los diamantes. Sobre todo esto hubo reconvenciones del virrey y explicaciones del Cabildo».

Y López se quedó sin medalla y para acabar de ridiculizarlo lo tomó a cargo el clérigo Larriva, poeta festivo de aquel tiempo. Con el título de La ridiculez andando escribió Larriva un chistoso entremés, cuyo protagonista es el asendereado impresor, y una muy graciosa silva, titulada El reverso de la medalla, en la que también sale mal librado D. Tadeo. Véase un fragmento de ésta:


«Canto tu cara torva y de vinagre,
tus cortos brazos y tu cuerpo tieso;
canto tu boca, que es boca de bagre,
tus ojos tuertos y nariz sin hueso.
Cántote vestidito
con uniforme azul de cabildante,
honor que pretendiera este maldito
por la imprenta de que otro es fabricante.
Canto el final y digno paradero
que tuvo tu medalla el mismo día
de habértela plantado; y aquí quiero
poner fin al proemio, musa mía».

D Tadeo López vivía aún en la época de Salaverry y había reemplazado a ño Veintemil en el empleo de ogro titular, traganiños o cuco de la calle de Judíos, con la diferencia de que éste no fue cascarrabias, como D. Tadeo.

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ArribaAbajoResurrecciones

I

Después de erigidas las parroquias del Sagrario y de Santa Ana, creyó el arzobispo Loayza, en 1561, necesario fundar la de San Sebastián, en la que andando los tiempos, debía Santa Rosa de Lima recibir el agua del bautismo.

Sólo dos años llevaba esta parroquia de creada cuando aconteció lo que vamos a referir.

Encontrábase en la feligresía un matrimonio en el que marido y mujer vivían siempre mal avenidos y arañándose como perro y gato, antes de que fray Martín de Porras realizara el milagro de hacerlos comer en la misma escudilla, acompañados de un pericote.

En una de las frecuentes peloteras, sufrió la mujer, que era de un geniazo de mil demonios, sofocón tan tremendo que se la convirtió en un tabardillo entripado; y no hubo más que administrarla, encerrar el cuerpo en el ataúd y conducir el bulto a San Sebastián.

El viudo, más alegre que unas pascuas, decía aquella misma noche a sus amigos: «Dios me ha venido a ver, librándome de esa serpiente de cascabel».

Y tan grande era su regocijo, que desató los cordones de la bolsa y pagó sin regatear un entierro de primera clase.

  —343→  

Era media noche cuando el sacristán fue muy alarmado a despertar al párroco, y le dijo que en el templo había ladrones o ánimas en pena, pues él acababa de sentir gran ruido y suspiros ahogados. Alarmose el cura, pidió auxilio a los vecinos, y acompañado de ellos penetró en la iglesia.

Ciertos eran los toros. La difunta se había escapado del ataúd y corría por la iglesia gritando como una loca.

Cuando, después de propinarla un cordial, lograron tranquilizarla y se convencieron los circunstantes de que la muerta, lejos de estarlo en regla, prometía vivir lo bastante para dar muchos malos ratos a su marido, resolvieron conducirla al domicilio conyugal.

Libre de penas roncaba el marido a pierna suelta, cuando el estrépito con que golpeaban la puerta lo hizo brincar del lecho y averiguar lo que ocurría. Casi se accidentó nuestro hombre al imponerse, no sólo de que su conjunta había resucitado, sino de que estaba allí reclamando su sitio en el hogar.

No puede ser. Yo no he cometido ningún pecado gordo para que Dios me castigue condenándome a mujer que, si antes era mala, háganse cargo de lo que habrá de ser ahora con las mañas aprendidas en el otro mundo. Y pues muerta salió de casa, viva no la recibo ni a balazos, aunque se empeñe el Cabildo.

No valieron reflexiones para hacerlo cambiar de resolución y que descorriese el cerrojo. El hombre no quiso apearse de su asno.

La mujer tuvo, al fin, que irse a casa de una caritativa vecina; y del proceso ante la curia, y que a la vista hemos tenido, consta que el marido se allanó a pasarla una pensión alimenticia, resignándose ella a encerrarse en el recién fundado monasterio de la Encarnación.

Ni por Dios ni por sus santos quiso el pícaro volver a ayuntarse con la resucitada.

Consta también que ese fue el primer caso ocurrido en Lima de haber vuelto a la vida persona tenida ya por difunta en concepto de médicos.

El vulgo atribuyó el suceso a milagro hecho por el cura de San Sebastián, cuya fama de virtud y santidad era por todos acatada.

II

Apuesto cualquier cosa, lector limeño, a que has oído, por lo menos en boca de tu abuela, el nombre de ño Bracamonte.

Tócame, pues, hacerte conocer a este sujeto, que por los tiempos de Abascal comía aún pan en esta hoy ciudad de embuchados civilistas y frangollos nacionalistas.

Ño Bracamonte era un insigne tocador de arpa y guitarra.

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La gente de la hebra no podía pasársela sin él. No se concebía jarana sin ño Bracamonte.

Donde él no estaba, la mejor parranda tenía el aspecto de un velorio.

Su nombre se recuerda todavía en unas coplas que canta el pueblo, y de las que sólo conservo en la memoria estas dos estrofillas:


«Ño Bracamonte
tiene un bastón
de caña hueca
con su listón.
Ño Bracamonte
tiene una china,
y la mantiene con gelatina».

En 1806 fueron unos mozos truenos a buscar a ño Bracamonte para llevarlo a una jaraneta por las Cinco Esquinas y lo hallaron en la cama, rígido como un tronco. En media hora corrió la noticia de un extremo a otro de la ciudad, y es fama que, en señal de duelo, no se oyó aquella noche sonar una sola cuerda de guitarra.

Al otro día se celebraban sus funerales en la capillita del Cercado, con asistencia de mucha gente de la cuerda. Dos rascadores de violín amigos del difunto y un flautista sin orejas formaban la orquesta.

De repente sentose el muerto, y gritó:

-¡Déjense de contradanza! ¡Baile alegre! ¡Baile alegre!

Esta resurrección puso en las nubes la fama de ño Bracamonte y dio que hablar por quince días. El pueblo lo calificó de inmortal, a juzgar por esta coplilla:


«Ño Bracamonte
no irá al choclón:
con él no puede
ni un torozón».

Cuatro o cinco años después ocurriósele volverse a morir. Esta vez parecía que la cosa iba de veras; pero al sacar el cuerpo de la iglesia de Santa Ana para conducirlo al cementerio, abrió tamaños ojos, y gritó:

-A mí no me gustan bufonadas, ¡canejo!

Los cargadores dejaron caer el cajón y se armó en la iglesia un barullo soberano.

  —345→  

Viejos existen en Lima que presenciaron el lance, y a su testimonio apelo.

A esta segunda resurrección se refiere la coplilla popular:


«Ño Bracamonte
se morirá,
cuando lo mande
su voluntá».

Por fin, a la tercera fue la vencida. No protestó y lo enterraron.

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