Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

69. Ya en 1.º de febrero de 1584 había examinado y aprobado esta obra por orden del Consejo Real Lucas Gracián Dantisco, calificándola de provechosa, de mucho ingenio, de galana invención, y de casto estilo y buen lenguaje: a cuyo dictamen se unieron los elogios particulares que le dieron Luis Gálvez de Montalvo, D. Luis de Vargas Manrique y López Maldonado, que correspondieron a la aceptación que después tuvo en España y entre las naciones extranjeras. Pero estos aplausos tan generales, y aquellos elogios tan vagos e indeterminados no han servido ni pueden servir ahora de regla para juzgarla, cuando la crítica, ilustrada por el buen gusto y por la filosofía, dirige y gobierna nuestro juicio y rectifica nuestras ideas. Examinando por estos príncipes La Galatea, y considerándola como una composición pastoril, o como una égloga (según la llama su autor), hallaremos que si por una parte nos admira la belleza y naturalidad de las descripciones, el decoro y la agudeza con que se trata del amor, la variedad y contraste de los afectos, las excelentes situaciones aprovechadas con tanta gracia y oportunidad, la cultura y buen uso del lenguaje, y la fecundidad del ingenio, extrañamos por otra ver unos pastores demasiado eruditos y filósofos, una   -pág. 67-   multitud y prodigalidad de episodios, que ofuscando la acción principal, debilitan el interés, y confunden los personajes del primer término del cuadro con otros de un orden inferior, sin descubrir la conexión y analogía de algunos sucesos accesorios con el principal, ni el modo con que contribuyen a su desenlace. Se creería por todo esto que Cervantes quiso más bien hacer alarde del caudal de su invención, que parecer parco y moderado en la disposición de su fábula, prefiriendo por consiguiente la riqueza y aun la superfluidad a la prudente y juiciosa economía; porque no hay duda que él mismo conoció estos defectos, ya anticipando disculpas de los unos en su prólogo, ya pidiendo indulgencia de los otros hasta que saliese la segunda parte, que no concluyó, aunque parece la tenía adelantada al tiempo de su fallecimiento. También indicó haber tomado la idea del Canto de Calíope, del que en nombre del Turia había publicado algunos años antes Gaspar Gil Polo en su Diana enamorada para celebrar los poetas e ingenios valencianos.

70. Sin embargo de estar aprobada aquella obra con tanta anticipación, no se publicó hasta los últimos meses de aquel año, como se deduce de haber escrito Cervantes la dedicatoria a Ascanio Colona, abad de Santa Sofía, entrado ya el mes de agosto, pues haciendo mención del célebre Marco Antonio Colona su padre, por haber (dice) seguido algunos años las vencedoras banderas de aquel sol de la milicia, que ayer nos quitó el cielo delante de los ojos, pero no de la memoria de aquellos que procuran tenerla de cosas dignas de ella, aludió discretamente con estas expresiones a su muerte, que acababa de suceder a las once de la noche del miércoles 1.º de agosto en Medinaceli viniendo de camino desde Italia a la corte de Felipe   -pág. 68-   II, que le había llamado: lo cual prueba cuán poco examinaron este punto los que aseguraron que Cervantes sacó a luz La Galatea en principio del año 1584, y que el fallecimiento de Marco Antonio Colona aconteció en 1585.

71. Inmediatamente que se publicó esta novela se desposó Cervantes en Esquivias a 12 de diciembre del mismo año de 1584, con Doña Catalina de Palacios Salazar y Vozmediano, hija de Fernando de Salazar y Vozmediano y de Catalina de Palacios, ambos de las más ilustres familias de aquel pueblo. Cuando se verificó este contrato parece había ya muerto el padre de la novia, la cual sin duda por esta causa debía su educación a su tío D. Francisco de Salazar, que la dejó un legado en su testamento. Por igual razón habiéndola prometido la madre al tiempo de tratarse el casamiento de un razonable dote en bienes raíces y muebles, cumplió su promesa dos años después, otorgando Cervantes escritura no solo de lo que recibió entonces, sino dotando él mismo a su mujer con cien ducados, que según dicen cabían en la décima de sus bienes.

72. Así consta de la carta dotal otorgada por ambos esposas a 9 de agosto de 1586 ante Alonso de Aguilera, escribano de número de Esquivias, donde se avecindó Cervantes, según aparece del mismo documento; pero como aquellos bienes no pudiesen alcanzar a mantener sus nuevas obligaciones, y su genio franco y sociable no se acomodase a la vida de un hacendado lugareño, la proximidad a Madrid le proporcionó residir a temporadas en esta Corte, ya sea por el amor a sus parientes, ya por el deseo de tratar a sus amigos, o por el afán que siempre tuvo de darse a conocer por sus versos y composiciones dramáticas.

73. Confirma esta presunción la noticia que   -pág. 69-   tenemos de haber cultivado o renovado en esta época su trato y comunicación amistosa con Juan Rufo, Pedro de Padilla, López Maldonado, Juan de Barros, Vicente Espinel y con otros insignes escritores, cuyas obras celebró en algunos sonetos y otros versos, que si bien no merecen mucho aprecio, acreditan a lo menos la bondad de su corazón y el respeto que le merecían el talento, la aplicación y la amistad. Siete años había que Rufo trabajaba en su Austriada cuando la concluyó a fines de 1578; y después de aprobada por Laínez en 1582, todavía tardó dos años en publicarse, a la sazón que residiendo Cervantes en Madrid escribió en alabanza del autor un soneto, que entre otros se estampó en los principios de aquella obra. Al mismo tiempo imprimía Padilla su Jardín espiritual, que salió a la luz en el año siguiente de 1585; y no solo incluyó en él unas redondillas y estancias que Cervantes había compuesto en su elogio, sino que poniendo en la obra misma varias composiciones que a intercesión del autor escribieron en loor de S. Francisco algunos de los famosos poetas de Castilla, colocó entre ellos a Cervantes, de quien es un soneto que no carece de regularidad. Otro compuso elogiando la obra del mismo Padilla sobre las Grandezas y excelencias de la Virgen Nuestra Señora, que salió a la luz en 1587. A principios del año anterior de 1586 publicó López Maldonado su Cancionero, aprobado ya por D. Alonso de Ercilla; y entre los muchos y clásicos poetas que honraron este libro con sus encomios se cuenta a Cervantes, que le celebró en un soneto y unas quintillas que se leen en las primeras páginas. También aplaudió con otro soneto la Filosofía cortesana moralizada por Alonso de Barros, su amigo, aprobada igualmente por Ercilla, y publicada en 1587. Ya en este tiempo había   -pág. 70-   escrito Vicente Espinel su Casa de la memoria, aunque no se imprimió hasta 1591, y en ella colocó y elogió a Cervantes entre otros célebres poetas, aludiendo con discreción y oportunidad a los trabajos de su cautiverio, que no pudieron debilitar el vigor y fecundidad de su ingenio. Así correspondió Espinel a la honrosa mención que de él había hecho en el Canto de Calíope; y tal vez desde entonces se labraron los fundamentos de aquella amistad sólida y verdadera que los unió siempre, y de que hacía memoria Cervantes en los últimos años de su vida.

74. La afición a la literatura amena, especialmente a la poesía, propagó en este siglo por las principales ciudades de Italia el gusto de las academias, erigidas o fomentadas por las personas más nobles y distinguidas, entre las cuales se contaba al marqués de Pescara, fundador de la de Pavía. Este ejemplo trascendió a España en el reinado de Carlos V, distinguiéndose entre las academias que ilustraron aquella lucida corte la que tenía en su casa el célebre Hernán Cortés, donde se reunían los hombres de mayor concepto por su clase e instrucción, de cuyas conferencias y pláticas conservamos aún apreciables memorias. Pero estas juntas no fueron permanentes, y acaso desaparecieron con sus mismos fundadores, mientras que en Italia se acrecentaban más por lo mucho que contribuían a su civilidad e ilustración. Este acontecimiento estimuló en el año de 1585 a un caballero principal de la corte, de buen ingenio y aficionado a la poesía, a fundar una academia a imitación de las de Italia, a la cual concurrían los literatos y poetas más distinguidos que residían en Madrid, a quienes con este laudable objeto acariciaba con liberalidad y cortesanía. Autorizábanla con su presencia los grandes, títulos y   -pág. 71-   ministros del Rey, que se complacían en oír las discusiones y aplaudir las composiciones poéticas que allí se recitaban. Por uno de los estatutos debían los académicos dejar su nombre propio, e imponerse otro a su arbitrio; y con este motivo Lupercio Leonardo de Argensola, todavía joven, adoptó el de Bárbaro, con alusión a Doña Mariana Bárbara de Albión, a quien entonces pretendía para casarse, según lo manifestó discreta e ingeniosamente en la respuesta que dio a la academia cuando por dos veces le preguntó la causa de haber tomado aquel nombre tan singular. Es muy probable que Cervantes fuese uno de los concurrentes a esta academia, tanto por su mérito y buena reputación, renovada con la publicación de La Galatea, como por su amistad con los demás académicos, por el conocimiento que tenía de la utilidad que semejantes sociedades habían producido en Italia, y por haber mencionado especialmente la academia Imitatoria de Madrid en una de sus novelas. Aquellos hechos y estas conjeturas comprueban a lo menos que Cervantes residía por lo común en la corte, sin embargo de estar avecindado en Esquivias, donde probablemente solo permanecería las temporadas que lo exigiesen sus negocios e intereses domésticos.

75. Entonces fue cuando Cervantes vio representar con general aplauso en los teatros de la corte Los Tratos de Argel, La Numancia, La Batalla naval, y otros dramas que había compuesto, en los cuales se atrevió, según dice, a introducir algunas novedades que fueron bien recibidas, pero que es preciso examinemos ahora con imparcialidad. La escena española, que hasta su tiempo solo había visto por lo general composiciones de los mismos farsantes, escritas con sencillez y naturalidad, sin artificio ni interés, y representadas sin   -pág. 72-   aparato ni decoración teatral, a manera de unas églogas, diálogos o coloquios, como algunas se llamaron, levantó el vuelo en manos del M. Fernán Pérez de Oliva, de Jerónimo Bermúdez, y aun más en las de Juan de la Cueva, Cristóbal de Virués, Juan de Malara, y algún otro poeta recomendable. Cervantes, cuya afición a la poesía, y en particular al teatro, se manifestó desde su infancia, y cuyos sucesos propios y originales sugerían tanta materia para interesar la curiosidad de los espectadores, ofreció al público sus comedias, que fueron aplaudidas, porque la novedad y aparato de los argumentos, y su estilo más popular y conveniente que el de Cueva y Virués, debían captarle más partidarios, principalmente cuando aquellos poetas no habiendo divulgado ni publicado aún sus obras, eran más conocidos en Sevilla y Valencia, donde residían, que en Madrid.

76. Jactose Cervantes de ser el primero que introdujo o personalizó en el teatro las figuras morales o alegóricas, como se nota particularmente en El Trato de Argel, en La Numancia y en La Casa de los celos; y de haber reducido las comedias a tres jornadas, de cinco que antes tenían, como se vio en su Batalla naval. Aun cuando diésemos a estas invenciones todo el mérito que pretende su autor, de lo que estamos muy distantes, no podríamos atribuírselas como originales sin alguna limitación, porque es indudable que la primera sobre no ser plausible, era ya conocida en el siglo XV, en que la introdujo el insigne Don Enrique de Aragón, marqués de Villena, y la repitió después Alonso de Vega en su comedia La Duquesa de la Rosa, impresa en 1560, y Juan de Malara, que según Rodrigo Caro fue también el primero que en España escribió una comedia toda en verso, que se representó; y la segunda, que   -pág. 73-   ha sido adoptada y seguida por casi todos los poetas, la atribuyen unos a Cristóbal de Virués, otros a Micer Andrés Rey de Artieda; y no faltaron aun en aquel tiempo quienes se la apropiasen a Juan de la Cueva, según lo dice él mismo en su Arte poética. Más que de esto, debió gloriarse Cervantes de haber compuesto en este tiempo hasta veinte o treinta comedias, que todas se representaron con aceptación, singularmente La gran Turquesca, La Batalla naval, La Jerusalén, La Amaranta o la del Mayo, El Bosque amoroso, La única y La bizarra Arsinda; pero de la que se manifestó más satisfecho fue de una titulada La Confusa, la cual, según dice, pareció admirable en los teatros, y podía tener lugar por buena entre las mejores de capa y espada que hasta entonces se habían representado. Tales aplausos y aclamaciones no podían ser permanentes, porque como las comedias tienen sus sazones y tiempos, e inmediatamente entró a dominar el teatro el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y se alzó con la monarquía cómica, y avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes, llenando el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas, según las expresiones del mismo Cervantes, eclipsó por consiguiente no solo las que este había visto celebradas, sino las de los demás escritores que le precedieron. Desde aquel punto perdieron toda su estimación en el concepto de los comediantes y espectadores, y se miraron solo por los literatos como ensayos de la restauración del teatro español, que habían allanado tan difícil camino al mismo Lope de Vega. Cervantes lo conoció así, y lo confesaba ingenuamente al fin de sus días, cuando ni los cómicos le pedían sus comedias, ni hallaba quien se las aplaudiese, atribuyéndolo a la mejora y reformación   -pág. 74-   que había tenido el teatro por tantos ingenios como a competencia le cultivaron.

77. No era solo la afición a la poesía, ni la gloria que le resultaba de los aplausos populares, lo que obligaba a Cervantes a escribir sus comedias y a entretener al público con sus representaciones, sino también proporcionarse con esta ocupación algún recurso para socorrer su necesidad y mantener a su familia. La situación en que se hallaba iba empeorando cada día: veíase agobiado con las obligaciones que trae consigo el matrimonio, y la manutención de sus hermanas e hija; advertía desatendidos sus méritos y servicios sin haber obtenido la menor recompensa, y se miraba con más de cuarenta años de edad y estropeado de la mano izquierda, pareciéndole dificultoso en tales circunstancias emprender otra carrera, o aspirar a un empleo que le sostuviese con la decencia que correspondía. Para lograrlo más fácil y seguramente abandonó la pluma y las comedias entrado ya el año de 1588, y se trasladó a Sevilla, aprovechando la ocasión de haber sido nombrado el consejero de hacienda Antonio de Guevara para proveedor general de las armadas y flotas de Indias con grandes preeminencias y prerrogativas. Entre estas era una la de nombrar por S. M. cuatro comisarios que le ayudasen en el desempeño de tan vasto encargo, distribuyendo con orden y economía los caudales de la Real hacienda en la compra de los víveres y demás efectos que fuese necesario acopiar de diversos pueblos de las provincias. Uno de los comisarios que con este objeto nombró Guevara fue Miguel de Cervantes, quien desde luego presentó por fiadores, a 12 de junio del mismo año ante el escribano Pedro Gómez, al licenciado Juan de Nava Cabeza de Vaca y a Luis Marmolejo, vecinos de aquella ciudad. Inmediatamente comenzó   -pág. 75-   a ejercer las obligaciones de su nuevo empleo, pues con fecha del 15 le expidió el proveedor general el despacho de su comisión, y permaneció en ella hasta el 2 de abril de 1589, haciendo en Écija muchas compras de aceite y granos, para las cuales se le libraron dos mil novecientos ducados de vellón. Tal fue la causa de la traslación de Cervantes a Andalucía, en tanto que su hermano Rodrigo servía ya de alférez en los ejércitos de Flandes. Pudieron obligarle a esta determinación otras consideraciones; porque no solo se hallaba arraigada allí la familia ilustre de los Cervantes y Saavedras, que había producido hombres eminentes por las armas y las letras, y con la que tenía algunas conexiones de parentesco, según hemos indicado, sino que siendo a la sazón la ciudad más opulenta y populosa de España, y el emporio del comercio y riquezas del nuevo mundo, así como la más ilustrada por el cultivo de los buenos estudios y la perfección de las bellas artes, era con mucha razón mirada, según la expresión de Cervantes, como el amparo de pobres y refugio de desechados, en cuya grandeza no solo caben los pequeños, pero no se echan de ver los grandes, y podía por lo mismo prometerse hallar allí el abrigo y la consideración que procuró en vano entre el bullicio y la pompa de la corte, y en medio de la lisonja, de la elación y del egoísmo de los magnates y cortesanos.

78. Cervantes obligado por su pobreza abrazó aquella ocupación tan precaria y subalterna, mirándola sin embargo como escala para mayores ascensos, o como más proporcionada para inquirir las vacantes de los empleos de Indias, y poder hacer sus solicitudes con mayor apoyo y recomendación. Así lo ejecutó en mayo de 1590, dirigiendo al Rey un memorial, en que exponiendo   -pág. 76-   los servicios que había contraído en veintidós años sin habérsele hecho por ellos merced alguna, suplicaba se dignase concederle S. M. un oficio en las Indias de los que entonces se hallaban vacantes, que lo eran la contaduría del nuevo reino de Granada, la de las galeras de Cartagena, el gobierno de la provincia de Soconusco en Guatemala, y el corregimiento de la ciudad de la Paz, pues con cualquiera de ellos se daría por satisfecho, continuando de este modo en servir a S. M., como lo deseaba hasta acabar su vida, según lo habían hecho sus antepasados: resolución que manifiesta bien cuál era la situación de Cervantes cuando se acogía (según su expresión) al remedio a que otras muchos perdidos en aquella ciudad (Sevilla) se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España. Este recurso lo pasó el Rey en 21 del mismo mes al presidente del Consejo de Indias; y por decreto hecho en Madrid a 6 de junio, y firmado por el Dr. Núñez Morquecho, se contestó que buscase Cervantes por acá en que se le hiciese merced. Es regular que a vista de esto no omitiese medio ni diligencia para aprovechar tan favorables disposiciones y ofrecimientos; y aun pudiéramos presumir, según lo indicó después con demasiada generalidad en el Viaje al Parnaso, aludiendo sin duda a sus posteriores comisiones, que no supo conservarlas, o proporcionarse con ellas un acomodo estable y conforme a su calidad, a causa de las persecuciones ocasionadas por alguna imprudencia suya, las cuales trastornaron en sus principios el risueño semblante que comenzaba a mostrarle su fortuna.

79. La esperanza de mejorarla, contrayendo nuevos méritos y servicios, le obligó a continuar de comisario del proveedor Pedro de Isunza en los años de 1591 y 1592, desempeñando como tal   -pág. 77-   varios encargos para las provisiones de las galeras de España, en las villas de Teba, Ardales, Martos, Linares, Aguilar, Monturque, Arjona, Porcuna, Marmolejo, Estepa, Pedrera, Lopera, Arjonilla, Las Navas, Villanueva del Arzobispo, Begijar, Alcaudete y Alora; cuyas cuentas y las de sus ayudantes Nicolás Benito, Antonio Caballero y Diego López Delgadillo presentó firmadas en Sevilla a 28 de abril de 1598 con la mayor exactitud, y por lo mismo se le aprobaron, y obtuvo finiquito de solvencia, en el cual se le hicieron buenos por su salario ciento dos mil maravedís, que corresponden a tres mil reales vellón. En estas y otras comisiones semejantes visitó la mayor parte de los pueblos de Andalucía, cuyos caminos, costumbres y las más menudas circunstancias suele describir como testigo ocular: aprovechándose al mismo tiempo de todos los objetos y sucesos que daban materia a su ingenio irónico, donoso y burlador, para hacer sobre ellos una crítica justa y racional, dirigida siempre a mejorar a los hombres en sus opiniones, ilustración y civilidad. Así se nota en la descripción de la vida picaresca de los tunos y vagabundos que se reunían para la pesca de los atunes en las almadrabas de Zahara; en la de los gitanos y moriscos que vivían en Granada y sus contornos; en los cuentos y consejas que cundían en Montilla sobre las habilidades y transformaciones de la hechicera Camacha y sus discípulas, y en otros pasajes semejantes; y por lo mismo merece que nos detengamos a ilustrar un suceso coetáneo y muy ruidoso en aquel país, que disfrazado ingeniosamente en el Quijote, le prestó materia y coloridos para una aventura caballeresca. A fines del año de 1591 murió en su convento de Úbeda de calenturas pestilentes S. Juan de la Cruz; y la especial devoción con que Doña Ana de Mercado   -pág. 78-   y su hermano D. Luis de Mercado, del Consejo Real, residentes entonces en Madrid, habían fundado con su acuerdo el convento de Segovia, los empeñó en trasladar a él a todo trance su venerable cuerpo, sin reparar en la oposición que podría haber por la ciudad de Úbeda y sus vecinos. Consiguieron para ello el permiso del vicario general de los carmelitas, y comisionaron una persona de su confianza con título de alguacil de corte para que presentándose al prior del convento de Úbeda, y desenterrando el cadáver, le condujese a Segovia con gran secreto y precaución. Entró de noche el comisionado en la ciudad, entregó a solas sus despachos al prelado, y mientras los religiosos dormían abrieron el sepulcro, después de nueve meses de ejecutado el entierro, y sin embargo se halló el cuerpo tan incorrupto, fresco y entero, y con tal fragancia y buen olor, que suspendieron por entonces la traslación, cubriéndole de cal y tierra para que más adelante se pudiese verificar sin inconveniente.

80. Pasados otros ocho o nueve meses y hacia mediados de 1593 volvió el alguacil desde Madrid con el mismo encargo; y encontrando el cadáver más enjuto y seco, aunque fragante siempre y odorífero, lo acomodó en una maleta para mayor disimulo, salió del convento y de la ciudad con otros guardas y compañeros cuando todos reposaban entre la oscuridad y el silencio; y para no ser conocido dejó el camino real de Madrid, y tomó varias veredas y rodeos hacia Jaén y Martos, caminando por despoblados y desiertos en las horas más sosegadas de la noche. Refiere la historia que cuando se ejecutaba aquel piadoso robo una gran voz despertó a un religioso del convento diciéndole: levántate, que se llevan el cuerpo del santo Fr. Juan de la Cruz; y que levantándose   -pág. 79-   en efecto acudió a la iglesia, y halló que el prior guardaba la puerta, y le intimó gran silencio y reserva sobre aquel negocio. Antes de llegar el alguacil a Martos, se dice también que en un cerro alto, no lejos del camino, se le apareció repentinamente un hombre que a grandes voces comenzó a decir: ¿adónde lleváis el cuerpo del Santo? dejadlo donde estaba; lo cual causó tan gran susto y pavor en el alguacil y sus compañeros, que se les despeluzaron los cabellos. Otro lance semejante se cuenta haberles sucedido en un campo adonde de improviso llegó un hombre, y les pidió cuenta de lo que llevaban: contestáronle tener orden superior para no ser reconocidos; pero insistiendo y porfiando el preguntante, fueron a darle algún dinero para evitar su molestia, y hallaron que se había desaparecido. Continuaron sin embargo su viaje hasta Madrid y Segovia; y contaba después el conductor haber visto durante él muchas veces unas luces muy brillantes en torno de la maleta que cubría la venerable reliquia. El empeño y ardides para ejecutar un robo tan singular, y unas apariciones y sucesos tan extraordinarios, dieron mucho que decir y que exagerar a los andaluces, según su índole y carácter; pero todavía más la contienda que se movió inmediatamente entre las ciudades de Úbeda y Segovia por la extracción de tan apreciado depósito.

81. Apenas se había divulgado en Úbeda, determinó su ayuntamiento recurrir al Papa, reclamando la restitución del santo cuerpo, para lo cual puso demanda ante Clemente VIII contra la ciudad de Segovia, que salió a la defensa por medio de D. Luis de Mercado y su hermana. Examinada la causa en juicio contradictorio, mandó S. S. restituirlo a Úbeda, cometiendo la ejecución por breve de 15 de setiembre de 1596 al obispo de Jaén   -pág. 80-   D. Bernardo de Rojas y al Dr. Lope de Molina, tesorero de la colegial de Úbeda; pero sabido en España el éxito de un litigio tan singular y dispendioso, y presintiendo las rencillas e inquietudes que podrían seguirse, se interpusieron personas de buen celo y gran autoridad, que al fin lograron una transacción amistosa, conviniéndose la ciudad de Úbeda en recibir como reliquia una parte del cuerpo de aquel venerable religioso, y quedando de esta manera satisfecha la devoción y más tranquilos los ánimos de ambos pueblos.

82. Este pudo ser el original de la aventura del cuerpo muerto que refiere Cervantes en el capítulo 19 de la primera parte del Quijote. Hallábase a la sazón en Andalucía, donde oiría hablar de estos lances con la ponderación y gracia que prestaban sus circunstancias a la agudeza y donosidad de aquellos naturales; y aunque procuró exornar su narración como lo exigía la calidad de su historia, la dirección del viaje por despoblado y en medio de la noche, las luces que llevaban los encamisados alrededor del cuerpo muerto, la traslación a Segovia desde Baeza (que está cercano a Úbeda y donde el mismo Santo residió largo tiempo), el haber fallecido de calenturas pestilentes, el parecer a Sancho fantasmas los acompañantes y a Don Quijote cosa mala y del otro mundo, el pavor y miedo que les infundió esta visión, pues el escudero temblaba como un azogado y al amo se le erizaron los cabellos de la cabeza; el detener este toda la comparsa preguntándoles en alta voz quiénes eran, de dónde venían, adónde iban y qué llevaban en aquellas andas o litera; el calificar a esta aventura de tal que sin artificio alguno verdaderamente lo parecía; y sobre todo el creerse después excomulgado D. Quijote por haber puesto las manos en cosa sagrada, sin embargo de que no   -pág. 81-   pensó ofender a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, sino a fantasmas y vestiglos del otro mundo, y recordar en su abono el suceso del Cid cuando en la iglesia de S. Pedro derribó e hizo pedazos la silla del Rey de Francia, no pudiendo sufrir que ocupase un lugar preferente a la del Rey de Castilla, por cuya acción le descomulgó el Papa, aunque le absolvió luego con tal que en su corte fuese más atento y mesurado, según referían los antiguos romances: todas estas circunstancias tan análogas y uniformes a las acaecidas en la traslación del cuerpo de aquel santo religioso, que no es dudable tomó de aquí sin artificio alguno los colores para realzar su pintura, en la cual acreditó no obstante la discreción de su ingenio, la pureza de su filosofía y de su moral, y la gracia y oportuna ironía sobre la desvariada imaginación de los caballeros andantes.

83. Es verosímil que Cervantes presenciase alguno de estos sucesos cuando en aquellos años andaba desempeñando sus comisiones por varios pueblos del reino de Granada, especialmente la que le confió Felipe II para recaudar las tercias y alcabalas que se debían allí a la Real hacienda. Con el objeto de lograr este u otro encargo semejante, o acaso para dar cuenta de su buen desempeño en los anteriores, pasó a Madrid, donde en 1.º de julio de 1594 presentó ante el licenciado Diego de Tamayo, teniente corregidor, una instancia cuyo principio es: Miguel de Cervantes Saavedra, vecino de la villa de Esquivias, residente en esta Corte, digo: que para la seguridad e paga de una cobranza que por los señores contadores mayores del consejo de contaduría mayor de S. M. en que estoy nombrado, de cantidad de dos millones cuatrocientos cincuenta y nueve mil novecientos ochenta y nueve maravedís, que a su Real hacienda   -pág. 82-   se deben en el reino de Granada de lo procedido de las tercias y alcabalas Reales, y otras cosas a S. M. pertenecientes, tengo ofrescido etc.; y concluía pidiendo se le recibiese información de que D. Francisco Suárez Gasco, vecino de Tarancón, era sujeto abonado para ser su fiador en el encargo que se le confiaba: y habiendo presentada por testigos a Agustín de Cetina, contador de S. M., a D. Gabriel Suárez Gasto, hermano de D. Francisco, y de la misma vecindad, y a Juan de Valera, vecino de Belinchón, todos residentes en la corte, declararon bajo de juramento al día siguiente que el citado D. Francisco era abonado en mucho más que en los cuatro mil ducados sobre que se constituía fiador de Cervantes, por los cuantiosos bienes y rentas que poseía.

84. Aunque el consejo de contaduría mayor admitió estas fianzas, el contador Enrique de Aráiz las exigía mayores; y Cervantes acudió solicitando se confirmasen por suficientes las que tenía dadas, y se le despachase. El tribunal, precedido informe del mismo contador, accedió a su solicitud en 21 de agosto bajo la fianza de los cuatro mil ducados, obligándose además Cervantes y su mujer para mayor seguridad. En efecto, por escritura fechada en Madrid el mismo día 21 ambos consortes obligaron sus personas y bienes a que él daría buena, leal y verdadera cuenta con pago de las cantidades que recaudase en aquella comisión.

85. Después de estas seguridades hubo de entregarse a Cervantes la Real carta o provisión que estaba expedida desde 13 del propio agosto, aunque adicionada con fecha del 23, y por la cual se le mandaba ir luego con vara alta de justicia a exigir las cantidades que adeudaban varios pueblos del reino de Granada, expresadas en partidas distintas hasta el total de dos millones quinientos   -pág. 83-   cincuenta y siete mil veintinueve maravedís

86. En 9 de setiembre siguiente exhibió en Baza esta Real cédula a presencia del alcalde mayor, del escribano de número Cristóbal Mínguez, y con asistencia del escribano de rentas; y procediendo según se le mandaba, tomó cuentas a los tesoreros, propietario y sustituto del rendimiento de tercias y alcabalas de aquella ciudad y pueblos de su partido, correspondiente a aquel año, y los ejecutó al pago de lo que resultó debían por el primer tercio, cuyo importe le entregaron por mitad el mayordomo de la ciudad como recaudador de las rentas de su encabezamiento, y el arrendatario de las de la villa de Zújar, con más el salario de Cervantes por seis días, que se reducía a poco más de dieciséis reales vellón en cada uno.

87. Desde allí pasó a Granada, según lo acredita otra Real provisión de 29 de noviembre que principia: A vos Miguel de Cervantes, que por comisión mía estáis en la ciudad de Granada entendiendo en cosas de mi servicio, vuestra carta de 8 de octubre de este año de 594 se vio por mis contadores de mi contaduría mayor de hacienda... Trasladose después a Velezmálaga, donde despachó pronto su comisión, mediante fianza que le dio el recaudador de alcabalas Francisco López de Vitoria de pagarle una cantidad en Sevilla, y de contado el resto, verificando lo primero por medio de letra de cuatro mil reales, que giró en Málaga a 21 del mismo mes de noviembre; en cuya ciudad permaneció Cervantes algunos días, habiendo escrito desde ella al Rey con fecha del 17, recordando lo que expuso en otra carta (sin duda la de 8 de octubre) acerca de las partidas que en concepto de ya pagadas no podía cobrar de la casa de la moneda de Granada, de Motril, Salobreña   -pág. 84-   y Almuñécar; y añadiendo, entre otras cosas, que de lo recaudado en Baza, Guadix, Agüela de Granada y Loja remitiría pólizas seguras a Madrid, y que no le quedaba por cobrar sino la partida de Ronda; pero por habérsele acabado el término, y tener que ir también a entregar el demás caudal donde se le mandase, insistía en que se le concediesen veinte días de prórroga, que podría comunicársele a la misma ciudad de Málaga. Esta carta de 17 de noviembre, dirigida a S. M. por mano de Juan de Velasco, secretario del consejo de Hacienda, se recibió en Madrid el día 28, y es de inferir que acelerase el despacho de la Real provisión ya citada del 29 inmediato, en que concediéndole la prórroga, se le mandaba llevar a efecto la exacción de aquellas partidas que los pueblos suponían pagadas, sin considerar que procedían de deuda de tres años. Apenas recibiría esta respuesta cuando hubo de trasferirse a Ronda, pues en 9 de diciembre cobró allí del receptor de tercias Juan Rodríguez Cerero cuatrocientos veintinueve mil ochocientos cuarenta y nueve maravedís, según testimonio dado aquel día por el escribano de rentas Sebastián de Montalván; y en 15 del mismo mes ya estaba en Sevilla, donde con esta fecha otorgó carta de pago de la cantidad librada desde Málaga por Francisco López de Vitoria.

88. Por aquel tiempo canonizó a S. Jacinto, el Papa Clemente VIII a solicitud del Rey de Polonia, con cuyo plausible motivo celebró el convento de dominicos de Zaragoza unas solemnes fiestas, para las cuales se publicaron siete certámenes poéticos por todo el reino de Aragón, y se comunicaron también a las ciudades principales de la península, y en especial a las universidades de Salamanca y Alcalá. El segundo certamen se reducía a glosar una redondilla en alabanza del Santo, y   -pág. 85-   se ofrecía premiar con tres cucharas de plata al que mejor lo desempeñase; al que obtuviese el segundo lugar con dos varas de tafetán morado, y al del tercero con unas horas doradas. Las obras que aspirasen a estos y los demás premios se habían de entregar para el sábado 29 de abril de 1595, porque al siguiente día empezaban las fiestas; estaban ya nombrados los jueces para el examen de los versos, y estos se habían de leer públicamente en la iglesia del mismo convento. Cervantes prefirió escribir para este segundo certamen, y en el 2 de mayo después de vísperas se leyeron en el púlpito las composiciones correspondientes a él, y entre ellas la suya, a la cual se adjudicó el primer premio; lo que sin lisonjearle mucho demostraba cuán míseras y poco apreciables serían las que entraron en competencia. Cuando los jueces pronunciaron en verso la sentencia el domingo 7 de aquel mes, indicaron que este poeta, como otro Apolo o hijo de Latona, llegaba desde la gran materna Delo o Sevilla a recibir la corona del premio, calificándole de ingenioso, sutil y diestro, con lo que confirmaban la opinión que tenía adquirida por el mundo. La relación de estas fiestas, recopilada y ordenada por Gerónimo Martel, ciudadano de Zaragoza, que después fue cronista del reino de Aragón, se imprimió en aquella ciudad por Lorenzo Robles en el mismo año de 1595.

89. Todavía continuaba Cervantes su residencia en Sevilla en el año siguiente de 96, cuando entró en Cádiz en 1.º de julio una escuadra inglesa de ciento cincuenta velas, mandada por el conde Carlos Howard, gran almirante de aquel reino, con un ejército de veintitrés mil hombres a las órdenes del conde de Essex, célebre valido de la Reina Isabel de Inglaterra. Las naves que estaban en la bahía se batieron sin orden, y se retiraron a   -pág. 86-   la parte interior al abrigo de los fuertes; lo que aumentó el desaliento y la turbación en la plaza, donde no había caudillo militar capaz de preparar y sostener la defensa. Esto dio bríos a los ingleses para ejecutar su desembarco, y entrar en la ciudad con muy corta resistencia. Saqueáronla completamente, y ricos con los tesoros que de ella sacaron, la incendiaron y abandonaron a los veinticuatro días, reembarcando sus tropas, y dando la vela para intentar semejantes hostilidades en otras partes. Con tal imprevisto suceso se alarmaron como era natural los pueblos comarcanos: hiciéronse en ellos grandes preparativos para acudir a la defensa, y en Sevilla mandó el Asistente formar un batallón de veinticuatro compañías de infantería de los mismos vecinos, nombrando par capitanes a varios de los principales caballeros, quienes en los días festivos se ejercitaban en el campo de Tablada en el manejo de las armas y en las evoluciones militares, a cuyo fin había enviado el duque de Medina al capitán Becerra a aquella ciudad. La gentileza y gallardía de los jóvenes alistados en esta nueva milicia, y el lucimiento con que se presentaban en sus ejercicios, hicieron tal contraste con el abandono y descuido anterior, con la morosidad, inacción y poca energía con que se procedió, sin atacar ni desalojar a los enemigos en tantos días, hasta que saquearon y abandonaron la plaza impunemente, y con la ostentosa entrada que sin embargo hizo en ella el duque después de tan lamentable suceso, como si fuera para solemnizar el más glorioso triunfo, que no pudo dejar de ser este el objeto de las censuras y conversaciones públicas, ni de estimular a Cervantes a burlarse en un soneto con fina ironía y discreto donaire de tan cómicas y graciosas escenas. De este mismo suceso y expedición de los ingleses a Cádiz formó   -pág. 87-   algunos años después el asunto de su novela intitulada la Española inglesa.

90. Entre tanto continuaba Cervantes ocupado en la formación de las cuentas de sus comisiones, en reparar los incidentes desgraciados que le habían atrasado su arreglo, y en contestar a los cargos que se le hacían por parte del tribunal de contaduría mayor, tal vez inducido de los que se habían resentido de la actividad y firmeza de su ejecución. Para ahorrar gastos de conducción a la corte de algunas cantidades cobradas en su comisión, prefirió Cervantes girarlas por medio de letras desde Sevilla a Madrid: hízolo así con siete mil cuatrocientos reales procedentes de lo recaudado en Velezmálaga y su partido, cuya suma entregó en Sevilla al mercader Simón Freire de Lima, que se obligó a pagarla él mismo en Madrid. Cervantes se trasladó luego a esta corte, en la cual no hallando a Simón Freire, hubo de escribirle a Sevilla, y este encargó a Gabriel Rodríguez, portugués, hiciese el pago a Cervantes; pero no solo no lo hizo, sino que entre tanto quebró Freire, y desapareció de España. Este incidente obligó a Cervantes a regresar a Sevilla para procurar el cobro de dicha cantidad, hallando a su llegada embargada ya toda la hacienda de Freire por otros acreedores. Representó al Rey; y de resultas se mandó en 7 de agosto de 1595 al Dr. Bernardo de Olmedilla, juez de los grados en Sevilla, exigiese de los bienes que Freire hubiese dejado en aquella ciudad el pago de la cantidad que Cervantes reclamaba, cuyo cobro verificó el mismo juez según se le prevenía, y libró a favor del tesorero general D. Pedro Mesía de Tobar por medio de letra girada en la propia ciudad a 22 de noviembre de 1596.

91. Estos sucesos, y otros que inspiraban alguna desconfianza de parte de la conducta del principal   -pág. 88-   fiador, obligaron sin duda a que este y los demás fuesen compelidos en el año siguiente de 1597 a dar cuenta de las cantidades que Cervantes había cobrado en su comisión; a lo que contestaron que no podían darlas por estar él en Sevilla, y tener en su poder los papeles y documentos sobre que la debían fundar; y a su instancia se mandó por Real provisión de 6 de setiembre de aquel año al licenciado Gaspar de Vallejo, juez de la audiencia de los grados de dicha ciudad, exigir fianzas a Cervantes de que dentro de veinte días se presentaría en Madrid a dar la cuenta y pagar el alance; y no dándolas, lo prendiese y enviase preso a su costa a la cárcel de corte a disposición del tribunal de contaduría mayor: providencia que se tomó generalmente con otros jueces ejecutores, arrestando a algunos de ellos en Sevilla por menores cantidades a los cinco, seis y ocho años de concluidas sus respectivas comisiones. Porque los apuros del erario de resultas de los enormes gastos que se hicieron para la conquista de Portugal y las Terceras, y para el apresto de la desgraciada armada llamada la Invencible contra Inglaterra; las continuas mudanzas en la constitución de la hacienda y de sus tribunales; los nuevos arbitrios e impuestos que se adoptaron, y la falta de sencillez y de perseverancia contribuyeron a complicar la administración e introducir la desconfianza, los apremios, embargos, prisiones y demás procedimientos judiciales, respecto a los empleados y ejecutores en estos ramos de la economía pública. Preso Cervantes, representó desde Sevilla su imposibilidad de dar tales fianzas estando fuera de su casa; por cuya razón, y ser muy poca su deuda, pedía se le admitiesen proporcionadas a lo que apareciese deber, y se le soltase de la cárcel para venir a la corte y fenecer su cuenta. A vista de tan   -pág. 89-   razonable solicitud, y de que su descubierto se reducía a dos mil seiscientos cuarenta y un reales, se mandó en 1.º de diciembre del mismo año ponerle en libertad, bajo fianza de presentar de dentro de treinta días a rendir la cuenta y pagar el alcance.

92. Ignoramos el resultado de esta providencia; pero es cierto que Cervantes permaneció en Sevilla por lo menos el año inmediato de 1598, y que aun mucho después volvió a ser requerido al propio efecto. En el mismo año había muerto Felipe II el día 13 de setiembre, y para solemnizar su funeral dispuso la ciudad se fabricase un túmulo tan magnífico y de tan bello gusto, que uno de los historiadores que le describe dice era de las más peregrinas máquinas de túmulo que humanos ojos han alcanzado a ver. Estaba adornado de elegantes inscripciones latinas, de muchas estatuas de Juan Martínez Montañés y Gaspar Núñez Delgado, y de pinturas de Francisco Pacheco, Alonso Vázquez Perea y Juan de Salcedo, todos excelentes artistas sevillanos. El día 24 de noviembre se empezaron las exequias con asistencia de la ciudad, de la audiencia y del tribunal de la inquisición; y al día siguiente, destinado para la misa y oficio, se originó tal altercado en la misma iglesia entre la inquisición y la audiencia por haber cubierto el regente su asiento con un paño negro, que sin embargo del lugar, de la solemnidad y de su objeto se fulminaron excomuniones por la inquisición, en virtud de las cuales se retiró el preste a concluir la misa en la sacristía, y se bajó del púlpito el predicador, que estaba ya dispuesto para pronunciar la oración fúnebre, quedando los tribunales en sus lugares hasta las cuatro de la tarde en actos de protestas y requerimientos; pero habiendo mediado el marqués de Algaba, logró   -pág. 90-   templar a unos y otros, y que la inquisición absolviese de las censuras, dándose cuenta al Rey y al consejo Real por ambas partes para que se decidiese tan empeñada competencia. Esta decisión no llegó hasta fines de diciembre, y en los días 30 y 31 se repitieron las honras, habiendo quedado entre tanto en pie el catafalco y suspensas las demás prevenciones para el funeral. El aparato y suntuosidad de aquel túmulo y su casual duración atrajeron infinita gente que de todas partes venía a verle, dando tan dilatado campo a las ponderaciones y excesivos hipérboles con que le encarecía el vulgo sevillano, que inducido Cervantes de su genio agudo y festivo compuso un soneto, en que alabando la ostentación y esplendidez del ayuntamiento, pintó la grandeza de aquel monumento fúnebre y se burló de su dilatada duración con las expresiones huecas y fanfarronas, propias de los jaques o valentones del país. Fue tan de su gusto esta composición, que no dudó llamarla en su Viaje al Parnaso, la honra principal de sus escritos; sin duda porque su inclinación a la imitación y al remedo, para corregir por este medio los vicios o resabios de la educación haciéndolos ridículos, encontró en esta obrita cumplidos estos extremos de un modo acomodado al carácter e índole de las personas que fueron el objeto de su ironía y corrección.

93. Estos hechos prueban indudablemente que Cervantes residía entonces en Sevilla, donde también se ocupó en varias agencias de negocios de personas ilustres y calificadas, como lo fue entre otras D. Herrando de Toledo, señor de Cigales, con quien conservó después particular trato y amistad. De tan dilatada mansión en aquella ciudad nació la persuasión en que estuvieron algunos de sus coetáneos de haber nacido en ella; pero sobre   -pág. 91-   todo el pleno conocimiento que tuvo de los barrios y lugares más recónditos del pueblo, de las costumbres y modo de vivir de los sevillanos, de sus vicios y preocupaciones, y aun de las hablillas e historietas más admitidas en la credulidad del vulgo, demuestran que los trató largo tiempo y con mucha familiaridad. De allí tomó los originales para las pinturas de algunas de sus novelas, como lo fueron Rinconete y Cortadillo, famosos ladrones, cuyas aventuras acaecieron en el año de 1569; bien que a fines de aquel siglo, según el testimonio de D. Luis Zapata, subsistía aún la cofradía o sociedad de aquellas gentes perdidas y astutas, que robaban impunemente bajo ciertas reglas y constituciones, con grave perjuicio de la seguridad personal, y con sumo desacato contra lo que se debe a la justicia y al orden público, como procuró manifestarlo y persuadirlo Cervantes. Quiso en El Celoso extremeño poner patentes los malos efectos de la opresión indiscreta de un marido, las artes perniciosas de un joven ocioso y seductor, y las tercerías de una dueña maligna y taimada. Ambas novelas, la de La Tía fingida, que se ha conservado inédita hasta estos tiempos, la de El Curioso impertinente, y acaso algunas otras, las escribió durante su residencia en Sevilla, donde corrieron en copias manuscritas con mucho aprecio entre los curiosos y literatos; y por este medio llegaron las tres primeras a manos del Licenciado D. Francisco Porras de la Cámata, prebendado de aquella iglesia, quien las incluyó en una miscelánea que formó por los años de 1606 de varios opúsculos propios y ajenos por encargo del arzobispo D. Fernando Niño de Guevara, que quería pasar entretenido con esta lectura las siestas del verano en Umbrete.

94. Mas aquel trato popular que puso a Cervantes   -pág. 92-   en disposición de penetrar y conocer el modo de vivir y de pensar de tanta gente baldía y holgazana como se abrigaba en tan extensa población, no le estorbó cultivar la amistad y compañía de los sabios y literatos de mayor crédito que en ella residían al mismo tiempo. Uno de ellos era Francisco Pacheco, insigne pintor y poeta, cuya oficina, según Rodrigo Caro, era academia ordinaria de los más cultos ingenios de Sevilla y forasteros, y cuyo amor a las letras le hizo retratar a más de ciento setenta personas, entre las cuales había hasta ciento eminentes en todas facultades. Se sabe que Cervantes fue una de ellas, y que igualmente le retrató D. Juan de Jáuregui, también afamado pintor y poeta sevillano; y por lo mismo hay sobrados fundamentos para creer que aquel escritor trató familiar y amigablemente a Francisco Pacheco, y que fue uno de los concurrentes a su academia. Lo mismo pudiera presumirse respecto al culto e insigne poeta Fernando de Herrera, que murió por estos años, honrando Cervantes su memoria en un soneto que se ha conservado sin publicarse. Quien examine con cuidado y perspicacia las obras de este escritor, conociendo su carácter particular y los sucesos de su vida, se convencerá muy fácilmente de que su trato e intimidad con los andaluces, y la agudeza, prontitud y oportunidad de los chistes y ocurrencias que les son propias y naturales, fueron tan de su genio, y amenizaron tanto su fecunda imaginación, que puede asegurarse dispuso allí la tabla de donde tomó los colores que después hicieron tan célebre e inimitable su pincel, por aquella gracia nativa, aquella ironía discreta, aquel aire burlesco y sazonado, que produce un deleite cada vez más nuevo, singularmente en las obras posteriores a su residencia en Andalucía.

  -pág. 93-  

95. Hasta ahora se había conjeturado que Cervantes salió de Sevilla para la Mancha con alguna comisión que le ocasionó grandes disgustos y persecuciones, de cuyas resultas estuvo preso en una cárcel, donde se supone escribió la primera parte del Quijote; pero dando su justo valor a los fundamentos que apoyan y conservan esta tradición en aquella provincia, según manifestaremos, merece observarse lo que ofrecen otras investigaciones. Al tiempo de dar sus cuentas a principios de 1603 en el tribunal de contaduría mayor el receptor de Baza Gaspar Osorio de Tejeda, presentó para su descargo una carta de pago que le dio Cervantes cuando en 1594 estuvo comisionado para recaudar las rentas atrasadas de aquella ciudad y su partido. A vista de este documento preguntó el tribunal en 14 de enero de 1603 a los contadores de relaciones si Cervantes había dado cuenta de su comisión, y satisfecho el cargo que le resultaba. Los contadores en su informe, dado en Valladolid con fecha 24 del mismo mes, expusieron que aunque constaban las cantidades que había remitido a tesorería general, apareciendo solo en descubierto de dos mil seiscientos y tantos reales para el completo de lo que se le mandó cobrar por la Real cédula de 13 de agosto de 1594, no había dado cuenta de la respectiva procedencia de ellas, o sea de lo que había conseguido cobrar de cada pueblo, y para que viniese a darla se había mandado al Sr. Bernabé de Pedroso, proveedor general de la armada, le soltase de la cárcel donde estaba en Sevilla, dando fianza de presentarse dentro de cierto término, y que hasta entonces no había aparecido ni se sabían las diligencias hechas. Pocos días después que se dio este informe debió llegar Cervantes a Valladolid, donde ya estaba el 8 de febrero con su familia, pues consta que   -pág. 94-   su hermana Doña Andrea se ocupaba en reponer y habilitar el equipaje del Excmo. Sr. D. Pedro de Toledo Osorio, quinto marqués de Villafranca, que acababa de regresar de la expedición de Argel, y entre sus cuentas y apuntes hay algunos de letra de Cervantes; al cual todavía se hicieron nuevas notificaciones, sin embargo de permanecer en libertad y de ser tan corto su débito; que al fin hubo de satisfacer, residiendo en la corte el resto de su vida a vista del mismo tribunal que tantas veces le había requerido y apremiado para ello.

96. Induce a esta persuasión la tranquilidad de ánimo que manifestó siempre Cervantes, apoyada en el testimonio indudable de su inocencia y honrado proceder. La penetración de D. Gregario Mayans advirtió discretamente que cuando este escritor hace expresa memoria de su prisión, y de haber sido engendrado su Don Quijote en una cárcel, no sería su delito feo ni ignominioso, y comprueba esta conjetura el silencio que guardaron en este punto sus enemigos y rivales, aun mencionando aquel suceso con la perversa intención de zaherirle e infamarle.

97. Estos desgraciados acontecimientos de Cervantes son muy parecidos a los del célebre poeta Luis Camoens, a quien después de otros infortunios acusaron algunos malévolos de malversador de los caudales públicos mientras administró la proveeduría de Macao, logrando se le formase causa y pusiese en la cárcel. Acrisolada su conducta y comprobada la calumnia de sus enemigos, iba a salir de la prisión cuando lo embargó en ella un hidalgo de Goa por doscientos cruzados a que se decía acreedor; pero el virrey, administrando justicia, amparó generosamente al desgraciado Camoens, que pudo de este modo vivir tranquilo mientras permaneció en aquel país. Cervantes aunque   -pág. 95-   vivió después libre, no dejó de ser perseguido: debió su tranquilidad al convencimiento de su conducta pura y generosa; y su subsistencia a los frutos de su aplicación y de su ingenio, y a las justas consideraciones que tuvieron de su mérito y de sus desgracias algunos amigos y personajes ilustrados.

98. Desde fines de 1598 nos han faltado documentos para saber los sucesos de Cervantes en los cuatro años inmediatos; y en ellos pudieron tal vez tener lugar las ocurrencias en la Mancha, cuya memoria conserva allí una tradición constante y general, siendo cierto que tenía enlaces y conexiones de parentesco con varias familias ilustres establecidas en aquella provincia. Unos aseguran que comisionado para ejecutar a los vecinos morosos de Argamasilla a que pagasen los diezmos que debían a la dignidad del gran priorato de San Juan, lo atropellaron y pusieron en la cárcel. Otros suponen que esta prisión dimanó del encargo que se le había confiado relativo a la fábrica de salitres y pólvora en la misma villa, para cuyas elaboraciones empleó las aguas del Guadiana en perjuicio de los vecinos que las aprovechaban para beneficiar sus campos con el riego. Y no falta en fin quien crea que este atropellamiento acaeció en el Toboso por haber dicho Cervantes a una mujer algún chiste picante, de que se ofendieron sus parientes e interesados. Lo más singular es que en Argamasilla se ha transmitido sucesivamente de padres a hijos la noticia de que en la casa llamada de Medrano en aquella villa estuvo la cárcel donde permaneció Cervantes largo tiempo, y tan maltratado y miserable, que se vio obligado a recurrir a su tío D. Juan Bernabé de Saavedra, vecino de Alcázar de S. Juan, solicitando su amparo y protección para que le aliviase y socorriese; debiendo   -pág. 96-   ser su situación tan apurada como lo daba a entender el exordio de su carta que decía: Luengos días y menguadas noches me fatigan en esta cárcel, o mejor diré caverna. Pero este documento, que se nos asegura haberse conservado hasta nuestros días, ha desaparecido de modo que ha hecho vanas e ineficaces nuestras diligencias para examinarle.

99. Si fuese cierto cuanto supone esta tradición, pudiera conjeturarse que Cervantes, libre bajo fianza Para Presentarse en Madrid, salió de Sevilla en 1599 o poco después, deteniéndose en la Mancha al amparo de sus parientes, ya que el largo silencio de sus jueces y la suspensión de los procedimientos judiciales daban margen a creer desvanecidos sus cargos, y a que por lo mismo se hubiese sobreseído en su causa. A esta persuasión inducían también otros sucesos coetáneos, como la mudanza del gobierno después de la muerte de Felipe II, la traslación de la corte a Valladolid, la complicación de los negocios de la Real hacienda, repartidos en cuatro tribunales, que se crearon por las ordenanzas del Pardo de 1593, hasta que la necesidad de simplificar el sistema de administración los redujo a uno por las publicadas en Lerma a 26 de octubre de 1602, de cuyas resultas hubieron de renovarse los cargos y los apremios a los que aparecían aún en descubierto. La prontitud con que Cervantes se presentó en Valladolid después del informe de los contadores de relaciones, dado, como queda dicho, en 24 del enero de 1603, a que regularmente seguiría el volver a requerirle, da lugar a presumir que residiese a pocas jornadas de allí, pues no podía haber llegado tan breve si aún permaneciera en Andalucía; y todo ofrece alguna verosimilitud de que estuviese en la Mancha, porque no puede dudarse que vivió en ella mucho   -pág. 97-   tiempo, especialmente en Argamasilla, que hizo patria de su Ingenioso hidalgo, ridiculizando oportunamente en él la fantástica presunción de sus vecinos por los títulos de nobleza e hidalguía, aun cuando carecían de los medios de sostener con decoro sus prerrogativas: vanidad que ocasionó entre ellos ruidosas desavenencias y pleitos escandalosos en mengua de la misma población, como lo notan algunos escritores de aquel siglo. Y por último la exactitud en las descripciones topográficas de la Mancha, el conocimiento de sus antigüedades, costumbres y usos, y las particularidades que refiere de las lagunas de Ruidera, curso del Guadiana, cueva de Montesinos, la situación de los batanes, Puerto-Lápice y demás parajes comprendidos en el itinerario de los viajes de D. Quijote, son razones poderosas para persuadirnos de su residencia en la Mancha, aunque ignoremos el tiempo y los motivos que pudieron inducirle a fijar allí la patria de su héroe caballeresco y la escena de sus principales aventuras.

100. Cuando Cervantes se trasladó a Valladolid se hallaba establecida allí la corte desde dos años antes; y la mudanza de los personajes que en ella influían, debió disipar la memoria de los servicios de este antiguo militar e ingenioso escritor. Sus recientes persecuciones y la alteración que en este tiempo padeció el sistema de Real hacienda y el mismo tribunal de contaduría mayor, influían también contra la brevedad del despacho de los negocios de Cervantes, cuya ausencia de tantos años había reducido sus conocimientos, debilitado sus amistades, y desvanecido las consideraciones que merecía. El duque de Lerma, atlante del peso de esta monarquía, como le llamaba nuestro escritor, era el dueño de la voluntad del Soberano, y el árbitro dispensador de los empleos   -pág. 98-   y de la fortuna o desgracia de todos los españoles: favorito sin ilustración ni experiencia; halagüeño y mañero más bien que entendido, según decía Quevedo; imperioso con otros, y dominado del valimiento y astucia de sus criados; fastuoso y magnífico, pero con indiscreta profusión y censurada prodigalidad; cuyas elecciones las dictaron por lo común motivos de su política particular, o sus conexiones de amistad y parentesco. De aquí nació que el mérito, el talento y la virtud fueron desatendidos, no sin censura y sentimiento de los buenos. El P. Sepúlveda, que escribía entonces en el Escorial cuanto ocurría y observaba, se lamentaba con patriótico celo y santa indignación de ver arrinconados y sin premio alguno tantos y tan famosos capitanes y valerosos soldados, que habiendo servido al Rey toda su vida en guerras y facciones distinguidas, exponiéndose mil veces a la muerte por defenderle, y teniendo sus cuerpos acribillados de heridas, no solamente estaban oscurecidos sin recompensa alguna, sino que a su vista eran colmados de mercedes hombres sin servicios ni méritos, por solo el favor que accidentalmente gozaban de los ministros o cortesanos, o por estar colocados en ocupaciones sedentarias de pocos días. Ni era menor el desdén y abandono con que se miraban las letras y los sabios que las cultivaban con tanta gloria y utilidad de la nación: olvido y falta de protección, cuyas malas consecuencias no disimularon entonces mismo ni la severidad de Juan de Mariana y de Bartolomé Leonardo de Argensola, ni el celo de Cristóbal de Mesa y de Cervantes, ni los buenos deseos de otros insignes escritores.

101. Si Cervantes, como es de presumir, tuvo entonces necesidad de presentarse a aquel ministro poderoso para exponerle sus servicios, sus   -pág. 99-   méritos y sus desgracias, implorando su protección para conseguir algún acomodo que le asegurase una vejez más descansada entre su familia, no es extraño que el duque de Lerma, ignorando sus cualidades eminentes como militar y literato, y con equivocado concepto por las persecuciones que padecía, le recibiese con desdén y le tratase con menosprecio, según refieren algunos escritores de aquel siglo. Con tan amargo desengaño halló Cervantes cerrada la puerta a sus esperanzas, de modo que abandonando sus solicitudes de recompensa, se vio obligado a buscar otros medios de subsistir, ya ocupándose en varias agencias y negocios, ya trazando y escribiendo algunas obras de ingenio, o ya finalmente limando y perfeccionando las que tenía trabajadas para darlas al público. Con tan mezquinos arbitrios, y el favor que después pudo granjearse por medio de sus amigos de otros protectores más justos e ilustrados, vivió Cervantes el resto de su vida, aunque pobre y oscuramente, en medio del fausto y pompa de los magnates y próceres de la nación, siendo admirable la cordura y moderación que distinguió su conducta en este último período; pues si bien en el seno y confianza de la amistad depositó alguna vez las quejas y resentimientos particulares que tenía con el duque; si acaso a impulsos de su genio mezcló en sus obras algunas alusiones satíricas en desquite de la injusticia e insensibilidad con que se le trataba, la discreción y el velo delicado con que supo cubrirlas le salvaron de la persecución de un privado despótico y poderoso, de quien por otra parte habló siempre en sus obras públicas con aquel decoro y miramiento que la prudencia tributa a los que por la confianza de los Reyes tienen en sus manos la suerte de los pueblos y la prosperidad o miseria de muchas generaciones.

  -pág. 100-  

102. Tal vez la situación apurada en que le pusieron estos desvíos y desengaños hicieron a Cervantes acelerar la publicación del Quijote para que los lectores juiciosos e imparciales, midiendo por esta obra la elevación y amenidad de su ingenio, y recordando por la novela de El Cautivo los méritos de su juventud, compadeciesen su mala suerte, y este sentimiento excitase su indignación contra la injusticia o indiferencia de los que la causaban. Además de esto, la lectura de los libros de caballerías no era tan propia y peculiar del vulgo que no estuviese igualmente radicada y extendida entre los grandes, los cortesanos y los nobles, que tal vez se resentían más de algunas rancias costumbres o preocupaciones bebidas en aquellas fuentes, y todavía había entre ellos quienes escribían y publicaban fábulas tan disparatadas como la Historia del Príncipe D. Policisne de Boecia, compuesta por D. Juan de Silva y Toledo, señor de Cañada Hermosa, e impresa en el año de 1602. Así no era extraño que Cervantes, recelando que la malicia o la perspicacia de los lectores descubriese algunas alusiones, que pudieran aplicarse a personas conocidas por su elevado carácter o respetadas por su influjo y autoridad, procurase para evitar las consecuencias que producirían estos resentimientos, alucinar al lector, previniéndole en los discretos versos de Urganda la desconocida que era cordura no meterse en dibujos semejantes, ni en averiguar vidas ajenas, por lo arriesgado que era el decir gracejos, especialmente personas que tenían el tejado de vidrio por carecer de favor, protección y valimiento.

103. Con el mismo objeto procuró buscar un Mecenas de alta jerarquía, de superior concepto y reputación, y amante de los estudios útiles, a cuya sombra lograse la obra del Quijote mayor   -101-   consideración y miramiento; y juzgando digno de este obsequio y propio para este fin a D. Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, séptimo duque de Béjar, ya por el buen acogimiento y honra que (según dice Cervantes) hacía a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, ya por su ilustre cuna como descendiente de la casa Real de Navarra, ya por sus prendas generosas y el favor que dispensaba a los hombres de letras, determinó dirigirle una obra tan nueva como admirable, para cuya impresión había obtenido privilegio del Rey en 26 de setiembre de 1604; y teniéndola concluida para mediados de diciembre, logró verificar su publicación a principios del año siguiente. Si es cierta la tradición que refiere D. Vicente de los Ríos, la idea que tuvo Cervantes en esta elección de patrono no fue tanto procurar los medios de publicar su obra, cuanto el conocimiento que tenía de su naturaleza y carácter, porque anunciando su título las aventuras de un caballero andante, temía con harto fundamento fuese desestimada por solo esto de las personas serias e instruidas, y poco apreciada del vulgo, que no encontraría en ella los portentosos sucesos a que estaba acostumbrado en los demás libros caballerescos, ni podía penetrar la delicada y fina sátira que en este se contenía; lo que no era de temer llevando a su frente la recomendación del nombre de un personaje tan ilustre y respetable, que según otro escritor coetáneo merecía ser el Mecenas de su edad y el Augusto de su siglo.

104. Refiere sin embargo la misma tradición que sabido por el duque el objeto del Quijote, no quiso admitir la dedicatoria; que Cervantes manifestando conformarse con su voluntad le suplicó solamente se dignase oírle leer un capítulo de aquel libro; que este ardid surtió todo el efecto que había   -pág. 102-   meditado, porque fue tal la complacencia y diversión que causó la lectura en el auditorio, que no pararon hasta concluir toda la obra, colmándola de elogios; con lo que depuso el duque su repugnancia y preocupación, admitiendo gustoso la dedicatoria que antes desdeñaba. Pero parece que esta aceptación tan general no bastó a suavizar la aspereza de un religioso que gobernaba la casa de aquel personaje, quien no solo se empeñó en despreciar la obra y en desacreditar a su autor, sino en reprender agriamente al duque el agasajo y estimación con que le trataba; logrando que este olvidase y desatendiese el mérito de Cervantes, quien sin duda por esta causa no volvió a dedicarle ninguna de sus demás obras. Con tales antecedentes se ha creído que este escritor copió la mencionada escena de la segunda parte del Quijote en la persona del religioso que introduce en casa de los duques.

105. Supónese igualmente que el público recibió el Quijote con la mayor indiferencia, siendo hasta su título objeto de burla y desprecio de los semidoctos; y que Cervantes, conociendo que su obra era leída de los que no la entendían, y que no se dedicaban a su lectura los que podían entenderla, procuró excitar la atención de todos publicando El Buscapié; obra anónima, pero ingeniosa y discreta, en la cual haciendo una aparente crítica del Quijote, se indicaba que era una sátira llena de instrucción y de gracias con el objeto de desterrar la perniciosa lección de los libros de caballería; y que los interlocutores, aunque de mera invención, no eran con todo tan imaginarios que no tuviesen cierta relación con el carácter y algunas acciones caballerescas de Carlos V y de los paladines que procuraron imitarlo, como también de otras personas que tenían a su cargo el gobierno político y económico de la monarquía. Los que   -pág. 103-   excitados de esta curiosidad leyeron el Quijote no pudieron dejar de conocer su mérito, y de percibir el encanto de su artificio y composición; y por este medio tuvo la idea de Cervantes todo el efecto que había prevenido y meditado.

106. Pero sea lo que fuere de estas conjeturas, conservadas solamente por una tradición poco general y conocida hasta nuestros tiempos, e impugnada últimamente por el Sr. Pellicer con varios hechos y reflexiones propias; lo que no tiene duda es que el mismo Cervantes, convencido de la justicia y severidad con que habían declamado contra la lectura de los disparatados libros de caballerías los sabios y eruditos españoles Luis Vives, Melchor Cano, Alejo Venegas, Pedro Mexía, Alonso de Ulloa, Luis de Granada, Benito Arias Montano, Pedro Malón de Chaide, el autor del Diálogo de las lenguas, y otros muchos, quiso publicar en su obra una invectiva contra aquellos libros con la mira de deshacer la autoridad y cabida que todavía tenían en el mundo y en el vulgo; cuya indicación hecha así en el prólogo, parece excusaba la necesidad de dar a conocer el objeto de la obra con El Buscapié, según opina el Sr. Pellicer; pero como por otra parte no podemos dudar de su existencia, pues que asegura haberle visto y leído, y da razón de su contenido y circunstancias una persona tan conocida por su sinceridad y buena fe como D. Antonio Ruidíaz, debemos creer que Cervantes no intentó manifestar con este opúsculo el fin principal de su novela, que había ya declarado sin rebozo en el prólogo, sino levantar el velo de algunas alusiones y parodias a sucesos recientes o personas conocidas, cuanto bastase a estimular la curiosidad de los lectores para vislumbrarlas o percibirlas, y admirar su ingenio, delicadeza y artificio, sin comprometer la   -pág. 104-   suerte de su autor: a cuya persuasión nos induce el haberlo publicado sin su nombre, y haberse esparcido corto número de ejemplares, como sucedió con otros escritos coetáneos, cuyos autores, no queriendo ocultar la verdad ni hacer traición a sus propios sentimientos, se cautelaban sin embargo del duque de Lerma para publicarlos.

107. Como ignoramos si El Buscapié salió a la luz al mismo tiempo que el Quijote, o si fue muy posterior, no podemos graduar el influjo que tuvo para que esta obra fuese recibida desde luego con tan general aplauso de las gentes, como manifestó su autor en la segunda parte; y fue consecuencia de esta aceptación el haberse hecho a lo menos cuatro ediciones en el mismo año de 1605 en que se publicó la primera, y haberse multiplicado en los inmediatos por Francia, Italia, Portugal y Flandes: siendo natural que los lectores, penetrando entonces más fácilmente las discretas y satíricas alusiones derramadas en aquella obra a sucesos recientes y a personajes que tenían tan cercanos, hallasen por esta razón mayor placer y gracia que la que podemos percibir ahora cuando la sucesión y trastorno del tiempo ha envuelto en los senos de la oscuridad muchos de aquellos lances y acontecimientos, de cuya crítica e ironía no podemos hacer justa aplicación, ni apreciar por tanto su verdadero mérito, careciendo de tan precisos antecedentes y conocimientos.

108. Por ciertas y positivas que sean estas reflexiones, no pueden sin embargo autorizar ni sostener la extravagante opinión, muy divulgada entre nacionales y extranjeros, de que Cervantes quiso representar en D. Quijote al Emperador Carlos V o al ministro duque de Lerma, y mucho menos que hiciese de su novela una sátira de su propia nación, ridiculizando la nobleza española,   -pág. 105-   que se suponía dominada más particularmente del espíritu e ideas de los libros de caballerías. De esta imputación, por muchos respectos injuriosa a Cervantes, le defendió D. Vicente de los Ríos, demostrando con suma erudición y admirable acierto que el espíritu caballeresco era común a toda Europa, y no peculiar y propio de la España, y por tanto que Cervantes se propuso hacer una corrección general, siendo él demasiado sabio para ignorarlo, y muy honrado para ser ingenioso en desdoro de su nación; por más que sea cierto lo que aseguraba Lope de Vega de que para esta clase de libros fueron los españoles ingeniosísimos, porque en la invención ninguna nación del mundo les ha hecho ventaja. Mas por lo respectivo a los personajes que se supone quiso ridiculizar Cervantes, bastará la sencilla lectura del Quijote para conocer que el carácter y las costumbres del héroe, y la naturaleza y calidad de sus aventuras y acontecimientos son todos tomados e imitados de los libros de caballerías que se proponía ridiculizar, pues como dice juiciosamente el Sr. Pellicer, Don Quijote de la Mancha es un verdadero Amadís de Gaula pintado a lo burlesco; a lo que puede añadirse con D. Diego de Torres, que en el linaje de epopeya ridícula no se encuentra invención que pueda igualar el donaire de esta historia, ni se pudo inventar contra las necedades caballerescas invectiva más agria; a cuya pintura añadió Cervantes, como tan gran maestro, varios rasgos e incidentes de otros caballeros andantes verdaderos y fingidos para hacer así más cabal y propio el retrato de su ingenioso hidalgo, y más concluido el cuadro de su locura y extravagancia.

109. Pero como al mismo tiempo la variedad y naturaleza de las aventuras, episodios e incidencias de la fábula ofrecían tan espacioso campo   -pág. 106-   para criticar y reprender los vicios y preocupaciones más comunes en la sociedad, procuró llenar este fin secundario con laudable celo y discreto donaire, y con alusiones a sucesos o personajes recientes, para que siendo mayor la curiosidad e interés, fuese también más eficaz el remedio y más pronta la curación, aunque sin lastimar ni herir abiertamente el amor propio de los que se contemplasen reprendidos o censurados, por el tono gracioso y aire caballeresco con que estaba cubierta y templada la reprensión o la censura; de cuyo ingenioso modo de censurar y corregir los vicios nació el concepto de agudísimo con que calificaba a Cervantes su coetáneo Manuel de Faria y Sousa, añadiendo, con referencia al Quijote, que apenas tiene acción perdida o acaso, sino ejemplar, o abierta, o satírica, o figuradamente, como lo demuestra analizando el gobierno de Sancho, y como el Sr. Pellicer y el Dr. Bowle lo han declarado en varios lugares de sus comentarios y anotaciones. De aquí podrá inferirse cuán arbitrario fue el parecer de Voltaire cuando aseguraba que el tipo de D. Quijote había sido el Orlando del Ariosto, y cuán vano y sistemático el empeño del Sr. Ríos en probar que Cervantes en su Ingenioso hidalgo se propuso imitar a Homero en su Ilíada; o el del Sr. Pellicer, que intentando invalidar esta opinión, pretendía hallar más puntos de analogía y semejanza entre la fábula española y El Asno de oro de Apuleyo, dando lugar con estas paradojas a que algunos doctos españoles residentes en Italia, como D. Antonio Eximeno y otro anónimo, con pretexto de defender el primero a Cervantes, y el segundo de criticarle, se burlen de ver comparadas con el yelmo de Mambrino las armas que Tetis envió del cielo a Aquiles, las bodas de Camacho   -pág. 107-   con los juegos fúnebres de Patroclo y el aniversario de Anquises, la aparición del clavileño alígero con la del Paladión troyano, el desencanto de Dulcinea anunciado por Merlín con la magnificencia del bosque encantado del Tasso; y así de otros paralelos semejantes. Sin adoptar las opiniones magníficas de los unos, ni las críticas, acaso pocos reflexivas de los otros, juzgamos imparcialmente y estamos persuadidos de que Cervantes había leído y estudiado con aprecio estos insignes escritores, y tal vez adoptó e imitó de ellos algunos pensamientos y pasajes, como el mismo Faria decía haberlos tomado también de Petronio y de Camoens; pero con aquel aire, desembarazo y soltura, con aquel ornato, oportunidad y elegancia con que saben los grandes maestros mejorar y hacer propios los pensamientos ajenos, sin que esto pueda obstar de modo alguno a la originalidad inimitable de la invención, del artificio y encanto de la fábula del Quijote; en la cual, tomando el aire y traza de las aventuras y héroes de la caballería, abrió su autor entre este linaje de poemas y de las epopeyas más famosas y celebradas una senda media que nunca toca en aquellos extremos, aunque tiene las calidades de ambos, como son plan, obstáculos y episodios, y además los modos de decir, los afectos, los caracteres y acontecimientos como las fábulas caballerescas, la forma, regularidad, interés, verosimilitud, sentencias, nudo y desenlace como los poemas épicos; y de propio caudal e ingenio la ironía picante, la gracia nativa y la sal cómica, que ni tuvo original hasta entonces, ni después ha tenido imitadores.

110. Si los libros de caballerías se hubieran escrito de este modo, como deseaba y proponía Cervantes, ni hubieran merecido la reprensión ni el desprecio de los hombres más doctos y juiciosos,   -pág. 108-   ni provocado la burla y la sátira con que fueron tan graciosamente ridiculizados en el Quijote. Materia y argumento amplio y espacioso ofrecían a la verdad para que un buen ingenio ostentase todos los tesoros de la imaginación y de la filosofía, ya en agradables y magníficas descripciones, ya en la pintura y variedad de los caracteres, ya en la expresión de los afectos y pasiones, ya en la riqueza y pompa de la elocuencia y en la exactitud y propiedad del buen lenguaje: de modo que con tal arte y reglas pudiera componerse un libro de caballerías que su autor se hiciese famoso en prosa como lo son en verso los dos príncipes de la poesía griega y latina... enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen para honesto pasatiempo, no solamente de los ociosos, sino de los más ocupados. Esto decía Cervantes al mismo tiempo que haciendo una imitación burlesca y una sátira festiva de los mismos libros, se acreditaba capaz de ejecutar el plan que proponía, fijando de este modo no solo su perpetua celebridad, como la habían vinculado Homero y Virgilio en sus epopeyas, sino que ridiculizando todas las disparatadas novelas de caballerías, consiguió desterrarlas de la república como inútiles y perjudiciales, y substituir a su lectura desaliñada otra llena de gracia y urbanidad, de erudición y enseñanza, de doctrina y moralidad; uniendo discretamente la utilidad y el deleite, en cuya acertada combinación consiste la perfección de las obras de ingenio, según el precepto de Horacio. Es digno de notarse con el padre Sarmiento, que mientras Cervantes hacía la guerra de esta manera y con tan buen éxito a los falaces y disparatados libros de caballerías, comenzaban   -pág. 109-   a levantar la cabeza y propagarse las patrañas y embustes de los falsos cronicones en mengua de la majestad y pureza de nuestra historia. Lastimosa condición de los hombres haber de andar siempre perdidos tras de fantasmas en lugar de realidades, y abuso abominable del talento en los que procuran desviar a otros del camino que conduce al conocimiento de la verdad.

111. Consecuencia del aprecio universal con que se recibió el Quijote fue la persecución que empezó a padecer su autor por la malicia y emulación de algunos escritores que se creyeron comprendidos en las censuras y reprensiones de aquella obra. Viéronse ridiculizados en ella con graciosa ironía los autores de los libros caballerescos, y el enjambre necio de lectores que las aprecian; censurados varios poetas en el ingenioso escrutinio de la librería de D. Quijote; y reprendidos y abochornados los escritores dramáticos en el juicioso coloquio del canónigo de Toledo, a la sazón que los apasionados de Lope de Vega, alucinados con su prodigiosa fecundidad, le separaban con insensatos aplausos del recto sendero de la razón y de la naturaleza de semejantes composiciones, despreciando y abandonando abiertamente las reglas y preceptos dictados por los venerables maestros de la antigüedad Aristóteles y Horacio. De estos resentimientos particulares nacieron las infinitas críticas e impugnaciones que padecieron así el Quijote como su autor; y de este número fue aquel soneto malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna que le remitieron dentro de una carta estando en Valladolid, y de que hizo memoria en la Adjunta al Parnaso. Otros dos sonetos se han publicado en nuestros tiempos con poca cordura y sobrada ligereza, atribuyéndolos a Cervantes y a Lope de Vega, de quienes ciertamente no son. El   -pág. 110-   primero, dirigido contra todos los escritos de Lope, es con seguridad de D. Luis de Góngora, propio de su genio mordaz y satírico, como lo expresan los dos códices de la biblioteca Real en que se ha conservado manuscrito; pero como este poeta para disimular su nombre usó de los versos cortados en los finales, de que había sido inventor Cervantes, aunque imitado de otros inmediatamente, en especial del autor de La Pícara Justina, tomaron de aquí ocasión algunos de sus émulos para prohijarle una crítica tan opuesta a su carácter y a la grande estimación que hizo siempre de la persona, del ingenio y de las obras de Lope, aun cuando reprendió sus extravíos; y bajo la sombra y pretexto de vindicar a este gran poeta escribieron el otro soneto (mal atribuido a Lope), zahiriendo y motejando al Quijote y a su autor con expresiones las más groseras e indecorosas: al modo que Avellaneda, aparentando defender a Lope de las ofensas que suponía se le habían hecho, derramaba impudente contra Cervantes toda la hiel de su punzante envidia y mordacidad. Ha sido por cierto doloroso que tamaña ligereza haya intentado en nuestros días acreditar una lid y competencia de pasiones privadas y mezquinas que no existió jamás, y que por suponerse entre dos de los mayores atletas de nuestra literatura, ha provocado indiscretamente el encono de sus parciales y prosélitos, cuando es cierto que las públicas alabanzas con que ensalzaron recíprocamente sus obras y respectivo mérito dejaron ideas más nobles de su juicio, imparcialidad e ilustración.

112. Eran muchos los literatos y escritores que con motivo de la residencia de la corte se hallaban entonces en Valladolid, unos amigos, y otros émulos de Cervantes. Merecen lugar entre los primeros el famoso poeta Pedro Laínez, que fue el   -pág. 111-   Damon de La Galatea, y de quien hablaremos más adelante: el maestro Vicente Espinel, que presentó allí las funciones que se celebraron por el nacimiento de Felipe IV, dejándonos una noticia circunstanciada de ellas en su Escudero Marcos de Obregón: el secretario Tomás Gracián Dantisco, de cuyo ingenio se valió la ciudad para la invención y traza del magnífico carro triunfal que se sacó en las mismas fiestas: el Dr. Bartolomé Leonardo de Argensola, que también se trasladó a Valladolid, sin duda por la amistad del conde de Lemos, luego que murió en Madrid a 22 de febrero de 1603: la Emperatriz doña María de Austria, de quien fue capellán mientras vivió retirada en las Descalzas Reales: el benedictino Fr. Diego de Haedo, abad de Frómista, que teniendo concluida su Historia de Argel en 1604, solicitaba allí las licencias para imprimirla; y como en ella se daba noticia de algunos hechos del cautiverio de Cervantes, y este se preparaba a publicarlos también en la novela de El Cautivo, es regular que ambos se buscasen para tratarse y confrontar sus respectivas noticias a fin de darlas mayor apoyo y recomendación. Así lo persuade la conformidad que tienen aún en el estilo y en la expresión; y así lo creía el P. Sarmiento, que en prueba de esta conjetura añadía haber oído a un monje de su orden, cuando apenas llevaba tres años de hábito, la noticia que se conservaba por tradición, de que un benedictino, hijo de Sahagún, había ayudado a Cervantes a componer su D. Quijote: especie incierta, pero que pudo tener origen de su trato, amistad y conferencias con el P. Haedo. Finalmente entre los segundos deben contarse D. Luis de Góngora, que, como hemos visto, todo lo notaba y zahería con su picante pluma; y el Dr. Cristóbal Suárez de Figueroa, natural de Valladolid, que habiendo   -pág. 112-   vuelto a su patria en 1604, después de una larga ausencia, la encontró tan variada con las mudanzas ordinarias de los tiempos y el bullicio y boato de la corte, que se juzgó más extraño en ella que pudiera en Etiopía. Ambos eran satíricos y maldicientes, y ambos lo decían sin rebozo, atribuyéndolo a su genio descontentadizo y natural humor; pero cuando cobarde y encubiertamente dirigieron contra Cervantes sátiras tan groseras y malignas, manifestaron bien que lejos de ser el celo de corregir y mejorar los hombres el que las dictaba, eran solo las inspiraciones de la vanidad, los estímulos de su amor propio, y el agudo pesar con que miraban las glorias ajenas.

113. A esta época corresponde el nacimiento de Felipe IV acaecido en Valladolid, día de viernes santo, 8 de abril del año de 1605: acontecimiento plausible para la nación, que veía satisfechas sus esperanzas con el sucesor de tan vasta monarquía. Y como el deseo y la necesidad de la paz con Inglaterra hubiese obligado el año anterior a enviar a Londres, para ajustarla al condestable de Castilla D. Juan Fernández de Velasco, que fue recibido y obsequiado con la mayor pompa y magnificencia, aquella corte para ratificar el tratado mandó venir a España al almirante D. Carlos Howard, conde de Hontinghan, que acompañado de seiscientos ingleses desembarcó en la Coruña y se dirigió a Valladolid, donde entró el 26 de mayo, siendo recibido afable y generosamente de Felipe III. Tales circunstancias hicieron que el almirante presenciase el solemne bautismo del príncipe verificado en el convento de S. Pablo el día 28 del mismo mes, y la salida de la Reina a misa el 31 a la iglesia de S. Llorente con gran majestad y lucido acompañamiento. Para dar mayor realce a unos sucesos tan agradables y ventajosos   -pág. 113-   a la nación, se celebraron magníficas funciones de iglesia y otras cortesanas y muy ostentosas de toros, carros triunfales, vistosos saraos y máscaras en palacio, campamentos y ejercicios militares, fiestas de cañas, que jugó también el Rey, y otras tan nuevas y maravillosas, que mostraron la grandeza y prosperidad de la monarquía española, como dice Vicente Espinel, y admiraran a los embajadores y al mundo. Cítanse con singularidad entre los obsequios hechos al almirante inglés, después de haber ratificado el juramento de las paces, los abundosos y espléndidos convites que le dieron el condestable de Castilla y el duque de Lerma, pues a la riqueza y buen gusto de los aparadores y vajillas se unió la muchedumbre y variedad de exquisitos manjares y bebidas, bastando decir que solo en la mesa del condestable se sirvieron mil doscientos platos de carne y pescado, sin contar los postres ni otros muchos que quedaron por servir. Satisfecha de este modo la generosidad española, y habiendo concluido el almirante su comisión, se despidió el 17 de junio de los reyes, que le obsequiaron y regalaron suntuosamente, y tomó el camino de Santander para regresar a su patria. Con el fin de perpetuar la memoria de tan señalados sucesos y de tan extraordinarias demostraciones de júbilo mandó el duque de Lerma, o el conde de Miranda, presidente del Consejo, escribir una relación, que se imprimió en Valladolid aquel año, y aunque sin expresar su autor, nos dejó bastantes indicios de serlo Cervantes el famoso poeta D. Luis de Góngora, que como testigo ocular compuso un soneto irónico y burlesco, en que haciendo una reseña de todas las funciones y de los motivos que les promovieron, criticó el lujo, la profusión y excesivos gastos que ocasionaron, sin olvidar el haberse   -pág. 114-   mandado escribir tales hazañas a D. Quijote, a su escudero y al rucio, con satírica alusión y mordacidad al autor de aquella obra, que acababa de salir a la luz con general aplauso de las gentes.

114. Apenas se habían concluido estos públicos regocijos, cuando un funesto e imprevisto acontecimiento vino a turbar la tranquilidad de Cervantes y de su familia. Seguía la corte un caballero navarro, de la orden de Santiago, llamado Don Gaspar de Ezpeleta, aficionado según la costumbre del tiempo a justas, torneos y galanterías, el cual en la noche del 27 de junio de 1605 se encontró junto a la puentecilla de madera del río Esgueva con un hombre armado, que se empeñó en alejarlo de allí, por cuya razón después de algunas contestaciones sacaron las espadas y se dieron de cuchilladas, quedando mal herido D. Gaspar, que comenzó a dar voces apellidando auxilio, y hubo de refugiarse con gran trabajo a una de las casas que estaban más próximas. Cabalmente vivía en uno de sus dos cuartos principales Doña Luisa de Montoya, viuda del célebre cronista Esteban de Garibay, con dos hijos suyos, y en el otro Miguel de Cervantes con toda su familia. A las voces de D. Gaspar acudió uno de los hijos de Garibay, y viendo que se entraba en el portal derramando sangre, con la espada desenvainada en la una mano y en la otra el broquel, llamó a Cervantes, que estaba ya recogido. Entre ambos le subieron al cuarto de Doña Luisa de Montoya, donde se le asistió con cuanto fue necesario hasta que falleció en la mañana del 29.

115. Para la averiguación de este caso se procedió a las diligencias judiciales por el Lic. Cristóbal de Villaroel, alcalde de casa y corte. El primer testigo que se oyó fue Miguel de Cervantes, en quien se depositaron los vestidos del herido,   -pág. 115-   y declaró en la misma noche, entre otras cosas, haber visto las heridas a D. Gaspar de Ezpeleta, sin que supiese ni la causa de ellas ni el agresor. Tampoco resultó ni uno ni otro, aunque declararon varios testigos; por cuyas declaraciones, y por la de María de Cevallos, criada del mismo Cervantes, se viene en conocimiento de que este tenía además en su compañía y entre su familia a su mujer Doña Catalina de Palacios Salazar, a su hija natural Doña Isabel de Saavedra, soltera, de más de 20 años, a Doña Andrea de Cervantes, su hermana, viuda, con una hija soltera llamada Doña Constanza de Ovando, de 28 años, y a Doña Magdalena de Sotomayor, que también se llama su hermana, y era beata, de más de 40 años de edad.

116. Hubo sin embargo algunos indicios de que las heridas y muerte de D. Gaspar habían provenido por competencia de obsequios y galanterías dirigidas bien a la hija o a la sobrina de Cervantes, o bien a otras señoras de las varias que habitaban los dos cuartos segundos y otro tercero de la misma casa; por lo que fueron puestas en la cárcel diferentes personas, y entre ellas Miguel de Cervantes, su hija, su sobrina y su hermana viuda, a quienes tomó el juez sus confesiones en 30 del mismo mes de junio. Preguntadas entonces si concurrían a su aposento D. Hernando de Toledo, señor de Cigales, y Simón Méndez, portugués, y con qué motivo, respondieron que el primero visitaba a Cervantes por conocimiento y por asuntos que tenía con él desde Sevilla; y el segundo por tratar igualmente de los suyos: añadiendo Doña Andrea que algunas personas entraban a visitar a su hermano por ser hombre que escribía y trataba negocios, y que dicho Méndez le había pedido que fuese al reino de Toledo a hacer ciertas   -pág. 116-   fianzas para las rentas que había tomado. De lo que se infiere que Cervantes se empleó en agencias durante su mansión en Sevilla, y que las continuó en Valladolid, tal vez como un arbitrio para mantener su familia.

117. Poco después de recibidas las confesiones salieron de la prisión bajo fianza Cervantes, su hija, hermana y sobrina; pero estas con su casa por cárcel, aunque luego parece que a sus instancias se les alzó la carcelería por no resultar en manera alguna culpables; y Cervantes entregó en 9 de julio, como solicitó, los vestidos de D. Gaspar de Ezpeleta, que se habían depositado en su poder.

118. Es muy digno de notarse que en la misma casa, que estaba y aún está comprendida en la parroquia de S. Ildefonso, y cuyo dueño era Juan de Navas, vivían en los cuartos principales, como se ha dicho, la viuda de Esteban de Garibay y Zamalloa, cronista y aposentador de S. M., y sus dos hijos, y Cervantes con su familia; y en uno de los segundos Doña Juana Gaitán, viuda del culto poeta y singular amigo de este escritor Pedro Laínez, pagador o tesorero, que como tal había seguido la corte a Valladolid, donde murió en el mismo año de 1605, dejando manuscritos dos libros de sus obras dedicadas al duque de Pastrana.

119. En el año siguiente de 1606 se restituyó la corte a Madrid, y es muy regular que la siguiese Cervantes, fijando su establecimiento en esta villa, no solo para continuar sus agencias, o proporcionarse otros medios de subsistir, sino para estar más inmediato a Esquivias y a Alcalá, donde tenía sus parientes. Así lo testifican cuantas memorias se han conservado, de las cuales consta que a mediados de 1608 se reimprimió a su vista la primera parte del Quijote, corregida de algunos defectos   -pág. 117-   y errores, suprimiendo unas cosas y añadiendo otras, con lo que mejoró conocidamente esta edición, que por lo mismo es la más apreciada de los literatos y biógrafos: que en junio de 1609 vivía en la calle de la Magdalena, a espaldas de la duquesa de Pastrana: que poco después se mudó a otra casa que estaba detrás del colegio de nuestra Señora de Loreto: que en junio de 1610, moraba en la calle de León, casa número 9, manzana 226: que en 1614 residía en la calle de las Huertas: que también vivió en la calle del Duque de Alba, próximo a la esquina de la del Estudio de S. Isidro, de la cual le desalojaron, habiéndose seguido autos ante la justicia sobre este desahucio; y finalmente que en 1616 habitaba otra vez en la calle del León, esquina a la de Francos, número 20, manzana 228.

120. Cervantes, anciano ya, reunido a toda su familia, escaso de medios para mantenerla, perseguido de sus émulos, desatendido a pesar de sus servicios y de sus talentos, y colmado de desengaños por su experiencia del mundo y conocimiento de la corte y de los cortesanos, abrazó desde esta época una vida retirada y filosófica, cual convenía a su situación; y volviendo, como decía él, a su antigua ociosidad, se dedicó enteramente al comercio y trato de las musas para ofrecer después al público nuevos y más copiosos frutos de su ingenio y aplicación, dando campo al mismo tiempo a la práctica de aquellas nobles virtudes a que le inducía su religioso corazón, y que sostenidas en su juventud con heroico denuedo entre infieles bárbaros y sanguinarios, debían brillar más y más en el ocaso de sus días para ejemplo y confusión de sus émulos y detractores.

121. Estos principios le condujeron a alistarse en algunas congregaciones piadosas que se promovían   -pág. 118-   a la sazón con sumo celo y eficacia, especialmente la que todavía existe en el oratorio de la calle del Olivar o de Cañizares. Felipe III, príncipe devoto y timorato, la honraba y favorecía con su asistencia; y a su ejemplo el duque de Lerma, el arzobispo de Toledo y todos los magnates de la corte, los principales empleados, y los sabios y artistas más distinguidos se apresuraron a entrar en el número de los cofrades. Uno de los primeros fue Miguel de Cervantes, que firmó su asiento de entrada en 17 de abril de 1609, y a su imitación entraron sucesivamente Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, el M. Vicente Espinel, D. Francisco de Quevedo, Lope de Vega, el M. Josef de Valdivielso, D. Josef Pellicer y Tobar, D. Juan del Castillo y Sotomayor, Miguel de Silveira, Vincencio Carducho, D. Jusepe González de Salas, el príncipe de Esquilache, D. Juan de Solórzano Pereira y otras; sin que unos establecimientos tan piadosos se libertasen poco después de la censura pública, o porque su multiplicidad y abusos perjudicasen a la política, o porque la presunción y liviandad de algunos jóvenes desdecía y los desviaba de su instituto. Se ha creído que entonces se incorporó también Cervantes, como lo hizo Lope de Vega, en la congregación del oratorio del Caballero de Gracia, mientras que su mujer y su hermana Doña Andrea se dedicaban a semejantes ejercicios de piedad en la venerable orden tercera de S. Francisco, cuyo hábito recibieron en 8 de junio del mismo año.

122. Fue singular y muy constante el amor y estimación fraternal que recíprocamente se conservaron siempre Cervantes y Doña Andrea. Esta, que era mayor de edad, se había desprendido de su dote para rescatar a sus hermanos, y aun entregó   -pág. 119-   pocos años después con el mismo objeto una corta cantidad de lo que pudo allegar para sus propias urgencias. Habíase casado tres veces, la primera con Nicolás de Ovando, la segunda con Sanctes Ambrosi, natural de Florencia, y la tercera con el general Álvaro Mendaño; y habiendo enviudado de todos, y quedado con su hija Doña Constanza del primer matrimonio, acogió Cervantes a las dos con mucho placer entre su familia, y le siguieron a Sevilla, Valladolid y Madrid, contribuyendo con sus labores y aplicación a acrecentar los medios de su común subsistencia. Tan recomendable conducta justificó el aprecio y consideración con que siempre trató Cervantes a Doña Andrea hasta que falleció en su misma casa a 9 de octubre de 1609, de edad de 65 años, y se enterró en la parroquia de S. Sebastián, a expensas de su hermano.

123. Por este mismo tiempo había recopilado Fray Juan Díaz Hidalgo, del hábito de S. Juan, las obras poéticas que andaban dispersas y sumamente incorrectas en las copias del ilustre D. Diego Hurtado de Mendoza, a quien por su elevada clase, por las importantes comisiones que desempeñó, y sobre todo por su vasta erudición y delicado gusto en las letras humanas, miraron con gran estimación y sumo acatamiento los literatos de su siglo, y el mismo Cervantes había honrado su memoria en dulces himnos y sentidos discursos que puso en boca de los principales interlocutores de su Galatea; y consecuente en este concepto quiso ahora con motivo de la publicación de sus poesías renovar aquellos inciensos y expresiones en un soneto dirigido a elogiar el mérito de tan digno escritor, y acrecentar su bien adquirido renombre.

124. Muy justo y merecido era el que ya entonces   -pág. 120-   se había granjeado el conde de Lemos Don Pedro Fernández de Castro como el Mecenas de la literatura, la que cultivaba con afición, y protegía con empeño y generosidad. Acababa de ser nombrado virrey de Nápoles en 1610, cuando murió su secretario Juan Ramírez de Arellano; y en la misma noche escribió el conde a los Argensolas, que residían en Zaragoza, y con quienes mantenía estrecha amistad, ofreciendo a Lupercio la secretaría de estado y guerra del virreinato, con especial encargo de que llevase consigo a su hermano el rector de Villahermosa. Aceptaron ambos tan distinguido ofrecimiento, y vinieran a Madrid donde tuvieron comisión de buscar y proponer los oficiales para la secretaría. Deseando corresponder a esta confianza, lisonjeando la inclinación del virrey, eligieron entre varios poetas y literatos los que juzgaron más aptos para el despacho de los negocios, y para sostener al mismo tiempo las academias y representaciones poéticas que el conde meditaba establecer en su palacio; y con estas miras y otras de amistad y particular consideración llevaron en su compañía al Dr. D. Antonio Mira de Amescua, arcediano de la catedral de Guadix, su patria, insigne poeta cómico y lírico; a Gabriel de Barrionuevo, celebrado por sus sazonados entremeses; a D. Francisco de Ortigosa, singular y desgraciado ingenio; a Antonio de Laredo y Coronel, de felicísima vena; al hijo de Lupercio, llamado D. Gabriel Leonardo y Albión; a Fr. Diego de Arce, franciscano, natural de Cuenca, obispo electo de Tuy, confesor del conde, escritor docto, y muy aplicado a recoger los libros más raros y exquisitos de nuestra literatura; y a otros sujetos de igual nombre y buena reputación: no logrando sin embargo satisfacer el anhelo de todos los que solicitaban   -pág. 121-   acompañar a Italia al nuevo virrey, y disfrutar su aprecio y generosa protección.

125. Había gozado de ella hasta entonces el poeta Cristóbal de Mesa por influjo del mencionado secretario; y apenas comenzó a susurrarse el nombramiento del conde para el virreinato le pidió Mesa encarecidamente en una epístola que le llevase consigo; pero no pudo conseguirlo, ya por la falta de su amigo y favorecedor Arellano, y haberse mudado de resultas la servidumbre del virrey, ya por haber dejado de concurrir a su casa en cinco meses, a causa de una enfermedad que le impidió presentarle las composiciones en verso y prosa que antes acostumbraba. Sintió mucho este desaire, atribuyéndolo a infidelidad o emulación de los nuevos familiares de quienes se había rodeado el conde, que estorbaban a los demás el acceso a su persona recelosos de que los alejasen de la privanza: quejas que, como veremos después, tenía también el Dr. Cristóbal Suárez de Figueroa. Pero Mesa no las disimuló al mismo virrey, exponiéndolas con claridad en otra carta; añadiéndole que algunos de los españoles de quienes hacía tanta estimación no merecían llegar a la falda del Parnaso, como lo conocería bien en Italia, donde la poesía y el buen gusto estaban más adelantados, pues sin embargo de que él había tenido en España por maestros a Francisco Pacheco, Hernando de Herrera, Francisco de Medina, Luis de Soto, y al insigne humanista Francisco Sánchez de las Brozas, tuvo cuando pasó a aquel país y trató al Tasso cinco años consecutivos que variar de estilo y método en sus obras. Ofrecía además al virrey en la misma carta la traducción de La Eneida de Virgilio que estaba trabajando; pero o fuese resentimiento de haberle faltado su protección, u olvido de su promesa, lo cierto es que   -pág. 122-   no la cumplió cuando dio a luz aquella obra en el año de 1615.

126. Cervantes, amigo de los Argensolas, a quienes había tratado con familiaridad, dándoles las pruebas más públicas y relevantes de su aprecio y consideración, no pudiendo, por su avanzada edad y numerosa familia abandonar su país para mejorar de fortuna en Italia a la sombra de su protector, se valió del influjo de aquellos amigos para que le recomendasen a su favor y beneficencia. Al partir a Madrid le hicieron ambos hermanos las más expresivas y magníficas promesas; y Cervantes confiado en ellas esperó hallar algún alivio en su desgraciada situación; pero se le frustraron muy pronto tan halagüeñas esperanzas, porque los Argensolas no hicieron los buenos oficios que habían ofrecido, ni se acordaron de Cervantes, llegando este a recelar que le hubiesen indispuesto con su protector. Por fortuna se tranquilizó luego su ánimo, disipándose estas sospechas y temores al experimentar Cervantes las liberalidades de su Mecenas, quedando al parecer satisfecho de la conducta y proceder de sus amigos; pero entre tanto no le permitió su candor e ingenuidad ocultar sus quejas y sentimientos, aunque con expresiones tan discretas y delicadas, que más parecen un testimonio de su respeto al virrey y un panegírico de aquellos insignes poetas, que una censura del abandono de su amistad y buena correspondencia.

127. Supuso en efecto que los Argensolas no fueron conducidos por Mercurio al viaje al Parnaso por hallarse empleados en obsequio del conde de Lemos; pero sin embargo el dios Apolo no solo ensalzó honoríficamente sus talentos y poesías, sino que se valió de ellas en el acto de la batalla contra los malos poetas, distinguiéndolos   -pág. 123-   en la distribución de los premios, y encargando a Mercurio que de las nueve coronas con que se premiaba el mérito de los más dignos, llevase a Nápoles tres de las mejores, sin duda para ceñir con ellas las sienes del virrey y de aquellos dos ilustres aragoneses.

128. Bien lo comprendieron estos así, y por lo mismo conservaron a Cervantes en toda su estimación y en la protección y amparo de aquel erudito y generoso caballero; pero D. Esteban Manuel de Villegas, menos reflexivo y más precipitado, creyendo ofendido a su maestro el rector de Villahermosa, intentó vindicarle ultrajando el mérito de Cervantes, a quien llamó mal poeta y quijotista, sin comprender que lo que él tomaba por sátira era un elogio delicado e ingenuo, y que el apodo con que procuraba injuriarle era el título más sublime y honorífico de gloria que hasta entonces se hubiese alcanzado en la república de las letras: inconsideraciones propias, aún más que de sus propios años, de aquel carácter arrogante y altivo con que satirizó a Lope de Vega y a Góngora, creyendo oscurecer el mérito y las obras de estos y de los demás poetas castellanos con el resplandor y brillantez de sus Eróticas, así como el sol naciente disipa las nieblas de la tierra y eclipsa la luz de los demás astros, según lo quiso dar a entender en la alegoría y lema de la portada, y lo notó Lope de Vega en su Laurel de Apolo. Cervantes, que había sido apreciado como poeta en su juventud, debía serlo en su ancianidad como inventor del Quijote y de otras muchas obras que fijaron su nombre con letras de oro en el templo de la inmortalidad.