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ArribaAbajoAgua mansa

I

El teniente Mantilla, de húsares de Junín, habíase portado como un bravo en la guerra de Colombia y después en la del Perú. Era un llanero de las pampas de Venezuela, gran jinete y lanza certera. Nadie lo vio jugar en guarnición ni en campaña, y sus amigos se burlaban de él porque hacía ascos al aguardiente. Tan sólo las hijas de Eva lo hacían pecar de vez en cuando, y eso al vuelo, que no era el teniente hombre de echar raíces en ningún jardín ni de poner casa con azulejos a ninguna moza.

Era lo que se llama un oficial cuartelero, respetuoso con los superiores, cumplidor de su deber, y tenía la ordenanza en la punta de la uña. Dotado de un carácter servicial y benévolo, bautizáronlo sus compañeros, de quienes era muy querido, con el apodo de Agua mansa.

Su bravura la empleaba sólo en el campo de batalla; pero pasado el fragor de ésta, volvía a ser un buen muchacho, sin gota de hiel y listo siempre para hacer un favor a un camarada.

Tal es el retrato que de él me hizo el comandante Gatiesa, que fue alférez de su escuadrón.

Ahora voy a contar a ustedes el cómo de la mañana a la noche se convirtió el agua mansa en agua brava.

II

A principios de 1826, cuando la independencia del Perú era hecho consumado, pues apenas si quedaba en todo el territorio sombra de realista en armas, creyó el gobierno oportuno practicar arreglos en el personal del ejército, arreglos que por lo pronto dejaron sin colocación a una docena de oficiales.

El teniente Mantilla fue uno de los desventurados a quienes, por falta de padrino, la cesantía partió de medio a medio.

Pasó varios meses en Lima comiéndose los codos y esperando la bienaventuranza;   —347→   es decir, que el gobierno lo destinase en filas, que para oficinista no tenía vocación ni aptitudes el llanero.

Una mañana apurole la gazuza, se abotonó el raído uniforme, y paso a paso fue a estacionarse de plantón en la puerta del ministerio de Guerra.

Era a la sazón ministro del ramo el general D. Tomás Heres, antiguo capitán de Numancia y favorito de Bolívar, hombre de talento, audaz para la intriga, sereno en los combates y en ocasiones áspero de genio.

Ítem, Heres tenía un defecto físico: era tartamudo.

Monteagudo decía cariñosamente a Heres: «Es usted, amigo, un colombianito que amasa con todas las harinas», palabras con que elogiaba las buenas disposiciones de D. Tomás para la intriga. Sus cartas a Bolívar, publicadas recientemente en la colección O'Leary, confirman la opinión de Monteagudo. Algo de profético y siniestro hay siempre en su estilo; pues mes y medio antes de que el estadista argentino cayera bajo el puñal de un asesino, escribía Heres desde Chancay el 8 de diciembre de 1824:

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José de la Riva Agüero, primer presidente del Perú

«El pobre Monteagudo está como los apóstoles en el nacimiento del cristianismo: donde no los ahorcaban, los apedreaban. ¡Ojalá que el apostolado de Monteagudo no lo conduzca algún día al martirio!» Pero como hasta los profetas por inspirados que sean se equivocan, la erró de medio a medio su señoría cuando escribió esta otra frase: «Esta tierra del Perú no dará nunca dos cosechas». Digan los cosecheros contemporáneos cuántas ha dado.

Aquella mañana traía el señor ministro los nervios sublevados, cuando le salió al encuentro Mantilla, y cuadrándose militarmente, le dijo:

-Dios guarde a usía, mi general.

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-¿Qué dice el teniente?

-Señor, el teniente dice que no puede aguantar más miseria, que quiere volverse a Colombia, y ruega a usía que como paisano y jefe lo atienda y socorra mandándole dar las cuatro pagas que se le deben, para con ese dinerillo y la superior licencia, aviarse y no parar hasta su tierra.

-No hay plata -contestó con sequedad el ministro.

-¿Y cómo vivo, mi general?

-¡Qué sé yo! ¡Del aire!

-¿Del aire? -repitió Mantilla como interrogándose a sí mismo.

-Sí, señor, del aire... o échese usted a robar.

-¡Robar! -insistió escandalizado el llanero.

-¿Hablo latín? -repuso amoscado su señoría-. Sí, señor, métase a ladrón, que es un oficio como otro cualquiera.

-¿Sí, eh? Pues con su permiso, mi general.

Y el teniente Mantilla se llevó la mano a la gorra, saludó militarmente y se marchó a su posada.

III

Tres días después celebrábase en Lurín la fiesta de San Miguel, fiesta que duraba una semana, que era romería para los limeños, y en la que había corridas de toros, lidias de gallos, ancho jolgorio y timbirimba en grande. Hasta las ratas creo que emigraban de la capital.

El general Heres, que no sé si era jugador de ocasión o vicioso, estuvo en una de las bancas, y fuele tan halagüeña la suerte, que onza tras onza encerró doscientas peluconas en la maleta, colocó ésta en la grupa del caballo, y seguido de su ayudante y un par de soldados, emprendió a las seis de la tarde viaje de regreso a Lima, calculando hacer en cuatro horas y favorecido por la claridad de la luna las seis leguas que hay de travesía.

Al pasar los viajeros por el sitio llamado la Tablada, se encontraron de improviso rodeados de un grupo de diez jinetes, armados de daga y trabuco.

-¡Alto y pie a tierra! -gritó el capataz de la cuadrilla.

Heres calculó que toda resistencia era inútil y obedeció la intimación.

Acercósele el bandolero y lo dijo:

-Buenas noches, mi general. Moléstese en pasarme la maleta.

-¡Usted, teniente Mantilla! ¡Un vencedor en Junín! ¡Usted, mi teniente!   —349→   -exclamó D. Tomás tartamudeando de sorpresa al reconocer al sujeto.

-Yo mismo, mi general. Usía me mandó que robase; y yo, que nunca puse peros a las órdenes del superior, he obedecido como previene la ordenanza. La subordinación antes que todo, mi general. Ahora conversemos menos y déme la mosca.

No hubo circunloquio valedero, y la maleta cambió de dueño.

IV

Tal fue el primer robo en despoblado que hizo el famoso capitán de ladrones Agua mansa, cuadrilla fue hasta 1829 el terror de los caminantes.

La afición a las ninfas del toma y daca lo perdió al fin. Una Dalila que habitaba un cuarto de reja en la acera fronteriza a la iglesia de Santo Tomás lo entregó inerme a la policía.

Quince días después fue fusilado Mantilla en la plaza de Santa Ana.




ArribaAbajoUna chanza de inocentes

Ha pocos días que cayó bajo mis ojos un artículo del escritor boliviano D. C. Balsa, en que a propósito de los chascos a que el 28 de diciembre está expuesto el prójimo que no tiene el calendario en la punta de la uña, refiere la broma que tres lindas chuquisaqueñas le dieron nada menos que al Libertador Bolívar. Sabido es que en ese día conmemora la cristiandad la bárbara degollina de los inocentes, cuyo número, según San Juan, subió a la enorme cifra de ciento cuarenta y cuatro mil parvulitos, todos en condición de paladeo y destete.

El jueves de compadres y el 28 de diciembre son días en los que es lícito pegar un petardo, cuya grosería se disimula por medio de una décima o de un romancillo.

En el día de Inocentes no sólo se impone contribución al bolsillo, sino que suelen sacarle a un hombre los colores a la cara haciéndole tragar confites de acíbar, beber té salado o mascar buñuelos de algodón. Y aguante   —350→   usted la rechifla y sonríase al oír en una boca como un azucarillo estas palabras:


«Sea constante y corriente
y quede ejecutoriado,
sin correrse más traslado,
que es usted un... inocente».

«Mal de muchos consuelo de bobos», dice el refrán, y yo digo que los pequeños no debemos rasgar sangre al ser víctimas de chanzas pesadas, cuando los prohombres han tenido que soportarlas, bien que refunfuñando y mordiéndose los labios. Y si no, oigan ustedes lo que cuenta Balsa y que yo referiré como Dios me ayude.

Días llevaba ya de permanencia en Chuquisaca D. Simón Bolívar, cuando en la mañana del 28 de diciembre de 1825 y en momentos de sentarse a la mesa llegó hasta él un indiecito conduciendo una sopera de plata, y le dijo:

-Mis señoritas Calvimontes le envían a su merced este chupe de leche para el almuerzo.

Las señoritas Calvimontes pertenecían a una de las más ricas y aristocráticas familias del país.

Bolívar que, como es notorio, se pirraba por las hijas de Eva, feas o bonitas, pues sobre este punto era de anchas tragaderas, sonriose ligeramente y contestó:

-Di a tus patronas que estimo su cariño.

Y volviéndose hacia su ayudante, añadió:

-Coronel, déle a este muchacho un par de pesos.

El indiecito se retiró con cara de pascuas; mientras el Libertador y sus comensales daban principio al almuerzo.

Llegó el momento de embestir al chupe de leche, y destapada la sopera viose que el contenido de ella era de imposible masticación. La sopera encerraba una guirnalda de filigrana de plata, adornada con flores de oro. D. Simón dijo entonces:

-Estas Calvimontes son tan lindas como traviesas. Iré luego a visitarlas. Me llenan el ojo más que la guirnalda.

Pero en el fondo de la sopera había una tarjeta, y Bolívar empezó a leerla para sí. A medida que adelantaba en la lectura, la fisonomía del Libertador se alteraba, y al terminar estrujó entre sus manos la vitela, lanzando su favorita exclamación:

-¡La pim... pinela!

Bolívar se levantó de la mesa con marcado mal humor, y se dispuso, no para hacer una visita a las hechiceras Calvimontes, sino para abandonar la ciudad.

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Al retirarse de Chuquisaca mandó devolver la guirnalda a las obsequiosas jóvenes. Véase la tarjeta que exaltó la bilis de D. Simón:




Epitafio


    Aquí yace la inocencia
en un letargo profundo:
no se la busque en el mundo
porque perdió la existencia.
    Pasajero, tu presencia
puede causarle rubor:
no perturbes el sopor
de sus generosos manes;
auséntate, no profanes
este túmulo de honor.

Los dos últimos versos, sobre todo, dice Balsa, se lo atragantaron a Bolívar y no los pudo pasar. «A buen entendedor, con media palabra basta». El Libertador vio en la décima algo que no era chanza de inocentes angelitos.




ArribaAbajoA muerto me huele el godo

Como estribillo popular he oído muchas veces, en boca de las viejas, esta frase: A muerto me huele el godo, y averiguando su origen, hízome el siguiente relato un respetable anciano que fue alférez en el Imperial Alejandro, número 45. Tócame sólo añadir que gran parte del relato está de acuerdo con los documentos históricos que he podido consultar.

Maestro de escuela en el pueblo de Pichigua, provincia de Aymaraes, era en 1823 un viejo de carácter extravagante y que llevaba cerca de veinte años de residencia en el lugar. Nadie sabía de dónde era oriundo, pues habíase aparecido en el pueblo como caído de las nubes, y obtenido de la autoridad diez pesos de sueldo al mes por la tarea de enseñar primeras letras y doctrina cristiana a los muchachos.

Pichigua en 1823 era un pueblecito habitado por ochocientos indios. Hoy su población apenas alcanza a la mitad. Por aquel tiempo presentose una mañana en el pueblo el coronel don Tomás Barandalla con dos compañías del regimiento Imperial Alejandro; y los indios de Pichigua, que eran tenaces realistas, lo recibieron con entusiastas aclamaciones.

Barandalla vino al Perú en 1815 como capitán de Extremadura, regimiento que, a fines de ese año y por cuestión de pagas, se amotinó en Lima, volviendo al orden, gracias a la energía de Abascal. El virrey castigó a los sublevados, y para restablecer la disciplina disolvió el cuerpo,   —352→   dejando subsistentes sólo dos compañías que sirvieron de base para formar el Imperial Alejandro, del que ya en 1823 era Barandalla coronel.

Hallábase éste, luciendo sus bigotes a la borgoñona y vestido de gran uniforme, en el corredor de la casa del cura D. Isidro Segovia, recibiendo las felicitaciones de los principales vecinos de Pichigua, cuando se detuvo en la puerta de calle un vejezuelo envuelto en una raída capa de bayetón del Cuzco. Cerca de él había un grupo de indios con la cabeza descubierta y contemplando alelados al bizarro coronel.

El viejo permaneció sin quitarse el sombrero, y mirando a Barandalla con aire despreciativo, dijo a los del grupo:

-A muerto me huele el godo.- Y aludiendo a la, intimidad que parecía existir entre el cura Segovia y el jefe español, añadió: -Abad y ballestero, mal para los moros.

Oyolo un espía del coronel, y acercándose a éste, le dio el chisme. Barandalla miró hacia la puerta y se fijó en el viejo, que continuaba con el sombrero encasquetado y sonriendo desdeñosamente.

-¿Quién es ese hombre de capa? -preguntó el coronel a uno de los vecinos.

-Señor, un pobre diablo: es el maestro de escuela.

-Cara tiene de insurgente -y volviéndose a uno de sus oficiales, añadió Barandalla-: tómelo usted y fusílelo.

El cura y algunos vecinos se atrevieron a despegar los labios abogando por el sentenciado; pero Barandalla se mantuvo firme. El dómine no opuso la más leve resistencia, y se dejó amarrar, murmurando siempre:

-A muerto me huele el godo.....

-Pues el que huele a muerto es el viejo insolente, y tanto que voy a fusilarlo -le interrumpió el oficial.

-¡Bueno, bueno! -contestó el viejo sin inmutarse-. El que yo huela a muerto no quita lo otro. -Y volviéndose al grupo popular, dijo en voz alta: -Hijos míos: no me mata Barandalla, sino la justicia de Dios. Hoy cumplen veinte años que en Huaylas maté a puñaladas a mi mujer, a mi suegra y a mis hijos. El que la hizo que la pague, y Dios se apiade de mi alma.

Un mes después el virrey La Serna firmó en el Cuzco algunos ascensos, y Barandalla obtuvo el de brigadier, quizá en premio de sus feroces acciones. Barandalla fue, el fusilador del cura Cerda, párroco del pueblo de Reyes, en Junín. El hombre era como para pagarlo por diezmo al diablo.

Pero desde el día en que el maestro de escuela le avisó que olía a muerto, empezó a sufrir de una extraña dolencia que lo llevó a la tumba en 1824, poco antes de la batalla de Ayacucho y justamente al cumplirse al año del fusilamiento del viejo.

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ArribaAbajoOrigen de una industria

Pueblo reacio para adherirse a la causa de la independencia fue el de Moyobamba. Los moyobambinos, azuzados por el obispo de Maynas Rangel, tenían a orgullo ser más realistas que el rey. El obispo había excomulgado a los patriotas, y el moyobambino no quería perder su parte en el cielo por meterse en novelerías de patria y libertad, invenciones de los herejes insurgentes, como predicaba el buen mitrado.

Cuando San Martín desembarcó en Pisco, presentósele D. Pedro Noriega, comerciante de Moyobamba, quien ofreció al Protector atraer a sus paisanos a la buena causa. San Martín lo autorizó para que, al pasar por Cajamarca, tomase cuarenta soldados y con ellos acometiese la que se creía facilísima empresa.

Noriega, ocupó el cuartel que le abandonaron los doce hombres de la guarnición realista, que en ese día se encontraban en Moyobamba. La guarnición del territorio de Maynas era de ciento treinta soldados, distribuidos en diversas poblaciones.

El vecindario acogió con frialdad a Noriega, y aquella misma noche armáronse los doce realistas, cayeron de improviso sobre los expedicionarios, que dormían a pierna suelta, y dieron cuenta de ellos. Noriega logró   —354→   escapar por el momento y esconderse dentro de un horno; pero descubierto al día siguiente, fue fusilado por el pueblo.

El sargento Cárdenas, que mandaba la guarnición de Putumayo, creyó propicia la oportunidad para emprender campaña contra los patriotas de Chachapoyas y Cajamarca. En poco tiempo organizó una columna de ochocientos hombres, y se apoderó por pocas horas de la ciudad de Chachapoyas, después de cruda resistencia de los moradores. Socorridos éstos por dos compañías del batallón Numancia, destacadas de Cajamarca, trabose nuevo combate en Igos-urco, quedando derrotados los realistas y muerto el sargento Cárdenas.

Después de este desastre, los moyobambinos tuvieron que gritar «¡viva la patria!» Mas apenas se alejaron las tropas insurgentes, cuando estalló la reacción a la voz de «¡viva el rey!» El comandante Alvariño logró someterlos a la obediencia, pero al retirarse para Cajamarca, tuvo aviso de nueva revolución. Esta fue, un mes más tarde, sofocada por el comandante Egúzquiza, pero para repetirse con mayores bríos en 1824.

El gobierno dispuso entonces que el coronel D. Nicolás Arriola, al mando de seiscientos veteranos, fuese a someter a los belicosos moyobambinos.

Arriola se situó en Rioja, a cinco leguas de Moyobamba, y envió un parlamentario a la ciudad. Una señora de la aristocracia del lugar, doña Eulalia Ríos, proclamó a sus paisanos excitándolos a la resistencia, e inmediatamente los vecinos, con excepción de niños y gente decrépita, corrieron a armarse. Encabezados por D. Fernando Sánchez y D. Eustaquio Babilonia, salieron a buscar al enemigo y muy resueltos a presentar batalla; pero en la marcha les cayó un tremendo chaparrón, y viéndose con las municiones mojadas se detuvieron en la Habana, esperando poder secar allí la pólvora o renovar el parque. Mas Arriola, que permanecía en Rioja, pueblo distante tres leguas de la Habana, tuvo oportunamente aviso del contratiempo y no les dejó espacio para nada, pues a las cinco horas se les apareció con su aguerrida tropa. Los realistas mayobambinos se batieron desesperadamente; mas viéronse en breve arrollados y puestos en fuga, cayendo prisionero el cabecilla Sánchez, quien fue fusilado sin ceremonia.

Inmediatamente avanzó Arriola sobre Moyobamba; encontró la ciudad casi desierta, y sus soldados destruyeron la casa que había habitado el obispo Rangel, casa cuyo terreno forma hoy la plaza del Mercado.

Al retirarse el tremendo Arriola, el azote de los realistas en esas regiones, dejó por gobernador a D. Damián Yepes, quien después de Ayacucho fue reemplazado por el sargento mayor D. Damián Nájar, natural de Guayaquil. Si querido fue Damián primero, no tuvo menor fortuna Damián   —355→   segundo, a juzgar por esta copla que cantaban las moyobambinas.


«Damián de Damián renace,
como el fénix en su nido:
pues el Damián que ha venido
siempre en todo nos complace».

Era el nuevo gobernador D. Damián Nájar hombre de carácter sagaz, y supo conquistarse el cariño del vecindario, cariño que acabó de afianzar por su matrimonio con una moyobambina, hija de familia tan principal e influyente como era la de doña Eulalia, la entusiasta defensora de la causa de su majestad.

Este enlace vino a ser como una fusión entre realistas y republicanos. Desde ese día nadie volvió a acordarse en Moyobamba de Fernando VII.

Sucedíanse los mandatarios en la capital del Perú, y ninguno hasta 1850 pensó en relevar a Nájar, quien parecía nacido para gobernador perpetuo de Moyobamba. Verdad es que tampoco le daban un ascenso en su carrera militar, lo que prueba que Moyobamba era tenida por el último rincón de la casa, creencia de todo punto infundada.

Por entonces, y parece que huyendo de la justicia de su país, llegaron a Moyobamba tres guayaquileños, a los que su paisano Nájar acogió con benevolencia y comprometió para que se avecindasen en el lugar.

El oficio que los nuevos vecinos habían ejercido en Guayaquil era el de tejedores de sombreros, y encontrando a las márgenes del Mayu abundancia de la paja llamada bombonaje, decidieron ocuparse en su antigua industria. Nájar les pidió que enseñasen a los muchachos del pueblo; y siendo fácil y entretenido el aprendizaje, antes de un año hasta las mujeres eran diestras tejedoras de sombreros.

Moyobamba cambió como por encanto, pues tuvo una fuente de riqueza en la nueva industria. Hasta 1850 la producción anual de sombreros fluctuaba entre veinticinco y treinta mil, que se expendían en Huánuco, Huaraz y Lima, extendiéndose tal comercio hasta los puertos de Chile.

Y pues de industrias se trata, demos a la ligera noticia de unir que actualmente es la que más pingües rendimientos produce. La industria azucarera.

La caña de azúcar no era conocida en el Perú en tiempo de la conquista, y fue en 1570 cuando tuvimos las primeras plantaciones. El azúcar que consumíamos en Lima era traído de Méjico.

El primer ingenio se estableció en una hacienda del valle de Huánuco; mas no pudiendo competir el azúcar que él producía con la mejicana   —356→   por su abundancia y baratura, recurrió el dueño del ingenio a un hábil ardid; y fue éste enviar a Méjico un navío cargado de azúcar huanuqueña. Los productores mejicanos tragaron el anzuelo; porque supusieron que para enviarles del Perú azúcar, que era como quien dice enviar rosarios a Berbería, se requería que la producción fuese abundantísima y que en cuanto a precio estuviese por los suelos. Cesaron, pues, de venir cargamentos de Acapulco, y la industria azucarera empezó a florecer; y ha progresado tanto, que hoy decir azucarero equivale a decir millonario.

Bajo la administración del presidente general Echenique empezó para Moyobamba una lluvia de oro que duró hasta 1871. El tratado con el Brasil, a la vez que hacía práctica la navegación de los ríos, daba franquicias aduaneras a los ribereños para la exportación de productos. Don Ireneo Evangelista de Souza, hoy barón de Maguá, estableció una línea de vaporcitos brasileros, y los moyobambinos tuvieron en la plaza del Pará un espléndido mercado para la venta de sombreros. La producción no bajó en ninguno de esos años de cien mil sombreros, que dejaban al comerciante moyobambino un provecho neto de sesenta por ciento.

Sombrero manufacturado en Moyobamba hemos visto por el que se pagó en el Pará la suma de doscientos cincuenta mil reis. Tan delicado era el tejido y tan consistente el batán.

Hoy la industria decae por la competencia que la paja de Italia hace al bombonaje, y los inteligentes y laboriosos moyobambinos buscan en la agricultura el restablecimiento de su pasada prosperidad. Tenemos fe en que lo alcanzarán. Omnia labor vincit.

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ArribaAbajoUna aventura amorosa del padre Chuecas

I

Sí, señor ¿Y por qué no he de contar aventuras de un fraile que si pecó, murió arrepentido y como bueno? Vamos a ver, ¿por qué?

Vaya. ¡Pues no faltaba más! Coronista soy, y allá donde pesco una agudeza, a plaza la saco; que en mi derecho estoy y no cobro alcabala para ejercerlo.

Dejo para otros ingenios la tarea de escribir la biografía del padre Chuecas, que, ni abundo en datos ni en voluntad por ahora. Sin embargo, consignaré lo poco que sobre su vida he alcanzado a sacar en limpio de los apuntamientos que existen en el archivo de los padres seráficos.

Fray Mateo Chuecas y Espinosa nació en Lima el 20 de septiembre de 1788, y vistió el hábito de novicio el 8 de julio de 1802. A los diez y ocho años de edad era tenido por uno de los primeros latinistas de Lima, y manejaba el hexámetro y el pentámetro con el mismo desenfado que el mejor de los poetas clásicos del Lacio.

Desgraciadamente, desde los claustros del noviciado, empezó a revelar, con la frecuencia de sus escapatorias escalando muros, tendencia al libertinaje.

Apenas ordenado de subdiácono, hizo tales locuras que el provincial, por vía de castigo, tuvo que enviarlo a las misiones de la montaña, donde en una ocasión salvó milagrosamente de ser destrozado por un tigre y en otra de ahogarse en el Amazonas.

Regresó a su convento algo reformado en costumbres, recibió la orden del sacerdocio, y durante el primer año desempeñó el cargo de maestro do novicios; pero cansose pronto de la vida austera y se lanzó a dar escándalo por mayor.

La sociedad que él prefería era la de los militares, lo que prueba que su paternidad había equivocado la vocación.

Del padre Chuecas podía decirse lo que el tirano Lope de Aguirre, refiriéndose a los frailes del Perú en 1560, consigna en la célebre carta que   —358→   dirigió al rey Felipe II: La vida de los frailes es tan áspera, que cada uno tiene por cilicio y penitencia una docena de mozas.

Jugador impertérrito y libertino como un Tenorio, encontrábase rara vez en su convento y con frecuencia en los garitos y lupanares. Manejaba la daga y el puñal con la destreza y agilidad de un maestro de armas; y cuando en una jarana se armaba pendencia y él estaba en copas, no escapaban de puñalada recia y corte limpio ni las cuerdas de la guitarra.

Gran parte del año la pasaba el padre Chuecas recluso por mandato de sus superiores en la Recolección de los descalzos. Entonces consagrábase al estudio y robustecía su reputación de profundo teólogo y no eximio humanista. Él, que por su talento e ilustración era digno de merecer las consideraciones sociales y de aspirar a los primeros cargos en su comunidad, prefirió conquistarse renombre de libertino; pues tan luego como era puesto en libertad, volvía con nuevos bríos a las antiguas mañas. La moral era para Chuecas otra tela de Penélope; pues si avanzaba algo en el buen camino durante los meses de encierro, lo desandaba al poner la planta en los barrios alegres de la ciudad.

El que esto escribe conoció al padre Chuecas (ya bastante duro de cocer, pues frisaba en los sesenta) allá por los años de 1860. El franciscano no era ya ni sombra de lo que la fama vocinglera contaba de él. Casi ciego, apenas si salía de su celda; y gustaba conversar sobre literatura clásica, en la que era sólidamente conocedor. Evitaba hablar de los versos que hablar escrito, y hurgado un día por nuestra entonces juvenil cháchara, nos dijo: «Las musas, y las mozas fueron mi diablo y mi flaco: hoy las abomino y hago la cruz: basta de escándalo». El padre Chuecas estaba en la época del arrepentimiento y de la penitencia: había condenado a la hoguera sus versos latinos y castellanos. Debímosle el obsequio de un libro, ingenioso por la abundancia de retruécanos, titulado Vida de San Benito escrita en seguidillas. Recordamos que el poeta autor del libro se apellidaba Benegassi Luján, y que las seguidillas, que excedían de trescientas, nos parecieron muy graciosas y muy bien ejecutadas.

Fue el padre Chuecas quien nos contó que para, catequizar a un curaca salvaje, lo llevaron a una capilla en momentos de celebrase misa, y concluida ésta le preguntaron que le había parecido la misa.

-Tiene de todo su poquito -contestó el curaca-. Su poquito de comer, su poquito de beber y su poquito de dormir.

Las producciones del padre Chuecas se han perdido, y apenas si algunas de sus chispeantes letrillas se conservan en listines de toros, en la memoria del pueblo o en el archivo de tal cual aficionado a antiguallas. Ocho o diez de sus composiciones religiosas existen manuscritas en poder de un franciscano.

  —359→  

En nuestro archivo particular conservamos autógrafa la siguiente glosa, bellísima bajo varios conceptos:


«En esta vida prestada,
que es de la ciencia la llave,
quien sabe salvarse, sabe,
y el que no, no sabe nada.
    ¿Qué se hicieron de Sansón
las fuerzas que en sí mantuvo,
y la belleza que tuvo
aquel soberbio Absalón?
¿La ciencia de Salomón
no es de todos alabada?
¿Dónde está depositada?
¿Qué se hizo? ¡Ya no parece!
Luego nada permanece
en esta vida prestada.
    De Aristóteles la ciencia.
del gran Platón el saber,
¿qué es lo que han venido a ser?
¡Pura apariencia! ¡Apariencia!
Sólo en Dios hay suficiencia;
sólo Dios todo lo sabe;
nadie en el mundo se alabe
ignorante de su fin.
Así lo dice Agustín,
que es de la ciencia la llave.
    Todos los sabios quisieron
ser grandes en el saber;
que lo fueron, no hay que hacer,
según ellos se creyeron.
Quizás muchos se perdieron
por no ir en segura nave,
camino inseguro y grave
si en Dios no fundan su ciencia,
pues me dice la experiencia
quien sabe salvarse, sabe.
    Si no se apoya el saber
en la tranquila conciencia,
de nada sirve la ciencia
condenada a perecer.
Sólo el que sabe obtener,
por una vida arreglada
un asiento en la morada
de la celestial Sión,
sabe más que Salomón,
y el que no, no sabe nada».

El autor de un bonito y espiritual artículo, que con el título Bohemia literaria apareció en un almanaque para 1878, dice: «¡Aquí está el   —360→   padre Chuecas! Y un murmullo de contento y admiración recorría el círculo de color honesto que formaba una jarana. Y tenían razón. Nadie como el padre Chuecas sabía improvisar esos sencillos y elocuentes cantares, que son el lenguaje con que expresa el pueblo su pasión amorosa. Sus canciones animaban en el acto la tambarria, y repetidas a golpe de caja, arpa y guitarra por los concurrentes, pasaban a todos los arrabales de Lima. Tenía algunos puntos de contacto con el célebre cura que pinta Espronceda en su Diablo-Mundo, y sus consejos, que no escaseaba a los poetas populares, tenían gran analogía con los que daba el padre de la Salada al imberbe Adán».

El padre Chuecas, si la memoria no nos engaña, vivió hasta 1868, poco más o menos. Su muerte fue tan penitente como licenciosa había sido su juventud.

Todavía existe en el convento de los descalzos un fresco, de pobre pincel, representando a Cristo sentado en un banquillo y apoyado el codo sobre una mesa. Debajo se lee esta redondilla del padre Chuecas:


«El verme así no te asombre,
porque es mi amor tan sin par,
que aquí me he puesto a pensar
si hay más que hacer por el hombre».

Pasemos a la tradición, ya que a grandes rasgos queda dibujado el protagonista.

II

Por los tiempos en que el padre Chuecas andaba tras la flor del berro y parodiando en lo conquistador a Hernán Cortés, vivía en la calle de Malambo una mocita, de medio pelo y todavía en estado de merecer. De ella podía decirse:


«Mal hizo en tenerte sola
la gran perra de su madre;
preciosuras como tú
se deben tener a pares».

Llamábase la chica Nieves Frías, y no me digan que invento nombre y apellido, pues hay mucha gente que conoció a la individua, y a su testimonio apelo. Su paternidad el franciscano bailaba el Agua de nieve por adueñarse del corazón de la muchacha, y en vía de cantar victoria   —361→   estaba, cuando se le atravesó en la empresa un argentino, traficante en mulas, hombre burdo, pero muy provisto de monedas.

Llegó el cumpleaños de Nieves Frías, que era bonita como una pascua de flores, y como era consiguiente hubo bodorrio en la casa y zamacueca borrascosa.

Habíanse ya trasegado a los estómagos muchas botellas del buscapleitos, cuando antojósele a la vieja, que viejas son pedigüeñas, pedir que brindase el padre Chuecas.

-Eso es, que diga algo fray Mateo -exclamaron en coro las muchachas, que gustan siempre de oír palabritas de almíbar.

-¡Acurrucutú manteca! añadió haciendo piruetas un mocito de la hebra-. Y que brinde con pie forzado.

-¡Sí!¡Sí! ¡Que brinde! ¡Que le den el pie! -gritaron hombres y mujeres.

El padre Chuecas, sin hacerse de rogar, se sirvió una copa y pidió el pie forzado. La madre de la niña, que por aquello de dádivas quebrantan peñas, favorecía las pretensiones del ricachón argentino, dijo:

-Padre, tome este pie: Córdoba del Tucumán.

El franciscano se paró delante de la Dulcinea y dijo con clara entonación:


«Brindo, preciosa doncella,
porque en tus pómulos rojos,
jamás contemplen mis ojos
de las lágrimas la huella.
Brindo, en fin, porque tu estrella
que atrae como el imán
a tanto y tanto galán
que se embelesa en tu cara,
nunca brille alegre para
Córdoba del Tucumán».

Un aplauso estrepitoso acogió la bien repiqueteada décima, y el satirizado pretendiente, aunque tragando saliva, tuvo que sonreír y dar un ¡bravo! al improvisador. Llegole turno de brindar, y quiso también echarla de poeta o payador gaucho con esta redondilla o quisicosa sin rima ni medida, pero de muy explícito concepto:


«Brindo por el bien que adoro,
y para que sepan todos
que el amor se hizo para los hombres,
y para los frailes se hizo el coro».

Ello no era verso, ni con mucho, pero era una banderilla de fuego sobre   —362→   el cerviguillo de Chuecas. Éste no aguantó la púa y corcoveó en el acto:


«Cordobés infelice que al Parnaso,
por numen chabacano conducido,
pretendiste ascender... ¡detente, huaso!
no profanes sus cumbres atrevido,
advierte que la lira no es el lazo;
pues, quizá temerario has presumido
que son las Musas, a las que haces guerra,
las mulas que amansabas en tu tierra»,

Una carcajada general y un ¡viva el padre! contestaron a la valiente octava. El argentino perdió los estribos de la sangre fría, y desenfundando el alfiler o limpiadientes, se fue sobre el fraile, quien esperaba la embestida daga en mano. Armose la marimorena: chillaron las mujeres y arremolináronse los hombres. Por fortuna la policía acudió a tiempo para impedir que los adversarios se abriesen ojales en el pellejo y los condujo a chirona.

El padre Chuecas pasó seis meses de destierro en Huaraz. A su regreso supo que la paloma había emprendido vuelo a Córdoba de Tucumán.




ArribaAbajoEntre libertador y dictador
(A Julio S. Hernández)


I

Estando de sobremesa el Libertador Bolívar en Chuquisaca, allá por los años de 1825, versó la conversación sobre las excentricidades del doctor Francia, el temerario dictador del Paraguay.

Lo que algunos comensales referían sobre aquel sombrío tirano, que se asemejaba a Luis XI en lo de tener por favorito a su barbero Bejarano, despertó en el más alto grado la curiosidad de Bolívar.

-Señores -dijo el Libertador-, daré un ascenso al oficial que se anime a llevar una carta mía para el gobernador del Paraguay, entregarla en propia mano y traerme la respuesta.

El capitán Ruiz se puso de pie y contestó:

-Estoy a las órdenes de vuecelencia.

  —363→  

II

Al día siguiente, acompañado de una escolta de veinticinco soldados, emprendió Ruiz el camino de Tarifa para atravesar el Chaco. Después de un largo mes de fatigas, llegaron a Candelaria en el alto Paraguay, donde existía una guardia fronteriza que desarmó a la escolta sin permitirla pasar adelante. El oficial paraguayo, custodio de la frontera, envió inmediatamente un chasqui al gobierno con el aviso de lo que ocurría.

Francia le mandó instrucciones; y el capitán Ruiz, acompañado de dos jinetes paraguayos, que no hablaban español, sino guaraní, continuó viaje hasta la Asunción, sin que en el tránsito se le dejara comunicar con nadie.

Pasó Ruiz por algunas calles de la capital hasta llegar al palacio del dictador, donde sin permitírsele apear del caballo, tuvo que entregar al oficial de guardia el pliego de que era conductor.

Una hora después salió éste. Dio a Ruiz una carta sellada y lacrada, que contenía la respuesta del dictador a Bolívar, y el sobre del oficio, con estas palabras de letra del autócrata paraguayo:

Llegó a las doce. -Despachado a la una, con oficio-. FRANCIA.

III

El capitán volvió grupa, escoltado por los dos vigilantes paraguayos, que no se apartaron un minuto de su lado hasta llegar a Candelaria, donde lo esperaban los veinticinco hombres de su escolta.

Después de mil contratiempos, naturales a camino tan penoso como el del desierto Chaco, puso Ruiz en manos del Libertador la ansiada correspondencia, y obtuvo el ascenso, leal y honrosamente merecido.

Los compañeros de armas de Ruiz acudieron presurosos a su alojamiento, esperando oír de su boca descripciones pintorescas del país paraguayo y estupendos informes sobre la persona del enigmático dictador.

-¿Qué ha visto por allá, compañero?

-Árboles, arroyos y dos soldados que me custodiaban.

-¿Nada más?

-Nada más.

-¿Qué ha oído en ese pueblo? ¿Qué se dice de nosotros?

-No he oído más que el zumbar del viento; con nadie he hablado; sólo mis dos guardianes hablaban; y como lo hacían en guaraní, no les comprendí jota.

  —364→  

-¿Y Francia? ¿Qué tal se portó con usted? ¿Es bajo?¿Es alto? ¿Es feo? ¿Es buen mozo? En fin, díganos algo.

-¿Qué les he de decir, si yo no he conocido al dictador, ni he pasado del patio de su casa, ni visto de la ciudad sino cuatro o cinco calles, y eso al galope, más tristes que un cementerio?

El despotismo extravagante del doctor Francia estuvo más arriba que la curiosidad burlesca del Libertador.

IV

La biografía del dictador paraguayo y las vagas noticias que de las atrocidades que ejecutó han llegado hasta nosotros los peruanos, dan a ese personaje y a su pueblo un no sé qué de inverosímil y fabuloso. El libro del médico suizo Rengger, el del literato español D. Ildefonso Bermejo, el del inglés Robertson y el opúsculo del argentino D. Pedro Somellera, enemigo político y personal del doctor Francia, era cuanto medianamente autorizado podíamos consultar para formarnos concepto del Paraguay y del régimen dictatorial que, a poco de la caída en 1811 del gobernador español D. Bernardo Velasco, implantara un doctor en teología.

Realizada la independencia del Paraguay, se confirió el gobierno del país a dos cónsules: el comandante D. Fulgencio Yegros, que se sentaba en un cómodo sillón de vaqueta llamado la curul de Pompeyo, y el doctor D. Gaspar Rodríguez Francia, que ocupaba la curul de César.

En 1814 César echó la zancadilla a Pompeyo, y se erigió dictador. «Desde ese momento -dicen sus imparciales biógrafos Rengger y Longchamp- Francia cambió de vida, abandonando por completo el juego y las mujeres, y ostentando, hasta la muerte, la mayor austeridad de costumbres en su existencia doméstica».

En los primeros años de su gobierno, el dictador profesaba la doctrina de la inviolabilidad de la vida humana: no levantaba cadalsos, pero aplicaba el tormento a sus enemigos, y hacía ostentación de refinada crueldad. Pidió un preso que se le mandase cambiar de grillos, y Francia contestó: «Si quiere esa comodidad, que se los haga fabricar y que le cuesten su plata». Corriendo los tiempos, rara fue la semana en que, por lo menos, no decretara un fusilamiento.

Llama la atención que habiéndose Francia educado para sacerdote, hubiera estimado en poco a la gente de iglesia; si bien la mayoría de ésta, en el Paraguay, era corrompidísima. El prior de los dominicos se jactaba de ser padre de veintidós hijos, y eso tuvo en cuenta el mandatario para decretar la secularización de los frailes y aun para pretender la   —365→   abolición del celibato sacerdotal. A dos religiosos que en el púlpito se ocuparon de política, les mandó rapar la cabeza, y los puso a vergüenza pública vestidos con una hopalanda amarilla.

Un cura procesó a una mujer acusada de bruja, proceso que desaprobó el doctor Francia, diciendo: «¡Véase para lo que sirven los sacerdotes y la religión! ¡Para hacer creer a las gentes en el diablo más bien que en Dios!» Desde ese día Francia se declaró jefe de la iglesia, nombraba y destituía párrocos, y prohibió procesiones, dejando subsistente sólo la de Corpus.

-Si el Papa viniera al Paraguay, puede ser que lo nombrara mi capellán; pero bien se está él en Roma, y yo en la Asunción -decía D. Gaspar, familiarmente, a su barbero Bejarano y a su médico Estigarribia.

Hasta 1820, Francia oía misa los domingos y días de obligatorio precepto; pero en ese año dio de baja a su capellán, y no volvió a entrar en los templos. El comandante de una nueva fortaleza le pidió permiso para poner ésta bajo la advocación de un santo. «¡Idiota! -le interrumpió el dictador-. Para guardar las fronteras, los mejores santos son los cañones».

A los pocos europeos que llegaban a la Asunción solía decirles: «Haced aquí lo que gustéis, profesad la religión que os acomode, nadie os inquietará; pero estad prevenidos que os va el pellejo si os mezcláis en las cosas del gobierno». Y efectivamente, envió a la eternidad a no pocos de esos aventureros que se meten a patriotas en patria ajena. Sólo por esto querría yo un Francia en el Perú, harto como estoy de ver a gente de extranjis tomar cartas y doblar baza en juego en que debieran hacer, a lo sumo, papel de mirones. Esto de que un hereje quiera ser más papista que el Papa... no está en mi mano... ¡Vamos!... me carga, se me estomaga y me hace vomitar bilis.

Como los cuákeros, el doctor Francia daba a todos el tratamiento de ; pero ¡desgraciado de aquel que, por distracción, dejase de, decirle excelentísimo señor!

Por fin, para dar una idea del terrorífico respeto que inspiró a su pueblo, bástenos copiar las palabras que dirigió un día a un centinela que había tolerado a una mujer que mirase por una ventana los muebles de una de las habitaciones de palacio. «Si alguno de los que pasen por la calle se detuviere fijándose en la fachada de mi casa, haz fuego sobre él; si le yerras, haz otro tiro; y si todavía le yerras, ten por seguro que mi pistola no ha de errarte». Así, cuantos pasaban por el fatídico antro de la fiera lo hacían bajando los ojos al suelo.

El 20 de septiembre de 1840, a la edad de ochenta y seis años, terminó la existencia de ese déspota verdaderamente fenomenal.

  —366→  

A los que deseen conocer con más amplitud el tipo caracterizado por el doctor Francia, les recomendamos la lectura del libro recientemente escrito por el ilustrado médico bonaerense Ramos Mejía, titulado Las neurosis célebres.

V

La nota del Libertador Bolívar al tirano Francia se limitaba a proponerle que sacase al Paraguay del aislamiento con el resto del mundo civilizado, enviando y recibiendo agentes diplomáticos y consulares. La contestación, de que fue conductor el capitán Ruiz, no puede ser más original, empezando por el título de patricio que da al general Bolívar, Hela aquí tal como apareció en un periódico del año 1826:

Patricio: Los portugueses, porteños, ingleses, chilenos, brasileros y peruanos han manifestado a este gobierno iguales deseos a los de Colombia, sin otro resultado que la confirmación del principio sobre que gira el feliz régimen que ha libertado de la rapiña y de otros males a esta provincia, y que seguirá constante hasta que se restituya al Nuevo Mundo la tranquilidad que disfrutaba antes que en él apareciesen apóstoles revolucionarios, cubriendo con el ramo de oliva el pérfido puñal para regar con sangre la libertad que los ambiciosos pregonan. Pero el Paraguay los conoce, y en cuanto pueda no abandonará su sistema, al menos mientras yo me halle al frente de su gobierno, aunque sea preciso empuñar la espada de la justicia para hacer respetar tan santos fines. Y si Colombia me ayudase, me daría un día de placer y repartiría con el mayor agrado mis esfuerzos entre sus buenos hijos, cuya vida deseo que Dios Nuestro Señor guarde por muchos años. -Asunción 23 de agosto de 1825-. GASPAR RODRÍGUEZ DE FRANCIA.

Bolívar leyó y releyó para sí; sonriose al ver que el suscriptor lo desbautizaba llamándole Patricio en vez de Simón, y pasando la carta a su secretario Estenós, murmuró:

-¡La pim... pinela! ¡Haga usted patria con esta gente!

  —367→  

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Monumento del Dos de Mayo en Lima




ArribaAbajoCosas tiene el rey cristiano que parecen de pagano

I

Lector, tengo el honor de presentarte (aunque dudo mucho guardes en casa sillas para tanta gente) al Sr. D. José Matías Vázquez de Acuña, Menacho, Morga, Zorrilla de la Gándara, León, Mendoza, Iturgoyen, Lisperguer, Amasa, Román de Aulestia, Sosa, Gómez, Boquete, Ribera, Renjifo, Ramos, Galván, Caballero, Borja, Maldonado, Muñoz de Padilla y Fernández de Ojeda, vástago de conquistadores por todos sus apellidos, caballero de la orden de Santiago, gentilhombre de Cámara con entrada, elector de la abadía de San Andrés de Tabliega en la merindad de Montijo, patrón en Lima del convento grande de Nuestra Señora de Gracia, del orden de ermitaños de San Agustín y de su capilla del Santo Cristo de Burgos, patrón asimismo del Colegio de San Pablo que fue de la Compañía de Jesús, regidor del Cabildo de Lima, capitán del batallón provincial y sexto conde de la Vega del Ren, título creado en 1686 por Carlos II a favor de doña Josefa Zorrilla de la Gándara, León y Mendoza, con la condición de, que a la muerte de la condesa recayese el título en su esposo D. Juan José Vázquez de Acuña, Menacho, Morga y Sosa Renjifo.   —368→   . Los condes de la Vega usaban en su escudo esta divisa: Se ha de vivir de tal suerte, que vida, quede en la muerte.

A pesar de sus monárquicas tradiciones de familia y de lucir la llave de oro con que en los días de besamanos se presentara en el palacio, de O'Higgins, Avilés y Abascal; a pesar de sus blasones heráldicos y de que su nobleza era tan aquilatada que, según un rey de armas, venía por línea recta, como los Lastra de Chile, nada menos que de uno de los tres reyes magos de Oriente que rindieron tributo y vasallaje al Divino Niño, nacido en el humilde establo de Belén; a pesar de tantos y tan empingorotados pesares, el señor conde no fue ningún liberalito de agua tibia, sino un patriota de camisa limpia y a quien costó no poco la independencia del Perú.

Cuando, entre nosotros, apenas si se pensaba en tener patria, el conde de la Vega del Ren era el centro de una vasta conjuración. Rico hasta dejarlo de sobra, pues en él se habían remitido las fortunas de cinco casas solariegas, intentó en 1814 dar a España el golpe de gracia. Contaba para conseguirlo con la popularidad y prestigio inherentes a su cargo de capitán de milicias del Número, que así se llamaba un precioso batallón, compuesto de ochocientos artesanos, criollos todos, y por consiguiente aficionados al barullo. Las milicias del Número que eran, como decimos hoy, cuerpos de cachimbos o de nickels, si usted gusta, el regimiento real «Fijo, de Lima», que más tarde cambió de nombre por el de «Infante D. Carlos», 5º. de línea, disponían de la simpatía popular. Compruébalo el hecho de que en las noches de retreta la turba favorecía con una silbatina mayúscula a los músicos del lujoso batallón Concordia, cuerpo que, teniendo por primer jefe al virrey, poseía excelente instrumental y palmoteaba furiosamente a los malos pífanos, ramplones cornetas, peores pistones y detestables tambores de milicias.

Los conciliábulos se sucedían en casa del conde y la conjuración iba viento en popa. Pero el diablo hizo que de repente llegara de la península el navío. Asia con su cargamento de bandidos o de talaberas, y que alebronado algún conspirador fuera con la denuncia al mismísimo Abascal.

Además de la denuncia que hizo el torero Esteban Corujo, el beletmita fray Joaquín de la Trinidad, el padre Echeverría, prior de San Agustín, el canónigo Arias y el franciscano Galagarza revelaron al virrey que, bajo secreto de confesión, una mujer les había descubierto el complot revolucionario, facultándolos para dar aviso a su excelencia. La conspiración debía estallar en el Callao el 28 de octubre a la hora en que la procesión del Señor del Mar estuviese dentro de la fortaleza del Real Felipe. Contábase con sorprender la guardia en los diversos cuarteles y apoderarse de la persona del virrey, tarea facilísima si se atiende a que todos   —369→   estaban ajenos de recelos. En el juicio se comprobó que una misma mujer fue la confesada de los cuatro sacerdotes.

Fue el conde de la Vega el primer hombre que en el Perú y a las barbas del virrey tuvo coraje para llamar soberano al pueblo. Dábase una corrida de toros en Acho, y la autoridad había ordenado encerrar un bicho. El público insistía en que el animal fuese estoqueado, y el señor conde, que se despepitaba por todo lo que era popularidad o populachería, erigiose por sí y ante sí en personero del concurso y encaminose a la galería del alcalde. Éste no dio su brazo a torcer, y el de la Vega exclamó exaltado:

-Obedezca usía, que se lo manda el soberano pueblo.

De más está decir que el alcalde hizo un corte de mangas al soberano y a su intruso representante, y que el toro fue al corral.

Abascal, que no se andaba por las ramas tratándose de insurgentes, que envió de regalo a Goyeneche el sable de su uso, y que a estar en sus manos, habría recompensado con un virreinato al felón de Guaqui (frase textual), se lo tuvo todo por sabido y plantó en una casamata al señor conde, alma de la proyectada rebelión. Como Abascal era título de Castilla de muy reciente data, los nobles de antiguo cuño y de abolengo impajaritable, se rebelaron contra la medida, calificándola de despótica y atentatoria a la limpieza de los pergaminos, tanto más, cuanto que del sumario no resultaba nada en claro contra el de la Vega del Ren. El virrey recibió un memorial con treinta y dos firmas de condes y marqueses, en el cual se protestaba ocurrir a la corona si inmediatamente no era puesto en libertad el preso. Algún canguelo debió entrarle a Abascal, pues mandó sobreseer en la causa, aunque, por sí o por no, se hizo el de flaca memoria y no devolvió al sospechado el mando de la compañía. Ochenta días había tenido al condesito guardado del relente y la garúa.

El conde de la Vega del Ren se estuvo quedo en su casa y conspirando a la sordina hasta 1821. Su firma, como el lector puede comprobarlo, ocupa el noveno lugar en el acta solemne de jura de la independencia. Junto con él suscribieron el precioso documento los condes de San Isidro, de las Lagunas, de Torre Blanca, de Vistaflorida y de San Juan de Lurigancho, y los marqueses de Corpa, de Casa-Dávila, de Montealegre y de Villafuerte, aquel a quien Bolívar humilló tanto el 12 de abril de 1826, día siguiente al en que fue ajusticiado en la plaza de Lima el vizconde de San Domas. Referiré el lance a vuela pluma.

El Libertador había conferido al marqués de Villafuerte título de coronel y destinádolo entre sus ayudantes de campo. Bolívar daba aquella tarde un convite en la Magdalena, y viendo a su ayudante preocupado y que no menudeaba las libaciones, le dijo:

  —370→  

-Muy calladito está usted, señor marqués. ¿Acaso lo entristece el saber que la aristocracia hizo ayer mal papel en la plaza?

A lo que dicen que el marquesito limeño contestó:

-Señor excelentísimo, aristócratas y plebeyos, todos somos iguales ante la ley y ante el verdugo.

Consigno el hecho, excuso comentarlo para ahorrarme peloteras, y sigo con el conde de la Vega.

Limeños mazamorreros fueron los diez títulos de Castilla que suscribieron el acta de emancipación; mas sus opiniones políticas no eran motivo bastante para romper vínculos do amistad o sangre con el resto de la nobleza, que permanecía fiel a la causa del rey. Así, cuando algún hidalgo recalcitrante criticaba al de la Vega del Ren, respondía éste muy sereno:

-¡Hombre! Tan malos son los chapetones en el gobierno como los mozos que han venido y la chamuchina que vendrá después. No he hecho más que variar de guiso, que ya el otro de puro viejo no lo podía digerir. Estoy por potaje nuevo, aunque se me vuelva ponzoña entre las tripas. Por lo demás, conde nací, conde me quedo: conque ni gano ni pierdo.

¡Cuánto se equivocaba su señoría! Verdad es que él no podía adivinar que la República, que por entonces andaba en problema, vendría a hacer tabla rasa de escudos nobiliarios, dando a los pergaminos menos valor que al papel de estraza.

Fue el de la Vega casado con la hermana del conde de Sierrabella y marqués de San Miguel, que mandaba un batallón patriota en la desgraciada campaña de Intermedios en 1823. Después del desastre se embarcó el marqués en el puerto de Ilo, con muchos de los dispersos, a bordo de un transporte, el cual fue apresado por un corsario español que probablemente naufragó o se incendió en alta mar, pues hasta hoy no ha vuelto a tenerse noticia de él ni de sus tripulantes. Como el de Sierrabella era soltero, heredó su hermana, la esposa del de la Vega, títulos y mayorazgos. De su matrimonio tuvo D. José Matías sólo una hija, la cual casó con D. José de Santiago Concha, natural de Chile, y murió en 1881, dejando tres hijos y cuatro hijas.

El conde de la Vega del Ren fue uno de los fundadores de la aristocrática orden del Sol; creada por el ministro Monteagudo para robustecer el principio monárquico, y perteneció a la camarilla secreta que el 24 de diciembre de 1824 firmara el pliego de instrucciones a que debía sujetarse García del Río para traernos de Europa un príncipe que conviniera en echarse a cuestas el petardo de ser nuestro amo y señor.

Cuando quedó la República acentuada como forma definitiva de gobierno, el de la Vega del Ren no tuvo más que inclinar la cabeza y seguir la   —371→   corriente; y aunque a principios de 1824 la causa de la independencia estuvo punto menos que perdida, su señoría no desesperó, imitando a muchos de sus nobles amigos que después de haber gritado hasta enronquecer «¡viva la patria!» voltearon casaca gritando con toda la fuerza de sus pulmones «¡viva el rey!»

Nuestro conde fue del número de los que emigraron de Lima para no caer en manos de Rodil o de Ramírez, que de seguro lo habrían sin muchos preámbulos enviado al mundo de donde no se vuelve. Por eso en el listín de una corrida de toros que en aquel año dieron los realistas, bautizando cada bicho con el nombre de algún título afiliado bajo el pabellón insurgente, dedicaron a nuestro paisano esta redondilla o banderilla, que allá va todo:


«Es animal bien extraño
el torazo quenquí llega:
Colmilludo de la Vega;
su divisa. Desengaño».

Después de la batalla de Ayacucho no volvió el conde a meterse en belenes de política, y murió (cuando le roncó la olla) muy cristiana y tranquilamente, si bien algo desencantado de la patria, de los patriotas y de los patrioteros.

II

Aquí exhibido ya mi principal personaje, podía dar principio a la tradición; pero no me conviene desperdiciar esta oportunidad de poner al lector en relación con dos matronas, que nacieron predestinadas para santas y que están en vía de ocupar nicho en los altares.

El segundo conde de la Vega del Ren, nacido en Lima en 1675, es decir, once años antes de que la señora Zorrilla de la Gándara alcanzara título de Castilla, fue muy joven a Chile, en calidad de capitán de lanzas. Mucho debió el mancebo distinguirse en la frontera araucana; porque cuando apenas contaba veinticinco eneros, se lo confirió el importantísimo cargo de gobernador de Valparaíso que, con general satisfacción, desempeñó hasta 1706, en que regresó al Perú, donde entró más tarde en posesión del muy honorífico y no menos lucrativo cargo de almirante del mar del Sur. Este conde casó en Chile con doña Catalina Iturgoyen y Lisperguer, de la familia de aquella famosísima Quintrala que mataba a latigazos a sus criados, que envenenó a su padre y a sus amantes y que cometió crímenes tan horrendos e inauditos, que artículo de fe es creerla en el infierno sirviendo de regocijo a los demonios. ¡Contrastes humanos! Su deuda, la   —372→   esposa del condesito limeño, fue el reverso de la medalla; y tanto, que sus paisanos la llaman la Santa Rosa de Chile, pues diz que se propuso imitar, si no exceder en santidad y virtudes, a la Rosa de Lima. Cronistas antiguos y contemporáneos que de ella se ocuparon dicen sin discrepar que desde niña fue una santita, que por martirizarse se arrancó las pestañas, comió guindas confitadas con acíbar, bebió mate en calavera de cristiano, se untó miel en el rostro para que las moscas se regalasen y a guisa de caramelo se introdujo en la boca un hueso de muerto. No me cae en gracia esto de hermanar la suciedad con la virtud. Hacíase llamar Catalina del Sacramento, y con mucha seriedad contaba que San José fue su padrino de matrimonio, y que para no complacer a su esposo (como está obligada a hacerlo toda mujer que no aspira a santidad) que la rogaba asistiese a la representación de una comedia, se restregó los ojos con pimientos y habría cegado si la Santísima Virgen, que la favorecía con frecuentes visitas personales, no la hubiese curado con algunas gotas del néctar de su castísimo seno. Añaden los dichos borroneadores de papel que no usaba medias, que andaba puerca y desgreñada, que dormía entre sábanas de jerga y que de cada azotaina que se arrimaba en el carabanchel de popa, sacaba del purgatorio un celemín de ánimas benditas. ¡Deliciosa, por mi fe, debió ser la vida del esposo de tal dama! Envídiesela otro, que no yo. Quien se sienta picado de curiosidad por saber algo más, no tiene sino echarse a leer un librito de 130 páginas que en 1821 hizo imprimir en Lima su biznieto el sexto conde de la Vega del Ren. Titúlase este librejo: Breve noticia de la vida y virtudes de la señora doña Catalina Iturgoyen y Lisperguer, condesa de la Vega del Ren, y escribiolo el doctor D. José Manuel Bermúdez, canónigo magistral de la catedral de Lima.

Hija de esta (no diré si loca o santa) y nacida también en Chile, fue doña Rosa Catalina Vázquez de Acuña y Velasco de Peralta, abuela del desgraciado patriota marqués de Torre-Tagle y tía abuela de nuestro revolucionario conde de la Vega. Murió doña Rosa Catalina en Lima por los años de 1810, y tan en olor de santidad como la madre que la dio a luz. Sobre ambas se envió a Roma expediente para beatificación y canonización. Que se active el proceso, y habrá dos santas chilenas en el almanaque, y se nos acabará el orgullo a nosotros, los cándidos limeños, que tan orondos vivimos con nuestra santa Rosa.

En su testamento dispuso doña Rosa Catalina que la casa que habitó, situada a pocos pasos del que hoy es Palacio de Justicia y casi contigua a la morada del conde de la Vega del Ren, se transformase en beaterio y casa de ejercicios espirituales; y para que ello fuese pronta realidad, dejó los necesarios caudales. En dos años y medio estuvo terminada la fábrica; y en 1813 el arzobispo Las Heras bendijo la capilla, que mide veintisiete   —373→   varas de largo por nueve de ancho y cuyo altar mayor está en el mismo sitio que servía de oratorio a la fundadora.

Y ahora sí que se acabó la tela y entro con formalidad en la tradición.

III

En D. Juan José Vázquez de Acuña, Morga y Sosa, natural de Lima, había recaído el patronato del convento agustino y de su capilla del Santo Cristo de Burgos. A la muerte de éste y de su esposa doña Josefa Zorrilla de la Gándara, pasaron título y patronato a su hijo D. Matías José Vázquez de Acuña, gobernador que fue de Valparaíso, sucediendo a éste como tercer conde de la Vega del Ren su hijo D. José Jerónimo, casado con una prima o sobrina del célebre inquisidor de Lima Román de Aulestia, de la casa y familia de los marqueses de Montealegre.

El cuarto conde de la Vega fue D. Juan José Vázquez de Acuña y Aulestia, que murió sin sucesión, pasando su título y patronato a su hermano D. Matías, padre del sexto conde de la Vega del Ren, que es el personaje de nuestra tradición.

En su calidad de patrones, disfrutaron los condes de la Vega de especialísimos privilegios, confirmados por reales cédulas, no sólo en el templo de San Agustín, sino en el que hoy se denomina de San Pedro.

Veamos el origen de este segundo patronato.

Doña María Renjifo, mujer del oidor de Charcas D. Francisco de Sosa, había heredado de su padre el patronato del colegio de San Pablo. El difunto Renjifo fue tan gran favorecedor de los jesuitas que, no sólo los ayudó con su influencia y caudales, sino que les cedió casi todo el terreno para la fábrica de iglesia y convento. Las armas de los Renjifo eran un león de azur en campo de oro, bordura de plata con ocho aspas de azur.

Por casamiento del nieto de doña María con la primera condesa de la Vega quedó el patronato del colegio de San Pablo anexo al título, y tal fue la importancia que daban los de la Vega del Ren a sus prerrogativas de patrones, que pusieron la grita en el quinto cielo cuando, expulsados los jesuitas, los clérigos de la Congregación de San Felipe Neri, que los sustituyeron, intentaron desconocer algunas de esas prerrogativas. Empezaron por consultar al arzobispo si debían o no seguir recibiendo al conde con repique de campanas en cierta festividad, y el sagaz prelado contestó que por repique más o menos no debía haber cuestión. Más tarde vino otra quisquilla grave sobre asiento y precedencia. Entiendo que este litigio   —374→   se suscitó en 1798, cuando hacía sólo tres años que nuestro protagonista estaba en posesión del título. Dedúzcolo así del siguiente documento que, entre otros de la materia, existe en el Archivo Nacional, códice 199.

«Yo, Justo Mendoza y Toledo, escribano del rey nuestro señor y público del número de esta capital, certifico y doy fe en cuanto puedo y ha lugar en derecho: Que habiendo concurrido en los años de 1795, 1796 y 1797 a la fiesta que en la iglesia de San Pablo, del Oratorio de San Felipe Neri, se celebra el domingo de Carnestolendas, observé que al tiempo de entrar en dicha iglesia el Sr. D. José Matías Vázquez de Acuña, actual conde de la Vega del Ren, hubo en la torre del convento repique de campanas, y le salió a recibir toda la comunidad, y el padre Prepósito le dio el agua bendita, después de cuyo acto fue conducido hasta el lugar donde se ponen los asientos para la comunidad, que es antes del presbiterio al lado del Evangelio, en que fue sentado, presidiendo a toda la comunidad, en una silla de terciopelo que allí estaba puesta con un cojín de lo mismo en el suelo, y al tiempo del Evangelio le fue a dicho señor conde presentado un cirio, y concluido esto fue incensado por uno de los acólitos, y al tiempo de la paz se le dio a besar a dicho señor una patena. Certifico también que el asiento sólo fue puesto en el sitio insignado en los años de 95 y 96; pero que en el de 97 le fue puesta la silla y cojín al lado del presbiterio, al lado de la Epístola, y en lo demás de ceremonias no hubo variación alguna, haciéndose todo como en los demás años. Certifico asimismo que con motivo de haber asistido diariamente a la casa del conde, aun en tiempo que vivía su señor padre y tío, observé que en la víspera del indicado día domingo de Carnestolendas fue el reverendo padre Prepósito a convidar para la asistencia a la fiesta, y cónstame que iguales ceremonias se observaban antes de la expatriación de los padres jesuitas, siendo colegial real el Sr. D. Juan José de Acuña, tío carnal del actual señor conde, sentándose este señor siempre arriba del presbiterio, al lado del Evangelio, estando como estoy instruido y cerciorado de que todas las prerrogativas son concedidas en fuerza de que el sucesor en el condado es patrón de dicho colegio de San Pablo. Es cuanto puedo certificar, en virtud de lo prevenido al escrito presentado a fojas 64; y para que obre los efectos que haya lugar en derecho, doy la presente en los Reyes del Perú a 19 de enero de 1798 años. -JUSTO DE MENDOZA Y TOLEDO, escribano de su majestad».

Los padres filipenses perdieron el pleito, y hasta que se juró la independencia siguió el conde oyendo repiques en la fiesta de Carnaval, y sentándose al lado del Evangelio y a la cabeza de la comunidad, como era de antigua costumbre.

  —375→  

IV

Ocho días después de haber dictado el Congreso la ley aboliendo en el Perú los títulos de Castilla, fue un escribano a notificarle al de la Vega una providencia judicial en un proceso sobre intereses domésticos. El notificado tomó la pluma, y ya iba a firmar la notificación estampando como hasta entonces había acostumbrado El conde de la Vega del Ren, cuando el escribano le detuvo la mano, diciendo:

-Dispense usted, Sr. D. José Matías; pero la ley me prohíbe autorizar esa firma.

-¡Cómo! ¡Cómo! ¿Qué? ¿No soy el conde de la Vega del Ren?

-No, señor mío: ya no hay condes ni marqueses: cata la ley.

Su señoría se quedó como petrificado; mas recobrando al fin la calma, dijo:

-¿Conque ya no soy hijo de mi padre? Corriente y ¡viva la patria! Venga la pluma.

Y firmó: José Matías.

El escribano le instó para que añadiese su apellido Vázquez de Acuña; pero no hubo forma de convencer al ex conde.

-Al quitarme el condado me han quitado el Vázquez de Acuña, y no me queda más que el nombre de cristiano, y ese usaré en adelante, si es que también no me lo quitan los noveleros.

Y hasta su muerte no volvió a firmar carta o documento y ni aun su disposición testamentaria, sino con esta firma: José Matías.

V

Pero el privilegio verdaderamente original de que disfrutaban los condes de la Vega del Ren, y del cual nunca habían querido hacer uso, estaba consignado en su patronato sobre los agustinos. Fue el conde que vivió en el siglo actual el único que se vio en el caso de hacerlo valer.

Parece que en una festividad del año 1801 dispensaron los frailes al marqués de Casa-Concha ciertas atenciones que hirieron el amor propio del de la Vega.

El marqués de Casa-Concha tenía también justos títulos para merecer el afecto de los agustinos, pues uno de sus antecesores había costeado la fábrica de la sacristía y de un altar. Los padres, en muestra de gratitud, quisieron colocar en la sacristía el retrato de su benefactor; pero resistiose a esto el marqués y dijo a los conventuales: «Pues se empeñan sus reverencias   —376→   en que haya aquí algo permanente y que les recuerde mi nombre, haré que el arquitecto labre sobre el pórtico una concavidad en forma de concha marina.

Y el lector que convencerse quisiera, enderece sus pasos a la sacristía de los agustinos, y admirará una curiosidad artística.

El conde de la Vega tragó por el momento saliva en la fiesta de 1801, y para humillar a los frailes, tratándolos como patrón, decidió hacer uso de un derecho consignado en las actas de fundación y en la real cédula aprobatoria del patronato.

A las siete de la noche del Jueves Santo de 1802, hora en que todo Lima se congregaba en San Agustín alrededor del paso de la Cena, entró en el templo el señor conde de la Vega del Ren. Precedíanlo cuatro negros, vestidos con la librea de su casa solariega, llevando gruesos cirios en las manos.

Arremolinado el pueblo, le abría calle y lo miraba pasar por la nave central de la iglesia con arrogantísimo aire, que por entonces era su señoría muy gallardo mozo, aunque con dientes grandes y torcidos colmillos.

La multitud estaba estupefacta, como quien presencia algo de maravilloso o inusitado. Y lo cierto es que aquella estupefacción del pueblo tenía su razón de ser.

El noble conde de la Vega del Ren, luciendo el manto de los caballeros de Santiago, espada al cinto, calzadas espuelas de oro y sombrero puesto, avanzó hasta las gradillas del monumento, se descubrió, se puso de rodillas, rezó o no rezó una estación, volvió a cubrirse, y salió del templo con la misma altivez, haciendo resonar las baldosas con el roce de las espuelas.

Los agustinos estaban que escupían sangre, y su orgulloso provincial fray Manuel Terón se mordía de cólera las uñas.

Toda protesta era absurda. El señor conde había estado en su perfecto derecho para entrar en el templo con sombrero puesto y espuelas calzadas.

Esta escena, que fue el tópico de general conversación entre la nobleza de Lima y motivo de escándalo para el devoto pueblo, llegó a oídos de la santa doña Catalina, fundadora del beaterio, que no pudo menos de exclamar muy compungida:

-¡O es hereje o está loco!

-Ni hereje ni loco, tía -la contestó el conde, que entraba a la sazón en la sala de la ilustre anciana.

Y la explicó lo sucedido, y la obligó a ponerse las gafas y a leer la real cédula en que el monarca español y su Consejo de Indias le acordaban la prerrogativa   —377→   de entrar en San Agustín con sombrero y espuelas, siempre que no estuviese descubierto el Santísimo.

La noble señora, aunque era de las que decían «santo y bueno» a todo lo que llevara el sello real, no acalló del todo sus escrúpulos; porque, devolviendo el pergamino a su sobrino-nieto, le dijo:

-Así convendrá al bien de la religión y de la monarquía, y a los vasallos el respeto nos ata la lengua, que no es de leales murmurar de los mandatos de su majestad. Sin embargo, sobrino, y Dios me perdone lo que voy a decirte, podrás haber estado en tu derecho... pero... pero...

Y acercando sus labios a la oreja del conde, concluyó la frase, diciendo muy quedito:


«Cosas tiene el rey cristiano
que parecen de pagano».

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  —378→  
ArribaAbajoLa venganza de un cura

I

Entre los baños termales de Lircay y el gigantesto cerro de Carhua-rasu (nevado amarillento), en la provincia de Lucanas, hay un pueblo habitado sólo por indígenas, que en la carta geográfica del departamento de Ayacucho se conoce con el nombre de Chipán, voz que probablemente es una corrupción del chipa (cesto), quichua.

Vicario del partido y juez eclesiástico era por los años de 1843, D. Agustín Guillermo Tincope de Quisurucu, que a la sazón contaba nada menos que ciento veinte navidades. Este fenómeno de longevidad, a quien vestido de cordellate, sus feligreses sacaban a tomar el sol, conservaba gran energía de espíritu y en perfecto estado sus facultades mentales. Insigne latinista, pasaba de vez en cuando, en la lengua de Cicerón, tremendas catilinarias a los curas de su jurisdicción, excitándolos al cumplimiento de sus deberes evangélicos. A esa edad no usaba anteojos y tenía completo el aparato de masticación. Decía que era deudor de tan larga vida a la costumbre de conservar siempre abrigadas las extremidades y no beber sino chicha de maíz.

  —379→  

D. Agustín Guillermo, que era indio puro y descendiente de caciques, entró en la carrera eclesiástica a la edad de cuarenta y seis años en que enviudó. La difunta le dejaba dos hijas y tres muchachos. Después de casar a las doncellas, hizo ordenar de clérigos a los tres varones, y hasta hace pocos años era su hijo D. Manuel Tincope de Quisurucu párroco de Huacaña.

La guerra civil tenía por entonces conflagrada la República. El general Castilla había en el Sur lanzado el grito de rebelión contra el gobierno dictatorial del general Vivanco, grito que halló eco en el departamento de Ayacucho. En la provincia de Lucanas, sobre todo, no hubo cura que no fuera castillista, y entre los más exaltados encontrábase D. Mauricio Gutiérrez, cura de Chipán, al cual su vicario, el macrobio D. Agustín Guillermo, no se cansaba de decir:

-Calma, compañero. Ni tan adentro del horno que te quemes, ni tan afuera que te hieles.

D. Mauricio Gutiérrez, sin atender a consejo, organizó una montonera o partida de guerrilleros, cuyo mando confió a su hermano Félix. Pero éste, lejos de ser feliz, como su nombre auguraba, en la primera escaramuza dio posada en la barriga a una bala vivanquista, y a revienta-caballo pudo llegar moribundo a la casa parroquial, donde apenas tuvo tiempo para decirle a D. Mauricio:

-Véngame hermano, y mata vivanquistas.

-Muere tranquilo, que serás vengado -le contestó el cura.

Y Félix, con este consuelo, entró en agonías y se fue al otro mundo.

II

Pocos días después llegaban una tarde a Chipán treinta soldados al mando de dos oficiales. Precisamente era la tropa contra la que se había batido el infortunado Félix.

El cura Gutiérrez salió a recibir a los huéspedes, y los comprometió a que descansasen en el pueblo hasta el día siguiente. Alojó en su casa a los oficiales, les dio una opípara cena, se fingió ante ellos más vivanquista que el mismo Supremo Director, y brindó por que el diablo se llevase cuanto antes a Castilla y la junta de gobierno. En seguida convidó a los oficiales y tropa para una pachamanca o almuerzo de despedida en las afueras del pueblo, convite que ellos aceptaron gozosos, por aquello de que el buen militar debe llevar siempre un sueldo, una comida y un sueño adelantados.

Los vecinos del pueblo se escandalizaron por tan repentino cambio   —380→   de opinión en su pastor, y un indio que cerca, de éste ejercía los oficios de pongo y cocinero, contole la murmuración pública.

D. Mauricio Gutiérrez dejó vagar por sus labios una sonrisa infernal, y dijo a media voz:

-¡Brutos!

-Eso mismo les he dicho yo -añadió el pongo-. Brutos, que quieren saber más que el taita cura y que no adivinan que cuando él festeja a los vivanquistas, lo hace con su segunda.

El cura se aproximó al indio, y le deslizó al oído algunas palabras.

El pongo anduvo aquella noche por el campo, y en la madrugada volvió a la casa parroquial, en cuya puerta lo esperaba Gutiérrez.

-¿Traes eso? -le preguntó el cura.

-Sí, taita -contestó el indio, sacando de debajo del poncho un manojo de floripondios encarnados (huar-huar) y unas ramitas de hierba parecida al perejil.

Y sin hablar más palabra, cura y criado entraron en la cocina.

III

A las ocho de la mañana los oficiales y la tropa, antes de continuar la marcha, almorzaban pachamanca condimentada por D. Mauricio y su pongo.

El cura dio por excusa para no comer con ellos que a las nueve tenía obligación de celebrar; y terminado el desayuno abrazó a todos y los acompañó algunas cuadras fuera del pueblo.

Pocas horas después aquellos infelices llegaban, sufriendo horribles dolores de estómago, a otro pueblo vecino, donde la médica o curandera les dijo, tras breve examen, que estaban intoxicados; pero que ella poseía un eficaz contraveneno. Dioles a beber no sé qué brebaje, aplicoles al vientre un cui negro, hízoles aspirar humo de lana de carnero mocho, y les aseguró que sanarían como por ensalmo.

Sólo cuatro o cinco de los envenenados tuvieron la dicha de salvar, y los restantes fueron al hoyo.

IV

Algunas semanas pasó el cura Gutiérrez oculto en una cueva del empinado Carhua-rasu, y volvió al pueblo cuando tuvo noticia de la caída del Directorio.

Sabido es que todo revolucionario triunfante se hace de la vista gorda   —381→   sobre los excesos y crímenes de sus partidarios, y el general Castilla no quiso ser la excepción de la regla.

Hablábase un día, delante del eterno vicario D. Agustín Guillermo Tincope de Quisurucu, de cómo el cura Gutiérrez había encontrado en el nuevo gobierno valedores que echaran tierra sobre el envenenamiento. Uno de los murmuradores sostuvo que sólo en estos excomulgados tiempos de la República quedaban impunes los delitos, doctrina que sacó de sus casillas al buen anciano; porque interrumpiendo al maldiciente, dijo:

-En todo tiempo, así en los del rey como en los de la patria, el que no tiene padrino se queda moro; y si no, oigan ustedes lo que presencié en Lima, en el primer año de este siglo decimonono y bajo el gobierno del virrey inglés:

«Oidor de la Real Audiencia era el doctor Mansilla, quien entre sus esclavos tenía un negrito chamberí, al cual mimaba más de lo preciso. El engreído muchacho, conocido en Lima por el apodo de Aguacero, se hizo un cortacaras, chuchumeco y ratero famoso; y aunque cada mes, por lo menos, tenía trabacuentas con la justicia, salía bien librado, porque el señor oidor interponía su influencia y respetos.

»Una noche fue pillado in fraganti delito de robo con escalamiento de paredes, en unión de otros cinco traviesos; y después que cantaron de plano el mea culpa, el juez de la causa sentenció a todos a ser azotados en la plaza pública, atados a la picota o rollo que vecino a la horca existía frente al callejón de Petateros.

»Llegada la hora de que saliesen los reos, su señoría el oidor se apeó de la calesa en la puerta de la cárcel, y le dijo al juez:

-»Oiga usted, mi amigo: lo que es a mi negrito, ni usted ni nadie lo azota, que su amo soy, y sólo yo tengo derecho para corregirlo cuando cometa alguna travesura.

»El juez, que no tenía calzones para indisponerse con todo un oidor de la Real Audiencia, torció la vara de la justicia; y los cinco pobres diablos que no tuvieron cristiano que por ellos se interesase, fueron atados al rollo.

»El verdugo Pancho Sales, armado de rebenque, gritaba al descargar cada ramalazo sobre las espaldas del paciente prójimo:

-»Quien tal hace, que tal pague.

«Uno de los vapuleados se fastidió de oír la moraleja del carnifex, y contestó:

-»Dé usted fuerte, bien fuerte, ño Panchito, que yo no tengo espalda, y la que usted azota es ajena; que si espalda tuviera, como el negrito Aguacero, no me vería en este trance.

»Conque apliquen ustedes el cuento y no me vengan con que estos   —382→   son mejores o peores que aquellos tiempos, que en el Perú todos lo tiempos son uno; pues el ser blandos de carácter y benévolos con el pecador, lo traemos en la masa de la sangre; y el que la echa de más enérgico e intransigente, puesto a la prueba, se torna un papanatas. Conque callar y callemos, y que la justicia siga su curso, como en los tiempos del oidor Mansilla. He dicho».

-Y ha hablado usted como un libro -murmuró el sacristán.

Y el respetable vicario D. Agustín Guillermo Tincope de Quisurucu puso fin a la plática, como yo lo pongo a esta tradición, añadiendo sólo que la escena entre el verdugo y el azotado la refiere también Córdova y Urrutia en sus Tres épocas.

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  —383→  
ArribaAbajoLos escrúpulos de Halicarnaso

I

No hay antiguo colegial del Convictorio de San Carlos en quien el nombre de Halicarnaso no despierte halagüeños recuerdos de los alegres, juveniles días.

¡Halicarnaso!.... ¿Era esta palabra apodo o apellido? No sabré decirlo, porque los colegiales jamás se cuidaron de averiguarlo.

Halicarnaso era un zapatero remendón que tenía establecidos sus reales en un tenducho fronterizo a la portería del colegio, tenducho que, allá por los tiempos de rectorado del ilustre D. Toribio Rodríguez de Mendoza, había sido ocupado por aquel vendedor de golosinas a quien el poeta Olmedo, colegial a la sazón, inmortalizó en esta décima:


«A las diez llegó Estenós,
muy peripuesto y ligero,
y le dijo al chinganero:
Déme usted, ño Juan de Dios,
medio de jamón, en dos
pedazos grandes, sin hueso;
y no le compro a usted queso
porque experimento tal de metal,
que no me alcanza para eso».

Halicarnaso tenía vara alta con los carolinos.

En la trastienda guardaba los tricornios y los comepavo, vulgo fraques, con que el domingo salían los alumnos hasta la portería, y de cuyas prendas se despojaban en la vecindad cambiándolas por el sombrero redondo y la levita.

El zapatero disfrutaba del privilegio de tener, a las horas de recreo, entrada franca al patio de Naranjos, al patio de Jazmines y al patio de Chicos, nombres con que desde tiempo inmemorial fueron bautizados los claustros del Convictorio.

En cuanto al patio de Machos, ocupado por los manteístas y copistas o externos, era el lugar donde nuestro hombre se pasaba las horas muertas, alcanzando a aprender de memoria algunos latinajos y dos o tres problemas matemáticos.

  —384→  

Halicarnaso desempeñaba con puntualidad las comisiones que los estudiantes le daban para sus familias; los proveía, a espaldas del bedel, de frutas y bizcochos; y tal era su cariño y abnegación por los futuros ciudadanos, que se habría dejado hacer añicos en defensa del buen nombre de San Carlos.

En las procesiones y fiestas oficiales a que concurrían los alumnos del Convictorio, con su rector y profesores, luciendo éstos la banda azul, colmo de las aspiraciones de un joven, era de cajón la presencia de Halicarnaso.

Las tapadas pertenecientes a las feligresías del Sagrario, San Sebastián y San Marcelo sostenían el tiroteo de agudezas y galanterías con los carolinos, y las muchachas de Santa Ana y San Lázaro militaban bajo la bandera de los fernandinos.

¡Ah tiempos aquellos! La boca se me hace agua al recordarlos.

Los colegiales no formábamos meetings políticos, ni entrábamos en clubs eleccionarios, ni pretendíamos dar la ley y gobernar al gobierno. Estudiábamos, cumplíanlos o no cumplíamos con el precepto por la cuaresma, y los domingos nos dábamos un hartazgo de muchacheo o mascadura de lana.

En muchas de las travesuras o colegialadas de los carolinos tomó parte Halicarnaso como simple testigo; pero al referirlas en el vecindario, dábase por actor en ellas y llenábase los carrillos diciendo: «Nosotros, los colegiales, somos unos diablos. El otro día entre Pancho Moreyra, Cucho Puente, Pepe Aliaga, Bachito Correa, Manongo Morales, el curcuncho Navarrete y yo, hicimos torería y media en la huerta del Noviciado».

En lo único que jamás consiguieron los colegiales utilizar los servicios y el afecto de Halicarnaso, fue en hacerlo correvedile cerca de sus Dulcineas. Por ningún interés divino on humano quiso el zapatero usurpar sus funciones a Mercurio, Halicarnaso era en este punto de una moralidad a toda prueba.

Pero lo que no alcanzaron los colegiales, lo consiguió en tres minutos una limeña vivaracha, de esas que el teólogo inventor de los tres enemigos del alma colocó tras del mundo y del demonio. Ahí verán ustedes.

II

Los estudiantes de Derecho canónico, o sea de último año de leyes, eran conocidos con el nombre de cónsules, y gozaban de la prerrogativa de salir a pasear los jueves desde las tres o cuatro de la tarde hasta las siete de la noche.

  —385→  

Una tarde, jueves por más señas, presentose en la puerta del zapatero una tapada de saya y manto que, a sospechar por el único ojo descubierto, lo regordete del brazo, las protuberancias de oriente y occidente, el velamen y el patiteo, debía ser una limeña de rechupete y palillo.

-Maestro -le dijo-, tenga usted buenas tardes.

-Así se las dé Dios, señorita -contestó Halicarnaso inclinándose hasta dar a su cuerpo la forma de acento circunflejo.

-Maestro -continuó la tapada-, tengo que hablar con un cónsul que vendrá luego. Tome usted cuatro pesos para cigarros y déjeme entrar en la trastienda.

Halicarnaso, que hacía mucho tiempo no veía cuatro pesos juntos, rechazó indignado las monedas, y contestó:

-¡Niña! ¡Niña! ¿Por quién me ha tomado usted? ¡Vaya un atrevimiento! Para tercerías busque a Margarita la Gata, o a la Ignacia la Perjuicio. ¡Pues no faltaba más!

-No se incomode usted, maestrito. ¡Jesús y qué genio tan cascarrabias había usted tenido! -insistió la muchacha sin desconcertarse-. Como yo lo creía a usted amigo de D. Antonio..., por eso me atreví a pedirle este servicio.

-Sí, señorita. Amigo y muy amigo soy de ese caballerito.

-Pues lo disimula usted mucho, cuando se niega a que tenga con él una entrevista en la trastienda.

-Con mi lesna y mi persona soy amigo del colegial y de usted, señorita. Zapatero soy, y no conde de Alca ni marqués de Huete. Ocúpeme usted en cosas de mi profesión, y verá que la sirvo al pespunte y sin andarme con tiquis miquis.

-Pues, maestro, zúrzame ese zapato.

Y en un abrir y cerrar de ojos, la espiritual tapada rompió con la uña la costura de un remonono zapatico de raso blanco.

Como no era posible que Halicarnaso la dejase pisando el santo suelo, sin más resguardo que la media de borloncillo, tuvo que darla paso libre a la trastienda.

Por supuesto que el galán se apareció con más oportunidad que fraile llamado a refectorio.

El zapatero se puso inmediatamente a la obra, que le dio tarea para una horita.

Mientras palomo y paloma disertaban probablemente sobre si la luna tenía cuernos y demás temas de que, por lo general, suelen ocuparse a solas los enamorados, el buen Halicarnaso decía, entre puntada y puntada:

-En ocupándome en cosas de mi arte... nada tengo que oponer...   —386→   Conversen ellos y zurza yo, que no hay motivo de escrúpulo.

Y luego al clavar estaquillas canturreaba:


«La pulga y el piojo
se quieren casar:
por falta de trigo
no lo han hecho ya».

Estos escrúpulos de Halicarnaso nos traen a la memoria los del conquistador Alonso Ruiz, a quien tocó buena partija en el rescate de Atahualpa, y que hizo barbaridad y media con los pobres indios del Perú, desvalijándolos a roso y belloso. Vuelto a España, con cincuenta mil duros de capital, asaltole el escrúpulo de si esa fortuna era bien o mal habida, y fuese a Carlos V y le expuso sus dudas, terminando por regalar al monarca los cincuenta mil. Carlos V admitió el apetitoso obsequio, concedió el viso del Don a Alonso Ruiz, y le asignó una pensión vitalicia de mil ducados al año, que fue como decirle: «Come, que de lo tuyo comes».




ArribaAbajoLos veinte mil godos del obispo

El franciscano D. fray Hipólito Sánchez Rangel, nombrado obispo de Mainas en 1806, fue, puede decirse, el fundador de esta diócesis; pues, aunque erigida en 1802, su primer prelado el Sr. Navia Bolaños, electo en 1804, no alcanzó a tomar posesión de ella.

Secretario del Sr. Rangel era un clérigo, natural de la isla de Cuba, llamado D. José María de Padilla y Aguila, el cual le tenía sorbido el seso al franciscano, a punto que era el secretario y no el obispo el que hacía y deshacía de la diócesis. Ítem el Sr. Padilla disfrutaba renta como secretario, como canónigo y como cura de Moyobamba, que era su merced absorbente como una trompa sucesoria. De ello y de su predominio sobre el mitrado murmuraba el coro de canónigos, compuesto de dos clérigos de misa y olía; y tan destemplados debieron andar en la murmuración, que llegó a oídos del obispo. El Sr. llamó a su secretario y le dijo:

  —387→  

-¿Sabes que tus compañeros murmuran que yo soy un estafermo y tú mi D. Preciso?

-Déjelos su señoría, que con quemarles la boca se acabarán las murmuraciones -contestó Padilla.

-Santo remedio, hijo. Age liberrime, repuso el obispo -y no volvió a ocuparse de hablillas y chismografía de subalternos.

Entretanto, los dos canónigos no se mordían la lengua y continuaban desollando vivos a Rangel y a su secretario.

Una mañana en que debía celebrarse fiesta solemne en la iglesia, díjole Padilla al obispo:

-Ilustrísimo señor, esos bellacos siguen por camino torcido, y de hoy no pasa sin que, con la venia de su señoría, les queme la boca.

-Age liberrime -murmuró el Sr. Rangel.

En la misa y cuando llegó el momento de dar la paz, el canónigo secretario sacó de la sacristía una crucecita de plata y acercose con ella a sus enemigos. Ambos canónigos estamparon el ósculo en la cruz y a la vez dieron un brinco como si les hubiera mordido viborezno.

La crucecita había sido puesta al fuego por el sacristán.

«Santo remedio», como decía el Sr. Rangel. Desde el día en que el secretario les quemó la boca, se acabaron las murmuraciones de los canónigos.

Proclamada la independencia del Perú, el Sr. Sánchez Rangel, que era godo de los de tuerca y tornillo, predicó mirabilia contra los pícaros y herejes insurgentes, excomulgándolos a roso y belloso y poniendo en entredicho a los jóvenes que se declarasen en favor de los corrompidos viejos de Susana, que era el mote con que su señoría había bautizado a los caudillos de la revolución.

Tenemos a la vista una pastoral del Sr. Rangel que termina con estos conceptos: «A cualquiera de nuestros súbditos que jurase la escandalosa independencia, lo declaramos excomulgado vitando, y mandamos que sea puesto en tablilla, y si fuere eclesiástico lo declaramos suspenso, lo ponemos en entredicho local y personal y mandamos consumir las especies sacramentales y cerrar la iglesia hasta que se retractare y jure de nuevo ser fiel al rey. Y si alguno de vuestros hijos oyere misa de sacerdote insurgente o recibiere sacramentos, lo declaramos también excomulgado vitando, por cismático o cooperador del cisma político y religioso».

Paréceme que esto era hablar gordo.

Pero como cada día las cosas iban poniéndose más turbias para los partidarios del rey, decidiose el señor obispo a liar los bártulos y volver a España, no sin que su secretario se opusiese al viaje, diciéndole:

  —388→  

-Quédese, ilustrísimo señor, que estamos en la baticola del mundo y tiempo habrá corrido para cuando vengan por acá los patriotas, si es que llegan a venir y el virrey no da cuenta al diablo de San Martín y de sus desalmados.

Pero el Sr. Rangel, que no se halagaba con ilusiones y veía claro el desenlace de la lucha, resolvió a fines de 1821 tomar la vía de Tarapoto y embarcarse en el Huallaga con rumbo al Pará. Padilla quedó gobernando la diócesis; mas a poco persuadiose también de que la causa de la monarquía era causa perdida, y no queriendo cambiar de casaca o de sotana, dirigiose a la metrópoli.

El viaje del Sr. Sánchez Rangel fue fatalísimo, y gracias que libró de morir ahogado. La embarcación que lo conducía volcose en uno de los pongos que existen entre Tarapoto y Yurimaguas. Su ilustrísima llevaba veinte mil pesos godos encerrados en zurroncitos de cuero. Por más diligencias y trabajos que se emprendieron para sacarlos del fondo del río, nada pudo conseguirse, y el obispo llegó a España pobre de solemnidad. Allí lo agració el rey con la gran cruz de Isabel la Católica y diole posesión de la mitra de Lugo. El Sr. Rangel murió casi octogenario y después de 1840.

¡Cuán cierto es aquello de que nadie sabe para quién trabaja! En 1867 y por uno de esos cambios de curso que suelen tener los ríos, quedó en seco el sitio donde medio siglo antes naufragara su ilustrísima.

Los pescadores del distrito de Chasuta se dedicaron por algunos días a la mejor pesca posible, pues pescaron los veinte mil godos del obispo. Como patriotas y de la patria nueva, esos muchachos no dieron cuartel a los enemigos, haciendo de ellos chichirimico y no guardando siquiera uno prisionero.

De esos veinte mil godos hemos visto algunos, que como reliquias enseñaba un honrado comerciante de Moyobamba.

  —389→  

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ArribaAbajoLa soga arrastra

El pueblo tiene algunas supersticiones que los hechos se encargan de justificar. Dice el crédulo pueblo que un asesino no escapa de dar en manos de la justicia siempre que la víctima no haya caído de bruces, y es del pueblo también esta frase: lo arrastró la soga, aplicada a los criminales que, a la larga, llegan a expiar su delito.

A propósito de tal frase, lean ustedes el siguiente verídico relato de un suceso casi contemporáneo.

I

En 1842 la guerra civil traía al Perú más revuelto que casa de solterón, más enredado que madeja de hilo en poder de un falderillo, y más perdido que conciencia de judío cambista.

El general D. Juan Crisóstomo Torrico, representante del partido liberal, había echado la zancadilla a D. Manuel Menéndez, que en su carácter de presidente del Consejo de Estado, era, conforme a la Constitución, el llamado a regir los destinos de la patria, por gloriosa muerte en la batalla de Ingavi del generalísimo D. Agustín Gamarra. D. Manuel Menéndez   —390→   el Chancaquero, como lo llamaba el pueblo, era un entendido y rico agricultor, un magnífico paterfamilias, un bonus vir en la extensión de la palabra. En política no veía más allá de sus narices, y la situación era harto obscura para ser regidos por miope.

En el Sur, el general D. Francisco Vidal, vicepresidente del Consejo de Estado, era para los conservadores, principistas o constitucionales, el representante de la autoridad legítima, y toda la gente doctrinaria se afilió bajo su bandera.

Ambos caudillos eran prestigiosos.

Torrico, por su ilustración y cultura, y hasta por razones de provincialismo, era el ídolo de la juventud limeña, a la que también pertenecía, pues aún no alcanzaba a contar treinta y seis años. La causa de Torrico simbolizaba para la juventud fantástica, soñadora, impetuosa y novelera, el aniquilamiento del pasado y las halagüeñas promesas del porvenir.

Vidal tenía en su favor antecedentes heroicos en la guerra de la independencia. Quien conocerlos quiera, échese a leer las memorias de Lord Cochrane, y hallará que el noble conde de Dundonald, tan avaro para encomiar a sus subalternos, es pródigo en elogiar la bravura del alférez Vidal.

Pero ahí verán ustedes lo que son las contradicciones de la naturaleza humana, y una prueba palmaria de que la heroicidad depende del estado de los nervios, es decir, del maldito cuarto de hora. En la batalla de Agua Santa, si hizo fiasco el porvenir, no menor fiasco hizo el pasado. Ni Torrico, el bravo del combate de Matucana, ni Vidal, el denodado asaltador de fortalezas, estuvieron como valientes a la altura de su fama. Aquel día no se sintieron con humor de hacer proezas. ¡Pícaros nervios! Torrico se dio por derrotado, sin saber cómo ni por quién, y Vidal casi fusila al emisario que a doce leguas del campo le dio noticia de la victoria. Apenas rotos los fuegos, ambos caudillos espolearon sus caballos para no oler el humo de la pólvora. El pueblo los bautizó con los nombres de Vapor del Sur y Vapor del Norte.

Pero no es historia de la guerra civil lo que me he propuesto escribir, sino extractar un proceso. No hace, pues, falta este capítulo, que servirá sólo para refrescar los recuerdos del lector. Pico punto.

II

Acantonados en Jauja se hallaban en 1842 los batallones «Pichincha» y «6º. de línea».

Muchos argentinos, de los que emigraron al Perú huyendo de la tiranía de Rosas, y no pocos de los chilenos que después de la batalla de   —391→   Yungay se quedaron en Lima, aficionados a la sopa boba, que en nada se parece al sistema de látigo bobo implantado por D. Diego Portales, tomaron partido en favor del elegante y simpático general Torrico.

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El general D. Juan Crisóstomo Torrico

Entre los oficiales del Pichincha se hallaba el teniente Ontaneda, hijo del mismo Chile (Santiago). Comisionado un día para llevar pliegos de importancia al coronel del batallón «Mecapaca», acantonado en Concepción, diéronle para que le sirviese de guía en el camino un pobre indio, vecino de esos andurriales.

Quiso la mala suerte de éste que tuviera que pasar a inmediaciones de su choza, y que su mujer le saliera al encuentro para darle coca, maíz tostado u otro tente en pie. Ontaneda, viendo que el guía se apartaba de la ruta para platicar con su costilla, púsose más furioso que un tigre, desenvainó la espada y atravesó con ella al infeliz. La mujer empezó a clamorear sin consuelo; y el teniente, a quien fastidiaban jeremiadas, envainó también en el cuerpo de ella la espada, tinta con la sangre del marido.

El doble asesinato tuvo por testigos acudieron a muchos indios vecinos que pusieron el grito en el cielo y acudieron a las autoridades. Éstas, para calmar la justa indignación popular, sometieron a juicio al cobarde asesino, y mientras se proseguía, el reo pasó arrestado al cuartel del batallón «6º. de línea».

La causa marchaba con pies de plomo. Entretanto, habiendo escasez de oficiales en el batallón, consiguió Ontaneda que en em calidad de supernumerario o agregado se le habilitase para hacer servicio en el cuartel.

En aquellos tiempos de anarquía y desbarajuste confiaba Ontaneda en que, días más, días menos, cambiaría el cuerpo de Cantón, y se echaría tierra sobre el proceso antes de que éste llegara a estado de sentencia. «Y quién sabe -pensaba para sí-, que de menos nos hizo Dios, si soplándome un poquito la fortuna, concluyo la campana con charreteras de coronel, y entonces ¿qué juez me tose ni qué escribano me notifica?»

  —392→  

III

El ejército de Vidal, bajo las órdenes del general La-Fuente, avanzaba en busca del de Torrico; y éste, preparándose para abrir campaña y salir al encuentro del enemigo, recorría el departamento de Junín, donde estaban escalonados algunos batallones.

Una noche alojose Torrico en casa del cura de Concepción, y allí se le presentó el teniente Ontaneda.

-¿Qué dice el señor oficial? -le preguntó Torrico, que era un jefe que trataba a los subalternos con llaneza y cortesía.

-Digo, excelentísimo señor, que hace dos meses que estoy prestando mis servicios como supernumerario en el «6º. de línea», y que, habiendo en él vacante, desearía ser destinado en plaza efectiva.

-Me parece justo y no veo inconveniente -contestó con afabilidad el general-. Pero ¿cómo ha ido usted a ser supernumerario en ese cuerpo, y habiendo vacante no lo ha propuesto su coronel?

-Le diré a vuecencia -respondió tartamudeando el pretendiente-. Yo fui al cuartel en condición de preso... por una calumnia, señor... por una calumnia... A nadie le faltan malquerientes..., y ni un santo está libre de verse envuelto en papel sellado...

-¡Ah! -le interrumpió Torrico-. Esos son otros cantares, mi teniente. Vaya usted tranquilo, que todo se arreglará.

Apenas se retiró Ontaneda cuando Torrico se informó minuciosamente de la alevosía del oficial, y supo que, aunque la causa estaba concluida, el juez no había creído conveniente todavía notificar la sentencia.

-Que se me presente ahora mismo el juez con el cartapacio -ordenó el general; y pocas horas después juez, escribano y autos estaban ante la autoridad suprema. Torrico se hizo leer las principales piezas del proceso.

-¿Y la sentencia? -preguntó.

-Escúchela vuecencia... «Fallo que debo condenar y condeno a que sea pasado por las armas...»

-¡Basta! -interrumpió el mandatario-. Pluma y tintero.

Y el general D. Juan Crisóstomo Torrico puso de su puño y letra, al pie del justificado fallo: Cúmplase seis horas después de puesto en capilla el reo, y estampó su rúbrica.

IV

Era la del alba cuando entraba en Jauja uno de los ayudantes del general Torrico conduciendo un pliego para el coronel D. Pablo Salaverry,   —393→   que aún no se había levantado de la cama. Éste, después de leerlo, hizo llamar al capitán del cuartel y le dijo lacónicamente:

-Ponga usted en capilla al oficial arrestado y fusílelo, a las once de la mañana, en la puerta del cuartel.

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El general D. Francisco J. Vidal

Era el caso que ya nadie se acordaba de que Ontaneda estaba en el batallón en condición de preso, pues no sólo prestaba servicio militar, sino que tenía puerta franca. Entretanto en el cuarto de banderas llevaba ya algunas horas de arresto el teniente Romero, por el venialísimo pecado de ser incorregible jugador.

El capitán de guardia se le acercó y le dijo, después de despertarlo:

-Lo siento, hermano, pero el que manda manda.

-Y ¿a qué viene ese preámbulo? -preguntó el teniente dando un bostezo de a cuarta.

-Viene a que tengo orden de ponerte en capilla.

¡Jesucristo! -exclamó Romero desplomándose sobre la almohada.

No era el lance para menos. Estar en lo mejor del sueño y ser despertado para recibir a quemarropa tan terrible escopetazo... se lo doy al más guapo.

Vuelto, en fin, de la sorpresa y trasladado a la improvisada capilla, donde ya lo esperaba el capellán del cuerpo, preguntó Romero:

-Pero, padre, ¿por qué van a fusilarme?

-No lo sé, hijo. Supongo que será por jugador.

-Pues, padre, seré el primero a quien por eso fusilan en mi tierra. Y sobre todo, si el gobierno quiere hacer un ejemplar, ¿por qué me ha escogido a mí, que soy un jugadorcillo de escaleras abajo, y no ha empezado por algún pájaro gordo? Si de esta escapo, créame su reverencia, no vuelvo en los días de mi vida a jugar ni cascaritas.

El fraile empezaba ya a exhortarlo para que arreglase cuentas con la conciencia, cuando sonaron las nueve de la mañana. El coronel acababa de levantarse e iba a montar a caballo para una excursión a dos leguas   —394→   de distancia, cuando oyó a su asistente que conversaba con una rabona sobre el próximo fusilamiento del teniente Romero, que era un muchacho muy simpático y querido de sus camaradas y de la tropa.

La casualidad puso al coronel en camino de enmendar la equivocación en que había incurrido el capitán de cuartel, equivocación debida en gran parte, a que cuando comunicó la orden lo hizo con el laconismo del hombre embargado aún por los vapores del sueño.

Sin la charla del asistente, el coronel galopaba por la pampa, daban las once de la mañana, y el teniente Romero iba a ver la cara a Dios que lo crió.

Entretanto, Ontaneda paseaba libremente por el cuartel, compadeciéndose con los demás oficiales del tristísimo fin que esperaba a Romero. No hubo que hacerlo buscar, y dos horas después el asesino purgaba su delito y la vindicta pública quedaba satisfecha.

V

Y aquí viene a pelo, por vía de moraleja, lo que dice el pueblo: «La soga arrastra».

Si Ontanteda no se hubiera presentado a solicitar colocación efectiva, acaso no habría tenido el general Torrico por qué saber que tal pícaro comía pan, ni impuéstose del proceso, ni por consecuencia de la lectura, ejecutando un acto de estricta justicia y que redundaba en desagravio de la moral militar.

Hasta la equivocación de la capilla pudo salvarlo, pues dispuso de cuatro horas para ponerse en fuga.

Pero está visto, y no tiene vuelta de hoja: la soga arrastra.

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  —395→  
ArribaLas balas del Niño Dios
(Al señor general D. Juan Buendía)


He aquí, mi general y amigo, una tradición en la cual dos vivos son los protagonistas: usted y el cura L...

No se ofenda usted porque a guisa de antigualla ha caído bajo el dominio de mi pluma, dada a sacar a luz historias rancias. Trátase de una bella página en la vida de usted, página que ojalá, en el porvenir de nuestra patria, encuentre muchos plagiarios. A Dios gracias, no es usted siquiera ministro o candidato a más sabrosos bocados: está usted arrinconado en la sacristía como efigie de santo después de la procesión. Puedo, pues, dedicarle este relato sin correr peligro de que digan que lo adulo y lisonjeo, yo que nunca cometí el feo pecado de dedicar prosa ni verso a los que están peldaño arriba en la escalera política. A lo sumo dirán que he cogido el plumero para limpiar del santo polvo y telarañas. Si lo dicen que lo digan, que con ello ni nos dan ni nos quitan.

Esto va, pites, de amigo a amigo. Y para dedicatoria suficit.

I

Después del desastre de Ingavi, el general Magariños, al mando de la segunda división del ejército boliviano, se apoderó de Tacna, en diciembre de 1841, sin resistencia del inerme vecindario. Inmediatamente hizo marchar sobre Tarapacá una columna de cien soldados a órdenes del coronel D. José María García y del comandante D. Luis Mostajo.

Llegados los invasores a Chamisa el 1.º de enero, dispuso el coronel García que el teniente D. Hilario Ortiz entrase de incógnito en Tarapacá; y para que en caso de ser descubierto pudiera asumir carácter de parlamentario, lo proveyó de un pliego en el cual se intimaba a la autoridad peruana la rendición de la provincia.

El subprefecto de Taracapá D. Calixto Gutiérrez de La-Fuente sorprendió al espía y lo puso preso, contestando a García por una nota que protestaba contra la invasión; que abandonaba la capital por encontrarse sin elementos para resistir (pues entre todos los vecinos no había podido reunir más armas que tres pistolas, dos sables y cinco escopetas), y que se llevaba prisionero al teniente Ortiz, quien no se había presentado con las formalidades de parlamentario.

El coronel García tomó posesión de Tarapacá el 3 de enero, convirtió   —396→   la casa del Cabildo en cuartel y dirigió a los tarapaqueños una proclamita notable por la cortedad, pues toda ella se reducía a esta originalísima frase: «Los bolivianos traemos en una mano la paz y en la otra el olivo». Por lo visto su señoría no era hombre fuerte en antítesis ni metáforas, salvo que se nos diga lo que en la Biblia para aclarar los conceptos obscuros: y en esto hay sentido que tiene sabiduría, explicación con la que se queda uno tan en tinieblas como antes.

En seguida dirigió otro oficio a La-Fuente, que a revienta- caballo se había encaminado a Iquique, oficio que con otros comprobantes de este relato histórico encontramos impreso en El Peruano, periódico oficial de Lima correspondiente al 22 de enero de 1842.

Decía así el coronel: «Seguramente está usted creyendo que soy un recluta ignorante de mis deberes, pues me dice en su nota que el oficial Ortiz no fue con las formalidades correspondientes a un parlamentario. Dígame usted, señor mío, ¿qué ejército tiene o qué batalla va a presentarme para exigirme formalidades? Si en contestación a ésta no me manda usted al teniente Ortiz, yo en represalia enviaré a mi república familias enteras de las más notables que tenga la provincia. Y no le digo a usted más».

Poco y al alma. Esto era hablar crudo, como carne en mesa de inglés y clarito como agua de arroyuelo.

Pero en mala madriguera se había metido el coronel boliviano. ¡En Tarapacá! ¡En la cuna de los mariscales Castilla y La-Fuente! ¡Precisamente en el único pueblo del Perú que no se asustó con la vitalicia de Bolívar y que tuvo bríos para protestar contra ella! ¡Digo, si tendrán colmillos los tarapaqueños!

¡Y venirles en 1842 con amenazas un coronelito del codo a la mano!

II

En la noche del 2 de enero llegó a Iquique D. Calixto de La-Fuente y conferenció con el sargento mayor D. Juan Buendía sobre lo crítico de la situación.

Buendía, soldado audaz y entusiasta, opinó que era preciso combatir para que los bolivianos no se la llevasen tan de bóbilis-bóbilis; y tres días después, el 5 de enero, púsose en marcha sobre Tarapacá acompañado de veintidós mozos del pueblo, armados con escopetas, fusiles y lanzas.

La empresa era de locos.

En el trayecto hasta la capital de la provincia se les unieron seis paisanos más, uno de los cuales, llamado Mariano Ríos, llevaba por única arma una corneta.

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A las once de la noche del 6 de enero el grupo de combatientes organizado por Buendía llegaba sigilosamente a la esquina de la casa del Cabildo, y con toda cautela para no ser sentidos por el enemigo improvisaban en la bocacalle una barricada con los muebles de un vecino.

Pocos minutos después, el corneta Mariano Ríos empezó a tocar ataque y degüello y los expedicionarios rompieron el fuego.

El jefe boliviano, a quien la densidad de la noche no permitía darse cuenta del número y condición de los que atacaban, creyó prudente en cerrarse en Cabildo y que la tropa, parapetada tras de las ventanas, contestase el tiroteo.

Entretanto, al estruendoso resonar de la corneta despertaron los vecinos, y gritando «¡viva el Perú!», corrieron a engrosar las filas del arrogante mayor Buendía.

Una hora después eran poco más de treinta los fusiles y escopetas que hacían fuego sobre los cien soldados del coronel García. A las cuatro de la mañana la victoria pareció inclinarse a favor de los bolivianos, pues los disparos de sus adversarios disminuían y la corneta había cesado de resonar.

El músico acababa de caer muerto y a los asaltantes se les iba agotando el número de cartuchos a bala. Tenían algunos tarros de pólvora, pero ni una libra de plomo para fundir proyectiles.

Media hora más de combate y... después de ella la fuga. ¡Lindo por venir!

El bravo mayor Buendía se encontraba en la misma tremenda situación de Ricardo III cuando dijo: «¡Mi reino por un caballo!»

Para Buendía algunas libras de plomo valían más que un reino, eran la dignidad nacional salvada, eran su nombre de soldado y sus juveniles aspiraciones de gloria.

¡Plomo! ¡Plomo! ¿De dónde conseguirlo? En Tarapacá no había siquiera tubos de cañería.

Buendía comenzaba a desesperar. Tenía en perspectiva la derrota y acaso la insegura condición del prisionero.

De pronto un joven eclesiástico, hijo de Tarapacá, que vagaba entre los combatientes auxiliando a los heridos y moribundos, se acercó y le dijo:

-No hay que desmayar; voy a traer plomo.

Y entrando en su habitación se detuvo ante un retablo que representaba el divino misterio de Belén.

Téngase presente que esto pasaba en la noche del 6 de enero, día de la Adoración de los Reyes Magos.

El devoto clérigo tenía en su casa un precioso nacimiento... y el Niño Jesús era... de plomo.

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Vivo está (y aún creemos que con residencia en Lima) el sacerdote que en aras de la patria supo hacer el sacrificio de sus escrúpulos y sentimientos religiosos.

Gracias a él los peruanos tuvieron balas para continuar el combate a la luz del sol.

Aquellas balas hicieron maravillas sobre la tropa enemiga.

Háganse ustedes cargo... ¡Eran balas del Niño Dios!

A las seis de la mañana el coronel García cayó mortalmente herido, y llamando a su segundo le dijo:

-Comandante Mostajo, bátase hasta quemar el último cartucho.

-Muera usted tranquilo, mi coronel, que el honor militar quedará a salvo.

Y a las siete de la mañana, agotadas ya sus municiones, aquellos valientes soldados de Bolivia se rindieron a discreción.

-¡Hurra por los vencidos y por los vencedores!

La victoria premió la audacia del mayor Buendía y el patriótico entusiasmo de los tarapaqueños, que casi sin armas ni organización, se lanzaron contra una aguerrida columna militar.