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ArribaAbajoRelación tercera de la vida del escudero Marcos de Obregón

Yo, que de cautivo, esclavo y maltratado, an presto me vi con dineros y bien puesto de vestidos, deseaba ya ardentísimamente llegar a donde mis amigos me viesen libre, y supiesen los trabajos y favores de que la fortuna había usado conmigo. Y así en habiendo visto la grandeza de aquella república, y tomado el descanso que tan grande cansancio pedia, cogí mi cabalgadura y Victorino, o mozo de mulas, y aviándome para Milán, subí por aquellas montañas de Génova, tan ásperas y encumbradas como las de Ronda. Y en habiendo pasado por San Pedro de Arenas, ya que anochecía, fue tan grande la piedra y agua que nos cogió, que perdimos el camino en parte donde fuera fácil el despeñarnos hasta los profundos ríos, crecidos con la grande avenida, yendo a dar a la furia del mar; porque los arroyos que se juntaron de la tormenta del granizo y agua eran bastantes para mucho más que esto. No veíamos luz sino por los ojos del caballo que nos guiaban, que es la peor bestia para caminar, del mundo, que en Italia se camina con ellos. Y con la poca gana que llevaba se arrimaba a cualquier árbol que topábamos, o se arrojaba por donde se le antojaba. De suerte que yo me apeé, y en unos árboles que tenían grandes troncos y muchas ramas, trabadas unas con otras, nos arrimamos hasta esperar que, o la tempestad cesase o viésemos alguna claridad o luz que nos guiase a salvamento. El Victorino, aunque práctico en la tierra, estaba tan turbado, que había perdido los memoriales, y yo las esperanzas de poder movernos de allí hasta la mañana. Corría el agua de nosotros por la carne como de cueros de curtidura grandísimo rato con este trabajo; pero no pudimos gozar de la sombra de los acopados árboles, porque corría más agua de ellos que de nosotros, que todo lo rendía el tiempo insufrible y borrascoso. Estando en esta suspensión de ánimo congojoso, oímos decir cerca de nosotros: Guarda la vita. Como tan cerca sonó, miré por entre las ramas, y vi que a las espaldas de los árboles parecía una luz que salía de tres casas, donde el caballo debía de haber posado otras veces, y aunque por malos pasos, nos había guiado allí. El espacio era poco, y en un instante corriendo nos pusimos en las casas, de donde salieron con grande cuidado a ofrecernos alojamiento: y donde no pensamos hallar agua, hallamos muy gentiles capones, que todas las naciones extranjeras hacen esta ventaja a España en las posadas y regalo de los caminantes. Cenamos muy bien: yo pedí un jarro de agua, y trujéronmela de una fuente que nacía junto a las mismas casas, caliente baheando, hícela poner a una ventana, que aunque el tiempo no estaba tan frío, la borrasca y granizo lo había trocado, y en un instante se enfrió, y aun heló el jarro de agua. Bebilo, y el huésped trajo allí de las otras casas dos testigos, y viéndome beber otro jarro de agua fría, les dijo: Señores, para esto os he traído, porque si este señor español muriere de estos jarros de agua fría, no digan que yo le he muerto. Reíme, juzgando que lo decía por aborrecer el agua, o por amar el vino, y no fue sino por la razón que el hostalero dijo después. Pregunté como nuevo en Italia, por qué razón quería que no bebiese agua quien casi siempre la había bebido y bebía. Respondió que las aguas de España eran más delgadas y de más fácil digestión que las de Italia, que tienen más humedad. Y es de creer que, pues gente de tan gentil discurso como la italiana no osa beberla sola, halla en ella algún daño. Yo conocí un caballero italiano, que cuando vino a España no había bebido gota de agua, y estando en España no bebió gota de vino, que las aguas, ora sean de río, ora de fuente, toman la calidad buena o mala de la tierra o minerales por donde pasan. Las de España, por ser esta provincia tan favorecida del sol, y consumir las humedades con tanta violencia, son bonísimas, fuera de que ordinariamente pasan por minerales de oro, como se parece en las d e Sierra-Bermeja, que la misma sierra está del mismo color, y son excelentísimas; o pasan por minerales de plata, que son bonísimas, como las de Sierra-Morena, que se verifica en las de Guadalcanal; o por minerales de hierro, como es en Vizcaya, que son saludables. Y en resolución, no hay agua en España que sea mala, sea de fuente o sea de río, que de lagunas y lagos, o encharcadas, ni las hay ni las beben: antes parece que para mayor grandeza de la misericordia de Dios, una laguna de más de una legua, que está cerca de Antequera, que todos los años se hace sal, tiene junto a si la mejor y más sana agua que se conoce en lo descubierto, que se llama la fuente de la Piedra, porque la deshace. Y en Ronda, otra fuentecilla, que llaman de las Monjas, que nace mirando al Oriente, y en un cerro, en bebiéndola luego deshace la piedra, y en el mismo día salen las arenas, y de esta se puede escribir un grandísimo volumen. Pero lo que el hostalero me dijo fue tan verdad, que en todo el tiempo que estuve en Lombardía, que fueron más de tres años, ni tuve salud, ni me faltó dolor de cabeza perpetuo, por el agua que bebía. Y verificose el día siguiente, que yendo caminando, en todos los charquillos que se habían hecho del grande turbión de agua había animalejos, como sapillos, renacuajos y otras sabandijas, engendradas en tan poco espacio, que es causa de la mucha humedad maliciosa del terruño. Y en aquellos fosos de Milán se ven unas bolas de culebras en mucha cantidad, engendradas de la bascosidad y putrefacción del agua, y la humedad gruesa de la misma tierra.


ArribaAbajoDescanso I

Pero ya, dejando esta materia, fuimos caminando por el Ginovesado mi mozo de mulas y yo, hasta que topamos con unos labradores, que preguntados por dónde tomaríamos el camino, que habíamos errado la noche antes, nos dijeron un disparate para engañarnos, y que anduviésemos perdidos más tiempo. El mozo entendió la burla, y dijo que nos engañaban. Pero yo, no tornándolo por burla, deshonrélos en mal lenguaje italiano, y ellos que eran muchos, cargáronse de piedras; yo me apeé, y di una cuchillada a uno: el mozo cogió su caballo, y dejome entre ellos, que como era de su nación no quiso ser testigo del caso, y ellos cargaron sobre mí, porque deslicé y caí en el suelo, y maniatándome, dieron conmigo en el lugar más cercano que era muy grande y muy poblado. Representaron la sangre del herido, y echáronme una cadena y grillos muy pesada. Esta vez no me quise quejar de mi mucha desdicha, sino de mi poca consideración que estando en tierra no conocida, quise hacer lo que no hiciera en la mía: que los españoles en estando fuera de su natural se persuaden a entender que son señores absolutos. Yo que no tenía de quien, ni a quién quejarme, volví contra mí las piedras que los contrarios podían tirarme: vime cargado de los hierros que no tuve en Argel, siendo enemigos de la fe y de los que la profesan, sin poder volver los ojos a quien me mirase de buena gana. Que por la misma razón que pensamos ser señores del mundo, somos aborrecidos de todos. Quien va a tierras ajenas tiene obligación de entrar en ellas con grande tiento, que ni las leyes son las mismas, ni las costumbres semejantes, ni las amistades se guardan donde no hay conocimiento. Y es averiguada cosa que aunque los reinos y repúblicas se guarden el respeto y amistad que profesan entre sí, no corre lo mismo en los particulares, que ordinariamente se desdoran, y tienen enemistades unos con otros: y tanto más, cuanto más se ven, sin razón o con ella, supeditados. Eché de ver que la paciencia es virtud corriente para todas las cosas del mundo, pero más para tratar con gentes no comunicadas. Tiene el forastero necesidad de ser muy afable y comedido con crianza, y ha de perder de su derecho en las cosas, que donde está no sabe si son buenas o malas: con semblante alegre, cólera enfrenada, viene fácilmente en el conocimiento de lo que ignoramos en las tierras cuyas costumbres no han venido a nuestra noticia. Yo me vi afligidísimo, sin ver a quién poder dar parte de mis trabajos. Llamabanme de marrano muy cerca de mí, y la más honrada sentencia era que me habían de dar garrote de secreto. El carcelero parecía hombre corriente, pero no hallaba por donde entrarle para consolarme con él. Estuve pensando qué modo tendría, y acordeme que esta nación es codiciosa sobremanera, y que por allí podría echar algún cartabón para mi remedio. Llevaba en la faldriquera algunos escudos que saqué de Génova. Andaban allí dos niños del carcelero muy graciosos, y acordándome cuán buen rostro muestran los padres a quien hace bien a sus hijos, di a cada niño un escudo: aquí abrió los ojos el padre agradeciéndolo mucho, y aun muchísimo, que me dió buena esperanza de salir con lo que había pensado. Díjome: V. S. debe ser muy rico. ¿En qué lo echáis de ver? pregunté yo. En la liberalidad, respondió, con que habéis dado a esos niños moneda que aun los hombres mal conocernos por acá. Pues si esto estimáis siendo tan poco, ¿qué haréis cuando sepáis lo demás? y sacando dineros, díselos a él, y díjele: Porque me parecéis hombre de buen discurso os quiero decir quién soy, que de esta niñería no tenéis que hacer caso. Yo he alcanzado lo que todos los filósofos andan buscando y no acaban de dar con ello, pero primero me habéis de hacer juramento de en ningún tiempo descubrirme. Él lo hizo solemnísimamente, y con grandes ansias me preguntó, qué era lo que quería decirle, y le respondí: Sé hacer la piedra filosofal que convierte el hierro en oro, y con esto nunca me falta lo que he menester: pero no he osado comunicarlo con nadie en Génova, porque la república no me estorbase mi viaje, que lo hicieran sin duda, porque como esta divina invención es tan apetecida y deseada de todos, todos andan tras de ella: y si saben alguno que lo sabe, o los reyes o las repúblicas los detienen contra su voluntad, por que ejercite el arte para ellos a su costa, que en habiendo mucha cantidad de oro en el mundo, era estimado en poco. Señor, dijo el carcelero, muchas veces he oído tratar de esa materia; pero nunca he visto ni oído decir que lo haya nadie alcanzado en nuestros tiempos, que aunque V. S. me ve en este oficio, que por estar quieto y mantener mis hijos ejercito, ya he estado en España sirviendo a un embajador de Génova, y por lo dicho me recogí a este pueblo donde nací. Huélgome de eso, dije yo, porque siendo, como sois, discreto, y habiendo oído tratar de la materia, daréis crédito a lo que veréis con vuestros ojos. Si yo pudiese, dijo, aprender eso, sería un valiente hombre, que mandarla a todo mi lugar, y enviaría libre a V. S. adonde fuese servido a lo primero, dije yo, os respondo que consiste el hacerlo en dar un punto que es menester gran cuidado para acertarlo, y así no me atrevo a enseñároslo; pero dejareos con tanto oro, que no hayáis menester a nadie vos ni vuestros hijos. Y a lo segundo, que no quiero que hagáis por mi cosa que en algún tiempo pueda haceros daño, que la misma arte química me dará modo para librarme, y esto os lo enseñaré facilísimamente, que lo veréis aunque estéis ciego, como sin culpa vuestra y sin consentimiento vuestro me libro, y vos quedáis sin calumnia, y con riqueza y gusto.

Echose a mis pies con grandes ceremonias, quitándome la cadena y grillos, contradeciéndoselo yo con grandes veras, y pensando adelante toda la noche, para más asegurado en la materia, por hacer mejor mi negocio, le dije: Sabed que el no haber acertado a dar el punto a la transmutación de los metales nace de no haber entendido a los grandes filósofos que tratan esta materia sutilísimamente, como son Arnaldo de Villanueva, Raimundo Lulio, y Gebot, moro de nación, y otros muchos autores, que la escriben en cifras, por no hacerlas comunes a los ignorantes, que yo por enterarme en la verdad de ello he pasado a Fez en África, a Constantinopla y Alemania, y con la comunicación de grandes filósofos he venido a descubrir la verdad, que consiste en reducir a la primera materia un metal tan intratable y recio como el hierro, que puesto en aquel principio suyo, y en aquella simiente de que fue hecho, aplicándole las mismas cosas y los mismos simples que la naturaleza aplica al oro, cuando se forma o se va formando, viene a transformarse en la misma substancia de él. Que de la propia manera que todas las criaturas van imitando, en cuanto les es posible, a la más perfecta de su género, así el hierro y los demás metales van imitando a la más perfecta de ellas que es el oro, y dándole tales cualidades que la naturaleza con la generación del padre universal, que es el sol, viene a mudar su naturaleza en la del oro, y esto se hace mediante ciertas sales fortísimas y corrosivas, mirando los aspectos de los planetas, en que yo estoy muy diestro y enterado. Y para que veáis alguna semejanza que os persuada de esta verdad, dejad esta noche un callo de herradura que haya sido muy pisado y lleno del orín que recibe en los muladares, y hecho pedacicos muy menudos, o limándolo, ponedlo en una redoma con fuego lento, en muy fuerte vinagre, y veréis lo que resulte. Hízolo puntualmente, y diome en que reposase aquella noche muy a mi gusto, donde pensé muy bien la traza que llevaba ordenada para librarme de la prisión.




ArribaAbajoDescanso II

A la mañana vino el carcelero muy contento, diciendo que descubría que se iba el hierro convirtiendo en un color rubio, como de oro, que la codicia lo iba llevando a la perdición. Ahí conoceréis, dije yo, que os voy tratando verdad; dile dineros para que me trajese ciertas cosas, o ciertos simples corrosivos y venenosos, que no los digo porque mi intento no es enseñar a hacer mal, y con otras cosas que les junté hice unos polvos que muchas veces rociaba con agua fuerte, y enjugándose, tornaba a rociarlos, quedando con un color rubio muy apacible. Hechos los polvos, y confeccionados como yo los había menester, a dos bellacones que estaban sentenciados a galeras les dije: Las galeras están en Génova, que es acercarse vuestro martirio; si os atrevéis a ponerme en una noche en tierra del Rey, yo os sacaré de aquí con mucho silencio, y sin ruido de dentro ni de fuera. Ellos respondieron con grande determinación: Y aun a los hombros sacaremos a V. S. y antes que amanezca estará entre soldados españoles. Pues estad, les dije, mañana en la noche atentos, y en viéndome con las llaves en la mano acudid a vuestro remedio y el mío. Alegráronse los pobres, y con grandes ansias deseaban ya que llegase la hora. Por la mañana dije al carcelero que trajese unos crisoles, y cuantos callos de herradura pudiese hallar, que todos los había de convertir en oro, y que a la noche cuando toda la cárcel estuviese en silencio encendiese lumbre de carbón, sin que hubiese ningún testigo que nos pudiese denunciar. Él lo tuvo tan en cuidado que no dejó herrador, ni muladar que no anduviese, y en llegando la noche me mostró tantos callos de herradura, que vendidos a libras podían aprovecharle mucho; encerró su gente, y los demás presos, y los dos que me habían de ayudar se hicieron dormidos: encendió su brasero, y puesto en silencio todo, saqué mis polvos y mostréselos, y parecieronle del mismo oro. Pues mirad, le dije, qué cordial olor tienen, y echéselos en la mano, él los llegó a oler, y yo con mucha presteza le di una palmada en la parte baja de la mano, y saltaron en los ojos, cayendo él de la otra parte sin sentido, ni sin poder hablar; cogile las llaves, y los bellacones que vieron el caso acudieron luego: abriles las puertas quedándose el pobre hombre sin sentido, y sin que nadie nos viese salimos de la cárcel y del pueblo, y a la mañana habiendo pasado arboledas, sierras y barrancos dificultosos, me hallé en Alejandría de la Palla entre soldados españoles, que metían la guarda a don Rodrigo de Toledo, gobernador de ella a los buenos galeotes les pareció que les había venido del cielo la libertad, y fueronse a buscar su vida. Yo me holgué en el alma de haber salido bien con mi intento, que aunque fue a costa del pobre carcelero, por la libertad todo se puede hacer. Yo fuí esta vez como el demonio, que tienta a los hombres por la parte que más flaca siente en ellos: que él por la codicia, y yo por la libertad nos concertamos muy bien, que es tan superior la codicia en los pechos adonde se halla, que son muchos, que los rinde a cualquier flaqueza. Los bienes que por merecimientos, ruegos y comodidades no se alcanzan, en acometiéndoles por la codicia se rinden al gusto de ambas partes: los males que por violencia y estratagemas no se pueden hacer, en mostrando la codicia su amarillo rostro se ablanda la dureza de los pechos de hierro. ¡Qué de fortalezas se han rendido, qué de lealtades se han quebrantado, qué de clausuras se han rompido, qué de castidades se han corrompido, acometidas por la codicia! Todos los vicios que a los hombres traen arrastrados dejan alguna consideración para lo venidero, sino la lujuria y la codicia, que cogen y ciegan todas las potencias del discurso; más fácil es de enfrenar la furia de un loco por castigo, que reducir a razón la sed de un codicioso por consejo. Son los codiciosos como la esponja, que aunque chupa toda el agua de que es capaz, ni está harta, ni se aprovecha de ella, y son tan furiosos en sus actos como la culebra hambrienta, que a todo acomete aunque sea un sapo que la hinche de ponzoña, que ni miran si es lícito o contra razón, que como sea engordar a todo acometen, y creo es así, que tienen el castigo por sombra de su desatinada hambre. Como este miserable de carcelero, que por donde pensó ver su casa llena de oro quedó sin ojos para verlo. Dios mire por los codiciosos, y los reduzca a la medicina que conserva la vida y aquieta la conciencia.




ArribaAbajoDescanso III

Partime para Milán, temiendo por el gran deseo que llevaba de llegar, alguna desgracia, que los desdichados han de vivir siempre con cuidado de lo que puede y suele suceder. Hay un río que pasa por la ciudad de Alejandría, que se llama Eltanar, donde vi unas aceñas movedizas de madera, que deben de tener en el fundamento algunas ruedas para moverse, que no reparé en preguntarlo porque no hacia a mi proposito, y habiendo esperado el barco para pasar el Po, río caudalosísimo, después de haberse sorbido el Eltanar en tramos en él con unas pobres peregrinas, y al medio del río sucedió, que por la corriente de Eltanar venía una aceña o molino de aquellos, que le debía de haber faltado el fundamento, y encontrose de manera con nuestro barco que dió con él patas arriba.

El caballo, como son atrevidas estas bestias para cortar el agua, se arrojó a ella, yo me así luego de la cola, y las peregrinas de mí, y el Venturino de la postrera de ellas, y cayendo y levantando, y a veces topando con los pies en la arena, llegamos a la orilla, donde el caballo nos roció por la puerta falsa que debía de venir acebadado pero no por eso me desasí hasta verme ya pisar las orillas. Hallamos allí que habían pasado en otro barco algunas gentes de diversas naciones, franceses, alemanes, italianos y españoles, y para entendernos hablamos todos en latín; pero era la pronunciación tan diversa la una de la otra, que hablando en muy gentil lenguaje latino no nos entendíamos los unos a los otros, que me dio mucho que pensar que aun en una misma lengua, y que corre por toda Europa, dure el castigo de la torre de Babilonia. Llegamos a Pavía, insigne universidad; regalome el castellano, que era entonces, aunque como mi deseo me llevaba a Milán an, no paré hasta verme en aquella maravillosa población donde tan grandes santos ha habido, y continúan siempre los prelados de aquel excelentísimo templo. El que entonces lo gobernaba era el santísimo cardenal Carlos Borromeo, que ahora dicen San Carlos, que fue su vida de manera que a pocos anos de su muerte le canonizaron. Llegué a tiempo que se celebraron las exequias de la santísima reina doña Ana de Austria, y habiendo buscado a quien cometer la traza, historias y versos de la vida ejemplar de tan gran señora, pudiendo cometerles a muy grandes ingenios, tuvo por bien el magistrado de Milán de cometerlas Al autor de este libro, no por mejor, sino por más deseoso de servir a su rey, y de aprender en cosas tan graves y de tan graves ingenios, y ofreciéndoles, y dando noticia de Aníbal de Tolentino, excelentísimo sujeto, que lo hiciera mejor que otro en toda la Europa: al fin por más cercano le mandaron al autor que la hiciese. Oíle un sermón en estas exequias al bienaventurado San Carlos, que fue como su vida. Hallé a mis amigos muy contentos, y admirados de la brevedad con que había conseguido libertad, y deseos de saber cómo había sucedido, me forzaban a que lo contase, y refiriese una y muchas veces; que realmente los trabajos contados en la prosperidad, o habiendo salido de ellos tienen su gusto particular, que las desventuras todo lo que tienen de males presentes tienen de bienes pasados; son los trabajos como las servas o nísperos, que cuando están en su fuerza son ásperos al gusto, pero después de pasada su sazón, lo que tenían de ásperos tienen de suaves podridos; son como el que se va anegando en un río, que va siempre sacando la cabeza y haciendo todas las diligencias posibles para escaparse, pero después de salido bebe de aquella misma agua que le quiso ahogar. Espina el erizo de la avellana, pero después se halla gusto en rumiándola. Holgué grandemente de ver la grandeza, fertilidad y abundancia de Milán, que en esto creo que pocas ciudades se le igualan en la Europa, aunque la mucha humedad que tiene, o por aquellos cuatro ríos hechos a mano, por donde le entra tanta abundancia de provisión, o por ser el sitio naturalmente húmedo, yo me hallé siempre con grandísimos dolores de cabeza, que aunque yo nací sujeto a ellos, en esta república los sentí mayores. Que siempre me han perseguido tres cosas: ignorancia, envidia y corrimientos; pero los de aquí me duraron hasta volver a España. Pasé en Milán tres años, como hombre que está en la cama, contando las vigas del techo trescientas veces, sin hacer cosa que importase, lo uno por estar siempre indispuesto, lo otro por lo poco que entre soldados se ejercitan los actos de ingenio. Diome gana de ver a Turín, y por mis pecados fue por el mes de diciembre, tiempo en que no hay caminos, sino ríos en lugar de ellos, que como hacia buen tiempo cuando salí, engañéme, pensando que fuera todo de aquella manera; y en llegando a Bufalores, comenzó a desgajarse el cielo, no con lluvia, sino con acequias de agua tan continua que se perdió el tiento a los caminos.

Llegué a Turín, y por haber experimentado los arroyos a la venida, estuveme dos meses allí, en compañía de otro español; pero fueron tan grandes las nieblas que se topaban los hombres por la calle sin verse, nacidas de la vecindad, según dicen allí, del Po, que pasa por junto a la ciudad: fuera de que por medio de ella van muchos arroyos de agua. Mas veo que en España Guadalquivir pasa por Sevilla, más caudaloso que el Po y algunas veces tan crecido, que baña a la mayor parte de la ciudad, y todo el campo de Tablada está hecho un mar navegable, y no he visto tales nieblas. Y Granada tiene dos ríos que la bañan, y muchos más arroyos por las calles, y no parece esta escuridad o niebla: pero dejando esto posamos el otro español y yo en una hostería, donde me vi en el mayor peligro, y en la mejor ocasión de ser dichosísimo que he tenido ni tendré en mi vida. Que estando comiendo mucha gente, esperando mi compañero y yo que acabasen para sentarnos, un viejo de hasta cincuenta años de edad, de propósito dió en tratar de la religión nueva, de la religión reformada, repitiendo esto muchas veces: y aunque era natural de Ginebra, hablaba en buen italiano, que por ver españoles le pareció alzar la voz más de lo que había menester. Y tras de un brindis y otro decían herejías muy dignas de gente llena de vino. Mi compañero decíame que callase, y ellos brindando por la salud de sus fautores, tornaban una vez y otra a decir de la religión nueva y de la religión reformada, de suerte que me obligaron a preguntar qué religión era aquella, y quién la había reformado. Respondieronme que era la religión de Jesucristo, y que la había reformado Martín Lutero y Juan Calvino. Antes de oír más palabras les dije: Buena andaría la religión reformada por dos tan grandes herejes. Alborotose la hostería, y cargaron tantas cuchilladas sobre mí y sobre el otro español, que si no cogemos una escalera nos hacen pedazos. La huéspeda atajó el negocio con decirles que mirasen lo que hacían, que estábamos depositados allí por el Duque. Sosegose el alboroto, porque hasta entonces aun no habían negado la obediencia al Duque de Saboya, aunque la tenían negada a la Iglesia romana. En sosegándose el rumor me dijo aquel viejo: ¿Por qué llamáis herejes a dos varones tan santos y que tanta gente llevaron tras su opinión? Respondí yo: ¿Por qué llamáis vosotros santos y reformadores de la religión de Jesucristo a dos hombres que en todo y por todo, en vida y costumbres fueron contra la doctrina de Jesucristo y de sus Evangelios, que fueron hombres libres, viciosos, deslenguados, embusteros, engañadores, alborotadores de las repúblicas, enemigos de la general quietud? Quiso tornarse a alborotar el viejo, y como le habían puesto por delante el temor y respeto del Duque, cesó con decir: Muchos son los llamados y pocos los escogidos, y esos somos nosotros. Respondile yo: Mejor dijérades, muchos son los escogidos y pocos los llamados, porque no vienen a manos del Papa. ¡Extraño caso! que hay gentes tan fuera del orden natural, que por sola libertad y poltronería se desvíen de la misma verdad que interiormente saben y conocen. Y que tengan hombres poderosos que favorezcan sus errores, de suerte que unos y otros siguen su mal intento. Los poderosos con decir que siguen doctrina de hombres sabios, y los otros con decir que tienen arrimo en príncipes poderosos, como si fuese disculpa para la ejecución de tantos vicios y abominaciones como cometen a sombra de la libertad con que sus maestros les hacen vivir, en cuyas arrastradas opiniones hay cosas tan ridículas que se echa de ver que adrede quieren errar.




ArribaAbajoDescanso IV

Volvime de Turín a Milán, porque aunque tuve intento de pasar a Flandes no hallé comodidad, fuera de saber que la gente de Flandes venía marchando hacia Lombardía, y por haber estado ya en Flandes con la misma gente en el asalto general de Maestric donde me sucedió una cosa muy graciosa, que pudiera ser muy desgraciada y fue: que en el saco de la ciudad cogí al más lucido cuartago de todos los que había en una casa principal, y subiendo sobre él en cerro, como en tiempo de bulla no se miran mucho las cosas, al tiempo que salía de la ciudad iban tras mí más de trescientos cuartagos, porque la que yo había tomado era una yegua sazonada, y si no me arrojo de ella al suelo me dieran muchas manotadas los galanes que la seguían.

Al fin volví hacia Milán, porque el compañero pasó hacia Flandes, y buscando en qué caminar topé con una carroza, donde por fuerza hube de ir, en compañía de cuatro ginebreses, tan grandes herejes como los otros. Determinando de callar a cualquier cosa que oyese decir, por donde les granjeé la voluntad de manera, que siendo muy enemigos de españoles, me regalaron por todo el camino, diciéndome mil veces que era muy buen compañero, que realmente, como no les traten de religión son sencillos, y gente afable para tratar, y muy amigos de dar gusto. Fueronme festejando por el camino, y entre dos brazos del Tesino se apartaron hacia unas arboledas y sierra, donde dijeron que iban a ver un grande nigromántico para preguntarle ciertos secretos de mucha importancia. Yo, como era mozo, y amigo de novedades, holguéme por ver aquella que tanto lo era para mí. Anduvimos un rato por aquella arboleda hasta llegar al pie de la sierra, donde se descubrió una boca de cueva con una puerta de tosca madera, cerrada por de dentro. Llamaron, y respondieron de dentro con una voz crespa, baja, y con un género de gravedad. Abriose la puerta y representose la figura del nigromántico con una ropa de color pardo, con muchas manchas, mapas pintados en ella, culebras, signos celestes, un bonete en la cabeza largo, y aforrado en pellejo de lobo, y otras cosas que hacían su persona horrible, como también lo era el lugar y casa donde habitaba. Hablaron aquellos caballeros de Ginebra, informándole de su venida, y como certificados de su gran fama venían a consultarle un negocio grave. Él aunque en el principio comenzó a negárselo, al fin acabaron con él con ruegos y presentes que le dieron, que lo ablandan todo, a que se inclinase a admitir su petición. Mientras hablaban con él, yo miré el cuerpo de la cueva, que estaba llena de cosas que ponían temor y espanto, corno era cabezas de demonios, de leones y tigres, faunos y centauros, y otras cosas de este modo, para poner horror a los que entrasen, unas pintadas y otras de bulto, con que daba a entender que tenía trato y amistad con algún demonio. Habloles muy gran rato, diciéndoles de su gran poder, y mostró muchas joyas de diversas gentes y de grandes señores, que le habían dado por los muchos secretos que les había revelado. Llegados al caso, como yo miraba más al artificio con que tenía adornada su cueva, preguntoles cómo no llegaba yo a la conversación. Respondieron ellos que era español. Díjoles el nigromántico: No quisiera mostrar mis secretos delante de españoles, porque son incrédulos y agudos de ingenio. a lo cual respondieron ellos: Bien podéis hacer en su presencia cualquiera cosa, porque aunque español, es hombre de bien y buen compañero. Resolviose a hacerlo, y llamó a un ayudante tan fiero y espantable, que me pareció que era algún demonio. Entramos más adentro, donde tenía el familiar, que era un aposentillo más oscuro que el cuerpo de la casa, que estaba cercado con unas barandillas, y dentro estaba uno como facistol, y sobre él un grande globo de vidrio con un abecedario de letras grandes escrito al rededor, y en medio del globo puesto el familiar, que era un hombrecito de color de hierro, con el brazo derecho levantado en derecho hacia las letras, que todo realmente ponía espanto. Habló con el familiar con una arenga muy larga, proponiéndole la antigua amistad que habían profesado tantos años, para obligarle a que con facilidad respondiese a lo que le quería preguntar; y poniendose unos guantes muy anchos, después de puesta la demanda, alzó la mano derecha, diciéndole: Ea, presto. El familiar se resolvió, y señaló una letra. Quitose el guante el nigromántico, y escribió aquella letra que había señalado el familiar. Tornó a ponerse el guante, y alzando la mano otra vez, le dijo: Adelante. El familiar moviose, señalando otra letra, y de esta manera fue preguntándole hasta haber escrito diez o doce letras, en que iba respondiendo a la pregunta muy a gusto de los ginebreses. Yo como eché de ver que para escribir cualquiera letra se quitaba el guante, diciendo qué podía ser; y aunque sospeché que se habían de alborotar todos, determinadamente yendo a señalar otra vez con el guante, se lo arrebaté por el dedo demostrador, y hallando una dureza muy grande en el dedo, primero le pregunté al nigromántico: ¿Esta no es calamita o piedra imán? Quedó suspenso y corrido, y volviéndose a los otros, les dijo: Bien decía yo, que los españoles eran agudos, y que no quería hacer cosa delante de ellos. El secreto del caso era, que aquel familiarillo era hecho de alguna cosa muy ligera, y el bracillo era de acero tocado a aquella piedra imán que era tan fina como el nigromante diestro en señalar la letra que había menester, con que atraía al familiar corriendo a mostrarla. Quedaron los ginebreses admirados, así de la sutileza con que aquél engañaba a las gentes, como de la mía en haber conocido su embeleco. Y aunque los sentí al principio pesarosos de que no hubiese cumplido el pronóstico con la respuesta del familiar, que ellos tenían por demonio, después tuvieron en mucho el desengaño, y rogoles el nigromante que me pidiesen que no le descornase la flor, porque con aquello ganaba su vida sin hacer mal a nadie, y tenía reputación de grande hombre. La invención cierto era ingeniosísima, muy conforme a la filosofía natural, y podía sufrirse como por juego de masecoral: pero cosas tan repugnantes a la verdad y del trato común engaños tan conocidos, no es razón que permanezcan, ni se permitan. Fuimonos, dejando muy desconsolado al embustero, y escandalizados los ginebreses del caso me reprehendieron el haberlo afrentado, y desanimadolo para proseguir en su embeleco. Yo les dije:¿No os habéis holgado de ver este secreto descubierto? Respondieronme que sí. Yo les dije: Pues de la misma manera se holgarán todos los que lo supieren, porque menos importa quedar éste sin opinión y sin oficio, que permitir un engaño tan extendido y pernicioso corno este. Y yo, para decir la verdad, siempre he estado y estoy mal con estas gentes, como son: nigrománticos, judiciarios, y otros semejantes: aunque estos judiciarios tengo por los peores, por estar más bien recibidos en la república, y decir menos verdad. Que aunque los que tratan de la verdadera astrología de movimientos, estos son doctos que saben las matemáticas con fundamento, como es Clavijo Romano, el doctor Arias de Loyola y el doctor Sedillo, españoles, grandes varones de su facultad; que esos otros son embusteros, gente de poca substancia, de que podía traer muchos cuentos, porque de cien cosas que dicen yerran las noventa, y cuando aciertan alguna, es por yerro. Valense de mujercillas que les vienen a preguntar, como gitanas, la buena ventura, y al fin es gente ridícula, que acaban tan miserablemente como los alquimistas, porque quieren dar alcance a los secretos que Dios tiene reservados para sí. En estas conversaciones y otras semejantes llegamos a Bufalora, pueblo del Estado de Milán, donde los ginebreses se apartaron y yo proseguí mi viaje.




ArribaAbajoDescanso V

Vuelto a Milán, como aquella república es tan abundante de todas las cosas, es lo también de hombres muy doctos en las buenas letras y en el ejercicio de la música, en que era muy sabio don Antonio de Londoña, presidente de aquel magistrado, en cuya casa había siempre junta de excelentísimos músicos, como de voces y habilidades, donde se hacía mención de todos los hombres eminentes en la facultad. Tañíanse vihuelas de arco con grande destreza, tecla, arpa, vihuela de mano, por excelentísimos hombres en todos los instrumentos. Movíanse cuestiones acerca del uso de esta ciencia, pero no se ponía en el extremo. que estos días se ha puesto en casa del maestro, Clavijo, donde ha habido juntas de lo más granado y purificado de este divino aunque mal premiado ejercicio. Juntábanse en el jardín de su casa el licenciado Gaspar de Torres, que en la verdad de herir la cuerda con aire y ciencia, acompañando la vihuela con gallardísimos pasajes de voz y garganta, llegó al extremo que se puede llegar. Y otros muchos sujetos muy dignos de hacer mención de ellos. Pero llegado a oír al mismo maestro Clavijo en la tecla, a su hija doña Bernardina en el arpa, y a Lucas de Matos en la vihuela de siete órdenes, imitándose los unos a los otros con gravísimos y no usados movimientos, es lo mejor que yo he oído en mi vida. Pero la niña, que ahora es monja en Santo Domingo el Real, es monstruo de naturaleza en la tecla y arpa. Mas volviendo a lo dicho, un día acabando de cantar y tañer, y quedando todos suspensos, preguntó uno, que cómo la música no hacía ahora el mismo efecto que solía hacer antiguamente, suspendiendo los ánimos, y convirtiéndolos a transformarse, en los mismos conceptos que iban cantando, como fue lo de Alejandro Magno, que estándole cantando las guerras de Troya, con grande ímpetu se levantó, y puso mano a su espada, echando cuchilladas al aire, como si se hallara en ella presente. Dije yo a esto: Lo mismo se puede hacer ahora y se hace. Replicome, diciendo: Que después que se perdió el género enarmónico no se podía hacer. Dije yo: Con el género enarmónico me parece que era imposible hacerse, porque como la excelencia de ese género consiste en la división de semitonos y diesis, no puede la voz humana obedecer a tantos semitonos y diesis como aquel género tiene. Y así aquel príncipe de la música, el abad Salinas, que lo resucitó solamente, lo dejó en un instrumento de tecla, pareciéndole que la voz humana con gran trabajo y dificultad podía obedecerlo. Yo le vi tañer el instrumento de tecla que dejó en Salamanca, en que hacía milagros con las manos, pero no le vi reducirlo a que voces humanas lo ejecutasen, habiendo en el coro de Salamanca en aquel tiempo grandes cantores de voces y habilidad, y siendo maestro aquel gran compositor Juan Navarro. Y que se pueda hacer y se hace con el género diatónico y cromático, como haya las mismas circunstancias y requisitos que el caso quiere, sucederá cada día lo mismo. Y en las sonatas españolas, que tan divino aire y novedad tienen, se ve cada día ese milagro. Los requisitos son que la letra tenga conceptos excelentes y muy agudos, como el lenguaje de la misma casta. Lo segundo, que la música sea tan hija de los mismos conceptos, que los vaya desentrañando. Lo tercero es, que quien la canta tenga espíritu y disposición, aire y gallardía para ejecutarlo. Lo cuarto, que el que la oye tenga el ánimo y gusto dispuesto para aquella materia. Que de esta manera hará la música milagros. Yo soy testigo que estando cantando dos músicos con grande excelencia una noche una canción que dice:


Rompe las venas del ardiente pecho,



fue tanta la pasión y accidente que le dio a un caballero que los había llevado a cantar, que estando la señora a la ventana, y muy de secreto, sacó la daga y dijo: Veis aquí el instrumento, rompedme el pecho y las entrañas; quedando admirados músicos y autor de la letra y sonata, porque concurrieron allí todos los requisitos necesarios para hacer aquel efecto. No les pareció mal a los presentes, porque todos eran doctísimos en la facultad. En estos y otros ejercicios se pasaba la vida entre poetas de poesía, y entre soldados de armas, donde se ejercitaba no solamente la pica y arcabuz, sino también el juego de la espada y daga, broquel y rodela, que había valerosos hombres diestros y animosos, donde se hacía mucha mención de Carranza, aunque hubo quien daba la ventaja a don Luis Pacheco de Narváez. Porque en la verdadera filosofía y matemática de este arte, y en la demostración para la ejecución de las heridas, excede a los pasados y presentes. En estos y otros ejercicios loables se pasa la vida en Lombardía, aunque yo traía siempre tan quebrada la salud, por causa de las muchas humedades, que determiné volverme a España después de haber visto a Venecia, y hubo buena ocasión, porque entonces iba la infantería y caballería del Estado de Milán a recibir a la señora Emperatriz a tierra de los venecianos, para traerla a embarcar a Génova. Salió aquella gallardísima gente del Estado hasta llegar a Crema, donde recibieron a la Cesárea Majestad como a tan gran señora se debía. En llegando allí para proseguir mí intento, pasé de la otra parte del río en la cabalgadura que hasta allí había traído de balde, diciéndole al mozo de mulas que yo le pagaría el resto del camino hasta llegar a Venecia; pero él lo hizo tan bien, que en la primera posada me dejó plantado sin hablar palabra, que era un pueblecillo pequeño, donde no hallé cabalgadura, ni aun persona que me respondiese palabra buena, por ser español, y por ir en traje de soldado: de manera que ni la humildad, ni el término apacible, ni la paciencia, me aprovecharon para dejar de ir a pie y sin compañía, por tierra no conocida, y madrastra de españoles. Iba caminando por unos llanos, y aun de mala gana me decían si erraba el camino. Y habiendo andado todo el día bien desconsolado, sin saber dónde había de ir a parar, ya que se ponía el sol, vi venir atravesando el camino un caballero con un halcón en la mano, y como me vio, parose en el camino hasta que pudiese emparejar con él, que estuve buen rato, porque iba despeado, tanto como triste y afligido. En llegando a él, mostrando alguna compasión, me preguntó si era soldado, respondile que sí, y díjome que estaba lejos de allí el alojamiento donde yo podía llegar aquella noche; que le siguiese hasta una casería suya, donde me albergaría hasta la mañana. Seguile, aunque con alguna sospecha, pero acordándome que la gente principal siempre es acompañada de buen término, verdad y misericordia, quitóseme el recelo que podía tener con otra compañía.




ArribaAbajoDescanso VI

Entramos por unos jardines muy grandes que estaban cerca de su casería, aunque mal cultivados y llenos de yerba que la misma naturaleza criaba acaso, llegamos a la casería, donde salieron a recibirle unos criados llenos de silencio y melancolía. Entramos en una casa, aunque de grande edificio, muy desordenada de cosa que pudiese dar gusto, sino con unas colgaduras negras y viejas, los sirvientes mustios, mudos y callados, y todo lo de la casa lleno de luto y tristeza. Yo estaba suspenso y embelesado de ver un aplauso tan lleno de horror y desconsuelo, y no seguro, sino sospechoso de algún daño mío. El caballero tenía un semblante de hombre que traía quebradas las alas del corazón, y no mandaba cosa a los criados de palabra, sino con solo el semblante, aunque furioso, macilento. llamome a cenar, de que yo tenía muy gentil gana; como dije, estaba algo sospechoso, por mi poca suerte, de alguna novedad. Cené con tanto silencio como el caballero que estaba frontero de mí, que nunca más bien me supo el callar, porque saqué el vientre de mal año a costa de la suspensión con que el caballero cenó. Yo no osaba preguntarle cosa, porque el verdadero camino para conservarse los hombres es transformarse en el humor de aquellos con quien tratan, y como no podemos saber los secretos del corazón ajeno, habemos de aguardar a que por alguna parte rompa el silencio; que es yerro escudriñar las cosas de que no nos dan parte, especialmente con personas poderosas, cuya voluntad se gobierna con el poder y el apetito. Al fin acabada la cena, y echados de allí los criados, con una voz baja, que parecía salirle de las entrañas, me dijo de esta manera: ¡Dichosos aquellos que nacen sin obligaciones, porque pasarán con suerte mala o buena, sin darles cuidado mirar por las ajenas y desvelarse en pensar qué dirán de la suya! El pobre soldado en cumpliendo con hacer lo que le toca se va a descansar a su lecho. El oficial y todos los demás de este género en habiendo acabado su ministerio hallan descanso en la ociosidad. Mas ¡ay de aquel que mirado de muchos ojos, respetado de muchas gentes, rendido al parecer de muchos juicios, sujeto al murmurar de muchas lenguas, no puede acudir a la sombra de sus obligaciones! Yo he querido, señor soldado, descansar con vos en daros parte de mis lamentables desdichas, no porque me faltara con quien descansar, sino porque las desventuras no se han de comunicar con testigos tan cercanos que cada día puedan renovarlas. Que hace mal pecho y cría mala intención representarse a los ojos el testigo de los daños propios. Y aseguroos que ninguno de estos sirvientes sabe la causa de mis infelicidades, que aunque los veis andar tan amedrentados, no saben más de lo que leen en el sobre escrito de mi rostro. Yo soy un caballero que tengo algunos vasallos y hacienda para poder pasar y vivir con descanso, si la hacienda lo puede dar, con las obligaciones que trae consigo: nací inclinado, no a las cortes ni bullicio popular, que culpa la vida y entretiene el tiempo, sino a la soledad, usando ejercicios del campo, como es la agricultura, huertas y jardines, pesca y caza de montería y volatería, en que he gastado algunos años y toda mi renta con mucho gusto, y algunas buenas obras usadas con caminantes. Pasé mucha parte de mi juventud sin matrimonio, teniéndolo por pesada carga y ocupación excesiva para la ejecución de mis ejercicios; pero como las mudanzas en el mundo son forzosas, y el cielo tiene dispuestas nuestras vidas con diversos accidentes, de bien en mal, y de mal en peor, o al contrario; sucedió un día que yendo a caza con un halcón en una mano y un corazón en otra para cebarlo, me arrebataron el mio de improviso, dejandome en él una idea que ni se ha borrado, ni se borrará para siempre jamás. fue de esta manera, que pasando a la vista de Crema salió por un callejón de unas huertas uno de los más bellos rostros, y de mayor majestad que en persona mortal jamás se ha visto: quise seguirla, y al mismo punto se tornó a encerrar en las huertas. Yo admirado de tan extraordinaria y no vista belleza, informéme con gran cuidado de su estado, nacimiento y bondad, y después de averiguado todo, hallé que era doncella honesta, hija de muy humildes padres. pareciome que no sería dificultoso el rendirla a fuerza de presentes, promesas y dádivas, que suelen rendir a las peñas más encumbradas. Visitéla por medio de algunas señoras, que no rehúsan de usar de este ministerio para acudir a hacer amistades a quien las obliga con regalos. Íbanse en una carroza en achaque de ver las huertas, y con darle muchas baterías, nunca pudieron darle asalto a la fuerza de su honesta castidad. Vine a extremo que no pudiendo sufrir la violencia de mi estrella me fui en la carroza con las dueñas, en su mismo traje, que en las barbas, había poca diferencia de mí a ellas, por ser mozo y lampiño, y fue para acabarme de matar. Porque en viéndome en la compañía de ellas y cerca de su persona, de nuevo me abrasé con el encanto de sus dulcísimas palabras, pronunciadas en mi favor, en que dijo: Quien trae tal dueña consigo, tan apacible y hermosa, otras fuerzas sabrán conquistar de más excelencia que esta triste y humilde sabandija. Estas palabras, y ver en aquel pobre traje tanta limpieza y aseo, tanta gallardía acompañada de vergonzosa gravedad, con esta tan honrada resistencia, con otras mil cosas que en ella resplandecían, me forzaron a acudir al último remedio, que fue pedirla para mi esposa, y para atajar discursos de historia tan lamentable, recibilla por mi mujer, y Recogime con ella a esta casería, donde viví con ella con tanto amor y gusto de su parte y de la mía, que no sufría una hora de división.

El día que iba a cazar, a la vuelta la hallaba llorosa, y con unas ansias y desconsuelos que me regalaba el alma, y me obligaban de nuevo a quererla como cosa divina: seis años que pasé en este gusto, bien pudieran ser envidiados de todos los pasados y presentes; que fueron tales, que solo un desagradecimiento de un pecho bajo y mal nacido pudiera atajar tan bien fundados principios. Estaba cerca de aquí un hombrecico, aunque sin calidad, de buenas partes, no consumadas, sino apuntadas, porque sabía un poco de música, y otro poco de poesía: preciábase de ser hombre de hecho, y en el pueblo donde vivía no era estimado, ni hacían caso de su persona. Trujele para guarda de la mía, y para comunicación de algunos ratos desocupados en que me hacía compañía. Adornéle de vestidos, dábale mi mesa, era el segundo poseedor de mi hacienda, y en resolución levantéle del polvo de la tierra a ser hombre principal, igual con mi persona: antes y después de descansado, siempre que yo iba a caza iba en un rocín conmigo, y si se cansaba, tornabase a la casería; esto era después de cansado, en el cual tiempo él tenía lugar de hablar con mi esposa, de que yo jamás tuve sospecha, porque él era un hombre pequeño de cuerpo, falto de facciones, dientes anchos, manos gruesas, falto de virtudes morales, inclinado a la detracción y cizaña; aunque después no le dejaba volverse de la caza hasta que yo tornase, más por cumplir con el mundo que por mala satisfacción que de él tuviese después de esta privación, apareciase todas las noches que yo venía una fantasma en los jardines que alborotaba los perros y espantaba a los criados. Yo, aunque venía cansado, levantábame a mirar todos los rincones de los jardines antes de volver a mi cama, por si topaba la fantasma. Y en saliendo de mi cama, mi esposa se encerraba por de dentro. Duró esta fantasma muchos días y algunos meses, pero notaba que los pocos días que me dejaba en la caza no había fantasma a la noche, ni yo podía imaginar dónde se recogía, hasta que una noche, habiendo venido de cazar, le dije a un criado que se estuviese a la puerta del jardín, y tuviese gran cuenta con aquella visión. Encerreme en mi aposento con mi esposa, esperando si tornaba como las demás noches, cuando comenzaron los perros a hacerse pedazos ladrando, porque la fantasma era tan grande que llegaba a la ventana y tejados: levantéme con toda la priesa que pude, y encontrando al criado que había dejado a la puerta del jardín, me dijo: No se canse vuesa merced, que la fantasma es Cornelio, su gran privado, que hace este embeleco porque mientras vuesa merced sale, él está con mi señora haciendo traición a vuesa merced; el cómo, y por dónde entra yo no lo sé si no es que algún demonio le ayude; pero sé que es verdad, y ha muchos días que pasa. fue tan encendido el furor que se me esparció por las entrañas, que arrebatándole por el cuello del jubón le di de puñaladas, diciéndole: Porque no lo digáis a otro, y porque a mí me lo decís después de hecho; echéle en una bodeguilla, y cerré la puerta con la llave maestra de la casa y del jardín, y sosegándome contra mi condición, abrasado el pecho y las entrañas de celos y deshonra fuime paso entre paso para llegar más quieto: llamé a la puerta donde estaba mi esposa, y mostrando mucho temor, preguntó si era yo La fantasma; al fin en conociéndome abrió la puerta, y viéndome mudado el color, que por más que disimulé me lo conoció, me dijo: Señor mío, ¿qué mudanza, de rostro es esa? Maldiga Dios la fantasma y quien la inventó, que tan inquieto os trae y me trae. Disimulé lo mejor que pude, diciendo que era nada, y acostándome en mi cama, ella con sus acostumbradas caricias procuró aquietarme, con que yo puse en duda su dueño y el mio. Dormí poco y mal con la batalla sangrienta que traía en mi pecho. Levantéme en siendo de día, llamé los criados de caza, y a Cornelio, con el mejor semblante que pude: fuimos al campo, y en todo el día no hallé cosa de volatería para las aves, ni caza para los perros. Túvelo por mal agüero, y allá a la tarde el traidor de Cornelio fingiose malo, por tornarse a la casería; enviele, y mandéle que dijese a mi esposa que tenía una garza echada tres leguas de allí, y no podía aquella noche iría a acompañar; pero que en amaneciendo había de dar sobre la garza. Él fue muy contento con este recado, y yo quedé con una grande máquina de pensamientos sobre la determinación que había de tomar.




ArribaAbajoDescanso VII

Siendo ya bien tarde, que quería anochecer, envié los criados a parar la garza, y siendo de noche, víneme con todo el silencio que pude a la casería, y entrando por una puerta falsa del jardín con la llave maestra, fuime derecho al aposento de Cornelio, y abriéndolo, no lo hallé dentro, sino el aposento con luz encendida. Tomé la luz, y fui por una sala que estaba pegada a su aposento, buscándole si parecía por allí: anduve toda la sala, y fui al remate de ella, que iba a dar a otra sala baja en cuyo alto estaba la estancia mía y de mi esposa: vi una escalera arrimada a la pared que llegaba hasta mi estancia, y en el remate de la escalera abierto un boquerón por donde cabía un hombre muy bien, que estaba tapado con un lienzo del Ticiano, del adulterio de Venus y Marte. Hasta entonces no había creído mi daño. Aparté la escalera de allí con intención que no tuviese por donde bajar, y como un trueno acudí a mi estancia, y llamando para cogerlos descuidados, mi esposa me vino a abrir la puerta, y él fue muy de priesa a poner los pies en la escalera, y poniéndolos en el aire, dio con su persona abajo, quebrándose ambas piernas por las rodillas. Torné a cerrar la puerta de mi estancia, y fui a recibir al caído, que iba arrastrando con las manos como toro español desjarretadas las piernas, y díjele: Ah traidor, ingrato a los bienes recibidos, este es el pago que llevan los falsos desconocidos; y arrimándolo a un madero de la escalera, después de haberle dado muchas puñaladas, le di garrote, y con la misma furia subiendo a dar de puñaladas a mi esposa, se me cayó la daga de las manos, y todas cuantas veces intenté hacerlo me hallé incapaz de mover el brazo para herir aquel cuerpo que tan superior había sido a mis fuerzas. Al fin bajéla abajo, y poniéndola junto a su amante, ya que no pude hacerla otro daño, maniatéla de pies y manos, y a él saquéle el corazón, y púselo entre los dos para que ella viese todos los días el corazón donde tan a su gusto había vivido. Y al otro criado muerto lo traje arrastrando, y le dije: Veis aquí el testigo de vuestro delito. Torné a quererla matar, y se me tornaron a desjarretar los brazos, y al fin determiné de matarla con hambre y sed, dándole cada día media libra de pan, y muy poca agua. Hoy hace quince días que no ha visto luz, ni oído palabra de mi boca, ni ella me la ha hablado, con darle yo esa miseria con mis propias manos. Y a mí no me parecen quince días, sino quince mil años, y en cada día he pasado quince mil muertes. Este es el miserable estado en que me hallo, desamparado de todo aquello que me puede dar consuelo, y tan rematado, que quisiera que Dios me hubiera hecho un hombre desechado del mundo, desnudo de obligaciones, para irme donde jamás hubiesen habitado gentes. Y pues os he hecho y dado parte de lo que nadie sabrá de mi boca, también quiero que veáis por vuestros ojos lo que tiene tan sin luz a los míos, y tan sin esperanza de volverla a ver. Y tomando una vela con un candelero me dijo que le siguiese, y pasando por un pedazo de jardín, abrió la puerta donde estaban encerradas todas sus desdichas. Representóseme luego uno de los más horrendos espectáculos que los ojos humanos han visto. Un hombre arrastrado con muchas puñaladas en el cuerpo, otro despedazado, por el costado abierto, y el corazón puesto en un escalón, junto a uno de los más bellos rostros que naturaleza ha criado. Y para mayor ocasión de dolor sucedió, que en abriendo la puerta se entraron tras él algunos perros, que en viendo a la desdichada de su esposa llegaron a lamerle las manos y rostro, y hacerle tantas caricias que a mí se me enternecieron los ojos y al marido las entrañas y el alma. Viendo la ocasión de su terneza, le dije: Señor, yo no os he hablado palabra, ni replicado cosa que me habéis dicho, por no haber visto en vuestra pasión puerta abierta, ni por haberme vos dado licencia. Pues ahora, dijo el caballero, os la doy para que digáis todo cuanto os pareciere. Y desechado todo el temor por su terneza, le dije estas palabras. Vos, señor, me habéis confesado que la primera idea que se os entró en el alma del amor de vuestra esposa, ni se ha borrado ni se borrará para siempre jamás. También me habéis dicho que este negocio, falso o verdadero, nadie lo ha sabido sino estos dos que ya no pueden publicarlo, y la honra o infamia de los hombres no consiste en lo que ellos saben de sí propios, sino en lo que el vulgo sabe y dice; porque si lo que los hombres saben de sí mismos entendiesen que lo sabe el mundo como ellos lo saben, muchos o todos se irían adonde gentes no los viesen. Vos habéis atajado con la muerte de estos lo que se podría decir. Tenéis a vuestra esposa viva, y quizás sin culpa, pues en cuantas veces la habéis querido matar no habéis podido. No os digo más sino que miréis la terneza que han causado las caricias y blandura que estos perros están usando con ella. Antes que el marido respondiese palabra, ella alentándose, y sacando una voz cansada del profundo pecho, como si saliera de algún sepulcro, dijo: Señor soldado, no gastéis palabras en vano, porque ni yo estoy para vivir, ni por cuanto, cubre el sol querría tornar a ver su luz. Pero por si alguna vez espantado de tan horrible caso os viniere a la memoria el referirlo, sepáis la verdad, porque ni condenéis la crueldad de mi esposo, ni divulguéis la infamia que yo merezco. Estos dos hombres han merecido justamente las muertes recibidas. Aquel arrastrado, porque dijo lo que no vio, ni pudo ver. Y este despedazado no por lo que hizo, sino por lo que intentó hacer como traidor, desagradecido al mucho bien que mi esposo y señor le había hecho, que procedió con tantas diligencias que yo entendí que tenía pacto con algún demonio, porque le veía en mi propia estancia sin saber por dónde había entrado, mas de que lo vi salir por debajo de una tabla de pintura, y preguntándole qué quería, me respondía: que venía a entretenerme por la ausencia de mi esposo y señor. Yo no le dije palabra mala por sus pretensiones: lo uno, porque yo jamás la he dicho a nadie; lo otro, porque después que vio mi entereza no dijo más palabra deshonesta. Y, si me culpare mi esposo y señor porque no le avisé de ello, diré que aun viéndole con enojos muy livianos me despulsaba hasta verle fuera de ellos, cuanto más decirle una cosa que tan al alma le había de llegar, y no tenía reino, ni imperio el mundo por quien yo manchase mi honra y el lecho de mi esposo y señor: y por la Piedad que en vos he conocido, y por la verdad que os he dicho, os suplico que le roguéis que no me alargue la vida, sino que me abrevie la muerte, para que vaya presto a presentar este martirio en la presencia de Dios.

Desde el punto que comenzó a hablar la desdichada, tanto como hermosa, fueron tantas las lágrimas que derramó el marido, que viendo la ocasión, le dije: ¿Qué os parece de esto, señor caballero? a lo cual sollozando me respondió: Que de la misma manera que os di licencia para hablar, os la doy para que hagáis lo que os pareciere que me está bien. Al punto cogí mi daga y corté las ligaduras de aquellos hermosos, aunque debilitados miembros, que lo estaban tanto, que sin poder tenerse, se cayó sobre mi pecho, y después se asentó en el suelo, como a descansar del gran martirio que había pasado. El marido se arrojó de rodillas ante ella, y besándole las manos y pies le dijo: Esposa y señora mía, pues no tengo que perdonaros, os pido perdón con toda humildad del mundo. No pudo responder, porque con el descanso le dio un desmayo, tal que yo entendí que quedaba muerta, y levantándose el marido con mucha priesa, trujo muchas cosas confortativas, con que la que había quedado como azucena volvió en un instante a estar como una rosa, que abriendo unos suavísimos ojos zarcos y verdes, dijo al marido: ¿Por qué señor mío, me habéis querido tornar a esta desdichada vida? Porque no se acabase la mía, respondió él; y cogiéndola entre los dos la llevamos a su estancia, donde fueron tan grandes los regalos y beneficios que se le hicieron, que al fin la reservaron de la muerte. De todo esto que aquella noche pasó, ningun criado fue testigo. A la mañana le pedí licencia para irme, para seguir mi viaje; no me dejó ir en veinte días, que lo hube bien menester para el cansancio del camino, y para el horror que había concebido de tan triste historia y espantoso espectáculo. Que de arrebatarse de su pasión, sin hacer reflexión en considerar si pudiera ser falso, hizo aquellos homicidios, y llevaba camino de acabar con la inocente e inculpable mujer, con que viviera inquietísimo, si viviera, y ella quedara infamada de lo que no había cometido; que el caballero se engañase con tantas apariencias de verdad, lastimado de la honra y de los celos, raíz de tantos y tan exorbitantes males, no es maravilla; pero que sea tanta la insistencia o pertinacia de un pecho doblado y lleno de cautelas, que por llevar su intención al cabo, lo que había de gastar con inquietud, lo gaste en estratagema, trazas y bullicios, en ofender la honra ajena, y poner en peligro su vida, cosa es que espanta, que parecen estos hombres cautelosos hechos de diferente masa que los otros. Mas parece que anduvo muy arrebatado en dar puñaladas al que le dio la nueva, y que pudiera con aquella revelación averiguar la verdad sin precipitarse. Mas la misma naturaleza, que la razón, le llevó a hacer aquel castigo justo por muchas causas. La primera y principal, porque es maldad de perversa intención, y entendimiento corrupto, y de conciencia derramada, decir un hombre las faltas ajenas de que no ha sido testigo. Lo otro, porque dar malas nuevas a nadie de lo que le ha de pesar, parece que es tener gusto de los males del amigo a quien lo dice. Lo tercero, porque chismosos y congraciadores con su cizaña tienen destruida la mitad del mundo. Hay también que notar aquí el gran sufrimiento de aquella tan hermosa como agraviada mujer, que cuantos golpes le dio la fortuna, viendose ya a la puerta de la muerte, ni perdió la paciencia a sus desdichas, ni el respeto a su marido. Ojalá todas supiesen cuánto les importa saber tenerla para conservar la paz de su casa y el amor de sus maridos: que les parece que es menos honra no dar tantas voces como ellos siendo más poderosos. Yo había quedado tan escandalizado y sin gusto de lo que había oído y visto, que aunque me rogaron encarecidísimamente que me quedase allí por toda la vida, o por algún tiempo, no pudo acabarse conmigo: pero neguéselo dándoles a entender que iba muy contento de la obligación en que me había echado, loando mucho al caballero el valor que había mostrado en reparar su honra, y a ella la entereza y conservación de su reputación. Dentro de los días que allí estuve eché de ver la razón que tenía el marido de estar muy enamorado de aquel apacible y divino semblante, tan lleno de gravedad honesta, que cierto en la hermosura del rostro, gallardía del cuerpo, mansedumbre de condición y suavidad de costumbres, era un retrato de doña Antonia de Calatayud. Yo para asegurarme del todo del temor que pudiera haber concebido, y dejarlos gustosos, les dí palabra de volver a su servicio, o a su casa en acabando mis negocios en Venecia, y con esta condición me dejaron ir, que como yo tenía algún temor de algún daño de su parte, ellos lo tenían de mí porque no revelase lo que había visto; que todo este artificio han menester los que son testigos de daños ajenos, y no les ha de parecer que son señores de las personas cuyos secretos saben. Que se ven grandes daños y se han visto en esta máquina sobre las personas que han revelado secretos, Al fin yo me despedí de ellos con mucho beneplácito suyo, y regalo que me hicieron. Cogí mi camino encomendándome a Dios, espantado de tan nuevo suceso, y lleno de tantas desdichas; pero muy contento de verme libre de tan intrincado laberinto, y loando mucho en mí la honra y estimación de las mujeres italianas principales, y el recato con que se guardan y las guardan. Habiame apartado ya cosa de una milla de los jardines, volviendo atrás muchas veces la cabeza hasta que los perdí de vista, que me pareció que estaba ya cien leguas de ellos; cuando vi venir dos hombres a caballo a toda priesa hacia mí; miré si en todo aquel llano había alguna población o casa adonde recogerme y ampararme, y vime tan solo, que no pude tener recurso para huir, porque yo entendí realmente que ellos se habían arrepentido en dejarme venir, habiendo sido testigo de todo lo pasado. Yo comencé a llamar a Dios en mi favor, porque cuanto más andaban los caballos más crecía mi temor. Al fin ya que llegaron cerca de mí, pareciome esperar su determinación. Llegaron con el peor término del mundo, y dijeron: Téngase, señor soldado. Yo respondí: Tenido soy para lo que vuesas mercedes mandaren.

Eran dos hombres con dos escopetas, y unos cuchillazos de monte con que desollaban los animales; las caras tostadas, las palabras desapacibles, como dichas a español que iba solo, y a pie. Porque preguntandoles qué era lo que mandaban, respondieron con el peor modo del mundo: No le mandamos nada, que atrás viene quien se lo mandará; con que me hicieron temblar y confirmar mi temor. Pero señores, les dije, ¿qué ofensa hice yo al señor Aurelio, para que de este modo me traten? Él se lo dirá, respondieron. Yo dije: Déjenme seguir mi camino, señores. Y dijo el uno: Estése quedo, sino arrojarele dos balas en el cuerpo. Yo eché de ver que no se podían llevar por humildad, y hice una cuenta entre mí: si estos vienen a matarme poco ha de aprovecharme la humildad, porque aquí no hay segundo lance para la disimulación; y si no vienen a matarme, no quiero que me tengan por cobarde. Y así en diciendo de las dos balas, poniendo mano a la espada de él, dije: Pues si me tirare, aciérteme; sino por vida del rey de España que les tengo de desjarretar los caballos, y hacer pedazos las personas. Bravata de español, dijo el uno de ellos. En esto llegaba ya el caballero en un gentil portante, y como vio la espada desenvainada, preguntando qué era, le respondí: No sé yo en qué se puede fundar una cosa tan injusta como querer dar la muerte a quien ha querido dar la vida. No entiendo ese lenguaje, dijo el caballero. Los criados se sangraron en salud, diciendo: Señor, como nos enviasteis a detenerlo, que él quería pasar adelante, entonces le amenazamos con una pistola, y él a nosotros con decir que nos haría pedazos a nosotros y a los caballos a lo cual respondió el caballero: Yo no os envié a detenerlo para hacerle mal, sino para hacerle bien, que no me espanto que a dos hombres que yendo a caballo, y bien puestos queriendo tratar mal a un hombre de a pie, solo y honrado, se les atreva a eso y a mucho más. Apeaos vos del caballo, y dadle esa escopeta al soldado español, y suba en el caballo, y acompañadle hasta Venecia; y si os enviare luego, volveos, y sino esperadle, y díjome a mí: Señor soldado, la confusión, causada por mis trabajos, hizo que me descuidase de mi obligación, y mi esposa con su angélica condición, enamorada de vuestra piedad y olvidada de mi rigor, os envía en esta bolsita cien escudos para vuestro camino, y esta joya de su misma persona, que es una cruz de oro, esmeraldas y rubíes; y queda con esperanza de tornar a ver quien reparó tanto derramamiento de sangre. Arrojéme a sus pies, agradeciéndole tanto bien y honra, y subí en mi caballo, llevado por el mozo de mulas que me había querido matar. Llegué a Venecia tan rico, a mi parecer, que la podía comprar toda. Díjele a mi mozo de mulas que me llevase a una muy gentil posada, como práctico en la ciudad, y entrando en ella, no vi la hora de echarlo de mí, porque yo lo traía de tan buena gana conmigo como él venía: reposé aquella noche, y a la mañana despedilo.




ArribaAbajoDescanso VIII

Miré con grande admiración la grandeza de aquella república, que siendo tan rica y de tanta estimación, que se persuaden a que tienen más razón de desvanecerse que todas las naciones del mundo, no lo parecen en el trato de sus personas, porque andan tan desautorizados, que quien no los conociere, no los estimará en lo que son. Y para la vanidad suya pasó un cuento gracioso entre un noble veneciano y un portugués, gente idólatra de sí propia, que no estima en nada el resto del mundo; y fue, que yendo yo a pasar por una puentecilla pequeña, que llaman del Bragadin, me detuve, porque venía un magnífico detrás de mí; túvele respeto, porque ellos quieren que se le tengan; y de la otra parte de la puente venía un portugués, de razonable talle, mirando hacia el horizonte, con unos guantes de nutria en las manos, y unas botas arrugadas en las piernas, muy tieso; de suerte, que llegando al medio de la puentecilla el magnífico entendió que el portugués le hiciera la cortesía que era de razón por estar en su tierra, y el portugués quería lo mismo estando en el agua. Sucedió, que llegando al medio de la puente ambos con mucha majestad chocaron: y por no caer en el agua, el portugués apretó, y el magnífico no osó ladear; cayeron los dos, el magnífico de espaldas, que era delgado de piernas, y el portugués de pechos, que por poco no dieron ambos en la mar. Levantose el portugués de presto, limpiose el polvo con los guantes de nutria, y el magnífico las calzas de lacre, limpiándose las espaldas; y después de limpios paráronse a mirar el uno al otro, y habiéndose estado un rato suspenso, dijo el magnífico al portugués: ¿É vu sabi che mi sono veneciano, gentil huomo patricio? Y el portugués al mismo tono respondió, o preguntó: ¿É vos sabedes que eu saon portugues fidalgo evorense? El veneciano con mucho desprecio le dijo: Ande el bordel, beco cornuto. Y el portugués, dando con el pie, le respondió: Tiraivos la patife. fue cada uno su camino, volviendo el rostro atrás; el magnífico, señalando con el dedo al portugués, diciendo con mucha risa: No va il, pazzon. Y el portugués al mismo modo, decía: Ollay, o parvo. De suerte, que yo no pude averiguar cuál fue más fantástico y loco de los dos, aunque está la presunción por el portugués, por haberse atrevido en tierra ajena, y donde tan poco amados son los españoles; que alabando a los venecianos su ciudad dicen, que no hay en ella calor ni frío, lodo ni polvo, moscas, ni aun mosquitos, pulgas ni piojos, ni aun españoles. Son tan estadistas, que para lo que aman y han menester, no hay encarecimiento en el mundo de que no usen: y para lo que aborrecen no hay palabras tan obscenas de que no se aprovechen.

Llegó un noble de aquellos a comprar un poco de pescado, y con grandes caricias y amores le preguntó el pescador, sin conocerlo, cómo estaba su mujer e hijos; y a él le dijo que era muy hombre de bien; pero en no queriendo darle el pescado al precio que él quería, le dijo que era un cornudo, y su mujer: una putana, y sus hijos unos bardajes. Vi otras cosas allí muy de notar, en razón a la superioridad que les parece que pueden tener por su antigüedad y gobierno. Fuime a mi posada a la hora de comer y apenas hube llegado cuando, habiendo comenzado la comida, me dijeron que me buscaba una señora principal en una silla, diciendo: ¿Dónde está aquí un soldado español? Vi que no había otro sino yo, levantéme, y fui a ver lo que me mandaba; vi salir una mujer de la silla, de muy gentil talle y muy hermosa, y no menos bien aderezada, que con muy grandes caricias, palabras dulces y regaladas, me dio la bien venida, de que yo quedé dudoso y confuso, entendiendo que realmente me hablaba por otro, y así le dije: Señora, no me hallo digno de tan grande y autorizada visita como esta; suplícoos que advirtáis bien si soy a quien buscáis. Ella respondió con alegre semblante, echándome los brazos al cuello: Señor soldado, bien sé a quién busco, y a quién he hallado. Yo soy la señora Camila, hermana del señor Aurelio, de cuyas manos recibí anoche una carta, en que me manda que os hospede y regale, no como segunda persona, sino como a la suya misma, todo el tiempo que gustáredes estar en Venecia. Yo respondí: Bien creo que de un tal, excelente caballero me ha de venir todo el bien del mundo, y comenzando por tan gallarda y discreta señora, habrá de suceder todo bien. Ea, pues, dijo ella, seguidme, que aunque toda esta mañana no he podido dar con vuestra posada dejé mandado en la mía que os tuviesen aderezada la comida, como para tal persona. Y rehusándolo yo, por tener ya hecho el gasto, dijo: que había de hacer por fuerza el mandamiento de su hermano: y así pagando lo que debía en la hostería me llevó consigo, no dudando yo en lo que decía; pero fui imaginando si acaso sería traza de su hermano, para ejecutar en Venecia lo que no había hecho en su casería. Mas ella me llevó con tanta blandura y amor a su casa, que se me quitó cualquiera imaginación y sospecha. Entramos en una sala muy bien aderezada, donde hallé puesta la mesa con muchos y muy escogidos mantenimientos, en que me entregué tan de buena gana como lo había menester; porque fuera de ser muy a gusto la comida, la partía y repartía la señora Camila con aquellas argentadas manos, no cesando de encarecer la voluntad y fuerza con que el señor Aurelio, su hermano, se lo había mandado. después de haber comido sacó una carta firmada de Aurelio, en que decía estas palabras: «Con cuidado me dejó un soldado español, huésped mío, cuyas acciones descubrían ser hombre principal; no le regalé como quisiera, si bien vuestra hermana y mi esposa le envió al camino una bolsilla de ámbar con cien escudos, y de su persona una cruz de oro, rubíes y esmeraldas, que no pudo más por ahora: buscadle, dándole el hospedaje y regalos que a mi propia persona, sin dejarle gastar cosa alguna en todo el tiempo que estuviere en Venecia; y si hubiere de volver acá, dadle lo necesario para el camino. «Yo, con las señas de la carta, acabé de enterarme en creer que era verdad cuanto la señora Camila me decía, y los regalos recibidos y los que había de recibir eran por cuenta de aquel gran caballero Aurelio. Díjome luego que trujese mi ropa o maleta a su casa; porque en todo el tiempo que estuviese en Venecia ni había de comer ni dormir fuera de ella, ni gastar sino a su costa. Halléme obligadísimo, y díjele, que yo no había traído maleta, ni otra prenda, sino a mi persona gentil; y ella mandó a una criada que me trujese un cofrecillo pequeño para darmele. Trújolo, que era labrado con toda la curiosidad del mundo: dio me la llave de él, y dijo que echase allí mis papeles y los guardase, porque en Venecia había mucho peligro de ladrones: holguéme de ver el cofrecillo, y encerré dentro de él mis papeles y dineros, y la joya, que ella se holgó mucho de ver, y le dio mil besos por haber sido de su cuñado, a quien ella dijo que quería infinito. Eché la llave al cofrecito, y roguéle que lo guardase. Ella dijo, que mejor estaría en mi poder, por si quería sacar dineros, aunque no los había menester mientras estuviese en Venecia. Yo le respondí, que para haberlos menester o no, mejor estaban en su poder que en el mío. Y al fin porfiando, aunque ella lo excusó, le hice que me le guardase. A la noche me tuvo muy gentil cena, autorizándola con su gallarda presencia, que realmente era muy hermosa. Pasé aquella noche muy contento, por haber comido a costa de una tan gentil dama.




ArribaAbajoDescanso IX

En amaneciendo vino a visitarme, preguntándome cómo me había hallado, y si había menester alguna cosa la pidiese con libertad, porque ella iba a hacer una visita a una gran señora, y que si ella no tornaba a comer sus criados y criadas me regalarían. No vino a comer, ni en todo el día pareció. Esperé hasta la noche: tampoco vino. No dejé de tener alguna pesadumbre, dando y tomando en si podía por algún camino ser traza o cautela; porque ella me había dicho que en Venecia no me fiase de ninguna mujer, por principal que me pareciese, porque me habían de engañar; pero considerando que aquellas señas de aquella carta por ningun camino podían saberlas sino del mismo Aurelio, me sosegué. Por la mañana, como no me visitó a la hora que el día antes, ni mucho después, pregunté a una sirvienta de la casa si era levantada la señora Camila, y respondiome que no había tal mujer en aquella casa. Repliquéle, y tornome a responder lo mismo. Pero otro sirviente, que debía de estar hablado, acudió, y preguntóme que le quería, que estaba en cierta visita de una señora enferma. Fingí que me sosegaba con eso, y preguntándole al otro sirviente a solas si era aquella casa suya, me respondió que no sabía más de que había alquilado aquella sala para un gran caballero español. Callé, y fuime a la primera posada a preguntar si conocían aquella señora que me había venido a buscar, o si sabían dónde vivía, y respondionle uno muy presto: Quien os podrá decir su casa mejor que nadie es el que vino aquí con vos, que es con quien enviasteis el caballo, porque él venía con ella mostrándole vuestro alojamiento; y esa que vos tenéis por gran señora es una ramera que vive de hacer estafas y engaños. Sin replicar más palabras me salí desesperado de verme despojado de mis dineros, joyas y papeles con la bellaquería del que había venido conmigo, que le había dado las señas de lo que traía, por donde fingió la carta que me mostró: pero visto que ella misma me había avisado del engaño que me había de hacer, reportéme, y fui a ver si podía reparar el daño a la posada donde ella me había llevado. Y preguntándole al mozo que había vuelto por ella si había venido la señora Camila, me respondió: Señor, aquí vino ahora, y como no os halló se tornó a la enferma, pero mirad si la queréis algo, que yo la iré a llamar. Quiérela, respondí yo, para que me dé unos papeles en que están las señas de mi persona, porque tengo aquí una póliza de doscientos escudos que cobrar de un cambio, y sin este papel que digo no se pueden cobrar. Dijo el sirviente: Pues yo iré en un instante a avisarle de eso. Mientras él iba yo fingí la póliza con las señas que en el pasaporte que traía de Milán venían. Apenas acabé de escribir la póliza, cuando vino mi señora doña Camila desalada, pensando coger los doscientos escudos con todos los demás: y es de creer que habría visto ya papel de las señas él, pues estaba en su poder, y tendría otra llave del cofrecito. Díjole mi recado, y saqué la póliza del seno, y en mostrándosela envió a una criada por el cofrecillo; torné de muerto a vivo, y díjele a la señora que me buscase un caballero a quien diese poder para cobrar aquella póliza, porque no quería que el embajador de España me la viese, porque me conocía. Ella me trujo luego un rufianazo suyo, muy bien puesto, diciendo que era un caballero muy principal. Díjele que trujese un escribano para darle el poder; y la señora Camila, por más favorecerme, dijo que quería que fuese de su mano. Fueron por él, y entretanto yo cogí mi cofrecillo, y fui a buscar un barco en que acogerme. Dejélo concertado, y volví a la posada, donde hallé a la señora, y al rufo, y al escribano; diles el poder y la póliza, y el papel de las señas, con que quedaron muy contentos, y yo mucho más: y porque ya era de noche, les supliqué que se cobrasen muy de mañana aquellos doscientos escudos, porque quería hacer un gran servicio a la señora Camila. Fui a pagar al escribano, y no me lo consintió. Fueronse, y yo torné a suplicarles que fuese luego por la mañana la cobranza con mucho encarecimiento: diéronme la palabra que a las ocho estaría cobrado.

Al salir de la calle asoméme, para en saliendo ellos salir también yo. Volvió el gayan la cabeza, riéndose de la burla que me hacía, y como me vieron, torné de nuevo a encomendarles la brevedad de la cobranza, de que ellos se rieron mucho, como antes le había dado el cofrecillo con sencillez, creyeron que todo fuera así. En trasponiendo la calle cogí mi cofrecillo debajo de la capa, y fuime a mi embarcación; no había andado treinta pasos cuando me encontró aquel sirviente que andaba en favor de la señora Camila, y preguntándome que a dónde iba con tal priesa, respondile que iba a llevar aquel cofrecillo a la señora, que se acababa de apartar de mí por aquella calle abajo, y señaléle una calle por donde, aunque anduviera toda la noche, no toparía con ella. Dijo: Pues yo iré a avisarla de ello, vuélvase a la posada. Él fue por su calle, y yo derecho al barco que me estaba aguardando, con tan buenos alientos, que amanecimos treinta leguas de Venecia, y contando a los pasajeros algo de lo que me había pasado, dieron en quién podía ser por el modo del engaño y el artificio de que usó; pero cuando supieron que había gastado en regalarme su dinero, holgaron de saberlo para publicarlo en Venecia. No supe si echaría la culpa a mi facilidad en creer, o la fuerza de su engaño en decir, porque aunque es verdad que es dificultoso librarse de una cautela engendrada de una verdad clara y evidente, con todo eso arguye liviandad el arrojarse luego a creerla; pero es tan poderoso el embeleco de una mujer hermosa y bien hablada, que con menos circunstancias me pudiera engañar. La facilidad en creer es de pechos sencillos, pero sin experiencia, especialmente si la persuasión va encaminada a provecho nuestro, que en tal caso fácilmente nos dejamos engañar. Yo me vi rematado y perdido, no sintiendo tanto el agravio de la persona como la falta del dinero, que tanta me había de hacer; y así no fue el ingenio quien me dio la traza, sino la necesidad, por verme, pobre y en tierra ajena, y que ningún camino lícito y fácil podía deshacer mi agravio, sino por otro engaño semejante o peor. Mas Dios me libre de una mentira con tantas apariencias de verdad, que es menester ayuda del cielo para conocerla, y no rendirse a darle crédito. Aunque mirándolo bien, ¿qué conocimiento, o qué prendas de amistad o amor habían precedido entre aquella mujer y yo para que tan fácilmente gastase conmigo su hacienda, y para que yo me persuadiese a que había sencillez en aquel trato? La resolución de esto es, que yo tengo por sospechosos ofrecimientos y caricias de gente no conocida. Y es yerro sujetarse a obligaciones cuyo principio no tiene fundamento; y así es lo más cierto en semejantes ofrecimientos agradecer sin aceptar, que el mayor contrario que un engaño tiene es no rechazarlo con darlo a entender, sino en entendiéndolo, echarlo a buena parte, que el trato apacible señorea todo lo que quiere. Y dos cosas hallo que granjean la voluntad general y encubren las faltas de quien las usa, que son cortesía y liberalidad, que ser un hombre pródigo de buenas cortesías y palabras amorosas, y no miserable de su hacienda, siempre engendra buena sangre y mucho amor en los que le tratan.




ArribaAbajoDescanso X

Yo no me arrojé tanto a la navegación por saber qué viaje había de llevar, como por huir de aquella embustera y su traga sangre: y así me fue forzoso, alargar mi viaje más de lo que convenía para disponer mi camino para donde mejor me estuviera. Topéme entre los pasajeros uno que dijo que iba huyendo porque le habían levantado un testimonio muy pesado, y que había puesto agua en medio en tanto que o se averiguaba la verdad, o se deshacía el mal nombre que había cobrado. Tengo, le dije, por yerro notable volver el rostro y dejar las espaldas que reciban los agravios y heridas, cuyos golpes han de dejar cardenales irreparables. Que en tanto que parece la presencia del agraviado, cada uno quiere más poner duda en el caso, que no arrojarse a manchar la reputación ajena. Y para la averiguación de los delitos, el mayor y más evidente testigo es huir el rostro. En poco estima su opinión quien no teme las heridas de la lengua ausente. No hay hombre tan ajustado que no tenga algún émulo, y por no dar lugar a las asechanzas de este no se ha de apartar de su vista que los mal intencionados de cualquiera átomo toman ocasión para empozoñar las intenciones del mundo, contra quien desean ver fuera de él. Con estas y otras cosas que le dije le persuadí a que se volviese a Venecia, que me importó algo; porque desembarcando en el primer pueblo que vimos, por ir costeando, me hallé cerca de Lombardía, de donde yo tomé la derrota de Génova, y él la de Venecia, que por el buen consejo dejé de rodear más de doscientas leguas que hay por agua desde Venecia a Génova, adonde pensé hallar a D. Fernando de Toledo, el tío; pero habiendo pasado adelante, me di aquella noche, aunque borrascosa, tan buena priesa, que le alcancé en Saona al tiempo que se quería partir. fui recibido alegremente, que lo había muy bien menester por la melancolía que traía conmigo, nacida de una perpetua enfermedad de corrimientos, que siempre me han traído corrido, a las partes hipocondríacas. Venimos la vuelta de España, dejando a la mano derecha la costa del Piamonte y Francia, poco seguro entonces por las compañías que andaban de gente perdida, gobernada por su antojo y voluntad, fuera de la de su rey. No tomábamos puerto para lo necesario sino en las riberas que más cómodas parecían para asentar el rancho, dejando a buen recaudo once falúas en que veníamos. Comíamos, y buscábamos agua y leña.

Yo había sacado de Génova una bota de diez azumbres de muy gentil vino griego, que me hizo gran compañía y amistad hasta llegar a las pomas de Marsella, que son unos montones muy altos y pelados, sin yerba, ni cosa verde, estériles de árboles, y de todo lo demás que puede dar gusto a la vista. Pues llegando a este paso, porque no fuese sin trabajo la jornada, siendo mi falúa la postrera, encalló muy cerca de estas pomas, en una que del batidero de las olas tenía hecho un poyo o bancal bien largo. Así como encalló dijo el arráez: Perdidos somos. Yo como sabía nadar, y vi cerca donde podía ampararme, quiteme, y arrojé una saltambarca que traía, y púseme al cuello como tahalí la bota, que ya llevaba poca substancia, y a cuatro o seis brazas llegué al poyo de la poma; entretanto desencalló la falúa, y fueronse los marineros no haciendo más caso de mi que de un atún: y aunque les di voces, o no las oyeron por el ruido de las olas, o no las quisieron oír por no ir contra su natural costumbre, que es ser impíos, sin amor y cortesía, tan fuera de lo que es humanidad como bestias marinas ajenas de caridad. Yo me hallé perdido y sin esperanza de consuelo, sino era de Dios y del ángel bendito de la guarda; considerando que había de ser de mí sino era que acaso pasaba por allí algún bajel o barco que me socorriera en tan apretada necesidad. Estuve desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde esperando si pasaba quien me pudiera socorrer, teniendo confianza que aquel gran caballero se había de compadecer de mi trabajo; pero los marineros fueron tan crueles bestias que le dijeron que me había ahogado. Yo de cuando en cuando me alentaba con mi bota, hasta tomar determinación en lo que había de hacer. Resolvíme de entregarme a la tiranía del mar, bestia insaciable y fiera cruel, y para esto desnudéme de un coleto de muy gentil cordobán, y con la punta de la daga, y dos docenas de agujetas que traigo siempre que camino, cogilo por la delantera, falda, brahones y cuello tan estrechamente, que pude hincharlo sin que el viento se saliese. Vacié la bota del santo licor que había quedado, y hinchándola muy bien, hizo contrapeso al coleto. Hice la misma diligencia con las botas enceradas, que asidas de las ligas, ayudaban también a sustentar. Descalcéme los valones, porque el agua se había de colar por las faltriqueras, y quedéme con solo el jubón y camisa, porque siendo de gamuza no se rendiría tan presto a la humedad. Y puesto de esta manera, y acordándome que los caminos guiados por Dios son los acertados, le dije de esta manera: Inmenso Dios, principio, medio y fin sin fin de todas las cosas visibles e invisibles, en cuya majestad viven y se conservan los ángeles y los hombres, universal fabricador de cielos y elementos, a ti que tantas maravillas has usado en este con tus criaturas, y que al bienaventurado Raymundo, estribando en solo su manto, por tantas leguas de agua guiaste a salvamento, y en este mismo lugar a los marineros que se iban tragando las indomables olas, con solo un ruego de tu siervo Francisco de Paula, aquietándolas, libraste de la muerte que ya tenían tragada: por el nacimiento, muerte y resurrección de tu sacrificado Hijo, Redentor nuestro, te suplico que no permitas que yo muera fuera de mi elemento. Y luego dije al santo ángel de mi guarda: Ángel mío, a quien Dios puso para guarda de este cuerpo y alma, suplícote por el que te crió y me crió, que me guíes y ampares en este trabajo. Y dichas estas palabras, y asido muy bien de mi barco, me arrojé con muy gentil brazo sobre el coleto y la bota, comenzando a usar de mis cuatro remos valerosísimamente, no de manera que me cansase, porque como llevaba el barco de viento, iba braceando poco a poco de modo que no se rindiese la fuerza al cansancio. No osaba imaginar en la profundidad de agua que llevaba debajo de mí, por no desalentarme, ni osaba pararme, porque bien sabía yo que mientras el cuerpo hace movimiento no le acometen los hambrientos animales marinos: y si alguna vez sentía flaqueza en los remos, tendíalos sobre el agua: fiando lo demás del barco, que alguna vez me consolaba con la fragancia que salía de la bota, que iba muy cerca de las narices: comenzaba a rezar, pero dejábalo, porque me faltaba la respiración, que para semejante conflicto es muy necesaria. Anduve una hora, ya descansando, ya navegando, hasta que comenzó a refrescar un viento que venía de África, y me traía hacia la tierra, que me era forzoso resistirlo, porque no diese conmigo en una poma de las que tengo dichas, y me hiciese pedazos. Pero estando en este último peligro descubrí una caleta, con que respiré con nuevo aliento, y caminando o navegando hacia ella, el mismo viento meridional me ayudó milagrosamente. Ya que llegaba tan cerca que descubrí muy bien toda la caleta, vi a la orilla de ella un hombre merendando, que me dio nueva fuerza con verle, y que comía. Pero de la misma manera que yo me alegré y esforcé con verle, él se espantó de mí, entendiendo que fuese alguna ballena o monstruo marino. Vino una ola tan grande, que me llevó tan cerca de la caleta que hice pie y al mismo punto el hombre espantado echó a huir a la tierra adentro. Y un lebrel que con él estaba saltó al agua contra mí, y lo pasara mal si no fuera por la daga, que siempre me acompañó, porque picándole con ella saltó en tierra, y fuese huyendo tras su amo. En las caletas siempre está sosegada el agua, y como yo hacía pie salí a tierra, hinqué las rodillas ambas en ella, dando gracias a la primera causa: pero puestos los ojos en la merienda que el otro había dejado, miréme con mi bota y coleto, cosidos con el jubón y las botas enceradas, que también hacían su figura, y no me espanté que me tuviera por cosa mala. Arremetí con un pedazo de pan y otro de queso, que había dejado con un jarro de vino, y sacando el vientre de mal año, juraré que en mi vida comí cosa que más bien me supiese. Pero estando con el jarro en la boca, vinieron diez o doce hombres, cum fustibus et armis, que los había movido el huidor, a matar la ballena, y como no la hallaron, preguntáronle al buen hombre que dónde estaba, y a mí si la había visto. Él quedó confuso, yo respondí en italiano, que no osé en español, que allí no había llegado ballena, ni otra cosa que pudiese parecerlo, sino yo del modo queme veían, y que aquel hombre había huido por dejarme la merienda. Riéronse de él, diéronle matraca, llamándole borracho y otras cosas en lengua francesa, con que rieron harto, y a mí me tuvieron lástima de verme tan mojado y desnudo. En el mismo tiempo venía una falúa con doce remos, por mandado del maestre de campo a buscarme, porque les dijo que había de ahorcar al arráez si no me llevaban vivo o muerto.

Hiceles señas con la bota, que era la mayor que yo podía dar para mi conocimiento y su gusto, y luego dieron la vuelta a la caleta, adonde me hallaron puesto el sol, más afligido que perro manteado, temblando y encogido. Echáronme en la falúa, todos admirados de verme vivo habiendo pasado tal trabajo en tantos años de edad, que ya tenía cerca de cincuenta. Lleváronme a Marsella, donde aquel gran caballero, amado y conocido de todo el mundo, me acarició y regaló, aunque como aquel trabajo me cogió en años crecidos, siempre me duró, y todos los inviernos me resiento de aquella humedad y frialdad. Parecí yo en esto a un escarabajo que estando en compañía de un caracol, recogido por miedo del agua, confiado en sus afillas se determinó de volar a buscar lo enjuto, y levantándose, dijo el caracol: Allá lo veréis, y le dio una gota gruesa, y lo arrojó en el arroyo de la creciente: confiando yo en que sabia nadar y los otros no, arrojéme al charco de los atunes, como dice D. Luis de Góngora me pudiera suceder lo que al escarabajo, si Dios no lo remediara, que para una bestia tan cruel y desleal como el mar no aprovecha saber nadar: que echarse un hombre en el mar es echarse un mosquito en la laguna Urbion. Los animales de la tierra están enseñados a tratar con un elemento fiel, amigable, suave y apacible, que donde quiera da acogida, y sustenta al cansado pero el mar ingrato, tragador de los bienes de la tierra, sepultura perpetua de lo que en él se esconde, que se sale a la tierra a ver si puede llevarse adentro lo que está en la orilla; hambriento animal de todo lo que puede alcanzar, asolador de ciudades, islas y montañas, envidioso enemigo de la quietud, verdugo de vivos y despreciador de muertos, y tan avariento que estando lleno de agua y de peces mueren en él de sed y de hambre, ¿qué puede hacer, sino destruir a quien de él se fiare? y así parece que con sola la mano de Dios puede hacerse lo que estos días pasados sucedió en la toma de la Mámora a don Lorenzo y al capitán Juan Gutiérrez; a éste que nadando, y sin ayuda, y con muchos años acuestas, quitó a cinco moros un barco en que iban; y a D. Lorenzo, que habiendo nadado toda la noche, azotado de las levantadas olas, llegando al barco donde pudiera descansar de tan inmenso trabajo, alentándose con fuerzas sobrenaturales, dijo: que no quería entrar en el barco porque recogiesen a otros que venían atrás más necesitados que él, y pasó adelante. Caso es pocas veces o ninguna visto. Yo llevé: mi trabajo, y una reprehensión por el atrevimiento, porque la confianza me pudo costar la vida que yo realmente por mostrar que sabía nadar y que tenía animo desvanecido para atreverme, fue causa de arrojarme tan sin consideración, aunque de las cosas tan arrebatadas da poco lugar el discurso; pero mejor fuera aguardar la fortuna de todos que anticiparme con la mía, que tan poco favorable me ha sido, que cuando la vanidad engendra el atrevimiento ha de ser en los que tienen experiencia en su buena fortuna; ¿pero de qué importancia me podía ser a mí cobrar fama de nadador, no siendo renacuajo ni delfín, ni habiendo de ser marinero? ella fue vanidad, temeridad y disparate.



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