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ArribaAbajoSegunda carta del padre Cattaneo, Societatis Iesu, a su hermano José, de Módena

Reducción de Santa María en las misiones del Paraguay, 20 de abril de 1730.

Queridísimo hermano:

En otra mía escrita desde Buenos Ayres os di cuenta detallada de toda la navegación hasta el arribo a aquel puerto; no me extendí más por no fastidiaros con una carta demasiado larga. Aunque si he de confesar la verdad, no todo fue caridad sino egoísmo, en gran parte; me encontraba bastante cansado de escribir aquella larga carta, y mucho más ahora, que escribir cuatro líneas me cuesta más que veinte en otro tiempo, porque van ya varios años que estoy fuera de ejercicio de nuestra lengua italiana, y frecuentemente no recuerdo muchos términos, haciéndoseme preciso estar pensando y repensando hasta que la bendita palabra quiera venir, de manera que mientras la pluma quisiera correr, se ve obligada a detenerse de tanto en tanto y esperar la memoria que viene   —136→   cojeando y no le gusta ser maltratada por apresurarse mucho. Ahora, en la presente, os daré noticia, como deseáis, de las cosas principales de aquella ciudad y provincia, y de cuanto ha sucedido desde nuestra llegada a ésa. Y principiando por esto último, digo, que en el tiempo que los misioneros permanecieron en Buenos Ayres, parte para descansar un poco de la larga navegación, parte para disponerse a marchar hacia donde los enviaba la santa obediencia, casi todos, cual más cual menos padecieron algún achaque; y más de uno se encontró en el último período. La causa se atribuía comúnmente, parte a los malos humores contraídos en las incomodidades de la navegación, parte a la diversidad del clima y de los alimentos, pero sobre todo al agua del Río de la Plata, que se bebe generalmente en la mesa, y que siendo por naturaleza muy sutil y fría, suele ocasionar a casi todos los europeos, vómitos, dolores y disenterías, bien que después de un mes, cuando el estómago se acostumbra, es muy sana. Nos detuvimos más de dos meses en Buenos Ayres, hasta tanto preparasen las carretas para los Estudiantes que debían ir a Córdoba del Tucumán, y las embarcaciones de los indios, que venían de seiscientas y más millas con sus canoas por el Río Uraguay39, para   —137→   conducir los misioneros a su país. Córdoba del Tucumán es una ciudad donde la Compañía tiene Universidad pública y a la cual, por ser la única de estos países, concurren todos los españoles de las tres provincias de Tucumán, Paraguay y Río de la Plata; y así que llega una misión de europeos, se envían allí todos nuestros jóvenes que no han terminado todavía sus estudios, para proseguirlos hasta el fin de la Teología.

Córdoba dista de Buenos Ayres trescientas sesenta millas por lo menos. Todo este trozo de país no es otra cosa que un desierto continuo, donde apenas se encuentra después de muchos días algún árbol, siendo todo llanura y campo raso cuyo término no se ve por ninguna parte, como en el mar. Para pasar, pues, estos desiertos, que llaman pampas, es necesario hacer las mismas provisiones de agua, galleta, etc., como para las navegaciones, porque el que no las lleva no las encuentra por el camino; y en el estío principalmente, el agua suele dar el mayor trabajo, porque no es como en el mar, donde sólo beben las personas: aquí beben también los bueyes que tiran las carretas donde van los pasajeros; originando frecuentes angustias, cuando se pasan tres y cuatro días sin encontrar una gota de agua para las bestias. Pero a propósito de este viaje me remito a la carta del padre José Gervasoni, que como fue nombrado Lector de Teología   —138→   en Córdoba, hizo esta campaña, y dio noticias detalladas a su señor hermano, en carta que os envío abierta, para que después de leerla la remitáis segura a dicho señor. En ella oiréis del Padre como testigo de vista, mejor que de mí, la calidad y circunstancias de ese viaje, en que el Padre con sus compañeros empleó un mes; mientras yo paso a los indios, que mes y medio después de nuestra llegada vinieron a Buenos Ayres, aunque no con todas las embarcaciones para los misioneros, sino con una sola, venida de la reducción de los tres Reyes Magos o Yapeyú como dicen en su lengua, que es la población más cercana, aunque dista de Buenos Ayres cerca de seiscientas millas. Ésta con gran diligencia se adelantó a todas las otras, y en ella venían músicos y cantores para festejar la llegada de los misioneros de Europa. Una vez llegados, vinieron pronto en compañía a nuestro colegio, impacientes por vernos y saludarnos, e inmediatamente se dirigieron al cuarto del padre Gerónimo Herran, que fue el padre procurador que nos trajo de Europa y a quien ellos conocían muy bien, por haber sido insigne misionero en aquellas regiones. No es fácil expresar las demostraciones de alegría, las congratulaciones por su feliz arribo, y las gracias que le dieron por haber conducido tantos misioneros. El Padre nos hizo avisar la llegada de los indios y bajamos todos sin demora al patio donde estaban formados   —139→   con sus partituras e instrumentos; los pequeños de doce a catorce años, que eran los sopranos, y otros más grandes de catorce a dieciséis, que eran los contraltos, estaban adelante; otros jóvenes que cantaban el tenor o barítono, formaban otra fila detrás y por último estaban los hombres ya maduros, que hacían el bajo; y de una y otra parte inmediatamente los tocadores con arpas, violines, guitarras y otros instrumentos de cuerda y viento; y al llegar nosotros entonaron un bellísimo Te Deum laudamus. Confieso sinceramente que, a primera vista, al mirar aquellas fisonomías y el vestido que les es propio y aquella modestia y compostura, me enternecía y mucho más cuando al llegar al Te ergo quaesumus, se arrojaron todos a un tiempo de rodillas, cantando con suma devoción y reverencia; entonces no pude contenerme y dejé correr las lágrimas, pareciéndome al pensamiento ser aquéllas las almas redimidas con la sangre preciosa de Jesucristo, que poco antes gemían bajo la esclavitud del Demonio, y que aun ahora ya serían in tenebris et in umbra mortis40 si Dios no hubiese enviado misioneros para traerles la luz del Evangelio.

Por muchos días después siguieron celebrando sus fiestas con cantos, juegos y danzas, concurriendo a verlos   —140→   la mejor parte de la ciudad y principalmente el gobernador y capitán general de esta provincia, que no se saciaba de mirarlos, por lo cual y en gracia a Su Excelencia fue necesario varias veces seguir hasta el Ave María, cuando apenas se distinguían las personas. Entre otras danzas tenían una graciosísima, que podía ser vista con gusto por cualquier europeo y consistía en doce muchachos vestidos a lo inca, como dicen, que era el indumento de los antiguos indios nobles del Perú, y venían todos con algunos instrumentos, cuatro con pequeñas arpas pendientes del cuello, otros con guitarras y otros con pequeños violines; y ellos mismos tocaban y bailaban al mismo tiempo, pero con tal rigor en la cadencia y con tal orden en las figuras, que se ganaban el aplauso y la aprobación de todos. Lo mismo era con todas sus otras danzas, en las cuales lo más admirable a mi parecer era aquella exactitud del tiempo y del orden, sin errar un ápice por más largas que fuesen y aunque las bailasen a veces dieciséis o veinticuatro. Nos divirtieron también con sus arcos, flechas y otros ejercicios de armas. Sin embargo, lo mejor era la música de todos los días en la iglesia que duraba mientras duraban las misas, es decir, casi toda la mañana, repartida en dos coros uno frente al otro, de modo que cesando uno, recomenzaba el otro a su turno (lo que alentaba no poco a oír muchas   —141→   misas), como también los indiecillos que las servían de dos en dos por altar, vestidos de largo como los seminaristas con lindísimos roquetes traídos consigo de las misiones, y sobre todo con una modestia de novicio, unida a la más exacta puntualidad en todas las ceremonias, de arrodillarse, pararse, juntar las manos, todo a un tiempo que parecían propiamente estatuas, que se movieran al estallar un látigo; y era un bellísimo espectáculo particularmente en las misas cantadas cuando oficiaban todos con aquel orden tan riguroso, sin equivocar una mínima ceremonia: lo que ciertamente movía a devoción.

De esta manera lo pasamos hasta que preparadas las cosas necesarias para el largo viaje, el padre Gerónimo Herran, declarado ya provincial de esta provincia, partió hacia Córdoba del Tucumán con toda la juventud, destinada como digo, a terminar sus estudios en aquella Universidad; y además algunos otros padres, que debían pasar más de mil quinientas millas adelante de Córdoba hasta las nuevas misiones de Chiquitos. Nosotros en número de doce destinados a las misiones del Uraguay41 y Paraná quedamos algunos días más en Buenos Ayres, hasta que se reuniesen todas las embarcaciones de los indios   —142→   para conducirnos a aquel lugar; y hechas las provisiones necesarias para viaje tan largo, sobre todo de galleta, pues a excepción de dos estancias o casonas de españoles que se encuentran al principio y una reducción de indios bajo el cuidado de los reverendos padres de San Francisco, no se halla en todo el camino, que es de unas seiscientas millas, una sola casa a la cual recurrir por un poco de pan; y como se va siempre contra la corriente del río, suelen emplearse dos meses, aunque nosotros empleásemos más de cuatro, por los varios accidentes que nos sucedieron y que por ser cosa larga, estimo mejor reservarlo para otra carta, y daros entre tanto la noticia que deseáis, de Buenos Ayres y provincias adyacentes.

Está situada la ciudad de Buenos Ayres en la ribera del gran Río de la Plata, como a doscientas millas de su desembocadura y es la capital de la provincia llamada Río de la Plata, a la cual están sujetas dos pequeñas ciudades, la una llamada Santa Fe y la otra Corrientes, que son las únicas de esta vasta provincia. Es ésta la mejor y más poblada de cuantas ciudades se encuentran en la parte de acá de los altísimos montes de la Cordillera hasta el mar, pues al paso que aquéllas tienen tres o cuatro o a lo sumo cinco o seis mil almas (excepto la Asunción que es mucho más numerosa), a Buenos Ayres le dan cuando menos dieciséis mil, entre los cuales habrá   —143→   mil españoles europeos, y tres o cuatro mil españoles del país, descendientes por línea recta de los que antiguamente establecieron aquí sus familias y que se distinguen poco o nada de los europeos en el espíritu ni en la capacidad. Estos últimos se llaman criollos42. Todo el resto consiste en mulatos, mestizos y negros43. Se llaman mulatos los nacidos de legítimo matrimonio entre blanco y negra o viceversa y son un quid medium en el cabello, color y fisonomía, entre el negro y el europeo, mestizos son los que nacen de españoles casados con indias o viceversa, que tienen también una fisonomía media. Los negros forman el mayor número y la América está llena de ellos, no porque haya alguna Nación de negros, sino porque son traídos continuamente de África por los ingleses, donde los compran a millares como ganado por bagatelas, o bien a sus padres que conducen al mercado tropas enteras de sus hijos, o bien a sus enemigos, que a este fin procuran hacer muchos prisioneros en sus continuas guerras, para tener después muchos esclavos que vender a los ingleses, quienes los compran a vilísimo precio, los cargan en sus buques que llaman el   —144→   asiento de los negros, y vienen después a venderlos en todos los puertos de América a cien y doscientos pesos por cabeza. Son éstos los únicos que en todas estas provincias sirven en las casas, labran los campos y trabajan en todos los otros ministerios. Y si no fuese por tales esclavos no se podría vivir porque ningún español por más pobre que venga de Europa quiere reducirse a servir, sino que en cuanto llegan a las Indias, aunque no tengan con qué sustentarse, quieren echarlas de señor. De los indios raros son los que residen en las ciudades españolas y de éstos es raro el que quiera reducirse a salario; y tomar como en otro tiempo, los muchos que van y vienen a las ciudades y obligarlos a servir, no cabe ya en las fuerzas de los españoles. El haberlos exacerbado demasiado en otro tiempo tomándolos violentamente y haciéndolos esclavos, ha sido la causa de que muchas naciones sujetas ya, se rebelasen y otras resistiesen valerosamente, sin haber podido conquistarlas nunca. Nace de ahí el odio implacable que han tenido siempre contra los españoles, hasta destruir alguna de sus ciudades, asesinando cuantos caían en sus manos e infestando como hacen todavía, los caminos con sus correrías y llenándolos de robos y de estragos, como os mostraré más claramente en otra mía, descendiendo a casos particulares. Para tener, pues, quien sirva en las casas de la ciudad,   —145→   en los almacenes, fábricas y otros trabajos, y en las posesiones de la campaña se proveen todos, tanto Religiosos como seculares, de dichos negros, comprando los que necesitan.

Dije más arriba que Buenos Ayres es, no sólo la más numerosa, sino también la mejor de todas las otras ciudades de estas tres provincias: Tucumán, Paraguay y Río de la Plata. Y es así, porque ésta se asemeja en parte a las ciudades de Europa, aunque tenga bastante de indiano, por lo cual las supera en majestad y belleza. Sobre las otras ciudades de estos países, diré sólo para que forméis alguna idea, que no son sino un agregado de pocas casas sin orden o simetría de plazas ni calles; solamente diez y ocho o veinte casas en un sitio y después un largo trecho de árboles, doce o catorce más allá y bosques y pastizales; que siendo aquellas edificadas en planta baja no dejan distinguirlas, de modo que no se conoce fácilmente dónde empieza y dónde acaba la ciudad. Y para que veáis que digo verdad, referiré aquí lo que sucedió al Padre compañero de nuestro Padre Provincial, en la última visita a una de estas ciudades llamada Rioja, que en nuestra pronunciación se dice Rioca (sic), que me lo contó el mismo Padre en persona. Está situada la Rioja a trescientas millas de Córdoba del Tucumán, y el camino además de ser desierto   —146→   y solitario como el de Buenos Ayres a Córdoba, se hace más difícil por ser montuoso y lleno de piedra, de modo que no se puede andar ni aun en carreta, sino siempre en mula y poco a poco. Después de muchos días de camino se encontraba muy cansado dicho Padre, y un día que se había adelantado a los otros, sintiéndose agobiado por el sueño juzgó oportuno reposar un poco mientras los otros llegaban; principalmente porque no sabía cuánto le quedase aún de camino y porque el sol hería de lleno, siendo verano y mediodía. Desmontado del caballo se arrojó en tierra bajo la sombra de un árbol, y como estaba tan necesitado de sueño, se durmió en el acto, hasta que llegó el Padre Provincial, cuyo muletero al ver dormir de aquel modo al Religioso sobre la tierra desnudo, lo despertó súbitamente, diciéndole atónito que cómo dormía de ese modo en público. «¿Cómo en público -respondió el Padre-, si van catorce o quince días, que caminamos por este desierto sin encontrar alma viviente y Dios sabe cuándo llegaremos a esa bendita ciudad? ¿Hay en el mundo lugar más solitario que este?». «No, padre -respondió el muletero-, ya hace algún tiempo que llegamos a la ciudad, y en este momento estamos en su centro, y por más señas tras estos árboles está el Colegio de la Compañía». Y efectivamente era así, porque justamente   —147→   tras de aquel pequeño bosque estaba nuestro colegio, de lo que quedó admirado el Padre y sobre manera confuso -como me decía- por haberse dormido de ese modo en el mismo medio de la ciudad. En la misma ciudad sucedió no ha mucho que un corregidor o podestá tuvo el capricho de hacerse ver en coche. Fabricada la carroza, salió un día en ella a pasear por la ciudad y la cosa acabó, porque, pasando por tantas y tan espesas arboledas una rama tuvo a bien entrar a la carroza y sacarle un ojo. De aquí podéis formaros una idea de la condición y forma de estas ciudades, pues todas, más o menos, tienen la misma planta.

Buenos Ayres es la única que se diferencia un poco, pues aunque contenga muchos huertos con árboles, que de lejos no permiten distinguir mucho las casas y aunque éstas queden en los extremos, dispersas acá y allá sin orden, sin embargo, en el centro de la ciudad están unidas, formando calles derechas y ordenadas. Las casas son bajas, de un solo piso, la mayor parte fabricadas de tierra cruda44: consisten por lo general en cuatro paredes de forma rectangular sin ventana alguna, o a lo sumo, con una, recibiendo la luz por la puerta. Pocos años atrás eran todas de tierra, como dije y la mayor   —148→   parte cubiertas de paja. Pero después que un hermano nuestro con motivo de fabricar nuestra iglesia, encontró la manera de hacer y cocer ladrillos, se ha introducido este arte en la ciudad, de manera que donde al principio no había sino el horno que él inventó, se cuentan al presente sesenta hornos de piedra. De tal modo se industrió el mencionado hermano, que hasta encontró caleras, después de lo cual casi todos edifican con piedra y cal45, y aun se empiezan a ver algunas casas de dos pisos. Agregad a esto, que en la misión anterior a la nuestra, vinieron dos hermanos italianos, el uno insigne arquitecto y el otro excelente maestro mayor, los cuales después de haber terminado nuestra iglesia, que es muy bella, fabricaron además en Buenos Ayres la de Santa María de la Merced, y la de los padres franciscanos reformados, con plantas modernas bellísimas que podrían figurar con reputación en cualquier parte de Europa; y siendo bastante altas, con cúpulas y campanarios, hacen de lejos una vista preciosa. Fabricaron además a petición del señor Obispo la fachada de la Catedral, con dos campanarios al lado que la hacen bastante majestuosa. Emprendieron también a instancias del Gobernador la construcción del Palacio de la ciudad,   —149→   aunque por haberlo comenzado demasiado suntuoso y no resistiendo la Comuna entonces exhausta los gastos excesivos que se requerían, se difirió para otro tiempo el proseguirla. Pero lo mejor es, que con motivo de estos y otros trabajos de menor importancia y debiendo servirse de moros o negros, que como he dicho, son los que hacen todo, se adiestraron mucho de tal manera, que al presente son excelentes maestros y basta darles el diseño para que lo ejecuten por sí solos perfectamente. Con lo que poco a poco Buenos Ayres va poniéndose en tal estado, que podrán los europeos mirarlo sin desprecio.

Por lo que toca al clima, este es el más templado de todas las ciudades antedichas por estar colocada a 35 grados y medio de latitud y por los vientos que soplan continuamente del gran Río de la Plata, que aquí en frente a la ciudad, como dije en otra mía, no se diferencia del mar ni en lo que toca a los vientos ni en el no descubrirse las costas por ninguna parte. Debo hacer notar también, que estando Buenos Ayres y todas estas provincias en la otra parte del mundo, esto es para los europeos en la parte de allá del Ecuador, caen las estaciones completamente al contrario que en Europa; así, el invierno viene desde junio hasta setiembre,   —150→   de aquí hasta diciembre, la primavera, de diciembre a marzo, el verano, y en los meses siguientes el otoño. La razón es clarísima, porque cuando el sol transponiendo la línea equinoccial pasa a este hemisferio y trae el estío, se aparta en consecuencia del otro y deja el invierno. Las campañas circunvecinas parecen exactamente un desierto, todas llanuras y campo raso, con tal cual cabaña a distancia de algunas leguas y pocos árboles, de los cuales hay tanta escasez en estos campos, que si no fuese por las muchas islas del Río de la Plata, donde va a tomar leña todo el que quiere, no habría de qué servirse para las necesidades ordinarias de las casas. Muchos se sirven continuamente para este uso de las ramas del Pérsico, que llaman durazno, que es casi el único fruto que aquí se ve, y que crece en abundancia para ser la delicia del país. Los otros árboles o no deben crecer en estos contornos o dejan de plantarlos por pereza. La viña es cierto que no puede arraigarse por la multitud y pésima calidad de las hormigas que la devoran al nacer; por lo cual no se encuentra vino en estas partes, si no se hace venir de España o de Mendoza, que es una ciudad situada en la falda de la Cordillera de Chile y dista de Buenos Ayres novecientas millas.

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Verdad es que todas las antemencionadas campiñas están cubiertas de caballos y bueyes, cuya multitud es inexplicable. En cuanto a los caballos diré sólo, que mientras me encontraba yo en Buenos Ayres, un indio de los que vienen de cuando en cuando a comerciar en las ciudades de los españoles, trocó a un conocido mío por un barril de aguardiente de 22 frascos, diez y ocho caballos, a cual mejor, y fue pagarle bien por su belleza porque caballos se compran cuantos se quieren por ocho o a lo sumo diez paoli y el que no quiera gastar tanto, va algunas leguas dentro del país, donde encuentra tropas inmensas sin dueño, bien que por ser salvajes corren como un rayo, y cuesta mucho trabajo el tomarlos. Con todo esto, es mucho mayor la multitud de bueyes, y lo podéis deducir viendo la gran cantidad de pieles, que se envían a Europa, siendo ésta la única mercancía del país. Las naves españolas cargan a su regreso cuarenta y cincuenta mil, y muchos más de contrabando los ingleses y portugueses. Ahora sabed, que las pieles de mercancía son solamente de toro, y no basta cualquier cuero, sino que debe ser de ley como ellos dicen, es decir, de medida, y el que no tiene la prescripta lo desechan los mercaderes. Así que para enviar cincuenta mil pieles a Europa matan ochenta   —152→   mil toros, porque no todas las pieles son de medida. Y una vez que los mataron, fuera del cuero, y a lo sumo de la lengua, que utilizan, dejan todo lo demás. Otros por puro placer y sin necesidad van y matan millares de toros, vacas y terneros y sacando sólo la lengua, abandonan todo el resto en el campo. Mayor estrago hacen los que van a buscar grasa que sirve aquí en lugar de aceite, tocino, manteca, etc. Éstos, hecha una copiosa mortandad de aquellos animales, sacan de aquí y allí un poco de gordura, y cuando han cargado bien sus carros, se vuelven sin cuidarse de lo demás. Mas en estas comarcas, el sebo no solamente se usa sino que se lo despilfarra. No sé, ciertamente, cómo dejaría el aire de infestarse quedando la carne de tantos animales despedazados, si no fuese por ciertos cuervos de la forma y tamaño casi de un águila, y otras aves de rapiña, que llaman caracarás46, de la misma apariencia pero de diverso color, que vienen en bandadas a devorarlo todo. Júntese a esto la matanza que se hace para comer, siendo casi el único alimento; los estragos que hacen los numerosos tigres entre los terneros, y   —153→   cuenta que peores aún son los leones47, porque estos no matan solamente por hambre como los tigres, sino por diversión, de modo que por cada ternero que comen, matan diez o doce. Así es que parece un prodigio que puedan subsistir en tan gran número, con tantos enemigos que los persiguen. El sistema de que se valen para hacer en brevísimo tiempo tantos estragos es el siguiente. Se dirigen en una tropa a caballo hacia los lugares en que saben se encuentran muchas bestias, y llegados a aquellas campañas completamente cubiertas, se dividen y empiezan a correr en medio de ellas, armados de un instrumento, que consiste en un fierro cortante de forma de media luna puesto en la punta de una asta, con el cual dan al toro un golpe en una pata trasera, con tal destreza, que le cortan el nervio sobre la juntura; la pata se encoje al instante, hasta que después de haber cojeado algunos pasos, cae la bestia, sin poder enderezarse más; entonces siguen a toda la carrera del caballo hiriendo otro toro o vaca, que apenas recibe el golpe queda imposibilitado para huir. De este modo, diez y ocho o veinte hombres solos postran en una hora siete u ochocientos. Imaginaos entonces, cuántos, prosiguiendo esta operación un día entero o   —154→   más días. Cuando están saciados, se desmontan del caballo, reposan y se restauran un poco. Entretanto, al huir los ilesos, quedan por millares los volteados, sobre los cuales se abalanzan a mansalva degollándolos, sacan la piel y el sebo, o la lengua, abandonando el resto para servir de presa a los cuervos. Ciertamente parece una indiscreción, por lo cual empiezan ya a experimentar el castigo de Dios, pues los animales han disminuido notablemente; y ya un buey o una vaca se paga en Buenos Ayres diez o doce paoli, cuando antes apenas se pagaban tres o cuatro. Mejor sería hacer esos estragos entre los perros, que llaman cimarrones, los cuales se han multiplicado también, de modo que cubren las campañas circunvecinas y viven en cuevas subterráneas que trabajan ellos mismos, y cuya embocadura parece un cementerio por la cantidad de huesos que están amontonados a su alrededor. Y quiera el cielo que, faltándoles la cantidad de carne que encuentran ahora en los campos, irritados por el hambre, no acaben por asaltar a los hombres. El gobernador de Buenos Ayres comenzó a enviar soldados para destruirlos; una tropa de los cuales, armados de mosquetería hizo grandísimos estragos, pero al volver a la ciudad, los muchachos que son aquí impertinentísimos empezaron a perseguirlos haciéndoles   —155→   burla y llamándoles mataperros, de lo que se avergonzaron tanto, que no han querido volver más. Otras propiedades de estos países las reservo para otra mía, en la cual os describiré nuestro viaje de Buenos Ayres a las misiones. Acordaos de mí en vuestras oraciones. Adiós.

Vuestro afectísimo hermano.

CAYETANO CATTANEO, de la Compañía de Jesús.



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ArribaAbajoTercera carta del padre Cattaneo a su hermano José, de Módena

Reducción de Santa María en las misiones del Uruguay 25 de abril de 173048.

Queridísimo hermano:

Cuando os haya dado cuenta en la presente carta, de nuestro viaje de Buenos Ayres a las misiones, donde al presente me encuentro, y de la propiedad de estas naciones, habré satisfecho plenamente la obligación que tenía de daros suficiente noticia de estos países; porque en lo venidero Dios sabe cuándo tendré ocasión de escribiros, ya porque sólo de tres en tres años a lo sumo, parten de Buenos Ayres para Europa las naves del Registro, ya porque un misionero que tiene a su cargo tantos millones de almas, se encuentra ocupado todo el santo día en predicar, confesar, explicar la doctrina cristiana,   —158→   asistir a los moribundos, administrar sacramentos, y qué sé yo. Esto cuesta todavía mucho más al principio por la dificultad de la lengua, que no tiene relación ni semejanza alguna con las nuestras, por lo cual se necesita no poco tiempo, aplicación y paciencia para aprenderla. Digo esto, porque si acaso en adelante, llegaren a transcurrir varios años sin recibir cartas mías, sepáis el porqué y no lo atribuyáis a haber perdido el afecto y la memoria vuestra.

Ahora, para nuestro viaje, diré que partimos de Buenos Ayres el 13 de julio de 1729, y fuimos por tierra a un riacho distante dieciocho millas, que llaman las Conchas y sirve de puerto ordinario a las balsas de los indios.

Las balsas son unas embarcaciones consistentes en dos canoas, esto es, dos pequeños esquifes de una sola pieza, excavados en un tronco de árbol, los cuales se unen como las puertas, colocando en el medio, sobre un piso de cañas, una casita o cabaña, hecha de esteras, cubierta con paja o cuero, en la cual cabe una cama pequeña y algunas otras cosas necesarias para quien viaja.

Quince eran las balsas que nos esperaban con veinte y más indios por cada una, los cuales aunque de diferentes naciones, eran sin embargo cor unum et anima una, y nos recibieron con gran fiesta al son de sus pífanos y   —159→   tamboriles, todos contentísimos de poder conducir misioneros a sus tierras. Salimos del puerto con viento felicísimo, que por favor del cielo nos duró los ocho días, que empleamos en ponernos a la otra banda del Río de la Plata. No pudiendo atravesarlo en un solo día por tener allí unas treinta y tantas millas de ancho, no arriesgan el engolfarse en él con peligro de que levantándose de improviso en el medio un poco de viento, tumbe la balsa, por ser una embarcación sumamente ligera, como ha sucedido varias veces, atravesando otros golfos mucho menores. Así es que siempre se va cerca de tierra y cuando más a un tiro de piedra de la playa, lo que facilita el tomar puerto en el momento que se levanta de improviso cualquier viento. Por esto en vez de pasar directamente a la embocadura del Uraguay (sic), van costeando por ciento cincuenta millas, entre amenísimas islas, hasta que llegan a una, que no dista más de siete u ocho de la otra banda, desde la cual se dejan caer a la punta que forma ángulo entre el Uraguay (sic) y Río de la Plata. Así con un viaje feliz de sólo ocho días, nos libramos de este paso, el más peligroso de todos, y nos encontramos en el gran Río Uraguay, uno de los mayores de América. En su boca no se distingue la otra playa sino en día muy claro, y aun así, confusamente.

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Para daros una idea de su anchura os diré solamente, que pasándolo cierto día por frente a la reducción en que me encuentro al presente, a seiscientas noventa millas de su desembocadura, en una embarcación bien ligera con diez hombres, pude cómodamente recitar todos los maitines. Discurrid ahora, qué será cinco o seiscientas millas más abajo, después de haber recibido el tributo de tantos ríos. Y así como el Río de la Plata está sembrado de bancos, el Uraguay lo está de frecuentísimos escollos de piedra viva que surgen desde el fondo hasta flor de agua, por lo cual es muy peligroso para las grandes embarcaciones, que si dan en uno de ellos, se hacen pedazos. Ésta es la causa de que se sirvan de balsas más bien que de tartanas u otros barquichuelos a vela, como en el Paraná, aunque éste tenga el mismo fondo. Las balsas aunque den en los escollos ocultos no reciben mucho daño, porque siendo embarcaciones tan livianas y manejadas solamente a remo, no chocan con mucho ímpetu; además, las canoas son de una sola pieza, y por consiguiente no hay peligro, como en otras naves, de que se abran las junturas al dar en algún escollo. Antes al contrario, calan tan poco que paran sobre la punta de los escollos; sin embargo, como la extremidad de estas piedras es tan aguda y cortante, raspan de tal modo el fondo de las canoas que pasan por encima, que   —161→   las inutilizan en pocos viajes. Pasado entonces aquel golfo, que es como el paso de Malamocco, y entrados felizmente en el Uraguay, permanecimos algunos días cerca de un pequeño río que llaman Río de las Vacas, para hacer provisión de carne para la gente, pues hay en esa punta una casa, o Estancia como dicen, de un señor español que en treinta o treinta y seis millas de su dominio, tendrá unas veintiocho o treinta mil cabezas de bovinos, y vende cuantos se desean a todas las embarcaciones, que van y vienen de Buenos Ayres. Hicimos aquí provisión de setenta y tantos novillos, o sea bueyes jóvenes, que como andan todo el año completamente libres en el campo (pues en estas provincias no usan jamás establos para las bestias) y por ser en esta parte fertilísimos los pastos, eran de un tamaño y gordura estupendos. Y los pagamos solamente seis paoli romanos cada uno, que es por aquí el precio corriente, excepto en Buenos Ayres y su distrito donde cuestan casi el doble. Así vinieron a tocar cuatro o cinco por balsa, provisión que apenas basta a los indios para diez o doce días, que se suelen emplear en llegar a Santo Domingo, donde se hacen nuevas provisiones de carne, pues el que no lo ha visto, no puede imaginarse la voracidad de estas gentes. Yo he visto durante este viaje a la tripulación de una balsa sola, que suele ser de veinticuatro personas, comerse   —162→   en menos de un día un buey bien grande, como si fuese un ternerillo, y no comer más, porque no tenían. Y os aseguro que por aquí, un muchacho de doce a catorce años comía solo, lo que no podrán llegar a comer allá cinco o seis hombres de buen diente. Cuál sea la causa de esto no lo entiendo, a menos que se diga, que necesitan mucho más alimento que los europeos, por tener mayor calor natural o porque sean las carnes menos substanciosas, porque lo cierto es que, llenándose como lo hacen, parece que no se ven jamás indigestiones ni obstrucciones de estómago, como sucede entre nosotros cuando se come más de lo necesario, y sin embargo casi todos son flacos. No es menos curioso el modo que tienen de comer la carne. Matan una vaca o un toro, y mientras unos lo degüellan, otros lo desuellan, y otros lo descuartizan, de modo que en un cuarto de hora se llevan los trozos a la balsa. En seguida encienden en la playa una fogata y con ramas de árboles se hace cada uno su asador, en el que ensartan tres o cuatro pedazos de carne, que aunque esté humeando todavía, para ellos está bastante tierna. En seguida clavan los asadores en tierra, alrededor del fuego, inclinados hacia la llama y ellos se sientan en rueda sobre el suelo; en menos de un cuarto de hora, cuando la carne apenas está tostada, se la devoran, aunque esté dura y eche sangre por todas partes.   —163→   No pasa una o dos horas sin que la hayan digerido y estén tan hambrientos como antes, y si no están impedidos por tener que caminar o cualquier otra ocupación, vuelven, como si estuvieran en ayunas, a la misma función.

Es verdad también, que su manera de remar ayuda no poco a la digestión, porque están siempre de pie; usan remos con una pala muy larga, y el mango, que es tan largo como el de una pica, lo toman de muy arriba y lo ponen derecho en el agua, como si desde la canoa se azotase el río hacia atrás, y se inclinan todos al mismo tiempo con todo el cuerpo, hasta poner derecha la pala, y muchas veces hasta tocar el agua con la mano. Este ejercicio es tan fatigoso, que a pesar de no tener otro vestido, sino los calzones, se llenan de sudor por todas partes, no obstante lo cual resisten esta fatiga por cuatro o cinco horas, hasta que llegan a algún riachuelo donde entran a tomar tierra en sitio que por la noche ofrezca seguridad para las balsas.

Una vez desembarcados lo primero que hacen es formar con follaje un pequeño altar, en el cual colocan la imagen de la Santísima Virgen, que cada balsa lleva siempre consigo, con otras imágenes de santos, como San José, San Francisco Javier, San Antonio de Padua, de los cuales son devotísimos, y ante él entonaban al son   —164→   de sus pífanos y tamboriles el Ave Maris stella; recitaban después el rosario, las letanías, y terminaban con el acto de contrición juntamente con los padres, cada uno de los cuales lo hacía con la gente de su balsa. Era verdaderamente edificante ver aquella pobre gente tan sudada y hambrienta, entretenerse en recitar con tanta devoción sus oraciones; así como era consolador oír resonar de tantas partes, en medio de los bosques, las alabanzas del Señor.

Terminadas las oraciones, hacían fuego al momento, cargaban sus asadores siempre nuevos, y empezaban a devorar como antes. Después de esto, se tendían en el suelo sobre una piel de buey o de tigre, y dormían profundísimamente en varios círculos o ruedas, en cuyo centro había siempre encendido un buen fuego, no tanto para calentarse, cuanto para defenderse de noche de los tigres, que en viendo fuego no se atreven a acercarse. Sin esta precaución asaltan frecuentemente la gente que duerme, y ha sucedido arrastrar tan velozmente un hombre a sus cuevas, que no ha habido tiempo ni modo de poder socorrerlo. Levantados a la mañana siguiente muy temprano, hacen al momento una buena comida, terminada la cual, dan con sus instrumentos la señal para las oraciones de la mañana, y una vez rezadas se ponen en marcha, caminando hasta cerca de mediodía, que bajan   —165→   a tierra a tomar algún reposo y alimento. Y es admirable ver la prontitud con que apenas les dice el Padre: «¡Arriba, hijos, marchemos!», dejan el sueño y el bocado comenzado, y tomando apresuradamente los remos, continúan su viaje.

El río es fecundísimo en peces, muchos de los cuales vi con sumo gusto tomar con el arco, porque soltando la flecha aunque el pez esté debajo del agua, lo traspasa, y herido sale a flote con la flecha clavada y lo toman. Son abundantes también los lobos marinos, como en el Río de la Plata y hay además algunos puercos marinos que llaman capiguá, de una especie de yerba que comen en tierra. Son ávidos de la galleta, y se domestican rápidamente, como lo probé con dos, de tal manera que se hacen impertinentes.

Las playas por uno y otro lado son generalmente un bosque continuo o de palmas o de otros árboles, distintos de los nuestros, y que en su mayor parte conservan las hojas todo el año. Sobre éstos se ven de cuando en cuando bellísimas aves, grandes y pequeñas, de varios colores, que sería largo describir, entre las cuales sin embargo, hay una singular por su pequeñez, pues apenas llegará a la mitad de un reyezuelo, y todo de color verde dorado como las plumas del pavo real. Está siempre en el aire (al menos de día) y se alimenta sólo de las flores   —166→   de los árboles, que chupa, manteniéndose en el aire y batiendo las alas. Los españoles han enviado muchos de ellos a España, por curiosidad entre una carta, porque un cuerpo tan pequeño ocupa poquísimo sitio, y aun muerto conserva sus bellísimas plumas49. Hay muchísimos papagayos de varias especies.

Entre los animales terrestres que frecuentan esos bosques, además de los jabalíes, de los cuales una tarde sólo los de dos balsas mataron a palos treinta y cinco, y de los ciervos y cabríos monteses, los más comunes son los tigres, los cuales muchas veces están sentados en la playa mirando las balsas que pasan. Son más grandes y más feroces que los de África. En cuanto a su tamaño, diré sólo lo que he visto con mis ojos y tocado con la mano, y es que los indios de la reducción en que me encuentro, mataron uno, y llevaron la piel a casa del Padre. Pareciéndome monstruosa quise medirla, y haciéndola poner derecha sobre dos pies como cuando asaltan y se arrojan sobre el hombre, encontré que por más que me esforzara en alzar la mano no podía llegar sino a la boca, y como sabéis, yo no soy tan pequeño de estatura. Verdad es que éste era de tamaño extraordinario   —167→   y por eso la llevaban a mostrarla. Con todo, no era ésta la primera piel que veía de ese tamaño, aunque no la hubiera medido con tanta exactitud. Ordinariamente son mucho mayores que las que yo había visto en poder del Serenísimo Duque de Parma, como comprendí por uno solo que vi a distancia de unos cincuenta pasos. Son también más bellos, porque el fondo de su piel es casi color de oro. Pero, como dije, son también más feroces; pues si se siente herido de dardo o bala, si no queda muerto en el acto (lo que muy raras veces sucede), no huye como otras fieras, sino que se arroja rápidamente con rabia indecible contra el agresor y lo busca para embestirle, aunque fuera en medio de cien personas. Sucedió en presencia del padre Miguel Giménez, nuestro superior durante el viaje, que tres indios se dirigieron hacia una tigra, que habían visto retirarse a un bosquecillo aislado. El Padre se puso en un sitio apartado y eminente para ver la caza, que siguió en esta forma: Iban los indios como gente práctica, armados dos con lanzas y uno con mosquete. Éste marchaba en medio, y los dos con lanza a los lados. En este orden anduvieron circundando el bosque, hasta que la descubrieron. Entonces el mosquetero lanzó el tiro y la hirió en la cabeza; y me refirió el Padre, que fue instantáneo oír el tiro, y ver la tigra en el aire ensartada con las dos lanzas; porque al   —168→   sentirse herida pegó un gran salto para arrojarse contra el tirador, y los que con este objeto se habían colocado a los lados, sabiendo lo que había de suceder, al llegar le plantaron con admirable destreza las lanzas uno de cada lado y la cruzaron en el aire.

Son muy abundantes también las víboras, una de las cuales, o por la cuerda con que se ata la balsa a un árbol, o por la tabla que se pone para pasar a tierra, se atrevió a entrar en la balsa del Padre Superior, el cual encontrándose encerrado con ella en su caseta, sin poder huir, tuvo no pequeño espanto, hasta que ocurriendo la gente de la balsa la mataron. Muchos indios mueren por mordedura de víboras, siendo no obstante muchos los que sanan, si acuden pronto a curarse, para lo cual no les faltan antídotos de varias yerbas, especialmente del nardo. Pero si son mordidos por la que llaman de cascabel, no creo que encuentren remedio. Una sola vi de extraordinario tamaño, que descubrieron de repente tras de los ranchos en que estábamos sentados y la mataron. Es cosa prodigiosa los nudos que tienen en la cola, de los que dicen les crece uno cada año, y mientras camina hace con ellos cierto ruido como de campanillas, por el cual es sentida, aunque marche entre el pasto.

A pesar del peligro de estos y otros animales dañinos, los indios apenas toman tierra, entran en aquellos   —169→   bosques tan densos y con sus machetes forman en un abrir y cerrar de ojos, cada tropa delante de su balsa, una plazoleta donde, echados en el suelo, comen y duermen con una paz y gusto admirables, en lo que se trasunta su innata inclinación a habitar en los bosques como en otro tiempo.

He estimado conveniente poner todo esto unidamente y de una vez, para que tomada esta noticia general, podáis entender mejor lo que paso a narrar acerca de los incidentes particulares de tal viaje.

Antes de partir de la punta, donde, como dije, habíamos llegado felizmente, el Señor comenzó a enviarnos algunas pequeñas tribulaciones, que templasen un poco la alegría tal vez excesiva, que habíamos concebido por el principio tan feliz de nuestra navegación. La primera fue una horrible tempestad a cielo sereno y de puro viento, que por la desmesurada anchura del río Uraguay levantaba las ondas como en el mar. Por más que los indios procurasen atraer a tierra sus balsas y poner atrás montones de ramas para romper las ondas y evitar que entrasen en las canoas, eran aquellas tan hinchadas, que no sólo entraban en ellas, sino que pasando las ramas y las mismas canoas, iban a romperse en la playa. Los padres bajaron a tierra a gozar el fresco de aquella noche, que por ser hacia fines de julio cuando aquí   —170→   (como escribí en otra mía) es el rigor del invierno, era frigidísima; y por más que los indios se apresurasen a descargar las balsas, no lo pudieron hacer tan presto, que no se perdiesen varias provisiones. Día y medio duró la tempestad, en la cual se anegaron todas las balsas, excepto una o dos, y costó a aquella pobre gente no pequeño trabajo, volver a ponerlas en su primer estado, principalmente la mía en que no sólo fue preciso vaciar la canoa llena de agua, sino deshacer toda la balsa y remendar con tablas una canoa que se había abierto en un lado por los grandes golpes de las ondas. Pero la mayor tribulación fue descubrir entre la gente dos enfermos de viruela, enfermedad que por ser muy contagiosa aun entre los indios, nos causó un gran temor. Los alejamos al momento de los otros y consiguiendo dejarlos con gente que los asistiese, concebimos alguna esperanza de librarnos del grave peligro de una epidemia en el viaje nos pusimos prontamente en marcha.

Al cabo de siete u ocho días de camino llegamos a Santo Domingo Soriano, que es una reducción de cristianos bajo el cuidado de los reverendos padres de San Francisco. Era párroco allí un santo anciano que nos recibió con tales muestras de caridad, que no hubiera podido usar mayores finezas si hubiéramos sido sus religiosos. Así, porque era la víspera de San Ignacio hizo repicar las   —171→   campanas, y el día de la fiesta, quiso celebrar él la misa cantada, lo que se hizo con la mayor solemnidad y fiesta común para sus indios y los nuestros. Aquí sin embargo mezcló Dios un poco de amargo a tanta dulzura, porque se descubrieron otros tres atacados de viruela, uno de los cuales murió aquel día, cuyas exequias quiso el buen Padre celebrar personalmente. Los otros dos se volvieron allí a implorar de un caballero español que los recibiera en una casa de campo suya no muy alejada50. Pero temiendo que pudiese sucedernos lo que efectivamente sucedió poco después, el Padre Superior compró allí unos caballos y despachó por tierra un aviso a los padres de nuestra primera reducción de Yapeyú, notificándoles el peligro en que estábamos, y rogándoles nos enviaran socorro de provisiones; porque si la peste se propagaba corríamos riesgo de quedarnos a medio camino. Después de haber hecho nueva provisión de carne como antes, y esperando vernos libres del peligro con la separación de los otros enfermos, continuamos nuestro viaje. Después de algunos días de camino, tiramos hacia la otra parte del río, porque es más fácil allí encontrar toros y vacas para proveer la gente, pues los mismos infieles, dándoles un poco de tabaco, de tela o cualquiera fruslería, traen ellos   —172→   mismos la carne a las balsas. El día mismo que pasamos a aquella banda nos salió al encuentro una tribu de ellos.

Los hay de varias naciones, bohanes, martidanes, manchados, jarós y charrúas, que ocupan en unas cuatrocientas millas todo el país que se extiende entre el Uraguay y el Río de la Plata (o Paraná como suelen llamarle) hasta nuestras misiones. La nación más numerosa entre todas éstas, es la de los charrúas, gente bárbara, que viven como bestias, siempre en el campo o en los bosques, sin casa ni techo. Van vestidos muy a la ligera y siempre a caballo, con arcos, flechas, mazas, o lanzas, y es increíble la destreza y velocidad con que manejan sus caballos, lo que por lo demás es habilidad común a casi todas estas naciones; de modo que aunque los españoles sean grandes jinetes, superiores a cualquiera otra nación de Europa; sin embargo es rarísimo el caso de que puedan alcanzar en la carrera ni acometer con la espada un indio.

Cierto día que volvimos a pasar a la derecha del río, nos vinieron al encuentro en la playa no sé cuántos guanoas, que es otra nación numerosísima que habita el gran país situado entre el Uraguay y el mar hasta nuestras misiones. Estaban todos a caballo, hombres y muchachos, entre los cuales observé un chiquillo que   —173→   estaba acostado sobre su caballo como en una cama, con la cabeza en el cuello y los pies cruzados sobre la grupa, postura en que estaba mirándonos atónito a nosotros y a nuestros indios. No vestía más traje que un andrajo, que a manera de tahalí le venía desde el hombro derecho hasta debajo del brazo izquierdo, en cuyo fondo guardaba sus provisiones como en una bolsa. Después de haber estado un tiempo mirándonos de ese modo, se enderezó de improviso sobre su caballo, y tomando la carrera desapareció. Pero lo que más me maravilló de aquella ligereza con que corría, era que no tenía silla, ni estribos, ni espuelas, ni siquiera una varilla con qué estimular el caballo, sino desnudo sobre un animal desnudo también. Discurrid ahora cómo andarán los hombres, que son más ejercitados.

Volviendo a los charrúas: son gente verdaderamente bárbara. Como se exponen casi desnudos a la lluvia y al sol, toman un color bronceado; sus cabelleras, de no peinarlas jamás, son tan desgreñadas, que parecen furias. Los principales llevan engastados en el mentón algunos vidrios, piedras o pedazos de lata; y otros, apenas tienen un dedo o dos en la mano, porque acostumbran cortarse una articulación en señal de duelo por cada pariente que muere: costumbre bárbara que comienza a desaparecer. Las mujeres son las que trabajan en las necesidades   —174→   de la familia y particularmente en las continuas mudanzas de sus barracas de un sitio a otro, con las cuales van cargadas a más no poder, además de llevar uno o dos niños atados a la espalda, y a pie, mientras que sus maridos lo hacen siempre a caballo con sus armas. No plantan, ni siembran, ni cultivan los campos de ningún modo, contentándose con los animales, que encuentran en abundancia por todas partes, y que son el único alimento que apetecen. Gustan, sin embargo, lo mismo que los pampas circunvecinos a Buenos Ayres, más de los potros que de las vacas. No tienen habitación fija, sino que andan siempre vagabundos, hoy aquí, y mañana allá; y lo mismo hacen los guanoas en la otra banda. Esto ha sido siempre un impedimento grandísimo para su conversión, porque, no estando estables en ninguna parte, es imposible instruirlos ni administrarles los sacramentos, si hoy han de estar en un lugar y mañana en otro. Muchísimo y por largo tiempo han trabajado los padres, por convertirlos; pero hasta ahora ha sido imposible. Por esta razón, queriendo el actual Padre Provincial emprender nuevas misiones entre los infieles; además de las que atiende continuamente esta provincia -ha puesto los ojos sobre la nación algo lejana de los guagnanás-, hacia la cual se pondrán en marcha los misioneros muy en breve con la esperanza de obtener   —175→   mucho mayor fruto que de los mencionados jarós y charrúas, tantas veces emprendidas antes. Verdad es, que en una ocasión consiguieron juntar gran cantidad de éstos hasta formar una población muy numerosa bajo el título y patrocinio de San Andrés; pero poco tiempo después, impacientes al verse obligados a vivir en un solo país, marcharon de repente unos a una parte, otros a otra, dejando desierta la reducción. Lo mismo sucedió en la otra banda con los guanoas, por cuya conversión han sudado muchísimo los misioneros; y no ha mucho que habían fundado una buena reducción llamada Jesús y María, con esperanza de fundar en breve muchas otras, cuando una mañana al llamar el pueblo con la campana para oír, como de costumbre, la Santa Misa, no se encontró un alma. Asombrado el Padre Misionero con tal novedad, sale de su casa y encuentra que en la noche anterior se habían ido todos, volviéndose a sus bosques. Sin embargo, de éstos suelen siempre convertirse muchos, que se vienen a vivir en las reducciones de nuestros otros cristianos. El mencionado Padre Provincial, que ha sido por muchos años insigne misionero, envía ahora nuevos predicadores a esas gentes, con orden de que una vez convertido un número discreto, se transfieran al seno de nuestras reducciones, para alejarlos de sus parientes, y a fin de evitar que los que vienen a visitarlos   —176→   de su nación, los perviertan, como sucedió otras veces. Pero volviendo a los jarós y charrúas, hasta ahora no se ha encontrado ningún buen remedio. Concurre todavía no poco a su obstinación, la antipatía que tienen a los españoles, contra los cuales se han defendido valerosamente, conservando su libertad como otras muchas naciones. El trato, por otra parte, que tienen con las ciudades de los españoles, ahora que están en paz con ellos, produce casi el mismo efecto que entre los herejes de Europa, que comunicándose con los católicos, en vez de mirar los muchos bienes, que podrían, observan solamente algunos defectos inevitables en la multitud; observación que les sirve para obstinarse más en sus errores. A todo esto se suma la multitud de apóstatas, que viven entre ellos; pues sucede muy frecuentemente, que en treinta y tantas numerosísimas reducciones de cristianos, fundadas en estas misiones del Uraguay y Paraná, se encuentran algunos disolutos, que viendo, por una parte, que si no viven con la piedad y edificación de los otros, son acusados y castigados; y no queriendo, por otra, volver al buen camino, huyen y se refugian entre los infieles para vivir a su capricho. Lo mismo se ha de decir de algunos españoles, que, o por sustraerse a la justicia, o por vivir con todo género de libertad, se refugian entre ellos, como se refugian en Italia los bandidos entre los   —177→   asesinos, y figuraos qué buena idea harán concebir a los infieles de la religión cristiana. Un día dando vuelta la punta de un bosque, después del cual se abría un buen trecho de playa rasa, la encontramos cubierta casi toda de indios a caballo, armados de arco y lanza y dispuestos en forma de media luna, que nos esperaban en aquel paso para darnos carne y recibir de nosotros algunas cosas. Todos sus jefes tenían nombre de cristianos. El cacique principal se llamaba don Simón, y por cierto que era una caricatura bien ridícula; llevaba una especie de manto de la figura de una capa pluvial, compuesto o remendado con varias piezas, entre las que se veían algunas pieles viejas pintadas como cueros dorados que habrá encontrado en alguna ciudad española, en casa de algún ropavejero. Llevaba en la mano un pequeño bastón negro con puño de latón, redondo, y lo manejaba como un cetro con la gravedad correspondiente a aquel manto y a su cabellera, no menos desgreñada que la de los otros. En cuanto a los otros dos jefes, uno se llamaba Francisco y hablaba español admirablemente; el otro tenía por nombre Juan. Uno de ellos era hijo de un excelente viejo, el mejor cristiano de la reducción de San Francisco de Borja. ¡Ved qué bien lo imitaba! Don Simón por hacer una fineza a un padre, que le regaló varias chucherías, le presentó un medio ternero, sobre el cual se sentaba   —178→   en su caballo y le servía como de silla. En el curso del viaje encontramos varias tribus de estos infieles más o menos numerosas. En cierta ocasión algunos padres más fervorosos hicieron la prueba de solicitarlos a convertirse; pero ellos oían todo con una indiferencia digna de indios, y a lo más, respondió alguno que tenía muchos parientes y no podía dejarlos. Otro de nación distinta, diciéndole un padre que mirase bien, que si no se hacía cristiano, iría al infierno, contestó: «Y bien, si es así, me calentaré en la otra vida». Con semejantes respuestas, se libraron bien pronto de que nadie quisiese predicarles. Por esto, sin detenernos mucho, pasamos adelante con la mayor celeridad que pudimos, por el temor muy probable que habíamos concebido que nos tomase la peste, por otros tres o cuatro enfermos de viruela que se habían descubierto, y que en el acto separamos de la gente, poniéndolos en una canoa suelta, para que nos siguiese de lejos.

Pero, a pesar de todas las diligencias que hicimos, no fue posible librarnos porque el 20 de agosto se declaró finalmente la peste con la caída casi simultánea de catorce en una sola balsa y otros acá y allá en otras balsas, señal bastante clara de que o por el aliento o por la comunicación de las ropas, el fuego serpenteaba ya ocultamente, y no acabaría sin prorrumpir en un incendio   —179→   universal. Podéis figuraros en qué angustias nos encontramos sin saber a qué partido apelar, viéndonos a medio camino, a trescientas millas de Buenos Ayres y casi otras tantas de nuestras misiones; no teniendo a quién recurrir, ni menos pudiendo esperar nada de los infieles cuyos países nos rodeaban por uno y otro lado, porque no hay cosa que teman más que esta peste, de tal manera, que cuando aparece uno de ellos con viruela, lo abandonan todos, dejándolo solo en tierra con una vasija grande de agua y un cuarto de buey. Pasados tres o cuatro días, vuelve uno girando alrededor a caballo, pero de lejos, y mirando si el enfermo está vivo o muerto. Si muerto, se va en seguida, pero si está vivo le renueva la provisión, y así hasta que muera o sane. De modo que cuando supieron que la peste se había encendido entre nosotros, se internaron en el país, y no se vieron más; permanecimos así en un desierto, sin haber persona viviente a quien recurrir. Comprendíamos perfectamente, que el mejor partido era caminar cuanto se pudiera para acercarnos siempre más a Yapeyú, que es la primera reducción de nuestras misiones, y recibir más fácilmente de allí socorro de provisiones. Pero la dificultad era decidir quién debía quedar con el Padre Superior, que era el único que sabía la lengua de los indios y podía confesarlos y asistirlos. Si venía con nosotros, quedaba abandonada   —180→   toda aquella gente, sin tener quién les administrase los sacramentos, ni les procurase los alimentos, lo que hubiera sido condenarlos a morir como bestias en la playa, pues poco después habían caído enfermos algunos otros. Si permanecía con ellos, quedaba expuesta al mismo peligro la gente de todas las otras balsas, que podían enfermarse sin tener quién a lo menos los confesase. Pero bien pronto, con suma edificación nuestra, se ofrecieron diez indios de varias balsas a asistir a los apestados, aunque conociesen muy bien el peligro próximo de la vida a que se exponían. Con todo, el padre Giménez quiso advertirles esto mismo, para que reflexionasen bien antes, y ofreciesen mejor a Dios el sacrificio de sus vidas. En seguida se dirigieron hacia los apestados, que estaban tirados acá y allá en la ribera sin poder ayudarse y (como dijeron los que sanaron), ya se habían preparado a morir, si no de otra cosa, de hambre, en aquella playa, creyéndose abandonados de todos; por lo cual dieron mil gracias al Señor, cuando vieron aparecer aquel socorro de gente con el padre Giménez, que administró a todos los sacramentos, confesando, si no me equivoco, aun a los sanos, por lo que pudiese suceder, y dejándoles buena provisión de víveres, se volvió a las balsas para apurar la marcha. Con tal amor y diligencia se consagraron aquéllos al cuidado de los enfermos, que consiguieron   —181→   salvar más de la mitad, lo que es muy raro; hasta que sepultados los muertos y puestos los enfermos y convalecientes en las dos canoas, pues se había deshecho la balsa, caminando poco a poco, llegaron a ponerlos en seguro con los otros. En seguida aquellos diez, uno después de otro, se enfermaron todos de la misma epidemia, y a excepción de uno o dos, murieron todos, no queriendo Dios retardarles el premio de tan heroica caridad cristiana.

Entre tanto, todas las otras balsas caminaron cuanto fue posible hasta llegar a los cinco o seis días al Itú o Ariciffe51, que es el paso más arduo y trabajoso, como diré en seguida, de toda esta navegación y entraron en un riachuelo que desemboca en el Uraguay como media milla antes del mencionado Itú. Mi balsa, sin embargo, con otras dos, juzgaron mejor librarse de una vez de aquel paso tan trabajoso, mientras conservaban toda la gente sana, y mucho más por separarse de las otras, donde comenzaba a presentirse el contagio. Y así después de día y medio de trabajo, vencido aquel paso y llegando a la embocadura de otro riachuelo, tres millas más adelante, tomamos allí puerto. Entonces fue cuando   —182→   se declaró la peste más fieramente, pues de improviso, a excepción de una, se encontraron infectadas todas las balsas y caían con tanta furia las personas, que en pocos días nos encontramos con sesenta enfermos y otros amagados, y no pasó mucho sin que cayeran ciento catorce; por lo cual, viéndonos totalmente imposibilitados de seguir viaje, enviamos apresuradamente uno por tierra a la reducción del Yapeyú, con aviso a los padres de nuestro infeliz estado, rogándoles por amor de Dios, nos enviasen provisiones, de las que ya nos encontrábamos en suma escasez, a fin de que no murieran de hambre los que se salvaban de la peste. Lo cierto es que toda la galleta, pan y otras provisiones, que yo tenía en mi balsa para mí, lo distribuí a los indios, no pudiendo sufrir el verlos padecer de hambre; ni me daba pena la escasez, cuando podía socorrer con lo poco que tenía su necesidad mucho mayor. Ni era menor la solicitud por los enfermos, para los cuales construyó cada balsa una o más casas de paja en el campo, para que estuviesen defendidos del aire y separados de los sanos. Como el padre Giménez estaba con la otra tropa a sólo tres millas del riachuelo, vino por tierra a confesar todos nuestros enfermos, después de lo cual, no teniendo necesidad de él, los asistimos nosotros en todo lo que pudieran precisar. Hasta ahora no había yo administrado el viático   —183→   ni la extremaunción; pero la primera vez que lo hice, os aseguro, que tuve la ocasión de adiestrarme. Una mañana después de la Santa Misa, que decíamos todos los días en el altar portátil, administré trece viáticos y otras tantas extremaunciones. Ya no podía más por el gran trabajo que me costaba estar tanto tiempo encorvado hasta el suelo, donde yacían los enfermos, pasar por medio de ellos, que estaban amontonados en aquellas cabañas y moverlos para ponerles el óleo santo sin hacerles daño, además del hedor que echaban y el horror que ocasiona el mirarlos, pues no creo que se encuentre enfermedad más asquerosa. Del aspecto que presenta allá un niño bien cargado de viruela, podréis conjurar qué serán los indios con tan malos humores, provenientes de la cantidad de carne casi cruda que comen, de los cuales se descarga la naturaleza en esta ocasión. Estaban en efecto tan contrahechos que horrorizaba verlos, pues a causa de la gran comezón, se desfiguraban toda la cara, convirtiéndola en una llaga, de tal modo que no se les distinguía fisonomía humana. Un día mientras sacaban un muerto fuera de su cabaña para sepultarlo, al tomarlo por las piernas empezó a salírsele la piel, que estaba separada de la carne, como si fuesen medias sueltas: lo que da a entender mejor la malignidad de esta enfermedad.

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Las otras balsas, entre tanto, con la poca gente sana que les quedaba, ayudándose mutuamente pasaron poco a poco el Itú. Este difícil paso, que llaman Itú o Ariciffe52, es una fila encadenada de escollos que atraviesan de parte a parte todo el Río Uraguay, por medio de los cuales hace el río una gran caída, muy semejante al Lago de Mantua, y con tal ímpetu que se alzan espumosas las olas y se siente su estrépito a varias millas de distancia; y es necesario que las balsas pasen por ahí, porque no hay otro paso. Verdad es que, desembocando el agua por varias partes entre aquellas piedras, los indios como prácticos buscan los canales que tienen muchas gradas y que moderan por consiguiente la caída, no permitiendo al río precipitarse de un golpe. Con todo, no es creíble, cuánto trabajan los pobres indios en este paso, porque se emplean uno o dos días enteros, tirando con varias cuerdas la balsa, unos desde la playa, otros desde la punta de algún escollo sobre el cual suben para tirar. La mayor parte se arroja al agua empujando la balsa por los lados y por detrás o levantándola con las espaldas de cuando en cuando hasta ponerla sobre un escollo, después sobre   —185→   otro y librarla finalmente a costa de muchos y largos trabajos de aquel paso peligroso, en que casi siempre ocurre alguna desgracia a la gente o a la balsa. Una vez salidos de aquel peligro tiramos adelante hasta encontrar un sitio a propósito para nosotros y para los enfermos, que cayeron aquí en mayor número que antes y para los cuales construimos apresuradamente al pie de una pequeña colina 22 ó 24 cabañas de paja, que parecían de lejos una tierra o ranchería de infieles. Después recurrimos de nuevo a Dios con todo género de devociones públicas y privadas, suplicándole nos librase de aquel azote, si era para mayor gloria suya. Pero el Señor dispuso las cosas a su agrado, preparándonos mejor aún para las misiones con este breve noviciado, y para hacer una buena cosecha de las almas de aquellos indios, que sin duda, volaron todas tarde o temprano al Cielo. Causaba grandísima edificación ver con qué premura pedían y con qué devoción recibían los sacramentos; así como la paciencia con que toleraban tan molesta enfermedad sin la menor queja y desahogándose sólo con invocar los santísimos nombres de Jesús y de María. Un día, mientras administraba yo la extremaunción a uno que estaba casi en la agonía, otro que se encontraba al lado, envuelto en sus andrajos, y con la cara cubierta a su modo, me llamó y como   —186→   hablaba un poco español le entendí mejor. Me rogó que le diese a besar el crucifijo para ganar la indulgencia plenaria in articulo mortis, complaciéndolo en el acto, agregando algunos sentimientos espirituales propios del estado en que se encontraba. Cuando el buen hombre comenzó a darme mil gracias, me prometió entre otras cosas acordarse de mí en el Paraíso, con otras expresiones semejantes que me enternecieron tan excesivamente, que no podía articular una sola sílaba. Murió después el buen indio santamente, y espero que en el Paraíso no me faltará a su palabra.

Otro día estando por morir un anciano de autoridad entre ellos, hizo llamar a toda la gente de su balsa, y les dijo públicamente que moría contentísimo, por haber sacrificado su vida, conduciendo a su país nuevos misioneros; y los exhortó a no abandonar jamás a los padres por nada: «pues aunque debáis perder la vida -dijo-, estaréis seguros a lo menos de morir con todos los Santos Sacramentos; que os aseguro, por experiencia, que es el mayor consuelo, que puede tener un cristiano en el momento de su muerte». Añadió otras cosas semejantes a la larga exhortación que les hizo, que habiéndolas explicado el padre Giménez a todos los presentes, nos enternecieron sobremanera. Y bien claro se vio el efecto de tales exhortaciones hechas al morir por   —187→   más de uno, porque de tanta gente, a pesar de los estragos que hacía la epidemia, ni uno sólo huyó a los infieles, lo que era fácil, por librarse de las miserias y salvar su propia vida. Pero se mantuvieron todos constantes hasta el último, aunque murieron la mayor parte. Así se encontró un día cierto padre con un indio, que extendido al pie de un árbol estaba llorando y preguntándole por qué lloraba: «Lloro -respondió- por ver a los padres en estos desiertos con tantas incomodidades y padecimientos fuera de sus términos, por asistirnos a nosotros, pobrecillos!». No les hacía ciertamente poco efecto, la incansable asistencia que les prestaban los padres de día y de noche, no sólo en lo espiritual sino también en lo temporal, hasta quitarse la comida de la boca, las cubiertas de las camas y otras cosas de uso para socorrer sus necesidades. Aunque para confesar la verdad, los mismos indios y particularmente los enfermeros, no cedían un ápice a los padres en materia de caridad hacia los enfermos. Yo tuve varias veces que reprender el mío y lo mismo sucedió al padre Rasponi con el suyo, por el exceso con que trabajan siempre en medio de aquellos, descansando apenas algunos instantes durante la noche, hasta que ambos fueron atacados del mal, del que sin embargo quiso Dios librarlos. Pero el más célebre fue uno llamado Ticú, que   —188→   no reposaba en todo el día, manejando siempre los enfermos o sepultando los muertos. A fuerza de trabajar en aquel terreno pedregoso, sin azada ni herramienta alguna, sino con un palo, se le había hinchado de tal modo el brazo derecho, que apenas lo podía mover. Advertido por el padre Giménez, que tuviese más cuidado, porque aquello era exponerse a un peligro evidente de enfermarse, respondió estas precisas palabras: «Padre, si el Señor quiere preservarme de la peste, él lo puede hacer; si no, hágase su santísima voluntad. Yo soy enfermero: mi deber es trabajar por los enfermos». Y dicho esto volvió como antes a meterse entre ellos, hasta que contrajo la peste y con tanta furia, que parecía se hubiesen juntado en él todas las pústulas de los que había enterrado, con gran sentimiento de los padres, que se interesaban altamente por su vida. Pero el Señor lo curó casi milagrosamente en premio de su singular caridad, o por mejor decir, en favor de los otros enfermos a quienes volvió a asistir como antes, una vez curado, continuando también en dar por la mañana y la tarde la señal para las oraciones y la misa, pues era además tamborilero y sacristán.

Nos encontrábamos ya reducidos a una suma escasez, cuando finalmente llegó por el río el deseado socorro de provisiones en dos balsas despachadas de las   —189→   misiones por los padres. Pero habiéndoles éstos ordenado prudentemente, que no se acercasen demasiado ni comunicasen con los apestados, sino que guardando la suficiente distancia descargasen lo que traían y nos avisasen para enviar a tomarlo; éstos se quedaron en un riachuelo a doce millas de nosotros sin darnos el menor aviso, donde se estuvieron muchos días muy descansados, mientras nosotros perecíamos de hambre. Hasta que afortunadamente, dos de nuestros indios, yendo a cazar por aquellos lugares, encontraron una de las balsas y preguntándoles de dónde venían, dijeron que esperaban hacía tiempo que nosotros enviásemos a buscar aquellas provisiones. En el instante vinieron los nuestros a darnos el aviso, sin lo cual, ¿cómo hubiéramos podido adivinar su llegada, nosotros que más teníamos de mártires que de profetas? Algunos días después llegó por tierra un buen socorro de bueyes, con lo que empezamos a respirar un poco, bien que a este consuelo sobrevino enseguida otro trabajo. Fue éste una tempestad más furiosa que la anterior, que no sólo sumergió casi todas las balsas, sino que las estropeó de tal modo, que fue preciso deshacer seis por lo menos. El río gozó también de una parte de la nueva provisión, y un padre por salvar una bolsa o valija que se llevaban las aguas cayó al río, corriendo no poco peligro   —190→   de ahogarse. Pero la mayor pérdida que sufrimos en esta borrasca fue la del Óleo Santo, que se perdió al sumergirse una de las balsas, tiro certero de que acuso al demonio.

A la tempestad siguió una invasión de tigres, que venían a visitarnos atraídos por el olor de la carne, durante la cual se encontraron los padres dos o tres veces en grave temor y peligro. Muchas más fueron las veces que vinieron a visitarnos de noche, entre los cuales llegó uno a cierta cabaña donde se encontraban dos pobres enfermos. Por fortuna había en el suelo un cuarto de buey, con el que se contentó la fiera y partió sin hacer otro daño. Otro se atrevió a entrar en la canoa de una balsa, donde estaba durmiendo un hombre, cubierto con un cuero de buey. Al echar el tigre la garra sobre el cuerpo, despertose el hombre y dio tal grito de horror, que no dándose cuenta la fiera de lo que podría ser, espantada a su vez, dio un salto y emprendió la fuga. Los indios mataron dos y nos presentaron un tigrecillo como de un mes, que habían tomado vivo, que no he visto un animal más furioso. Mientras lo tuvieron estuvo frenético de rabia, siempre rugiendo y abalanzándose sobre todo el que se le acercaba y hasta sobre el que le traía de comer. Viendo   —191→   de que en gracia a él viniesen a visitarnos sus parientes, como ya se había empezado a sentir, lo ahogamos en el río.

A los tigres se juntó la molestia indecible de las hormigas, que por estar las balsas tanto tiempo en el mismo sitio, habían encontrado el modo de entrar en ellas a millares ya por las tablas que sirven para bajar a tierra, ya por las cuerdas que las sujetan a los troncos de la costa, y no había medio de librarse de ellas; porque era imposible matarlas a todas en un sitio tan estrecho, y si se recogía la tabla o la cuerda para impedirles la entrada, era peor, pues no pudiendo salir las que habían entrado ya, se metían entre las camisas y la ropa, las bolsas, etc., de modo que no había más remedio que tener paciencia.

Omito muchas otras molestias semejantes que ocurrieron porque sería largo y molesto referirlas. De este modo, habían transcurrido ya tres meses desde que nos pusimos en viaje, dos de los cuales habíamos pasado en este desierto con nuestros apestados, y esperábamos la resolución del padre superior de las misiones, porque si debíamos esperar a que todos pasaran la epidemia, sería cosa de no acabar jamás, pues en todas las pestes siempre escapan algunos. Le enviamos por tanto una relación   —192→   detallada de nuestro estado. Los indios que vinieron en todas las balsas eran 340: de ellos sólo 42 habían permanecido sanos. Los muertos eran 179: y los demás sanados. Mucho tiempo hacía que no se enfermaba si no uno que otro, de modo que parecía que la peste cesaba ya; por otra parte, varios padres se encontraban enfermos y en peligro, a lo menos dos, de no llegar a su destino, si aquellas miserias continuaban. Reconocido esto por el padre superior de las misiones, envió al instante con gran caridad un padre con cuatro balsas y orden de detenerse él y el padre Giménez con los apestados, hasta que hubieran hecho una rigurosa cuarentena, para evitar que la peste se introdujese en las misiones, como en 1718, en que se llevó como cincuenta mil personas; y que por esta razón, dejasen los padres sus ropas y se vistiesen de pies a cabeza con los vestidos que a este fin se nos enviaba, y así proseguimos nuestro viaje en las balsas nuevas. En este intermedio se nos unió de improviso el Padre Provincial que habiendo vuelto de Córdoba del Tucumán, se había embarcado en Buenos Aires para hacer la visita a las misiones. Se compadeció sumamente al encontrarnos a poco más de medio camino, cuatro meses después de haber salido, pues nos miraba con amor particular por ser todos   —193→   personas a quien él había conducido de Europa con tantos cuidados, y animó nuestra marcha. Despojados, pues, de todos los vestidos viejos, tomamos los nuevos de lienzo teñido, que es el paño usado aquí; y podéis figuraros como nos caerían encima, lo mismo que los zapatos en los pies, siendo todo hecho al acaso por gente que jamás nos habían visto ni conocido. Vestidos como mejor pudimos, entramos en tres balsas, en las cuales apenas podíamos movernos por su estrechez, y de este modo seguimos el camino a las misiones, en compañía del Padre Provincial, que antes de partir consoló a los pobres indios, disponiendo que los cuarenta sanos se separasen completamente de los otros, y unidos entre sí condujesen dos balsas, y cinco los ciento quince o ciento veinte convalecientes; y asistidos por el padre que había venido de las misiones, nos siguieron a dos o tres jornadas de distancia, contando el viaje en la cuarentena para completarla después en un sitio distante noventa millas de Yapeyú. De este modo se dio fin a todos nuestros trabajos, llegando hacia la mitad de noviembre a la reducción de los Tres Reyes, que ellos llaman Yapeyú y es la primera de las misiones del Uraguay y bastante numerosa, pues tiene cerca de mil doscientas familias. Sería largo describir la alegría con   —194→   que todo el pueblo vino a nuestro encuentro y las fiestas que se celebraron a su manera en los dos o tres días que permanecimos allí. Después todos los padres se repartieron por las reducciones a que fueron destinados por el Padre Provincial.

A mí me tocó por fortuna la de Santa María, unas doscientas cuarenta millas adelante, a la cual llegué finalmente el 1.º de diciembre de 1729, justamente cuarenta meses después que de haber partido del Colegio de Bolonia, me puse en camino hacia esta provincia. Aquí fui recibido con los brazos abiertos y las más tiernas muestras de caridad por el padre Diego Ignacio Altamirano, venerable anciano septuagenario, muy considerado en el país por su condición, doctrina y singular santidad; no sabría cómo expresar tampoco las finezas de los indios para conmigo. Me salieron al encuentro y me rodearon tumultuosamente; quién me besaba la mano; quién se congratulaba por haber llegado al fin a su país; quién me daba gracias por haber venido de tan lejos, y haber pasado el Para-Guazú, es decir, el mar, y haber abandonado la patria, gnandî raihupae, como ellos decían, esto es, «por nuestro amor», agregando mil otros agradecimientos. Fue tal el júbilo que experimenté al verme finalmente en el término tan deseado,   —195→   que olvidé al instante todos los padecimientos pasados, y estaría pronto a arrostrarlos de nuevo mucho mayores, por el consuelo de trabajar toda mi vida entre estas pobres gentes. La única cosa que me da algún trabajo es lo difícil de la lengua. Con todo, me voy industriando tanto, que ya son dos meses que hago la doctrina diaria para los niños, que es el ministerio más análogo a mi genio, y acaso el más provechoso. Nunca me falta numeroso auditorio, pues según el Registro, las niñas hasta quince años son mil dos y los niños novecientos sesenta. Aunque de cuando en cuando equivoque cualquier palabra, entienden perfectamente lo que quiero decir, así como les entiendo yo a ellos, cuando les pregunto, y dando por premio a los que me responden bien una o dos agujas, se retiran alegres como una pascua. Pero mejor es que concluya aquí, porque si empiezo a hablar de los niños no me basta otro tanto como lo que he escrito y me encuentro ya bastante cansado. Me remito, pues, a la Relación que ya os envié de estas misiones53 y que, por lo que he visto hasta ahora, es fidelísima. Entre tanto, os suplico saludéis muy cordialmente de mi parte a mi señor padre, señora madre, cuñados, hermanos, hermanas,   —196→   sobrinos y todos los parientes y amigos, rogándoles me recuerden en sus santas oraciones, para alcanzarme del Señor la única gracia que deseo: emplearme todo en su mayor gloria y en la salud de estas pobres gentes. Adiós.

Vuestro afectísimo hermano.

CAYETANO CATTANEO, de la Compañía de Jesús.



  —197→  

ArribaAbajoPrimera carta del padre Carlos Gervasoni, al padre Comini de la Compañía de Jesús

Muy Reverendo Padre en Jesucristo. El día quince de abril de 1729 echamos el ancla, a unas seis millas de Buenos Ayres, pues es imposible que los buques de cualquier tamaño que sean, se acerquen más a la ciudad por la poca agua que lleva tan desmesurado río. Nadie pudo poner pie en tierra antes de la visita que los oficiales del Rey hacen en el cargamento, para evitar el contrabando. Tardaron éstos en venir por su particular cortesía hasta el lunes de Pascua, no pudiendo nosotros en consecuencia, desembarcar hasta el martes diez y nueve. El Sábado Santo por la mañana, cuando se soltaron las campanas, se dispararon desde nuestras naves, parte en celebración de la Pascua y parte por saludar la Fortaleza, más de setenta cañonazos, y presentaban un bellísimo aspecto, ornadas de gallardetes, faroles y banderas de colores por todas partes, en señal de la   —198→   común alegría. Antes de partir de los buques, toda la marinería, oficiales y pasajeros (pues el Gobernador había ordenado que ninguno se atreviese a bajar a tierra antes que los padres) nos dieron a grandes voces (dando la señal con su silbato el Contramaestre) el buen viaje, y al apartarnos de las naves, para mayor honor, disparó cada una cinco cañonazos.

En la playa encontramos infinito pueblo, que estaba esperándonos con el Magistrado y con Su Excelencia el señor Gobernador, y al desembarcar nos saludó la ciudad con tres cañonazos a bala. El pueblo siempre alegre nos acompañó hasta nuestra iglesia; las partes de la ciudad por donde pasamos llenas de gente, los religiosos en la puerta de sus conventos y en cada iglesia que encontramos repicaban. En la nuestra hallamos expuesto el Santísimo y todo pronto para cantar el Te Deum, con música, como se hizo. Estos padres nos han recibido con una caridad y amor indecibles, y uno de ellos para dejarme su cuarto solo, se fue a dormir con el padre procurador de Chile, por ser uno y otro más jóvenes que yo en la religión. Casi todos nos hemos resentido en la salud, suponiéndose esto causado por la gran diferencia del clima con los nuestros, pues estando acostumbrados durante tantos años a pasar en junio el verano, aquí tenemos un frío de diciembre. Las comidas también,   —199→   aunque las mismas que entre nosotros, siendo sin embargo tan diferentes en el condimento que parece increíble, contribuyen mucho a alterar la salud, y vamos recobrando fuerzas a manera que nos vamos haciendo a ellas.

La ciudad es bien grande en extensión y será de veinticuatro mil personas, un tercio de las cuales, por lo menos, está compuesto de negros africanos esclavos. Sólo nuestro colegio tiene repartidos en las posesiones, fábrica54 y otros servicios que se necesitan, más de trescientos, dado que todo pasa por mano de los esclavos, no habiendo por aquí español, por miserable que sea, que al poner el pie en tierra no eche al momento peluca y espada, desdeñando toda ocupación que no sea la de comerciante. Sólo a los ingleses es permitido conducir y vender esclavos y traen trescientos o cuatrocientos en cada viaje, no sé cuántas veces al año. Ahora, a causa de su ruptura con España por la flota, no es permitido ni aun a ellos conducir esclavos, y las dos hermosas casas que tienen esos ingleses con un bellísimo huerto y todos los demás efectos, están en poder del Rey, como confiscadas hasta que todo se arregle en Cambray. Sin embargo, ellos los traen continuamente a la colonia de los portugueses, que está frente a la ciudad   —200→   en la otra parte del río, y comprados los esclavos allí de contrabando los hacen desembarcar en una playa desierta y los introducen en Buenos Ayres. La primera cosa, empero, que todos los buenos españoles procuran es enseñarles la lengua, la doctrina, y que se hagan cristianos, como efectivamente se hacen casi todos, y en la semana pasada se bautizaron en nuestra iglesia tres de los nuestros, que después viven todos muy arregladamente.

Las casas se edifican todas en planta baja, la mayor parte ahora de ladrillos y teja. Queda todavía una gran parte fabricadas de tierra y cubiertas de paja, y en ellas habitan personas aún principales, entre las cuales el señor Obispo, que tendrá una renta anual de seis mil escudos romanos. Con todo, no tiene otra casa que de arcilla (adobe), techada con tejas cocidas. Nuestro colegio podría figurar con decoro en cualquier ciudad de Europa, construido todo en bóveda maciza, de dos pisos, y bien grande. Está concluido todo el primer claustro, queda por hacer el segundo, para alojar a las misiones del Paraguay y de Chile, que aquí desembarcan. La iglesia también es soberbia, hecha a la romana con cúpula, y cinco capillas por parte (por cada lado o nave), además de las tres grandes, que están a los costados de la cúpula. Actualmente se está haciendo la   —201→   bóveda de toda la nave, bajo la superintendencia de un tal hermano Prímoli Milanés de la provincia romana, que vino en la misión pasada. Es éste un hermano incomparable, infatigable. Él mismo es el arquitecto, el maestro mayor, el albañil; y es necesario que sea así, porque los españoles no entienden una higa; ocupados todos en enriquecerse, el resto poco les importa. Este hermano ha fabricado la Catedral de Córdoba del Tucumán, nuestra iglesia de ese Colegio, la de los padres reformados de San Francisco aquí en Buenos Ayres, la de los padres de la Merced, que es mucho más grande y majestuosa que la nuestra, y es continuamente llamado aquí y allá para ver, visitar, hacer diseños, etc. No se puede hacer mayor beneficio a esta provincia, que enviarle sobrestantes, de que hay necesidad; y siendo este hermano solo, no puede satisfacer a tantas ciudades y colegios que lo solicitan.

Nuestra iglesia es concurridísima, viviendo aquí los nuestros con una edificación y observancia extraordinarias. En el Colegio hay establecidas habitaciones para veinte seculares en que pueden hacer los ejercicios espirituales, que se les dan varias veces al año. Contigua al Colegio hay una casa para las mujeres, que vienen a tejer a la iglesia.

  —202→  

Unos y otros viven retirados por ocho días, comiendo y durmiendo, los primeros en el Colegio, las segundas en su casa, a expensas de un hermano nuestro, que siendo comerciante rico, desengañado del mundo, entró en la Compañía y dejó rentas al efecto no sólo para Buenos Ayres, sino también para otros colegios, que han introducido tan santa costumbre. Dicho hermano vive todavía y está en el Colegio de Córdoba; y ciertamente que hace un gran bien, que ya he tenido ocasión en el confesionario de tocar con la mano. El culto divino es llevado aquí con gran decoro, la iglesia con gran decencia y guardada con gran respeto. Las señoras, que visten lo mismo que en España, en tanto que allá se sientan en la tierra cubierta de alfombras, aquí traen consigo una o dos esclavas negras con un lindo tapiz floreado, que les sirve de alfombra.

Los indios no vienen mucho a la ciudad, sino para comprar alguna cosa que necesitan o vender perdices, que son abundantísimas, de manera que he visto vender en días de gran abundancia casi doscientas por seis paoli. Lo común es de ocho por paolo. Es inexplicable también la abundancia de animales vacunos. Basta decir que en aquellas largas campañas, que se extienden desde el Río de la Plata y Río Uruguay hasta el mar, se multiplican libremente y cada cual tiene la libertad   —203→   de tomar el número que quiera, con tal que no pasen de diez o doce mil, pues entonces es necesaria la licencia de este gobernador. Así que, pasando después este gran río a nado, no cuestan sino el trabajo de tomarlas a lazo y conducirlas a estas tierras, siendo su precio de ocho a diez paoli por cabeza55. En este año, que se sufre una gran seca, y que estos ganados no pueden mantenerse a este lado del río por la escasez de pastos, ha aumentado el precio desde un manzo hasta dieciséis paoli; y esto no proviene de que haya aquí penuria de dinero, pues aunque en el hecho no haya mineros de Potosí y Lippe56, hay sin embargo un tráfico tan vivo con las provincias del Perú, que la moneda más baja que corre, es de medio paolo, sino que todo procede de la excesiva abundancia. Las naves al volver a España no tienen que cargar en este puerto sino cueros de buey; y para cargar nuestras tres naves, lo menos que se necesitará serán treinta mil y no se llevan sino   —204→   de ocho palmos de ancho y doce de largo, sin la cabeza, la cola ni los pies, de manera que para tenerlos todos de tal medida, es necesario matar diez o quince mil de más. La carne después queda para los tigres y los osos, que aquí fuera de poblado se encuentran con harta frecuencia. Hacia el fin de la ciudad se encuentran por todas partes bueyes recién muertos. Cada uno toma la parte que quiere y el resto se deja a los perros. No he visto en ningún país, perros en tan gran número y de tan marcada corpulencia, como aquí.

La misma abundancia existe respecto a los caballos, de modo que el que quiere, puede conseguirlos con poco dinero. Pero son pocos los de la ciudad que los tienen, por no darse la pena de mantenerlos. Todos los que viven fuera los usan, sean indios o españoles, y andan siempre al galope. Si el caballo revienta, lo dejan y fácilmente se procuran otro. Es por esto que hasta ahora no he visto un caballo de linda presencia, pues no les guardan miramiento alguno. El cuero que no va a Europa sirve aquí para todo; con él se hacen las cuerdas, los sacos, las canastas, sirve de cartón para hacer bonetes y de fondo para los colchones. En las ventanas que no dan a la calle sino sobre los patios, usan talco, de que hay minas; en las que dan a la calle ni yo ni nadie tenemos otro reparo contra el viento que las tinieblas.   —205→   No se encuentran vidrios a no ser que se traigan de Europa. Han hallado cierta piedra trasparente, que convirtiéndola en láminas da la misma luz que el papel encerado y tal vez más clara aún. Yo la he visto en uso en la iglesia de los padres calzados de la Reforma57, llamados vulgarmente recoletos, y se pondrá también en las ventanas de nuestra iglesia.

He prometido a mi hermano Angelino hacerle saber por medio de Vuestra Reverencia el bien que hacen los misioneros en los buques españoles, cosa de que me he acordado al estar por concluir la presente, pero que es verdaderamente sustancial y notable, porque el peligro tan cercano de la muerte da una gran fuerza a la palabra de Dios en gente que, aunque sea perversa, no pierde sin embargo la luz de la fe. Casi todos han confesado y comulgado, tanto pasajeros como gente de mar, y algunos hasta varias veces. Se predicaba tres veces a la semana, además de cuatro novenas que hicimos, dos a San Francisco Javier, principal protector de estas naves, una a Nuestra Señora del Rosario y otra a San Antonio de Padua. Se recitaban todos los días en público y por todos el rosario con las letanías de la Santísima Virgen   —206→   y otras oraciones, manteniéndose así el buque con el santo temor a Dios. Todos los días que lo permitió el tiempo, se celebró la misa, y casi siempre la celebraban dos sacerdotes; los días festivos, cuatro. Un accidente imprevisto, que hizo aparecer un día un gran humo en la nave, redujo a muchos a confesarse más pronto de lo que habían determinado, pues fue éste el susto mayor que tuvimos, temiendo que hubiese fuego en alguna parte, particularmente en el aguardiente, de que había muchos barriles, como sucedió en la capitana de la última flota. Con tal temor, el buque parecía una confusión, no sabiéndose qué partido tomar. Por más diligencias que se hicieron para encontrar la causa, fue imposible hasta que llegada la ocasión de girar las velas, se vio que el humo provenía de la cocina, a la cual la vela mayor puesta en tal situación impedía el tiraje. Entonces se ensanchó a todos el corazón. Sin embargo, ninguno se atrevía a burlarse de este accidente, cuya sola sospecha hace helar a todos la sangre en las venas y especialmente a dos pilotos, los cuales, cuando voló la capitana mencionada, se salvaron a nado, refugiándose en otra nave, y que finalmente se encontraban en la nuestra.

Hasta ahora no se sabe nuestro destino. Cada uno de nosotros desea ir a las misiones y sin embargo es necesario   —207→   que alguno quede en los ministerios de este colegio. En cuanto a mí, haga el Señor lo que más conveniente juzgue a su gloria y mi salud. Han llegado ya a Buenos Ayres más de sesenta indios con sus canoas para conducir consigo a sus poblaciones el número de misioneros que destine el Padre Provincial; gente tan mal formada de facciones, cuanto amable por sus angelicales costumbres. Pero como se espera mucho mayor número para festejar en Buenos Ayres nuestra llegada, me reservo escribirle sobre este punto en otra mía, cuando haya visto las fiestas celebradas. Le suplico dé mis muy humildes recuerdos al padre Massei como también de parte del padre Bonenti, y recomendándome de todo corazón en sus santos sacrificios y oraciones y de todos los padres y hermanos, quedo humildemente.

De Vuestra Reverencia,

Buenos Aires, Junio 9 de 1729.

Indignísimo siervo en Jesucristo.

Carlos Gervasoni



  —208→  

ArribaSegunda carta del padre Gervasoni, Societatis Iesu, a su hermano Angelino

Queridísimo señor hermano:

Córdoba del Tucumán, 3 de agosto de 1729.

Va pasando todavía el tiempo, sin que pueda aún daros noticia cierta del destino que deben darme los superiores. Si algo ocurre en particular, no dejaré de agregarlo al fin de ésta, como hice en la carta escrita desde Buenos Ayres, en que os di noticia de todo el camino hecho por mar. Así lo haré en la presente, en que debo referiros la navegación hecha por tierra, que así la llamaríais vos también, si vieseis las inmensas campañas, que sin descubrir límite alguno en el horizonte, se extienden de Buenos Ayres a Córdoba del Tucumán, donde actualmente me encuentro, a Dios gracias, sano y salvo. Las cartas geográficas dan cuatrocientas millas en línea recta de una a otra ciudad, y podéis imaginar que necesariamente habremos agregado otro centenar de millas por los varios giros y regiros que es necesario hacer,   —209→   ya porque así lo quiere el camino antiguo, ya para encontrar el paso de algunos riachuelos, que atraviesan el camino, ya para hallar agua dulce que beber, de lo cual este vasto país es más escaso de lo que puede imaginarse.

Dije navegación, principalmente por dos motivos; primero, porque en todo este camino que ha durado un mes entero, no solamente no se encuentra siquiera un montecillo, una colina, pero ni aun tampoco se descubre con la vista la menor ondulación montuosa. Sólo después de veinte y cinco días, se comenzaron a ver las montañas de Córdoba, que son una ramificación de la Cordillera de Chile, que divide el Tucumán de la provincia de ...58, toda campaña baja, que parece un océano. Se encuentran algunas casas, distantes unas de otras cuando menos ocho o diez millas, casas todas de paja, forradas por fuera con cueros, fabricadas de barro y cubiertas de paja. Hasta la mitad del camino no se ve un árbol, sino cerca de las casas donde plantan algunos durazneros, que echando por sí mismos nuevos vástagos, acaban por formar bosque. Todo el terreno se ve que es muy propio para los cultivos, produciendo por todas partes magníficos pastos para los animales,   —210→   sin encontrarse una sola planta, pues la primera que vimos fue a tres millas antes de llegar a Córdoba. Exceptuando algunos pequeños plantíos, en que se siembra granos o trigos, todo el resto se encuentra inculto, parte por falta de agua, parte por descuido de los paisanos, generalmente satisfechos con vivir miserablemente, con tal de no tener trabajo.

El segundo motivo por que dije navegación, es que antes de ponerse en camino, es necesario hacer las mismas provisiones, que si se fuese a viajar por mar. Así, antes de partir de Buenos Ayres nos proveímos de lo necesario para todo el camino, es decir, pan, galleta, huevos, pescado salado, buena cantidad de animales vacunos, agua en algunas vasijas que bastase hasta encontrar algún río donde llenarlas de nuevo. Y para que tengáis más claro concepto de nuestro viaje, quiero describir el modo con que se acostumbra hacerlo. Se podría hacer a caballo como lo hacen los expresos y los correos que se envían, los cuales llevan consigo cuatro caballos. El correo cabalga y hace uso de uno de esos caballos, y los otros tres los hace correr adelante, atados juntos, y los va mudando y cabalgando ya uno, ya otro, mientras tienen aliento en el cuerpo. Por esto no pasaba día, que no encontrásemos tres o cuatro muertos en el camino. Algunos más discretos los cambian cuando están   —211→   cansados por otros frescos, en las casas del camino en que tienen tropas para vender y todos lo hacen sin dificultad; de tal modo los correos vienen a hacer el camino en cinco días cuando más.

Pero los viajes ordinarios se hacen en carretas, como lo hicimos nosotros. La carreta es una especie de carro, parecido en parte a nuestro birloche, en parte a los carretones de Roma y en parte ni a unos ni a otros. Viene a ser como nuestro biroccio. Encima hay un tablado, bien hecho con tablas gruesas, ancho y largo, que pueda tener cómodamente la cama para una persona, y luego para asiento de tres personas por cada lado. Bajo el techo se ponen las provisiones, los cofres; los líos y los paquetes se ponen fuera de la cama y sirven para sentarse encima. Él todo está cubierto por cuatro muros de paja, con bóveda igualmente de paja, de tal altura que yo podía cómodamente estar de pie; y está forrado por fuera con cueros bovinos. La carreta tiene la puerta o entrada detrás, por donde se entra con una escalera que se alza cuando se camina. Toda esta máquina está puesta y equilibrada sobre dos grandes ruedas, mayores que las de los carretones romanos y es tirada siempre por cuatro bueyes, que tienen un paso como el de los coches de duelo.

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Cuarenta y cinco fueron las carretas que nos condujeron en número de cincuenta y ocho jesuitas a Córdoba, pues en una carreta pueden dormir cómodamente dos personas, si sobre el lugar en que se colocan los baúles de las provisiones se pone otro colchón.

Toda carreta tiene su carretero, que la guía siempre sentado donde viene a estar el cochero en nuestras carrozas, dejándole un lugar como de dos palmos dentro del cóncavo de la carreta en una especie de nicho cerrado tras de él por un muro de paja, que lo separa del Padre que va dentro. Tiene el carretero en la mano dos púas, una enastada en una caña bastante larga, con la que dirige los dos bueyes que van adelante y la otra más corta para los dos que están al pértigo. El orden de la marcha es regularísimo. Dividíanse las cuarenta y cinco carretas en tres escuadras. Cada escuadra venía separada de la otra una media milla. Precedía a cada una un hombre a caballo que enseñaba el camino a la primera carreta, después seguía una tras otra, presentando un lindísimo espectáculo. Detrás de cada escuadra venía una gran tropa de bueyes y caballos, los primeros para dar la muda a las carretas y para la mantención durante el camino; los otros para la gente de servicio que nos acompañaba y que a caballo cuidaba los bueyes sueltos que no se apartasen de las carretas. Tres horas   —213→   después de medianoche comenzaban los carreteros a echar el lazo a los bueyes que les estaban señalados para ponerlos bajo el yugo. Una hora después empezaba la procesión. Al primer movimiento de la carreta saltaba yo fuera de la cama, no pudiendo sufrir en aquella postura el sacudimiento de todo el cuerpo. Cuatro horas antes de mediodía nos deteníamos en el campo. Cada tropa de carretas hacía un gran círculo, dejando entrada por una parte sola. Se soltaban los bueyes y se enviaban a pacer con los otros, haciéndose lo mismo con los caballos. En un sitio se encendía fuego para la cocina de los padres, en otro para los carreteros, y en otro para la gente de servicio. En lugar cómodo para los tres círculos se alzaban tres grandes barracas: una servía para celebrar la Santa Misa y las otras dos para el refectorio común.

Una hora después de mediodía se encerraban los bueyes en el círculo y echándoseles el lazo se conducían al yugo. Se empleaba siempre más de una hora en esta función, porque los bueyes son bastante furiosos y poco domados y es necesario mucho arte y mucha fuerza para subyugarlos. Embisten como toros, por lo que casi todos tienen los cuernos despuntados, y he visto más de una vez a los carreteros huir bajo las carretas a salvarse de sus asaltos. Pero al fin es preciso que vayan   —214→   al yugo, porque si no basta el lazo que les lanzan a los cuernos, les lanzan otros a los pies y tirando el buey en tierra lo amarran al yugo, y una vez atado ya no hay peligro, porque el yugo es un buen pedazo de madera, que fuertemente unido a la viga que forma el timón, puede resistir a cualquier esfuerzo que haga el buey, ya que los bueyes, como en Andalucía, no tiran con el cuello sino con los cuernos que les atan estrechamente al yugo con una fuertísima cuerda de cuero. A la tarde, al ponerse el sol, nos deteníamos como por la mañana y tres horas antes de medianoche cada uno podía retirarse a dormir. Ésta es la regla ordinaria. Sólo un día caminamos toda la tarde y toda la noche siguiente hasta la madrugada, para encontrar agua dulce para los animales que montaban entre bueyes y caballos a quinientas cabezas, y hacía ya más de un día que no bebían, y sólo nos detuvimos media hora para almorzar un poco. Otra vez caminamos sólo después de comer, y fue el 20 de julio, porque la nieve caída en la noche no dejaba ver el camino.

Dejamos la ciudad de Santa Fe noventa millas a la derecha, y sin embargo, los padres de aquel colegio, sabiendo que pasábamos, vinieron con carretas a darnos la bienvenida y a proveernos abundantemente de nuevos víveres. Lo mismo hizo el padre procurador de la provincia,   —215→   esperándonos en el paso del Río Tercero, a setenta y cinco millas de Córdoba, en nombre de toda la provincia del Paraguay. Finalmente, al paso del Río Segundo, encontramos al padre rector de esta Universidad con otros tres padres, queriendo abrazarnos a todos antes que llegásemos a su colegio, y volviendo al día siguiente a la ciudad preparó nuestro público recibimiento en esta forma. Llegados en la tarde del 27 del mes dicho a una media milla de Córdoba, dormimos en nuestras carretas como las noches anteriores. La mañana del 28, después que dijo la misa el Padre Provincial, que venía con nosotros, nos encaminamos a pie despacio hacia la ciudad. Encontramos primero a todos los colegiales en número de cincuenta y uno, bastante bien vestidos, como acostumbran en España, de largo y color tabaco y con una banda roja bien ancha que cruzándoles sobre el pecho tiene una hermosa lámina de plata en que está esculpido el escudo de España. Éstos, haciéndonos alas, nos abrieron el camino hasta encontrarnos con toda la comunidad de nuestros padres, en número de setenta entre viejos decrépitos, jóvenes estudiantes y novicios y con mil abrazos y congratulaciones nos recibieron con lágrimas de alegría en los ojos. Poco distante encontramos al señor Lugarteniente, con algunos de los principales, que hicieron lo mismo.

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Acompañados en esta forma entramos a la ciudad al son de las campanas, seguidos de todo el pueblo y nos dirigimos directamente a nuestra iglesia, donde encontramos esperándonos al señor Obispo en la capilla mayor, que después de hacer cumplimientos muy corteses a todos, poniendo en medio al Padre Provincial, a la derecha el segundo Padre Procurador y él a la izquierda, arrodillados todos se entonó con música solemne el Te Deum y acompañándonos al Colegio se retiró después a su palacio. Empleamos en el camino un mes, ni más ni menos, pues partimos de Buenos Ayres el día 25 de junio a pie a una posesión que tiene aquel colegio distante cinco millas de la ciudad. Nos detuvimos allí hasta el día 28 para ordenar las carretas y proveernos de leña que bastase por muchos días hasta que encontráramos más. El mismo día después de comer se empezó el viaje, y el día 28 de julio entramos a Córdoba, haciéndose por lo general quince millas diarias de camino.

Todas las desgracias que sobrevinieron se juntaron en la carreta del padre Bonenti, a la cual el día 14 de julio se le rompió el eje de una rueda y con el golpe repentino de la carreta, el Padre se hizo algún daño en la cabeza: el día 16 se rompió el eje de la otra rueda y el 17 fue necesario atar con cueros la propia rueda,   —217→   pues salían fuera los rayos, dado que aquí no están éstas rodeadas exteriormente por un círculo de fierro como las nuestras; y el día 19 se inflamó de tal modo que se veía la llama hasta la última carreta de nuestra tropa. No hubo otra desgracia particular. La desgracia común era tener que viajar en medio de estos fríos, pues el julio de aquí corresponde al enero de allí, sin encontrar casa en que guarecerse ni tener fuego con que calentarse. Los más robustos se consolaban caminando, pero yo que partí de Buenos Ayres algo achacoso, no sé de haber andado en todo el camino tres millas a pie: parte por el viento impetuoso que soplaba todos los días que más de una vez nos privó de la Santa Misa, de miedo que se llevara la barraca por los aires, por más que se procurase ponerla al reparo de las carretas; parte porque las carretas marchaban de tal modo, que no había paso de hombre que pudiese seguirlas, y así en caso de haberme cansado no tenía medio de alcanzarlas y volverme dentro. Por esto, todo aquel frescoral me lo gozaba dentro de mi cabaña ambulante, y os sé decir que por las fisuras tenía aquél libre acceso de día y de noche, más de lo que yo necesitaba.

Lo que me asombraba y confundía era ver cómo se lo pasaban estos indios o mestizos (es decir hijos de   —218→   españoles e indias) que casi todos son carreteros. Por lo general no saben lo que son medias ni zapatos. Duermen siempre vestidos, o en tierra sobre un cuero al sereno, o sentados en sus nichos. ¿Y la comida? Mataban por la tarde, sueltos los bueyes, uno o dos animales, lo que bastaba para la tarde y el día siguiente, y todavía caliente lo desollaban. Tomaba cada uno la parte que más le agradaba y chorreando sangre, la ensartaban en un palo que clavaban en el suelo, inclinado de modo que la carne tocase la llama que estaba debajo en el centro. Así volviéndola a un lado y otro, se la comían medio chamuscada. Echaban en medio de las brasas la cabeza con pelo y cuernos hasta que la piel reventase por el calor y entonces decían que estaba cocida. El mismo sistema observan todo el año. Por esta razón todos los indios están dispensados por Roma de comer carne en cualquier día, porque no tienen ningún otro alimento. El mejor regalo que se les podía hacer era un pedazo de pan, que aumentaba la mesa y que tal vez no habían probado en muchos años. Su bebida es siempre agua pura, y por delicia echan dentro cierta yerba, que tomada como hacen ellos, bastaría para hacerme vomitar los intestinos.

Otra tribulación era el agua que bebíamos, que tomada ya de un pantano, ya de un torrente, era más   —219→   fango que agua. Sin embargo ¿lo creeréis? en el camino me he conservado completamente sano como antes, y lo reconozco por gracia especial de Dios, que viendo la suma escasez de operarios que hay entre esta abundantísima gente, conserva casi milagrosamente los pocos que hay. Juzgo por otra parte, que esta gente ya cristiana, vive con suma inocencia por lo poco que he notado en las personas que nos acompañaban; porque además que son fidelísimos no hemos oído palabra, ni visto cosa que no fuese de un buen cristiano. Los que viven en estos campos, están verdaderamente necesitados de auxilios espirituales, porque en todo el trecho que recorrimos, habrá tres o cuatro parroquias a lo más, cada una de las cuales abrazará unas cuarenta o cincuenta mil personas. Los padres de Córdoba y de Buenos Ayres, saliendo a misiones todos los años después de la Pascua, confiesan, dan comunión y enseñan la doctrina a toda esta pobre gente, que no conocen otra Pascua sino llegada de los padres.

Casi todas las mañanas que decíamos la Santa Misa, concurría a nuestra barraca toda especie de gente de las casas menos lejanas por tener el consuelo de oírla una vez más al año. No fue preciso administrarle los sacramentos, porque pocos días antes habían pasado los   —220→   misioneros. Es verdad que era necesario consolarlos a todos con alguna otra cosa, porque además de una infinidad de rosarios que se distribuyeron (de los que hay muchísimos, hechos por los indios del Paraná y Uraguay con la misma perfección y tal vez mejores que los nuestros de Europa), unos querían medallas, otros Agnus Dei, y otros vino y aguardiente que conservaban para remedio de todas sus enfermedades; y el Padre Procurador, ya práctico, había traído buena provisión de todo, y no despachó a ninguno desconsolado.

Esta ciudad de Córdoba, en la que ahora me encuentro, estimo que sea la más miserable de cuantas hay en Europa y en América, porque lo que se ve es muy mezquino. Las casas son (excepto algunas pocas de ladrillo, de un piso), de tierra cruda59. Nuestro colegio es hermoso, sin embargo parte del mismo permanece en la misma forma, y en ella se habita todavía; parte está construida con ladrillos, pero por carecer de bóveda, se llueve por todas partes. El único que sepa construir una bóveda es ese Italiano, de quien escribí en otra mía, pero está ocupado en Buenos Ayres, después de haber construido aquí al señor Obispo una catedral muy hermosa.   —221→   Mi cuarto está en el corredor, donde habitan los superiores y los padres más ancianos, en planta baja sin bóveda de abajo, y con el pavimento, como son las demás, más de medio hombre más bajo que el piso del patio. Los estudiantes y hermanos coadjutores se alojan en las cámaras de arriba, como si fuesen los peores, porque es preciso subir la escalera para llegar.

Un día de estos entraremos todos en los santos ejercicios espirituales para limpiarnos del polvo y la humedad, que habremos espiritualmente contraído en tan largo camino de más de siete meses desde que partimos de Europa. Yo en verdad los necesito para adquirir el espíritu propio de la Compañía, necesario en cualquier país, pero principalmente en estas partes. Saludadme con consideración a nuestra señora madre, Juan Bautista y uno por uno los presentaréis a todas las hermanas, parientes y conocidos, y en particular de los padres Maffei60 y Comini. Rogad al Señor por mí, y me detengo aquí por no tener más papel.

Post scriptum. El die antecedente alla Vigilia dell’ Assumption tuvo del Padre Provincial el aviso de que me quadasse (ahora advierto que escribo en español,   —222→   habiendo recién concluido de escribir una carta española), es decir he tenido el aviso de quedar por ahora en Córdoba a trabajar y ayudar a nuestros misioneros en este colegio, dejándome la esperanza de enviarme en otra ocasión entre los indios. Dios quisiera que fuese hoy.

Afectísimo hermano.

CARLOS GERVASONI, de la Compañía de Jesús.