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ArribaAbajoRelación segunda de la vida del escudero Marcos de Obregón

Aunque amanecía el día con acabarse la furia del agua, que toda la noche había combatido la ermita o humilladero, era tanta la abundancia que el río había recogido, que sobrepujando la puente, ni de la una parte ni de la otra se podía pasar, ni pasaron, hasta que se fue avadando el día siguiente. Yo quisiera irme, por parecerme que ya el ermitaño estaba harto de oírme hablar relaciones de mi vida; y como yo naturalmente, ni soy inclinado a hablar, ni oír hablar mucho, pareciome que el demasiado sueño del ermitaño nacía del enfado de oírme: y como los habladores, gente sin memoria de lo que está por venir, son para mí tan odiosos, no quería caer en la culpa que reprehendo, que los que tienen esta falta, aunque por sobra de palabras sin sustancia, son ordinariamente cizañeros, congraciadores, chismosos, que a trueque o fin de hablar no reparan en falso o verdadero, ni saben distinguir la mentira de la verdad, y de la misma manera que lo dicen lo desdicen; amigos de averiguar un chisme, y de traer y de llevar adelante su opinión, soldando un yerro con otros ciento, y el menor daño que hacen es ser grandes aduladores: no se asientan ni reposan en cosa con la facilidad que proceden, ni temen caer en falta, ni cobrar mala opinión, que realmente he visto que a este vicio le siguen otros muy peores. Huyendo yo de no caer en fama de hablador me quise despedir del ermitaño, si bien el tiempo aun no daba lugar para ello; pero él me porfió que no le dejase solo, por una grande melancolía que le había dado un sueño aquella noche, que afirmativamente decía: que estando más dispierto que dormido, le había hablado un muerto, en cuya muerte se había hallado en Italia. Reime, y lo mejor que pude procuré deshacerle aquella imaginación. Preguntóme de qué me reía. Ríome, respondí, de que la aprehensión de los sueños sea tan poderosa con algunas personas, que les parece que es verdad lo que sueñan, cosa tan reprobada por el mismo Dios en muchos lugares del Testamento viejo, y recibido en el nuevo, siendo todo vanidad del celebro, y ahora de la melancolía que ha causado la esperanza del tiempo; que junta con el poco y no buen mantenimiento, causara ese efecto y otros más ridículos. Digo, respondió el ermitaño, que aun ahora me parece que le tengo presente. Reime mucho más que antes; replicome: ¿Luego no suelen venir los muertos a hablar con los vivos? No por cierto, respondí yo, sino cuando por algún negocio de mucha importancia les da Dios licencia para ello, como en aquel caso tan estupendo y digno de saberse que le pasó al Marqués de las Navas que habló con un muerto a quien él había quitado la vida; pero vino a cosas que le importaban para la quietud y reposo de su alma. Es caso que todos los que vemos en los libros antiguos no tienen tan asentada verdad como este, reservando aquellos de que las divinas letras hacen mención, porque pasó en nuestros días, y a un tan gran caballero, y tan amigo de verdad, y en presencia de testigos, que hay algunos vivos ahora, que ni a él, ni a ellos, aun siendo verdad, les importa nada confesarlo. ¿Á cuál Marqués? preguntó el ermitaño. Al que es ahora vivo. respondí yo, D. Pedro de Ávila. Si no se cansa vuesa merced, dijo el buen hombre, y aunque se canse, cuéntelo cómo pasó, que cosa tan espantosa y de nuestros días es bien que todos lo sepan. Bien divulgada está, dije yo; pero por que no se quede en el sepulcro con el muerto es bien decirla, y hacer particular memoria de cosa que tanta apariencia tiene de verdad; y no me afirmara en ella, si no la hubiera oído de la boca de un tan gran caballero como el mismo Marqués, y a su hermano el señor D. Enrique de Guzmán, Marqués de Pobar, gentil hombre de la Cámara del potentísimo Rey D. Felipe III de las Españas, en cuyo palacio nunca ha hallado lugar la adulación ni mentira, El caso fue de esta manera:

Estando el Marqués preso por mandado de su Rey en San Martín de Madrid, monasterio de la Orden de San Benito, y visitándole sus amigos grandes caballeros, muchas veces o siempre se quedaban de noche acompañándole, particularmente el Sr. D. Enrique, Marqués de Pobar, su hermano, y el Sr. D. Felipe de Córdoba, hijo del Sr. D. Diego de Córdoba, Caballerizo mayor de Felipe II, y una noche, entre muchas, dioles gana de irse a pasear al Marqués y a D. Felipe: fueron hacia el barrio de Lavapiés, y estando hablando por una ventana, dijo el Marqués: Esperadme aquí, que voy a aquella callejuela a cierta necesidad natural; halló en ella dos hombres en las dos esquinas, que no le dejaron pasar. El Marqués dijo: Vuesas mercedes sepan que voy con esta necesidad, y fue a pasar contra su gusto. Arrojóle uno de ellos una estocada, y el Marqués otra a él propio; cada uno pensó que dejaba muerto al otro. Con el mismo movimiento que le sacó el Marqués la espada, que tenía la guarnición en el pecho, le dió al otro una cuchillada, con que le abrió la cabeza. Quedaronse los dos que no pudieron moverse; el de la estocada muerto, aunque en pie, el de la herida fuera de sí. Fuese el Marqués y llamó a D. Felipe, y fueronse a San Martín. Estando allá, pareciéndole que dormir sin averiguar bien lo que había pasado era yerro, contóselo, y los dos determinaron de ir. Fue el Marqués con ellos, que no quiso que fuesen sin él, y hallaron alborotado el barrio, diciendo que habían muerto allí dos hombres. Volvieronse sin hallar en el sitio donde había pasado otra cosa sino dos lienzos ensangrentados. El que había quedado con la herida fuese a Toledo, y desde allí envió a saber si el Marqués era muerto, que lo había conocido cuando le dió la estocada, y curándose lo mejor que pudo, vino a morir de la herida: hizo testamento antes, y como supo que el Marqués no había recibido daño, porque la estocada había sido al soslayo, dejolo por su testamentario. Supo el Marqués esto por relación de un Religioso que se lo vino a decir quién era el que lo dejaba por testamentario. Dentro de cinco o seis días, después de muerto este hombre, estando el Marqués acostado en su cama, y D. Enrique su hermano, y D. Felipe de Córdoba en el mismo aposento en otra cama, cerrada la puerta para dormir, llegaron y le quitaron la ropa de la misma cama. El Marqués dijo: Quitaos allá, D. Enrique, y respondió la persona que era con una voz ronca y llena de horror: No es D. Enrique. Escandalizado el Marqués se levantó muy de priesa, y desenvainando la espada que tenía a la cabecera, tiró tantas cuchilladas, que preguntó D. Felipe: ¿Qué era aquello? El Marqués mi hermano es, respondió D. Enrique, que anda a cuchilladas con un muerto. Él dió cuantas pudo, hasta que se cansó, sin topar en cosa, sino algunas en las paredes.

Abrió la puerta, y tornó a verlo fuera, y con la misma priesa fue dando cuchilladas, hasta que llegó a un rincón donde había oscuridad, y entonces dijo la sombra: Basta, señor Marqués, basta, y véngase conmigo, que le tengo que decir. El Marqués le siguió, y a él los dos caballeros, su hermano, y D. Felipe. Bajole abajo, y diciendo el Marqués qué le quería, respondió, que mandase los dejasen solos, que no podía hablar delante de testigos. Él, aunque de mala gana, les dijo que se quedasen; mas ellos no quisieron. Al fin la sombra se entró en cierta bóveda donde había huesos de muertos: entró el Marqués tras de ella, y en pisando los huesos le fue discurriendo por los suyos tan grande temor, que le fue forzoso salir fuera a respirar y cobrar aliento, lo cual hizo por tres veces. Lo que le quería, y pudo el Marqués con la turbación percibir, era que en pago de la muerte que le había dado, le hiciese aquel bien de cumplir lo que en su testamento dejaba, que era una restitución, y poner una hija suya en estado. Hubo en esto dares y tomares entre el Marqués y la sombra, según dijeron los testigos. Y confiesa el Marqués, que siendo tan hermoso de rostro, blanco y rojo, como sus hermanos, desde esta noche quedó como está ahora, sin ningún color y quebrantado el mismo rostro. Dice que le vino a hablar otras veces, y que antes que le viese le daba un frío y temblor, que no podía sustentarse. Al fin cumplió lo que le pidió, y nunca más le apareció. Si fue el mismo espíritu suyo, o del ángel de su guarda, o ángel bueno o malo, dispútenlo los señores teólogos, que para mi bástame el haberlo oído de la boca de un tan gran caballero como el Marqués y D. Enrique su hermano, para tener el caso por más cierto; y que por cosas tan particulares, que importan la salvación de un alma, suele el Señor del cielo y tierra dar licencia para semejantes negocios, que no son estas de las cosas que algunos autores gentiles dicen, de llamar las almas para hacerles preguntas, como hacía Empedocles y Apion Gramático, que llamó la sombra de Homero, y no osó decir lo que había respondido, que estas eran artes de la necromancia, de que dice Cicerón, que fingían cuerpos de aquellos que ya estaban quemados, y les daban alguna forma o figura; porque el espíritu por sí era incapaz de ser visto, que todas eran artes del demonio, y acudía a lo que le pedían como poderoso, permitiéndoselo Dios, que sin esta permisión no podía hacerlo. Y que el venir de las almas de los muertos con dispensación de Dios, no se puede negar haber sucedido algunas veces; no porque anden vagando por el mundo, que sus lugares tienen señalados, o en el cielo o en el infierno, o en el purgatorio. Y si he sido prolijo en este cuento contra mi condición y estilo, es porque cosas tan graves se han de decir con la sencillez y llaneza con que pasaron, sin dorarlo ni desdorarlo. Admiración me ha puesto el caso, dijo el ermitaño, y estoy determinado de apartarme de soledad, que aunque he pasado algún tiempo en ella, no he visto cosa que me perturbe, y aun con todo eso me he retirado de la soledad hacia el poblado, por los temores que pasaba entre los altos riscos de Sierra-Morena: pero dejemos ya esta materia, y volvamos a proseguir lo comenzado; que con la dulzura del estilo y gracia del contarlo, se olvidará la melancolía del sueño y de la verdad referida. Luego se fue a Sevilla, donde ahora vive muy recogido.


ArribaAbajoDescanso I

Tornando de nuevo a coser o a anudar la conversación pasada, sentamonos al brasero, prosiguiendo mi comenzada relación, porque el ermitaño, hombre de muy buen discurso, me importunó de manera, que se echo de ver que gustaba mucho de oír los trances de mi vida, y mostrando mucha atención, que es lo que da nuevo ánimo a las conversaciones, proseguí lo que la noche antes había dejado por el sueño del ermitaño, y comencelo de muy buena gana, porque de la misma manera que quita el gusto de hablar la descortesía de que algunos ignorantes usan, en atajar lo que un hombre va diciendo, por encajar un disparate que se les ofrece fuera de propósito, así la atención da fuerzas y espíritu al que habla para no cesar en su materia; yerro en que he visto caer a muchas personas, muy reprehensible en quien le tiene, porque arguye poco gusto o mal entendimiento. El que no quiere oír lo que otro habla, bien puede apartarse y dar lugar a que oiga quien tiene gusto; que hay algunos de tan extraordinaria condición y natural, que, o por deslucir lo que otro habla, o por no entenderlo, que es lo más cierto, procuran atajarlo con poca razón y menos cortesía. El premio del que dice bien, es la atención que se le presta, y aunque no sea muy limado, es gran descortesía no dar aplauso a lo que dice, que al fin procura que parezca bien, y dice lo mejor que puede y sabe. Hay un género de gentes que hablan con intercadencia, careciendo de hebra y caudal para la materia que se trata: que después de haberles respondido, aunque se haya mudado el primer motivo, acuden con lo que se les ofrece fuera de la intención que se lleva: este es un disparate y una inadvertencia que hace muy odioso al que la usa, y de quien se debe huir la conversación, porque son estorbo al que habla y a los que oyen: y cuando va con malicia de desdorar al que dice, que todo esto puede la envidia, es una malicia sin disculpa y merecedora de cualquier mala correspondencia, que no se halla sino en hombres de poca substancia, así en ingenio, como en letras. Y extiéndese a tanto, que aun en los libros que se imprimen, no rehuye la infame y mal nacida envidia, de usar de libertades muy conocidas. Los libros que se han de dar a la estampa, han de llevar doctrina y gusto que enseñen y deleiten, y los que no tienen talento para esto, ya que no lo alcanzan, no se deslicen a echar pullas, con ofensa de los hombres de opinión, o no escriban; que no ha de ser todo danza de espadas, que después de hechas no queda fruto ni memoria de cosa que se pegue al alma. Han de llevar los libros que se dan a la estampa, mucha pureza y castidad de lenguaje; pureza en la elección de las palabras, y honestidad de conceptos, y castidad en no mezclar bastardías que salen de la materia, como maledicencias o desestimación de lo que otros hacen, especialmente cuando son contra quien sabe decir, y sabe qué decir; y tan mal dichas, que van señalando con el dedo, con que descubren su ignorancia, y desacreditan sus escritos, y manifiestan su envidia, y declaran su malicia. Tornando a la materia del hablar, digo que en las conversaciones hase de dar lugar a que hable el que habla, y él ha de ser tan remirado, que no se derrame, ni divierta, ni quiera hablárselo todo, que ha de dar lugar a la respuesta. Yo, como iba historiando mi vida, no advertí que podría el ermitaño cansarse de oírme hablar tan diversamente: pero sucedióme bien, que no solamente no se cansó, pero tornó a importunarme que prosiguiese en mi principal intento, que para eso me lo había rogado al principio, y tornando a hablar con él, proseguí diciendo.




ArribaAbajoDescanso II

Luego que por el pronóstico y significación de aquel cometa, o por lo que la Majestad de Dios sabe y fue servido, murió el Rey Don Sebastián de Portugal, en aquella tan memorable batalla, donde se hallaron tres Reyes, y murieron todos tres, como sucedió al Cardenal Don Enrique, tío de Felipe II y lo llamó a la sucesión del Reino toda Castilla y Andalucía, se movió a ir sirviendo a su Rey con el amor y obediencia, que siempre España ha tenido a sus legítimos Reyes. Vineme de Valladolid a Madrid, y siguiendo la variedad de mi condición y la opinión de todos, fuime a Sevilla con intención de pasar a Italia, ya que no pudiese llegar a tiempo de embarcarme para África. Estuve gozando de la grandeza de aquella ciudad, llena de mil excelencias, tesorera y repartidora de la inmensa riqueza que envía el mar Océano, sin la que deja para sí en sus profundas arenas escondida para siempre. Sosegadas, o por mejor decir, reducidas a mejor forma las cosas de Portugal, quedéme en Sevilla por algún tiempo, donde entre muchas cosas que me sucedieron, fue una dar en la valentía; que había entonces, y aun creo que ahora hay, una especie de gentes, que ni parecen cristianos, ni moros, ni gentiles; sino su religión es adorar en la diosa valentía, porque les parece que estando en esta cofradía, los tendrán y respetarán por valientes, no cuanto a serlo, sino cuanto a parecerlo. Sucedióme pasando por la calle de Génova, topar con uno de estos, encontrándome con él, de suerte que por pasar yo por lo limpio le hice pasar por el lodo, volviose a mí, y con gran superioridad me dijo: Señor marquesote, ¿no mira cómo va? Yo le dije: Perdone vuesa merced, que no lo hacía a sabiendas. Él replicó: Pues si lo hiciera a sabiendas, ¿no había de estar ya amortajado? Yo no llevaba espada, que iba como estudiante, profesión de que siempre héme preciado, y así usé de toda la humildad posible, y él de toda la soberbia que tienen los de su profesión. Díjele: No fue tan grave el delito, que merezca tan gran castigo como ese. Díjome entonces: No debe de saber el morlaco con quién se ha encontrado; pues estése quedo, que no quiero darle mas castigo de ponerle cuarenta dedos en los carrillos, que por mi cuenta venían a ser ocho bofetadas; esperéle, y viniendo alzadas las manos para ejecutar el castigo, usé de una treta que siempre me ha salido bien. Y fue, que como venía tan atento a su negocio, yo hice el mio; y asiéndole la espada por la guarnición, con toda la presteza posible se la saqué de la vaina, con el mismo movimiento le puse los cinco dedos en la cara, y con la guarnición le herí en el carrillo izquierdo.

Él que se vió desarmado, dió a correr hacia gradas, y unos jubeteros comenzaron a decir: Víctor, víctor al escolar; pero dijeronme: Váyase de aquí, que este va a llamar retraídos, y volverán presto. Fuime hacía San Francisco, y el bellacón entró muy descolorido, sin espada, en el corral de los naranjos, la capa arrastrando, la cara llena de sangre, y preguntándole qué había sido, respondió, que lo cercaron treinta hombres, y abrazándose con él, le sacaron la espada, y habiéndole herido, a bocados se libró de ellos, y le había sacado las narices a uno de ellos de un bocado, y que iba por una espada y rodela para hacerlos pedazos a todos. Acudieron a donde había pasado el ruido, y todos los oficiales hablaron en favor mio, a lo cual dijo uno que iba entre ellos, hombre de menos que mediana estatura, zurdo y dobladillo de cuerpo a quien todos pareció que respetaban: Bien está, ese hombrecillo debe de tener buen hígado y así es menester hacerlos amigos, porque el herido lo es de todos los honrados de la cofradía, y antes de dos horas estará con los muchos si lo saben: llamen a ese pobrete. Llamaronme unos oficiales, y trajeron al otro, que para que quisiese ser amigo, fue menester llevarlos todos a la taberna de Pinto, y gastar una hanega de lo de Cazalla: todos a una voz dijeron: Buen hijo es; bien merece entrar en la cofradía.




ArribaAbajoDescanso III

Pasado esto, como el bellacón quedó mal contento buscó traza cómo vengarse, y hallola muy buena. Como yo entré nuevo, y tenía poca experiencia de las cosas de Sevilla, recatéme poco, que en las repúblicas tan grandes es menester entrar con tiento, y el que no tiene conocimiento ni experiencia de ellas, hase de valer de quien tenga para no hallarse atajado. Púseme espada, y en las obligaciones en que se pone quien la ciñe, que con el desvanecimiento de la valentía, y con haber dado en poeta y músico, que cualquiera de las tres bastaba para derribar otro juicio mejor que el mío, comencé a alear más de lo que me estaba, y a tenerme por paseante y gran ventanero, y enamorar cuantas encontraba: de manera, que no había portugués más azucarado que yo, por donde halló mi contrario flaqueza en mi con la de una dama de buen talle, en cuya casa él entraba y era señor absoluto. Andando yo en la brama entre aquellos árboles de la alameda, Senteme llamar de una cierva, y acudiendo al bramido me dijo: ¿Es posible, señor galán, que tan al descuido viva vuesarcé, que no ha echado de ver que le miran con más cuidado que el ordinario? Miréle el rostro y talle, y aunque le tenía extremado de bueno, con todo lo creí, porque yo estaba tan desvanecido, que por este camino creyera cualquier favor que se me diera, Prosiguió diciendo: ¡Que haya venido yo a tiempo que no mire la calidad de mi persona ni autoridad de mi marido! ¡oh mal hayan los ojos que no se recatan, y mal hayan los pies que salen de los umbrales de su casa para ver sus desdichas! ¡que haya entregado mi libertad a quien no se la estimará! ¡que mire yo a quien ni me conoce ni conozco, y que haya de rogar a quien jamás admitió ruegos de nadie! Más quiero morir, que no rendirme a quien quizá se reirá y despreciará mis prendas. Y con eso fingió unas lágrimas tan tiernas, que me sacó de juicio. Y en habiendo hecho su embeleco, me dejó y volvió las espaldas con grandísimo donaire y garbo. Yo quedé helado y abrasado de su presteza en irse, y de sus palabras en rendirme. La criada me dijo: Buena tiene vuesa merced a mi señora, que estas eran sus melancolías; de aquí nacen sus malas condiciones, que no hay quien en casa se averigüe con ella. Sígala vuesa merced, y recátese no le vea su marido, que es un caballero muy principal, y no poco celoso, aunque jamás ha visto en mí señora ocasión para serlo. Seguila espantado, y contento de parecerme que merecería yo mucho: estimándome interiormente en harto más de lo que fuera razón. Entré en su casa, que era en una calle angosta que iba a dar a la calle de las Armas, y luego me favoreció haciendo ventana: y advirtiome que no diese muchos bordos, que ella me avisaría de lo que había de hacer. Anduve algunos días en pretensión, pareciendo que por su estimación no quería rendirse luego. ¡Oh engaños del mundo, y qué fácilmente cree un hombre las cosas que van encaminadas a su gusto o a su provecho! Si mirásemos y tanteásemos lo que mira a nuestro bien, como lo que mira a nuestro mal, no caeríamos en tantos daños y desventuras como suceden. En la apariencia del gusto nos arrojamos con la esperanza del bien, y en el mal no nos recatamos, siendo tan peligroso o dudoso el fin de lo uno como de lo otro. Más seguros vamos por el camino del daño que yertos por el del provecho; porque lo uno nos pone en recato, y lo otro en descuido. En el uno puede haber engaño, y en el otro está el desengaño claro, como me sucedió, que creyendo el engaño de aquella mujer, me vi en grande peligro; ¿pero a quién no engañara un rostro hermoso y un talle gallardo con palabras dulces y ojos bachilleres? Al fin yo perseveré hasta que me envió a decir con un papel amorosísimo que me llegase allá aquella noche. Púseme lo más galán que pude, cogí mi espada y una linterna grande, que podía servir de broquel, y fuime derecho a su casa sin considerar otra cosa más que obedecer al gusto; hallé la puerta y sus brazos abiertos, recibióme con todas las caricias que yo podía desear de actos exteriores y sencillos, y palabras dobladas: cerró la puerta, luego al punto llamaron a ella. Ella sin preguntar quién llamaba, dijo: Amigo, mi marido llama, entraos en esta bodeguilla, que luego se tornará a ir. Entréme con mi linterna encendida: cerraron la puerta de la bodeguilla con cerrojo, y dejaronme muy bien cerrado. El aposentillo estaba casi todo lleno de sarmientos y chamiza seca; había un pozo, que respondía a lo alto, con su cubo colgado: púseme a escuchar lo que hablaban, porque de haber cerrado la puerta sospeché no bien; preguntole la señora al marido fingido: Ya tengo cerrado a este hombre, ¿qué se ha de hacer? Él respondió, aunque paso, en voz que le pude conocer que era mi contrario: Abrasarlo o ahogarlo en el pozo, que este es el que me sacó la espada de la vaina. Luego se me representó la traza para salir salvo de su cautela; que el peligro, descubridor de grandes secretos, y el temor de la muerte levantan la imaginación a cosas nunca pensadas: tapé con una tabla el brocal del pozo: y de aquella chamiza y sarmientos secos llegué cantidad a la puerta de la bodeguilla, y con la linterna, que aun no había apagado, encendilos. La puertecilla estaba tan seca, que comenzó a arder con la ayuda de la leña, saliendo muchas llamaradas de la chamiza por debajo la puerta -metime en el cubo del pozo, y asime a la soga muy bien, que como estaba tapado el pozo iba seguro yo. Comenzó. toda la gente a dar voces: Fuego, fuego, agua, saquen agua del pozo; tiraron de la soga para sacar agua, y como pesaba el cubo demasiadamente, por estar yo dentro, llegaronse muchos vecinos a tirar de la soga, y tanto y con tanta fuerza tiraron, que al fin me subieron arriba. Asime muy bien al brocal del pozo, yo debía de estar con el rostro pálido de la turbación, y con esto y hacerles un gesto de abominable demonio, desmayaron todos, diciendo que era un diablo lo que sacaron del pozo. Acabé de salir, y escabullime entre la gente lo mejor que pude, y pude muy bien, porque como estaban turbados no me echaron de ver, dejándoles la casa encendida, y llevando mi persona libre, que vine a hallar la vida donde era tan fácil el perderla; como en un pozo, y encerrado en tanta estrecheza, como en una bodeguilla llena de curianas.




ArribaAbajoDescanso IV

Mi enemigo tomó para vengarse de mí por instrumento una mujer hermosa, que al fin todas tienen fuerza natural para mover corazones, tan bien como criaturas con afición y lágrimas; pero como nacieron para llorar, saben enternecer. Maldiga Dios sus determinaciones, que tan resueltas son para ejecutar cuanto se les pone en la testa, que por el mismo caso que no lo pueden con fuerza, lo hacen con astucia y embeleco. Tienen tan grande fuerza en decir lo que quieren, y nosotros tanta flaqueza en creerlas, que parece que para eso solo nacimos. Muchas he visto de muy justificada vida, pero aun en estas he hallado desigualdades de condiciones: y conocido algunas muy honradas de sus personas, que lo son por solo decir mal de las que tienen alguna flaqueza. Y en resolución, pocas hay que se escapen de algún azar. Libréme del daño que pudiera suceder, o en que ya me vi, pero no de las manos de un alguacil que se había llegado al ruido, y como me vió ir corriendo, asiome; mas yo con mucha presteza le dije: ¿Qué hace vuesa merced? ¿quiere que muramos ambos a las manos de ese demonio que está en esta casa? Huya y póngase en salvo, que viene matando a cuantos encuentra. Él me soltó y dió a correr, porque como había oído decir el demonio del pozo, como yo se lo afirmé, se confirmó en ello. Yo no paré hasta llegar a tomar descanso a la sombra de dos amigos, Hércules y César, que están en dos altísimas columnas, a la entrada del alameda que hizo aquel gran caballero D. Francisco Zapata, Conde de Barajas, que tantas deshizo en Sevilla. Pero no acabaron aquí las de aquella noche, que estando descansando, sentí a las espaldas de la calle de la Garbancera, en un malvar muy alto que allí se hace, un ruido muy grande, moviéndose las malvas sin ver quién las movía, que por ser de noche y estar solo en el lugar muy sujeto a melancolía, me causó alguna: mas llegándome cerca con la espada desenvainada, no vi cosa sino el movimiento de las malvas, y algún ruido entre unas piedras que había en el malvar, hasta que salieron fuera luchando una culebra y un gato: la culebra procurando ceñir al gato por el cuerpo, y el gato puesto sobre los pies, e hiriendo a la culebra con las uñas por entre las conchuelas, que duró algún espacio: pero la culebra no pudiendo resistir las uñas del gato, se tornó a sus malvas, y el gato como diestro, dando un salto le cogió la delantera, y con el mismo movimiento, mascándole la cabeza, retirose antes que la culebra le diese con todo el cuerpo; y lo hiciera si no se retirara, porque con el golpe dió en unas piedras con la parte del lomo, a donde tiene la fuerza, de que no pudo más moverse, y llegando el gato la acabó de matar. Diome que considerar la destreza del gato, viendo cuán cierta tiene la herida más que los demás animales, por donde yo fuí aficionado desde allí a los gatos, habiendo sido siempre enemigo que de ellos, porque aunque no tienen tanto conocimiento ni amor como los perros, son de gran seguridad contra las sabandijas que se aparecen en las casas. Yo me fuí a reposar aquella noche, admirado y corrido del doblez que tan pesadamente uso conmigo aquella mi enamorada, que lo sea del diablo: y no del que salió del pozo; que la apacibilidad que promete el rostro de una mujer hermosa sea capaz de tan pesado engaño, y que con tanta facilidad se rinde a un mal consejo, es cosa que aun no acabo de creerla. Que se apiade un hombre a unas lágrimas de una mujer, es mucha nobleza; pero que ella las finja por mal fin, parece abominación. Rendirse a la hermosura es cosa natural; pero rendirse la hermosura al engaño es contra razón, y aun contra naturaleza. Y un ánimo como el del hombre, que hace cara a un ejército entero, se rinda a una mujer, que huye de un ratón, es cosa que espanta. Dios me libre de sus revueltas, y me guarde de sus dobleces, que aun sin gusto suelen tenerlos, por dar a entender que son queridas y desdeñosas; que las aman y que no las estiman; que las regalan, y que ellas hacen burla de quien las sirve.




ArribaAbajoDescanso V

Yo no quedé tan seguro de lo pasado que no me fuera necesario vivir con mucho cuidado de las tretas de aquel valiente, porque si antes estaba sentido del despojo de la tajante hoja, después lo estuvo de haber salido tan a su costa la burla que pensó hacerme. Yo, para más seguridad mía, acudí a favorecerme de la casa de un gran caballero que está junto a Omnium Sanctorum, en la feria, que en todas mis travesuras y sucesos me fue amparo y refugio. Enviome a desafiar el valiente con un valiente amigo suyo. Estando yo en la dicha casa del señor Marques de Algaba, don Luis de Guzmán y sus criados, que tenía muchos y muy honrados, me quitaron de la obligación, por ser mis amigos, que por la descortesía de haber perdido el respeto a la casa le enviaron a la suya sin narices, dejando la espada, broquel y daga para merienda de los mozos de cocina. Hizo de manera el malsín, mal fin le dé su suerte, que vino a saber un alcalde de la justicia, grande enemigo mío, si estaba engañado Dios lo sabe, que yo había pegado fuego a la casa de su daifa, que por andar celoso injustamente de mí, por momentos me llevaba preso, y aunque yo procuro siempre vencerle en cortesía, y quitarle la ocasión que lo traía con pecho vengativo, como debía de tener el animo poco noble, no hacía caso del buen término y humildad de que yo usaba con él, que los ánimos poco levantados en viéndose superiores a su enemigo procuran vengarse como pueden, sin mirar si les esta bien o mal. Mas los valerosos ánimos, con ser señores de la venganza, tienen por grandeza no hacer caso de ella. Este que digo, en viendo que pudo satisfacer a su bárbaro apetito, con la relación que le dió mi enemigo, luego puso por obra la ejecución de sus malas entrañas, haciendo corchete y explorador a la misma parte, que tuvo harto cuidado de seguirme los pasos, de modo que yo lo vine a saber por medio de amigos suyos y míos. Sabido esto, que el alcalde de la justicia habiendo incriminado el delito, diciendo que era incendiario, como hombre que no tenía más de una oreja, y esa inficionada, no admitió advertencia ni consejo que se le daba. Dijo que me había de sacar de la iglesia en cualquiera que me hallase, porque el delito de incendiario era muy grave. No lo hiciera el que ahora está en el mismo oficio, que es justísimo juez, cristiano y discreto, y de gran consideración en cuanto dice y hace, no precipitado, ni arrojadizo, sino muy templado y considerado en todas sus acciones, Justino de Chayes, que hay algunos jueces, aunque pocos, que no quieren dejar delito para el tribunal de Dios, que parece que los elige el demonio para hacer por manos de ellos lo que no puede por las suyas, que se las tiene Dios atadas. En sabiendo que este juez andaba conmigo tan tirano, mudéme de traje con un vestido viejo y malo, para andar disfrazado: yo le traía junto a su persona una espía que me avisase de todo, porque yo no me apartaba de Omnium Sanctorum, donde el sacristán era mi amigo, con quien había tratado lo que había de hacer si viniese a sacarme. Vino a avisarme de esto el amigo, y que para esta empresa traía consigo al Toledanillo, corchete endiablado, y yo juré que le había de hacer una burla, que me había de llevar acuestas a mi casa. Luego pareció venir con tanta priesa, que por poco no pudiera ejecutar mi traza. Dí al sacristán capa, ropilla y espada, quedándome en un jubón viejo y sucio, y atándome a la cabeza un lienzo muy roto y ensangrentado, echéme entre unos pobres muy asquerosos que estaban a la puerta pidiendo limosna: llegó muy furioso a buscarme en la iglesia; el sacristán cerró la iglesia antes que llegase, y juró, y con verdad, que no había en toda ella retraído, ni otra gente, sino aquellos pobres, que a nadie dejaban oír misa, y que si quería sacar algún retraído, él se lo daría en las manos, echándolos de allí. Luego él comenzó a echarlos, diciéndoles: Vosotros algunos delincuentazos debéis de ser. Y a mí, porque dijo el sacristán que estaba tullido, y que no podía menearme, le dijo al Toledanillo que me llevase de allí, habiendole dicho el sacristán que yo tenía mucho dinero de que se podía aprovechar, con que le puso codicia de llevarme a cuestas. Mientras que su amo andaba revolviendo los altares y coro, y esteras de la sacristía, yo le iba diciendo: En verdad, señor, que me huelgo que no entrásedes allá, porque aquel hombre que van a sacar tiene jurado de mataros, que sabiendo que sois muy hombre, él lo es tanto que tiene ya dos corchetes en sal, y lo mismo hará de vos si os coge: Bien voy aquí de esa manera, dijo el Toledanillo; y yo: Daos priesa antes que envíe por vos el teniente, y él lo hizo de muy buena gana, porque esta gente, o porque no, les va nada en ello, o porque quieren guardar su vida huyen de semejantes peligros.

El amo, como no halló la presa que buscaba, y porque el sacristán le dijo que se la daría pacíficamente, no llamó al Toledanillo. Él me llevó paseando por toda la alameda, y el barrio del Duque, hasta la calle de San Eloy, donde era mi posada; yo animábale diciendo que fuera de que se lo había de pagar muy bien, hacía una obra de misericordia. Venían dos conocidos míos tras él pereciendo de risa, y él no osaba preguntarles de qué se reían, hasta que llegando a donde le pareció que ya estaba fuera de peligro, preguntoles. ¿De qué se ríen voarcedes? Ellos le respondieron sonriendo: De la carga que lleváis, que es el que ibades a sacar de la iglesia. Él sobresaltado, soltome luego en el suelo, y yo encarándome a él, le dije: Pues qué, ¿pensaba el ladrón, que había de cogerme el dinero? Agradezca que no le visité las tripas por el pescuezo cuando me traía acuestas hecho San Cristóbal. En este tiempo andaba el señor juez riñendo con el sacristán porque le diese el retraído. Él dijo: Yo ya cumplí mi palabra con dárselo al Toledanillo, que lo llevó acuestas. Rieronse tanto los circunstantes con la burla hecha al Toledanillo, por ser tan bravo corchete, que se olvidó el enojo de juez por lo que alcanzaba de la burla viendo la que se había hecho a su corchete: y él por no dar a entender su corrimiento disimuló, por la parte que le tocaba. Esto es para que los ministros de justicia entiendan, que ni todo ha de suceder como ellos quieren, ni los delincuentes lo han de remitir todo a las manos, como suelen en Sevilla, ni hacer resistencias, que si una vez sucede bien, treinta les sucede mal. Los jueces nunca pierdan el respeto a los templos, porque les sucede lo que a los perros que andan buscando la vida, que si muchas veces comen, alguna los vienen a coger entre puertas. Debe proceder el juez con los delincuentes de manera que no parezca que la justicia y venganza se conforman para un fin, que se ha de averiguar las verdades oyendo ambas partes: ni ha de creer, que uno es malo porque se lo diga quien no es bueno juez apasionado no lo ha de ser en su negocio propio, porque la pasión hace mayores los delitos del enemigo. Como es dificultoso juzgar por malo aquello que nos deleita, así es imposible juzgar por bueno lo que aborrecemos: que mal podrá guardar la autoridad de la ley quien quiere hacerla de su condición en odio o en amor. Muy confuso se halla un juez cuando le apelan la sentencia que dió con pasión, no siendo ya señor de ella. Los delincuentes han de usar de todos los medios humanos y divinos antes que hacer una resistencia, y quien la hace en confianza del favor que tiene, merece que le falte cuando lo ha menester, como sucede. No puede haber causa, si no es por salvar la vida, que obligue a un hombre a tan bárbaro delito, que no se halla sino en hombres desconfiados de la vida y honra. La humildad con los ministros de justicia arguye valor y ánimo noble, en que consiste el fundamento de la paz y concordia. Y si a los tales que se persuade a que son poderosos para cuanto quieren, los tratamos con soberbia, ¿cómo podremos conservarnos con ellos? Huir de ellos cuando nos siguen, no es falta de ánimo, sino reconocimiento de superioridad: y el que de ellos es bien considerado, huélgase de ver que el delincuente le tiene respeto, en huir o en retraerse, sin querer perseguirle ni apretarle más de lo que es justicia y razón. Yo no pude hacer buen amigo de este hombre, y así me determiné, por no resistirme ni huir, de hacerle esta burla que se tuvo por acertada, tanto como reída, con que él me dejó, y el otro se sosegó en perseguirme. Yo para aquietarme de toda, determiné de arrimarme a algún favor poderoso, en cuya sombra pudiera descansar. Andaba entonces en Sevilla un gran Príncipe, de gallardísimo talle, muy gentil hombre de cuerpo, hermoso de rostro, con gran mansedumbre de condición y consumada bondad, más de ángel que de hombre, amiguísimo de hacer bien, amado y admirado en aquella república, por estas y otras muchas partes que en su persona resplandecían: sobrino del arzobispo que entonces era en Sevilla, que era Marques de Denia. Yo me determiné de buscar modo como entrar en la gracia de este Príncipe, y comunicándolo con cierto amigo, le dije: No es posible, sino que este gran señor me ha de recibir en su favor y gracia. ¿En qué lo echáis de ver? dijo mi amigo. Y respondí yo: En que yo le soy grandemente apasionado, y perpetuo historiador de sus admirables virtudes: y no es posible sino que la constelación que me obliga a este excesivo amor a él, le incline a serme agradecido. Sucedióme como yo me lo tenía imaginado, porque estando en el corral de los naranjos, y pasando por allí este gran Príncipe, me determiné a hablarle lo más cortésmente que yo pude y supe. Paró el coche, y oyome con entrañas piadosísimas, haciéndome la merced que yo deseaba, y mandándome que le viese. Recibido en su gracia, no me sucedió cosa mal en Sevilla, ni mis émulos tuvieron brio ni atrevimiento más contra mí; que el favor de los Príncipes y grandes señores es poderoso para vivir con quietud en la República, quien quiere ampararse de su valor y reclinarse a su sombra. Y es cordura el hacerlo, aunque no sea más de por imitar sus nativas costumbres, que exceden con gran ventaja a las de la gente ordinaria; que como en las plantas, las más bien cultivadas dan mejor y más abundante fruto, así entre los hombres, los más bien instruidos dan mayor y más claro ejemplo de la vida y costumbres, como son los príncipes y señores, criados desde su niñez en costumbres loables, no derramados entre la ignorancia del libre vulgo; que entre los caballeros está, y se usa la verdadera cortesía: de ellos se aprende el buen trato y la crianza con lo que se debe dar a cada uno; en ellos se halla la discreta disimulación y paciencia, y cuando ha lugar el perderla, que como tratan siempre con gente que sabe todos saben. Los que huyen el trato de los caballeros, no pueden entrarse en la verdadera nobleza que consiste en, la práctica y no en la teórica, y con ella se aprende el respeto que se les ha de tener, para tratar con la nobleza ignorada de todo el vulgo.




ArribaAbajoDescanso VI

Estuve en Sevilla algún tiempo viviendo de noche y de día inquieto con pendencias y enemistades, efectos de la ociosidad, raíz de los vicios, y sepulcro de las virtudes. Torné en mí, y halléme atrás de lo que había profesado, que en la ociosidad no solamente se olvida lo trabajado, pero se hace un durísimo hábito para volver a ello. El que pierde caminando la verdadera senda, cuanto más se aleja, tanto más dificultosamente vuelve a cobrarla: el que hace costumbre en la ociosidad, tarde o nunca olvida los resabios que de ella se siguen. En cuatro cosas gasta la vida el ocioso, en dormir sin tiempo, en comer sin razón, en solicitar quietas, en murmurar de todos. Llórame el corazón gotas de sangre cuando veo prendas de valerosos capitanes y de doctísimos varones rendidas a un vicio tan poltron como la ociosidad: quéjase el ocioso de su desdicha, y murmura de la dicha del que con gran diligencia ha vencido la fuerza de su fortuna: tiene envidia de lo que él pudiera haber granjeado con ella. El ocioso ni come con gusto, ni duerme con quietud, ni descansa con reposo, que la flojedad viene a ser verdugo y azote del dejamiento y pereza del ocioso. Determiné de apartarme de este vicio poltron que en Sevilla me arrastraba, y para esto tuve modo de pasar a Italia en servicio del duque de Medina-Sidonia, que en un galeón aragonés enviaba mucha parte de sus criados a Milán. Alcanzada esta buena gracia, detúveme en Sevilla hasta que fue tiempo de partir. En este espacio, vinieron algunos portugueses, de los que en África se habían hallado en aquel desdichado conflicto del rey Sebastián, muchos de los cuales rescató Felipe II. Trabé amistad con algunos de ellos, y como tienen tanta presteza en las agudezas del ingenio, pasé con ellos bonísimos ratos. Estaba un caballero portugués, amigo mío, haciéndose la barba con un mal oficial, que con mala mano y peor navaja le rapaba, de manera que le llevaba los cueros del rostro. Alzó el suyo el portugués, y le dijo: Señor barbero, si desfollades, desfollades dulcemente; mais si rapades, rapades muito mal. Estando un amigo mío y yo a la puerta de una Iglesia, que se llama Omnium Sanctorum, pasó un caballero portugués, con seis pajes y dos lacayos muy bien vestidos a la castellana, y quitándose la gorra a la Iglesia, quitámosela nosotros a él usando de cortesía. Volvió como afrentado, y me dijo: Ollai, senhor castillano, non vos tirei a vos a barreta, se naon a o Santísimo Sacramento. Dije yo: Pues yo se la quité a vuesa merced. Compungido de esta respuesta dijo el portugués: Ainda vos a tire a vos, sennor castillano. Venía por la calle del Atambor un portugués con un castellano, y como el portugués iba enamorando las ventanas, no vió un hoyo donde metió los pies y se tendió de bruces. Dijo el castellano: Dios te ayude; y respondió el portugués: Ja naon pode. Estando jugando tres castellanos con un portugués a las primeras, los engañó agudísimamente, que habiéndole dado después de quinoleada la baraja cincuenta y cinco, dijo con desprecio del naipe entre sí, como lo pudiesen oír: Os anhos de Mafoma. Los demás, que estaban bien puestos, y lo vieron pasar, embidaron su resto: él quiso, y echando el uno cincuenta, y los demás lo que tenían, arrojó el portugués sus cincuenta y cinco puntos, y arrebatoles el resto; dijo el uno de ellos: ¿Cómo dijo vuesa merced que tenía los de Mahoma, que son cuarenta y ocho años, si tenía cincuenta y cinco? Respondió el portugués: Eu cudei, que Mafoma era mas vello. (Yo pensé que Mahoma era más viejo.) Otros excelentísimos cuentos y agudezas pudiera traer, que por evitar prolijidad los dejo. Vino en este tiempo una grandísima peste en Sevilla; y mandose por materia de estado que matasen todos los perros y gatos, por que no llevasen el daño de una casa a otra. Yo, procurando asentar mi vida, fuime a Sanlúcar a casa del duque de Medina-Sidonia, y navegando por el río fue tanta la abundancia de gatos y perros que había ahogados en todas aquellas quince leguas, que algunas veces fue necesario detener el barco, o echarlo por otra parte.




ArribaAbajoDescanso VII

Embarcámonos en Sanlúcar, no con mucho tiempo. Pasamos a vista de Gibraltar por el estrecho, que lo era tanto por alguna parte, que con la mano parecía poderse alcanzar la una y otra parte. Vimos el Calpe tan memorable por la antigüedad, y más memorable por el hachero o atalaya que entonces tenia, y muchos años después de tan increíble y perspicaz vista, que en todo el tiempo que él tuvo aquel oficio, la Costa de Andalucía no ha recibido daño de las fronteras de Tetuán, porque en armando las galeotas en África, las veía desde el Peñón, y avisaba con los hachos o humadas. Yo soy testigo, que estando una vez en el Peñón algunos caballeros de Ronda y de Gibraltar, dijo Martín López, que así se llamaba el hachero: Mañana al anochecer habrá rebato: porque se están armando galeotas en el río de Tetúan; que son mas de veinte leguas, y yo creo que por mucho que se encarezcan las cosas que hizo con la vista de Lince, que fue hombre y no animal como algunos piensan, no sobrepujaron a las de Martín López; realmente lo temían más los corsarios, que al socorro que contra ellos venia. Quiero de paso declarar una opinión que anda derramada entre la gente, poco aficionada a leer y engañada en pensar, que lo que llaman columnas de Hércules, sean algunas que él mismo puso en el estrecho de Gibraltar. Con otro mayor deslumbramiento, que dicen ser las que mandó poner en la alameda de Sevilla D. Francisco Zapata, primer conde de Barajas; pero la verdad es que estas dos columnas, son la una el Peñón de Gibraltar, tan alto, que se disminuyen a la vista los bajeles de alto bordo que pasan por allí. La otra columna es otro cerro muy alto en África, correspondientes el uno al otro. Dicelo así Pomponio Mela de Situ orbis. Volviendo al proposito, digo, que pasamos a la vista de Marbella, Málaga, Cartagena y Alicante, hasta que engolfándonos llegamos a las islas Baleares, donde no fuimos recibidos por la ruin fama que había de peste en poniente; de manera, que desde Mallorca nos asestaron tres o cuatro piezas. Faltonos viento, y anduvimos dando bordos en aquella costa, hasta que vimos encender quince hachas, que nos pusieron en mucho cuidado, porque como en Argel se cundió la fama de la riqueza que llevaba el galeón de un tan grande príncipe, salieron en corso quince galeotas a buscarnos, que hicieron mucho daño a toda la costa, y lo pudieran hacer en nosotros, si el viento les favoreciera, permitiéndolo Dios. Con el aviso que nos dieron de las atalayas, engolfamonos, fortificando las obras muertas, y las demás partes que tenían necesidad, con sacas de lana y otras cosas que para el propósito se llevaron. Repartieronse los lugares y puestos como les pareció a los capitanes y soldados vicios que el galeón llevaba. Puestos en orden aguardamos las galeotas, que ya se venían descubriendo con el suyo de media luna, que como al galeón le faltaba el viento, y ellos venían valerosamente batiendo los remos, llegaron tan cerca que nos podíamos cañonear.

Estando ya con determinación de morir o echarlas a fondo, disparó nuestro galeón dos piezas tan venturosas, que desparecieron una de las quince galeotas, y en el mismo punto nos vino un viento en popa tan desatado que en un instante las perdimos de vista. Esforzose el viento tan demasiadamente, que nos quebré el árbol de la mesana; rompiendo las velas y jarcias de lo demás con tanta furia, que nos puso en menos de doce horas sobre la ciudad de Frigus en Francia; y sobreviniendo otro viento contrario por proa anduvimos perdidos, volviendo hacía atrás con la misma priesa que habíamos caminado. El galeón era muy gran velero y fuerte, bastante para no perdernos, y con solo el trinquete de proa pudimos vandearnos, con la gran fortaleza del galeón. Y al tercero día de la borrasca comenzó la popa a desencajarse y a crujir, a modo de persona que se queja. Con esto comenzaron a desmayar los marineros, determinados de dejarnos y entrarse de secreto en el barcón que venía amarrado a la popa. Pero siendo sentidos de los soldados, que no venían marcados, se lo estorbaron. Viendo el peligro, todos determinamos de confesarnos y encomendarnos a Dios: pero llegando a hacerlo con dos frailes que venían en el galeón, estaban tan marcados, que nos daban con el vómito en las barbas y pecho, y como las ondas inclinaban el navío a una parte y a otra, caían los de una banda sobre los de la otra, y luego aquellos sobre estos otros. Andaba una mona saltando de jarcia en jarcia, y de árbol en árbol, hablando en su lenguaje, hasta que pasando una furiosísima ola por encima del navío se la llevó, y nos dejó a todos bien refrescados. Anduvo la pobre mona pidiendo socorro muy grande rato sobre el agua, que al fin se la tragó. Llevaban los marineros un papagayo muy enjaulado en la gavia, que iba diciendo siempre: ¿Cómo estás, loro? como cautivo, perro, perro, perro; que nunca con más verdad lo dijo, que entonces. Apartonos Dios de resulta segunda vez junto a Mallorca a una isleta que llaman la Cabrera, y al revolver de una punta, yendo ya un poco consolados, nos arrojaron unas montañas de agua otra vez en alta mar, donde tornamos de nuevo a padecer la misma tormenta. Algunos de los marineros cargaron demasiadamente, y echaronse junto al fogón del navío por sosegar un poco: sopló tan recio el viento que les echó fuego encima, que tenían muy guardado, que a unos se les entró en la carne, y a otros les abrasó las barbas y rostro, quitándoles el sueño y adormecimiento del vino. Yo me vi en peligro de morir, porque el tiempo que quebró el árbol de la mesana, por temor del viento habíamos atado, mis camaradas y yo, el trasportín al árbol y cuando se quebró arrojó el trasportín en alto, y a cada uno por su parte. Yo quedé asido al borde del galeón, colgado de las manos por la parte de afuera, y si no me socorrieran presto, me fuera al profundo del agua: y si se rompiera cuatro dedos más abajo, con la coz nos echara hasta las nubes. Marearonse los marineros, o la mayor parte de ellos. Estábamos sin gobierno, aunque venía entre ellos un contramaestre muy alentado, con una barbaza que le llegaba, hasta la cinta, de que se preciaba mucho, y subiendo por las jarcias hacia la gavia, a poner en cobro su papagayo, con la fuerza del viento se le desnudó la barbaza, que llevaba cogida, y asiéndose a un cordel de aquellos de las jarcias, quedó colgado de ella, como Absalón de los cabellos. Pero asiéndose, como gran marinero, al entena, lo sumergió tres veces por un lado por la mitad del navío, y pereciera si otro marinero no subiera por las mismas jarcias y le cortara la barbaza, que dejándola anudada donde se había asido, y ayudándole, bajó vivo, aunque muy corrido de verse sin su barba. Tornamos a proejar lo mejor que fue posible, quejándose siempre la popa, y al fin tomamos el puerto de la Cabrera, isleta despoblada, sin habitadores, ni comunicada sino es de Mallorca cuando traen mantenimientos para cuatro o cinco personas que guardan aquel castillo fuerte y alto mas porque no ocupen aquella isla los turcos, que por la necesidad que hay de él. Había estado marcado todo este tiempo el mayordomo o contador que gobernaba los criados del Duque, y volviendo en sí, fue luego a visitar lo que venía a su cargo, y hallando de menos ciertos pilones de azúcar, como no parecieron, dijo: Yo sabré presto quién los comió, si están comidos; y fue así, porque el día siguiente comenzaron a dar a la banda todos, que no se daban mano a vaciar lo que habían henchido, que como habían metido tan abundantemente del azúcar, les corrompió el vientre en tanto extremo, que en quince días no volvieron en su primera figura. Al contramaestre no le vimos el rostro en muchos días, por verse desamparado de la barbaza, que debe ser en Grecia de mucha calidad una cola de frisón en la cara de un hombre. Al fin nos recibieron en aquella isleta, que por falta de comunicación no sabían que veníamos de tierra apestada, y aunque lo supieran nos recibieran por ver gente que los tenían por fuerza sin ver ni hablar sino con aquellas sordas olas que están siempre batiendo los peñascos donde esta el castillo edificado. Detuvimonos allí quince o veinte días, o más, haciendo árboles, reparando jarcias, remendando velas, padeciendo calor entre mayo y junio, sin saber en toda la isleta donde valerse contra la fuerza del calor, ni fuente donde refrescarnos, sino el aljibe o cisterna de donde bebían los pobres encerrados. Esta isleta es de seis o siete leguas en circuito, toda de piedras, muy poca tierra, y esa sin árboles, sino unas matillas que no suben arriba de la cintura. Hay unas lagartijas grandes y negras, que no huyen de la gente, aves muy pocas, porque como no hay agua donde refrescarse no paran allí.




ArribaAbajoDescanso VIII

Como el calor era tan grande, y yo he sido siempre fogoso, llamé a un amigo, y fuimonos saltando de peña en peña por buscar algún lugar que, o por verde o por húmedo, nos pudiese alentar y aliviar de la navegación y trabajo pasado, de que salimos muy necesitados. Yendo saltando de una peña en otra, espantados de ver tan avarienta a la naturaleza en tener aquel sitio con tan cansada sequedad, trajo una bocanada de aire tan celestial olor de madres-selvas, que pareció que lo enviaba Dios para refrigerio y consuelo de nuestro cansancio. Volví el rostro hacia la parte de oriente de donde venía la fragancia, y vi en medio de aquellas continuas peñas una frescura milagrosa de verde y florida, porque se vieron de lejos las flores de la madre-selva, tan grandes, apacibles y olorosas como las que hay en toda Andalucía. Llegamos, saltando de piedra en piedra como cabras, y hallamos una cueva en cuya boca se criaban aquellas cordiales matas de celestial olor. Y aunque era de entrada angosta, alla abajo se extendía con mucho espacio, destilando de lo alto de la cueva por muchas partes una agua tan suave y fría, que nos obligó a enviar al galeón por sogas para bajar a recrearnos en ella. Bajamos, aunque con dificultad, y hallamos abajo una estancia muy apacible y fresca, porque del agua que se destilaba se formaban diversas cosas, y hacían a naturaleza perfectísima con la variedad de tan extrañas figuras: había órganos, figuras de patriarcas, conejos y otras diversas cosas, que con la continuación de caer el agua se iban formando a maravilla: de esta destilación se venía a juntar un arroyuelo, que entre muy menuda y rubia arena convidaba a beber de él, lo cual hicimos con grandísimo gusto. El sitio era de gran deleite, porque si mirábamos arriba, veíamos la boca de la cueva cubierta de las flores de madre-selva que se descolgaban hacia abajo, esparciendo en la cueva una fragancia de más que humano olor. Si mirábamos abajo el sitio donde estábamos, veíamos el agua fresca, y aun fría, y el suelo con asientos donde podíamos descansar en tiempo de tan excesivo calor, con espacio para pasearnos. Enviamos por nuestra comida y una guitarra, con que nos entretuvimos con grandísimo contento, cantando y tañendo, como los hijos de Israel en su destierro. Fuimonos a la noche a dormir al castillo, aunque siempre quedaba guarda en el galeón. Dijimos al castellano cómo habíamos hallado aquella cueva, que era un hombre de horrible aspecto, ojos encarnizados, pocas palabras y sin risa, que dijeron haber sido cabeza de bandoleros, y por esto lo tenían en aquel castillo siendo guarda de él. Y respondiéndonos en lenguaje catalán muy cerrado: Mirad por vosotros, que también los turcos saben esa cueva: no fue parte esta advertencia para que dejásemos de ir cada día a visitar aquella regalada habitación, comiendo y sesteando en ella. Hicimoslo diez o doce días arreo. Habiendo un día comido, y estando sesteando, vimos asomar por la boca de la cueva bonetes colorados y alquiceles blancos; pusímonos en pie, y al mismo punto que nos vieron, de que venían descuidados, dijo uno en lengua castellana, muy clara y bien pronunciada: Rendíos, perros. Quedaron mis compañeros absortos de ver en lengua castellana bonetes turcos; dijo el uno: Gente de nuestro galeón debe de ser, que nos quieren burlar. Habló otro turco, y dijo: Rendí presto, que turco estar. Pusieron los tres compañeros mano a las espadas queriéndose defender. Yo les dije: ¿De qué sirve esa defensa, si nos pueden dejar aquí anegados a pura piedra, cuanto más con las escopetas que vemos? Y a ellos les dije: Yo me rindo al que habló español, y todos a todos; y vuesas mercedes pueden bajar a refrescarse, o sino subirémosles agua, pues somos sus esclavos. Dijo el turco español: No es menester, que ya bajamos. Rogamos a Dios interiormente que lo supiesen en el galeón, obedeciendo a nuestra fortuna. Mis compañeros muy tristes, y yo muy en el caso, porque en todas las desdichas que a los hombres suceden no hay remedio más importante que la paciencia. Yo, aunque la tenia, fingiendo buen semblante, sentía lo que puede sentir el que habiendo sido siempre libre entraba en esclavitud. La fortuna se ha de vencer con buen ánimo: no hay más infeliz hombre que el que siempre ha sido dichoso, porque siente las desdichas con mayor aflicción. Decíales a mis compañeros que para estimar el bien era menester experimentar algún mal, y llevar este trabajo con paciencia para que fuese menor. Púseme a recibir con buen semblante a los turcos que iban bajando, y en llegando al que hablaba español, con mayor sumisión y humildad, llamándole caballero principal, dándole a entender que lo había conocido: de que él holgó mucho, y dijo a los turcos sus compañeros, que yo le conocía por noble y principal, porque él, como después supe, era de los moriscos más estimados del reino de Valencia, que se había ido a renegar, llevando muy gentil pella de plata y oro. Viendo que aprovechaba la lisonja de haberle llamado caballero y noble, proseguí diciéndole más y más vanidades, porque él venía por cabo de dos galeotas suyas, que de las quince habían quedado por falta de temporal, escondidas en tina caleta, adonde aquel mismo día nos llevaron maniatados, sin tener remedio por entonces, y zongorrando con la guitarra, apartome mi amo, y dijo de secreto: Prosigue en lo que has comenzado, que yo soy cabo de estas galeotas, y a mi me aprovechará para la reputación, y a ti dará buen tratamiento. Hicelo con mucho cuidado, diciendo, como el que no lo oyese, que era de muy principales parientes, nobles Y caballeros. Fue tan poca nuestra suerte, que les vino luego buen tiempo, y volviendo las proas hacia Argel, iban navegando con viento en popa sin tocar a los remos. Quitaronnos el traje español, y nos vistieron como miserables galeotes, y echados al remo los demás compañeros, a mí me dejó el cabo para su servicio. Por no ir callados con el manso viento que nos guiaba, me preguntó mi amo cómo me llamaba, quién era, y qué profesión u oficio tenía a lo primero le dije, que yo me llamaba Marcos de Obregón, hijo de montañeses del valle de Cayon.

Los demás por ir ocupados en oír cantar a un turquillo, que lo hacía graciosamente, no pudieron oír lo que tratábamos: y así le pregunté, antes de responderle, si era cristiano o hijo de cristianos, porque su persona y talle, y la hermosura de un mocito hijo suyo, daban muestras de ser españoles. Él me respondió de muy buena gana; lo uno, porque la tenía que tratar con cristianos, lo otro, porque los demás iban muy atentos al musiquillo, y así me dijo, que era bautizado, hijo de padres cristianos, y que su venida en Argel no fue por estar mal con la religión, que bien sabía que era la verdadera, en quien se había de salvar las almas, sino que yo, dijo, nací con ánimo y espíritu de español, y no pude sufrir los agravios que cada día recibía de gente muy inferior a mi persona, las supercherías que usaban con mi persona, con mi hacienda, que no era poca, siendo yo descendiente de muy antiguos cristianos, como los demás, que también se han pasado y pasan cada día, no solamente del reino de Valencia, de donde yo soy, sino del de Granada y de toda España. Lastimabame mucho, como los demás, de no ser recibido a las dignidades y oficios de Magistrados y de honras superiores, y ver que durase aquella infamia para siempre, y que para deshacer esta injuria, no bastase tener obras exteriores e interiores de cristiano. Que un hombre, que ni por nacimiento, ni por partes heredadas o adquiridas, se levantaba del suelo dos dedos, se atreviese a llamar con nombres infames a un hombre muy cristiano y muy caballero. Y sobre todo ver cuán lejos estaba el remedio de todas estas cosas. ¿Qué me podrás tú decir a esto? Lo uno, respondí yo, que la Iglesia ha considerado eso con mucho acuerdo; y lo otro quien tiene fe del bautismo, no se ha de rendir ni acobardar por ningún accidente y trabajo que le venga para apartarse de ella. Todo esto te confieso, dijo el turco, pero ¿qué paciencia humana podrá sufrir que un hombre bajo, sin partes ni nacimiento, que por ser muy obscuro su linaje, se ha olvidado en la república su principio, y se ha perdido la memoria de sus pasados, se desvanezca, haciéndose superior a los hombres de mayores increcimientos y partes que las suyas? De esas cosas, respondí yo, como Dios es el verdadero juez, ya que consienta el agravio aquí, no negará el premio allá, si puede haber agravio, no digo en los estatutos pasados en las cosas de la Iglesia, que eso va muy justificado, sino en la intención dañada del que quiere infamar a los que ve que se van levantando y creciendo en las cosas, superiores y de mayor estimación. Ellos, dijo el moro, como ni pueden llegar a igualar a los de tan grandes merecimientos, tomando ocasión de prevaricar los estatutos con su mala intención, no para fortificarlos, ni para servir a Dios ni a la Iglesia, sino para preciarse de cartas viejas como dicen: y pareciéndoles que es una grande hazaña levantar un testimonio, derraman una fama que lleva la envidia de lengua en lengua, hasta echar por el suelo aquello que va más encumbrado; que como su origen fue siempre tan obscuro, que no se vió sujeto en el que lo ennobleciese, y a la pobreza nadie le tiene envidia, quedanse sin saber qué son, teniéndolos por cristianos viejos, por no ser conocidos, ni tener noticia que tal gente hubiese en el mundo. La Iglesia, dije yo, no hace los estatutos para que se quite la honra a los prójimos, sino para servirse la religión lo mejor que sea posible, conservándola en virtud y bondad conocida. Íbame a replicar mi amo, pero dejando el turquillo de cantar, díjome que callase, y tornome a preguntar lo primero: respondile a todo con brevedad, diciendo: Yo soy montañés de junto a Santander, del valle de Cay, aunque nací en Andalucía; llamome Marcos de Obregón, no tengo oficio; porque en España los hidalgos no lo aprenden, que más quieren padecer necesidades o servir, que ser oficiales, que la nobleza de las montañas fue ganada por armas, y conservada con servicios hechos a los Reyes, y no se han de manchar con hacer oficios bajos, que allá con lo poco que tienen se sustentan paseando lo peor que pueden, conservando las leyes de hidalguía, que es andar rotos y descosidos, con guantes y calzas atacadas. Yo haré, dijo mi amo, que sepáis oficio muy bien. Y respondió un compañero de los míos que estaba al remo: Eso a lo menos no lo haré yo, ni se ha decir en España que un hidalgo de la casa de los Mantillas usó oficio en Argel. Pues, perro, dijo mi amo, estás al remo y tratas de vanidades? Dadle a ese hidalgo cincuenta palos. Suplico a vuesa merced, dije yo, perdone su ignorancia y desvanecimiento, que ni él sabe más, ni es hidalgo, ni tiene más de ello que aquella estimación, no cuanto a hacer las obras de tal, sino cuanto a decir que lo es por comer sin trabajar. Y no es el primer vagamundo que ha habido en aquella casa, si es de ella; y a él le dije: Pues, bárbaro, ¿estamos en tiempo y estado que podamos rehusar lo que nos mandaren? Ahora es cuando hemos de aprender de ser humildes, que la obediencia nos ata la voluntad al gusto ajeno. La voluntad subordinada no puede tener elección. En el, punto que un hombre pierde la libertad, no es señor de sus acciones. Solo un remedio puede haber para ser un poco libre, que es ejercitar la paciencia y humildad, y no esperar a hacer por fuerza lo que por fuerza se ha de hacer. Si desde luego no se comienza a hacer hábito en la paciencia, haremoslo en el castigo. Que el obedecer al superior, es hacerlo esclavo nuestro. Como la humildad engendra amor, así la soberbia engendra odio. La estimación del esclavo ha de nacer del gusto del señor, y esta se adquiere con apacible humildad. Aquí somos esclavos, y si nos humilláremos a cumplir con nuestra obligación, nos tratarán como a libres, y no como a esclavos. ¡Oh qué bien habláis! dijo nuestro amo, y cómo he gustado de encontrar contigo para que seas maestro de mi hijo, que hasta que encontrase un cristiano como tú no se lo he dado, porque por acá no hay quien sepa la doctrina, que entre cristianos se enseña a los de poca edad. Por cierto, dije yo, él es tan bella criatura, que quisiera yo valer y saber mucho, para hacerle grande hombre, pero fáltale una cosa para ser tan hermoso y gallardo. Estuvieron atentos a esto los demás moros, y preguntó el padre: ¿Pues qué le falta? Respondí yo: Lo que sobra a vuesa merced. ¿Qué me sobra a mí? dijo el padre. El bautismo, respondí yo, que no lo ha menester.

Fué a arrebatar un garrote para pegarme, y al mismo compás arrebaté yo al muchacho para reparar con él. Cayósele el palo de las manos, con que rieron todos, y al padre se le templó el enojo que pudiera tener descargando el palo en su hijo. Fingiose muy del enojado, por cumplir con los compañeros o soldados, que realmente lo tenían por grande observador de la religión perruna o turquesa. Aunque yo lo sentí, en lo poco que le comuniqué, inclinado a tornarse a la verdad católica. ¿Por qué, dijo, pensáis vosotros que vine yo de España a Argel sino para destruir todas estas costas, como lo he hecho siempre que he podido, y tengo de hacer mucho más mal de lo que he hecho? Como lo sintieron enojado quisieron echarme al remo; y él dijo: Dejadlo, que cada uno tiene obligación de volver por su religión, y este cuando sea turco hará lo mismo que hace ahora. Sí haré, dije yo, pero no siendo moro, y para sosegar más su enojo mandome que tomase la guitarra que sacamos de la cueva: hicelo acordándome del cantar de los hijos de Israel cuando iban en su cautiverio. Fueron con el viento en popa mientras yo cantaba en mi guitarra, muy alegres, sin alteración del mar, ni estorbo de enemigos, hasta que descubrieron las torres por la costa de Argel, y luego la ciudad, que como los tenían perdidos, hicieron grandes alegrías en viendo que eran las galeotas del renegado. Llegaron al puerto, y fue tan grande el recibimiento por verle venir, y venir con presa, que le hicieron grandes algazaras, tocaron trompetas y jabebas, otros instrumentos que usan más para confusión y bulla que para apacibilidad de los oídos. Salieronle a recibir su mujer y una hija, muy española en el talle y garbo, blanca y rubia, con bellos ojos verdes, que realmente parecía más nacida en Francia, que criada en Argel: algo aguileña, el rostro alegre y muy apacible, y en todas las demás partes muy hermosa. El renegado, que era hombre cuerdo, enseñaba a todos sus hijos la lengua española, en la cual le habló la hija con alguna terneza de lágrimas, que corrían por las rosadas mejillas, que como les habían dado malas nuevas, el gozo le sacó aquellas lágrimas del corazón. Yo les hice una humillación muy grande, primero a la hija que a la madre, que naturaleza me inclinó a ella con grande violencia; díjele a mi amo: Yo, señor, tengo por muy venturosa mi prisión, pues junto con haber topado con tan grande caballero, me ha traído a ser esclavo de tal hija y mujer, que más parecen ángeles que criaturas del suelo. ¡Ay! padre mío, dijo la doncella, y qué corteses son los españoles! Pueden, dijo el padre, enseñar cortesía a todas las naciones del mundo: y este esclavo es en mayor grado, porque es noble, hijodalgo montañés, y muy discreto. Y cómo lo parece, dijo la hija; pues ¿por qué lo trae con tan mal traje? Hágale vuesa merced que se vista a la española. Todo se hará, hija mía, respondió el padre; reposemos ahora el cansancio de la mar, ya que habemos venido libres y salvos.




ArribaAbajoDescanso IX

Hallé un agradable albergue en hija y madre; pero mucho mas en la hija, porque como había oído decir a su padre muchos bienes de España y los habitadores de ella, naturaleza la llevaba por este camino. Regalabame mas que a los demás esclavos; pero servía con más gusto que ellos, así por lo que había visto, como porque no iba de mala gana a Argel, por ver un hermano mio que estaba cautivo en él; y fuí venturoso en que antes que preguntase por él supe que había incitado a otros esclavos para que tomando un barco, después de haber muerto a sus amos, se arrojasen a la fortuna, o por mejor decir, a la voluntad de Dios, y no atreviéndose los demás, él puso en ejecución su intento, y sucediole tan bien, que vino a España, y después murió sobre Jatelet, que si supieran ser mi hermano, quizá yo lo pasara mal. Yo serví a mis amos con el mayor gusto y diligencia que podía, y mi servicio les era más grato que el de los otros cautivos, porque hacia de la necesidad virtud: y como al principio les gané la voluntad, con facilidad los conservé después: tratabalos con mucho respeto y cortesía, martirizando mi voluntad, y forzándola a lo que no era inclinado, que es a servir; que a los hombres naturalmente libres el tiempo y la necesidad les enseña lo que han de hacer. Sufría más de lo que mi condición me enseñaba, que el rendirse al la fuerza yo creo que es de ánimos valerosos y nobles. Poco valor y menos prudencia tiene el que no sabe obedecer al tiempo. Servir bien quien por fuerza ha de servir, es ganarle la fortuna por la mano; y obedecer mal al superior, es poner en duda el gusto y la vida. Y al fin vive con seguridad quien hace lo que puede sirviendo. Aunque yo me vía regalado de mis amos, no por eso dejaba de repartir el favor con los demás cautivos, y ellos conmigo su trabajo; y para sosegar la envidia se han de hacer estas diligencias y otras mayores. Que no hay gente que más se gobierne por ella que esclavos, perseguidores de sus iguales, y solapadores de la honra y hacienda de sus dueños. Pocos he visto de los que han pasado por este miserable estado, que no tengan algún resabio infame.

Junto con el buen tratamiento que se me hacia, eché de ver en mi ama la doncella, que siempre que pasaba por donde pudiese verla hacia cambio en el color del rostro y en el movimiento de las manos, que parecía alguna vez que tocaba tecla. Al principio atribuílo a la mucha honestidad suya; pero con su perseverancia, y con la experiencia que yo tenía de semejantes accidentes, que no era poca, le conocí la enfermedad. Mandábame un millón de cosas cada día, que ni a ella tocaba el mandarlas, ni a mí el hacerlas; pero yo confieso que me holgaba en el alma de servirla y de que me mandase muchas más: todas cuantas niñerías venían a mis manos, o yo hacia, venían a parar en las suyas, diciendo que eran de España; tanto que una vez, parándosele el rostro como una amapola, me dijo, que cuando no hubiera venido de España otra cosa sino quien se las daba, bastaba para ella; y luego echó a correr, y se escondió. Yo con estos favores enternecíame demasiadamente; pero miré el estado en que me vía, y que habiendo de buscar la libertad del cuerpo iba perdiendo la del alma, y que el menor daño que me podía suceder era quedarme por yerno en casa, volvía sobre mi, y me reprehendía conmigo a solas; pero cuanto más me contradecía hallaba en mí menos resistencia. Y el remedio de estas pasiones mas consiste en dejarlas estar que en escarbarlas, buscando el olvido o camino para él. Echaba de ver que al tiempo que estas pasiones entran en un hombre le arrebatan de modo que le dejan incapaz para otra cosa. Y aunque me persuadía a que por entretenerme podía llevar aquella dulce carga, la experiencia me había enseñado que el amor es rey, que en dándole posesión se alza con la fortaleza; pero hacíame contradicción en mi propio pensar cómo podía ser desagradecido quien siempre se preció de lo contrario. Aunque para esto se me ponía por delante la sospecha que podían tener los padres si vían alguna demostración de buena correspondencia; apartabame de esto estar entre enemigos de la nación y de la fe; el acudir mal al amor que el padre me mostraba, que me había entregado su hija para que la enseñase, y sobre todo, y más que todo, no ser ella bautizada. Resolvíme al fin de que aunque me abrasase no había de mirarla con cuidado. La pobre doncella que sintió novedad en mí, llevólo con mucha melancolía de corazón, abatimiento de ojos, arcaduces y lumbreras del alma, color mudado de rostro, suspensión en las palabras y encogimiento en el trato. Preguntabanle qué tenia. Y respondía que era enfermedad que ni la había tenido, ni conocido, ni sabía decir qué fuese. Preguntabanle si quería alguna cosa. Respondía que era imposible lo que deseaba, que era solamente ver a España, y esto entre risa y tristeza, vino a ser melancolía de manera que hizo cama contra su voluntad, porque no podía ser visitada de quien ella quería, ni entraban allá sino es las mujeres solamente, y aquellos eunucos, gente vigilantísima, que como sea para quitar el gusto, sirven con gran cuidado, que estas doncellitas no tienen experiencia del mundo, ni saben gobernar sus pasiones y apetitos. En faltándoles aquello que miran con buenos ojos y mejor voluntad, les parece que les ha faltado el cielo y tierra, y se rinden a cualquier borrón por satisfacer a las ansias que padecen. Y así las que usan de ser miradas, es lo más sano o casarlas, o quitarles la ocasión de ver y ser vistas: más impresión hace la pasión en la sangre nueva que en los pechos que se han de guardar. a los sembrados, si cuando están granados les falta el agua, no les hace mucha falta; pero si les falta cuando están tiernos, luego se marchitan y paran amarillos; y todas las cosas naturales van por este camino. Las doncellas ignorantes de querer y olvidar, con cualquiera disfavor se marchitan, como hizo esta doncellita a quien yo quería más de lo que ella pensaba.




ArribaAbajoDescanso X

Al fin comenzaron a curar de melancolía a esta doncellita, aplicándole mil medicamentos que la echaban a perder, que como era tan amable por su hermosura y condición, súpose en todo Argel su enfermedad con mucho sentimiento de todos. Yo sabiendo la causa de su melancolía, tan bien como de mi pena y disimulación, pensando cómo podría verla y consolarla, propuse entre mí que había de decirle amores en presencia del padre y de la madre sin que lo sintiesen, y que ellos me habían de llevar para el mismo efecto. Y con esta seguridad dije a mi amo que yo había aprendido en España de un gran varón unas palabras que dichas al oído sanaban cualquiera melancolía por profunda que fuese; pero que se habían de recibir con grande fe, y decirse al oído, sin que nadie las oyese sino sola la persona paciente. El padre me dijo: Sana mi hija, y sea como fuere. La madre con las mismas ansias y deseo me pidió que luego se las dijese. Entré adonde las mujeres estaban acompañando la enferma lo más limpio y aseado que pude, que la limpieza y curiosidad ayuda siempre a engendrar amor; y entrando el padre y la madre la dijeron: Hija, ten, buen ánimo, y mucha fe con las palabras, que aquí viene Obregón a curarte de tu melancolía. Y mandando que todos se apartasen, yo me llegué con mucho respeto y cortesía al oído de la paciente, diciéndole el siguiente ensalmo: Señora mía, la disimulación de estos días no ha sido a causa de olvido, ni por tibieza de voluntad, sino recato y estimación de vuestra honra, que más os quiero que la vida que me sustenta; y con esto apartéme de ella: y luego con un donaire celestial abrió aquellos divinos ojos, con que alentó los corazones de todos los circunstantes, diciendo: ¿Es posible que tan poderosas palabras son las de España? porque había seis días que no se le habían oído otras tantas. Pero todo esto vino a resultar en disgusto mío, porque a la fama de la cura, que se había divulgado, otras melancólicas de diversos accidentes quisieron que las curase, sin saber yo cómo lo podría hacer, ni el origen de sus enfermedades, más de lo dicho. Holgaronse todos, y alabaron la fuerza de las palabras, la cortesía y humildad con que yo las había dicho. La doncelluela quiso levantarse luego por la fuerza del ensalmo, pero yo dije: Ya vuesa merced ha comenzado a convalecer, y no es bien que tan presto se gobierne como sana; estése queda, que yo volveré a decir estas palabras y otras de mayor excelencia cuando vuesa merced fuere servida, y el señor diere licencia. Así lo hice muchas veces hasta que se levantó, y a mi un testimonio, que fue decir que tenía gracia de curar melancolía. Holgaronse de verla sana, y yo mucho más que todos, como aquel que la amaba tiernamente. En ese mismo tiempo había estado enferma de melancolía una señora principal, moza y muy hermosa, casada con un caballero muy poderoso en el pueblo. Y habiendo estado enferma vino a quedar con tan grande melancolía que a nadie quería ver ni hablar. Pues como llegó a oídos del marido la salud que había cobrado la hija de mi amo, enviole a decir que le llevase allá aquel esclavo que curaba de melancolía. Mi amo por darle gusto me dijo: De buena ventura has de ser, porque me ha enviado a decir fulano, que es caballero de grandes partes, que vale mucho en Argel, y con el gran Turco, que te lleve a curar a su mujer de melancolía, que por ser gallarda y hermosa te holgarás de verla. Oh señor, dije yo, no me mande vuesa merced eso, que si una vez lo hice fue por ver a vuesa merced apasionado por la enfermedad de su hija; y bien sabe cuán mal se recibe por acá lo que se dice y hace en virtud de la verdadera religión. Es por fuerza, dijo, el hacerlo, que importa mucho tenerlo grato. Señor, dije yo, vuesa merced me excuse con él, que no con todas personas hacen las palabras un mismo efecto, que es necesario tener con ellas tanta fe como tuvo su hija de vuesa merced, y esta señora no la ha de tener. Trajele otras muchas causas excusándome, por ver sí podía escaparme. Él fue a hablar al caballero por disculparme, y cuanto más me excusaba, tanto más porfiaba en ello, hasta que dijo, si no quería ir, que me llevase arrastrando a palos. Pobre de mí, dije yo, ¿quién me hizo cirujano o médico de melancolías? ¿qué sé yo de recetas y de ensalmos? ¿cómo podré salir ahora de este trance tan riguroso? que o ella ha de quedar sin melancolía, o yo tengo de padecerla toda mi vida. Decirle amores como a la otra, ni yo podré, ni ella me los entenderá, ni su enfermedad es de este género: pues decirle al oído cosas de santos y de la verdadera religión será doblarle más la enfermedad, y a mi los palos, aunque Dios es poderoso para hacer pan de las piedras, y de los paganos cristianos. Al fin me resolví con un gentil ánimo, llevando a mi amo por lengua, y él a mí por escorzonera. Y para más acertar la cura cogí debajo de la saltambarca una guitarra; procurando con todas las fuerzas posibles salir con la cura, y para esto poner todos los medios necesarios, y así entrando con muy desenvuelto semblante, adelantándome, le dije: Vuesa merced, señora, sin duda sanará, porque las palabras que yo digo solamente son para curar a las muy hermosas, y vuesa merced es hermosísima. Tengo esperanza que saldrá bien con la salud, y yo con la cura. Recibió bien este ensalmo, que es eficacísimo con las mujeres. Y luego le dije: Tenga vuesa merced grande fe en las palabras, y póngase en la imaginación que ya ha ahuyentado el mal. Hícele estar con gran fe suya, y suspensión de todos: llegándome a ella, que estaba con la imaginación muy en el caso, dijela al oído un grandísimo disparate que aprendí oyendo artes en Salamanca, y fue:


Barbara Cælarent darii ferio Baralipton,
cælantes dabitis fapesmo frisesomorum.



Y luego sacando la guitarra le canté mil disparates, que ni ella los entendía, ni yo se los declaraba. Fue tanta la fuerza de imaginativa suya, que antes que de allí me saliese quedó riendo, y rogándome que volviese allá muchas veces, y que le diese aquellas palabras escritas en su lengua; yo di gracias a Dios de verme libre de este trance, y busqué modo para no curar más. Pero como había cobrado fama, si algunas veces acudían, fingía que me daba mal de corazón, y así me escapaba. Mas réstame por decir los celos que tuvo mi ama la moza, que pensando le había dicho a la otra las mismas palabras que a ella, estaba llorando celos; apacigüéla en pudiéndola hablar, que como era doncella de pocos años y menos experiencia, todo lo creía: y queriéndola yo con todo el extremo del mundo, me pesaba que mis cosas le diesen un mínimo disgusto. Díjele un día que sus padres estaban fuera de casa, con la confianza que de mí hacían, y habiéndome dicho que podía hablar delante de las criadas, porque no entendían la lengua: Señora mía, ¿qué desdicha nuestra, y buena suerte mía hizo que siendo vos un ángel en hermosura, en años tierna y en cordura y madurez muy prudente, hayáis entregado vuestro gusto y voluntad a un hombre cargado de años, desnudo de partes y merecimientos? Que siendo digna de lo mejor y mas granado del mundo, no recuséis de recibir en vuestro servicio a un hombre rendido y subordinado a cuantos daños la fortuna le quisiere hacer? Que una sabandija arrojada en la furia del mar maltratado de golpes de fortuna, en mísera esclavitud, haya hallado tan soberano albergue en vuestro sencillo pecho? Que el blanco donde todos tienen puestos los ojos y las entrañas haya recibido en las suyas a quien se contentara con ser perpetuamente su esclavo? Que por supuesto que nunca en mí ha habido imaginación de llegar a manchar a vuestra castidad, ni el deseo se extenderá a tal, con tan grandes y no merecidos favores me levanto a pensar que soy algo, no siendo capaz de que vuestros ojos se humillen a mirar mi persona. Encendido el rostro en un finísimo carmín, temblando las manos y encogiendo el cuerpo con la fuerza de la honestidad, me respondió de esta manera: a lo primero os digo, señor mio, que no sé responder, porque ello se vino sin cuidado, ni elección, ni saber por qué, ni cómo. a lo segundo, que no haber mirado en lo que por acá me podía estar bien, digo, que después que supe de mi padre haber sido bautizada, luego aborrecí lo que por esta parte me podía venir. Y si yo fuese tan dichosa que viniese a ser cristiana, no desearía más de esto, y lo que tengo presente; y sacando un lienzo como para limpiarse el rostro, se lo cubrió como reprehendiéndose de haber respondido con libertad. Quedole como la azucena entre las rosas, y yo mudo con solamente mirar y contemplar aquella honestidad enamorada los efectos que hacía tan fuera del ordinario. Recogime porque sentí venir por la calle sus padres, y tomando mi guitarra canté: «¡Ay bien logrados pensamientos míos!» Holgáronse mis amos de hallarme cantando, que como él tenía en el corazón las cosas de España, se regalaba con oír canciones españolas. Eché de ver de las palabras de la doncella, y de otros accidentes, que yo había sentido lo que yo me traía entre ojos, que me iban regalando para heredero de la hija y de las galeotas. Yo daba lección al hijo, y lo instruía lo mejor que podía en las costumbres cristianas, que el padre no lo rehusaba, aunque armaba contra cristianos, haciendo grandísimos daños en las costas de España y en las islas Baleares. Con esta ocasión gozaba algunos ratos de buena conversación con la hija, y con mucha cortesía y miramiento, sin que pudiese notarse cosa que no fuese muy honesta y limpia. Mas como estas cosas nunca se gozan y poseen sin azares y contradicciones, se entró el diablo en el corazón de una vieja, cautiva de muchos años, entresacada de dientes, de mala catadura, grande boca, labio caído a manera de oveja, muelas pocas, o ningunas, lagrimales llenos de alhorre, y contrahecha de cuerpo, y tan mal acondicionada que se andaba siempre quejando de los amos, diciendo que la mataban de hambre; y porque yo no la regalaba, y no le daba lo que no tenia, dió en poner mal nombre a la sencillez de la doncella, y la cortesía con que yo la trataba, por donde los padres la pusieron silencio en hablarme con harta reclusión y aprieto: que le pareció a aquella maldita vieja, que congraciándose con los amos por este camino, pasaría mejor vida que hasta entonces; pero no nos sucedió como pensaba, porque como el amor es tan grande escudriñador de secretos, a pocos lances di alcance al chisme de la esclava, y al momento hice que lo supiese la hija, que como era tan querida de sus padres creyeron cuanto dijo contra ella, de manera que nunca más entró donde estaban las mujeres, ni comió ni bebió a gusto en el tiempo que yo estuve allí; justo pago del chisme. Y si todos los que lo llevan fuesen mal recibidos, y peor pagados, vivirían las gentes en más paz y quietud. Que si los chismosos supiesen cuál dejan aquel a quien llevan la parlería, mas querrían ser entonces mudos que habladores; y los que los oyen, si quieren estar en el caso, bien echarán de ver que no la traen por bien que quieren al que la oye, sino por querer mal a aquel de quien la dicen, y por vengar sus odios por manos ajenas. El chisme es un congraciamento, engendrado en pechos ruines, que da pesadumbre al que le oye, y desacredita al que lo trae. a todas las gentes del mundo es justo guardarles secreto, sino es al chismoso. a tres personas ofende el chisme, al que lo dice, a quien se dice y de quien se dice. Este lastimó a los padres, e hizo a la vieja odiosa, y atormentó a la pobre doncella, y a mi me privó por entonces del regalo que me hacían, y la estimación con que me trataban. El renegado era hombre cuerdo, y aunque usó con la hija de aquel rigor conmigo disimuló sin darme a entender cosa de su enojo, hasta enterarse de la verdad del caso; pero hizo que me bajase a servicios viles, como era traer agua, y otras cosas semejantes, más por ver mi sentimiento o humildad que por que perseverase en ello. Yo que le entendí muy bien, hice con grandísimo gusto y llaneza cuantas cosas me mandaba, malas o buenas, procurando de desvelarlo del cuidado con que vivía; que para desarraigar del pecho una sospecha que se arremete a la honra, es menester usar de mil estratagemas, que ni lo parezcan ni se aparten mucho de la verdad. Mudar de alegría en el semblante, es novedad que se echa de ver. Hacer más servicios de los ordinarios, dan ocasión de averiguar la sospecha. El medio que se ha de guardar, con sola humildad y paciencia se adquiere, y aún ese no ha de exceder el trato ordinario. Hice todo cuanto se me mandaba, sin diferencia del gusto y pesadumbre con que antes lo haría. Iba con mucha humildad por agua a una fuente que llaman del Babason, agua muy delgada y de grande estimación en aquella ciudad, de donde se proveen grandísima cantidad de jardines, viñas, y olivares de grande provecho y recreación. Contome un turco, estando allí, que no se sabe de dónde nace ni por dónde viene aquella agua, porque habiéndola traído de lo alto de aquellos montes y sierras dos turcos y dos cautivos con inmenso riesgo, el Rey o Virrey que entonces era les pagó su trabajo con darles garrote, porque en ningún tiempo revelasen el secreto con que pudieran quitarles el agua que provechosa es a la ciudad; que sitiada una fuerza, el mayor daño que pueden recibir para que se rinda o se tome, es quitarle el agua. Y viven con tanto recato, que cualquiera Virrey procura saber alguna nueva invención, para mayor fortificación de su ciudad: en tanto extremo, que el viernes, cuando van a sus mezquitas, dejan encerradas las mujeres y los esclavos con gran seguridad de traición, porque sólo los hombres van al templo, dejando bien cerradas sus casas y seguras sus mujeres. Y parece con sola esta relación que sería muy fácil hablar a la doncella estando encerrada por defuera, y entrando los cautivos a servir a las mujeres, también encerradas. Pero no es así, porque ellos van tan descuidados de daño secreto o público, dejando tan fuerte guarda para la defensa de sus casas, que aunque el demonio pudiese dar lugar a la ejecución del deseo, sería más fácil saquear toda la ciudad que hacer traición en una casa particular. Porque dejan por guarda un genero de hombres, que ni lo son para ese efecto, ni lo parecen en el rostro, que, o por preciarse de fidelísimos, o porque otros no hagan, lo que aunque no se parece se viene a parecer, de que ellos están privados, son tan vigilantes en la guarda de lo que se les encomienda, que por ningún camino admiten descuido ni engaños. Y aunque quisiera valerme de él, por tener ya noticia y conocimiento de la invencible entereza de estos monstruos artificiales, no quise ponerme en probarlo, antes el mismo eunuco o guardadamas me reprehendía porque no quería entrar a donde las mujeres estaban, como persona que ya estaba avisada del caso; a que yo le respondía, que yo no había de hacer lo que no se usaba en mi tierra, ni se permitía que los hombres se mezclasen con las mujeres. Y en resolución, yo me goberné con tanta fineza con esta espía, que no hallaron en qué tropezar, que era lo que mi amo deseaba; y el eunuco, por la mala condición que tenia, estuvo siempre bien conmigo, que este género de gentes está en la república muy infamado de mal intencionado, no sé si con razón, porque la libertad de que usan en no disimular cosa, antes creo que les queda de ser siempre niños, más que ser mal intencionados. Esto se entiende acerca de los que no profesan la música, que en los que la profesan he visto muchos cuerdos y muy virtuosos, como fue Primo, racionero de Toledo; y como es Luis Onguero, capellán de Su Majestad, y otros de este modo y traza, que por evitar prolijidad callo.




ArribaAbajoDescanso XI

Muy contento mi amo de la bondad de su hija, y satisfecho de mi fidelidad tornaron las cosas a su principio, y yo a la reputación y estimación en que me solían tener. La doncelluela realmente andaba un poco melancólica, la madre muy arrepentida de verla disgustada, de manera que la hija se retiraba de ella, haciéndose de la enojada y regalona. La madre andaba pensando cómo darle gusto, buscando modos para alegrarla y desenojarla, porque andaba con un ceñuelo que a todos nos traía suspensos, a mi de amor, y a los demás de temor no enfermase de aquella pesadumbre. Al fin, como procuraban volverla a su gusto y tenerla alegre, dijo la madre a mi amo que me mandase decirle aquellas palabras contra la melancolía, que no hallaba con qué alegrarla, sino con ellas. Mandómelo, y yole dije: Sin duda esta tristeza debe de nacer de algún enojo, y así será menester decírselo muchas veces, para desarraigarle del pecho la ocasión de su mal, haciéndole algunas preguntas, con que respondiendo ella se sazonase mejor su pena. Y así fue, que me dejaron un grande rato hablar con ella, y decirle el ensalmo primero y otros mejores, a que ella respondía muy a propósito, quedando muy contenta de haberla dicho que la verdadera salud y contento y gusto del alma le había de venir del agua del bautismo, que su padre había despreciado. Y después de bien instruida en esto me aparté de su persona, habiendo hablado, y ella respondido, media hora. Alegrose la madre de lo que veía, rogome que le enseñase aquel ensalmo, a que yo le respondí: Señora, estas palabras no las puede decir sino quien hubiere estado en el estrecho de Gibraltar, en las islas de Riatan, en las columnas de Hércules, y en el Mongibelo de Sicilia, en la sima de Cabra, en la mina de Ronda y en el corral de la Pacheca, que de otra manera se verán visiones infernales que atemorizan a cualquiera persona.

Dije estos y otros muchos disparates, con que se le quitó la gana de saber el ensalmo. Yo, aunque tenía con esto algún entretenimiento, al fin andaba como hombre sin libertad en miserable esclavitud, entre enemigos de la verdadera religión, y sin esperanzas de libertad, por donde el amor se iba aumentando en la doncella y menguando en mí: como pasión que quiere pechos, y ánimos vagabundos y ociosos, desocupados de todo trabajo y virtud; ¿pues qué efecto puede hacer un amor holgazán en una alma trabajadora? ¿qué gusto puede tener quien vive sin él? ¿cómo puede hacer a su dama terrero, quien lo está hecho a los golpes de la fortuna? ¿cómo saldrán dulzuras de la boca por donde tantos tragos de amargura entran? Al fin, el amor quiere ser solo, y que acudan a él solo mozos, sin obligaciones, sin prudencia y sin necesidad, y aun en estos es vicio, y distraimiento para la quietud del cuerpo y del alma. Cuanto más en un hombre subordinado a tantos trabajos, mirado de tantos ojos, temeroso por tantos testigos. Yo andaba muy triste, aunque muy servicial a mi amo y a todas sus cosas, con tanta solicitud y amor que iban las obligaciones cada día creciendo con el amor de mis amos; pero pesábale de verme andar triste y sin gusto, que aunque no se parecía en el servicio echábase de ver en el rostro. Y así, llegándose el día de San Juan de junio cuando los moros, o por imitación de los cristianos, o por mil yerros que en aquella secta se profesan, hacen grandísimas demostraciones de alegría, con invenciones nuevas a caballo y a pie, me dijo el renegado: Ven conmigo, no como esclavo, sino como amigo, que quiero que con libertad te alegres en estas fiestas que hoy se hacen al profeta Alí, que vosotros llamáis San Juan Bautista, para que te diviertas viendo tan excelentes jinetes, tantas libreas, marlotas de seda hechas un ascua de oro, turbantes, cimitarras, gallardos hombres de a caballo vibrando las lanzas con los brazos desnudos y alheñados: mira la bizarría de las damas, tan adornadas de vestidos y pedrerías, cómo favorecen con mucha honestidad a los galanes, haciendo ventana, dándoles mangas y otros favores: mira las cuadrillas de grandes caballeros, que llevando por guía a su Virrey, adornando toda la ribera, así del mar como de los ríos, cuán gallardamente juegan de lanzas, y después de arrojadas, con cuánta ligereza las cogen del suelo desde el caballo a todo esto yo estaba reventando con lágrimas, sin poderme contener ni disimular la pena y sentimiento que aquellas fiestas me causaban a que volviendo los ojos mi amo, y viéndome deshecho en lágrimas me dijo: Pues en el tiempo donde todo el mundo se alegra, no solamente entre moros, sino en toda la cristiandad, y en una mañana donde todos se salen de juicio por la abundancia de alegría, ¿estás limpiando lágrimas? Cuando parece que el mismo cielo da nuevas muestras de regocijo, ¿lo celebras tú con llanto? ¿Qué ves aquí que te pueda disgustar, o que no te pueda dar mucho contento? La fiesta, respondí yo, es milagrosa de buena, y tan en extremo grado, que por alegrísima me hace acordar de muchas que he visto en la corte del mayor monarca del mundo, Rey de España. Acuérdome de la riqueza y bizarría, de las galas y vestidos, de las cadenas y joyas que esta mañana resplandecen en tan grandes príncipes y caballeros. Acuérdome de ver salir a un duque de Pastrana una mañana como esta a caballo, con un semblante más de ángel que de hombre, elevado en la silla, que parecía centauro, haciendo mil gallardías, y enamorando a cuantas personas le miraban: de aquel, gran cortesano don Juan Gaviria, cansando caballos, arrastrando galas, haciendo cosas de muy valiente y alentado caballero. De una prenda suya que en tiernos años ha subido a la cumbre de lo que se puede desear, en razón de andar a caballo. De un don Luis de Guzmán, marqués del Algaba, que hacía temblar las plazas a donde se encontraba con la furia desenfrenada de los bramantes toros De su tío el marqués de Ardales don Juan de Guzmán ejemplo de la braveza y gallardía de toda caballería. De un tan gran príncipe como don Pedro de Médicis, que con un garruchón en las manos o tomaba un toro, o lo rendía. Del conde de Villamediana don Juan de Tasis, padre e hijo, que entre los dos hacían pedazos un toro a cuchilladas. De tanto número de caballeros mozos que admiran con el atrevimiento, vencen con la presteza, enamoran con la cortesía, que como tras de esta mañana se sigue otro día la fiesta de los toros, acuerdome de todo en confuso. Fiesta que ninguna nación sino la española ha ejercitado, ni ejercita, porque todos tienen por excesiva temeridad atreverse a un animal tan feroz que ofendido se arroja contra mil hombres, contra caballos y lanzas, y garrochones, y cuanto más lastimado tanto más furioso. Que nunca la antigüedad tuvo fiesta de tanto peligro como este; y son animosos y atrevidos los españoles, que aun heridos del toro se tornan al peligro tan manifiesto, así peones como jinetes. Si hubiese de contar las hazañas que en semejantes fiestas he visto, y traer a la memoria los ingenuos caballeros que igualan en todo a los nombrados, así en valor como en calidad, sería obscurecer esta fiesta, y cuantas en el mundo se hacen. Díjome aquí el ermitaño: ¿Pues cómo no hace vuesa merced mención de la que hizo en Valladolid don Felipe el amado en el nacimiento del príncipe nuestro señor? Respondí yo: Porque no había de contar yo en profecía lo que aun no había pasado: pero esa fuera la más alegre y rica que los mortales han visto, y donde se muestra la grandeza y prosperidad de la monarquía española. Que si el otro emperador vicioso hacia cubrir con las limaduras de oro el suelo que pisaba, saliendo de su palacio con el oro que salió aquel día en la plaza, la podía cubrir toda como con cargas de arena. Y si para engrandecer la braveza de Roma, dicen que en la batalla de Canas, en la Pulla, se hincheron tres moyos de las sortijas de los nobles, con las cadenas, sortijas y botones de aquel día se podían llenar treinta fanegas, esto sin lo que quedaba en las casas particulares guardado. Estuvieron aquel día todos los embajadores de los reyes y repúblicas esperando la grandeza de España, y la flor y valor de la caballería que los dejó suspensos, y en éxtasis de ver la gallardía con que se jugó de los garrochones, revolviendo los caballos, que aunque herir a espaldas vueltas es mucha gala, como lo usan en otras naciones en cazas de leones y otros animales, este día hubo quien esperó en la misma puerta del toril, cuando con más furia y velocidad sale el toro, y le mató cara a cara con el garrochón, que fue don Pedro de Barros; y aunque esto tiene mucha parte de atrevimiento y ventura, también la tiene de conocimiento y arte, que enseña la experiencia con gentil discurso. Al fin estas fiestas admiraron a los embajadores y al mundo: pero mucho mas ver a un rey mozo, don Felipe III el amado, siendo cabeza de su cuadrilla, guiar con tan grande sazón, cordura y valor, y enmendar muchas veces los juegos de cañas que los muy experimentados caballeros erraban: porque fue tanta la abundancia de caballos y cuadrillas, que no pudieron caber en la plaza, y con esta confusión algunas veces se descuidaban en el juego, que con la anciana prudencia del mozo rey se tornaba a la primera perfección, que cierto parecía ir guiado de los ángeles; porque al fin fue el mejor hombre de a caballo que aquel día se mostró en la plaza. después acá se han cultivado grandes caballeros muy mozos y muy acertados, como don Diego de Silva, caballero de mucho valor, presteza y donaire, atrevidísimo con el garrochón en las manos, y su valeroso hermano don Francisco de Silva, que pocos días ha sirviendo a su rey, murió como valentísimo soldado, y con él muchas virtudes que le adornaban. El conde de Cantillana, que con grandísimo aliento derriba muerto a un toro con el garrochón, don Cristóbal de Gaviria, excelentísimo caballero, y otros muchos que por no salir de mi propósito callo. Proseguimos en ver en la fiesta de los turcos y moros algunos muy grandes jinetes; pero no tan grandes como don Luis de Godoy, ni como don Jorge Morejón, alcaide de Ronda, ni como el conde de Olivares mozo. Pero fue la fiesta alegrísima, que como gente que no ha de tener otra gloria sino la presente, la gozan con toda la libertad que se puede desear.

Últimamente vi a mis amas, ya que la fiesta se iba acabando, que me pesó en el alma, no por verlas tarde, que la doncellita estaba hecha ojos, no hacia la fiesta, sino hacia su padre, que viéndole a él me veía a mí. No pude negar a la naturaleza el vigor y aliento que de semejantes encuentros recibe. Hice del ignorante en su vista, y dije a mi amo que nos fuésemos, sabiendo lo que me había de responder, como lo hizo, diciendo: Esperemos a mi mujer e hija para acompañarlas. Bajaron de una ventana donde estaban, y fuimos acompañándolas, la hija temblándole las manos, y mudando el color del rostro, hablando con intercadencias. Díjole el padre: Ves aquí tu médico, háblale, y agradécele la salud que suele darte. Preguntóme la madre ¿qué me había parecido la fiesta? Hasta que vi a mis señoras, respondí, no vi cosa, que aunque eran buenas, me lo pareciese, porque la gracia, hermosura y talle de mi señora y de su hija, yo no la veo en Argel. Riose el padre, y ellas quedaron muy contentas, que teniendo por este camino contenta a la madre, de buena gana me dejaba hablar con la hija. Pidiome la doncella un rosario en que iba rezando, díselo, y en pudiendo hablarla, le dije para qué era el rosario, y que si verdaderamente entregaba su voluntad a la Virgen, le abriría camino ancho y fácil para llegar a tanto bien como recibir la gracia del santo bautismo, que la doncella con grandes ansias deseaba, y que le había yo de pedir cuenta de aquel rosario, que le guardase muy bien, y le rezase cada día; y así lo prometió hacer.




ArribaAbajoDescanso XII

En este tiempo sucedió un notable, y no usado hurto, delito castigadísimo entre aquella gente, de que se escandalizó toda la ciudad, y causó mucha turbación, por ser hecho al Rey o Virrey, y de moneda que tenía guardada para enviar al gran Señor. Y habiéndose hecho grandes diligencias, por ningún camino se pudo sospechar ni imaginar quién pudiese ser el autor, aunque un gran privado del Rey prometía grandísima cantidad de dineros, exenciones y libertades a quien lo descubriese. Diose traza que de secreto y sin alboroto se fuesen escalando todas las casas, sin dejar salir a nadie de la ciudad, y no aprovechando cosa, me dijo mi amo: Si supieses algún secreto para descubrir este hurto, diciéndote quién lo hizo, sin que fuese por relación de ningún hombre, yo te daría libertad y dinero. ¿Ha de faltar, dije yo, modo para eso, con una carta echadiza, sin firma o con ella? Esto es lo que voy obviando, dijo mi amo, porque yendo con firma matarán a quien la diere o la firmare; y si va sin firma atormentarán a todo el pueblo para averiguar cuya es la letra, porque cualquier aviso ha de llegar primero a las manos del ladrón que a otra ninguna, porque es el mismo privado suyo; y si lo descubre algún hombre libre le darán garrote, y si esclavo le quemarán. Las premisas que yo tengo para esta verdad son grandes, y el conocimiento de la parte y de su crueldad es de muchos años, que aquí más tiemblan de Hazén su privado que del Rey; y así cualquiera modo de los ordinarios causará grandísimo daño en descubrirlo. Y pues siendo este el mayor enemigo que yo tengo, y aun toda la república, no lo descubro, ni quiero que tú lo descubras; muy excesivos daños se han de seguir de ello. Pues déjeme vuesa merced, dije yo, que ya tengo traza para vengar a vuesa merced y descubrir el hurto sin que nadie padezca, y deje de hacerlo como yo quisiere, con darme licencia para hacerlo a mi modo. Diomela, y tomando un tordo escogido, con todas las partes que ha de tener para buen hablador, encerrelo en un aposento en su jaula, donde no pudiese oír pájaros que le perturbasen, y toda una noche y el día le estuve enseñando a decir: Fulano hurtó el dinero: fulano hurtó el dinero. Dime tan buena maña, y él tenía tan buen natural, que dentro de quince días, en teniendo hambre, para pedir de comer decía: Fulano hurtó el dinero. De suerte se servía de lo que le había enseñado para todas sus hambres, o sed, que se había olvidado de su canto natural. Aseguréme bien otros ocho días para que el tordo se asentase bien en lo aprendido, y yo en la traza que llevaba ordenada, que fue importantísima para librar a mas de cien hombres que tenían presos sobre el hurto, inocentes de la maldad, y entre ellos a muchos cautivos españoles e italianos, y de otras naciones. Y así viendo que mi tordo había de ser libertador de tantos cristianos presos, un viernes que había de ir el Rey a la mezquita, soltelo, y dile libertad para que él la diese a los otros presos. Subióse a la torre con otros muchos tordos, y entre las algarabías de los otros, él comenzó muy apriesa a decir: Hazén hurtó el dinero, sin dejar de decirlo todo el día muy apriesa, como se veía en la libertad que deseaba. Fue a oídos del Rey lo que en la torre decía el tordo. Espantose, y cuando vino la hora de llegar a la mezquita, la primera cosa que oyó fue el nuevo canto de mi tordo, que muy a menudo decía: Hazén hurtó el dinero; Hazén hurtó el dinero. Asentose luego que pues había sido tan secreto, debía de tener algo de verdad, que como son agoreros en gran manera, se le puso en los cascos que el gran Mahoma había enviado algún espíritu de los que tiene junto a si a declarar aquel caso, por que no padeciesen tantos inocentes; pero por no arrojarse sin consejo a la averiguación del caso, llamó ciertos agoreros o astrólogos, que ya sabían lo que se había cundido del tordo, y apretoles a que le dijesen lo que sentían. Echaron su juicio, y vino también con el del tordo, que prendió a su privado, y después de haber confesado en la tortura, y hallado todo el dinero, privó al privado de su privanza, despareciéndolo con mucha aceptación y gusto en toda la ciudad, que estaba mal con él, no porque supiese mal que a nadie hubiese hecho, que hasta esta maldad no se supo su malicia, sino por parecerles que todos los rigores que con ellos usaba el Virrey eran por consejo del privado, que esta miseria padecen los que están en lugares supremos, que la envidia, o los derriba, o los desacredita, siendo así que los verdaderos privados en llegando a la grandeza que desean, con el amor y favor de sus reyes, luego acuden a la conservación de lo que han alcanzado con acreditarse haciendo bien a la república. Si bien en las grandes monarquías no puede dilatarse fácilmente esta verdad hasta que llegue a los que pueden ser jueces de ello, para que la manifiesten sin que cualquiera se atreva a buscar autor a los daños o inconvenientes que o por pecados de los hombres, o por juicios de Dios secretos a nuestra capacidad suceden en la república. Un moderno estadista, alegando otros antiguos, dice que el príncipe no se ha de dar en presa a su privado, que es no hacer tanto caso de él que le fíe su conciencia y sus acciones. Doctrina contra la misma naturaleza, porque si cualquiera hombre particular naturalmente desea, y tiene un amigo con quien, amándole, descanse y le descargue de algunos cuidados por la comunicación, ¿por qué ha de estar el príncipe privado de este bien que los demás tienen? El príncipe valeroso, prudente y justo necesariamente ha de tener junto a sí privados de irreprensible vida; porque si no lo fueren, o los apartará de sí, o le mancharán su buena reputación; pero que sea conocidamente, y con general aplauso recibida la opinión del príncipe por santa y justa, y que busquen en el privado qué reprehender, tengolo por de ánimos mal contentos, y aun mal intencionados, y que se reciba a mal que el privado crezca y medre en bienes y haciendas que los otros no pueden alcanzar.

Considérese que en tan opulenta monarquía como la de España, de las migajas que se desperdician de la mesa del príncipe sobra no solamente para aumentar casas ya comenzadas y grandes, pero para levantarlas de muy profundas miserias a lugares altísimos. Los grandes monarcas, reyes y príncipes nacen subordinados al común orden de la naturaleza, y sujetos a las pasiones de amar y aborrecer, y han de tener amigos a quien naturalmente se inclinen, que las estrellas son poderosas para inclinar a un amigo más que a otro, que cuando estas amistades van por la sola elección, no tienen aquella sazón y gusto que las otras: y siendo superiores los príncipes, como lo son, no han de elegir el privado a gusto ajeno, sino al suyo, y siéndolo, también lo será al gusto de los vasallos, cuyo bien pende del gusto bien ordenado del príncipe: y este se ha de seguir sin quebrarse la cabeza en condenar al uno ni al otro, ni juzgar si es malo o bueno, siendo la norma por donde se han de regular los actos de la justicia, el gobierno de la república y la merced de los vasallos, el premio de los buenos y el castigo de los malos. Cuanto más que, pues tienen dos ángeles de guarda, y el corazón del rey está en la mano del Señor, es de creer que los inclinarán al bien público y paz general. Que las cosas que la ocasión ofrece de sucesos de fortuna no vienen ni tienen dependencia de la voluntad y administración del privado, sino de los movedores del cielo, que son las causas segundas a quien la primera tiene dado su poder general, si no es cuando en su tribunal se ordena otra cosa. Bueno es que me confiese un hombre mal asentado peor sentido del buen modo de juzgar que comunicó treinta o cuarenta años y al que, lo por sus méritos, o por sus diligencias, o por su ventura, llegó a ser privado, y que habiéndolo alabado de virtuoso, apacible y discreto amigo de hacer bien, en viéndole privado, cuando más bien puede ejecutar su inclinación, vuelve la hoja a desdorar lo que antes doraba y adoraba y venido a averiguar en qué funda su desestimación, o por mejor decir, su poca constancia en la amistad que antes le tenia, no sabrá responder, sino que es una especie de envidia fundada en el bien ajeno, o porque no le reparte con él, o porque le pesa que lo tenga, o por mal entendimiento y peor voluntad. Los privados de los grandes monarcas no pueden tener la memoria de todos los conocidos, basta que la tengan de los que hacen diligencia para ello, que los que son de mi condición no tienen razón de quejarse del privado, pues ha de nacer su bien de su cuidado y diligencia; y no teniéndola, es la queja injustísima. Hay dos géneros de privados; unos que de principios humildes subieron a merecer entrarse en la voluntad de su príncipe, y estos quieren todo el bien para sí. Otros que siendo grandes señores han sido muy aceptos y muy queridos de su rey, y estos como nacieron príncipes quieren repartir el bien con todos. Pero los unos y los otros se han de haber con su rey como la yedra con el árbol a quien se ase, que aunque siempre sube abrazada con él sin jamás dejarle, con todo eso nunca le estorba el fruto que naturalmente lleva: y así lo hacen los privados que comenzaron por grandes señores, que nunca le estorban al príncipe las acciones a que le obliga el lugar en que Dios le puso. Por donde yo creo, y por las razones dichas juzgo que parece que no se podrá engañar el rey en la elección del privado, pero podría engañarse el privado en la elección de los que le propusiere a su rey por capaces para la administración de los cargos o gobiernos, por estar en su noticia por tales no siéndolo, engaño en que como hombre se puede caer, y así le importa para la conservación de su crédito y reputación vivir con cuidado, informándose de los que pueden ser jueces de ello, para que si la elección no saliere tan acertada como se desea, a lo menos se entienda que no fue acaso, ni por amistad o antojo. Pero tornando a lo primero, digo, que es terrible caso que quieran los estadistas privar al príncipe de tan grande gusto como es la amistad del privado, a quien el príncipe naturalmente se inclina, siendo así que la voluntad está siempre obrando, y tiene un blanco adonde mira más que a otro, en todos los hombres del mundo, y adonde halla descanso y alivio.




ArribaAbajoDescanso XIII

Ofrece la ocasión algunas veces cosas que divierten del intento principal, como me ha sucedido en este paréntesis, dejando mi historia y tratando cosas que no son de mi profesión, mas de conforme naturaleza las dicta y ofrece. Habiendo sucedido en mi buena suerte salir con lo que se pretendía por el lenguaje de mi tordo, mi amo cumplió su palabra después de haber cumplido el Virrey la suya; y admirándose del secreto y prudencia con que el renegado se hubo en aquel caso, por donde excusó el daño de tanta gente como había presa, que si no fuera por la sagacidad suya pereciera él primero, si no fuera por aquel camino, y muchos de los presos sin culpa. Él me dió libertad con mucha voluntad, aunque contra la de su hija, que ya la vi muy inclinada a la verdadera religión, y al hermano, a quien yo había persuadido la misma verdad, de manera que ambos a dos tenían deseo del bautismo; aunque el padre no se daba por entendido, si lo sospechaba, porque aunque callaba, sin duda lo deseaba. Llamábase el muchacho Mustafá, y la hermana Alima, aunque después que yo la pude comunicar y encaminarla a la verdad católica se llamó María. Tuve lugar de hablar con ella a solas con mucho gusto, pero no en cosas lascivas, que nunca tuve intento de ofenderla; y por último la aseguré viniendo a España, que por todos los caminos posibles la avisaría de mi estado, y la advertiría de lo que le convenía hacer para ser cristiana como deseaba, que enterneciéndose más con su intento principal que conmigo destiló algunas lágrimas de piedad cristiana, y de rendida al amor honesto, con que siendo la última vez que la hablé, me despedí de su presencia para lo que era comunicarla más, y ella besando muchas veces el rosario que yo le había dado, dijo, que le guardaría para siempre. Díjome después mi amo con muchas muestras de amor: Obregón, yo no puedo dejar de cumplir la palabra que te dí, por haberlo tú merecido, y por la obligación que tengo de ser español, y por las reliquias que me quedaron del bautismo (y miró alrededor a ver si le escuchaba alguien) que tan en las entrañas tengo, que ninguno de cuantos ves en todo Argel (de los moros hablo) te guardara fe ni palabra, ni te agradeciera lo hecho. Y si el rey de Argel me agradeció y cumplió la promesa que había hecho a quien descubriese el hurto, es porque es hijo de padres cristianos, donde la verdad y la palabra inviolable se guardan. Y por acá esta bárbara nación dice que el guardar la palabra es de mercaderes, y no de caballeros. Y aunque yo te la cumplo, hagolo contra mi voluntad, porque al fin estando tú aquí tenía con quien descansar en las cosas que no pueden comunicarse. Pero ya que es fuerza y tú estás inclinado a no estar en Argel, como yo tenía trazado, yo mismo te quiero llevar a España en mis galeotas, y dejarte donde puedas con libertad acudir a tu religión. Ahora es el tiempo propio, en que salen todos en corso; yo habré de ir deshermanado de los demás, por dejarte en alguna de las islas más cercanas a España, que más a poniente no osaré porque me traen muy sobre ojo por toda la costa, donde he hecho algunos daños muy notables: y si el galeón en que venias no tuviera ventura en venirle buen viento, todos veniades acá. Aprestose mi amo para hacer su viaje, llevando algunos turcos muy valientes consigo, y muy acostumbrados a ser piratas; y escogiendo buen tiempo, puso la proa hacía las islas Baleares, dejando en las orillas a su mujer e hija muy llorosas, la una encomendándolo al gran profeta Mahoma, y la otra llamando muy a voces y muy desconsolada a la Virgen María, que como no había cerca quien pudiese reprehenderla, lo decía como lo sentía. Yo iba volviendo los ojos a la ciudad, rogando a Dios que algún tiempo pudiese tornar a ella siendo de cristianos, que como yo dejaba lo mejor de mi persona en ella, iba, aunque libre, doliéndome de dejar entre aquella canalla una prenda que se pudiera desempeñar con la sangre del corazón, pues deseaba aprovecharse de la de Cristo, que aunque la supe dejar muy satisfecha y confiada de mi voluntad, llevaba entre mí una batalla que no me dejaba acudir a otra cosa sino al pensamiento que me aquejaba por cruel y desagradecido, me martirizaba por ausente, y me acusaba dejar un alma cristiana entre cuerpos moros; pero no sé qué confianza me aseguraba que la había de volver a ver cristiana. Al fin caminamos con felicísimo viento; y como mi amo me vía volver el rostro a la ciudad, decíame: Obregón, paréceme que vas mirando a Argel y echándola maldiciones por verla tan llena de cristianos cautivos, y por eso la llamas ladronera o cueva de ladrones a esta ciudad, pues asegurote que no es el mayor daño el que los corsarios hacen, que al fin van con su riesgo, y alguna vez van por lana y no vuelven trasquilados, ni por trasquilar. Que el mayor daño es que por ver que son en Argel bien recibidos, muchos de su voluntad se vienen de todas las fronteras de África con sus arcabuces, o por necesidad de libertad, o por la falta de regalos, o por ser mal inclinados y tener el aparejo tan fácil, que es lastimosa cosa ver que por la ocasión dicha está llena esta ciudad de cristianos de poniente y de levante; que aunque voy a hacer mal por mi provecho, no puedo dejar de sentir el daño de la sangre bautizada que me tiene trabado el corazón. Otras veces, dije yo, he sentido a vuesa merced enternecerse en esta materia, como a hombre piadoso de corazón y de noble sangre; pero no le veo con mudanza de religión, ni con propósito de volverse a la inviolable fe de San Pedro que profesaron sus pasados. No quiero, respondió mi amo, decirte que el amor de la hacienda, la hidalguía de la libertad, ni la fuerza de mujer e hijos, ni los muchos daños que en mi propia patria he hecho me divierten de ello, sino preguntarte, si alguna vez me has visto curioso en saber qué doctrina enseñabas a mis hijos que por aquí verás cómo debe estar mi fe en mi pecho. Y asegurote que de cuantos renegados has visto muy poderosos, ricos de esclavos y hacienda, ninguno deja de saber que va engañado; que la libertad que tienen tan grande, y las honras y haciendas, en que son preferidos a los demás turcos y moros, los detienen, siendo señores, y mandando lo que quieren, y a quien quieren; pero saben bien la verdad. Y para prueba de esto en tanto que el tiempo refresca en nuestro favor, te quiero contar lo que sucedió poco tiempo ha en Argel.

Hay aquí un turco muy poderoso en hacienda, y abundante en esclavos, venturoso en la mar, y experimentado en la tierra, llamado Mami Reis, es hombre de gentil determinación, de buen talle, liberal y bien quisto. Yendo este en corso por la costa de Valencia anduvo algunos días sin poder encontrar presa en el agua, hasta tanto que los mantenimientos le faltaron; vista la necesidad saltaron en tierra él y sus compañeros con mucho riesgo y peligro de sus personas, porque encendiendo hachas por toda la costa los inquietaron de modo que se tornaron al agua, disparando algunas piezas contra la gente del socorro. Con la priesa que llevaban se dejaron en tierra al señor de la galeota y a otro soldado amigo suyo muy valiente, que viéndose perdidos se entraron en un molino, donde hallaron solamente una doncella hermosísima, que de turbada no pudo huir con las demás gentes. Amenazaronla porque no diese voces, y en viendo la costa quieta hicieron la seña que tenían hacia las galeotas, y en viendo la primera noche vinieron al molino, y antes que tornase la gente del rebato cogieron al capitán y su compañero, llevándolos a su galeota juntamente con la cautiva doncella. La hermosura de ella era de manera que dijeron, y con verdad, que tal joya de talle y rostro no se había jamás visto en Argel. El capitán, dueño de las galeotas, dijo que estimaba en más aquella presa que si hubiera saqueado a toda Valencia. Ella iba acongojadísima y llorosa, y él diciéndola que no fuese desagradecida a su buena fortuna, pues iba a ser señora de toda aquella hacienda y otra mayor y de más importancia, y no a ser esclava como pensaba. Pero la hermosura y apacibilidad del rostro, acompañada con una mansa gravedad, era de modo que se puede decir que siendo de noche dió luz a toda la galeota, a quien todos se rindieron y humillaron como a cosa divina, admirándose que Valencia criase tan soberanas prendas. Fuela consolando por toda la navegación, que el turco sabe hablar un poco la lengua española, y es hombre de muy buena suerte y talle, muy venturoso en cuantas empresas ha acometido, muy rico en tierras, joyas y dineros, muy acepto a la voluntad de todos los reyes de Argel. Para abreviar, fuese a desembarcar, no a la ciudad, sino a una heredad suya de grande recreación de viñas y jardines muy regalados. Ella que se vió tan obedecida de esclavos y amigos del turco, parece que se fue ablandando y dejando la tristeza que le había causado el cautiverio. Vino andando el tiempo a querer bien a su amo, y a casarse con él, dejando su religión verdadera por la del marido, en que vivió con grandísimo gusto seis años o siete, querida, servida, regalada, llena de joyas y perlas, y muy olvidada de haber sido cristiana. Por cuya contemplación se hicieron y hacían cada día alegrísimas fiestas de cañas y otras invenciones, porque su condición se parecía mucho a su cara, y la cara se aventajaba a todas las de Argel, de manera, que si no se casara luego con ella, se la quitaran para enviarla al gran Turco. Pues viviendo con toda esta idolatría, siendo su gusto la norma con que todos vivían, había allí un esclavo de Menorca, hombre de suerte, que como los demás comunicaba con ella: vino su rescate, y el buen hombre fuese a despedir de ella, y preguntóle en qué lugar había de residir él se lo dijo, y ella le mandó que viviese con cuidado para lo que sucediese. Él, que no era lerdo, la entendió, y yéndose a Menorca, vivió con él todo el tiempo, que pasó, hasta que tuvo ella modo como escribirle una carta a Menorca, en que le decía que viniese con un bergantín, bien puesto, a la heredad de su marido, a media noche para tal día. Como llegó el tiempo en que todos salen de Argel en corso, su marido armó sus galeotas con trescientos esclavos, muy hombres de hechos, llevando vestidos a la española, y fue a su ventura, azotando las olas con mucha gallardía, mirándolo su mujer, y dándole mil favores desde una torre de su propia casa. El tiempo era muy caluroso, y el día que tenía concertado en la carta se acercaba. Fingióse muy afligida de la ausencia y del calor, y dijo a sus esclavos y gente que se quería ir a consolar a su heredad y jardines, y llevó consigo, como para estar muchos días, algunos cofres, donde iban vestidos, joyas y dineros y toda la riqueza de oro y plata que había en su casa, donde estuvo algunos días regalándose a sí y a sus esclavos y mujeres, que si antes la querían mucho, entonces la adoraban. Llegó la noche que tenía concertada sin haberse descubierto a nadie, con tan grande sagacidad y secreto, que ni aun por el pensamiento se pudiera imaginar su determinación, y puesta a una ventana aguardó hasta las doce de la noche, sin dormir ni pegar sus ojos, que vió un bulto que venía de hacia la mar: hizo la seña que estaba concertada por la carta, y acudiendo bien a ella el hidalgo, dijo: Ea, que aquí está el bergantín. Entonces la determinada señora habló con toda la brevedad que pudo a sus esclavos, diciendo: Hermanos y amigos, comprados con la sangre de Jesucristo; mi determinación es esta, el que quisiere libertad y vivir como cristiano, sígame hasta España. Respondió por todos un gran soldado cautivo, natural de Málaga: Señora, todos estamos determinados de obedecer vuestro mandamiento; pero mirad el peligro en que os ponéis y nos ponéis, que ya las torres dan aviso, y en amaneciendo cuajarán la mar de galeotas, y nos darán caza sin duda. a que ella respondió: Quien me puso esto en el corazón me guiará a salvamento; y cuando no suceda, más quiero ser manjar de horribles monstruos marinos en los profundos abismos de las profundas cavernas del mar, muriendo cristiana, que ser reina de Argel contra la religión, que profesaron nuestros pasados. Y sirviendo la hermosísima mujer de valeroso capitán, alentó a sus esclavos de manera que en un instante llevaron al bergantín los cofres y riquezas, dejando muertos a puñaladas a una negra y a dos turquillos que daban voces juntos los esclavos, que ya no lo eran, con los que venían en el bergantín, todos hombres honrados y de gran pecho, se confortaron de manera unos a otros, que el bergantín volaba con la fuerza de los remos y el viento que ayudaba.

En sabiéndose el caso en Argel, que fue luego, echaron tras ellos cuarenta o cincuenta galeotas, llevando cada cual su centinela en la gavia y en la entena, que entendieron dar luego con el bergantín; más parece que Dios o lo guió o lo hizo invisible; pues fuera de la diligencia dicha, su marido Mami Reís andaba por las islas, y ni los unos ni los otros dieron con el bergantín, hasta que al amanecer se hallaron entre las dos galeotas de su marido, que para la tierra adentro llevaba su gente vestida a la española. Ella con gran presteza y sagacidad mandó que los demás que iban en el bergantín con los esclavos se pusiesen como turcos, para que pudiesen huir dando a entender que huían de españoles fue gallarda y astuta la advertencia, porque viendo Mami Reís que huían de él se holgó, diciendo: Sin duda parecemos españoles, pues aquel bergantín de turcos se huye de nosotros, y con grande risa celebraron la huida del bergantín, que con esta traza se libraron, y llegaron a España, donde está muy rica y contenta, haciendo grandes limosnas de la hacienda de su marido: y aunque en Argel sucedió otro caso semejante a este, fue con más poder y menos circunstancias. Ya sabes a que propósito te he contado este caso, sucedido poco tiempo ha, y sin duda yo creo que ninguno hay que no tenga estampada en el corazón la primera religión que profesó, digo de los bautizados, si bien esta mujer mostró más que todos aquel pecho varonil, y determinación cristiana. No me espanto, dije yo, que esa señora haya tenido tan grande valor en su determinación, que es propio de mujeres poner por obra lo que se les pone en la testa, ni que haya vencido en atrevimiento a los hombres, ni de que tuviese traza para ejecutar su intento, que todo eso es creíble en su natural inclinación. Lo que me admira es que haya tenido capacidad para guardar el secreto tanto tiempo, que es mas dificultoso en las mujeres guardar el secreto que guardar la castidad; porque ninguna se escapa de tener una amiga con quien comunica lo pasado, presente y venidero. Que lo otro no fue más de encajársele en la cabeza que lo había de hacer, porque carecía del discurso que había menester un caso tan arduo, importante y peligroso, que se atrevía a su marido, a los corsarios y a todo Argel, a todas las olas y borrascas del mar Mediterráneo, a las bestias marinas jamás vistas, ni conocidas en su elemento, ni fuera de él, y todo esto no fue tan grande hazaña como no revelar todo el secreto que tanto importaba. Todo eso, dijo mi amo, es verdad, pero una cosa me hace más contradicción, y es: ¿Cómo esa, siendo doncella, no tuvo valor para huir del molino con las demás cuando la cautivaron, y lo tuvo después para emprender un hecho tan heroico? A eso, dije yo, es fácil la respuesta, porque cuando esa señora era doncella, con la frialdad natural que todas ordinariamente tienen, la trabó el temor los miembros y venas del cuerpo, de manera que no pudo huir, ni aun moverse de su lugar: pero después que se casó, y la abrigó la fuerza del calor del marido, mejoró su naturaleza, y cobró espíritu para acometer esa empresa tan difícil. Y de todas las mujeres de quien se hace mención en la antigüedad no se sabe que fuesen doncellas, ni aun se puede creer. ¿Pues las Amazonas, preguntó mi amo, no se dice que fuesen doncellas? Señor no, respondí yo, ni en tanto que lo eran salían a las batallas, sino ejercitándose, no en ocio, ni en lanificio, sino en cazas de fieras, en andar a caballo, usando de la lanza, arco y saeta; y para hacerse más fieras, se mantenían de tortugas y lagartos: y en siendo de edad para ello se mezclaban con los varones circunvecinos: y si del concúbito parían hijo varón, o le mataban, o le mancaban de manera que no quedase para ejercicio de hombre; y si parían hembra, porque no fuese impedimento para tirar al arco, le sacaban o cortaban el pecho diestro, que eso quiere decir Amazonas, Id est, sine ubere, sin teta; pero ninguna de ellas por sí sola hizo tan grande hazaña como esta valenciana.




ArribaAbajoDescanso XIV

Como los esclavos y compañeros iban dormitando, tuvimos lugar y espacio mi amo y yo para tratar esta materia y otras, con que se venció el sueño. Habiendo reposado un tanto, dentro de dos horas descubrimos las islas Baleares, Mallorca y Menorca, Ibiza, y otras islas pequeñas; pero no nos acercamos a Mallorca, por el cuidado con que aquella isla vive, hasta ser de noche: y aunque aguardamos a esto, fue menester apresurarnos, porque si bien se parecieron presto, había bien que trabajar para llegar a ellas. Acercámonos a Mallorca por mejor, y para él fue peor, porque al despuntar de un risco estaba en él una centinela que dió aviso a las galeras de Génova, que andaban por coger a mi amo, y aunque se acercaba la noche, comenzaron a batir los remos con grande furia hacia nosotros. Mi amo viéndose perdido pasóse a la otra galeota, llevando consigo la más granada gente que traía en ambas, y diome a mí cargo de mirar por la que me dejaba con poca gente, confiándose que hablando yo español podría responder a propósito, y tener algún remedio la galeota. De suerte, que me dejó por estorbo para que hiciesen la presa en mí, y se pudiese librar. Sucedióle como él lo había pensado, porque como hombre astuto y muy práctico en toda la costa, no se hizo a la mar, sino a la isla, que como era casi de noche, de caleta en caleta se fue escondiendo, y en obscureciendo se hizo a la mar y se escapó. La galeota en que yo había quedado, como no llevaba gente que bogase, sino muy poca, y la más ruin, fuese quedando tanto, que las galeras pudieron tirar una pieza para que nos rindiéramos. Parámonos, y en llegando cerca yo, muy alentadamente, y en bien claro español, dije: Rendidos somos. Pues a vos buscamos, dijeron las galeras, llamándome por mil nombres infames, que realmente como la galeota era aquella en que siempre andaba mi amo, y hablé tan claro español, me tuvieron por el renegado. Echaron al remo todos los turcos, canalla que hallaron conmigo, y a mi pensando que habían dado con lo que buscaban, me maniataron para llevarme a Génova y hacer en mí un gran castigo. Decíame el capitán de la capitana: Quante volte habete seampato la vita, can renegato, adeso non scamparate, se non impiccato? Señor, dije, mire V. S. que yo no soy el renegado que V. S. piensa, sino un pobre español esclavo suyo. Por la defensa cargaron sobre mí tantos palos que me obligaron a decir: Dicen que Génova es monte sin leña; pero harta ha habido para mí ahora. Riéronse dos músicos españoles que traía el general en su galera de mi respuesta, y más de la paciencia con que lo llevé: uno de los cuales conocía yo muy bien, y entre ellos, por lo que les declaró uno de los músicos, también hubo alguna risa. Yo me arrimé a un rincón maniatado, y dando gracias a Dios que tantas veces me veía ejercitado en trabajos y miserias; que las desdichas nos traen a la memoria las misericordias de Dios, y no los pecados por que las merecemos; que si quisiésemos advertir cuánto mayores son que los trabajos que Dios nos envía, nos consolaríamos, y no nos quejaríamos de los instrumentos que Dios toma para castigarnos, que son sus invenciones tan secretas y tan grandes que nos ponen en cuidado de considerar por donde nos vino el daño, y no por donde lo teníamos merecido, y es tan piadoso en el castigo, que no quiere infamarnos por lo que merecemos, sino darnos en que merecer por lo que sufrimos, y llevar en paciencia lo que no habemos pecado, que su misericordia a todo esto se extiende, que nos ejercita en lo que no pecamos para descuento de lo que merecemos en lo que pecamos, y luego echarnos la culpa a aquellos por cuya mano viene el justo castigo de Dios, que con lo que no habemos hecho nos castigó lo que habemos hecho, por estimar en tanto nuestra honra que no quiere muchas veces castigarnos por los mismos filos que nos matan interiormente, porque no nos desconsolemos, ni lo tengamos por ejecutor cruel. Acuérdome yo ahora de las desventuras que desde niño me han seguido, y no me acuerdo de los delitos de mi juventud. Viéneme a la memoria cuanto bien he hecho a algunos hombres en esta vida, y que por estos mismos han venido muchos males, porque Dios toma semejantes instrumentos para confusión y castigo de pecados cometidos con ignorancia o con malicia. Yo estoy ahora en fama de renegado, y maniatado, agraviado injustamente por un astuto y endiablado hombre, precito y descomulgado; y si quiero volver los ojos atrás veo que merezco estos y otros mayores castigos de la mano de Dios. a esto llegó un bellaco de un cómitre, y dándome con un rebenque, me dijo: ¿Qué habla el perro entre dientes? Callé porque no segundase. El señor Marcelo Doria, que era general y movido a misericordia, dijo que hasta averiguar quién era no me tratasen mal. Yo como vi la puerta abierta a la piedad, dije: Suplico a vuestra excelencia, pues la defensa natural es concedida a todos, se me conceda a mí, que yo sé que en sabiendo vuestra excelencia lo que soy, no solamente no padeceré en manos de un tan gran príncipe, pero espero en Dios que me tiene de honrar más que merezco. Yo daré en Génova, y aun en esta galera, testigos que me conocieron en la corte del rey Católico en el tiempo que este renegado andaba haciendo mal en todas estas costas, y sera uno de ellos el señor Julio Espinola, el embajador. Hízome desatar, y habló conmigo, preguntándome todo lo que deseaba saber del renegado: yo le dije la astucia con que se había escapado, con que satisfice algo de mi persona, y puso mucha culpa a los que no siguieron la empresa. Tornéme a mi rinconcillo, aunque no maniatado, y púseme en cluquillas, las dos manos en el rostro, y los codos en las rodillas, porque no me conociese el músico, pensando en mil cosas. Yendo navegando hacia Génova, viendo que ya se habría dado noticia en Argel que las galeras de Génova corrían la costa, pasamos el golfo de León con una poca de borrasca, y habiéndolo atravesado de punta a punta, mandó el general a los músicos que cantasen, y tomando sus guitarras, lo primero que cantaron fue unas octavas mías que se glosaban:


El bien dudoso, el mal seguro y cierto.



Comenzó el tiple, que se llamaba Francisco de la Peña, a hacer excelentísimos pasages de garganta, que como la sonata era grave había lugar para hacerlos, y yo a dar un suspiro a cada cláusula que hacían. Cantaron todas las octavas, y al último pie que dijeron:


El bien dudoso, el mal seguro y cierto,



ya no pude contenerme, y con un movimiento natural inconsideradamente, dije: Todavía me dura esa desdicha. Como fue en alta voz, miró el Peña, que por venir yo tan disfrazado de cara y de vestido, y por ser él corto de vista, no me había conocido antes, y en viéndome, sin poder hablar palabra, humedecidos los ojos, me abrazó, y fue al general, diciendo: ¿Á quién piensa V. E. que traemos aquí? ¿Á quién? preguntó el general. Al autor, dijo Peña, de esta letra y sonata, y de cuanto le habemos cantado a V. E. ¿Qué decís? Llamadle acá. Lleguéme con arta vergüenza, pero con animo alentado, y preguntóme el general: ¿Cómo os llamáis? Marcos de Obregón, respondí yo: el Peña, hombre que siempre profesó verdad y virtud, llegó al general y le dijo: Fulano es su propio nombre, que por venir tan mal parado debe de disfrazarlo. Espantóse el general de ver un hombre de quien tenía tanta noticia en tan humilde traje, y rodeado de tantos trabajos y tan injustamente maniatado. Preguntóme la causa de ello, y yo con mucha paciencia y humildad le conté todo lo sucedido, porque el galeón del Duque de Medina había parado en el Final. Hízome mucha merced, particularmente trastejándome de vestidos. Y en llegando a Génova visité a julio Espinola el embajador, cuya amistad yo había profesado en la corte de España, que certificado Marcelo Doria de esta verdad, ambos me hicieron merced de acomodarme de dinero y cabalgadura para Milán; pero primero quise ver aquella república tan rica de dineros y antigüedad, de nobles y antiquísimas casas, descendientes de emperadores y grandes señores, y de la mayor nobleza de Italia; como son Dorias, Espinolas, Adornos, de cuya notabilísima familia hay un ramo en Jerez de la Frontera, emparentado con grandes caballeros españoles, y señalado con el hábito de Calatrava y las demás órdenes, como don Agustín Adorno, caballero tan virtuoso como principal. Y como mi intento no era parar allí, dispúseme para proseguir mi viaje a Milán, para donde había salido de España,





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