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Buenos Aires y Córdoba en 1729

según cartas de los padres Cayetano Cattaneo y Carlos Gervasoni, Societatis Iesu

Gaetano Cattaneo



portada



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ArribaAbajoBuenos Aires y Córdoba

Estudio preliminar


Las crónicas y descripciones de nuestro país en la época colonial, escritas por viajeros o misioneros, y aun por los propios habitantes, son sumamente escasas. La dificultad de los viajes, los peligros y el estado de atraso en que se encontraba nuestro suelo, el retardo con que se iniciaron las primeras impresiones y publicaciones, todo contribuía a mantener el letargo semisalvaje en que se vivía durante los siglos XVI, XVII y XVIII por estas tierras tan alejadas de los centros culturales y comerciales de la época. Los relatos de Schmidel, Barco Centenera, Concolorcorvo, Aguirre, Acarete du Biscay, Félix de Azara y otros pocos, son las únicas fuentes que nos sirven para reconstruir nuestro pasado tal como lo vieron quienes se animaron a llegar hasta las entonces inhospitalarias márgenes del Plata. De ahí el inmenso valor que tienen las cartas anuas y privadas, escritas por los misioneros jesuitas arribados a la Argentina para dedicarse con sin igual entusiasmo   —10→   a la catequización de los indígenas de todo el país, ya que si bien en misiones es donde lograron su mayor y mejor obra, han dejado las huellas de su paso por todo el territorio, en colegios, iglesias y reducciones.

Cinco de esas cartas privadas, escritas por los padres Cayetano Cattaneo y Carlos Gervasoni en el primer tercio del siglo XVIII, ofrecen un extraordinario interés por la minuciosa descripción que hacen de las costumbres del país, y sobre todo, por los datos concretos que nos suministran acerca de la edificación en general y de la construcción de los principales templos de Buenos Aires y Córdoba.

Dichas cartas fueron traducidas por el señor José Manuel Estrada y publicadas en la Revista de Buenos Aires, que dirigían don Vicente G. Quesada y don Miguel Navarro Viola, allá por los años 1865 y 66. Pero la traducción citada adolece de algunos defectos, y lo que es aún más importante, de lagunas y omisiones, provenientes las más de ellas de la dificultad que tuvo el señor Estrada para consultar el libro original de donde extrajo las cartas, que como veremos a continuación, es una pieza bibliográfica sumamente difícil de encontrar aun en las grandes bibliotecas públicas. Además, la Revista de Buenos Aires, pese a que se reeditó no hace muchos años, es también poco accesible al público en general, a lo que debe sumarse el inconveniente de haberse publicado las cartas en diversas entregas, sin seguir un orden riguroso, y fraccionándolas de acuerdo a las necesidades de la impresión; todas estas razones   —11→   me indujeron a traducirlas de nuevo, sin omitir párrafo alguno y teniendo a la vista las dos ediciones princeps y la primera traducción francesa de la obra de Ludovico Muratori, en que se publicaron originariamente.

Puede afirmarse que, para el estudio de la arquitectura colonial en la Argentina, son imprescindibles esas cartas, por los datos fundamentales y fidedignos que suministran. Desgraciadamente, en más de una ocasión, y muy probablemente debido a la dificultad con que se tropieza para obtenerlas, han sido citadas con alguna alteración de su texto, dando lugar a interpretaciones erróneas acerca de los presuntos autores de nuestras principales obras arquitectónicas pretéritas.

El padre Cattaneo escribió varias cartas desde nuestro país, enviadas unas a su hermano José, y otra a un íntimo amigo, el noble veneciano Francisco Baglioni. Otro tanto hizo el padre Gervasoni, dirigiendo su correspondencia, ya a su hermano Angelino, ya al padre Comini, su amigo y compañero de comunidad. Habiendo llegado a poder del señor Ludovico Antonio Muratori un lote de las cartas escritas por el padre Cattaneo a su hermano, que le fueron facilitadas por la viuda de éste, resolvió incluirlas como apéndice a una obra que tenía en preparación acerca de las Misiones jesuíticas del Paraguay, y es así como en el año 1743 salieron a luz las tres primeras misivas que tradujo Estrada. En la introducción de su libro, Muratori dice que tuvo en su poder un buen lote de cartas del padre Cattaneo, pero que por tratar en ellas muchos asuntos de carácter familiar y   —12→   privado, se concretaría a publicar las tres mencionadas. Asimismo manifiesta haber tenido noticia de la carta dirigida por el padre Cattaneo al señor Baglioni, como también las escritas por el padre Gervasoni, pero la circunstancia de haberlas facilitado dicho señor al conde Francisco Algaroti, quien las llevó consigo a Prusia con ánimo de publicarlas, le impidió hacer uso de las mismas.

Sin embargo, años más tarde debieron llegar a su poder, por lo menos dos de las del padre Gervasoni, pues en una segunda parte de su obra, que se editó recién en 1749, se publicaron las otras dos cartas que con las del padre Cattaneo forman el conjunto que hoy damos nuevamente al público.

Desgraciadamente se ha perdido el rastro de las cartas que escribiera este insigne misionero; no así las del padre Gervasoni, pues recientemente la Biblioteca Comunal de Rímini (Italia), ha adquirido un lote, que debe ser seguramente el resto de las que escribiera durante su permanencia en estas regiones, y que acaso algún día podamos dar a publicidad, con la esperanza de encontrar en ellas muchísimos datos fundamentales y fehacientes acerca de nuestro pasado. Tan sensacional hallazgo fue comunicado por carta fechada 21 de noviembre de 1937, enviada por el padre Miguel Battllori, Societatis Iesu, al padre Guillermo Furlong, quien con extraordinaria gentileza me facilitó de inmediato la noticia, así como ayudó con su poca común erudición mi labor de hoy, por lo que cumplo en hacer público mi sincero agradecimiento.

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Valiéndose de las cartas antedichas, de las obras de los padres Techo, Juan Patricio Fernández, Ruiz de Montoya, de las Cartas Anuas que firman los padres Lahier, Ranfonier, Mastrilli, Schimbeck, y de otros elementos que no menciona, escribió Muratori su obra sobre las Misiones, aunque confiesa que jamás salió de Italia. «¿Pero cómo entrar a discurrir de tan lejanos y extraños países, confinado en Módena, sin haber jamás puesto el pie fuera de Italia? Respondo que, si no con los míos, con los pies ajenos me he transportado al Paraguay, y con los ojos de otros he visitado aquellas tan afortunadas Misiones», escribe Muratori.

Pero el propio autor dice en su prólogo que las obras mencionadas se refieren al período primitivo de la catequización, en que los padres atendían más a hacer valientes incursiones con el propósito de redimir almas, que a dar una organización estable y definitiva en forma de misiones, resultado que, pese a haberse logrado en la época en que se decidió a escribir su libro, no se conocía lo suficiente en Europa como para valorarse debidamente. Además, dichas obras eran ya entonces raras, y por añadidura escritas en latín, lo que las hacía poco accesibles al lector. De ahí el deseo suyo de hacer una obra de divulgación, en la cual se diera noticia del estado de adelanto de las misiones, de la obra educacional y catequista cumplida por los padres en aquellas apartadas regiones, y luego una descripción general del país, habitantes y costumbres.

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Comienza Muratori haciendo una sumaria descripción de la América meridional, especialmente de la provincia del Paraguay, entendiendo por tal -de acuerdo a la antigua denominación- tanto aquel país como la Argentina, el Uruguay y aun parte del Brasil. Luego de referirse al abuso de los encomenderos españoles y al terror que sembraban los mamelucos del Brasil, pone de manifiesto el éxito de los jesuitas con sus procedimientos persuasivos y bien intencionados, entrando después a detallar con bastante acierto la vida que se seguía en aquellos establecimientos, horario y forma de trabajar, fiestas, sistema de gobierno, etc. El cabal conocimiento que revela Muratori, indica a las claras que tuvo muy buenas fuentes de información; no nos extrañe, pues, que actualmente se sospeche que Muratori no haya escrito su obra, sino el padre Ladislao Orosz, o por lo menos, que le haya facilitado la mayor parte de los elementos utilizados. Pero es ésta una cuestión ajena a nuestro trabajo de hoy, por lo que me concreto a anotarla simplemente al pasar.

El éxito y la demanda con que se acogió la Relación de las Misiones cuando se publicó en 1743, movieron a Muratori a agregar una segunda parte, aunque relativa a otras misiones americanas, como ser las de Mojos y Chiquitos, Guayanas, Amazonas, y hasta las franciscanas de Sinaloa y Sonora, en territorio mexicano. Esta segunda parte, que estaba dedicada al arzobispo de Nazianzo, monseñor Enrique Enríquez, nuncio apostólico ante la Corte de Madrid, tuvo menos circulación   —15→   que la primera, al extremo de que las varias traducciones y ediciones (con excepción de la segunda) que mencionamos en el estudio bibliográfico, sólo transcriben lo publicado en el primer tomo, dejando de lado, o más probablemente, desconociendo el segundo.

Sin embargo, pese a que el tema tratado no nos interesa directamente por no referirse al territorio nuestro, esta segunda parte es importantísima porque en ella se encuentran insertas las dos cartas del padre Carlos Gervasoni, a mi juicio más fundamentales que las del padre Cattaneo, aunque menos extensas y no tan bien escritas.

La importancia que atribuyo a la obra de Muratori, y especialmente a las cartas, justifica la inclusión de la lista bibliográfica que va a continuación, en la que no he omitido detalle alguno que pudiera guiar al lector interesado. Me ha servido de base la monumental obra de Robert Streit, Bibliotheca Missionum, Aachen 1927, complementada con algunas ediciones consultadas personalmente que no figuran en dicha bibliografía.

Para la traducción de las cartas del padre Cattaneo me he valido de cuatro ejemplares: dos primeras partes de la edición príncipe de 1743, pertenecientes, una al Colegio Máximo de San Miguel, y otra más completa a mi biblioteca, y luego las traducciones francesa e   —16→   inglesa de 1754 y 1759, de la Biblioteca Nacional y del Museo Mitre respectivamente.

Para las cartas del padre Gervasoni he utilizado la edición de 1754, en el ejemplar que perteneciera al doctor Juan María Gutiérrez, conservado en la Biblioteca del Museo Mitre única que conozco en el país que tenga las dos partes.

Finalmente, he hojeado una edición relativamente moderna, de 1852, perteneciente a la Biblioteca del Colegio del Salvador, que comprende sólo la primera parte sin las cartas de Cattaneo, desconocida por Streit, puesto que no la incluye en su minuciosa bibliografía.

Se notará que, por lo general, y especialmente en los párrafos en que aparecen datos fundamentales, he preferido una traducción estrictamente literal, aun apartándome de la forma corriente de expresarnos. Adopté este procedimiento, a riesgo de no escribir un castellano muy correcto, para no quitar nada del valor documental que tienen las cartas, que es, a mi juicio, lo que debe primar en estos casos.

IL / CRISTIANESIMO / FELICE / NELLE MISSIONI / DE’ PADRI / DELLA COMPAGNIA DI GESÚ / NEL PARAGUAI, / DESCRITTO / DA LODOVICO ANTONIO MURATORI / BIBLIOTECARIO DEL SERENISS. SIG. / DUCA DI MODENA. / (una viñeta con la leyenda «La Felicitá delle   —17→   Lettere») / IN VENEZIA, MDCCXLIII. / PRESO GIAMBATISTA PASQUALI. / CON LICENZA DE’ SUPERIORI, e PRIVILEGIO. /

in-4.º (114 x 181 milímetros el texto); 4 fojas sin número; + 1 mapa; + 196 páginas; Ejemplar visto: Biblioteca Colegio Máximo de San Miguel y Biblioteca del autor.

páginas (1-2), en blanco; página (3), título; página (4), en blanco; páginas (5-8), Ai Lettori; página (9), aprobación del Reformador del Estudio de Padua; página (10), índice de capítulos; páginas (11-12), mapa de la antigua provincia del Paraguay; páginas 1-133, texto (XXIII capítulos); páginas 134-166, primera carta del padre Cattaneo; páginas 167-176, segunda carta del padre Cattaneo; páginas 177-196, tercera carta del padre Cattaneo; páginas (197-198), en blanco.

2.ª parte; ibidem M DCC XLIX; in-4.º; XII páginas + 180 páginas.

IL / CRISTIANESIMO / FELICE / NELLE MISSIONI / DE’ PADRI / DELLA COMPAGNIA DI GESÚ / NEL PARAGUAI, / DESCRITTO / DA LODOVICO ANTONIO / MURATORI / BIBLIOTECARIO DEL SERENISS. SIG. / DUCA DI MODENA. / IN VENEZIA, M DCC LII. / PRESSO GIAMBATISTA PASQUALI. / CON LICENZA DE’ SUPERIORI, e PRIVILEGIO. /

in-8.º; (78 x 131 milímetros el texto); 2 volúmenes; Ejemplar visto: Biblioteca del Museo Mitre, 17-1-16.

1.ª parte: páginas (1-2), en blanco; página (3), título (reproduce una viñeta parecida a la de la edición príncipe, con la misma leyenda); página (4), en blanco; páginas (5-10), Ai Lettori; página (11), licencia del Reformador; páginas (12-14), índice de capítulos; páginas 1-219, texto; páginas 220-275, primera carta del padre Cattaneo; páginas 275-291, segunda carta del padre Cattaneo; páginas 291-323, tercera carta del padre Cattaneo; página (324) en blanco.

2.ª parte: (130 x 78 milímetros el texto); 1 foja sin número; + 300 páginas; + 1 foja sin número.

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páginas (1-2), en blanco; página 1, título; página 2, en blanco; páginas 3-12, prefacio; páginas 13-18, De las persecuciones; páginas 19-68, Decreto del Rey Felipe V; páginas 69-84, carta del ilustrísimo obispo de Buenos Aires monseñor Josée Peralta al Rey Felipe V; páginas 84-86, carta del Rey Felipe V al Superior y otros religiosos de la Compañía de Jesús, en la provincia del Paraguay; páginas 87-89, carta del Rey Felipe V al Provincial de la Compañía en el Paraguay; páginas 89-112, texto; páginas 113-119, carta del hermano José Clausner al señor Peltrajo, fechada en Córdoba del Tucumán a 19 de marzo de 1719; páginas 119-127, carta del padre Gervasoni al padre Comini; páginas 128-139, otra carta del padre Gervasoni, a su hermano Angelino; páginas 140-205, texto; páginas 205-224, carta primera del padre Domingo Mayer al Provincial de la Compañía en Alemania, fechada 20 de julio de 1727, en la reducción de la Concepción de Bauri o Mochi; páginas 224-233, carta segunda del padre Domingo Mayer a un jesuita, fechada 27 diciembre 1729; páginas 234-236, tercera carta del padre Domingo Mayer, a su hermano Juan Francisco Ignacio; páginas 237-300, texto; páginas (301-302), en blanco.

IL / CRISTIANESIMO / FELICE / NELLE MISSIONI / DE’ PADRI / DELLA COMPAGNIA DI GESÚ / NEL PARAGUAI, / DESCRITTO / DA LUDOVICO ANTONIO / MURATORI / BIBLIOTECARIO DEL SERENISS. SIG. DUCA DI MODENA. / IN VENEZIA, M DCC LIV. / PRESSO GIAMBATISTA PASQUALI. / CON LICENZA DE’ SUPERIORI, e PRIVILEGIO. /

in-8.º; 6 fojas sin número; 300 páginas; citado por Streit; Ejemplar visto: Roma, Biblioteca de Vittorio Emmanuele 41-7 E-34.

RELATION / DES MISSIONS / DU PARAGUAI, / TRADUITE DE L’ITALIEN DE M. MURATORI. / (una viñeta) / A PARIS, / CHEZ BORDELET,   —19→   LIBRAIRE, RUE S. JACQUES, / VIS-A-VIS LE COLLEGE DE JESUITES, / A SAINT IGNACE. / (un filete) / M.DCC.LIV. /

in-16.º (62 x 15 milímetros el texto); XXIV páginas; + 402 páginas; + 2 fojas sin número. Ejemplar visto: Biblioteca Nacional, página I, título; página II, en blanco; páginas III-XII, advertencia del traductor; página XIV-XXIV, prefacio del autor; páginas 1-282, texto; páginas 283-333, primera carta del padre Cattaneo; páginas 334-352, segunda carta del padre Cattaneo; páginas 352-389, tercera carta del padre Cattaneo; páginas 390-402, índice; páginas (403-405), aprobación y privilegio; página (406), errata. (Esta traducción, aunque anónima, se sabe fue hecha por el padre Félix Espíritu de Lourmel, sobre la edición italiana de 1743).

RELATION / DES / MISSIONS DU PARAGUAI. TRADUIT DE L’ITALIEN DE M. MURATORI / SUIVI DE 3 LETTRES DU P. CAETAN CATTANEO / MISSIONAIRE DE LA COMPAGNIE DE JESUS / A M. JOSEPH CATTANEO, SON FRERE, / SUR SES MISSIONS A BUENOS AYRES. / A PARIS, / CHEZ LA VEUVE BORDELET, RUE / S. JACQUES... / M DCC LVII. / (in fine) Sentis, A l’Imprimerie de N. de Rocques. Avec Approbation & Privilège du Roi. /

in-8.º; 1 foja sin número; + 402 páginas; + 2 fojas sin número; 2.ª edición de la traducción atribuida al padre Félix Espíritu de Lourmel; citado por Streit.

DAS / GLÜCKLICHE CHRISTENTHUM / IN / PARAGUAY, / UNTER DEN / MISSIONARIEN DER GESELLSCHAFT JESU; / VORHIN IN WELSCHER SPRACHE BESCHRIEBEN / VON /   —20→   DEM HOCHWÜRDIGEN UND BERÜHMTEN HERRN / LUDOVICO ANTONIO MURATORIO, / SEINER DURCHLAUCHT / DES HERZOGENS VON MODENA / BIBLIOTHECARIO: / NUN ABER, SEINER LEFENSWÜRDIGKEIT WEGEN, IN DAS / DEUTSCHE ÜBERSETZET. / ERSTER THEIL. / WIEN, PRAG UND TRIEST, / GEDRUCKT UND VERLEGT BEN JOHANN TRATTNERN, KAISERL. KÖNIGL. / HOFBUCHDRUCKERN UND BUCHHÄNDLERN 1758. /

in-8.º; 8 fojas sin número; 255 páginas; 88 páginas.

2.ª parte: in-8.º; 8 fojas sin número; + 266 páginas; + 84 páginas.

Esta primera traducción alemana contiene las dos partes de la versión príncipe italiana de 1743-49. Citada por Streit; Ejemplar visto: Berlín, Biblioteca Universitaria, Uy 9224.

A / RELATION / OF THE / MISSIONS / OF / PARAGUAY / WRITEN ORIGINALLY IN ITALIAN / BY / Mr MURATORI / AND NOW DONE INTO ENGLISH FROM THE / FRENCH TRANSLATION / (dos filetes) / LONDON / PRINTED FOR / MARMADUKE IN LONG-ACRE / M.DCC.LIX. /

in-8.º petit (130 x 78 milímetros el texto); 2 fojas sin número; + 294 páginas; Ejemplar visto: Biblioteca del Museo Mitre, 17-1-16. (citado por Streit).

páginas (1-2), en blanco; página I, título; página II, en blanco; página (III), un mapa de la antigua provincia del Paraguay; páginas III-IX, advertencia de la traducción francesa; páginas X-XVI, prefacio del autor; páginas (XVII-XVIII), índice de capítulos; páginas 1-204, texto; páginas 205-240, primera carta del padre Cattaneo; páginas 240-253, segunda carta del padre Cattaneo; páginas 253-280, tercera carta del padre Cattaneo; páginas 280-294, extracto de un viaje a las   —21→   Indias Orientales (sic), a través del Paraguay, Chile, etc., por el padre Florentino de Bourges, capuchino, 1712; tomado del volumen 13 de las Lettres Edifiantes.

THE JESUIT’S TRAVELS IN SOUTH-AMERICA, PARAGUAY, CHILI, &c. WRITTEN ORIGINALLY IN ITALIAN, BY Mr. MURATORI. WITH THE RELATIONS OF FATHER CAJETAN CATTANEO. LONDON : JEFFERY AND SAEL, 1788.

in-12.º: XVI páginas; + 294 páginas; (citado por Streit, sin mención de Ejemplar visto).

Como en el caso de la primera versión francesa, esta traslación inglesa se editó anónimamente, pero se sabe que el traductor fue el padre Santiago Dennet, Societatis Iesu.

RELATION DES MISSIONS DU PARAGUAI, TRADUITE DE L’ITALIEN DE M. MURATORI. Edition de la Societé Catholique de la Belgique, Louvain, Chez Valinthout et Vandenzande, 1822.

in-8.º; XVI páginas; + 218 páginas; (citado por Streit, sin mención de Ejemplar visto).

ZAEKELYKEN INHOUD VAN HET NIEUWELINGS UYTGEKOMMEN WERK, GETITELD : RELATION DES MISSIONS DU PARAGUAY, NAER HET ITALIAENSCH WERK VAN M. MURATORI. Te Antwerpen, by J. C. Roosen, M. DCCC. XXII.

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in-8.º; 69 páginas; (citado por Streit, sin mención de Ejemplar visto; debe ser una edición extractada, a juzgar por el número de páginas).

IL CRISTIANESIMO FELICE NELLE MISSIONI DE’ PADRI DELLA COMPAGNIA DI GESÙ NEL PARAGUAI. Torino 1824.

in-12.º; 2 volúmenes; (citado por Streit; sin mención de páginas ni de Ejemplar visto).

RELATIONS / DES / MISSIONS DU PARAGUAI, / TRADUITE DE L’ITALIEN / DE M. MURATORI / A PARIS, / A LA SOCIETE CATHOLIQUE DES BONS LIVRES / HOTEL PALATIN, PRES SAINT-SULPICE / M.D.CCC.XXVI. - (in fine) : París, Imprimerie Ecclésiastique / De Béthune, / Imprimerie De La Societé Catholique, Hôtel Palatin, près St. Sulpice. /

in-8.º; 2 fojas sin número; + 302 páginas; (citado por Streit; Ejemplar visto: Tubingen, Biblioteca Universitaria, Gh 822).

NOUVELLES DES MISSIONS DU PARAGUAY. Traduit de l’Italien par M. Muratori. Limoges, Ardant, 1846.

in-8.º; 275 páginas; (citado por Streit, sin mención de Ejemplar visto).

NOUVELLES DES MISSIONS DU PARAGUAY. Par M. Muratori. Traduit de l’Italien. Paris.

in-8.º; 304 páginas; sin fecha (1850); (citado por Streit, sin mención de Ejemplar visto).

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IL / CRISTIANESIMO FELICE / NELLE MISSIONI / DE’ PADRI DELLA COMPAGNIA DI GESU / NEL PARAGUAI / DESCRITTO / DA LODOVICO ANTONIO MURATORI / Filiis vestris mandate ut faciant / justitias..... in omni tempore in / VERITATE, et in tota VIRTUTE sua. / Tob. XIV. II. / (un filete) / Napoli / Stabilimento Tipografico di P. Androsio / in S. Sebastiano / 1852.

in-16.º (147 x 92 milímetros el texto); 256 páginas; + 3 fojas sin número.

páginas 1-2, en blanco; página 3, título; página 4, cita de la Civiltá Católica, volumen X, página 426; páginas 5-10, Al Lector; páginas 11-256, texto; página (257), advertencia sobre la falta de las cartas del padre Cattaneo; página (258), en blanco; páginas (259-260), índice de capítulos; página (261), licencia eclesiástica; página (262), en blanco.

Edición no mencionada por Streit; Ejemplar visto: Biblioteca del Colegio del Salvador, Buenos Aires. No contiene las cartas del padre Cattaneo; en la página (257) advierte que, dada la extensión de dichas cartas, se las omite, remitiendo al lector que desee verlas, a la edición de Venecia, 1752.

NOUVELLES DES MISSIONS DU PARAGUAY. Traduit de l’Italien par M. Muratori. Limoges, Imprimerie et Librairie Ardant Frères; Paris, même Maison, 1858.

in-12.º; 276 páginas; (citado por Streit, sin mención de Ejemplar visto).

IL / CRISTIANESIMO FELICE / NEL PARAGUAI / DESCRITTO DA / LODOVICO ANTONIO MURATORI / TURINO 1880 / Tipografia E Libreria Salesiana / Sampierdarena-Nizza Maritima. /

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in-12.º; XV páginas; + 404 páginas; (citado por Streit, sin mención de Ejemplar visto).

página I, título; página II, en blanco; páginas III-XV, Ludovico A. Muratori; páginas 1-10, Al Lector; páginas 11-275, texto; páginas 276-401, cartas del padre Cattaneo; página 402, licencia; páginas 403-404, índice.

Finalmente, sólo tengo noticia de una edición de las cartas del padre Cattaneo, en tirada aparte de la obra de Muratori, cuya descripción bibliográfica es la siguiente:

BRIEFE / DES / HOCHEHRWÜRDIGEN VATERS / CAJETANS CATTANEO, / MISSIONARIUS / DER GESSELLSCHAFT JESU, / AN DEN HERRN / CATTANEO / SEINEM BRUDER. / Nach del franzölischen Übersetzung. / Wien, Prag und Triest, / Gedruckt und verlegt ben Joh. Thomas Trattnern, kaiserl. / königl. hofbuchdr. und Buchhändlern. 1756. /

in-8.º; 88 páginas; (citado por Streit; Ejemplar visto: Berlín, Biblioteca Universitaria, Uy 9224).

El autor del libro en que están insertas las cartas, fue uno de los más distinguidos sabios de su época, abarcando su labor desde la paleografía hasta la arqueología. Era oriundo de Vignola, pequeña ciudad del marquesado del mismo nombre, cerca de Bolonia, que   —25→   inmortalizara con su Tratado de los Cinco Órdenes de Arquitectura el célebre Jacopo Barozzi (1507-1573), más conocido por Viñola. Muratori ingresó a las órdenes sagradas, doctorándose en Teología en 1692, y ascendiendo luego al honroso cargo de Conservador de la Biblioteca Ambrosiana de Milán, en 1695. El Duque de Módena lo nombró Bibliotecario y Archivero del Palacio Ducal, permaneciendo allí desde 1700 hasta su muerte; fue durante este período de su vida que compuso el libro sobre las misiones, como lo dice sin lugar a dudas la portada.

Su vasta erudición, la correspondencia que mantuvo con los padres Papebroek, Montfauçon, y otros sabios, y la licencia con que abordó temas desusados para la época, motivaron contra él una acusación de herejía, que felizmente no prosperó. Con tal motivo, escribió una carta al papa Benedicto XIV, quien contestole que jamás estuvo en su ánimo el molestar a tan distinguido sabio por sus opiniones sobre el poder temporal, desde que no atacaba en lo más mínimo al dogma. Entre sus obras más famosas, que alcanzaron a 64, se cuentan Anécdota Graeca; Anécdota quae ex Ambrosianae Bibliothecae codicibus eruit Muratorius; Antiquitates Italicae Aevi, etc.

En sus últimos años se quedó ciego, falleciendo el 23 de enero de 1750, a los 78 años de edad, puesto que había nacido el 21 de octubre de 1672. El epitafio que se colocó en su sepulcro reza así:

  —26→  

Hic jacent mortales exuviae
Ludovici Antonii Muratorii
Inmortalis memoriae viri
Obiit X Kal fêbr anno jubilaei
M.DCC.L.



Fue la vida del padre Cayetano Cattaneo, Societatis Iesu, breve, pero fecunda. La lectura de las cartas que a continuación publico, dicen claramente que se trataba de un varón de excepcionales condiciones de inteligencia, pues la forma simple y agradable en que redactaba, delata al escritor dotado de notables cualidades de observación y minuciosidad, que sabe traducir sus impresiones sin caer en afectaciones o rebuscamientos. La prolija descripción del viaje por mar, tan fatigoso y largo en aquellas épocas, las anotaciones que hace sobre los peces o los fenómenos de la naturaleza, sus apreciaciones sobre la psicología de los marineros y tropa que le acompañaron durante la azarosa navegación, se leen con la facilidad e interés de una novela. Luego el relato del viaje por el Uruguay hasta las Misiones, verdadera odisea en que tropezaron contra los elementos, la peste, las privaciones, las fieras, es otra magnífica página de literatura, al par que el más fehaciente documento sobre las comunicaciones fluviales de nuestro país en el año 1750. Con razón decía Muratori en su prólogo que, «singolare abilitá aveva egli a discernere il buono e il cativo de’ Popoli   —27→   e paesi, e sapeva descriverlo con bella chiarezza».

Además, su preocupación por aprender pronto el castellano y el guaraní, que le serían tan necesarios para el desempeño de su tarea, revelan al misionero de férrea voluntad, que no quiere desperdiciar un minuto de su abnegado apostolado. Es así como él mismo nos informa que, habiendo llegado a la reducción de Santa Rosa el 1.º de diciembre de 1729, dos meses y medio después dominaba lo suficiente la difícil lengua indígena, como para encargarse de las clases de catecismo para los indiecitos.

Las Cartas Anuas dicen lo siguiente de tan insigne misionero:

El padre Cayetano Cattaneo era italiano natural de Módena donde nació el 1.º de marzo de 1695. Cursados los estudios literarios y la filosofía, entró en la Compañía, en la Provincia de Venecia, el 17 de octubre del año 19, mientras, ya ordenado de sacerdote, estudiaba la teología. De Venecia pasó a Buenos Aires el año 29 y pasó de esta vida el día 28 del mes de agosto de este año (¿1730-1735?). Varón adornado de todas las virtudes, fue siempre el mismo. Su modestia y sencillez estaban a la par del celo que tenía en conquistar almas para Cristo. Mientras estuvo esperando nave en Andalucía, Cádiz en particular y en el Puerto de Santa María, se desveló por las almas de las gentes pobres. Era en el hablar muy claro y diáfano, y tenía especial don para llegar hasta las mentes menos capaces. Cuando hombre conservó el mismo temple bondadoso que tenía   —28→   cuando estuvo de alumno en el Colegio de Bolonia, desde los 8 a los 20 años de su edad. Querido por todos, falleció con general sentimiento en el pueblo de Santa Rosa, cuando sólo tenía 38 años de edad y 14 de vida religiosa.



Como las Cartas Anuas se agrupan de cinco en cinco años, no dice claramente el año del fallecimiento, aunque sabiendo que nació en 1695, queda fijado su deceso, a raíz de una fiebre, en 1733. Esta fecha es la que dan todos los autores que han estudiado al padre Cattaneo, aunque se plantea una duda con el hallazgo que hiciera en 1901 el señor Telésforo Céspedes. Efectivamente, este señor encontró una lápida en Santa Rosa, la misión donde murió el Padre, que decía así:

«Aperacó opitúu paí marangatu Cayetano Cattani retecueri. Omano anga Agosto 28 1730 Roi reheguá pipé apé. Ille heri cras tu» (Aquí descansa el bondadoso padre Cayetano Cattani, muerto de pulmonía hoy 28 de Agosto 1730. Rogad por él al pisar aquí. Él ayer, mañana tú).



Tratándose de la losa sepulcral, sería lógico aceptar su inscripción como la más fidedigna, sino fuera que encontrándose sumamente borrosa, bien pudo el señor Céspedes tomar por un cero lo que originariamente fue un tres.

También hay dudas respecto a la fecha de su nacimiento, pues hemos visto que las Anuas lo dan como nacido el 19 de marzo de 1695. En cambio dice Eugenio de Uriarte en su Diccionario de Anónimos y Seudónimos:

  —29→  

«CATTANEO (por CATTANI) CAYETANO.- Nació en Módena (Italia) el 7 de marzo de 1695, según parece, y no el 7 de abril de 1696; entró en la provincia Véneta el 17 de octubre de 1719; y habiendo partido de ella el 14 de agosto de 1726, y de Cádiz el 24 de diciembre de 1728 para la del Paraguay, desembarcó en Buenos Aires el 19 de abril de 1729. Apenas empezado su apostolado entre los Guaraníes, murió el 28 de agosto de 1733 en el pueblo de Santa Rosa». Nótese que Uriarte afirma ser Cattani el verdadero apellido, tal como figura en la lápida descubierta sobre su tumba.

Lo cierto es que alcanzó a desempeñar muy poco tiempo el cargo que le asignaron sus superiores, privándose los mismos con su muerte, de un elemento joven y probadamente eficaz.

Muy escasos son los datos que se conocen sobre su compañero de viaje. Debió ser el padre Carlos Gervasoni, un hombre extraordinariamente dinámico y valiente, como nos lo dice su actitud en España, a raíz del Tratado de Permuta. Había nacido en Rímini, el 14 de julio de 1692, ingresando el 31 de octubre de 1709 a la Compañía de Jesús. Destinado a las misiones del Paraguay, vino con el padre Cattaneo en el grupo de 80 jesuitas que dirigía el padre Jerónimo Herrán, siendo luego destinado al Noviciado de Córdoba.

En la XXV Congregación Provincial realizada en Córdoba en 1750, fueron elegidos para representar a la provincia del Paraguay ante las Cortes de Roma y Madrid, los padres Pedro de Arroyo, Carlos Gervasoni y   —30→   Simón Bailyna. Afirman luego los documentos relativos a esta reunión, que los dos primeros partieron pocos meses más tarde para desempeñar su cometido. Hay, sin embargo, una contradicción entre esto y el Memorial que el Pe Provl de la Prova del Paraguay presenta al Sor Comisario Marqs de Valdelirios, en que le suplica, que suspenda las disposiciones de Guerra contra los Indios de las Misiones, escrito de puño y letra de Gervasoni, y firmado en Córdoba, a 19 de julio de 1753. Este memorial se encuentra en las fojas 53 al 62 de un códice que trata de las Misiones, conservado en la Biblioteca Nacional de Nápoles; lleva la siguiente ficha de identificación: 1-F-26, tamaño infolio, encuadernado en pergamino, con la inscripción en el lomo Persecutionum Monumenta Nostrorum. Fue publicado (el memorial, no todo el códice) en Madrid, 1895, en la célebre Colección de Libros Raros o Curiosos que tratan de América, que dirigía don Marcos Jiménez de la Espada.

Lo cierto es, que haya salido para España en 1750, o tan sólo en 1753, como parecería deducirse del memorial citado, se encontraba en Madrid ese último año. Su escrito, originado por el desastroso Tratado de Permuta que firmaran los Reyes de España con los de Portugal, debió causar gran revuelo entre las autoridades hispanas, que ya presentían la resistencia que opondrían los indios a la ejecución de tan descabellada concesión, originando poco después la llamada «guerra guaranítica» (1754-56). Aún se animó a llevar más adelante sus protestas, manifestando con excesiva entereza la injusticia   —31→   que se iba a cometer y los inconvenientes que se derivarían de la aplicación del Tratado, por lo cual fue desterrado de España ese mismo año 1753. Así lo confirma una carta del padre Luis Centurioni, fechada en Roma a 2 de junio de 1756, y conservada en el Archivo del Colegio San Estanislao de Málaga (destruido recientemente durante el doloroso conflicto español), en la que dice: «He sabido con indecible sentimiento que, como el P. Carlos Gervasoni en Madrid, han hablado en esa Provincia algunos de los súbditos de V. R. (Provincia de Andalucía) con demasiado ardor, y aun fuego, acerca del tratado de los dos Reyes de España y Portugal, sobre los límites del Paraguay, etc., y con demasiada libertad de la ignorancia de los Ministros en este punto. Esto ha ocasionado justamente grande desazón y aun indignación a las Cortes, que por especial piedad, no han querido hacer con los demás delincuentes, otra demostración semejante a la que ha hecho con el Pe Gervasoni».

A raíz de su destierro se estableció en Génova. La última noticia que he obtenido es la de que en 1762 aún vivía, según lo dice una carta del padre Escandón al padre González, conservada en el Archivo General de la Nación, Legajo 121-Jesuitas, que transcribo a título de curiosidad: «29 Enero 1762. El P. Gervasoni me escribe este correo que el Cardenal Valenti, su gran amigo, y a cuya contemplación e instancia fue el Pe a Rímini a ver a sus parientes estos meses pasados, le insta otra vez (y me envía la carta original) sobre que le dé, o le haga traer algunas curiosidades de la Prova del Paraguay, aunque   —32→   sean de suyo viles, e indignas de presentárselas a un Cardenal de la Sa Iglesia, con tal que sean raras, y que la raridad sola le será muy apreciable». Después de esto, se pierde todo rastro del dinámico jesuita, ignorándose la fecha y lugar de su fallecimiento.

Terminada la pintoresca narración que hace el padre Cattaneo de su fatigoso viaje por mar, encontramos la primera noticia fundamental para la historia de las regiones rioplatenses. Me refiero al párrafo en que dice: «Monte Video no lo encontraréis probablemente en las Cartas Geográficas sino, a lo sumo, bajo el nombre de Monte Seredo, por ser una población formada de nuevo hace dos o tres años, a la que, por orden de la Corte van transfiriéndose familias de las Canarias, 25 ó 30 de las cuales condujo nuestro patacho».

En ninguna otra crónica he visto mencionada esa designación de Monte Seredo; sin embargo, es muy probable, por no decir seguro, que debía ser la denominación que tendría esa bahía en la Carta de navegación del «San Bruno», donde la habría visto el padre Cattaneo, ya que era corriente tal nombre en los mapas de los siglos XVII y XVIII. Por lo demás, el resto del párrafo también es exactísimo, pues se da el 24 de diciembre de 1726 como fecha oficial de la fundación de Montevideo, es decir, dos años y medio antes de la llegada del misionero.

Recordaremos que desde muchos años atrás se sentía   —33→   la necesidad de fundar una población en dicho sitio, para contener los reiterados intentos portugueses de llegarse hasta la desembocadura del Plata. Mas, a pesar de tan evidente y urgente necesidad, fue preciso que arribara la expedición de Freitas da Fonseca, que se estableció en Montevideo el 22 de noviembre de 1723, para que las autoridades bonaerenses se decidieran a tomar cartas en el asunto, enviando en las naves «La Capitana» y «La Almiranta» un discreto contingente con orden de desalojar a los portugueses. Freitas da Fonseca, pese a que ya había tomado sus precauciones construyendo en barro y ladrillo un «Reducto», que más tarde habría de convertirse en el demolido fuerte de San José, optó por ceder el campo a don Bruno Mauricio de Zabala, reembarcándose el 19 de enero de 1724 en su barco «Nossa Senhora da Oliveira».

Ante tan fácil como inesperado triunfo, decayeron un tanto los ímpetus pobladores, concretándose Zabala a dejar una guarnición de 110 soldados y algunos indios, que comenzaron a levantar las fortificaciones bajo la dirección del ingeniero militar Domingo Petrarca. Era éste un brillante técnico, que habiendo recibido su título en Madrid en 1716, se embarcó ese mismo año en la expedición de don Bruno de Zabala, llegando luego a tener una destacada actuación edilicia en el Río de la Plata, donde construyó entre otros edificios, las Cajas Reales, el convento de las Catalinas, y el Cabildo de Buenos Aires, iniciado algunos años antes por el hermano jesuita Juan Bautista Prímoli.

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Poco antes de partir Zabala para Montevideo, habíase comprometido un grupo de habitantes bonaerenses de muy diversa catadura, para trasladarse a la nueva ciudad a fundarse, pero cuando se solicitó la ejecución del compromiso al gobernador substituto, don Antonio de Larrazábal, hallose que sólo uno estaba dispuesto a cumplir lo pactado. Era éste el genovés Jorge Burgues, cuyo verdadero nombre era Giorgio Borghese, primer vecino oficial de Montevideo, a quien la posteridad ha recordado dando su nombre a una de las calles de la capital uruguaya. Poco tiempo después llegaron otros seis pobladores más, que con los indios que trabajaban en las fortificaciones, fueron los únicos habitantes de Montevideo hasta la llegada de 20 familias canarias, acaecida el 19 de noviembre de 1726. Este primer contingente de pobladores venía en cumplimiento de un contrato que celebrara el Rey Felipe V con los armadores vizcaínos Francisco de Alzáibar y Cristóbal de Urquijo, para poblar la ciudad a fundarse. El segundo grupo de familias canarias vino en el «San Martín», que con el «San Francisco» y el «San Bruno», formaban la flota en que viajaron los padres Cattaneo y Gervasoni, con otros 78 jesuitas, 12 franciscanos y 1 dominico, que algunos suponen era el aventurero padre Domingo de Neyra, autor de las famosas Ordenanzas de la moderna Provincia de San Agustín de Buenos Aires, Tucumán y Paraguay, etc., y primer orador sagrado argentino.

Si bien se acepta como fecha oficial de la fundación el día que el «capitán de corazas» don Pedro Millán   —35→   efectuó el reparto de solares y el empadronamiento de los pobladores, sabemos por el padre Cattaneo que distaba mucho de parecer aquello una población, pues decía «que al presente (1729) no se cuentan más de tres o cuatro casas de ladrillo de un solo piso, y otras cincuenta o sesenta cabañas formadas de cuero de buey». Finalmente, con el arribo del nuevo y nutrido contingente canario, pudo darse forma definitiva a la población, organizando Zabala la Administración General y designando los cabildantes, que abrieron el primer Libro Capitular el 1.º de enero de 1730.

Termina el padre Cattaneo su primera misiva relatando el desembarco en «un riachuelo que descarga en el río con dos o tres brazas de agua», bien fácil de identificar por todos los porteños, y luego la entrada a Buenos Aires, pasando por los viejos barrios del sur y por delante del convento de Santo Domingo, hasta llegar al Colegio de los jesuitas.

Indudablemente las noticias más fundamentales que nos suministran estas cartas son las relativas al estado edilicio de Buenos Aires y Córdoba en 1729. En tres partes aparecen datos concretos acerca de dichas ciudades, sus casas, templos y arquitectos que en ellos trabajaron. Para mayor claridad y abundamiento, voy a transcribir íntegramente cada párrafo en su idioma original,   —36→   y luego su traducción. Adopto este procedimiento, acaso demasiado meticuloso, porque es precisamente en estas partes donde se han deslizado interpretaciones erróneas que conviene aclarar de una manera definitiva.

Dice Cattaneo en la segunda de sus cartas:

Ora Buenos Ayres solo si differenzia alcun poco, poichè quantunque contenga in sè molti orti con alberi, che di lontano non lasciano distinguer molto le case; e queste nelle estremità sieno disperse qua e là senza ordine: nel centro nondimeno della Città sono unite, formando strade diritte e ordinate. Le case sono basse di un piano solo, la maggior parte fabbricate di terra cruda; consistono per lo più in quattro pareti di forma bislunga senza finestra alcuna, o al più una, prendendo il lume dalla porta. Pochi anni prima erano tutte di terra, come dissi, e la maggior parte coperte di sola paglia. Ma dappoichè un nostro Fratello coll’occasione di fabbricar la nostra Chiesa trovò la maniera di lavorare e cuocere quadrelli, s’introdusse tal’arte nella Città, di modo che dove prima non v’era se non fornace, ch’egli inventò, al presente vi si contano da sessanta fornaci di pietre. Il suddetto parimente s’industriò cotanto, che gli venne fatto di trovare ancora la calce: dopo di che quasi tutti al presente fabbricano con pietre e calcina, e si comincia anche a vedere qualche casa di due piani. Aggiugnete, che nella Missione antecedente alla nostra vennero due Fratelli Italiani, l’uno insigne Architetto, e l’altro eccellente Capo Mastro, i quali oltre all’aver terminata la nostra Chiesa, che è molto bella, fabbricarono   —37→   altresì in Buenos Ayres quella de’PP. di S. Maria della Mercede, e quella de’PP. Francescani Riformati con piante moderne bellissime, che potrebbono stare con riputazione in qualsivoglia parte d’Europa; e perchè sono assai alte con Cuppole e Campanili, da lungi fanno vaghissima vista. Fabbricarono altresì a petizione di Monsignor Vescovo la facciata della Catedrale con due Campanili al lato, che la rendono assai maestosa. Come pure ad istanza del Magistrato intrapresero la fabbrica del Palazzo della Città: sebbene per averla cominciata troppo suntuosa, non resistendo la Comunità allora esausta alla troppa spesa, si differì ad altro tempo il proseguirla. Ma il meglio fu, che in occasione di queste e d’altre fabbriche minori dovendo servire di Mori o Negri, che come dissi son quelli, che quì fanno di tutto, ne addestrarono molti di tal maniera, che al presente sono bravissimi Capo Mastri, e basta dar loro solamente il disegno, che da sè soli l’eseguiscono perfettamente. Perlochè a poco a poco Buenos Ayres si va mettendo in tale stato, che potrà mirarsi senza disprezzo da gli Europei.



He aquí su traducción:

Buenos Aires es la única que se diferencia un poco, pues aunque contenga muchos huertos con árboles, que de lejos no permiten distinguir mucho las casas y aunque queden éstas en los extremos, dispersas acá y allá sin orden, sin embargo, en el centro de la ciudad están unidas, formando calles derechas y ordenadas. Las casas son bajas, de un solo piso, la mayor parte   —38→   fabricadas de tierra cruda: consisten por lo general en cuatro paredes de forma rectangular sin ventana alguna, o a lo sumo, con una, recibiendo la luz por la puerta. Pocos años atrás eran todas de tierra, como dije, y la mayor parte cubiertas de paja. Pero después que un hermano nuestro con motivo de fabricar nuestra iglesia, encontró la manera de hacer y cocer ladrillos, se ha introducido este arte en la ciudad, de manera que donde al principio no había sino el horno que él inventó, se cuentan al presente sesenta hornos de piedra. De tal modo se industrió el mencionado hermano, que hasta encontró caleras, después de lo cual casi todos edifican con piedra y cal, y aun se empiezan a ver algunas casas de dos pisos. Agregad a esto, que en la misión anterior a la nuestra, vinieron dos hermanos italianos, el uno insigne arquitecto y el otro excelente maestro mayor, los cuales después de haber terminado nuestra iglesia, que es muy bella, fabricaron además en Buenos Aires la de Santa María de la Merced, y la de los padres franciscanos reformados, con plantas modernas bellísimas, que podrían figurar con reputación en cualquier parte de Europa; y siendo bastante altas, con cúpulas y campanarios, hacen de lejos una vista preciosa. Fabricaron además a petición del señor Obispo la fachada de la Catedral, con dos campanarios al lado que la hacen bastante majestuosa. Emprendieron también a instancias del Gobernador la construcción del Palacio de la ciudad, aunque por haberlo comenzado demasiado suntuoso, y no resistiendo la Comuna, entonces exhausta   —39→   por los gastos excesivos que se requerían, se difirió para otro tiempo el proseguirla. Pero lo mejor es, que con motivo de estos y otros trabajos de menor importancia y debiendo servirse de moros o negros, que como he dicho, son los que hacen todo, se adiestraron de tal manera, que al presente son excelentes maestros y basta darles el diseño para que lo ejecuten por sí solos perfectamente. Con lo que poco a poco Buenos Aires va poniéndose en tal estado, que podrán los europeos mirarlo sin desprecio.



No pasó por alto a Vicente G. Quesada, director de la Revista de Buenos Aires, en que se publicó por primera vez esta carta y autor de un estudio sobre las mismas, la afirmación del padre Cattaneo, sobre la fabricación de ladrillos en Buenos Aires como descubierta por un jesuita. En un breve comentario niega Quesada tal noticia, diciendo que «en 1609 Fernando Álvarez Tejero quiso hacer un horno de teja y ladrillo, reconociendo uno que está en un rincón del camino que va al riachuelo. Luego, antes de 1608 se conocía en la ciudad el arte de hacer y cocer ladrillos, y es infundado pretender que fue con motivo de la edificación del templo de San Ignacio que un hermano de la compañía encontró la manera de hacer y cocer ladrillo, que estaba conocida y se practicaba». La observación de Quesada es relativamente exacta; veamos lo que a este respecto dicen los Acuerdos Capitulares del 17 de noviembre de 1608: «Fernando Albarez texero y rresidente en esta ciudad parezco ante Vuestra Señoria y digo: que yo   —40→   quiero hazer un horno de quemar ladrillo y rramada para vien y aumento desta çiudad y rrepublica; pido a Vuestra Señoria se me de el dicho asiento, que es un rrinconcito que esta ataxado con el camino que va al Riachuelo y una barranquera que esta rrobada de las aguas que esta al cabo de los solares desta çiudad que por no saber ni allar que tenga dueño la pido por merced».

Los Cabildantes estimaron conveniente acceder al pedido y «dixeron que atento a que el hazer la dicha texa es en pro y utilidad de esta çiudad se da licencia al dicho Fernando Alvarez texero para que en el asiento y parte que diçe haga horno y rramada para el beneficio de la dicha texa».

Aun cuando sensiblemente coincide con lo escrito por Quesada, saltan a la vista dos discrepancias: el año, 1608 y no 1609, y luego, Fernando Álvarez, tejero de profesión y no Álvarez Tejero. Es curioso anotar la persistencia de este error, que acrecieron algunos que utilizaron la Revista de Buenos Aires como fuente documental, al escribir Fernando Álvarez Trejo. Este Álvarez no es otro que el «hernan albarez» que figura en 1601 contratando la fabricación y provisión de 30.000 tejas para la Catedral de Córdoba, y que en 1609 techó el edificio del primitivo Cabildo de Buenos Aires.

Pero aun antes de 1608 tenemos noticia documentada acerca de hornos de ladrillo y teja, pues Hernandarias escribía al Rey en 1604: «Y porque para la perpetuidad y Lustre de todos estos edificios y particularmente   —41→   de las yglesias [de Buenos Aires] hacia gran falta en toda esta gobernación la texa he dado orden se haga en la ciudad de La Assumpcion, sancta Fee y esta [o sea, Buenos Aires] y se va haciendo Con gran diligencia y cuidado»1.

Queda, pues, como lo advirtió Quesada, desechada la afirmación de Cattaneo, o por lo menos, retrotraída a una época muy anterior a su llegada. Ha de tenerse en cuenta que no dice que el tal hermano construyó hornos con motivo de tener que levantar San Ignacio -como interpretó Quesada- sino de «fabricar nuestra Iglesia». No es el caso de repetir aquí el largo proceso de las construcciones jesuíticas en Buenos Aires, toda vez que ya lo he hecho en otra oportunidad2, pero conviene recordar que San Ignacio es el cuarto templo que tuvieron los jesuitas en esta ciudad, hasta su extrañamiento.

Acaso confundió Cattaneo la fabricación de hornos de ladrillo con los de cal, a que él mismo se refiere en el párrafo siguiente de su carta, y cuyo descubrimiento se atribuye al padre Sepp, también jesuita. Sin embargo, también esto ha merecido observaciones por parte de aquel erudito que se llamó monseñor Pablo Cabrera. Decía éste: «Más digna de reparo fuese todavía la otra aseveración de Cattaneo, relativa al hallazgo de   —42→   caleras, por el afortunado Bianchi, en Buenos Aires. Para mí, el autor de la citada carta fue víctima de un lapsus linguae en el primer aserto, y de un quid pro quo geográfico en el último. Lo primero, porque conocedor apenas del idioma castellano, debió de traducir erróneamente al suyo propio las noticias que le fueron suministradas al respecto en español: dando por inventor de la cochura de ladrillos al que había sido acaso el restaurador tan sólo de una industria que, merced al desaliño y a la decadencia generales de todo orden, en aquella centuria, yacía a la sazón en el más lamentable abandono, lo mismo a las márgenes del Plata que a las orillas del Quisquisacate, sitio este último, donde había conocídose también desde un siglo atrás, sino desde la fundación de Córdoba, “el arte de hacer y cocer ladrillos”. Cabe también acá, sin repugnar al primero, otro procedimiento exegético. Quizás el P. Cattaneo al atribuir a su héroe la invención del “arte de hacer y cocer ladrillos”, quiso presentarle únicamente como implantador de un sistema o procedimiento industrial, desconocido hasta entonces en Buenos Aires y Córdoba, el horno de piedra, por ejemplo; hecho o hipótesis que, por otra parte corroboran los conceptos finales de la cláusula: a saber, que “donde no había sino el horno que él inventó, se contaban ya sesenta ‘hornos de piedra’”»3.

Absolutamente exacta es la noticia que nos da   —43→   luego sobre aquellos dos hermanos, «el uno insigne Arquitecto y el otro excelente Maestro Mayor», que terminaron San Ignacio. Se refiere a Juan Bautista Prímoli y Andrés Blanchi o Blanqui, formidable binomio que llena con sus nombres el período más brillante de nuestra arquitectura colonial. En nuestro citado estudio sobre la construcción de San Ignacio, dimos a conocer todo el proceso de dicho templo, desde su proyecto y comienzo, bajo la sabia dirección del arquitecto jesuita Juan Kraus; su prosecución por Wolff, Prímoli y Blanqui; hasta ser terminado por el coadjutor Pedro Weger.

Respecto a la intervención que tuvieron ambos arquitectos en el templo de La Merced, si bien no se descarta, queda en pie la duda acerca de cuál de los dos fue el autor de las trazas y planos, pues Cattaneo se refiere a ambos, en tanto que Gervasoni menciona solamente a Prímoli. Pero que uno u otro, o los dos, intervinieron en dicho templo, no cabe duda. Basta para certificarlo la coincidencia de las cartas, la fecha en que se sabe fue comenzado4, y un Memorial del padre Ignacio de Arteaga, fechado 9 de enero de 1727, en que dice: «Permítase al H. Andres Blanqui que vaya Una o dos veces a la semana a la Recoleccion a dirigir la obra, y tal vez [quiere decir, de vez en cuando] a la Merced, como lo tenía ordenado mi antecesor»5.

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Este mismo documento corrobora lo dicho por Cattaneo acerca de la iglesia del Pilar, que él llama de los padres franciscanos reformados, y Arteaga, de la Recolección. Por una carta inédita del provincial Miguel Ángel Tamburini, fechada en 1726 y escrita desde Roma, parecería que el hermano Blanqui fue quien tuvo mayor intervención en el Pilar, pues dice: «Pídeme el Hermano Blanqui licencia para emplearse un año en Obsequio de Nta. Señora trabajando conforme a su arte en la iglesia que fabrican los Padres de la Reforma de San Francisco en Buenos Aires; yo lo remito a Vuestra Reverencia, quien lo concederá o negará, segun juzgare convenir; pero me alegrará que se pudiera dar este gusto a esos Padres y ese consuelo al Hermano»6.

De la exactitud de los datos consignados por el padre Cattaneo es prueba aquel párrafo en que dice que «fabricaron además a petición del Señor Obispo la fachada de la Catedral, con dos campanarios al lado que la hacen bastante majestuosa». Sabido es que la Catedral de Buenos Aires fue reedificada seis veces, hasta llegar a la actual, que es la séptima. El templo que precedió al que hoy tenemos, fue iniciado por el obispo Azcona Imberto, reedificando el que concluyeran en 1671 el obispo Mancha y el gobernador José Martínez de Salazar. Pero en 1727 el arcediano Marcos Rodríguez de Figueroa informaba al Rey que «estando ya la iglesia reparada y las torres acabadas, se hallaba el Pórtico amenazando   —45→   ruina, por aver sido su cubierta de maderas, y fué preciso deshazerlo y reedificarlo a fundamentos de cal y ladrillo en la forma que en esta ocasión remito a Vuestra Magestad», acompañando su carta con el plano del nuevo pórtico, que es precisamente el que levantaran Prímoli y Blanqui7.

Todas las construcciones que dirigieron los citados técnicos se distinguían por su neoclasicismo, un tanto pesadas en sus proporciones, pero sabiamente terminadas. Prueba de ello es que el pórtico de la Catedral permaneció en pie cuando en la noche del 23 de marzo de 1752 se derrumbó la Catedral. Levantose de inmediato nuevo templo, de mayores proporciones, pero la fachada hecha por Blanqui y Prímoli en 1727 continuó en pie, adosada al nuevo templo levantado por Masella poco después del derrumbe, hasta que en 1778 se la demolió, no por amenazar ruina, sino porque no correspondía en tamaño al cuerpo de la nueva catedral8.

Al referirse a la intervención que cupo a los famosos arquitectos en el Cabildo de Buenos Aires, vuelve a involucrar a ambos como actuando conjuntamente en las obras. Los Acuerdos Capitulares y los documentos del Archivo de Indias nos informan a este respecto que la traza o planta -único plano del Cabildo del   —46→   siglo XVIII que se conoce, fechado en 1719- fue «el hermano Prímoli Religioso de la Compañía de Jesús Maestro de Albañil quién la dió»9. Mas, el hecho de que sea ese el único documento gráfico que nos ha llegado, no quiere decir que sea el utilizado para levantar el histórico edificio. Por el contrario, podemos afirmar por simple comparación con lo que en definitiva se hizo, que nunca se llegó a realizar tal como lo concibiera Prímoli, por lo menos en ese plano.

Por otra parte, tenemos noticia de un segundo plano, desgraciadamente perdido. En una comunicación de los Oficiales Reales a Su Majestad, fechada 18 de septiembre de 1720, se dice que «haviendo discurrido y determinado enbiar a V. M. Una planta de dichas obras con su costo a poco más o menos, echa por el yngeniero de este Precidio Don Domingo Petrarca, nos respondió este tenia sacada una a pedimento de los indibiduos de este ayuntamiento, la que le abian pedido para remitir a V. M., por cuya razón nos parecio escusarle de este trabajo». Esta comunicación concuerda en absoluto con las actas de la sesión de 20 de junio de 1722, en que «Se trato de como para dar quenta a su Magd Se le avia mandado de partte de Estta Ciudad hazer al Yngeniero de Estte precidio dos plantas una plana y otra alta de las casas de Estte Cavdo que se pretende hazer y q. se le avia ofrezido una gratificazon y   —47→   acordaron se le den al dho Yngeniero q. lo es Dn Domingo Petrarca sinqta ps»10.

Es decir, que con posterioridad al plano de 1719 hecho por el hermano Prímoli, solamente para planta baja y con trece tramos de arquerías frente a la plaza (el Cabildo tuvo en definitiva once tramos), se tiene noticia de un segundo plano, proyectado para «dos plantas, una plana y otra alta», cuyo autor fue Petrarca. Parecería lógico atribuir a éste el mérito de haber sido el autor del histórico edificio, pero nada se puede afirmar con seguridad, pues la documentación compulsada hasta la fecha no permite resolver el problema, y en el Archivo de Indias poco o nada queda por investigar11.

En cuanto a la afirmación de Cattaneo de que ambos arquitectos jesuitas intervinieron en el Cabildo, es perfectamente exacta, pues en la sesión del 22 de septiembre de 1729 se habló del «estado en q. se allan las Casas de cavdo e ynposibilidad de proseguirse por Carezer deste Caudal q. estava destinado para ello lo q. se a gastado en lo q. esta edificado la facultad q. este cavdo le dio al Hermano Andres Blanqui Mro de obras   —48→   de los RRs PP. de la compa de Jhs Para su planta haciendole presente la Rl Zedula q. S. M. embio, en orden a este fin para arreglarse a ella sin exeder en manera alguna». Aún más, en 9 de diciembre de 1730 «el señor Alcalde de primer voto dió razon haver pasado con el Rexr Dn Mathias Solana al colegio de la compa de Jss. a pedir al Rmo Pe Provincial se sirbiese mandar venir a esta ciud al hermano Blanqui artifise de arquitectura pa con su consulta proceguir la fabrica de Calavozos y de estas Casas y q. su Paternd Rda havia Respondido que este sujeto estava ocupado y que en su lugar con la vrebedad posible mandaria venir al hermano Prímoli, q. es de la misma profecion por el deseo q. tiene de Contribuir al servicio de la ciud, que oida se acordo que espere la venida de el dho Prímoli para con su parecer emprehender la procecucion de dha fabrica». Con lo que se corrobora ampliamente lo escrito por Cattaneo, si no en cuanto a ser los autores del edificio -problema no resuelto, según hemos visto-, por lo menos en lo que se refiere a la intervención de ambos como directores de la obra.

La segunda noticia fundamental respecto de la arquitectura colonial es la que trae el padre Gervasoni en la primera de sus cartas. Como hiciera con la de su compañero de viaje, transcribo el original, y luego su traducción:

Le Case son fabbricate turre a pian terreno, la maggior parte adesso di mattoni e coppi. Resta ancora una gran parte fabbricata di creta, e coperte di paglia,   —49→   ed ivi abitano le persone ancora principali, fra de quali Monsignor Vescovo, che avrà di rendita annualmente sei mila Scudi Romani. Contuttociò non ha egli altra casa che di creta, coperta di coppi cotti. Il nostro Collegio potrebbe star con decoro in qualunque Città d‘Europa, fabbricato tutto a volta massiccia a due piani, e ben grande. E’ finito tutto il primo quadro, resta a fare il secondo, per dare alloggio alle Missioni del Paraguai, e del Chile, che qui sbarcano. La Chiesa eziandio è superba, fatta alla Romana con cuppola, e cinque Cappelle per parte, oltre le tre grandi, che stanno a fianchi della cuppola. Presentemente si sta facendo la volta di tutta la nave, e soprasiede un certo Fratello Primoli Milanese della Provincia Romana, che venne nella Missione passata. Questi è un Fratello incomparabile, infaticabile. Esso ne è l’Architetto, il Capomastro, il Muratore; ed è necessario che sia così, perchè gli Spagnuoli non se n’intendono un fico, tutti intenti a far buona borsa, il resto poi poco loro importa. Questo Fratello ha fabbricato la Chiesa di Cordova nel Tucuman, la nostra Chiesa di quel Collegio, quella de’ Padri Riformati di S. Francesco quì in Buenosaires, quella de’ Padri della Mercede, che è assai più grande e maestosa della nostra; ed è egli continuamente chiamato qua e là a vedere, a visitare, a far disegni, ec. Non si può far naggior benefizio a questa Provincia, che inviarle Intendenti di fabbrica, che v’è necessità; ed essendo questo Fratello solo, non può soddisfar a tante Città e Collegi, che lo dimandano.



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Las casas se edifican todas en planta baja, la mayor parte ahora de ladrillos y teja. Queda todavía una gran parte fabricadas de tierra y cubiertas de paja, y en ellas habitan personas aún principales, entre las cuales el señor Obispo, que tendrá una renta anual de seis mil escudos romanos. Con todo, no tiene otra casa que de arcilla [adobe], techada con tejas cocidas. Nuestro colegio podría figurar con decoro en cualquier ciudad de Europa, construido todo en bóveda maciza, de dos pisos, y bien grande. Está concluido todo el primer claustro, queda por hacer el segundo, para alojar a las misiones del Paraguay, y de Chile, que aquí desembarcan. La iglesia también es soberbia, hecha a la romana con cúpula, y cinco capillas por parte [por cada lado o nave], además de las tres grandes, que están a los costados de la cúpula. Actualmente se está haciendo la bóveda de toda la nave, bajo la superintendencia de un tal hermano Prímoli Milanés de la provincia romana, que vino en la misión pasada. Es este un hermano incomparable, infatigable. Él mismo es el arquitecto, el maestro mayor, el albañil; y es necesario que sea así, porque los españoles no entienden una higa; ocupados todos en enriquecerse, el resto poco les importa. Este hermano ha fabricado la Catedral de Córdoba del Tucumán, nuestra iglesia de ese Colegio, la de los padres reformados de San Francisco aquí en Buenos Aires, la de los padres de la Merced, que es mucho más grande y majestuosa que la nuestra, y es continuamente llamado aquí y allá para ver, visitar, hacer diseños, etc. No se puede hacer   —51→   mayor beneficio a esta provincia, que enviarle sobrestantes, de que hay necesidad; y siendo este hermano solo, no puede satisfacer a tantas ciudades y colegios que lo solicitan.



Los datos relativos a la iglesia de San Ignacio son absolutamente exactos, como lo he demostrado en un estudio mío ya citado. No así su afirmación de que el hermano Prímoli «ha fabricado la Catedral de Córdoba del Tucumán». La primitiva iglesia matriz se derrumbó en octubre de 1677, recomenzándosela en 168012. El nuevo templo fue proyectado por el maestre de campo don Pedro de Torres, de nave única, aunque desde un principio se pensó en la posibilidad de ampliarlo. El improvisado alarife no pudo llevar muy adelante su proyecto, debiendo en 1699 requerirse la intervención del arquitecto José González Merguete o José Escudero13, nativo del valle de Cinti en el Alto Perú, de quien se dice que ganó su fama como arquitecto de la Catedral de Chuquisaca. Después de luchar varios años con la pobreza y aún con las trabas que le pusieron las autoridades civiles, regresó Merguete a sus tierras, dejando las obras trazadas, con los muros a vara y media del suelo. Con la llegada del dinámico obispo Alonso del Pozo y Silva, con quien colaboraron el brigadier don Esteban de Urizar y demás autoridades, se reanudaron los trabajos,   —52→   bajo la inmediata administración del fraile Juan de Araeta y el maestre de campo don Domingo de Villamonte. Para esta época, ya se resolvió hacer la Catedral, «no de una sola nave, sino de tres, de tal magnificencia, altura y fortaleza superior a la cortedad y estrechez de la tierra».

Y a esta altura es cuando aparece uno de los dos arquitectos jesuitas, pues el Cabildo de Córdoba, en su sesión del 31 de agosto de 1729, acordó «solicitar, sobre todo, del Padre Rector de la Compañía de Jesús, que el Padre Andrés Blanqui, profeso en ella, maestro de arquitectura, reconociendo la obra y el estado en que se halla, haga el cómputo de lo que puede importar su costo para la perfección de ella»14. Vemos pues que, la intervención de Blanqui -y no de Prímoli como dice Gervasoni-, es muy posterior a la fecha de iniciación de la Catedral, por lo que debe descartarse la posibilidad de que fuese el autor de sus trazas. Es probable en cambio que interviniese para modificar la planta dentro de lo que era posible, dado el estado de la obra, como también es lícito suponer que en alguna oportunidad interviniera Prímoli, que actuó mucho en Córdoba precisamente en esos años. Pero evidentemente la parte principal estuvo a cargo del hermano Blanqui, pues en una carta al Virrey del Perú, fechada a 5 de febrero de 1739, decía el obispo don José Gutiérrez y Zeballos: «Mucho se ha adelantado ya la obra; pues ya desde el 18 del pasado se ha acabado lo más principal del Pórtico, habiendo cerrado   —53→   en dicho día la última bóveda, restando sólo los remates y la cornisa de la fachada; con que el Padre Andrés Blanqui, dejando fenecido esto que era la dificultad va caminando a Buenos Aires por las instancias de su gobernador para la dirección del Convento de Monjas [el de las Catalinas] que allí se está haciendo y sólo lleva por la Religión dos meses de licencia, quando [aunque] tarde más, no hará falta, porque acabados los remates del pórtico, consiste la obra en paredes de crucero y Presbiterio, que no dudo sabrán seguir muy bien los oficiales que tengo, hasta el punto de echar las bóvedas correspondientes, que por la mucha elevación y extensión, la juzgo de grave dificultad»15.

Para quienes hayan estudiado la obra de los dos arquitectos mencionados, es bien fácil reconocer la parte de la Catedral cordobesa que a ellos se debe. Bástenos decir que el pórtico repite con notable parecido el que levantaron en 1727 los mismos artistas para la Catedral de Buenos Aires16.

Un manifiesto error de información comete Gervasoni al atribuir a Prímoli la iglesia del Colegio jesuítico de Córdoba, pues data de mucho antes. En carta que dirigiera el padre Zurbano al Provincial, de fecha 1643, se refería a diversas actividades constructivas, «mientras se hace la iglesia nueva (para la que se va ya   —54→   trayendo la madera) con la plata que V. P. asigno de la legitima del P. Manuel de Cabrera que con tan grande liberalidad dexo a este Collegio»17. Aun cuando dos años después se escribía al padre Zurbano desde Roma, diciéndole que se deseaba «que se dilate el edificio de la nueva iglesia del Colegio de Córdova, pués la antigua puede durar muchos años haciendo ciertos estrivos», no prosperó esta insinuación, ya que en 1646 consta que se iniciaron las obras. Antes de 1671 debió estar techado, pues en las Cartas Anuas de ese año figura la nota necrológica del hermano Felipe Lemer, y se dice que fue él quien construyó su hermosa bóveda de madera18. Lo cierto es que en 1690 ya estaba totalmente concluido el templo, según consta en un Auto Diocesano expedido el 17 de enero de dicho año, en cumplimiento del Breve de Inocencio XI, por el cual se acordaba a los fieles que visitaran por doce veces al año «las siete capillas de la Iglesia de la Compañía de Jesús de su Colegio de Córdoba», las mismas indulgencias que se ganaba en Roma ante los siete altares de San Pedro. Es posible que la actuación de Prímoli se haya concretado a la parte de las sacristías, posteriores al templo, o que   —55→   Gervasoni haya confundido la participación que le cupo en el Colegio con la de la iglesia.

En el mismo renglón de su carta hace referencia a Prímoli como proyectista del templo de los padres reformados de San Francisco, o sea del Pilar. Ya hemos visto que Cattaneo mencionaba a los dos arquitectos como autores de dicho templo, sin referirse a uno de ellos especialmente. La carta del padre Tamburini que transcribimos parcialmente al comentar el respectivo párrafo de la misiva de Cattaneo, habla exclusivamente de Blanqui. Como hasta este momento se desconocen otros documentos que se refieren a ese templo, cuyo archivo ha desaparecido, nos es absolutamente imposible determinar cuál de los dos fue el autor de los planos. De todos modos, es evidente que también aquí trabajaron ambos, conjuntamente, o uno después de otro.

Don Vicente G. Quesada, en el estudio que hiciera de las famosas cartas19, como prólogo a la traducción de Estrada, se refiere a un supuesto error cometido por Gervasoni, cuando dice que Prímoli fue el arquitecto de la «de los Padres Reformados de San Francisco aquí en Buenos Aires». Quesada trajo a colación un sinnúmero de datos para probar la imposibilidad de la intervención de Prímoli en las obras de San Francisco, sin caer en la cuenta de que no se trataba de ese templo, sino del Pilar, que perteneció a la Orden de recoletos o franciscanos reformados. Ni Cattaneo ni Gervasoni   —56→   hacen referencia alguna en sus cartas al templo de San Francisco de Buenos Aires. Y sin embargo, tenemos noticia de que también en este grandioso templo actuó uno de ellos20. En efecto, en un alegato del padre guardián Juan Antonio López, dícese que «no se puede negar qe el Religioso qe dio el diseño de esta Iglesia, qe fué el Pe Blanqui, sobre tener grandes luces en su arte, tenia grande Experiencia, como qe uno y otro mostró en esta Obra como en la Cathedral de Córdova». Al principio llama la atención este desconocimiento en quienes estaban tan bien informados, pero luego se explica perfectamente, sabiendo que San Francisco se inició en 1730, de modo que mal podían citarlo ambos misioneros, que escribían desde Buenos Aires y Córdoba un año antes.

En cuanto a la actuación de Blanqui y Prímoli en La Merced, ya hemos hecho referencia al analizar la carta de Cattaneo. Mas, en esta de Gervasoni que comentamos, aparte de indicar tan sólo a Prímoli y no a ambos, dice que el templo mercedario es mucho más grande y majestuoso que el de su Orden. Este detalle hizo suponer a Quesada que se trataba de La Merced de Córdoba, puesto que el templo similar de Buenos Aires es más pequeño que San Ignacio, en tanto que el cordobés es, sino mayor, por lo menos comparable al jesuítico bonaerense.

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A nuestro parecer, no hay tal equivocación, debiéndose interpretar el texto literalmente, sin pretender enmendar el sentido de lo que escribió el Padre Misionero. El error de Quesada proviene de suponer que Gervasoni comparó La Merced con San Ignacio, tal como nosotros conocemos a este último. En realidad, se refirió al templo provisional que en 1729 servía a la Compañía de Jesús, y que no era otro que los primeros tramos de San Ignacio, cercanos a la fachada. Recordemos que párrafos antes decía Gervasoni que en esos momentos se estaba «haciendo la bóveda de toda la nave». Por otra parte, aun cuando don Enrique Udaondo sostiene que se inauguró el templo el 31 de julio de 1722, creo haber demostrado en mi citada monografía que mucho después aún no estaba habilitado. Así se desprende de un memorial del padre Ignacio de Arteaga, fechado 9 de enero de 172721, en que dice: «La fabrica de la Igla pide suma aplicación y cuidado de la gente, para que se logre el Tiempo, y assi se procurara cubrir el Crucero de la Igla quanto antes se pudiere para salir de la estrechez en que oy se esta, EN LA QUE SUPLE DE IGLa y amenahaza ruina». Sería fuera de lugar extenderse aquí en consideraciones que ya he hecho en otra oportunidad, pero casi con absoluta seguridad puede fijarse el año de 1732, y no el de 1722, como el de habilitación definitiva de San Ignacio.

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Hay otra prueba concluyente, que certifica de modo incontrovertible que Gervasoni se refirió a La Merced de Buenos Aires y no a la de Córdoba, y es la de que este último templo data de casi un siglo después, ya que se inició en 1807. La iglesia mercedaria cordobesa que pudo conocer Gervasoni era mísera y ruinosa, de modo que jamás pudo referirse a ella para compararla con San Ignacio. Por añadidura, cuando Gervasoni decía que La Merced era mucho más majestuosa que la de sus compañeros de Orden, dando la impresión de que hablaba de algo que había visto, aún no había estado en Córdoba, puesto que escribía a raíz de su llegada a nuestra capital.

En un libro titulado Entradas de dinero para la fabrica de la nueva Iglesia del Convto de Ntra Sra de Mercedes de esta Ciudad de Córdoba, con expresión de las personas de quién se ha recibido, hemos leído los siguientes párrafos, harto terminantes: «En 27 de mayo de 1807 hizo la primera entrega el P. Pdo Fr. Domingo Soriano Liendo, de Quinientos Ps en los cuales van inclusos quatrocientos sinqta y uno qe dió de limosna pa dha fábrica el Sr. Coronel de exto Dor Santiago Alexo de Allende»; «en 14 de febrero de 1826 se comenzó a derribar la iglesia vieja». En otras partes del mismo libro de documentos se habla de la suspensión de las obras en 1824, y finalmente de su conclusión en febrero de 1826. Éste es el templo que causó la confusión de Quesada. Por lo demás, no debió de ser muy grandioso, puesto que en 1869 el arquitecto Luis Béttoli y Cánepa   —59→   agrandó el presbiterio, obra que duró cuatro años22.

Quesada llevó su error al extremo de no haber leído bien las famosas cartas. Dice en su estudio preliminar (Revista de Buenos Aires, tomo 8, página 221): «El Padre Cattaneo sostiene que ambos concluyeron la iglesia del Colegio, la de la Merced de Córdoba y la de San Francisco aquí, cuyos planos, dice, ellos habían levantado». Hay en todo esto un verdadero cúmulo de equivocaciones. En primer lugar, ya hemos visto que confundió San Francisco con la iglesia de los Franciscanos Reformados, o sea El Pilar. Luego, jamás se refirió Cattaneo a La Merced de Córdoba y sí a la de Buenos Aires. Y para colmo, en la traducción de Estrada, se omitió la referencia de Cattaneo al templo mercedario bonaerense, (Revista de Buenos Aires, tomo 8, página 382), que seguramente debió conocer Quesada leyendo el libro de Muratori.

El tercero y último de los párrafos fundamentales respecto de las actividades edilicias de aquel entonces, lo encontramos en la segunda carta de Gervasoni. Helo aquí:

Questa Città di Cordova, dove ora mi truovo, stimo che sia la più miserabile di quante ve ne sono in Europa e nell‘America; perchè qual che si vede, è assai meschino. Le case sono (eccettuate alcune pochissime di mattoni a un piano) di terra cruda. Il nostro Collegio è bello, pure tuttavia parte d’esso dura nella stessa   —60→   forma, e vi abitano tuttavia, parte fabbricato di mattoni, ma per essere senza volta, vi piove per ogni lato. L’unico che sappia fabbricare una volta, è quell‘Italiano di cui scrissi in altra mia; ma sta egli occupato in Buenos Ayres, dopo aver fabbricato quì a Monsignor Vescovo una Cattedrale assai bella. La mia camera sta nel coridore, dove abitano i Superiori, e i Padri più anziani, a piana terra senza volta di sotto, e col pavimento, come sono le altre, più di mezz’uomo più basso del pavimento de Cortile. Gli studenti e Fratelli coadjutori son posti nelle camere di sopra, come se fossero le peggiori, perchè s’ha de fare la scala per andarvi.



Cuya traducción es la siguiente:

Esta ciudad de Córdoba, en la que ahora me encuentro, estimo que sea la más miserable de cuantas hay en Europa y en América, porque lo que se ve es muy mezquino. Las casas son (excepto algunas pocas de ladrillo, de un piso), de tierra cruda. Nuestro colegio es hermoso, sin embargo parte del mismo permanece en la misma forma, y en ella se habita todavía; parte está construida con ladrillos, pero por carecer de bóveda, se llueve por todas partes. El único que sepa construir una bóveda es ese italiano, de quien escribí en otra mía, pero está ocupado en Buenos Aires, después de haber construido aquí al señor Obispo una catedral muy hermosa. Mi cuarto está en el corredor, donde habitan los superiores y los padres más ancianos, en planta baja sin bóveda de abajo, y con el pavimento, como son las demás, más de medio hombre más bajo que el piso del   —61→   patio. Los estudiantes y hermanos coadjutores se alojan en las cámaras de arriba, como si fuesen los peores, porque es preciso subir la escalera para llegar.



Poco es lo que se agrega a lo manifestado en su carta anterior, excepto algunas noticias relativas al Colegio Convictorio de Córdoba, y afirmar una vez más que Prímoli construyó la Catedral de Córdoba. Respecto de esto último ya nos hemos extendido considerablemente en párrafos anteriores.

Algo confusa es la parte que se refiere al Colegio jesuítico de Córdoba, acerca de cuya historia constructiva se han ocupado el arquitecto Kronfuss y el padre Pedro Grenón, Societatis Iesu23. No se conocen muchos datos sobre el proceso de este inmenso conjunto, pero por los estudios de los autores citados se sabe que el núcleo primitivo estaba al lado de la ermita de los Santos Tiburcio y Valeriano, a la que luego se fueron agregando la Capilla Doméstica, el templo propiamente dicho, y finalmente los grandes claustros que hoy ocupan la Universidad y el Colegio Monserrat.

Se deduce de la carta de Gervasoni que cuando llegó a Córdoba, se estaban construyendo los nuevos   —62→   claustros abovedados, que poco a poco fueron reemplazando a las primitivas habitaciones de adobe con techo de tijera. En cuanto a lo de estar su habitación «más de medio hombre más bajo que el piso del patio», se explica perfectamente porque varias inundaciones producidas por el desborde del río Primero -especialmente las de 1623 y 1628-, obligaron a ir levantando los niveles de las nuevas construcciones. Cuatro alturas distintas de pisos se encuentran en la actual manzana jesuítica: la ermita, que es la más baja; luego la Capilla Doméstica, algo más alta; la iglesia, más aún; y finalmente los nuevos claustros. La Capilla Doméstica y la ermita tienen sus pisos bajo el nivel de las calles adyacentes, según afirma Kronfuss, que ha estudiado y relevado minuciosamente el vasto conjunto jesuítico de la ciudad de Córdoba.

Hasta que se publicaron por primera vez las traducciones de las cinco cartas que motivan este estudio, nadie se había ocupado de investigar la historia de nuestros edificios virreinales importantes. Los datos aportados por los padres Cattaneo y Gervasoni, ampliados con el comentario preliminar de don Vicente G. Quesada, fueron absolutamente novedosos y revelaron los nombres y la actuación de dos artistas, a quienes se debe la casi totalidad de nuestros templos coloniales. Sólo el canónigo Segurola conocía desde mucho antes esos   —63→   nombres, pero concretó sus estudios en apuntes íntimos, que, por consiguiente, permanecieron ignorados del público en general, conservados hoy en la Sala Groussac de la Biblioteca Nacional.

Divulgada la obra de Blanqui y Prímoli, pocos se ocuparon de profundizar esos estudios, prefiriendo aceptar sin discusión cuanto afirmaban las cartas. Ya hemos visto que, salvo contados casos, estaban bien informados ambos padres, lo que no obsta para que hayan cometido algún error, que se ha ido repitiendo o agravando por aquellos que utilizaron esas fuentes sin recurrir a otra documentación complementaria. Honrosa excepción es la de los padres Cabrera, Furlong, Leonhardt y Grenón, como también la del arquitecto Kronfuss y Miguel Solá, a quienes debe la historia de nuestra arquitectura colonial muchas investigaciones basadas en documentos honestamente estudiados. Pero aún quedan en Buenos Aires y en el resto del país hermosos edificios cuya historia no ha sido escrita, o lo ha sido en forma imperfecta. Sirva este trabajo nuestro de colaboración a quienes deseen acometer la noble tarea de investigar nuestras magníficas artes pretéritas.





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ArribaAbajoPrimera carta del padre Cayetano Cattaneo, de la Compañía de Jesús, a su hermano José, de Módena

Queridísimo hermano:

Buenos Ayres, 18 mayo 1729.

Llegado con el favor de Dios sano y salvo a este puerto de Buenos Ayres, voy a cumplir mi compromiso de daros pronta cuenta de lo sucedido y observado desde que partimos de Europa hasta el presente, comenzando por el principio de nuestra navegación, que puede decirse ha sido felicísima, no porque no hayamos debido sufrir muchas incomodidades, que son inevitables en un viaje de más de seis mil millas, sino porque las hemos experimentado menores de las que suelen ordinariamente sentirse. La víspera de la santa Natividad del 1728, algunos días después de habernos embarcado, partimos del puerto de Cádiz, en cuatro naves, esto es, dos fragatas de 30 piezas de cañón, sobre las cuales venían repartidos nuestros misioneros; un patacho de 20 piezas,   —66→   en que venían doce religiosos observantes de San Francisco y un dominico; la cuarta era un pequeño buque de aviso que va a Cartagena de América y que para mayor seguridad contra los corsarios de Argel y de Salé que infestan estos mares, venía con los nuestros hasta las Canarias, donde tomando luego rumbo hacia el poniente, debía proseguir su viaje. Así salimos del puerto en conserva, con viento favorable es cierto, pero demasiado violento, de modo que fue necesario caminar con pocas velas. Nuestros misioneros entonces llenos de alegría se volvieron a dar a la Europa un eterno adiós, para volver a verla a su tiempo desde el cielo. Era tal la fuerza del viento que hinchando bastante las ondas agitaba no poco la nave, y eran tales los sacudimientos que de cuando en cuando le imprimía, que era muy difícil tenerse de pie. En uno de estos sacudones, un marinero que estaba descuidado cayó al mar y fue un gusto verle nadar como un pescado teniendo siempre su pipa en la boca hasta que acercándose a la nave y atrapándose a una cuerda subió sano y salvo. No hablaré del desorden del estómago, que universalmente experimentamos, porque este es un tributo que suele pagar comúnmente todo el que no está acostumbrado al mar, y siendo la agitación de la nave mayor que de ordinario fueron aún más vehementes las revoluciones   —67→   de estómago que padecimos casi todos más o menos. Con viento tan favorable arribamos en seis días a la vista de las Islas Canarias, bien que cesando después el viento y levantándose otro contrario, fuimos obligados a bordejear ocho días a la vista de Tenerife. Finalmente, después de catorce días desde que soltamos las velas, se logró tomar puerto en esa isla el día solemne de la Epifanía. Aquí nos detuvimos algunos días, porque teníamos necesidad de muchas cosas, como de agua, de leña, de ajustar el timón, de componer un palo que se había roto en nuestro buque, calafatearlo en ambos lados y la proa porque entraba mucha agua por las ensambladuras, y hacer otras no pocas provisiones para la larga navegación que nos quedaba. El Patacho debía cargar además treinta familias para transportar a una nueva población que por orden del Rey se forma al presente en una playa del Río de la Plata, y se llama Monte Video, de la cual os hablaré más minuciosamente, cuando con la narración haya llegado hasta allá.

Entretanto, en los pocos días que nos detuvimos en aquel puerto, ni aun me lo habría soñado, recibí finezas indecibles ya en general como misionero de la Compañía, ya en particular como italiano y modenense. Las recibí en común con los otros, del cónsul de Francia, caballero cumplidísimo y sumamente afecto a la   —68→   Compañía, como mostró con los hechos. Porque apenas supo nuestro arribo, al momento fue a visitar a nuestro padre procurador Gerónimo Herran, no sólo para que fuese a comer con él, sino para que desembarcase toda la misión, a la cual ofrecía dar alojamiento en su casa por todo el tiempo que nuestras naves permaneciesen en aquel puerto. No habiendo accedido a esto la sabia discreción del Padre Procurador, por ser nosotros más de setenta, se desquitó de otro modo, ya sea visitándonos a bordo, ya enviándonos refrescos. Un día (no sé si a petición suya) de ambas naves desembarcamos todos los misioneros y fuimos a juntarnos en uno de los fuertes que están a la orilla del mar. Cuatro fueron a comer con el señor Cónsul, y cuatro en el palacio del señor Obispo, tratados con toda esplendidez y buen corazón por el señor Secretario, de quien escribiré después. Todos nosotros comimos en el fuerte arriba mencionado, donde gozamos de los refrescos enviados por dicho señor, el cual acabada la comida vino en persona con los cuatro padres a visitarnos, trayendo además consigo dos hijos suyos preciosos, uno de siete y el otro de nueve años, aproximadamente, los cuales nos divirtieron mucho con su habilidad, porque hicieron entre otras cosas el ejercicio de las armas, mandando y obedeciendo, ya uno, ya otro, con tal gracia y desenvoltura,   —69→   que no cesábamos de aplaudirlos, hasta que anocheció y todos esos señores nos acompañaron hasta el barco y nos despidieron. En dicho tiempo no mostró menor afecto hacia nosotros el mencionado señor Secretario, en parte por orden del Obispo, que se encontraba lejos de la ciudad en la visita a la isla de Palma, en parte por la singular inclinación que conserva hacia la Compañía. Quería también que desembarcásemos en tierra, ofreciéndose a encontrar cómodo alojamiento para todos; y él mismo venía a visitarnos a bordo, donde nos ofrecía abundantes refrescos. Las finezas recibidas en particular me fueron dispensadas por un caballero italiano, que se encuentra aquí muy bien acomodado con un cargo que le produce medio doblón diario, con lo cual puede vivir como gran caballero; en un país en que la vida no cuesta nada, y poseyendo además sus negocios, puede vivir con más holgura que la mayoría. Éste, encontrándose a comer con el señor Secretario, gran amigo suyo, el día en que fueron aquellos cuatro padres, supo por ellos que en esa misión venían cuatro padres italianos. Por lo cual, lleno de alegría se trasladó, concluida la comida, al fuerte en que habíamos desembarcado. Increíbles fueron las muestras de júbilo y de alegría que dio al vernos, mucho más cuando supo ser nosotros de Rávena, Rímini, Mantua y Módena, países   —70→   todos bien conocidos por él, que suponía fuésemos de las provincias de Nápoles o Sicilia. El primero con quien se encontró fui yo, que recibí los primeros cumplidos y abrazos, después el padre Rasponi y en seguida los otros dos. Pero los principales cariños los recibió el padre Rasponi, por el conocimiento y amistad estrechísima que este señor había tenido en Italia con el Caballero de Malta, Horacio Rasponi, hermano o primo del Padre. Después se volvió súbitamente hacia mí, a quien llamaba su paisano desde que supo que era de Módena, y preguntándole yo de qué país era él, me respondió que era boloñés, y que estando sólo Módena y Bolonia distantes siete leguas (estas siete leguas no se consideran más que si fueran siete pasos) por eso éramos paisanos. Y aquí, dejando aparte el español y el toscano, comenzó a hablar boloñés tan ajustado y con todo el donaire que es propio de la nación, que los padres españoles y tedescos se veían forzados a reír, aunque no entendieran sílaba del significado. Imaginaos cómo estaríamos nosotros, italianos, que no nos hubiéramos imaginado encontrar en Tenerife un boloñés, y un boloñés de los más agradables que puedan encontrarse en la misma Bolonia. A toda costa quiso que fuésemos a comer el día siguiente a su casa, lo que obtuvo fácilmente del Padre Procurador, y habría querido tenernos   —71→   en su casa hasta nuestra partida del puerto, si nosotros mismos no nos hubiésemos decididamente opuesto. La mañana siguiente envió una embarcación a bordo, que nos condujo a la ciudad, donde nos recibió; y después nos llevó a su casita de campo, tan cuidada en el interior y tan bien arreglada con empapelados, espejos, cofres, sillas y otras galanuras, que quedaron sumamente admirados los cuatro padres españoles, a quienes el día anterior había llevado allí para ofrecerles el té, y a nosotros nos pareció ver justamente una casa de Bolonia. Nos honró en la mesa el secretario del Obispo (que en estas partes se considera como personaje de gran cuenta) y un caballero francés muy erudito y cortés. La mesa fue abundantísima; y siendo estos señores personas que habían leído mucho o visto gran parte del mundo, la conversación fue no poco erudita y al mismo tiempo agradable por las historias graciosas que mezclaba el boloñés a las conversaciones serias. Concluida la comida nos llevaron a ver la ciudad, que no es gran cosa, porque exceptuando los conventos y algunas casas principales, todas las otras son bajas y de un solo piso. Lo que me produjo más diversión fue ver los camellos, que yo no había visto sino pintados. Finalmente, fuimos a terminar en el bellísimo palacio de Monseñor el Obispo, donde el señor Secretario nos dio   —72→   un buen refresco, coronando la obra por sí. Después de lo cual, habiendo ya tocado el Ave María, todos unidos nos acompañaron a la playa, donde nos dieron afectuosísimos abrazos y fletándonos una de las mejores embarcaciones nos enviaron a nuestra nave. El señor boloñés se llama el señor Gaspar Biondi de Conti, y tiene la madre viva y un hermano que sostiene a la familia en Bolonia. Este señor suele usar así de su beneficencia, y en esta ocasión nos hizo gozar delicias, donde no esperábamos encontrar sino padecimientos y dificultades.

En cuanto a la isla de Tenerife, la cosa más célebre que se encuentra en ella es su famoso Pico, esto es, un monte situado en el mismo medio de la isla, y que surge con una altura tan desmesurada, que comúnmente es reputado por el monte más alto del mundo. Yo tenía ya alguna noticia por lo mucho que de él tratan los geógrafos y por esto le miré con no poca curiosidad. Lo que puedo decir, es que se descubre más de cincuenta leguas en la lejanía, que son más de ciento cincuenta millas. Más de la mitad está casi siempre cubierta de nubes, y sobre ella se yergue en figura de un pan de azúcar la gran punta, que habitualmente está cubierta de nieve. La isla por lo que puede discernirse desde el buque, me pareció muy amena y fructífera.   —73→   Su mayor fertilidad consiste en tabaco, seda y principalmente vino, siendo célebre en toda Europa el llamado vino de las Canarias, por cuyo tráfico vienen hasta aquí continuamente franceses, ingleses y holandeses, y en el puerto de Santa Cruz, donde estábamos entonces, había más de quince navíos mercantes de esas tres naciones. La costa de la isla está circundada en todo su contorno por fortines con piezas de artillería para defenderla de los berberiscos, los que, por estar esa isla tan vecina del África, la infestan continuamente. Y no sólo para defenderla de éstos, sino también de las otras naciones de Europa, cuando están en guerra contra España, las cuales le hacen el amor por servir esa isla de escala a todas las navegaciones de la India, que allí van a tomar su punto y los vientos generales. Por eso, cuando llegamos nosotros, que como dije, íbamos en cuatro naves españolas, a las cuales se unieron en el viaje dos francesas, y todos lejos estábamos bordejeando a causa del viento contrario, el Capitán General, descubriendo estos seis leños y poco adelante nueve bastimentos menores, que parecían una pequeña flota, sin saber de qué ni a qué fin viniésemos, hizo tocar alarma con dos cañonazos, a lo cual respondieron de la Laguna, que es otra ciudad de tierra adentro, bajando prontamente a la playa cuatro mil hombres de la milicia del   —74→   país, mejores para impedir los desembarcos que las mismas tropas españolas, los cuales estando repartidos en corto número en los mencionados fortines, venían con los mosquetes antiguos a rueda, que manejan admirablemente. El primero en tomar puerto de noche fue el Patacho; y el General envió al momento una embarcación con orden que si era amigo encendiese el fanal de popa y disparase un cañonazo; hecho lo cual pronto se desvaneció todo temor. A la mañana nos aproximamos nosotros y saludamos la fortaleza con once tiros, hecho lo cual todos los milicianos se volvieron a sus casas.

Después de tantas finezas recibidas en Tenerife volvimos a bordo, en donde además de las molestias que son comunes en los buques, siempre mayores cuando se está detenido y no se camina hacia su término, debimos sufrir otras más fastidiosas por parte de los milicianos. Todos los pasajeros, al menos los de alguna consideración, tan pronto como entramos en el puerto, bajaron a tierra, donde lo pasaron alegremente hasta el día que soltamos las velas nuevamente. Los soldados ardían también en deseos de desembarcar, pero los oficiales tenían orden de no dejar salir ni uno. De aquí nacieron las turbulencias, que nos inquietaron por muchos días, porque, fuera de los dragones, bellísima gente y milicia veterana toda, prudente y bien disciplinada,   —75→   la infantería era milicia ordinaria y por lo general descontenta, porque la mayor parte venia por fuerza. Y como el Paraguay no es país tan renombrado en España como Méjico, Chile, el Perú y otros, al saber los soldados su destino parecía que fuesen enviados al infierno. De cierto que si hubieran podido desembarcar en Tenerife, por lo menos la mitad habría desertado; por esto los oficiales, que lo conocían muy bien, velaban con toda atención y rigor, para que ninguno saliese de la nave. Pero a pesar de cuantas diligencias se hacían, una noche se arrojaron algunos al agua y nadando llegaron a tierra. Con todo, reconocidos desde el presidio de un fuerte de la isla, fueron tomados y arrestados al día siguiente. Después hubo una especie de amotinamiento, porque no se les daba vino en la navegación, y así era, pero no tenían razón de quejarse porque es costumbre prudentísima en las naves de España no dar vino a la soldadesca, a fin de que no haya siempre alguno, como sucedería, que se embriague, ocasionando de tal modo riñas frecuentes y peligrosas. Pero una vez llegados a puerto, el Rey les hace pagar tanto sueldo de más cuanto correspondería a la ración de vino que se les hubiera dado todos los días en el mar. Y ciertamente la cosa ha sido pensada con gran prudencia, como en efecto lo probamos, porque el día en que sucedieron   —76→   mayores revoluciones, por las cuales la nave parecía un infierno, fue cuando un pasajero de calidad, estimando tenerlos más quietos y contentos, les regaló un barril de malvasía de las Canarias, del que tocó un vaso a cada uno. Pero apenas pasó una hora, cuando los humos empezaron a subir a la cabeza, comenzaron a querellarse con el Comandante y con los oficiales, ora por una cosa, ora por otra y con tal impertinencia que algunos fueron apaleados, como lo merecían. Apaciguado este tumulto, nació otro de allí a poco en el cuartel sobre cubierta, en que vinieron a las manos entre sí y contra un sargento. Por fortuna no tenían armas, pues es costumbre también en las naves de España no permitir arma alguna ni fusil, ni espada ni bayoneta a la soldadesca, sino a los centinelas de popa y proa y en caso de combatir, pues entonces se distribuyen en un abrir y cerrar de ojos. Por cierto que es esta también una prudente medida pues si esa noche hubieran tenido armas habrían sucedido muchas muertes. Tenían sin embargo, algún cuchillo, porque me parece que hubieron varios heridos. Diré además, que algunos más perversos tentaron cortar el cable a que estaba asegurada el ancla de la nave, pero como ésta tuviera de grueso unos seis buenos puños de hombre, no pudieron cortar sino algunos pocos cabos, como observaron los marineros.   —77→   Otros sin embargo dijeron, que había sido aquello un golpe de sable de un dragón, porque cuando los oficiales oyeron las voces y gritos que venían de bajo cubierta, temiendo algún tumulto, dieron en un momento las armas a los dragones, gente prudente, como dije, y que nada tenía que hacer con tales revoluciones. Éstos, pues, con sables en la mano haciéndose espacio y aquéllos desarmados, aquietáronse todos; preso después el cabecilla y puesto en el cepo, todo quedó quieto; bien que duró poco, porque apenas oscureció un poco la noche, un soldado se arrojó al mar para huirse. El centinela de popa al momento, enderezándole el arcabuz le tiró, pero no teniendo pólvora en la chimenea falló el tiro: los marineros instantáneamente arrojándose en la embarcación, con remada violenta pronto le alcanzaron y tomándolo lo volvieron a la nave, donde sin darle tiempo de mudar los vestidos empapados de agua lo pusieron en el cepo. Mientras se castigaba a este, otro, desnudándose enteramente se lanzó al agua, al cual persiguiéndolo los marineros le dieron prontamente caza como al precedente; bien que fue un poco más difícil tomarlo, porque tenía un cuchillo en la mano, amenazando al primero que se atreviese a agarrarlo. Pero éstos le respondieron resueltamente que le harían pedazos la cabeza, y se vio obligado a rendirse; llevado a la nave   —78→   fue bien asegurado en el cepo, desnudo como estaba, y siendo la noche muy fría, murió congelado. Otras revueltas semejantes, si no peores, acontecieron después, de modo que no había cepos en que poner los delincuentes; no cesaron del todo hasta que nos hicimos a la vela de nuevo en prosecución de nuestro viaje y se comenzaron de propósito las novenas y sermones, con los cuales Dios concedió que se hiciera mucho bien.

Diré aquí en general acerca de esto, que no es fácil explicar el gran fruto que se recoge con estos ejercicios de piedad en las navegaciones de la India, porque, así como en las misiones, algunos de perdidas costumbres que vienen por acaso o por curiosidad, quedan heridos por las máximas eternas y se ven siempre grandísimas conversiones; así, en las naves entre los pasajeros, marineros y soldados, que no todos son ángeles, al oír tantos y tan eficaces sermones obtienen singular fruto y se hacen confesiones generales con tal sentimiento y enmienda de vida, que con el gran consuelo que experimentan los misioneros, se dan por abundantemente recompensados de sus fatigas. Después el ejemplo de los unos, como suele suceder en la multitud, mueve a los otros; así es que son raros los que tarde o temprano no toman mejor tenor de vida. Por esto puedo decir que un misionero podría darse por satisfecho de   —79→   haber dejado su país y de haber venido a las Indias, sólo por el gran bien que puede hacer en estas navegaciones, donde así como los marineros en el mar, así los misioneros en las naves, pescan peces grandes.

Ahora, para volver al hilo de nuestra narración: salimos de Tenerife con viento poco propicio, pero empezada al día siguiente la novena de San Francisco Javier, que en las naves de España y Portugal es el principal protector del mar, el Señor nos envió pronto un viento favorable con el cual proseguimos a buen paso nuestro camino. Entonces fue que notamos la salida de polizones. Son éstos gente pobre pero astuta, que trata de ir a las Indias para tentar fortuna, pero no teniendo los cien o doscientos escudos necesarios para pagar el flete de la navegación, se combinan con algún marinero o ministro de la nave, quien, tras la multitud de gente, que viene en los últimos días, ya por las provisiones, ya por cargar, los introduce, a pesar de la vigilancia de los guardias y los esconden, no sé cómo, tras las cajas o fardos de mercancías, donde van sustentándose lo mejor que pueden, hasta que apartados de tierra algunas jornadas, están seguros que la nave no se volverá por ellos. Entonces comienzan poco a poco a salir a luz, y los capitanes al ver aquellas caras nuevas, o por mejor decir aquellas bocas   —80→   de más, blasfeman, desesperándose, gritando, amenazando, y ellos oyen todo con humildad, sabiendo bien que las amenazas de arrojarlos al mar no se llevarán a cabo, hasta que, pasada aquella borrasca de gritos y bravatas, se van con los otros libres y contentos, como aquellos prisioneros que allí se indultan para la Pascua y la Navidad. Entretanto bufan los capitanes, no porque los tome de novedad la introducción de los polizones, pues bien saben, que no hay nave que vaya a las Indias, sobre todo en la Flota o sea en los galeones, en los cuales no hayan siempre muchos, sino porque cada capitán cree haber usado todas las diligencias posibles para que no se introduzcan en su nave.

En este intermedio, siguiendo el viento favorable y fresco, en pocos días pasamos el trópico de Cáncer por el cual se entra en la Zona Tórrida, contenida entre este trópico y el de Capricornio, cuyo centro es la línea equinoccial. Entramos, dije, con viento fresco, esto es un greco-tramontana, por lo cual no empezamos a experimentar tan pronto los excesivos calores que se suelen sentir en este clima; y hasta aquí nos acompañó el invierno, pues era hacia el fin de enero, al cual sucedió después una primavera templada, que nos acompañó hasta los ocho o diez grados a distancia del Ecuador o línea equinoccial, donde según lo acostumbrado,   —81→   comenzó a apretar el calor y a crecer siempre más, cuando nos acercábamos a la Línea, de suerte que no se padece otro semejante en ninguna otra parte del mundo. Esto duró hasta el otro trópico de Capricornio, después de lo cual sobrevino el otoño, en cuya estación, como veréis más abajo, llegamos a Buenos Ayres; así que, en los cuatro meses que duró nuestra navegación, experimentamos todas las cuatro estaciones del año. Acercándonos entonces con bastante viento, recurrimos al Señor por la intercesión del glorioso San José, y después de San Antonio, cuyas novenas se hicieron con devoción, y obtuvimos la gracia de no caer en ninguna de esas tremendas calmas de 20, 30 y 40 días, que suelen frecuentemente tomar bajo la Línea o en las cercanías de una u otra parte hasta la altura de 7 u 8 grados; y son más perniciosas y temidas que la más formidable tempestad; porque aquí, caminando el sol perpendicularmente sobre nuestras cabezas, de modo que, al mediodía, como observé muchas veces, el cuerpo no arroja de sí sombra alguna por ninguna parte, los rayos del sol caen ardentísimos. Que si se junta el cesar del viento, además de la falta de este refrigerio, que siempre tempera los calores poco o mucho, permaneciendo así la nave inmóvil como una roca, queda tanto más expuesta a los cercanos azotes del sol, que se aumenta   —82→   con la fastidiosa reverberación del mar. Entonces es cuando se padecen tantos desastres de hambre, sed, insomnios, corrompiéndose el agua y las provisiones y engendrándose tantas extrañas enfermedades, como se leen continuamente en las historias que tratan de tales navegaciones. Pero nosotros por gracia de Dios no sufrimos ninguna de tales calmas, pues la más larga fue de 7 u 8 días, a distancia de 4 grados de la Línea, de la cual bien puedo deciros, que no sé de haber sudado ni sufrido tanto, ni padecido una sed mayor.

Ya por otra mía habréis comprendido la estrechez de las habitaciones y de lechos en que veníamos, porque la porción de cámara en que estábamos treinta y cinco, venía a ser como un horno, y si se salía fuera al castillo de popa para tomar un poco de aire libre, parecía que los rayos del sol abrasaban, de tal manera que yo no hacía otra cosa que empapar propiamente el pañuelo en sudor. Pero mayor trabajo era el de la sed, porque esta era excesiva, y el agua que según costumbre se distribuía a cada uno, resultaba escasísima, de modo que algunos pasajeros vendían a un soldado una camisa por tantos vasos de agua pagaderos de diversos días de su ración y otros llegaron a ofrecer un par de medias finas y cosas semejantes por un solo vaso. No había esperanza de mover a dar una gota más de los tres vasos   —83→   de medida, que daban entre la mañana y la tarde; antes he visto negarse públicamente a un pasajero de calidad hasta un poco de agua para hacerse la barba; y porque los marineros de popa una vez acabaron en 12 días y medio su tina que tenía el agua medida para 14, no permitió el contramaestre que se llenara de nuevo hasta el día determinado; lo que obligó a los pobres a estar día y medio sin beber, que daba compasión: tal es el rigor que se observa en estas navegaciones respecto del agua. Lo que bien puedo deciros es que la que se nos daba era buenísima, es decir no estaba pútrida y fétida como suele suceder, y esto por la diligencia especial del señor Capitán, el cual hizo embarcar el agua para los pasajeros en algunos millares de frascos grandes de tierra, bien cerrados con corcho y yeso encima; y el resto casi toda en cubas nuevas y bien guardadas, así que duró hasta el último, limpia y perfectísima. Ojalá hubiera sucedido lo mismo con el bizcocho, del cual era raro el pedazo que no contuviese algunos gusanos que moviéndose al partirlo y frecuentemente saltando sobre la mesa, me ocasionaban no poca repugnancia, náuseas y aborrecimiento. Pero lo más penoso y que ciertamente me dio más ocasión de ejercitar la paciencia, era la multitud indecible de pulgas, chinches y sobre todo de piojos, que en este calor crecen sin número y   —84→   sin esperanza de libertarnos de ellos; ya porque no había lugar para apartarse a registrar y limpiar los vestidos, que estaban llenos; ya porque hubiera sido inútil desde que bastaba entrar una sola vez entre los marineros o soldados para confesar, predicar o recitar el rosario y cosas semejantes, para volver a la cámara llenos y comunicarlos a los compañeros. Imaginaos una nave en que éramos tantos que apenas podíamos movernos, y cuya mayor parte, marineros, soldados y otra gente, dormían siempre vestidos sin mudarse, peinarse, etc.; cuán grande abundancia debía haber de semejante mercancía, de modo que no nos extrañaba verlos correr acá y allá por los vestidos, aunque no pudiésemos acostumbrarnos tan fácilmente a su molestia, mayormente a la llegada de las pulgas y chinches que en aquellos calores excesivos crecen admirablemente; y de modo que la noche, en lugar de servir de reposo, era un verdadero martirio. Un estudiante, el más joven y acaso el más débil de complexión, cuando llegamos a lo más fuerte del calor, cayó enfermo gravemente, de manera que estuvimos en peligro de perderlo. El padre ministro, que era el padre Carlos Gervasoni, tan pronto como ocurrió el principio del mal, cedió su cama que estaba en mejor sitio, es decir, más vecino al aire de la ventana, mientras el otro estaba casi en el fondo de la cámara y   —85→   en la fila de abajo, que parecía una cueva, y aunque repugnase al enfermo este cambio porque el superior no se viese obligado a probar las incomodidades experimentadas por él, venció al fin la gran caridad del Padre Misionero. Por lo demás, todo el resto pasaba suficientemente la tempestad; y por una gracia de Dios no tuvimos cosa alguna de consecuencia, fuera de una que escribiré más abajo. Tuvimos muchísimos temporales con truenos, relámpagos, rayos y combates de vientos, pero que duraban cerca de una hora poco más o menos, a que los españoles llamaban turbonadas, las cuales son frecuentísimas en las cercanías de la Línea de una y otra parte, de manera que se pasa generalmente en medio de ellas, como nos habían dicho y en efecto sucedió. Pero a distancia de 7 u 8 grados del Ecuador los vientos comenzaron a ser escasos o muy débiles por el excesivo calor: de donde suelen proceder las largas calmas que antes mencioné, haciéndose necesario servirse de los antedichos temporales, tomando a tiempo aquella hora o dos de viento con que suelen venir. Por otra parte, es necesario estar con las velas muy bien preparadas para extenderlas o amainarlas en un segundo según la fuerza del viento, pues a veces y de improviso vienen rachas tan impetuosas, que podrían de un golpe tumbar un buque, aunque en un   —86→   cuarto de hora se desvanezcan. Nuestra nave San Bruno y la otra compañera llamada San Francisco, en las cuales venían repartidos los nuestros, tenían dos pilotos de genio totalmente opuesto. El del San Francisco era un español joven superior por su arte al otro, pero demasiado animoso. El nuestro, un francés más práctico, porque navegaba cuarenta años hacía, pero demasiado temeroso, teniendo desplegado el trinquete ad summum cuando bastaba para recoger sin el menor peligro un poco de viento, que nos empujase algunas leguas adelante, mientras que el otro como conocía que su nave era más pesada y tarda en el caminar, de modo que muchas veces y mal de su grado se veía obligado a quedar atrás, recibía intrépido dichas turbonadas con casi todas las velas para aprovechar totalmente del viento, y efectivamente conseguía avanzar siempre mucho. Pero un día en que nos precedía algunas millas, y cruzaba su popa por delante de nosotros, poniéndose a nuestra derecha o pasándose a la izquierda, como burlándose de nuestra nave, que no podía alcanzarla, imprevistamente cambió el viento y le rompió por medio dos palos: os aseguro que esto me ocasionó un gran horror porque cuando recibió el fiero golpe que le echó abajo los palos pareció propiamente que el barco se tumbara o se sumergiese; después, porque yo   —87→   temía que, cayendo a plomo aquella gran máquina de palos o antenas sobre la gente, hubiese hecho muchos estragos entre los pasajeros y los padres. Pero el Señor hizo la gracia que todo se enredó por el aire en las velas mismas y en las muchas cuerdas, que de un palo pasan a otro, de modo que la gente tuvo tiempo de retirarse y esquivar el golpe. Ellos se detuvieron al momento y nosotros, acercándonos, les preguntamos con la bocina si tenían necesidad de algún socorro, a lo que respondieron que no, y que al día siguiente se pondrían en estado de proseguir el camino. Así sucedió en efecto, porque trabajando infatigablemente los marineros y carpinteros, pusieron en lugar de los rotos, otros dos palos que siempre se llevan de repuesto en las naves por lo que puede suceder, y en menos de veinte horas se pusieron de nuevo en viaje con todas las velas, fuera de las dos pequeñas velas sobre las gavias que no se usaron más en el resto de la navegación.

Así en medio de estas turbonadas, a las cuales sucedía inmediatamente una calma de medio día unas veces, otras de uno o dos, alternándose recíprocamente, llegamos finalmente a la Línea, cuyo paso no sabría explicar qué consuelo hace experimentar a los navegantes, de suerte que todas las naciones, de una manera u otra, acostumbran celebrar en la nave una gran fiesta, que   —88→   es fiesta propia de la marinería y una mezcla de verdad y de burla, que no hay comedia que pueda justamente ser tan agradable. Esta función acostumbran llamarla el Rescate, porque todos los pasajeros deben pagar poco o mucho, si no quieren exponerse al peligro de ser zambullidos en el mar. La víspera de la función vino una compañía de marineros vestidos de soldados con dos oficiales y un pregonero adelante, por medio del cual publicaron un largo bando en que se intimaba a todos los pasajeros encontrarse presentes en la plaza de popa al día siguiente, para dar cuenta a Su Excelencia el señor presidente de la Línea de cómo se hubiesen avanzado hasta aquellos mares, con qué facultad, por qué motivo, etc., bajo pena de grave castigo personal o pecuniario, si no justificaren lo bastante. Publicado el bando lo fijaron al palo mayor y se retiraron. Por la mañana del día siguiente se preparó en la plaza dicha una pequeña mesa con tapete, plumas, papel, tintero, etc. y varios empleados alrededor. Los marineros formaron después una compañía militar mucho más numerosa que la anterior con los vestidos de los dragones, armados de sables y picas, con sus oficiales vestidos en toda regla y a tambor batiente vinieron a la plaza, donde se levantó un estrado para el señor Presidente, que llegó al último con gran sosiego, acompañado de sus ministros, vestidos como los   —89→   magistrados. Él sin embargo, iba pomposamente vestido a la francesa, y en verdad que no podían escoger otro mejor para tal función. Apenas se hubo sentado con sus ministros, cuando los que permanecían fuera del grupo, le pusieron delante un reo de no sé qué delito cometido poco antes pasando la Línea, por el cual ordenó súbitamente el Presidente, que fuese zabuglido, que quiere decir24 sumergido en el mar. Y porque el pobre quería dar razones y justificarse, el Presidente, atribuyéndolo a poco respeto, levantose y bastoneándolo ordenó que fuese zambullido tres veces, lo que se efectuó en seguida. Tomándolo los guardias lo ataron al cabo de una cuerda, que al efecto estaba pendiente de una garrucha desde la punta de la antena mayor, con lo cual tirándolo hacia arriba como cuando se da cuerda, lo dejaron caer a plomo desde aquella altura, hasta el mar, sacándolo en seguida y volviendo a zambullirle cuantas veces se les había ordenado. Hecho esto, le dejaron en libertad, permaneciendo todavía la cuerda pendiente en el mismo sitio para terror del cualesquiera que se hubiese atrevido a desobedecer las órdenes del señor Presidente. Todo esto era concertado con aquél, aunque ciertamente yo no   —90→   sabía que hubieran podido hacer algo peor, si hubiese sido de veras.

Terminado este castigo, el Presidente dio orden a su Teniente y al Ayudante de campo, que condujesen a su presencia al señor Capitán del buque. Fueron rápidamente los dos oficiales acompañados de varios soldados a la cámara del Capitán, intimándole se presentara en el acto a Su Excelencia (este era el título que daban al Presidente) y el Capitán obedeció prontamente. Llegado a la presencia del Presidente, con la cabeza descubierta, éste le interrogó con qué facultad se había atrevido a adelantarse con su nave en aquellas partes, a lo cual contestó el Capitán, que tenía despachos y facultades de su Rey, a lo que replicó aquél, que él era el presidente de la Línea que mandaba allí y que de él antes que de ningún otro se debía recabar la licencia y los debidos despachos. Pero porque aquello lo suponía sucedido por ignorancia y no por malicia, se contentaba, en vez de confiscarle el buque como merecía, con que pagase una pequeña multa de cien frascos de vino, etc. El Capitán al oír la sinfonía de los cien frascos de vino y otras cosas pedidas, protestó que aquella condena era excesiva para sus fuerzas. Así que el Presidente, después de algunos divertidos altercados se sometió y convino en 27 frascos de vino, 6 perniles, 12 ó 14 quesos   —91→   de Holanda y no me recuerdo qué otra cosa, que pagó todo exactísimamente y entonces licenciándolo con gran cortesía el Presidente, y hécholo acompañar por sus oficiales hasta la cámara, envió a llamar a los otros pasajeros sucesivamente uno a uno, a cada uno de los cuales exigió estrecha cuenta del atrevimiento tomado en pasar la Línea sin su permiso y pasaporte, que bien sabían o a lo menos debían informarse, ser él el único señor de aquel sitio. No tengo aquí tiempo para referir en particular todos los casos graciosos, que sucedieron en este juicio. Sólo digo en general que me fue muy agradable oír las pullas y respuestas justamente chistosas y picantes, que una no esperaba a la otra, en que son fecundísimos los españoles. Y que el Presidente no podía ser más a propósito, porque tenía un rostro descarado y bronceado, que en toda la función, que duró muchas horas, por más casos ridículos que sucedieron, por más pullas y respuestas graciosas que diese o recibiese, no hizo semblante de reír, sino que sostuvo siempre su carácter con una gravedad y serenidad digna de Catón. Ni eran diferentes a él sus ministros, manteniendo todos su punto con gran seriedad y exigiendo de cuantos se presentaban un sumo respeto, de modo que el Presidente, a intimación suya, condenó a una multa mayor de lo que había establecido, al Mayordomo o sea el Ecónomo   —92→   del buque, que era un armenio muy gordo y que padecía sumamente con el calor, porque se presentó despechugado, lo que atribuyeron a falta de respeto. También como el barbero no respondía en regla o murmuraba sobre la multa impuesta, el Presidente lo condenó a ser zabuglido, es decir, sumergido como aquel primero en el mar, y ya comenzaba a ser ejecutada la sentencia, cuando por haber justificado ser también enfermero y por consiguiente benemérito a la nave, le fue acordada la gracia.

Así por vía de burla y diciendo de veras, los multó bien a todos, desde el primero hasta el último, en proporción, sin embargo, pues al paso que condenaba a un caballero o mercader de importancia en un frasco que contiene doce grandes vasos de vino, de los cuales llevan consigo muchísimo en esta navegación, a un pasajero de menor cuenta lo condenaba en algunos frascos de aguardiente o libras de chocolate y si no tenía ni lo uno ni lo otro, en dinero efectivo, haciendo anotar diligentemente las multas por el Notario presente, para poder después recolectarlas como lo hizo muy puntualmente. Terminose así el Rescate (que así llamamos esta fiesta porque cada pasajero debe desembolsar cualquier cosa, si quiere redimirse del peligro de ser zabuglido), terminose digo el Rescate con un solemne refresco, que   —93→   el Capitán hizo preparar para el Presidente y sus ministros, del cual gozaron aun los soldados, después de lo cual se volvieron a tambor batiente y con acompañamiento de guardias, como habían venido. Una cosa sola faltó para complemento de nuestra función, la cual no se escapó en la otra nave de San Francisco, cuyo capitán era mucho más práctico que el nuestro en las costumbres de esta navegación, fue el zambullir al Presidente o algunos de sus ministros. Al tiempo de terminarse el refresco y cuando todo aquello andaba, como he dicho, con toda la pompa, el Capitán salió de su cámara como maravillado y preguntó qué era aquel estrépito de tambor, aquel cortejo y todo el aparato restante, y oyendo que todo ello se hacía en honor del señor presidente de la Línea: «¡Qué presidente -empezó a gritar furioso, como si hablase de veras-, qué presidente de la Línea? En esta nave no manda sino yo. Por el atrevimiento que se ha tomado de venir a mandar en mi buque, que se le tome al momento y sea zambullido»25. Pero como el Presidente fuese un pasajero que habían escogido para la fiesta, como el de más bello humor de todos, el Capitán no quiso apesadumbrarlo   —94→   y ordenó que se sumergiesen dos de sus ministros, lo que se hizo en el acto, porque los mismos soldados, que primeramente les servían de guardia, los tomaron rápidamente y por más que gritasen de veras y procurasen defenderse, los despojaron de los vestidos de valor a fin de que no se arruinasen y puestos en camisa los ligaron a la mencionada cuerda y acomodados uno sobre otro los zambulleron tres veces en el mar con vivo y universal aplauso de toda la nave. No os admire, si los marineros, que se habrían amotinado si el Capitán no hubiese querido admitir el Presidente, y una vez que han obtenido multar a los pasajeros, que en substancia no es otra cosa que una manera graciosa de recolectar buena comida para sus muchas fatigas en navegación tan larga: no reconocen ya ni presidente, ni fiscales, ni alcaldes, antes contribuyen con esta última ejecución a amenizar más el placer de cada uno. Esto es en sucinto la función con que las naves festejan su pasaje del uno al otro hemisferio, industriándose para aliviar en parte la enojosa molestia, que ordinariamente se experimenta en aquel clima tan caluroso.

Pasada felizmente la Línea nos sorprendieron algunas calmas, cortas sin embargo, y alternadas por lo general con algunas horas de viento, que nos permitían caminar un poco. La pesca del tiburón nos aliviaba en   —95→   cierta manera este tedio. Este pez es casi del largo de un hombre, muy feo y desproporcionado, pero sobre todo más voraz que cuantos se ven en el Océano, de modo que corre apresuradamente a engullir con su gran boca cuanto cae de las naves. En el Vocabulario español e italiano de Franciosini leo las siguientes palabras: «TIBURÓN — un pez grandísimo que sigue las naves que van a las Indias y come todo lo que dejan caer al mar. Refiere un autor, llamado el Gomara que, habiéndose despedazado uno de estos peces, se le encontró un plato grande de estaño, dos sombreros, siete perniles y muchas otras cosas»26. Sin embargo, los que pescamos nosotros no eran tan grandes como por ventura en otras partes del Océano, pero no eran por eso menos voraces. Efectivamente, en uno de los primeros que abrieron encontraron en el vientre un zapato y otras cosas curiosas, que ahora no recuerdo. Figuraos ahora cuando van, no dos buques, sino flotas enteras, y que recogen de todas las naves lo que cae mucho más en caso de naufragio, porque entonces llenan su vastísimo vientre con cuanto encuentran! Por eso es que los marineros los abren, principalmente por ver si tienen en el vientre alguna cosa buena, pues su carne, por otra parte, no es muy sabrosa ni sana. Ordinariamente caminan   —96→   bastante a fondo y sólo salen fuera cuando la nave está en calma. Son muy enemigos del hombre, y por eso cuando a causa del ardentísimo calor, que hacía principalmente en tiempo de calma, se arrojaron muchos a nado para refrigerarse un poco en el agua, andaban con gran cautela, estando unidos siempre alrededor del buque, mientras los de adentro hacían la guardia, mirando si venía a lo lejos alguno de esos monstruos para avisarles y que se tomaran a prisa de algunos cabos de cuerda, que les arrojaban en el acto, para que volvieran a la nave. Y me refirió un señor, que en otra navegación en que él se encontraba, un joven más experto para nadar que los otros se apartó del buque dos tiros de arcabuz y andaba nadando como un pez, volviéndose de cuando en cuando hacia la nave saludando, de donde todos le respondían con aplausos, cuando de improviso se le vio tirado hacia el fondo sin aparecer más, y todos lo atribuyeron al tiburón.

La manera de pescar los tiburones es con anzuelos de la forma y tamaño justamente de los arpones o ganchos con que se cuelgan en las carnicerías los cuartos de buey, aunque algo más gruesos; asegurado el arpón con uno o dos palmos de cadena, para que el pez no rompa la cuerda con los dientes y se lo lleve como sucedió muchas veces, pues al abrir algunos se encontró   —97→   en su vientre uno o dos de estos anzuelos o quiero decir gruesos arpones de fierro con la cadena y un pedazo de cuerda, lo que daba a entender la fuerza y conjuntamente la extraordinaria voracidad del pez, que es singular. Al anzuelo se pone un gran pedazo de carne, que arrojan de lo alto, y el tiburón tan pronto como oye el estrépito de aquello que cae al mar se vuelve y guiado de ciertos pececillos, que llaman romerinos, que siempre lo preceden o están adheridos sobre la cabeza o las espaldas, embiste la comida, la engulle y queda preso. Cuando lo levantan los marineros (y hacen siempre de modo que sean muchos, así por el gran peso como por los sacudimientos que da) es cosa agradable ver los mencionados pececitos como van perdidos acá y allá en actitud de socorrer y compadecer a su patrón, y antes que sea completamente sacado fuera del agua, la mayor parte se le acomodan sobre el lomo de modo que quedan presos con él. Éstos sí son estimados como excelentes para comer, y gratos también a la vista por ser pintados de arriba a abajo con listas negras y azules; pesan cerca de media libra. Una vez en la nave el tiburón, lo matan a golpes de barra en la cabeza, le sacan de ella una piedra, reputada medicinal, le hurgan el vientre y hacen poquísima cuenta de la carne. Otras veces, después de aturdirlo a golpes de palanca, le sacan los ojos en   —98→   venganza de ser tan enemigo del hombre; después le atan al lomo un barril vacío y bien cerrado, con el cual lo vuelven a arrojar al mar; y es un agradable pasatiempo ver el combate del tiburón con el barril; porque entonces el pez no sólo trata de sumergirse en el mar y con el ímpetu de la primera caída lo consigue, pero presto el barril vuelve a flote, levantando consigo el pez: éste quisiera volver a fondo, y como tiene el barril encima, se enfurece, se vuelve contra él, no pudiendo quitárselo del dorso. Y corre de un lado a otro, hasta que finalmente se pierde de vista, después, sin embargo, de haber recreado algún tiempo a los navegantes a costa suya.

Encontramos también en el resto del viaje algunos otros peces, grandes y pequeños, sin que yo observase en ellos cosa digna de referirse. Sólo el volador merece no ser olvidado. Es éste un pez del tamaño y forma casi de una «lisa», sólo que tiene dos alas en forma de murciélago, con las cuales cuando es perseguido por un pez grande, que se llama bonito, levanta un vuelo sobre el agua largo de dos o tres tiros de piedra; aunque a menudo el bonito, que es velocísimo, lo sigue nadando, de tal modo que cuando el volador cansado se deja caer en el agua, aquél, que ya está debajo esperándolo, alzándose, abierta la boca, lo toma en el aire y lo engulle,   —99→   como yo vi una vez. Éstos ordinariamente van en grandes bandadas como pájaros acuáticos, y aun volando caen en los navíos, como sucedió con uno que tuve en la mano y observé27. Llegados por gracia especial de Dios a los cuatro o cinco grados más allá de la Línea, se levantó un viento fresco y durable por muchos días, que nos desclavó de aquel mar de aceite donde estábamos casi inmóviles, y que mitigó mucho los excesivos calores de aquella hornalla. Verdad es que, creciendo siempre ese viento, terminó por una tempestad, la cual, no obstante, como se vio, no fue peligrosa. No esperéis de mí la descripción: la encontraréis en los poetas y en los historiadores. Solamente os diré, que yo no había jamás visto tal multitud de relámpagos y de rayos, porque eran tan consecutivos el uno al otro, que el cielo, cuando llegamos a la noche, estaba completamente   —100→   iluminado. Ni recuerdo haber oído estrépito semejante al de las saetas que caían en el océano, que sin embargo, creo procediese del mismo mugido del mar. Ésta fue la ocasión en que vi el San Telmo, que no es otra cosa que una llamita de fuego que se enciende durante la tempestad en la punta de un palo o en la extremidad de una antena, y que es recibido comúnmente por los marineros como una señal ciertísima de que la borrasca acabará pronto y sin peligro del buque, por lo cual, la primera vez que aparece todos se arrodillan en el acto, dando gracias a Dios y a la Santísima Virgen por tan feliz augurio. Eran entonces como las dos o tres de la noche y parecía que el viento se enfurecía cada vez más, cuando uno bajó a toda prisa a la cámara en que estábamos nosotros, anunciando que en aquel momento se había visto el San Telmo. Yo entonces por salir de la duda de si aquello era una aprensión popular o una cosa efectiva me dirigí rápidamente a popa, donde tan pronto como me vieron: «Mírelo, padre -me decían-, mírelo allí»28. Miré atentamente y en verdad era así, es decir, una pequeña llama bien reluciente sobre la extremidad de la antena mayor, la cual en la oscuridad de la noche se distinguía claramente. Lo observé con sumo   —101→   placer, como también la alegría extraordinaria con que toda la marinería cantaba en dos coros las letanías de la Santísima Virgen, la gran confianza que tenían en que la borrasca acabaría sin peligro, al punto que mientras las ondas seguían enfureciéndose y retumbaban los rayos por todas partes, ellos proseguían su canto alegremente, sin hacer el menor caso. Si la llama en cuestión es un efecto natural o no, no me pondré ahora a averiguarlo. Sólo digo que aunque sea así, como los fuegos fatuos y otros semejantes, Dios se sirve de ellos para dar a los navegantes una esperanza casi cierta del feliz éxito de la tempestad, que ellos atribuyen a la intercesión del glorioso San Telmo, al cual pintan generalmente con un buque y una pequeña llama en la mano y en cuyo honor recitan todos los días una devota canción como a protector contra las tempestades.

Debo también advertir, que por casi todo el trecho del mar sujeto a la Zona Tórrida y mucho más en la vecindad del Ecuador, cuando llueve sobre los vestidos, el agua en pocas horas se descompone y produce gusanos blancos como los del queso, de modo que si pasada la lluvia se olvida alguno de extender su vestido mojado y exponerlo al sol, lo encontrará bien pronto cubierto de semejante mercancía. Así después de varias otras circunstancias que dejo por ser de poca cuenta, arribamos   —102→   al trópico de Capricornio, casi a la mitad de la Cuaresma, que por buena fortuna nos tocó pasar toda en el mar, donde os aseguro, que se hace mucho más rigurosa que en tierra; porque, así como en medio de tanta agua, se padece más la sed que en ninguna otra parte, así también, en medio de los pescados, se experimenta su escasez más que en ningún lugar, ya que mientras camina la nave, ordinariamente no se puede pescar; así fue que a excepción de cuatro o cinco veces que probamos un poco de pescado fresco, todo el resto lo pasamos con salado que servía si no a quitar el hambre, por lo menos para encender la sed. Júntase a esto que las horas de comer en los buques de España, son completamente diversas, por no decir contrarias a nuestra distribución, pues, como cuatro horas antes de mediodía se va a la mesa: y esto lo llaman almuerzo, es decir, la colezione29; tres horas después de mediodía o más tarde, se prepara lo que llaman la comida, es decir, il desinare30; y hasta el día siguiente ya no se da otra cosa. En este tiempo de cuaresma las funciones de piedad se hicieron con mucho mayor fervor y frecuencia que anteriormente, predicando, ya uno ya otro, con tan buen   —103→   efecto que por lo general al acabar el sermón con un acto de contrición, casi todos acompañaban al misionero con lágrimas y golpes de pecho, pidiendo humildemente al Señor perdón y misericordia. Los capitanes, pasajeros y oficiales acudían siempre con gran edificación y aunque podían acomodarse donde se sentaba toda la demás gente, ellos estaban siempre en pie señalándose también en esto la piedad tan propia de la nación española. Además de esto, se hacía todos los días, mientras lo permitía el tiempo, la doctrina cristiana y se recitaba el rosario con otras oraciones en cuatro partes distintas, es decir en la popa los pasajeros, en la proa los marineros, en la sentina los soldados y bajo cubierta la gente de servicio, con gran consolación nuestra al oír resonar por todas partes las alabanzas del Señor y de su Santísima Madre, hasta en medio del Océano.

De este modo íbamos acercándonos felizmente a nuestro término, cuando el 25 de marzo, día de la gloriosa Anunciación, al despuntar el alba, surgió una niebla muy espesa, que dio motivo a esperar proviniese de la vecindad de tierra. Por tanto, se echó el escandallo y se encontró fondo a las 140 brazas, de lo que el piloto dedujo no poder estar la tierra muy distante, porque en este mar, cuando se está muy lejos de ella, no hay cuerda que llegue al fondo. Por lo que todos dimos afectuosas   —104→   gracias a la Beatísima Virgen con las letanías, que por primera vez se cantaron con el festivo son de las misiones acostumbradas en Módena. El piloto sin embargo, porque atendiendo a la espesa niebla, no podía discernir a qué distancia se encontraría la tierra, ni sabía si había allí escollos o bancos de arena, volvió la proa en dirección al mediodía, prosiguiendo su viaje hasta alcanzar la altura de 35 grados, en que viene a estar el cabo de Santa María y en la mañana del 27 la volvió hacia el poniente. Después de comer echó el escandallo y contra su esperanza encontró sólo 50 brazas de agua, de donde dedujo, según las medidas notadas en estos mares, que la tierra no podía distar más de 25 millas; por esto, dudando de poder descubrirla en aquel día por ser muy tarde y no queriendo, por otra parte, acercarse mucho por temor de que levantándose en la noche un viento impetuoso nos arrojase a la costa, aconsejado por su excesivo temor, se puso a la capa, que es cuando se cruzan las velas con simetría tal, que el viento dando en una refleja por contraposición en la otra, de modo que no empuja la nave ni adelante ni atrás, permaneciendo ésta inmóvil como una roca. Todavía, como la otra nave, esto es, el San Francisco, sin tantos temores, proseguía su viaje a toda vela, la nuestra como capitana juzgó conveniente retenerla, lo que hizo enarbolando sobre la gavia   —105→   una bandera holandesa, y disparando un cañonazo, que era según sus señas, aviso de ponerse prontamente a la capa; porque cuando muchas naves van de conserva, sea en flota o en armada, cada una tiene registrada en un libro todas las señales que deben dar en cualquiera ocasión, según las cuales están prontas y entienden individualmente lo que les ordena la capitana, y se acostumbran dar por medio de cañonazos o de banderas diversas, enarboladas en uno u otro sitio: así se hablan y se entienden en un abrir y cerrar de ojos, aun a distancia de muchas leguas. El San Francisco, en efecto, entendió pronto la orden dada, bien que estuviese a tres o cuatro millas de distancia y se puso él también a la capa. A medianoche se disparó otro tiro de artillería, enarbolando si no me engaño, uno o dos faroles, que de noche sirven en vez de bandera, y esto era señal de volver el bordo y tornar atrás, lo que quería nuestro piloto por temor de acercarse demasiado a la tierra. Pero el otro que era, como ya dije, más animoso y peritísimo en su arte, al oír esta nueva orden se enojó, conociendo muy bien, que procedía sólo de la excesiva cautela de nuestro piloto, y expuso a los pasajeros de distinción, que eran muy numerosos, ser un despropósito manifiesto el volver atrás, cuando tenían viento favorable, que si se mudaba en contrario podía empujarlos en alta mar centenares   —106→   de leguas, como había sucedido otra vez; que él sabía muy bien en qué lugar se encontraba y que tenía bastante práctica de aquellas costas, que había reconocido bien en otro viaje hecho a Buenos Aires. Por lo cual, los pasajeros, que por otra parte tenían gran concepto de su pericia, y estaban muertos de fastidio por la lentitud de la capitana, lo animaron a no perder la ocasión de aquel buen viento y en vez de tornar atrás según la orden, a seguir adelante prosiguiendo su viaje. Así lo hizo, sustrayéndose a favor de una neblina que duró todo el día siguiente, de las sugestiones de nuestro piloto, lo que deseaba de tanto tiempo atrás. Nosotros entretanto estuvimos firmes todo el día de la niebla por temor como dije, de dar con las costas. El día siguiente, que despuntó clarísimo y con viento en popa, a la mitad de la mañana gritó el joven de la gavia: «¡Tierra!, ¡tierra!», noticia que fue recibida con júbilo universal, porque desde que, dos meses y medio antes, habíamos salido de las Canarias, no habíamos visto sino cielo y agua. Se sacaron fuera cuantos anteojos grandes y chicos había en el buque, y quien de un lugar, quien de otro, andaban mirando por descubrirla claramente, pues por ser playa rasa, sin montes y sin árboles, no era cosa fácil encontrarla. Cuando finalmente nos acercamos tanto, que se pudo distinguir claramente por   —107→   todos, no es fácil explicar la alegría común, que mostraban, congratulándose unos con otros por haber al fin llegado al término tan deseado, de lo que se dio gracias al Señor con un solemne Te Deum.

No obstante después de tan gran consuelo, sobrevinieron varias no pequeñas tribulaciones. El Capitán con los interesados y nosotros también, estábamos muy desconsolados porque no se descubría por ninguna parte el San Francisco, de modo que temíamos que habiendo caminado el día de aquella niebla espesa, pudiese haberle sucedido alguna gran desgracia; ya habíamos tenido igual sentimiento cuando cerca de las islas de Cabo Verde perdimos de vista al Patacho, que no vimos más en todo el camino. Por esto el Capitán dio orden al muchacho de la gavia que observase atentamente si por algún lado se descubría, prometiéndole tres frascos de vino de buena medida. No pasó mucho tiempo sin que el muchacho avisara desde el nido de cuervo, que se descubría a lo lejos el San Francisco. Miramos todos con los anteojos y convenimos casi todos en que era una nave, la cual navegaba a toda vela hacia tierra, y no podía ser otra que el San Francisco; por lo cual completamente consolados el Capitán pagó inmediatamente los tres frascos al gaviero, que había dado la feliz noticia. Pero pronto este nuevo consuelo se convirtió en nuevo temor; porque   —108→   caminando hacia aquella parte, cuando estuvimos cerca reparamos que no era el San Francisco lo que se veía, sino ciertos escollos, que mirados de lejos, parecen propiamente un buque con las velas hinchadas, de modo que aunque hubiéramos leído poco antes en una relación exactísima, que dichos escollos hacían esta burla a muchos pasajeros, que los habían visto en otros viajes, no había manera de persuadirnos que no fuese una nave efectiva, antes se hicieron sobre esto algunas apuestas considerables hasta que llegando quedamos desengañados, porque mirados bajo otro aspecto, parecen dos castillos derruidos, por lo cual son llamados así: los Castillos y con tal nombre figuran en las cartas geográficas. El pobre capitán quedó doblemente burlado; por la nave que no parecía, y por los tres frascos, que ya había pagado. Pero pronto se agregó una tribulación mayor y fue un viento contrario que se levantó y nos hizo perder en muchos días más de 440 millas, perdiendo totalmente de vista la tierra; y mucho más padecimos por la escasez de víveres en que nos encontrábamos y las graves turbulencias que se suscitaron en la nave, pues corrió la voz que no había a bordo agua sino para diez o doce días, y viéndonos en alta mar, con viento contrario, sin saber cuándo podríamos tomar tierra, nos considerábamos en gran peligro. Se trató por tanto   —109→   de acortar la ración de agua a los soldados, dándoles un cuartillo o vaso menos al día; pero ellos hicieron entender resueltamente, que si se les disminuía por necesidad tal porción, se disminuyese igualmente a todos, comenzando desde el Capitán hasta el último, porque todos tenían igualmente el derecho de la propia vida. Y en esto ciertamente tenían razón, la cual llevada por personas ilustradas al Capitán hizo que desistiese, con lo que se esquivó el casi evidente peligro que temíamos de una furiosa sublevación de soldados, que el comandante manifestó claramente no poder en ese caso mantener en su deber.

Apenas se extinguió este fuego, cuando pronto se encendió otro entre los pasajeros de mayor consideración y el piloto. Viendo aquéllos, por una parte, que los víveres se iban terminando y por otra, que el viento contrario había cesado, querían que se volviese a descubrir de nuevo la tierra. Pero el piloto respondía que aquel viento, si bien era favorable, era demasiado impetuoso y que por eso quería mantenerse lejos de la playa. Instaban éstos, que a lo menos se pusiese a la vista de cualquier playa, donde con el bote se pudiesen bajar doce soldados con otros tantos marineros, que hicieran provisión de agua dulce y que tomaran algunas vacas salvajes de las que habíamos visto en los días anteriores   —110→   pacer en la ribera y remediar de ese modo la necesidad en que nos encontrábamos. Pero él, firme, respondía no querer retroceder a poniente sino cuando se encontrase a tal altura que pudiera embocar directamente el Río de la Plata. Que en cuanto a la escasez de víveres el Capitán debía haberlo pensado a su tiempo y hacer provisiones abundantes, sabiendo bien que en el mar pueden sobrevenir mil accidentes; en cuanto a él, que no tenía otra obligación, que conducir con seguridad la nave, ni debía arriesgarse a dar en un banco o escollo, aventurando por capricho ajeno las vidas y los capitales de tantos y mucho más su propia reputación: y por cierto no lo discurría mal. Pero éstos respondían que perderse por encallar en un banco o morir de hambre y de sed, todo era perecer; con la diferencia que esto era casi cierto, si se engolfaban siempre más en alta mar, mientras lo de los bancos y escollos era sólo un excesivo temor de su parte. Pero como viesen que gritaban al viento, cansados finalmente se unieron en consulta con el Capitán en la cámara de popa, donde así unidos en corporación, formaban el magisterio legítimo del buque, y citado ante él el piloto, le ordenaron absolutamente que tomase inmediatamente rumbo hacia tierra, lo que fue obligado a obedecer: de otro modo hubieran podido formarle riguroso proceso en Buenos Aires. Así,   —111→   cuando Dios quiso, volvió poco a poco la proa hacía el poniente, y en uno o dos días descubrimos el Cabo de Santa María, pasado el cual nos encontramos en la embocadura del Río de la Plata.

Cuando en Europa leía yo en los historiadores y geógrafos, que la boca del Río de la Plata tenía ciento cincuenta y más millas, me parecía exageración, no habiendo en estos países ninguna especie ni ejemplar de ríos tan desmesurados. Sin embargo, por la concorde autoridad de tantos escritores no podía menos de creerlo, y cuando llegamos a la embocadura, os confieso que tenía un sumo deseo de salir de dudas por mis propios ojos, y he encontrado que la cosa es verdaderamente así. Lo deduzco especialmente de esto: que cuando partimos de Monte Video, que es una fortaleza situada más de cien millas dentro del Río, donde ya se ha estrechado una mitad, debiéndolo nosotros atravesar a lo ancho, caminamos un día entero sin descubrir la otra costa. Y cuando se está hacia la mitad se pierde de vista la playa, ni se ve otra cosa alrededor que cielo y agua a guisa de un vastísimo mar. Por tal se podría tomar, si no quitara toda duda el agua dulce corriente y turbia exactamente como la del Po. Adelante de aquí, en Buenos Ayres, otras cien millas más adentro, donde se estrecha de nuevo otra mitad, no sólo no se distingue la playa opuesta,   —112→   que es a la verdad completamente llana, pero ni aun las casas y campanarios de la Colonia, que es una ciudad de Portugueses situada precisamente enfrente a Buenos Ayres.

Yo he tenido muchas veces la curiosidad de subir sobre nuestro edificio y mirar atentamente en día clarísimo y no he podido descubrir sino un horizonte de mar, y aunque aquí no dan de anchura sino 36 millas aproximadamente, creo que deben ser muy largas. Verdad es sin embargo que la profundidad no corresponde a la desmesurada anchura porque tiene muchos bancos de arena peligrosísimos, cubiertos con sólo tres o cuatro brazas de agua; uno de los cuales, grandísimo, está en la desembocadura, que la hace sumamente dificultosa y se llama el Banco inglés, o porque lo descubrieron los ingleses, o porque un bajel suyo que venía de Buenos Ayres bien cargado de plata, hecha venir de contrabando por tierra del Perú, encalló allí y se perdió. En sólo doce años han encallado allí ocho bajeles portugueses, como también hace poco el Lanfranco, bajel español de 70 cañones. Os dejo pensar si en este paso nuestro piloto se andaría con rodeos y tendría en ejercicio sus anteojos. Sólo os diré, que cuando se trataba del Río de la Plata lo llamaba siempre el infierno por haberse encontrado en otro viaje que hizo, en peligro de perderse por   —113→   una tempestad, que verdaderamente son aquí más peligrosas que en cualquier otra parte. Y la razón es, porque cuando en alta mar los vientos se enfurecen, dejan correr la nave de una parte a otra, lo que aquí no es posible porque se camina siempre entre escollos y bancos. Además de que aquí las ondas por la furia de los vientos se levantan tan altas y como en el mar, por una parte, y por otra, no teniendo el Río tanto fondo corre riesgo la nave al descender desde la cima de las ondas hasta los profundos valles que forman, de dar con la carena en el fondo y abrirse.

Tomadas por lo tanto todas las cautelas posibles, se resolvió cuando a Dios plugo, a entrar por las instigaciones de los pasajeros y de los primeros oficiales de la marinería, sin cuyo impulso no lo habríamos hecho de cierto aquel día; porque habiéndose puesto ya el sol, no quería él caminar más adelante por temor de un escollo cubierto que está a 60 pasos de la isla de los Lobos, paso al que no quería arriesgarse de noche. Pero haciéndole presente todos, que teníamos la isla ya bajo los ojos, como a dos tiros de cañón, donde todo estaba reconocido y que además aquella noche corría una luna llena, y tan clara que se podía leer una carta31, dejose   —114→   inducir aunque de mala voluntad, y por gracia de Dios pasamos muy felizmente. Esta isla es completamente desierta y sólo la habitan en cantidad lobos marinos, que viven igualmente en el agua que en tierra, y cuando ven pasar alguna nave vienen en tropel a su encuentro, y llegados a ella, muchos se aferran con las garras de adelante a la borda, quedando la otra mitad del cuerpo en el agua. Después alzando la cabeza miran hacia la gente y rechinan los dientes como los monos; después de lo cual se sumergen de nuevo en el agua, paseando acá y allá en tropas acompañándose de ciertos aullidos agradables, hasta que se retiran a dicha isla o costas vecinas, donde los paisanos los cazan por la piel, que sirve para muchos usos y tiene un pelo bellísimo. Ni les cuesta mucha fatiga o peligro el tomarlos, porque no son fieros ni embisten; solamente se sustraen con la fuga, corriendo tan ligero como pueden a sumergirse en el río. Pasada la isla de los Lobos nos sobrevino una calma que sin embargo duró poco, y que nos fue además aliviada con una pesca abundantísima de ciertos peces preciosos que son o corresponden a los que llamamos allá mecchie, de cerca de dos libras cada uno, y era tal la abundancia, que apenas arrojado el   —115→   anzuelo lo retiraban ya cargado. Muchos que por no perder tiempo habían atado en la misma cuerdecilla dos o tres anzuelos, sacaban casi siempre en el mismo tiempo otros tantos peces y más de uno en sólo media mañana llenó más de dos o tres barriles, lo que sirvió de gran diversión para los muchos que pescaban y para los otros, que eran espectadores. Y fue óptima provisión para todos en la suma necesidad de víveres que padecíamos. Ni debo omitir aquí cierto pez, que llaman vagros32, el cual tiene cuatro bigotes larguísimos y en medio del espinazo una como ala con una espina de tal malignidad, que si se pincha con ella (lo que sucede fácilmente si no lo aporrean pronto a palos), si pincha, digo, una mano, se hinchará todo el brazo; si un pie, toda la pierna, con dolores agudísimos de que es muy difícil curar. Y aunque la tal espina parece bastante débil y flexible, es preciso decir que es durísima, porque a un ligero golpe que uno dio sobre ella en una mesa, el pez, que era de los más pequeños, enderezándola, pasó de parte a parte la mesa con estupor de todos porque era de madera muy fuerte y tenía de grueso más de un dedo.

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El día siguiente caminamos a favor de un viento fresco y a la noche dimos fondo ante la isla o playa de Maldonado. Aquí había naufragado poco antes el célebre bajel inglés llamado El Caballo marino, el cual al chocar en un escollo bajo el agua se abrió de un golpe con pérdida de toda la gente y más de un millón setecientos mil pesos, con que volvía cargado de Buenos Ayres, los que por ser casi todos de contrabando, aquel gobernador los ha confiscado para el Fisco Real, haciéndolo pescar al presente con la mayor diligencia posible, y se supone que sacará buena porción, porque dos días antes que llegásemos nosotros, volvía a Buenos Ayres una barca cargada con ochenta mil pesos que ya habían pescado. La mañana siguiente, caminando poco a poco con cautela, llegamos a la isla de los Flores33, también desierta y frecuentada sólo de lobos marinos; este es el paso más peligroso por la estrechura que forman cuatro escollos poco visibles que están alrededor de la isla y la extremidad del mencionado Banco Inglés, que acaba aquí.

Como a mediodía descubrimos el tan suspirado Monte Video, distante 20 millas, que es un monte aislado en forma de un pan de azúcar, a cuyo pie hay un puerto que es la primera escala de las naves, que de   —117→   las Canarias vienen a esta carrera; y la tarde del Sábado de Pasión, día en que habíamos terminado la novena de la Santísima Virgen dolorosa, dimos fondo con alegría y júbilo universales, no tanto por haber llegado finalmente después de seis mil millas o más de viaje a tomar puerto, cuanto porque aquí terminaron todas las ansias y temores que nos habían agitado por los dos buques compañeros nuestros, es decir, el Patacho, que como dije, habíamos perdido de vista cerca de las Islas de Cabo Verde y el San Francisco en las cercanías de los Castillos. Aquí encontramos el Patacho, el cual tan pronto como nos descubrió a lo lejos, nos saludó con nueve tiros de artillería y saliendo del puerto vino a nuestro encuentro. Con todo, como no veíamos más que una nave, teníamos alguna inquietud por lo que hubiera podido acontecer a la otra, pero pronto nos libró de todo temor el Patacho, porque acercándose, nos dio la alegre noticia de que él había llegado a aquel puerto trece días antes y preguntándole al momento nosotros, si había visto el San Francisco, respondió que sí: que había llegado también ocho días antes, esperándonos de hora en hora; pero viendo después que no acabábamos de llegar, habían tirado directamente hacia Buenos Aires aquella misma mañana, a lo que respondimos con mil vivas y congratulaciones. Este arribo anticipado de la   —118→   compañía fue ventajoso para nosotros, porque habríamos de haber estado anclados ocho o diez días y en caso de mal tiempo veinte o treinta, hasta que se enviase la lancha a Buenos Ayres para tomar allí un Pratico del Río34: que son señalados al efecto y se pagan con cien pesos para cada uno; ya que no hay piloto por animoso y experto que sea, que se fíe de su ciencia para seguir a Buenos Ayres entre tantos escollos. Pero ya el Patacho había enviado su lancha y conducido los prácticos para cada una de las naves, por lo cual, encontrándonos prontos, pudimos seguir nuestro viaje en la mañana siguiente. Monte Video no lo encontraréis probablemente en las Cartas Geográficas sino, a lo sumo, bajo el nombre de Monte Seredo, por ser una población formada de nuevo hace dos o tres años, a la que, por orden de la Corte van transfiriéndose familias de las Canarias, 25 ó 30 de las cuales condujo nuestro Patacho, y otras tantas deberá transportar cada año un buque, que el Rey ha permitido a aquellas islas, con el cual pueden venir a traficar en estas regiones sus vinos y tabacos, con la obligación sin embargo, de conducir dicho número de familias hasta que este sitio importante esté bien poblado. La razón es, que con esta población se asegurará la España de toda aquella gran porción   —119→   de país que yace entre el Río de la Plata, el Brasil y el Mar, hacia el cual han mostrado los Portugueses grandes aspiraciones para continuar su Brasil con la Colonia o isla de San Gabriel que tienen frente a Buenos Ayres, defendida con fuertes castillos a fin de que les sirva de escala para introducir de contrabando cuantas mercancías quieran en los Estados de España, enviándolas por tierra a Chile y el Perú, con gran ventaja suya y daño de los mercaderes españoles, que cuando llegan aquí con sus naves bien cargadas no saben cómo vender sus pacotillas, encontrando el país ya abundantemente provisto de todo, porque los ingleses y franceses se refugian también en la mencionada Colonia, haciendo lo mismo. Cuando nosotros llegamos a Buenos Ayres, nuestros comerciantes tuvieron la triste noticia, de que se encontraban actualmente en la Colonia 20 buques entre ingleses, portugueses y franceses; los cuales habían despachado todo en barquillas y furtivamente sus mercancías a muy buen precio, sin que éstos, como me lo decían, supiesen cómo vender las suyas. Los españoles ayudados de nuestros indios tiempo atrás los han arrojado de esta Colonia dos veces, pero después, por suma condescendencia el Rey de España la restituyó a los portugueses, que para no perderla de nuevo la han fortificado muy bien. Antes, para asegurarse más y unir   —120→   como decía, el dominio de todo este país con el Brasil, ocuparon este sitio de Monte Video, levantando un fuerte con intención de alzar otro frente a los Castillos y ocupar así la costa hasta comunicar con Río Janeiro35; lo que hizo abrir finalmente los ojos a los españoles, que vinieron a la cima, cuando todavía no habían perfeccionado el fuerte, y subida la artillería los desalojaron. Después, conocida la importancia de este sitio para dominar el Río y tener en sujeción toda la costa, pusieron una Fortaleza Real con cuatro o cinco baluartes, bien provistos de cañones de bronce y con doscientos soldados de presidio36, a un lado de la cual se está formando al presente la mencionada ciudad de Canarios, gente muy robusta e industriosa, que pronto darán otro ser a esta costa y la tendrán segura.

Los padres que llegaron allí ocho días antes que nosotros con la nave San Francisco y tuvieron ocasión en dicho tiempo de desembarcar varias veces, nos contaron, que al presente no existen más que tres o cuatro casas de ladrillo de un solo piso y otras cincuenta o sesenta cabañas formadas de cuero de buey, donde habitan las familias venidas últimamente, hasta que se   —121→   fabriquen bastantes para alojarlas. Los fabricantes son los indios de nuestras misiones, que vinieron en 1725 por orden del gobernador de Buenos Ayres en número de cerca de dos mil para fabricar como lo han hecho hasta ahora, la fortaleza, bajo el cuidado de dos de nuestros misioneros, que los asisten, predicando, confesándolos en su lengua, pues no entienden la española. Habitan dichos dos padres en una de esas cabañas de cuero, y los pobres indios sin casa ni techo, expuestos después de sus fatigas al agua y al viento, y sin un centavo de salario, sino sólo con el descuento del tributo que deben pagar. Mientras estaban en tierra, como dije, los padres de la otra nave sucedió un lance gracioso, visto por ellos, que no puedo omitir, porque da a conocer muy bien la calidad de estos nuevos fieles. Un indio de los más robustos no quería aquel día trabajar en la cortina de un baluarte. Irritado el comandante de la fortaleza, dio orden a los soldados, que lo pusieran a prisión. El indio al oír prisión (palabra cuyo significado entendió muy bien) tomó un manojo de flechas y montó en el acto a caballo, y preparando su arco amenazaba al primero que se acercara para tomarlo. Hubieran podido rápidamente los soldados matarlo con los mosquetes, pero temiendo el comandante irritar a los otros indios si éste era muerto, originando una peligrosa sublevación   —122→   o a lo menos que todos huyesen, tomó el partido de hacer saber al misionero la obstinación de aquél, para que, si era posible, pusiese remedio. Vino el Padre y con pocas palabras que le dijo lo hizo desmontar del caballo y dejar el arco y las flechas. Induciéndolo después con buenas maneras y amorosas palabras a recibir algún castigo por su falta, hécholo tender en tierra, le hizo dar 24 azotes con asombro de los soldados, al ver que el que poco antes no temía la boca de los arcabuces, se rindiese después tan pronto a sólo las palabras del misionero. Y mucho más se maravillaron cuando oían que en medio a los azotes no hacía otra cosa sino invocar a Jesús y a María en su auxilio; por lo que algunos de los soldados prorrumpieron en esta exclamación: «¿Qué gente es ésta?... ¡Es necesario decir que son ángeles, porque si nosotros hubiésemos recibido semejante castigo, hubiéramos nombrado a mil diablos!», y ciertamente que es cosa digna de maravillarse, ver cómo bárbaros tan feroces por naturaleza, que no pudieron ser subyugados por los españoles, presten después tan humilde obediencia a un sacerdote, mayormente si es el que los confiesa, predica y asiste en sus necesidades temporales y espirituales, al cual aman verdaderamente y respetan como a padre.

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Ahora, para volver a nuestro viaje, en la mañana del día 10 de abril, Domingo de Ramos, partimos de Monte Video y a pocas leguas de camino descubrimos el San Francisco, que habiendo sabido por una barca que pasó, nuestra llegada a Monte Video, dio rápidamente fondo para esperarnos y proseguir todos de conserva nuestro viaje a Buenos Ayres. No tiene este trecho arriba de ciento veinte millas pero es más peligroso que todo el resto de la navegación por los frecuentes escollos, bajíos y bancos cubiertos, que entre uno y otro forman diversos canales, en los cuales únicamente se encuentra bastante fondo para las naves grandes; y por ser el agua turbia no se pueden descubrir sino por medio del práctico y del escandallo, por lo cual es preciso andar con mayor cautela que en otra parte. No obstante lo cual, dimos dos veces en tierra, aunque ligeramente, de modo que no siendo el fondo de piedra ni de arena sino de barro blando, el buque que tocó solamente con la carena un trecho de pocos pasos, se arrastró adelante como sobre jabón, sin otro daño o movimiento, que alzar un poco el timón y enturbiarse algo más el agua, por lo que reparamos que habíamos tocado fondo, pero entrando inmediatamente en agua suficiente. El orden que se guardaba para navegar con la mayor seguridad posible era éste: precedía unas dos   —124→   o tres millas el Patacho, que por ser más pequeño y menos cargado calaba cuatro o cinco pies menos que los otros buques y por consiguiente, podía caminar con más seguridad. Enviaba, sin embargo, adelante su esquife y otra media milla próximamente lo precedía la lancha, que con la sonda iba examinando el fondo que había. Cerca de tres millas atrás venían nuestras naves, es decir, el San Francisco y San Bruno de una parte y otra, y éstas también eran precedidas por su esquife y su lancha a vela, que iban reconociendo el camino con la sonda y se me figuraba como perros de caza que preceden a su amo gritando aquí y allá en busca de las presas. Las mismas naves no dejaban el escandallo, y un marinero señalado lo arrojaba cada espacio como un miserere, gritando siempre en alta voz cuando lo retiraba: 14 brazas, 13 y media, 15, etc. Pero nuestra guía principal era el Patacho, el cual tenía enarbolada sobre la punta de la cofa una bandera inglesa y cuando aquélla se quitaba, disparando un cañonazo, era señal de que en aquella dirección no había bastante agua para nosotros, a cuya señal se arriaban en un instante las velas y si era tarde se echaban anclas; si temprano, las lanchas giraban por acá y por allá, buscando la sinuosidad del canal hasta encontrar su curso, de lo cual daban señal a las naves con su bandera y éstas los seguían;   —125→   ciertamente sentía yo un placer singular en verlos, como lo experimento en la caza, mirando los sabuesos. En tal guisa empleamos seis días hasta Buenos Ayres, donde con el favor de Dios abordamos finalmente en la tarde del Viernes Santo. No se disparó la artillería por ser un tiempo tan lúgubre; pero a la mañana siguiente, a los primeros tañidos de las campanas de la ciudad con los disparos de la fortaleza, nosotros también dimos fuego a nuestra artillería, y con tres salvas reales, dimos gracias primero al Señor, después saludamos al Castillo, desplegando al mismo tiempo en todos los palos y antenas cuantas banderas teníamos, que por ser tantas, o sea de todas las naciones, ofrecían una bellísima vista, haciendo en todo lo mismo las otras naves.

Aquí podéis figuraros la alegría común al vernos finalmente en el término de nuestra navegación, y no me entretendré en describirla. Sólo debo deciros que el Señor mezcló a tanta dulzura un poco de amargo para temperarlo, y fue el no poder desembarcar sino en la última fiesta de Pascua, mirando todos estos cuatro días la tierra con grande ansiedad sin poder tocarla. La causa fue, que se alzó un pampero fierísimo, que viene a ser casi un poniente pero lo llaman pampero porque pasa por una llanura desmesurada, de novecientas o más millas, que se extiende hasta los altísimos   —126→   Montes de la Cordillera que dividen a Chile de la Magallánica y del Tucumán, y esta llanura o desierto se llama las pampas; donde no se encuentra ni un montecillo, ni un árbol, sino sólo yerba, con la cual pastan innumerables ganados de caballos y de bueyes, que no pertenecen a dueño alguno, sino solamente de quien toma cuantos quiere, como os diré más detalladamente en otra mía. Habitan allí todavía innumerables indios, llamados también pampas, no unidos en poblaciones como tierras y aldeas, sino dispersos acá y allá, sin lugar fijo y sin casas, pues se contentan con cuatro palos con una piel de buey encima que sólo los defiende de las lluvias. Por esto (para volver a mi propósito) no encontrando el dicho pampero en tan largo trecho de país ni árboles ni edificios que lo repriman, toma cada vez más fuerza, y encanalándose después directamente en este vastísimo Río de la Plata, sopla con una furia indecible, de tal manera que es preciso que las naves se aseguren con cuatro anclas, dos de las cuales además de la gruesa cuerda son reforzadas con cadenas de hierro. El que nos visitó a nosotros durante un día o dos fue tal, que según dijo el práctico, si nos hubiera tomado en la embocadura del Río, nos habría arrojado en el mar seiscientas millas, como había sucedido en el viaje anterior; pero afortunadamente nos encontró ya   —127→   en puerto y provistos de buenas anclas, difíciles de destrozar. Bien es verdad que este puerto no tiene como los otros defensa alguna contra la fuerza de los vientos, porque aunque se fondea frente a Buenos Ayres, es a distancia de nueve millas de la playa, porque ésta va descendiendo tan insensiblemente, que sólo después de nueve millas forma fondo bastante para sostener un navío. Y no sé cómo los primeros conquistadores de estas tierras escogieron tal sitio para fundar a Buenos Ayres, y establecer un puerto, si no fuese por estar más seguros de cualquier enemigo de Europa. Porque os aseguro, que no tendrá tentación ni Francia, ni Inglaterra, ni Holanda de enviar una flota para tomar a Buenos Ayres, si no tienen morteros y artillería que alcancen a lo menos ocho o diez millas, sin contar la dificultad de pasar entre tantos escollos con navíos grandes. Después para bajar a tierra no se puede ir directamente en barcos a la ciudad, sino que es necesario dar vuelta e ir a desembarcar en la desembocadura de un riachuelo que descarga en el río con dos o tres brazas de agua; y esto cuando el río está alto, que cuando baja, entonces ni en el riacho hay agua bastante para pequeños barcos. Así que, para desembarcar, fue preciso esperar que cesase el pampero y que creciese el río, hasta que de allí pudieron venir los barcos, y así se pasaron los   —128→   cuatro días hasta la última Fiesta de Pascua, que parecían cuatro años; bien que, como reflexionamos después, fue especial bendición de Dios por el mucho bien que se hizo en aquel sagrado tiempo de Pascua, sirviéndose los pasajeros de la comodidad, que les ofrecía la presencia de los misioneros para satisfacer con toda piedad el precepto pascual de la confesión y comunión, con lo que nosotros tuvimos campo para cosechar espiritualmente y después todos bajaron a tierra más consolados.

Así el martes después de Pascua, 19 de abril 1729, cuatro meses, o por mejor decir, ciento diez y ocho días después que salimos de Cádiz pusimos el pie en tierra: con qué contento después de tan larga navegación os lo podéis fácilmente imaginar. Nosotros fuimos los primeros en desembarcar en la barca del señor Gobernador, enviada expresamente por Su Excelencia para que condujese a los misioneros, que quería fuesen los primeros en poner el pie en tierra. Encontramos toda la playa llena de gente, que hacía una bellísima vista por la diversidad no sólo de los vestidos, sino también de los semblantes, es decir, españoles, negros e indios. Al poner el pie en tierra encontramos todos los padres de nuestro colegio que habían venido a recibirnos con los brazos abiertos, precedidos del Padre Rector, que era un   —129→   viejo venerable de pelo totalmente blanco, llegado cuarenta y nueve años atrás a trabajar en estas misiones. Venía el buen viejo con su birrete, pero cuando llegó a abrazarnos, con la alegría, parecía rejuvenecido; y los otros padres también mostraron no menor contento por vernos finalmente llegar después de tanto tiempo que nos esperaban, y en ocasión tan oportuna por la suma necesidad de sujetos en que se encontraba la provincia, que no podía proseguir las misiones en algunas naciones que espontáneamente pedían el Santo Bautismo por no haber a quién enviar; de modo que en la nación de los samucos, que después de haber muerto a nuestro hermano Alberto Romero finalmente tocada de Dios, se había convertido, no había de dos años acá sino sólo el padre Castañares, que había fundado una numerosa reducción37. Y porque los ugarognos, otra nación distinta, había pedido ser instruida en la santa fe, se transportaba allí muchas veces y con fervorosas misiones había convertido ya tal número, que trataba de formar otra gran población, que le abriera la puerta de otras naciones numerosísimas tierra adentro de que ya tenía noticias; pero era moralmente imposible a uno solo asistir tanta gente y en lugares tan distantes entre sí; ni había podido hasta entonces tener auxilio por la   —130→   escasez de sujetos ya enunciada. Por eso cuando vieron desembarcar un socorro tan numeroso, no cabían en sí mismos de contento. A un cuarto de milla aproximadamente hallamos al señor Gobernador, que por su dignidad sin par había venido a nuestro encuentro, acompañado de la principal nobleza y de los oficiales de milicia. Es éste un arrogante caballero llamado don Bruno de Zavala38, alto, proporcionado y con una presencia majestuosa de Príncipe. Sólo que le falta la mitad del brazo derecho que perdió en una batalla en España durante la última guerra, habiendo sido remunerado por el Rey de sus muchos servicios no sólo con el gobierno de Buenos Ayres, sino también con el título de Capitán General de toda la provincia llamada Río de la Plata, a quien están sujetos los otros gobernadores de las ciudades que en ella se cuentan. Tal falta, sin embargo, no ocasiona deformidad en él, sino que más pronto le concilia estimación, por ser un testimonio auténtico de su valor. Por no andar manco ha suplido dicho defecto con otro medio brazo y mano de plata, que lleva generalmente pendiente del cuello. Este señor al llegar nuestro Padre Procurador, bajó de la carroza y viniéndole al encuentro, lo abrazó, congratulándose   —131→   cordialmente con él de su feliz arribo, como también de haber conducido tan numerosa misión. Lo mismo hicieron casi todos los otros señores de su cortejo, quién abrazando al Padre, quién besándole la mano, y después nos acompañaron todos por una buena milla a pie, a pesar de ser el Gobernador hombre corpulento y calmoso. Llegado a dicho sitio, después de habernos hecho otras extraordinarias finezas (una de las cuales fue hacer disparar la artillería del fortín al pasar nosotros delante), finezas que creo conveniente callar, porque pudieran creerse exageradas, se apartó volviendo algún poco hacia atrás donde montando en su carruaje se transportó al instante a la ciudad; y cuando llegamos nosotros vino al Colegio a visitar en su propio cuarto al Padre Procurador. Entre tanto, cuando él se separó, como dije, seguimos nuestro viaje, siempre acompañados de un mundo de gente, que había ocurrido a vernos por curiosidad. Lo mismo era cuando entramos a la ciudad porque la gente estaba agrupada a un lado y otro de la calle como si pasase la procesión, aunque nosotros no marchábamos en orden, sino de a tres o cuatro, reunidos al acaso y mezclados con canónigos y señores seculares, que nos iban interrogando quién de una cosa, quién de otra, hasta que por último llegamos al Colegio, donde tan pronto como nos descubrieron, comenzaron   —132→   a mostrar su júbilo con el repique de las campanas, lo que fue imitado por otras iglesias, que no nombro por no haber podido observar en aquel momento cuáles fueron. Sólo puedo asegurarlo expresamente de los reverendos padres dominicos, los cuales, mientras pasábamos delante de su iglesia estaban en la puerta con sus rosarios al cuello, y habiendo dejado un instante de repicar el campanero, acaso por curiosidad de vernos pasar, al momento los padres comenzaron a gritarle desde la calle, que siguiese tocando, quedando nosotros sumamente obligados por fineza tan singular.

Llegados al Colegio, no entramos por la portería, sino que nos dirigimos directamente a la iglesia donde encontramos expuesto el Santísimo, con el Padre revestido y todo el cortejo necesario para la bendición. Los misioneros nos arrodillamos ante el altar mayor, dejando libre el resto de la iglesia para la numerosa concurrencia que nos acompañó. Entonces se entonó el Te Deum, en medio del cual, os confieso sinceramente, no pude contener las lágrimas por el inexplicable consuelo de tocar finalmente y besar aquella tierra, que había deseado tanto tiempo. Por último, se completó la función con la bendición del Santísimo. He aquí, hermano querido, el principio, continuación y fin de nuestro viaje. Quedaría ahora por describir aquí la índole del carácter de los   —133→   habitantes y de las costumbres de esta ciudad y país. Pero por una parte sería asunto largo, habiendo muchas cosas curiosas, que os gustaría oír, y encontrándome, por otra parte, cansado de escribir ésta y temiendo además fastidiaros si prosiguiese más en extenso, creo mejor diferirlo para otra carta, que probablemente os escribiré cuanto antes y que os llegará con ésta. Entre tanto, os suplico presentéis mis cordiales respetos al señor padre, señora madre, señores cuñados, al hermano, las hermanas, sobrinos y a todos los parientes y amigos que acostumbro nombrar en otras mías, así como a los padres de la Compañía, especialmente vuestro confesor el padre Guglieuzi, a quien me haréis el favor de comunicar ésta, suplicando a todos me recuerden en sus santas oraciones, a fin de que el Señor me conceda la gracia que únicamente deseo, de llegar a emplearme todo en su mayor gloria y en la salud de mi alma y de la de mis prójimos. Con lo cual, abrazándoos cordialmente, me declaro,

De vos hermano amadísimo,
afectísimo hermano:

CAYETANO CATTANEO, de la Compañía de Jesús.



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