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España en la Argentina

(Ensayo sobre una contribución a la cultura nacional)


Arturo Berenguer Carisomo





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Prefacio

La finalidad de este libro es dar a conocer a las nuevas generaciones la ingente obra realizada por los españoles en la Argentina, después de su emancipación e independencia. Llegados a estas playas de todos los ámbitos de España, se hizo en ellos realidad aquello de que si el hombre domina y vence a la tierra con su esfuerzo y sudor, ésta termina por conquistarlo y absorberlo. Brazos españoles contribuyeron a labrar los campos argentinos, abrieron los surcos donde germinaría el milagro rubio de las mieses y fueron los que exportaron por vez primera el dorado cereal.

Los cien años de vida del Club Español, sirven de cañamazo para que el autor trace, con rasgos certeros y objetivos, ese inmenso quehacer hispánico durante un siglo en estas márgenes del Plata. El doctor Arturo Berenguer Carisomo, argentino de ascendencia española, recopila, en prosa rápida y limpia, lo por los españoles efectuado en todas las actividades humanas, y destaca, de manera especial, la gran influencia de la vieja España en estas tierras americanas, influencia que no podrán desgastar ni el tiempo ni otros factores, pues se apoya en bases indestructibles como son el mismo idioma y la misma fe.

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La Comisión Directiva del Club Español al propender a su edición espera dejar imperecedero recuerdo de su primer centenario y cree haber cumplido con su misión hispanista.

Antonio Ropero
Presidente del Club Español



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Advertencia preliminar del autor

En las palabras iniciales a una breve Reseña histórica del Club Español, en ocasión de su sexagésimo aniversario, exponía aquel ilustre representante de la colectividad hispanoargentina que fue don Rafael Calzada estos juiciosos conceptos acerca de una posible historia de lo que España y los españoles habían significado al radicarse en tierras de ultramar: «pueda decir el historiador no lo que hizo cada español, o cada sociedad española, sino lo que hizo la colectividad entera, estudiándola bajo el punto de vista de su unidad, abarcándola en su conjunto, no sólo como colaboradora del progreso de esta gran nación argentina, sino como mantenedora del buen nombre y honor de España en esta región de América; y el día que eso suceda, el día en que esa historia se escriba, no para vanagloria de nadie, sino para que sepa España cuán apasionadamente han sabido amarla sus hijos residentes en el Nuevo Mundo, siempre habrá que reconocer que el eje de la colectividad, su representación más genuina durante más de media centuria ha sido el Club»1.

Este Club llega ahora gloriosamente a sus cien años de vida; en el campo de la colectividad otras poderosas   -8-   instituciones comparten hoy aquel mandato de sostener el «buen nombre y honor de España en esta región de América», como decía Calzada, y quizá sea llegado el momento de intentar aquella revisión conjunta, no «para vanagloria de nadie», sino como especie de meditación retrospectiva a fin de aquilatar lo hecho y avizorar, en lo posible, el porvenir.

No alcanzarán a buen seguro las páginas siguientes el nivel ambicionado por Calzada de una historia completa y definitiva, pero escritas, eso sí, por un argentino que ama a España no sólo por razón de sangre sino por una voluntad de comprensión y una honda vocación admirativa, servirán -en el justo equilibrio que podamos darle- para situar, en sus líneas elementales y suficientes, un factor histórico de singular gravitación y alcance dentro del proceso cultural de la República.

Llega, por último, este centenario y este ensayo conmemorativo en momento propicio: las grandes figuras de la colectividad, sus fundadores eminentes o han muerto o gozan de una ancianidad veneranda; sus hijos, sus nietos, argentinos ya mantienen el fuego sagrado de esa tradición hispana con respeto y honor, pero con la melancólica añoranza de tiempos en que el agrio vivir dejaba un mayor margen de noble ocio para la tarea desinteresada, para el lírico sostenimiento de la idea hispanista. La llama no ha cesado de arder, pero languidece.

El tiempo es ahora oportuno para vivificarla. Cuando nuestra patria se desprende en momento heroico de sus últimos lazos extranjeros, hay sólo uno al que debe continuidad, puesto que nobleza obliga: el ligamento de la sangre, la lengua y la fe.

Este Centenario del Club Español es una prueba de esa continuidad necesaria y definidora; ser leales a la misma es una forma de hacer la patria. Las revoluciones   -9-   y los destinos se cumplen sólo cuando en su proyección de futuro va como fuente de vida un sentido de tradición y de ser auténticos. Bien dice el proverbio: dichosa la rama que al tronco sale.

La breve historia sintetizada en este volumen quiere ser, por lo mismo, un homenaje al tronco firme e inquebrantable en la gloria esperanzada de la rama.





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Capítulo primero

Después de caseros


Debo hacer, necesariamente, otra aclaración. Entiendo, en este ensayo, por colectividad no sólo al español de la Argentina reunido en corporación, sociedad o equipo de cualquier naturaleza sino a todo el español que de un modo u otro haya contribuido con su influjo a la formación o modificación, en algún sentido, de la cultura argentina.

En un momento de victorioso individualismo como fue la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras décadas del presente no hay otro modo legítimo de plantear el problema.

Por lo tanto, todo español, sacerdote, menestral, industrioso, labriego, artista, maestro o escritor que en una u otra forma dejara su huella en la actividad piadosa, social, mercantil, agraria, artística, docente o literaria del país puede ser objeto de este volumen, con la sola condición de que, temporal o definitivamente, arraigara -ciudadanizado o no- como miembro activo de nuestra comunidad. De suyo va que lo dicho del hombre se extiende a sus agrupaciones o sociedades2.

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Y una última advertencia: al decir puede ser objeto dejamos establecida, una vez más, la índole de nuestro boceto, ya consignada en la Advertencia Preliminar: no se trata de una historia ambiciosa y definitiva; se trata del apunte dinámico de un fenómeno histórico, visto más como función integral que como inventario minucioso. Por lo mismo, las omisiones onomásticas que se puedan advertir no son voluntarias ni muchísimo menos; son consecuencia inevitable de nuestro programa de trabajo.

Caseros -3 de febrero de 1852- dejó al país inerme, pero constituido. No es del caso enjuiciar aquí los veinte años anteriores de historia nacional. En lo que interesa a nuestro propósito, esto es: en la posibilidad de que la Argentina iniciara su etapa de organización técnica, su acopio de población, su enriquecimiento económico, en una palabra: su estructura moderna, las dos décadas 1830-1850 suponen la sangrienta tarea de reajustar fuerzas vitales demasiado convulsas, de estabilizar la fisiología normal de la Patria, y Caseros -en el fondo, un ápice del mismo fenómeno- no es otra cosa que la resultante, lógica y necesaria, de esa etapa dramática de consolidación política.

Sin problemas de disensión interna o, por lo menos, casi totalmente resueltos por el enérgico unitarismo pragmático de la Dictadura (negar esto supone torpe ceguera banderiza) hombres y gobierno podían dedicarse a elaborar el orden, diríamos, cultural de la Nación. Haberlo hecho antes -como se intentó en la inocente y trágica aventura rivadaviana- habría sido instalar figuras de cristal sobre terreno volcánico; en 1852, era trabajar, en efecto, sobre una tierra aún caliente, pero libre ya de fuegos subterráneos y de amenazas inquietantes capaces de desquiciarla.

Por otra parte, la cándida filosofía del progreso,   -13-   quizá infecunda como posibilidad trascendental, mas, sin duda, de poderoso acicate para estimular voluntades en las realizaciones técnicas, llegaba, en el decenio 1852-1862, con todo su alegre reclamo de optimismo y esperanza3. Son los años constitucionales para promover el bienestar general y legislar para todos los hombres del mundo, donde se oye la voz americanista de Tocqueville; el primer viaje ferroviario de La Porteña, en 1857, casi treinta años después de que la nueva locomoción se implantara en Europa; las reformas universitarias de viso positivista y comtiano; los planes enciclopédicos para la enseñanza secundaria; el triunfo literario de la novela sobre el poema romántico o la endecha sentimental.

Hora, pues, de hacer, de organizar, de promover, palabra que no involuntariamente -como expresión estilística contemporánea- figura en el Preámbulo de la Constitución del 53. Hora de agruparse conforme a la más rigurosa ortodoxia democrática, en sociedades de fomento, de ayuda mutua, de simple convivencia humana para impulsar ese progreso indefinido que guiaban, desde Francia e Inglaterra, los luminares del materialismo experimental o del encantador evolucionismo spenceriano.

La colectividad entonces más numerosa en el Río de la Plata era, naturalmente, la hispana. Anclados durante la marejada revolucionaria quedaban muchos españoles, liberales y progresistas los más, mirando con buenos ojos esta tierra recién nacida donde se había   -14-   hecho frente al absolutismo fernandino y se habían consolidado, con mejor o peor fortuna, los principios liberales de las Constituyentes gaditanas de 1812.

Por otra parte, en 1852, el concepto sobre España en el Río de la Plata había mejorado sensiblemente. De dos prohombres de la organización, Alberdi y Mitre, se podía tener la seguridad de hispanofilia; el primero, ya había dicho: «tiranizados ellos (los españoles) como nosotros, fueron nuestros compañeros de opresión, como serán en adelante nuestros compañeros de libertad»4, idea que, firmada en 1839, indicaba ya la doctrina del «gobernar es poblar» de las famosas Bases de 1853; en cuanto a Mitre, basta su triple labor ciclópea de historiador, gobernante y mecenas para juzgar de su posición frente a España: la ponderada ecuanimidad en el capítulo inicial de la Historia de Belgrano (primera edición, 1857); el famoso discurso de 1870, en el Senado, sobre la necesidad de favorecer la inmigración espontánea5, y el amparo que dio en su periódico a españoles ilustres como, entre otros muchos, Juan José García Velloso y Ricardo Monner Sans.

Dos figuras, con todo, permanecen recalcitrantes en su hispanofobia: Juan María Gutiérrez y Sarmiento. Del primero hablaremos más adelante; en cuanto al segundo, la expresión más deprimente contra España -si bien fue en él constante invariable- apareció en las páginas de sus Viajes por Europa, África y América de 1849.

Un episodio secundario conexo a los Viajes del gran sanjuanino da índice del grado de evolución favorable   -15-   que la causa española había alcanzado en el Río de la Plata. Copio de Ernesto Morales: «El librero editor Benito Hortelano, obsequió... un ejemplar del libro de Sarmiento a un oficial de la corbeta española «Luisa Fernanda», visitante de este puerto; y a los pocos días el capitán de ella lo invitó a un almuerzo. Fue Hortelano, y se le recibió con ceremoniosa frialdad. A los postres, un sargento escoltado por dos guardias, trajo en una bandeja el libro de Sarmiento roto en pedazos. Se le hizo al estupefacto librero un breve proceso del cual salió convicto y confeso de «haber cometido un crimen de lesa patria introduciendo un libelo infamatorio de la nación española en donde ondea el pabellón de España». Todos los oficiales, entre bromas y veras, juraron batirse con ese Domingo Faustino Sarmiento donde lo hallasen, y el librero Hortelano se obligó a escribir a Martínez Villegas, entonces en París, y por todos conocido como satírico sin pelos en la lengua ni en la pluma, encargándole que escribiera una refutación»6.

Juan Martínez Villergas era, en efecto, un periodista vallisoletano agudo, desordenado y viajero, hombre de cultura vastísima, aunque apresurada. Sin hacerse rogar, a los cuatro meses, respondía al petitorio con un folleto en tres capítulos titulado: Sarmenticidio o a mal Sarmiento buena podadera, cuyo largo subtítulo: Refutación, comentario, réplica, folleto o como quiera llamarse esta quisicosa que, en respuesta a los viajes publicados sin ton ni son por un tal Sarmiento, ha escrito a ratos perdidos un tal J. M. Villegas, indica ya la índole zumbona e hiriente del librillo impreso en la «Agencia General de la librería española y extranjera» de París, en 1853.

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Como agrega Morales: «El Sarmenticidio tuvo éxito», y en poco menos de nada se agotaron los quinientos primeros ejemplares llegados a Buenos Aires. A la causa política de la fracción contraria al ilustre patricio se sumaba la indudable gracia maliciosa de Villergas, y la simpatía con que lo español era contemplado de nuevo en las orillas del Plata.

Veinte o treinta años antes no hubiese tenido sentido un episodio semejante, y es que el mismo Sarmiento irradiaba un antihispanismo de secular fibra española. Cuando, en 1875, Villergas llegó a Buenos Aires como resultado de sus altibajos políticos, Sarmiento festejó, inclusive, su flagelante semanario Antón Perulero (2 diciembre de 1875 a 31 agosto de 1876), y aun cuentan que alegraba los días ancianos del viejo león en su retiro de Carapachay; pero hay más: al año siguiente de los Viajes, Recuerdos de provincia es, sin disputa, el libro más hispano, tradicionalista y castizo que se haya escrito por un hijo espiritual de la Revolución emancipadora. Con razón Unamuno pudo decir de Sarmiento: «El hombre genial que más en español, en más castiza habla española, habló mal de España»7.

En esa corriente de franca o indirecta reacción hispanizante, era natural que la colonia intentara sumarse al movimiento del país. La cuestión de la independencia era un problema superado y, salvo espíritus muy suspicaces o mezquinos, nadie veía ya en la península un enemigo o una amenaza. Treinta años después de Ayacucho y bajo reinado tan deleznable como el de Isabel II era delirio pensar siquiera en una restauración colonial. Para España, entonces, se iniciaba una etapa de comprensión fecunda cuyo lento pero firme progreso   -17-   nivelaría las mutuas relaciones de la metrópoli y los antiguos dominios hacia un plano de gratitud americana por los ingentes legados recibidos, y de recíproco respeto, ya por los valores seculares de lo español, ya por los nuevos que incorporaba a la entidad ibérica el continente emancipado.

Frustrado un intento de 1848, al devolver Urquiza, el 1.º de mayo de 1852, los derechos de reunión a los extranjeros, don Vicente Rosa, antiguo residente español, solicitó permiso para «instalar un centro social y la fundación de un hospital o casa de misericordia que sirviese de asilo a los españoles indigentes». El acuerdo fue dado con fecha 12 de agosto y, sin dilaciones, el 5 de septiembre se inauguraba la Sala Española de Comercio, núcleo remoto del actual Club Español y de la Sociedad Española de Beneficencia.

A don Vicente Rosa -filántropo, hombre de empresa, dos veces condecorado por Isabel II y el emperador Francisco José- se unió pronto la figura patriarcal de Esteban Rams y Rubert, designado primer presidente de la Sala recién fundada. Era don Esteban la estampa viva de los últimos conquistadores: recio, emprendedor, con ánimo aventurero, había hecho fortuna en la actividad mercantil y probado su temple en las primeras exploraciones industriales del Chaco argentino; dotó a la naciente fundación con la suma, entonces casi fabulosa de 275000 pesos moneda corriente y le prestó durante dos períodos (1852-1853 y 1863-1864) su ilustre comando, antes de comprometer tranquilidad y fortuna, como un Irala o un Cortés, en la exploración y navegación del río Salado del Norte.

Acompañaron a Rams y Rubert, en la primera junta directiva de la Sala, los secretarios don José Miguel Bravo y don Francisco Gómez Díez, y como vocales: Don Saturnino Soriano, el fundador don Vicente Rosa,   -18-   don Francisco Basabe, don Enrique Ochoa, don Lázaro Elortondo y don Vicente Casares.

Emilio F. de Villegas historia brevemente los cambios de la primera fundación española en el Plata durante sus primeros veinte años de vida: «En la asamblea general celebrada el 31 de diciembre de 1853 se aprobó el reglamento en el que se fijaban los fines de la sociedad, estableciendo que su objeto era el proporcionar a sus asociados todos los recreos propios de una sociedad culta, el promover los intereses del Comercio y de la Beneficencia y coadyuvar eficazmente al establecimiento de un Hospital Español, así como el estrechar los vínculos de confraternidad hispanoargentina».

Continúa Villegas: «Disuelta la Sala Española de Comercio en 1857, los asociados que estuvieron conformes en sostener un centro recreativo siguieron reuniéndose en tertulia en lo que denominaron Casino, propiedad del señor Moor, hasta que, oficialmente, se constituyó bajo la denominación de Casino Español el 8 de septiembre de 1866, instalándose en la calle Victoria (actualmente H. Yrigoyen), entre las de Piedras y Chacabuco, siendo su primer presidente don Pedro Sorela y Maury, al que siguió el doctor don Miguel Puiggarí»8.

En 1869 -concluye nuestro autor-, recordando su origen, acordó fundar un Asilo de Beneficencia o un   -19-   Hospital Español, nombrándose, al efecto, una comisión que llevó a feliz término esta patriótica obra9.



Curioso es determinar cómo en estos primeros ensayos de contribución española al desarrollo cultural argentino hay ya un sentido simbólico y anticipado de lo que habría de ser, muy luego, la esencia, el mérito y el fin de esta colaboración: por lo pronto, su primera significación protectora de intereses exclusivamente mercantiles -el gran tirón económico de Indias, perviviente e indeclinable- para transformarse, muy luego, en una actividad cristiana, que si ya no tenía por móvil la fe, tenía la caridad aplicada, lógicamente, al compatriota en tierra nueva pero pronto absorbida y disfrutada por el indígena, y, por último, el hecho sintomático de que la mayoría de los fundadores -Rams, Rosa, Ochoa, Elortondo, Casares- fueron núcleo de históricas e ilustres familias argentinas e, inclusive, motivo de la toponimia nacional. Queda, en consecuencia, documentada la actividad jurídica: Sala Española de Comercio y sus variantes; económica: la misma institución y la obra personal colonizadora de Rams y Rubert; científica: la acción universitaria del doctor Puiggarí; y puramente social: el Asilo y Hospital españoles que ejercitó en el Río de la Plata la colectividad apenas se recobraron los derechos de extranjería, considerados legítimos a partir de 1852 y en paridad de tratamiento legal con el nativo desde la Constitución de 1853.

El impulso no podía ya detenerse: el núcleo español residente en la Argentina comenzó a sentir esta tierra como suya, no con espíritu de soberanía política, sino como patria nueva emanada de la gran civilizadora de Occidente, situación histórica de peculiaridad tan   -20-   singular que ni siquiera puede filiarse con el fenómeno europeo de la romanidad, ni con la formación moderna de los Estados Unidos.

Singularidad social y espiritual cuyos rasgos irán perfilando los capítulos siguientes.



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Capítulo segundo

La Argentina, desde 1870 a 1880


En la década 1870-1880, registra la vida argentina acontecimientos de significativa trascendencia: la presidencia de Sarmiento (1868-1874); la revolución mitrista de 1874; la presidencia de Avellaneda y la consolidación definitiva de la estabilidad republicana en 1880.

El fenómeno que en este ensayo preocupa no dejará de influir o ser influido por estos sucesos.

Pareciera, conforme a lo visto en el capítulo anterior, que la colectividad española debió quedar en receso o, por lo menos, diferida al ocupar el sillón presidencial un hombre con las ideas de Sarmiento. No fue así, sin embargo; el espíritu del gran luchador sabría sobreponer los intereses vitales del país a la pasión de sus ideas doctrinarias: todo cuanto contribuyera a solidificar las instituciones, su economía, su destino, era canalizado sin distingos por el ejemplar patricio.

Urge consignar en primer lugar -por su gravitación subsecuente- el estímulo del proceso inmigratorio. De 17046 inmigrantes llegados al país en 1867 asciende la cifra, en el año siguiente, a 29234 para llegar, en 1873, a 76332, con saldo positivo de 58096. De   -22-   este núcleo fácilmente el 50 % corresponde a inmigración española campesina de la montaña, provincias vascongadas, noroeste y centro de la península, y ello supone, en consecuencia, un aumento vertiginoso del área cultivada y la formación de los más importantes grupos colonizadores. El litoral risueño y la pampa ubérrima fueron los primeros en recibir este contingente, cuando aún el indio era temida amenaza y el cinturón de fortines débil e incauta defensa contra el malón.

Oportunidad sería ésta, si la índole de este ensayo lo consintiera, para entonar un canto lírico, un hosanna en alabanza de este nuevo conquistador silencioso, sufriente, terco y decidido que concluyó por ser conquistado, y, al enraizar definitivamente, dio con sus hijos hombres para la tierra; con sus manos, espigas para los trigales, vigor para la industria, fuerzas para la economía.

En el riego de la inmigración anónima llegó, también, la individualidad destacada de acción tan enérgica en su función creadora como el labriego o el menestral.

Recordemos -en la imposibilidad de una catalogación completa- dos estampas de la época:

El 27 de enero de 1871 se produjo en Buenos Aires el primer caso de fiebre amarilla. Gran aldea aún, sin recursos sanitarios, ni médicos, ni higiénicos, con un estío seco y ardoroso, el mal adquirió en cinco meses proporciones de verdadera catástrofe: 13614 víctimas había causado la peste al decrecer con el invierno en el mes de junio. Una comisión popular donde figuraban desde médicos heroicos, como el sacrificado Manuel Argerich, hasta poetas soldados, como Guido Spano, tuvo a su cargo en un medio inhóspito y rebelde -organizar la defensa contra el flagelo. Soldado anónimo de aquella lucha fue, entre otros, el médico levantino Camilo Clausolles, fundador del Instituto Modelo y uno de los primeros   -23-   en iniciar estudios sobre el puerto de Buenos Aires, proyecto que exhibió en el entonces Teatro Variedades (hoy Odeón) por el año 1876. Joven y activo, se le ocurrió preparar un servicio nocturno para atender casos de urgencia, y él mismo, sin recursos, los suplía montando guardia personalmente todas las noches durante el angustioso y largo desarrollo de la epidemia.

Era don Rafael León un joven madrileño, ingeniero de caminos, canales y puertos, caballero de la Real Orden de Carlos III, con estudios en París y reputación de sabio matemático quien, en Lisboa, embarcó hacia la Argentina por fines de 1876, para llegar a nuestras playas el 18 de septiembre de 1877. Sarmiento, con ese impetuoso afán de educador dirigido hacia todos los órdenes, acababa de fundar, el 16 de octubre de 1872, la Escuela Naval Militar con ayuda del Comodoro Clodomiro Urtubey, quien se educó en la Escuela Naval de Cádiz, siendo, quizá, el primer extranjero, en este caso argentino, admitido por aquel Instituto. No tenía la Escuela local, ni profesores y apenas alumnos. Funcionó sucesivamente en las cañoneras Uruguay y Brown y, en 1878, siendo ya presidente Avellaneda, don Rafael, que desde su arribo al país había sido incorporado al claustro profesoral, llegó a ocupar la vicedirección y, en 1880, la dirección de la misma. Él organizó la orientación moderna físico-matemática de la enseñanza, fundamentó el plan disciplinario y, por último, unido cordialmente a nuestra marina de guerra, fue expedicionario al desierto, con el contingente naval, a las órdenes del comodoro Martín Guerrico. Casó con una ilustre dama de la mejor sociedad puntana -doña Elisa Rodríguez- y formó, en tierras del Plata, una sólida familia argentina, que aún hoy conserva vínculos estrechos con familias peninsulares.

Los dos personajes anecdóticos expuestos sirven de   -24-   índice. Quiero con ellos -tomados al azar de otros tantos igualmente significativos, como pudiera serlo, entre cientos, el coruñés don José María Calaza quien fundó nuestro cuerpo de bomberos hace cien años y lo gobernó por espacio de cuarenta y dos, hasta llegar al grado de coronel- quiero, decía, dar un ejemplo de ese hacer que «el español» como agente individual ejerció en la sociedad argentina de este último siglo. Fue posible incorporar este factor porque, al amparo de una igualdad legal, de una similitud de lengua y creencia -los dos resortes espirituales cuyo desquiciamiento más descentran y atemorizan- el hombre como ser humano se encontró en su propia tierra y, lo que era aún más importante, en su propia tierra sentimental, pero con la certidumbre jurídica de que la república no le pertenecía ni política, ni social, ni económicamente. Prueba irrecusable -un poco más adelante volveremos sobre ella- de que el valor colonia nunca tuvo en España prestigio ni eficacia.

La inmigración decreció en 1874, año de la última aventura armada para reabrir la grieta de la anarquía; la revolución fracasó y, con ella, el postrer chispazo de una minoría romántica que no se resignaba con su final inevitable ni con su destino cumplido.

Avellaneda inicia, entonces, la primera presidencia argentina que puede considerarse federativa, nacional y orgánica. Crece la enseñanza pública -que él mismo había fomentado como ministro de Sarmiento-, se amplían las vías de comunicación y el país inicia su reversión económica hacia Europa.

Amadeo explica: «En 1878 tuvo lugar la primera exportación de trigo: 4500 toneladas. Avellaneda percibió la trascendencia del hecho y lo anunció al país con un grito de júbilo. Comprendió su significado; las carabelas de los descubridores volvían a Europa cargadas   -25-   con el oro vegetal arrancado por los inmigrantes»10. Detrás de cada grano -como en los tiempos clásicos- estaba la mano de un peninsular latino. La colectividad ponía en ese esfuerzo silencioso de conquista sin dominio el mismo denuedo que, cuatro siglos atrás, habían puesto en la empresa colonizadora los hombres del emperador o de Felipe II.

El palentino Carlos Casado del Alisal, hermano del famoso pintor José, había nacido en Villada el 16 de marzo de 1833. Piloto mercante y bachiller en Filosofía -especie de Hernán Cortés educado en la Universidad de Valladolid- emprende su aventura americana a los veinticuatro años; en efecto, hacia fines de 1857 desembarca en el puerto de Buenos Aires. El Litoral -Rosario de Santa Fe-, entonces bajo el dinámico progreso de la Confederación, lo atrae y allí, ocho años después (1865), forma su hogar argentino al casar con una hija de nuestro famoso librero y escritor Marcos Sastre: doña Ramona Sastre Aramburu.

Hasta concluir la presidencia de Avellaneda, Casado del Alisal va a realizar una obra ingente de economía y organización financiera: la fundación del Banco Casado, en 1868; la iniciación de la gran colonia agrícola de Candelaria; la dirección del Banco Provincial de Santa Fe, en 1874 y 1876; y, sobre, todo, su personal contribución al primer embarque de trigo argentino -el famoso envío del 78- que, muy luego, regularizó periódicamente con buques fletados por él mismo.

El formidable empresario -casta de artistas y rigor de nobleza- va a dejar, necesariamente, como una razón esencial de esta filosofía del inmigrante, su huella en la tierra misma. Colonizar, colonizar pacíficamente y en la risueña esperanza del fruto copioso, era la consigna   -26-   de aquella hora vibrante en que el trabajo se cantaba como gloria y liberación. «Era el momento ascensional, la hora inquieta del hombre que va a la fiesta, la época clásica de la élite gobernante, cuando la burguesía selecta no se había dopado todavía con la riqueza11.

Los cien kilómetros cuadrados de 1869 -llamados de la Candelaria- parcelados en arriendo a razón de cincuenta pesos fuertes anuales, «con opción de compra dentro de plazos fáciles y prudentes», tenían, en 1874, más de dos mil quinientos pobladores, en su mayor parte italianos y españoles, sin «pulperías» y con doscientos cuarenta y dos arados, sin contar adelantos tan valiosos como la trilladora de vapor inglesa, introducida para estímulo de los labradores el 13 de diciembre de 1872.

Alisal es hombre representativo del momento. Es una de esas figuras civiles cuya fuerza consiste en actuar dentro de la historia realizando, en función privada pero con gravitación nacional, esa tarea doméstica del utensilio y de la técnica. El agro santafecino de Casado necesitaba una conexión vial; «los primeros ferrocarriles penetrando al interior por el camino de los Incas», vuelve a decir Amadeo; era el sueño en realización de la modesta locomotora de Crimea del 57; el grito desesperado de Sarmiento en la famosa oposición del Senado; el orgullo de las dos presidencias de Roca.

Alisal consiguió la ley para su Ferrocarril Oeste Santafecino el 12 de octubre de 1881; inició los trabajos de construcción en septiembre del 82 e inauguraba su primer tramo el 5 de noviembre de 1883. Roca en persona -presidente de la República- fue el jefe de la ceremonia; ceremonia fastuosa y rural del territorio incipiente;   -27-   página de gesta entre azadones y chambergos de sol, galpones color plomo y enlazadas -quizá por primera vez- banderas argentinas y españolas. El Correo Español concluía así su noticia de los festejos -crónica entre humorística y conmovida-: «El Ferrocarril Oeste Santafecino se considera un verdadero prodigio de actividad e inteligencia; es debido a españoles: el empresario señor Casado y los ingenieros señores Firmat y Morell. No es sin orgullo que lo hacemos constar recogiendo la honra que para la colectividad resulta».

Este es el pioneer; el fecundador, parte de la patria misma. En próximos capítulos volveremos a encontrarlo, ahora como benefactor de sus paisanos en la Argentina, en esa doble acción de patrias conjuntas, distintas y solidarias, que es uno de los rasgos más bellos y profundos de esta constante histórica resuelta en casos particulares tan sorprendentes, tan admirables. Casado del Alisal murió en Rosario el 29 de junio de 1899. Cumpliendo la voluntad del ilustre obrero reposa en Villa Casilda. centro urbano de aquella tierra labrada y roturada por su empeño: la Candelaria de Santa Fe.

Si este ensayo intentara alcanzar las proporciones de una historia completa y no fuese, solamente, especie de prólogo o simple guion a ese trabajo necesario y ya urgente que corresponderá, como es natural, a un historiador, aquí deberíamos escudriñar en la vida de otros emigrantes que, durante esta década, en el Chaco, en Corrientes, en las soledades de la pampa bonaerense, en Córdoba fueron dignos émulos de Casado del Alisal. Aportes, los más secretos, a la formación interna e íntima de la vida económica nacional. No quede, siquiera sea por su magnitud, sin señalar con breve nota la obra de los Menéndez en la Patagonia, la vasta zona austral a la que dieron su primer signo de riqueza agropecuaria   -28-   e, inclusive, supieron valorarla como tierra de hondo sentido dramático y poético12.

De estas breves apuntaciones ya puede surgir el concepto de que el español arraigado no dio sólo una contribución cultural de tipo crematístico. Es cierto -lo iremos viendo- que en muy buena parte ésa fue su meta y, casi siempre, el móvil de su trasplante americano, pero en casi todos -comerciantes e industriales incluso- hubo, además, un anhelo persistente de cultura espiritual desinteresada.

El progreso educativo que determina una de las facetas más famosas e históricas de la múltiple gestión de Sarmiento se reflejó pronto en la colectividad española de Buenos Aires: el Club Español, denominación nueva, como sabemos, de la ya mencionada Sala Española de Comercio, transformada en Casino Español en 1866 y en Club desde el 8 de diciembre de 1872, aprobaba en asamblea tres meses después -el 23 de marzo de 1873- un reglamento por el cual se creaban cuatro comisiones internas con los siguientes fines: a) de fiestas; b) para establecer una escuela internacional de adultos y huérfanos; c) para el estudio de la inmigración española; d) para fomentar y dar a conocer la literatura española. Tenía esta última comisión, además, el encargo de «realizar un tratado literario entre España y esta república, organizar conferencias, cuidar del fomento y organización de la biblioteca social y establecer, de acuerdo con la comisión especial mercantil, una cátedra de Derecho Mercantil y Economía Política13».

La tarea de las comisiones c) y d) sólo tuvo realización   -29-   unos cuarenta años más tarde; parte, llevada a cabo por el mismo Club Español; parte, por nuevas entidades cuyo desarrollo y alcances estudiaremos en los capítulos IV y VI.

El Club, en efecto, se adelantaba a su tiempo y su momento; aquello era, más que nada, una noble expresión de deseos, que auguraba -como, en efecto, lo fue un porvenir de estabilización definitiva y fecunda para un futuro quizá no muy lejano, mas, entonces, anticipado e incierto.

Y no es que los años de Avellaneda o la primera presidencia de Roca fuesen de recrudecimiento hispanófobo. Todo lo contrario. Hemos apuntado el trabajo de la colectividad en la función social, económica, científica e, inclusive, militar de la República; en un medio hostil o reaccionario tal colaboración hubiese sido ineficaz cuando no imposible.

La «generación del 80», la que formó la Capital de la Nación y se educó en los primeros halagos de un país apaciguado y ávido de cultura, aunque ésta sólo fuese a veces polvillo superficial de relumbre, acopió todo su acervo mental entre Francia e Inglaterra. El prestigio científico y literario de la flamante Tercera República francesa; el poder mercantil y colonial de la naciente «era victoriana» engolosinaban a una juventud dorada cuya peregrinatio ad loca santa concluía inevitablemente en París. Así pensaba una muchachada ágil e inteligente que andaba pasando la treintena cuando Avellaneda resignó el poder: Lamarque, Wilde, Larsen, Cané, Goyena, etc.

Buena parte de la crítica ha pensado -inclusive orientada por la estilística galicada de dicha generación- que ésta seguía la antigua conducta anti ibérica y beligerante de desafección hacia España y lo español. Nada, en cambio, más lejos de la verdad. Su propio   -30-   jefe en lo político: el joven presidente tucumano confesaba el orgullo de su estirpe: «No sufrió la godofobia de nuestros abuelos -vuelve a decir Amadeo en la bella semblanza-, fue un amigo de España, consideraba la guerra de la Independencia como una guerra civil. Mantuvo una cordial correspondencia con Castelar. Y en los juegos florales de 1881 improvisó el discurso más emocionante que en este país se ha dicho en honor de España»14.

La península, por otra parte, recién salida de la segunda guerra carlista, de la república fulgurante y fracasada, e iniciada apenas la restauración del 74, no tenía, en ese momento, energías como para concitar un interés ni ejercer magisterio ultramarino. Pero aun con todos estos impedimentos, y sin contar a tradicionalistas católicos que, como Goyena o Estrada, educados en el verbo y programa de Donoso Cortés, forzosamente continuaban el pensamiento español ortodoxo, los más recalcitrantes y afrancesados se convertían, apenas su heredada sangre ibérica tomaba contacto con el paisaje o con los hombres del viejo solar. Es el caso de Cané al topar con Núñez de Arce y leer Sotileza; es el canto a la lengua del coronel Mansilla; la alegre confianza de Eduardo Wilde en su puntillosa embajada madrileña.

La forja inmigratoria, esta primera etapa de afianzamiento en lo material estaba ganada. El Club, en 1873, lo que proponía era un plan de trabajo -no inconveniente por incomprensión o resistencia de los medios intelectuales-, sino carente, todavía, de los medios técnicos, fueren argentinos o españoles, para ejecutarlo cumplidamente. Era, más que otra cosa, propósito   -31-   anhelante de una segunda etapa necesaria y, con seguridad, inminente.

Tan inminente que el viejo león, con sus setenta y cuatro años de arrogancia y denuedo, firmaba una página conmovida, en cierto álbum publicado para ayudar a las víctimas de un terremoto en Andalucía, y la cerraba con estas palabras: «Lléganos el rumor de ruinas que se desploman y despejan el suelo de viejos recuerdos. ¿Será que la tierra favorita de Hércules se endereza de nuevo entre las grandes naciones? Ayudémosla a levantarse sus hijos de América»15.

Sarmiento, genial como siempre, entreveía ya las horas doradas.



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Capítulo tercero

El influjo espiritual docente


Los años finales del siglo XIX intensifican ese rasgo de comunidad y comprensión mutua entre España y nuestro país, iniciado después de Caseros. Sin que se pueda en modo alguno demostrar, ni siquiera señalar, una dependencia recíproca en los acontecimientos de ambas naciones, es evidente que éstos se imbrican por la paridad de la lengua, de la comunicación más frecuente y, sin duda alguna, del afecto cada día más franco y menos receloso.

Los altibajos dramáticos de la vida política española que van de la revolución septembrina a la restauración del 74, trajeron a nuestras playas hombres de pensamiento y de acción. Muchos llegaron con títulos probados y elocuentes. En los viejos barcos no arribó sólo la masa anónima de una emigración puramente laboral sino que con ella desembarca el profesor, el periodista, el poeta.

Ese tipo de inmigrante intelectual ejerció en la Argentina, y en aquel momento, un influjo decisivo. No debe olvidarse cuál era, entonces, la situación universitaria del Río de la Plata. A pesar de la ingente, de la ciclópea labor del ministerio Avellaneda durante la   -33-   presidencia de Sarmiento, el país carecía de un plantel eficaz de técnicos. Las figuras europeas en el saber científico y humanístico fueron, en consecuencia, por su larga experiencia adquirida en las viejas universidades, en los institutos célebres o en los periódicos y centros tradicionales, un aporte insustituible.

Por otra parte, hacia el final del siglo XIX, América comenzó a insertarse en la crítica y el pensamiento españoles. La serie de juicios, notas y apuntes, para muchos «excesivamente benévola»16 de don Juan Valera formaron, luego, los volúmenes de sus Cartas Americanas, fechados originalmente en 1889, en las que se descubren y ponderan no pocos valores rioplatenses que en ellas recibieron su espaldarazo definitivo17.

A su vez, Menéndez y Pelayo mantenía correspondencia desde el ochenta con escritores de este continente, muchos argentinos, y formaba su rica biblioteca de americanos; por eso: «cuando la Academia Española (le) encargó..., en 1892, con motivo de la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América, la redacción de la Antología, que con los prólogos críticos que le puso constituyó una verdadera Historia de la Poesía Hispano-Americana, tenía don Marcelino reunido gran número de materiales y bien conocido y pensado el asunto»18.

Significativo es ver en este Epistolario, y emocionante a la par, cómo solicitan el juicio o demandan ayuda del eminente santanderino figuras como Mitre (1892), Adán Quiroga (1898), Calixto Oyuela (1881),   -34-   Rafael Obligado (1886), etc.; y ello sin anotar las cartas fechadas más allá del siglo XIX.

Esta disposición mental, esta curiosidad, este sentido hispánico universalista tenía ya un antecedente de veinte años atrás cuando la Real Academia, a propuesta de su director don Mariano Roca de Togores, acordó, en junta del 24 de noviembre de 1870, el establecimiento de academias correspondientes en las repúblicas hispanoamericanas.

Tres escritores ilustres fueron designados para organizar la correspondiente argentina: Juan B. Alberdi, Vicente F. López y Juan M. Gutiérrez. Aceptaron los dos primeros y rechazó el tercero en nota publicada a comienzos de 1876 (Gutiérrez había recibido su diploma el 29 de diciembre de 1875) en el diario La Libertad, uno de los más leídos de la época. Entre otras razones, Gutiérrez decía: «Aquí, en esta parte de América poblada primitivamente por españoles, todos sus habitantes nacionales, cultivamos la lengua heredada, pues en ella nos expresamos y de ella nos valemos para comunicarnos nuestras ideas y sentimientos; pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia19, por razones que nacen del estado social que nos ha deparado la emancipación política de la antigua metrópoli».

Basta esta inferencia absurda (no fijar la lengua por la emancipación política) para comprender todo lo especioso del razonamiento de Gutiérrez. En el fondo,   -35-   lo que latía era un viejo temor confesional, ya trasnochado, que aparece en la carta privada a Vicuña Mackenna: «... Tendremos una literatura ortodoxa y ultramontana, y no escribiremos nada sino pensando en nuestros jueces de Madrid, como los obispos que sacrifican los intereses patrios a los intereses de su ambición en Roma»20. Gutiérrez respondía a un sentido más que antihispánico, a un sentido indigenista político absolutamente descalificado ya en 187621.

Fueron, naturalmente, los españoles de Buenos Aires los primeros en responder al sabio polígrafo argentino. Nuestro ya conocido Martínez Villergas atacó a Gutiérrez en una serie de cartas desde su flagelante Antón Perulero, que van del 13 de enero al 30 de marzo de 1876; contestadas, es verdad, con regocijada finura por el propio Gutiérrez con otras diez, publicadas en La Libertad del 22 de enero al 6 de febrero del mismo año.

Esta es la posición del periodismo callejero y beligerante, pero igual fue en la crítica científica. Don Marcelino, con esa ecuanimidad serena de toda su vida, dijo en la Historia de la poesía hispanoamericana: «Juan María Gutiérrez, que no sólo fue el más correcto de los vates argentinos, sino el más completo hombre de letras que hasta ahora ha producido aquella parte del nuevo Continente», agregaba, luego, a pie de página, en la nota biobibliográfica: «Fue el único americano que rehusó el puesto de correspondiente de la Academia Española, acto de mal gusto, que le valió aun en América severas censuras»22.

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Ciertamente; su amigo Vicuña Mackenna dijo de la actitud de Gutiérrez que era: «escándalo innecesario; casi una gauchada» y Alberdi, su viejo compañero del Salón, añadía: «Yo no me explico ese movimiento de Gutiérrez por un arranque de mera probidad».

Con la aquilatación del fenómeno histórico total que permite la distancia, dos argentinos modernos juzgan casi con idénticas palabras el gesto del gran investigador. Dice Morales: «Pero el ambiente, el literario sobre todo, del Buenos Aires de entonces, no respondía ya a la concepción mental de don Juan María sexagenario. La reconciliación con España era un hecho. Pavón había lanzado al escenario argentino nuevos hombres y para éstos la España de los Borbones no despertaba encono. Era el pasado, el ayer que se conceptuaba superado definitivamente. Para ellos, España no significaba la colonia, con su doble férula virreinal y teologal, férula de dómine rancio; España era para ellos la ola de labriegos trabajadores que llegaban a poblar las pampas, la legión de maestros y de intelectuales que venían a ocupar cátedras y puestos de avanzada en el periodismo y desde éste a influir en la lucha política, mordaces, agudos, inteligentes»23; y Rafael Alberto Arrieta: «La prevención de don Juan María, formada en años juveniles que respiraban el ardor y el encono de las luchas de nuestra emancipación política, resultaba anacrónica en el segundo año de la presidencia de Avellaneda. Estaban cicatrizadas las heridas y desarmados los ánimos, manteníamos excelentes relaciones   -37-   con España y maestros de escuela, comerciantes, labradores, periodistas, artistas y universitarios de España vivían arraigados al país e identificados con la sociedad argentina»24.

Se agolpan ahora las figuras de esa «legión de maestros» que dice Ernesto Morales. Desde su puesto en la colectividad e incorporados al claustro argentino van a ejercer sobre la enseñanza de fines del XIX un influjo decisivo y esencial.

Elijo -entre los de Egozcué, Isidro Aliac, Martín Dedeu, Ignacio Ares de Parga, Manuel Calvo, Pedro Isbert, Julio Alier, Montero Vidaurreta, Atienza y Medrano25, ¡tantos más!- dos nombres del Colegio por antonomasia: el viejo Central de Mitre y Eduardo Costa, el de 1863, el de Juvenilia, donde se educó la plana mayor y la juventud dorada de la patria finisecular en competencia con el clásico Monserrat cordobés o el famoso y revolucionario de Concepción del Uruguay.

No oculto que, en la elección, va escondida una preferencia sentimental: fui alumno de Enrique, hijo de uno de ellos, en quien, según Juan Pablo Echagüe, «siguió flameando la antorcha que dejó encendida el padre»: Juan José García Velloso, y del otro, de Ricardo Monner Sans, discípulo directo en los bancos del   -38-   Central, y como amigo o, mejor, como educando constante lo frecuenté hasta su muerte, llegada el 23 de abril de 1927.

Juan José García Velloso era de Albacete, nacido el 20 de abril de 1849, y, completados sus estudios en Navarra y Madrid, llega a la Argentina durante la presidencia de Avellaneda. Al tener éste «noticias de las excelsas condiciones del joven maestro, lo nombra profesor de latín y griego en el Colegio Nacional de Rosario, ciudad donde constituye su hogar. Amplía luego allí mismo su labor docente ejerciendo las cátedras de retórica e historia de la literatura española durante el rectorado de don Eusebio Gómez»26. Se dio a conocer -eran los tiempos felices en que un buen discurso o unos versos emocionados valían la notoriedad- el 10 de septiembre de 1882 leyendo unas quintillas en el banquete de la colectividad española a Casado, con motivo (ver Cap. II) del Ferrocarril Oeste Santafecino.

Entonces es llamado a Buenos Aires para dirigir La Prensa Española. En 1884, Roca lo designa profesor en el Central y la Escuela Normal de Profesores y es él quien redacta los primeros programas de gramática y literatura que alcanzaron, con muy leves retoques, hasta la reforma iniciada hacia 1925. Fundada el 13 de febrero de 1896 la Facultad de Filosofía y Letras, en un claustro ilustre donde figuraban argentinos como Lafone Quevedo, Horacio y Norberto Piñero, Daniel Peña, Alejandro Korn, Ernesto Quesada, Juan Agustín García, Velloso ocupa la cátedra de Historia de la Literatura Española, cátedra que desempeñó hasta su jubilación en el año 1904.

Rodeado de afecto, de respeto, de admiración, moría   -39-   el maestro, a los cincuenta y ocho años, el 9 de diciembre de 1907.

Los libros de García Velloso han gravitado, sin duda alguna, sobre el pensamiento argentino: Hojas de laurel, colección de sus poesías premiadas en aquellos esplendorosos «Juegos Florales» de fines del XIX, poesía a lo Quintana, de estro ancho y épico, cargada de un iluminismo inocente y empotrada en el molde, rotundo de la estrofa de Núñez de Arce:


Ved allí el Indostán, ved sus ciudades,
ayer de lujo y majestad cubiertas,
hoy asilo de torpes liviandades,
que guardan a través de las edades
polvo de tumbas y de razas muertas;



y sus Lecciones de Literatura Española y Argentina, publicadas en 1900, que fueron -hasta la divulgación del Manual de Fitzmaurice, diez o doce años después y los cuatro tomos de Rojas, entre 1917 y 1922- la fuente directa de información en aquella asignatura para todos los estudiantes argentinos, durante la primera década del siglo. Es posible que las Lecciones no tengan un fuerte rigor científico ni que su juicio crítico sea de una ponderada y metódica exactitud, pero llevaban la inapreciable ventaja de estar escritas en un castellano vigoroso, y con esa generosidad de verbo elocuente que, para traición y desgracia del pensamiento nacional, nos ha robado -sin darnos, por otra parte, sus ventajas- la enteca frialdad laboratorista y disecante del sistema investigador alemán, mal trasplantado y peor germinado entre nosotros.

El vibrante albaceteño, llegó, incluso, además, a una actividad monitora dentro del ambiente literario argentino fin de siglo: prologó los primeros sonetos de   -40-   Leopoldo Díaz: Los Genios, 1888, con lo que dicho queda fue, en cierta medida, el mensajero de los parnasianos en la Argentina y, por lo tanto, de la primera formación modernista; descubrió y puntualizó los valores intrínsecos del Martín Fierro más de un cuarto de siglo antes que Lugones lo hiciera (artículo de La Prensa Española del 22 de octubre de 1886); leyó e impuso a Martín Coronado en las tertulias de Rafael Obligado y en el teatro criollo; contribuyó a la divulgación literaria de Joaquín V. González como lo testimonia su mutua correspondencia27.

Podrían sintetizarse sus aportaciones a la cultura argentina con estas bellas palabras de Jean Paul: «Muchos años de constante dedicación y nobles realizaciones llevaba cumplidos entre nosotros, incorporado definitivamente a los destinos del país en el cual nacieron sus hijos, país al cual él mismo invocó a veces con acentos filiales»28.

Así dijo:


Tan sólo pido al cielo
para tender las alas,
que dos banderas sean
sudarios de mis ansias.
Roja una y amarilla,
otra la azul y blanca:
ésta la de mis hilos,
aquélla la de España29.



Este motivo -una constante estilística de aquella hora- que inclusive se prolonga en la techumbre del salón de honor del Club Español pintado por Julio   -41-   Borrell, informa un poema de Ricardo Monner Sans, editado muy poco después de su llegada a la Argentina: Mis dos banderas30.

No sin temblor en la pluma evoco en este momento -a un cuarto de siglo exacto de su muerte- aquella figura ejemplar de caballero y de maestro. Natural de Barcelona, donde naciera en 1854, treinta y cinco años tenía cuando llegó al país por 1889. Mitre lo incorpora a La Nación y, en 1892, lo designan profesor del Colegio Central. Desde entonces -salvo un breve interregno de cinco años (1894-1899) en que dirige el Instituto Ibero-Americano de Adrogué- enseña la lengua y la literatura españolas con fe y dignidad inquebrantables hasta el año 1922 en que, jubilado, siguió infatigable su nunca interrumpida labor de publicista.

Tuve el honor inmerecido de haber sido uno de sus discípulos predilectos, precisamente en los dos últimos cursos de su ejercicio docente; lo alcancé, pues, más allá de la madurez: en plena gloria y casi con la impronta de los próceres.

Escribo mirando el retrato que, junto al de mis padres, nunca falta en mi despacho y aún me conmueve recordar cómo, a sus setenta años de ciencia y de magisterio, sabía acercarse bondadoso, pulcro, incorruptible de forma y de pensamiento al alma joven, primeriza y desprevenida de sus discípulos. En ese poder suasorio, lento y dulce, pero con fuerza de prensa hidráulica, consistió su eficacia normativa en treinta años de cátedra argentina.

A poco de morir, con precisión el 8 de junio de 1927, la Revista de la Universidad, que entonces dirigía   -42-   aquel joven penacho del pensamiento argentino: Buenaventura Pessolano, caído cruelmente a los cuarenta años, publicó un breve ensayo mío titulado: Ricardo Monner Sans: El Hombre - La Obra31. Fue escrito casi en plena congoja y por ello se resentía del reparo que le opuso El Diario Español en su amable reseña: «el desorden expositivo»32. Era verdad, pero de aquel desorden (se trataba, y no justifico sino que explico, más de una explosión lírica que de un estudio metódico y tenía yo entonces, como hubiese dicho Darío, la grata edad de veintidós años no cumplidos) de aquel desorden, repito, me complace extraer dos reliquias que aún hoy firmaría con gusto; dice la primera: «En el año 1921, hice yo mis primeras armas literarias y me acogí a su férula bondadosa.

Desde entonces fue mi director espiritual y a él debo las observaciones más sutiles, las advertencias más justas, el caudal de noticias más rico que un maestro puede ofrecer a su discípulo»; y esta otra: «La gramática es una ciencia legendariamente tediosa; carente de perspectiva. Abrirle un campo visual más alegre era una empresa heroica.

Don Ricardo la emprendió con una fe inquebrantable y logró darle cima.

Ahí tenéis las Notas al Castellano en la Argentina, De Gramática y de Lenguaje, Disparates usuales en la conversación diaria, Barbaridades que se nos escapan al hablar, y esa millarada de folletos no más allá cada uno de ocho páginas, donde los resquicios y vericuetos más trasconejados de nuestra vieja lengua se hallan escrutados con deliciosa y cautivante mirada»33.

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Recojo estas lejanas aseveraciones porque estoy seguro que son el recuerdo vivo que dejó don Ricardo en todos los que fueron y seguimos siendo sus discípulos. Con esa gracia redentora mantuvo hasta el fin su influjo en el empeño realmente quijotesco de purificar nuestro español, no con un deprimente exceso de intolerancia, pero sí extremando un rigor puntilloso con las transgresiones alarmantes.

Antes de la nueva metodología para la enseñanza del idioma -en realidad divulgada, después de 1932, por los tres tomos de Montoliú -la Gramática de la Lengua Castellana de don Ricardo, aparecida en 1893 y que alcanza, veinte años después, su vigésima edición, era manual corriente entre los estudiantes argentinos, como lo fueron hasta mi época de bachiller sus preciosas Conversaciones sobre literatura preceptiva, publicadas en 1911.

Incorporado a la vida docente nacional y a su medio humano -era un verdadero regalo verle por las calles porteñas pasear su porte de Madrazo con los libros inseparables, el paso elástico y la testa de impecable rasgo español- publicó, en 1903, uno de sus trabajos más densos y significativos: Notas al Castellano en la Argentina34. Inspiradas en las Apuntaciones Críticas de Rufino J. Cuervo, escudriñan el vocabulario corriente entre nosotros a comienzos de siglo con vigoroso análisis lingüístico y con una generosa amplitud comprensiva y vindicadora. No es palmeta de academicista empacado sino vigilante conciencia que separa, dentro del nuevo medio filológico, el grano de la paja. En la disputa, aun no aquietada, entre criollistas e hispanistas en materia de lengua, optó por la única   -44-   posición natural y fecunda: la resultante entre dos fuerzas que, muy por el contrario de ser divergentes, sumadas ofrecen enormes posibilidades de riqueza y desarrollo.

Esa vigilancia del maestro puso durante mucho tiempo dignidad y decoro incluso hasta en la forma de algunos escritores de renombre, ofreciendo un peñasco seguro y sólido, inquebrantable, donde sujetar las revueltas ideas estéticas y lingüísticas de este último cuarto de siglo; a buen seguro que sin ese apoyo, en el medio filológico joven y débil de nuestro país, el caos introducido por las reformas y los ismos vertiginosos de estos últimos años hubiese sido mucho más grave e irreprimible.

Dos hombres de nuestra tierra juzgaron de este modo las Notas al Castellano en la Argentina. Recién aparecidas, Miguel Cané: «... por más empedernido pecador galicista que yo sea y por más que me lo hagan sentir a cada instante los que tienen derecho de hacerlo por su feliz y envidiado casticismo». «Léxico amplio y hospitalario, sintaxis inflexible y pura». En esa fórmula cabe la América entera y se salva el respeto a «la madre lengua querida, en la que han escrito gentes que, por el momento -que me parece va a durar una edad geológica o dos- no tiene punto de parangón con la que vive»35; y casi veinticinco años después, Arturo Costa Álvarez: «Más tarde ataca a la intransigencia purista sosteniendo en El neologismo la necesidad de legitimar las voces nuevas, en las que no ve sino los naturales retoños de toda lengua viva. He ahí cómo, en esta lucha suya contra ambos bandos, al dar a cada cual una parte de la razón disputada, ejerció una acción   -45-   conciliadora, que, aceptada por unos y por otros, fue su triunfo»36.

Triunfo que, afortunadamente, aun podrán certificar muchos de sus discípulos argentinos.



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Capítulo cuarto

La actividad literaria


La sensación de plenitud con que vivía el país después del ochenta promovió una intensa actividad literaria. Era natural que los españoles tuviesen dentro de ella una participación ejemplar: conocían los secretos vivos de la lengua, venían de estar en contacto inmediato con las figuras eminentes de la península, y, sobre todo, cumplían con la vieja ley poética, verbosa y elocuente de la raza.

Los certámenes literarios ya se habían reanudado después de fraguada la organización política. Martín García Merou37 evoca el promovido entre los estudiantes del Central por su rector José Manuel Estrada, en 1878, y un segundo, al año siguiente, ganado por Benigno Díaz, hermano del luego eminente premodernista Leopoldo Díaz.

El ambiente estaba, en consecuencia, bien dispuesto para que llegaran los famosos Juegos Florales de fines del XIX. Es la fiesta típica finisecular: los viejos teatros de felpa roja y techos artesonados con pinturas   -47-   alegóricas de matronas opulentas, coronas de laurel y rondas de ninfas; poesía de estilo sonoro y oratorio, de silvas indefinidas que redondeaban conceptos claros, tribunicios sobre el genio de la raza, del trabajo, de la agricultura; luz de gas que ponía un brillo calcáreo y ceremonioso, sin detonancias ni agrios, sobre la gasa y el terciopelo; inclusive la moda: faldas borrascosas, encajes y abalorios, peinados monumentales junto a pecheras todavía escaroladas, chisteras y plastrones daban estuche a todo el ceremonial palatino de una fiesta que transigía muy bien entre su vieja resonancia cortesana -con reina, pajes y «corte de amor»- y la democrática necesidad del premio anónimo discernido por jurados.

El primero de los centros regionales españoles fundado en América, «incluso antes que el de La Habana»38, fue el Centro Gallego, en 1879, de carácter recreativo-cultural. Su vida corta y agitada, no siempre comprendido y con los primeros tropiezos para organizar el caudal más denso de la inmigración, anota, con todo, «algunos hechos simpáticos y descollantes» como recuerda Rodríguez Díaz en su Historia citada.

El 12 de octubre, por su valor simbólico y su histórica resonancia afectiva, era fecha indicada para certámenes literarios y evocaciones solemnes. Para dicho día del año 1881, el Centro Gallego, dirigido por aquel hombre modesto pero diligentísimo que fuera don Joaquín Castro Arias, organizó los primeros Juegos Florales con todo su ceremonioso aparato provenzal y galante.

Componían el primer jurado Lucio Vicente López, el futuro autor de La gran aldea; Juan Carlos Gómez, el fogoso e ilustre uruguayo que abogaba por la   -48-   unión de ambas repúblicas y Carlos Guido Spano. Presidió el acto Nicolás Avellaneda, hasta hacía un año jefe del Estado, y su discurso, según La Nación Española del día siguiente: «es luz, es fuego, es entusiasmo, ardor y sentimiento; poesía y verdad poética». Como es muy sabido, Olegario Víctor Andrade ganó la flor natural por la famosa Atlántida, y, en ejercicio de los clásicos derechos poéticos, designó reina del torneo a su hija Eloísa, entonces de quince años. La crónica de La Libertad comentaba: «Fue esta una escena preciosa a la que en nuestro sentir sólo faltó el beso paternal que Andrade debió imprimir sobre la frente pura de su hija, que lo coronaba»39.

El fondo de la tela era el adecuado: el entonces flamante Teatro de la ópera -frente dórico, oros en el techo, empaque de lírica grande- que, al decir de un cronista, cuando Avellaneda pronunció su vigoroso elogio a España y sus poetas -parecíanos como que se desplomaba40.

Adrede copió de las crónicas lo que hoy nos parecería más acusadamente cursi y resabiado, pero, si quitamos todo el aparato ornamental de la fiesta, el que, por otra parte, tenía entonces vigencia emotiva y seriedad auténtica, nos queda un singular beneficio: el que mediante estos certámenes organizados por la colectividad española residente se fueran asentando famas literarias y descubriendo valores insospechados. En los Juegos de 1881, el otro premiado por su Canto al arte fue un muchacho, entonces veinteañero, quien, habría de ser con el tiempo uno de los más notables polígrafos argentinos: Calixto Oyuela.

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El clamor verdaderamente sonoro de esta primera fiesta llevó al Centro Gallego y al infatigable don Joaquín Castro Arias a repetirla por dos veces: el 12 de octubre de 1882 y de 1884.

En ambas ocasiones, un español conspicuo en la Argentina -de quien volveremos a ocuparnos- don Rafael Calzada pronunció el discurso inaugural, y quizás por vez primera se dijeron en aquel lejano octubre del 82, y en el Teatro Nacional, estas palabras tan repetidas luego en ocasiones semejantes: «... estamos, también, en la fiesta de la confraternidad de dos pueblos estrecha e indisolublemente unidos por la sangre, por la lengua y por la historia. La América española ostentará siempre como su más preciado timbre de nobleza, el nombre de aquella esclarecida tierra que por darle vida, no tuvo reparo en prodigar generosamente la suya. Cuando lleguen a las playas de mi patria los ecos del entusiasmo con que en suelo americano habéis recibido la iniciativa de la asociación española a que se debe este fausto acontecimiento, ellos repercutirán con inmensa simpatía y con júbilo indecible en todos los corazones»41.

Y en el viejo Colón, en 1884: «... que la madre patria, cuya musa viene a confundirse aquí con estrecho abrazo, y en prueba de fraternal amor, con la musa americana, contemple el maravilloso progreso de este pueblo, que es sangre de su sangre, con lágrimas del más ardiente júbilo y con el corazón henchido de entusiasmo»42.

En efecto, confundidas ambas patrias, este certamen del 84 premiaba a Juan José García Velloso por su poema Las libertades comunales -arresto vibrante   -50-   en los moldes de la lírica civil de Chenier o Quintana- y el «Soberbio canto» -copio un adjetivo de Merou- titulado El viaje eterno, uno de los tantos gajos del árbol huguesco, el Hugo de la Légende des siècles, que tanto mal ha hecho a nuestro siglo XIX según Menéndez Pelayo, del entonces joven poeta Joaquín Castellanos.

Los altibajos del Centro Gallego, la fiebre de negocios y materialismo resuelta con la revolución del 90, la tragedia española de la guerra de Cuba suspendieron estas fiestas de poesía y confraternidad.

Pero, en 1904, la Asociación Patriótica Española -cuya historia sintetizaremos en un próximo capítulo- rehabilitó, como un último resplandor de la hoguera romántica casi apagada, el fasto de los Juegos Florales, los últimos de prestigio social realizados en Buenos Aires. Fueron, como veintitrés años atrás, en el Teatro de la Ópera, ya para entonces transformado por don Roberto Cano en esa hermosa sala que fue joya por tanto tiempo del aderezo porteño; hablaron el entonces presidente de la Patriótica, Antonio Atienza y Medrano, el conde de Casa Segovia y, en uno de los discursos floridos y musicales de sus treinta años que lo hacían en el acto famoso: Belisario Roldán: «España, la madre, yo la saludo; y desde esta tribuna alzada por sus hijos en aras del arte y sobre campo amigo, interpreto caros sentimientos nacionales al enviarte el homenaje insospechado de los votos argentinos»43.

Al fondo del escenario, dosel con arco en forma de cola de pavo real para ajustar el grupo de la «corte de amor» con su reina: Mariquita Edelmira Sánchez, y en los extremos dos pajecillos de jubón y melena según el modo más aproximado posible al reglamento   -51-   de la Sobregaya sancionado en Toulouse. Fue premiado con la flor natural aquel salmantino labriego del verso sonoro: Gabriel y Galán -opuesto como bandera castiza a los avances del modernismo, que se decía afrancesado- por un Canto al Trabajo, mezcla curiosa de oda horaciana a lo Fray Luis con sones tomados -él que era conservador y católico- de la más candorosa poesía marxista. Leído en la ceremonia por la voz argentina de Calixto Oyuela, fue durante mucho tiempo pieza casi obligada para recitadores aficionados o profesionales.

Mas los Juegos Florales de 1904 no tuvieron ya el eco de los del ochenta. Requerían para su triunfo la ingenua solemnidad, la confiada alegría, la seguridad y la fe en el valor de algunos ideales que mantenían con enérgico fervor los hombres de fin de siglo, y, además, un tipo de poesía tribunicia, caudalosa y martilleante cada vez más denunciada y agrietada por la delicuescencia, el esfumado, el medio tono «impresionista» del novecentismo. Suponían una entrega sentimental noble, franca y desinteresada a la magia retórica, puramente retórica de marco y contenido. Nada más opuesto a lo que vino después. Cuando hoy, a setenta años de los primeros Juegos de 1881, se han querido revivir, el frío técnico, deportivo, incluso el atuendo moderno sin empaque ni brillo, gris y monótono, casi comunista, le han dado a la vieja fiesta del esplendor y la cortesanía un aspecto helado y opaco de espectro que no puede ni quiere resucitar.

Las Sociedades españolas, perimida esta forma de fiesta legendaria, continuaron su actividad intelectual por medio de veladas literarias, aprovechando las fechas significantes del Dos de Mayo, el Doce de Octubre, los acontecimientos peninsulares o la llegada al país de hombres ilustres.

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Antecedente curioso de tales agasajos es, entre muchos otros -y valga éste sólo por vía de ejemplo- el dedicado a Edmundo D'Amicis cuando arribó a estas playas el 1.º de abril de 1884. Venía el afamado narrador ligur con los recientes laureles de su libro España, publicado, en Milán, 1873 y traducido, en Madrid, por el año 1879. El Club Español le ofrendó una medalla de homenaje, y, con expresa complacencia de Roca, visitó Villa Casilda, centro urbano de la colonia de Casado del Alisal en Santa Fe. El futuro autor de Cuore recordó muy luego todos estos pormenores en su libro Sobre el océano: Viaje a la Argentina, traducido, en 1889, nada menos que por Giner de los Ríos44.

Creo, sin embargo, que una de las grandes palestras utilizadas por la colectividad para irradiar su influjo, durante la segunda mitad del XIX, fue el teatro.

Espectáculo secular de la raza, punto máximo de su programa de distracciones, escuela y pedana y, muchas veces, cátedra del dogma y, su mejor timbre literario, el teatro español en ningún momento dejó de tener su repercusión en América, aun en los tiempos más tempestuosos y difíciles. En el Río de la Plata, puede decirse fue su presencia casi ininterrumpida, y el trasplante de intérpretes, autores, empresarios arraigados definitivamente a la Argentina siembra fecunda o, por lo menos, abono indispensable de los que, al fin, surgió nuestra propia dramática.

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Urquiza45 para reanimar a Buenos Aires después de Caseros trajo al viejo teatro de la Victoria -inaugurado con el Macías de Larra el 24 de mayo de 1838- una compañía de ópera francesa de Mr. Henou, en el mes de marzo, y otra, llamada con urgencia desde Montevideo, de dramas, comedias, bailes e ilusionismo, en mayo, dirigida por Mr. Dupré. Ni éstas, ni la española de García Delgado, a pesar de su lucido estreno el 10 de diciembre del 54, consiguieron levantar el decaído tono del arte dramático.

Sólo la inauguración oficial del tan esperado Colón, en abril de 1857, reanudó la corriente de público y concitó de nuevo el entusiasmo por el teatro. Tres años después llegaría al Plata una actriz española que concluiría por incorporarse definitivamente a la sociedad argentina: Rita Carbajo.

Reproduzco algunos párrafos del estudio que le dediqué no ha mucho tiempo46:

El Nacional de fecha 25 (junio de 1860), anuncia: El señor Berenguer ha tomado ya el teatro San Felipe y Santiago de Montevideo para llevar a la compañía Torres que actualmente funciona en el Victoria. La sustituirá con partes que han debido salir de España el primero del presente junio, compuesta de la señora Carbajo como primera dama... que (vendrá) a hacer posible la reproducción entre nosotros de las mejores piezas del repertorio español, amenizando al mismo tiempo las largas horas de invierno que atravesamos. ¡Bienvenidos sean!

Rita venía de veintidós años: había nacido en Málaga en 1838, fue actriz a los catorce años, y a los   -54-   diecisiete, en 1855, primera dama. Tenía una belleza dulce y bravía, una figura grácil de junco esbelto, una natural elegancia, que conservó casi intacta, y bien la recuerdo, hasta sus luengos años postrimeros, y era, por sobre todo, de un ejemplar señorío... con una ingénita prestancia de matrona española, que la hizo ser muy pronto más madre de seis hijos que actriz; más abnegada ama de casa que comedianta47.

... Se anuncia su arribo a Buenos Aires el 18 de octubre, y el día 20 de ese mes de 1860 se presentaba al entonces muy exigente público porteño con La campana de la Almudaina y la inevitable peti-pieza (dirigida por el gracioso Cuello), punto final de toda representación dramática.

El éxito de la Carbajo fue instantáneo. El Nacional comentaba a los dos días del estreno: «... la señora Carbajo, que a una bella figura reúne dotes artísticas que la harán ser, muy pronto, la favorita del público». Clarividente y notable vaticinio. Rita Carbajo no habría de volver a España...

Se adueñó del corazón de los porteños y, sobre todo, de las porteñas, que hasta copiaban sus modelos en el vestir... y un crítico decía de la Carbajo que pocas veces pudo señalarse, como en ella, una dama de teatro aceptada sin discusión, aplaudida sin reserva, admirada y respetada por todos48.

Estrenó obras de autores argentinos -entre ellas, la segunda de Martín Coronado en su viejo Teatro de   -55-   la Victoria el 15 de junio de 1878: Luz de luna y luz de incendio49 -y «tuvo hasta el tino, raro entre el gremio, de saber retirarse a tiempo».



El gobierno argentino premió su labor con una cátedra de declamación en la que se jubiló para morir, octogenaria, en la calle Piedras de Buenos Aires, muy cerca del teatro de sus triunfos, el 9 de abril de 1919.

Recuerdo que hace cuarenta años en mi examen oficial como alumno particular de primer grado, rendido en la escuela de Pueyrredón y Sarmiento, en 1912, la maestra examinadora se interesó con viva simpatía por mi parentesco con Rita Carbajo, quien había sido su profesora de declamación y recordaba con hondo cariño; y que, veinte años después, el 17 de septiembre de 1931, en una conferencia dada en el ya desaparecido Club del Progreso sobre el teatro argentino, muchos viejos consocios de la famosa institución -hoy ya muertos casi todos- rememoraban con emoción no disimulada las horas doradas de los éxitos de Rita en los escenarios del Victoria o el Alegría.

No consigno por mera vanidad, o prurito anecdótico estos recuerdos personales: es que ellos acreditan con testimonio vivo el influjo social, moral, estético de estas señeras figuras de España enraizadas a la vida y al pensamiento de los argentinos. Y, ése, y no otro, es el objeto de estas apuntaciones.

Muchos cómicos de la compañía Berenguer-Carbajo quedaron muy luego soldados a la emoción y recuerdo de los porteños. A Jaime Vilardebó, primer actor dramático, su compañero de la temporada inicial, lo evoca entrañablemente Lucio Vicente López (al través de una exaltación romántica a La flor de un   -56-   día, el famoso drama de Camprodón) en una de las páginas más cálidas de La gran aldea50; y fueron mimados: el tuerto Carmona, que murió luego de cuarenta años de tablas argentinas, en 1918, y don Fernando Cuello, el elegante y gracioso Cuello, que en mis recuerdos queda por tradiciones orales como una especie premonitoria de los galanes cinematográficos modernos envuelto misteriosamente en el frac y la levita del setenta y tantos.

En la década siguiente, es curioso observar cómo escritores españoles radicados en el país se entrometen, desde la tribuna del teatro, en la política nacional. Sin un análisis detenido, inoficioso e impropio dada la índole de nuestro ensayo, recordemos: La codicia rompe el saco del catalán José Borrás, aclimatado en San Luis desde 1868, periodista temible de punta acerada, luchador infatigable hasta su muerte, acaecida en la misma provincia hacia 1912.

Otro catalán brioso y agilísimo, Casimiro Prieto Valdés -a quien volveremos a encontrar como periodista- estrenaba, en el Alegría, El sombrero de don Adolfo, «caricatura político-dramática en un acto y en verso» sobre el tema candente de la revolución, del 74 y la elección de Avellaneda51.

La obra, prohibida por la Municipalidad, ocasionó un largo expediente judicial en el que opinaron   -57-   figuras como José María Gutiérrez, secretario de Mitre, y Santiago Estrada, en el ataque y defensa, por vez primera en el país, del derecho administrativo a la censura teatral52.

Por último, la «revista bufo-política» de Eduardo Sojo -a quien, asimismo, veremos en la liza periodística por su semanario satírico Don Quijote- titulada: Don Quijote en Buenos Aires, estrenada en octubre de 1885, llena de alusiones y claves a figuras del momento: Pellegrini, Bernardo de Irigoyen, Dardo Rocha, etc., nos pone casi en las vísperas de la revolución del 90.

Y cuando pasó la crisis, el último decenio del siglo dio, desde el campo del teatro, el más poderoso, fresco y estimulante tónico hispano a la vida dramática argentina con el inyectable verdaderamente enérgico del llamado género chico53.

El público de Buenos Aires ya había saboreado, y tuvo por ella singular afición, a la famosa zarzuela grande, que alcanzó su época de gloria en la década que va de 1860 a 1870. Entonces, Jugar con fuego, El juramento, Los diamantes de la corona, El dominó azul, Los madgyares -sobre todo esta última que popularizó el reciente teatro de la Alegría, en 1870- eran la golosina del porteño elegante y los nombres de Camprodón y Olona como libretista o los de Oudrid, Gaztambide   -58-   y Arrieta como compositores alternaban, en el buen catador de aquella hora, a la par de los de Verdi, Meyerbeer o Rossini.

Pero este influjo era el común de la afición musical siempre alerta en Buenos Aires; la zarzuela grande -salvo el caso singularísimo de Asenjo Barbieri- murió para siempre, pasado su minuto de fasto (con la única excepción de la inmortal y enhiesta Marina), precisamente por su falta de personalidad y su flagrante similitud con las formas más comunes y románticas de la operística italiana.

No fue lo mismo, en cambio, el famoso y aun glorioso género chico. Su fuerza germinadora, lo que lo hacía fecundo y aprehensible estéticamente era su enorme voltaje castizo; el haber vitalizado las esencias más enérgicas del sentir popular hispánico54.

El teatro Apolo de Madrid -inaugurado en 1873- llevaba una vida lánguida y asmática hasta la temporada de 1886 en que se estrena Cádiz. El éxito de la pieza en un acto con letra y música estaba asegurado y fundado el género chico, con algunos atisbos desde el 60, pero que, a partir del estreno de Cádiz, iba a conocer una opulenta edad de oro. Tres años después, el 19 de marzo de 1889, la aparición de El año pasado por agua abría toda una época en la historia del teatro español e inauguraba la famosísima cuarta de Apolo, gloria del Madrid verbenero y galante de la Regencia, en la década final del XIX.

«Uno de los recursos más originales de El año pasado por agua -dice Deleito y Piñuela- fue sacar en escena a Julio Ruiz haciendo el papel de... Julio   -59-   Ruiz, con alusión a su vida privada y aun a sus debilidades y vicios, que él ostentaba sin pizca de aprensión y hasta con orgullo»55, sobre todo en la mazurca famosa, conocida en el mundo entero:


Hágame usté el favor de oírme
dos palabras...



El nombre de Julio Ruiz nos vuelve, otra vez, a Buenos Aires. Los dos últimos teatros levantados en la capital porteña a fines de la centuria -desaparecidos hoy por el avance de la Nueve de Julio- fueron, en 1891 y 1893, respectivamente, La Comedia y El Mayo, y ambos fueron, por su hora y momento, centro de compañías españolas y catedrales del género chico.

Los dos, curiosa coincidencia, fueron inaugurados por Mariano Galé, nacido en Murcia en 1850, y radicado en Buenos Aires desde 1888. Hombre fino, actor educado a la antigua, respetuoso de la letra y del decoro escénicos, fue el primero, entre nosotros, en montar su repertorio con propiedad y con relieve artísticos. Desde El baile de la condesa de Eusebio Blasco con que se lucía, en 1891, hasta su última temporada, en el Victoria, por 1909, todo -el repertorio final de Echegaray, el teatro realista y macizo de Galdós -Electra fue para Galé un éxito detonante- la primera hora del ingenio benaventino llegaron a Buenos Aires, al país, por el conducto de su labor infatigable, digna y sazonada. Era artista de alma, de los que saben comprender e investigar; por eso quiso mantener el repertorio argentino en paridad con el español; llevó a las tablas Justicias de antaño y Un soñador de Martín Coronado y a pique estuvo de ser, también, portavoz de la famosa Piedra de escándalo; recordemos, por último, Atahualpa   -60-   de Nicolás Granada, el 5 de noviembre de 1897. El estreno de Atahualpa tiene importancia. La obra en sí no acaudala gran mérito -es profusa e históricamente deficiente-; duró tres días en el cartel y la crítica no le fue muy benévola, pero aquí no nos interesa el problema estético sino la señal histórica. Granada está considerado el patriarca del teatro nacional; su primer drama de aliento, concebido dentro de un ambiente histórico americano, obra de montaje complicado y atrevida para un medio teatralmente europeizado e indiferente aún al sentimiento indigenista, llegaba al público por intermedio de un gran actor español hacía diez años incorporado al país y dispuesto a dar todos los días la batalla de sus convicciones.

Estos meandros de la historia, estos menudos episodios -triunfos o derrotas- son los que certifican el proceso de un influjo, de una acción espiritual sobre un pensamiento o una conducta.

Galé -retirado y viejo- aun se animó, en 1918 y 1919, a dirigir, si tal palabra cuadra a un actor tan díscolo, personal y poco dirigible como era Parravicini, dos temporadas del ingenioso bufo. No tuvo arrestos para más. Pobre, olvidado -con la romántica aureola de los grandes cómicos de su tiempo- murió el 11 de octubre de 1922 en el hospital Ramos Mejía. Supo darnos hasta ese tributo del olvido y de la indiferencia con que el pueblo suele pagar a sus ídolos56.

Entretanto, el teatro argentino convalidaba su   -61-   etapa europea y daba los primeros pasos hacia un auténtico ser nacional.

El género chico fue, sin duda alguna, uno de los grandes agentes de aquella transformación.

Muchos de sus intérpretes españoles: Julio Ruiz, insuperable en su propio papel de borracho; Félix Mesa, elegante e irreprochable; Enrique Gil, asimilado por igual a interpretaciones hispano-criollas; Rogelio Juárez, tan pronto haciendo El dúo de la Africana de Miguel Echegaray como Los políticos de Nemesio Trejo57; José Palmada, el de La alegría de la huerta y los sainetes de aquel madrileño trasplantado a Buenos Aires que se llamó José López Silva; muchos de estos intérpretes -decía- o permanecieron largas temporadas entre nosotros, como el primero, de quien muchos artistas nuestros copiaron gracia y donaire, o anclaron definitivamente en estas tierras, como el último, que murió regentando, en la calle Callao, un establecimiento de cigarrillos y billetes de lotería.

Además de esta enseñanza escénica viva y presente, el garbo del sainete despertó la vena popular de nuestros autores. El mal había sido hasta ese momento permanecer demasiado fieles a un romanticismo temático, puramente exterior y verboso, sin enraizamiento nacional ni poder fecundo en nuestro medio. La zarzuela, con sus tipos, costumbres, dichos, música llenos de sabor terruñero y de gracia conmovedora, dirigía la vista hacia la gran fuente de lo autóctono y popular.

  -62-  

Quizá no haya en el hecho ninguna relación de causa a efecto, pero la comprobación cronológica no deja de tener sugerencia: La verbena de la Paloma (algo así como la Ilíada del «género chico») se estrenó en Buenos Aires la noche del 20 de abril de 1894 (se había lanzado en el Apolo de Madrid dos meses antes: el 17 de febrero) en la salita hoy llamada Liceo, entonces Rivadavia, con éxito tal que pronto se daba en tres teatros simultáneamente y a funciones colmadas. La Verbena, como todos sabemos, es un sainete de típicas y vivísimas «costumbres madrileñas»; pues bien, a comienzos del 96, Leguizamón estrenaba Calandria -«costumbres campestres»-; Enrique García Velloso: Gabino, el mayoral -«costumbres porteñas»- en 1899; y, como una lógica consecuencia, Granada estrenaba una fina «comedia de costumbres argentinas»-, medio y psicología, suma de las experiencias anteriores, que debe considerarse la piedra liminar de nuestro teatro: ¡Al campo!, simbólicamente en setiembre de 1900.

Al morir el género chico había contribuido, con esa curiosa simbiosis hispano-criolla en la que vivió durante su apogeo, a separar del tronco peninsular la rama del teatro argentino; había acunado los comienzos de una actriz que habría de ser, indistintamente, gloria de ambas carátulas: Lola Membrives; había dado soltura al verso e independencia creadora al destrabarnos de nuestro empaque romántico, rígido y ya estéril58; había, por último, propuesto un material estético de calor humano, verdad y gracia populares con el que,   -63-   al fin y al cabo, se hizo, a poco andar, lo más serio y permanente del teatro criollo.

Un aficionado a los símbolos esotéricos podría sacar partido de este episodio muy conocido: Abelardo Lastra era otro de los tantos españoles que, como Gil o Juárez, se había adueñado con rara habilidad de los tipos criollos. Enfermo ya, estrenaba la noche del 21 de junio de 1900, el Sargento de El chiripá rojo de Enrique García Velloso. Al caer herido, en el último cuadro, por el puñal de la heroína con verdad impresionante que el público aplaudió sorprendido, comprobaron a los pocos minutos cómo la muerte fingida había sido real. Lastra no se levantó de aquellas tablas de la Comedia, más feliz, quizá, que Molière o nuestro Casacuberta muertos ambos a poco de abandonar el escenario.

El final de Abelardo Lastra era, en efecto, la conclusión de una época y el comienzo de otra. Se oían ya cercanas las sirenas del nuevo Siglo59.



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Capítulo quinto

El periodismo


La época se prestaba como ninguna otra para ese periodismo audaz, beligerante, valiente, con más de trinchera que de gabinete, con más de fortaleza o atalaya que de mesa de redacción. Los constituyentes del cincuenta y tres habían sancionado expresamente para «todos los habitantes de la Nación»: el derecho de «publicar sus ideas por la prensa sin censura previa» (Art. 14), y este derecho se respetaba con extremo celo, no tanto por la letra constitucional como por reacción al aherrojamiento y «dirigismo» de la década anterior.

Los españoles estaban bien preparados para el ejercicio. Desde la Gaceta, el Semanario patriótico, el Memorial literario, papeles aparecidos durante la guerra de la independencia y las conspiraciones antifernandinas, sabían de coro la frase hiriente, el latiguillo, la caricatura que destruye o el azote que marca, como sabían de la pluma bien cortada para el suelto de guerrilla o el artículo sesudo. Pronto llegaron los que habrían de luchar en la brega a la par de los compatriotas.

Conoce nuestro lector, desde el capítulo primero,   -65-   a Benito Hortelano. Librero, editor, periodista, puede considerársele como el iniciador de la prensa española en el Río de la Plata, después de Caseros.

Es curioso que sus primeros combates los librara desde una publicación satírica titulada: El padre Castañeda. Es bien sabido que este buen padre, en vida, fue aquel exaltado franciscano antijacobino y monárquico, el único en defender la causa española durante la hora más encrespada de la revolución y primeros conatos de la guerra civil. Célebres han quedado en la historia los titulares de algunos periódicos fugacísimos con los que el buen Castañeda -no muy en la mansedumbre de su seráfico maestro- atizaba el fuego de la anarquía; por ejemplo; El Despertador Teofilantrópico Misticopolítico o este otro aún más desatinado y delirante: El desengañador gauchipolítico federi-montonero chacuaco-oriental y puti-republicador de todos los hombres de bien que viven y mueren descuidados en el siglo XIX de nuestra era cristiana.

En ese tono mordaz y bravo el periódico que llevaba su nombre, y quizá para seguir la efímera virulencia del fraile evocado, vivió del 20 de marzo al 13 de mayo de 1852, y vaya un botón de muestra para acreditar cómo las gastaban sus redactores. Para atacar a La Camelia, primera tribuna feminista argentina, publicada y escrita por Rosa Guerra, directora del Colegio que regenteaba Miss Bevans, le soltaban la siguiente amable cuarteta:


Y hasta habrá tal vez alguno
que, porque sois periodistas,
os llamen mujeres públicas
por llamaros publicistas60.



  -66-  

De sus cenizas -había tirado trece números «contra el gobierno», dirigido por Victorica, Eusebio Ocampo, Navarro, Viola, etc.- surgió El Español fundado por Benito Hortelano61.

El Español es, por ende, el decano y punto de partida de la prensa hispana en el Río de la Plata y debemos respetar en Hortelano, como apuntamos al iniciar el capítulo, al promotor de la misma con una «actuación periodística» -copio palabras de Galván Moreno- «de las más destacadas de esta época»62.

Según dejamos dicho, más aficionado a la buena tipografía, a los libros y a la pulcritud editorial que al dicterio panfletario, en un momento de enconada lucha, en que las hojas nacían y morían con rara violencia, conviene inscribir algunas otras publicaciones de Hortelano más en consonancia con su espíritu apaciguador y erudito. Así, por ejemplo:

El Catálogo Comercial y Guía de la Ciudad de Buenos Aires, aparecido en 1850 o La Ilustración Argentina (diciembre de 1853 a abril de 1854) de carácter literario-documental, en la cual Mitre publicó sus Viajes y descubrimientos, y que, en su segunda época de 1856, dio cabida a las firmas de Mármol, del propio Mitre y de Juan María Gutiérrez.

  -67-  

Por último, La España, nuevo grito de combate para defender a la península isabelina en su aventura de 1866 contra el Pacífico, sostuvo violentos altercados con La Tribuna, El Nacional, etc.

Gresca impresa sin mayores consecuencias, pone término a la acción de Hortelano, puesto que, desde este momento, perdemos su rastro periodístico e, inclusive, su presencia como librero y editor en Buenos Aires.

La colectividad más numerosa, como sabemos, a partir del sesenta se manifestó por otros órganos; recordaremos: El Eco Español (2 de febrero-30 de noviembre de 1861), el curioso papel titulado -con un cariñoso argentinismo hoy corriente- El Gaita (junio de 1861) de vida efímera, el cual «aboga por las instituciones liberales y la armonía hispanoamericana»63 y, por último, en 1865, La Razón Española, germen de una nueva etapa en este periodismo hispanoargentino.

Hasta la aparición de El Correo Español no encontraremos ninguna manifestación de importancia en los años que corren de 1865 a 1872.

La dramática historia de El Correo Español, la calidad de los hombres que tuvo en su dirección y redacción, la fuerza con que, en algunos momentos, tomó parte en la vida argentina y, desde el Plata, en los acontecimientos de España merece que le dediquemos algún espacio en este capítulo.

Isabel II cayó destronada por la revolución de setiembre de 1868 -la gloriosa-; un instante, un momento nada más, se tuvo la sensación muy castiza de que «empezaba una nueva era», pero, casi enseguida, las fracciones políticas rompieron la unidad inicial, y   -68-   se perdió entre discursos, agitaciones, revueltas y conatos todo el beneficio revolucionario. Un federalismo incipiente, mal fraguado y peor entendido, lanzó a las provincias en un torbellino de pequeños pronunciamientos sofocados a duras y terribles penas por la Junta Central Revolucionaria. Málaga, la República Malagueña, soportó la más sajante de estas represiones. Dirigía la revuelta republicana un joven sacerdote, orador impetuoso y liberal formidable, el cual se había atrevido a lanzar desde el púlpito -a pesar de la vigilancia de los tiempos de Narváez- un sermón tremebundo en unas honras fúnebres al general Torrijos, fusilado por la reacción fernandina en Málaga, el año 1831.

Se llamaba el tonsurado Enrique Romero Jiménez -el «cura Romero» como exigió ser nombrado después de 1868, pues «en un régimen democrático e igualitario, debían desaparecer las jerarquías y dignidades, aun las de sacristía»- y levantó a sus paisanos en la romántica cruzada de la República Malagueña con una arenga elogiada, a su hora, nada menos que por Castelar.

Caballero de Rodas sofocó la intentona y entró a sangre y fuego por el Perchel el 2 de enero de 1869; el 11 de febrero el «cura Romero» era sentenciado a la pena de muerte. Amigos, cofrades entusiastas de su elocuencia consiguieron librarlo de la prisión, y de paisano (nunca más volvería a vestir la sotana) embarcarlo en una ballenera la cual, sorteando mil peligros, pudo dejarlo sano y salvo en Gibraltar. De ahí pasó a Lisboa y de ésta a Burdeos, y aun hizo alguna nueva tentativa federal en compañía de José Paul y Angulo -de quien pronto nos volveremos a ocupar- dentro de la península.

Muerta la madre, don José Mascías, comerciante de Buenos Aires, español y a la sazón en Burdeos, le aconsejó la prueba de América. No resistió la tentación   -69-   el espíritu aventurero de Romero Jiménez, y a Buenos Aires llegó en mayo de 1872.

Languidecía, entonces, un periódico que ya hemos nombrado: La Razón española. Romero, sin recursos casi, con una teoría romántica e improvisada del periodismo, tomó aquellas menguadas fuerzas para lanzar, el 29 de julio de 1872, su Correo Español.

Fue, como los del tiempo, un diario quemante, belicoso y admirablemente bien escrito. Romero Jiménez tuvo, en esta hora rioplatense de su vida, tres pasiones de cuño ideal: su mujer, el general Mitre y España, y de las tres dejó en el periódico y en la vida señales candentes.

El idilio esproncediano con la primera merece dos palabras: Eloísa González, hija de un coronel de la guardia civil, sevillana y ciega de nacimiento, había sido un ideal platónico de Romero Jiménez en sus tiempos de clérigo revolucionario; cuando se creyó asentado en Buenos Aires, arriesgando vida y dinero, volvió a España para buscarlo. Burlando la vigilancia paterna, gracias a las artimañas de un chulango madrileño tuerto y avispado, casó con Eloísa; a los dos meses de la boda, realizada en Gibraltar, regresaba a Buenos Aires. Eloísa, muy inteligente, discreta, con esa tierna resignación que suele, por divino milagro, otorgar la ceguera puso en la vida del fogoso periodista decoro y armonía, y le dio una hija nacida en las trágicas circunstancias que pronto veremos.

Por Mitre empeñó su diario, sus recursos y hasta casi la vida. Jiménez puso al trabarse con las cosas argentinas, el mismo ardor, la misma fogosa elocuencia que había puesto durante sus juveniles empresas malagueñas. Volcado a la campana mitrista, el desastre de La Verde y la fracasada conspiración Bockar desmantelaron el periódico, y Romero, con un grupo de   -70-   adictos, hubo de escapar a Montevideo para volver, después de la conciliación famosa de Avellaneda, a reanudar la brega desde el reabierto Correo Español.

Incontables son las lanzas que rompió por España. Sin espacio para enumerarlas sólo una de ellas nos interesa aquí: la que blandió sin tregua contra los hispanófobos recalcitrantes que aún pululaban por la década de 1870 a 1880. En este sentido, no hubo español que no recordara por mucho tiempo el ardor con que Romero supo defenderlos y la violencia puesta por el caballero malagueño en algunas causas a su hora célebres; por ejemplo, la defensa de Josefa Zuquilvide, una muchachita vasca injustamente acusada por robo de alhajas, o la campaña, por momentos violentísima, abogando la edificación definitiva del Hospital Español.

Tenía en la redacción españoles muy pronto fundidos a nuestro medio. Véase cómo se expresaba Modesto Rodríguez Freire, uno de sus miembros de la primera hora, cincuenta años después en el número homenaje que El Diario Español dedicó al Correo el 29 de julio de 1922: «... lo digo con toda mi alma, ungida de fe y de españolismo y también de argentinismo puro, alto y sincero, bien y abundantemente comprobado en los casi cincuenta años64 que llevo de residencia en este país querido y apreciado, donde me extendí en hijos y nietos y donde en comunión de confraternidades que hoy ven surgir poderosas lo mismo aprendí a jugar al mus que al truco, vestir guante y frac elegante, de irreprochable corte, que ponerme la bombacha campesina, usar la alpargata, tomar la mancera de un arado... y hacerme gente».

O Don Casimiro Prieto Valdés, a quien ya conocimos en nuestro capítulo anterior por su discutido   -71-   a propósito El sombrero de don Adolfo, que le dio pie para un periódico satírico en el mismo año (1875) y con idéntico nombre cuyo subtítulo rezaba: «Semanario impolítico de caricaturas. Se admiten desafíos a $100 el cubierto. Se dan palos, pero no se reciben»65. Hombre culto, humorista fino, con ese humorismo catalán melancólico y retozón, había nacido en Reus el 27 de octubre de 1847. Llamado por sus tíos a Buenos Aires para hacer de él un grande y maduro escribano, se dio desde su arribo, en 1867, a la brega periodística con una gracia y valor inextinguibles. De la revista España en donde hizo sus primeros ensayos pasó a La Nación Argentina y cuando, en 1870, Mitre fundó La Nación incorporó a ella una variada sección de anécdotas, cuentos, epigramas, etc., en la cual Prieto popularizó el célebre seudónimo de «Aben Xoar». Desde ese momento, en El Correo Español de Romero Jiménez, en el Antón Perulero de nuestro conocido Martínez Villergas, en La Nación, como hemos dicho, su ingenio agudísimo dio para las notas más curiosas y entretenidas66.

Mas no se limitó a este chisporroteo satírico la obra periodística de Prieto Valdés: en su rinconcito de La Nación dio cabida a los primeros versos de Gervasio Méndez, de Martín Coronado, de Rafael Obligado, y, en 1877, editó por primera vez su luego difundido   -72-   Almanaque Sud Americano que alcanzó veintiséis años de vida, comúnmente llamado el Almanaque Prieto, donde alternaron las firmas de Campoamor, Núñez de Arce, Castelar, la Pardo Bazán a la par de las de Mitre, Obligado, Cané, Andrade, Oyuela, etc. Cincuenta y nueve años de vida y treinta y nueve de América tenía Prieto Valdés al morir, en Buenos Aires, el 11 de marzo de 1906.

La tercera gran figura de la redacción de El Correo Español era don Justo S. López de Gomara, pero don Justo merece entrar en estas páginas con todo el vigor que su notable personalidad reclama.

Ya dije que en una de sus últimas tentativas políticas españolas, Romero había andado en aventuras con José Paúl y Angulo.

Era éste un liberal intransigente, verboso, altanero y valiente como buen jerezano. Crudo, picado de viruelas, con antiparras azules, dado a veces a la bebida, Galdós en su España trágica67 lo retrata con carbón indeleble. Amigo del general Prim, quien lo sentaba a su mesa, sostenía el jerezano con marchosería andaluza que él había hecho la revolución de setiembre. Esta idea concluyó por enloquecerlo y durante la agitación federal de fines del 68 y albores del 69, Prim se vio obligado a desterrarlo. Errante anduvo por Lisboa, Londres y París concibiendo los planes más descabellados, tiempo en el que conoció fugazmente a Romero Jiménez. Volvió a España en el setenta y en aquel año terrible se dedicó al ataque contra Prim, su antiguo camarada, desde El Combate, periódico de una violencia rayana en el delirio, que noche tras noche era asaltado por los de «la porra», fracción monárquica   -73-   amadeísta dirigida por Felipe Ducazcal -el famoso empresario de teatros y periodista, redactor de La Iberia-, y a quien Paúl hirió en un duelo a pistola. Importa este último antecedente.

Galdós, al ingerirlo en el plan novelesco de España trágica, señala muy bien la brutalidad, intemperancia, arrebatos sádicos del jerezano -temible tirador- cuando llevaba encima unas copas de más o lo absorbía una discusión sobre cualquier asunto, y la bondad, diligencia, eficacia, dulzura en cuanto se cruzaba con una situación apremiante o humanamente dolorosa. El valor, el arrojo, el brío caballerescos lo conmovían y ablandaban al punto de resignar todo su empaque y endemoniada arrogancia.

Confirmada la candidatura de don Amadeo para rey de España, Paúl y Angulo cerró El Combate, no sin antes disparar una última andanada furibunda contra Prim y el amadeísmo, para entrar directamente a conspirar. Los acontecimientos, como es sabido, se precipitaron vertiginosamente: don Juan Prim fue asesinado y moría la noche del 30 de diciembre de 1870, el mismo día en que ponía pie en Cartagena Amadeo I; éste abdicaba en febrero de 1873; la primera República vivió su angustiosa agonía de año y medio, y el 29 de diciembre de 1874 (habían pasado cuatro años exactos de la muerte del general que derrocó a Isabel II) se restauraba la monarquía borbónica con Alfonso XII.

Todo el liberalismo -a pesar de la cauta prudencia de don Alfonso- debió buscar asilo en el extranjero. Para América embarcó, entre muchos otros, Paúl y Angulo; anduvo deambulando por el Pacífico, Uruguay y la Argentina; al fin, a Buenos Aires llegaba, por segunda vez, en los comienzos de 1880.

El Correo Español, a pesar de sus altibajos económicos y políticos, lucía con orgullo sus ocho años de   -74-   vida; hasta ese momento había sido la hoja española de más larga duración en el país. El encuentro de los dos viejos camaradas septembrinos fue cordial. Cuando al concluir la presidencia de Avellaneda estalló la revolución de junio del ochenta, ambos colaboraron en la organización de la Cruz Roja e, inclusive, Romero ofreció a Paúl la casa e imprenta del diario para hospital de sangre. ¡Fácil es imaginar, dentro de esta tarea auxiliar, cómo herviría el pecho de los empecinados revolucionarios al ver rebullir en los cachorros la sangre del viejo león!

La amistad, posible entre ambos, no duró mucho; por la conocida violencia de Paúl. Éste se había propuesto competir con el Correo, y en una ruidosa asamblea llevada a término en cierto local llamado «El Coliseo» había fundado La España Moderna. Pasada la tregua impuesta por los sucesos del ochenta, los dos periódicos, hasta ese momento chocados con ligeras escaramuzas, se enardecieron en brava polémica relativa a ciertos problemas concernientes al recién inaugurado Hospital Español. El 11 de agosto de 1880 por la noche se encontraron Paúl y Romero en la sala de lectura del Centro Gallego. A propósito de un suelto aparecido en el Correo, el jerezano interpeló duramente a Romero e intentó escupirle. El duelo quedó concertado esa misma noche a pistola -arma elegida por Romero Jiménez- y a muerte. Los contendores se enfrentaron, en Montevideo, el 13 de agosto por la tarde. Al segundo disparo, Romero -sin caer- confesó estar herido seriamente en el pecho. Paúl, rasgo muy de su temperamento, arrojó al suelo, maldiciendo, la pistola homicida.

Romero encargó a uno de sus testigos, joven madrileño, recién llegado al país -Justo Sanjurjo López de Gomara- que con Rodríguez Freire sostuvieran El   -75-   Correo hasta quemar la última tabla de la imprenta. Una semana sobrevivió al lance el fogoso malagueño. Dramática coincidencia: el 20 de agosto nacía en Buenos Aires su única hija -la angustia de aquellas últimas horas era para Jiménez el que tuviera vista, como, felizmente, así fue- y el 22 moría en Montevideo. Tanto se había adueñado Romero Jiménez del alma argentina con la arrogancia de su diario, la nobleza de sus campañas y el arranque de su pluma que, cuenta la historia, hasta el entierro de Mitre no se vio en Buenos Aires muchedumbre y duelo popular como el que acompañó a Enrique Romero Jiménez al ser trasladado al panteón de Socorros Mutuos el 24 de agosto de 1880.

Una verdadera furia se desató contra Paúl y Angulo. Gomara -que entonces no había cumplido veintidós años- tomó valientemente la dirección de El Correo Español y firmó el mismo veinticuatro un editorial violentísimo titulado «¡Asesino!». Fue la señal del ataque; sobre Paúl cayeron los dicterios más tremendos. Aprovechando el misterio que siempre rodeó al atentado contra el general Prim, y conociendo sus andanzas por aquella hora, incluso se le imputó una participación directa en el mismo. El jerezano se defendió «contra todos y contra su propia conciencia -lo digo usando palabras del mismo Gomara- durante cuatro meses; probando realmente un carácter de luchador de temple excepcional, víctima de sus propios impulsos, lo que hace más evidente la crueldad de sus luchas y sufrimientos al sucumbir vencido»68. En efecto, Paúl y   -76-   Angulo capituló en El Nacional con un artículo titulado: «No puedo más» y se entregó, mediante uno de sus arrestos sentimentales, a los hombres de El Correo Español.

Lo que era ya sombra de Paúl y Angulo, en otro mundo y en otra época, se iba atenuando y borrando con el andar de la historia. Murió oscuramente un día sin nombre de 1892.

Entretanto quien imponía su prestigio, hidalguía, temple, en la colectividad, era López de Gomara. Casado, en Buenos Aires, a los veintidós años con doña Mercedes Lugones -don Justo había nacido, en Madrid, el 6 de mayo de 1859- la presidencia del General Roca le dio cargos de importancia, y hombre claro, activo, de un singular don de gentes llegó a ser figura principalísima, no sólo en la colonia, sino en el país por su capacidad, simpatía y posición económica.

Sobrevino, entonces, la crisis y revolución del noventa. Gomara se sumó a los ardorosos muchachos de la «boina blanca» y de estas andanzas, con su corolario de caída financiera, persecuciones y desorientación, sacó Gomara la zozobra de El Correo Español que entregó a don Rafael Calzada, la pérdida de su fortuna, el quebrantamiento de la salud, y, como una especie de alegato simbólico de aquellos días de julio, su breve pieza Valor Cívico publicada el mismo año 90 en las claudicantes prensas de El Correo a poco de su estreno en el viejo Goldoni69.

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Buscando salud y reposo marchó con los suyos a Mendoza por el año 1894. Bastará una simple enumeración de lo que hizo en la hermosa provincia cuyana para comprender la significación del aporte que López de Gomara trajo a la cultura argentina. Desde El Porvenir, periódico que contribuyó a fundar, sostuvo la candidatura de Emilio Civit, que fuera muy pronto una de las gestiones más dinámicas de la provincia; se lanza al cultivo de la vid y a la fabricación del vino como precursor de la hoy formidable industria; establece y dirige «El Ateneo», e imitando a los viejos de su estirpe, funda, el 31 de mayo de 1896, la villa Nueva de Guaymallén, ahora una de las más ricas, bonitas y floridas de esa verde y engalanada tierra que es Mendoza; le da su Banco Agrícola; el Instituto Agronómico; los talleres Municipales de cerámica y tejidos. Es, a la par, funcionario como síndico del Banco de la Provincia, colono, industrial, periodista, historiador -ha escrito, entre otros muchos, un drama, Curupaity, en 1892, y otro, Savonarola, en 1901- y, por último, poeta y amigo indiscutido.

Esta tensión de trabajo, que hubiera hecho de Mendoza su rincón definitivo, fue cortada repentinamente, en 1902, por la muerte de su hija mayor: Mercedes. No pudo soportar el descalabro. Era así, impertérrito y frío para la lucha pública; tierno, delicado y de sensibilidad exquisita para los dolores íntimos. Fue lo irreparable. Abandonó cuanto tenía, y volvió a Buenos Aires ese mismo año.

En El Diario de don Manuel Láinez, ese glorioso refugio de todos los poetas, periodistas, dibujantes y hombres de talento de fines y comienzos de siglo, encontró Gomara un amparo. La noche sobre las mesas   -78-   iluminadas con lámparas de pantalla verde, el olor fresco de la tinta de imprenta, el suelto apremiante, la noticia inminente, el olfateo lejano de la posible y ardiente polémica eran la morfina de Gomara; su paraíso; su razón de ser. No en vano, periodista de raza, se había hecho en horas de angustia y de combate.

El Diario lo galvanizó nuevamente. En 1903, fundaba Páginas de España y, en 1904, retornando los moldes de su viejo Correo -mantenido a duras penas y con grandes angustias económicas por Calzada o por Fernando López Benedito, otro benemérito del periodismo hispano entre nosotros70- lanzaba El Diario Español que habría de sobrevivirle.

Vano y prolijo resultaría ahora enumerar los actos de arrojo, el denuedo, la honradez verdaderamente espartana con que don Justo mantuvo sus principios desde las columnas, ya pobres ya ricas, según soplaran los vientos nacionales o peninsulares, de El Diario Español. En el citado número -homenaje de mayo de 1933- hay abundante material que así lo acredita, y hay un artículo -firmado por anónimo J. C.- cuyo título es: «Algunos aspectos y anécdotas de la vida de Gomara» en que ese menudo anecdotario del vivir cotidiano y personal perfilan con nitidez un carácter muy entero, muy sensible, muy hondo y muy español.

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Manolo Carlés -a quien Gomara llamaba el indio- decía de éste que el gallego Gomara era más «criollo que el zapallo amargo»; el Congreso de 1913 -idea de don Justo con el objeto de confederar los cientos de mutualidades españolas del país; ingenua y lírica tentativa para cuajar una idea absolutamente necesaria pero incomprensible al «regionalismo» hispano- proponía, en su sesión del 8 de mayo, «Que El Diario Español de Buenos Aires es el órgano oficial de la colectividad en la República Argentina. Que su Director, el señor Justo López de Gomara, por sus levantadas propagandas por y para España y por la unión y prosperidad de sus hijos de América, es buen benemérito patriota, muy merecedor de una alta distinción: del gobierno español». Gomara sólo consintió en que se aprobara la primera parte de la propuesta; esto es, la declaración oficial de su Diario como órgano de los españoles en la Argentina.

Murió don Justo Sanjurjo López de Gomara el 11 de agosto de 1923. El Diario Español, convertido en Sociedad Anónima y administrado por sus cuatro hijos argentinos: Justo, Eugenio, Augusto y Ricardo, continuó dirigido por otro argentino, don Casimiro Prieto Costa, hijo de nuestro ya conocido Prieto Valdés. Medio siglo después entraba casi en el patrimonio intelectual de la Argentina aquella lejana fundación romántica de Romero Jiménez.

Y con altibajos económicos, hijos de otra época convulsa, desapareció de la prensa porteña en el mes de julio de mil novecientos cuarenta y siete. Había vivido setenta y cinco años exactos, menos un día, a la par de nuestro periodismo aquel viejo papel tan noble, tan desinteresado, tan español y tan criollo al mismo tiempo.

Salvo tentativas parciales, revistas de entidades, órganos esporádicos, ninguna de las publicaciones de la   -80-   colectividad ha tenido, ni creo pueda ya tener, la indudable gravitación que sobre una época de nuestra vida pública ejerció El Diario Español.

Y es razonable que así sea: mientras el periódico nacional no llegó a madurez y apogeo, cada publicación atendía a los intereses de un grupo, y salía más como pieza de propaganda, como ariete de combate que como medio de información. Cuando la estabilización social, política y, sobre todo, económica de comienzos de siglo fortaleció a nuestras grandes empresas, cuando las pasiones decrecieron a medida que se imponía un sentido mercantil, informativo y propagandístico del periodismo, los grandes diarios absorbieron a todos los otros. Éstos no podían luchar por falta de recursos con la potencialidad informativa, el plantel de colaboraciones y el torrente de avisadores de los de mayor volumen. Permanecen sí las hojas publicadas en lenguas extranjeras porque sus colectividades, cada día más numerosas, gustan leer en el propio idioma, cuando no son adquiridas por el snob -ayer, francés; hoy, inglés- tan ingenuo como para suponer que eso da tono, pero el diario «en español» sufrió, como era inevitable, una competencia absorbente y, a la postre, aniquiladora.

Mas en la historia de nuestra cultura, sería torpe ingratitud negar su influjo en un momento decisivo. En la hora de nuestra organización nos enseñaron cómo se hacía ese periodismo urgente, del minuto, corrosivo, que mueve las pasiones, enardece los ánimos y deja roncha urticante; formaron discípulos en esta pedana democrática del siglo XIX que si, libre, acarrea muchos trastornos; aherrojada, deprime los ánimos y corroe los temples; nos dieron el tono de la burla, la fuerza del grito, la certitud del impacto como la gracia del donaire o la sensatez del editorial, y ellos, que venían de ese desgarrado siglo español de las luchas civiles,   -81-   la vida en el potro y el alerta continuo, se sumaron a nuestra historia con su capacidad de combate, su experiencia dramática y su verbo elocuente.

Y hombres de España, fueron -en su momento- hombres de la Argentina como maestros o como soldados71.



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