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José Asunción Silva

El autor: Apunte biobibliográfico

Hacia José Asunción Silva

J. A. Silva (1892)No se equivocó el mexicano José Juan Tablada cuando anotó que José Asunción Silva no tiene una biografía sino una Leyenda[1]. Entre sus estampas más conocidas no faltan la del genio precoz que escribió a los diez años su primer poema, la del adolescente extraordinariamente bello y sensible, dominado por la timidez y refugiado en la conciencia de una inteligencia superior a la de quienes lo rodeaban y hacían burlas de él, la del joven poeta que enviaba a sus admirados Stéphan Mallarmé y Gustave Moreau raras orquídeas colombianas especialmente preparadas para sobrevivir al largo viaje trasatlántico, la de un burgués bogotano que quiso vivir como un dandy europeo (protegido de las demandas judiciales que lo acosaban por su recurrente crisis financiera tras las cortinas bordadas con nombres de mujer que dicen decoraban su garçonniére), o la de las manos pudibundas que alterarían póstumamente sus versos para evitar, por ejemplo, la palabra 'desnuda', pero los harían convivir con dibujos malévolos que redundaban en la sospecha de los amores incestuosos del poeta con su hermana, un rumor morboso alimentado, entre otros, por Guillermo Valencia, al sugerir en «Leyendo a Silva» (1898)[2] que el poeta se quitó la vida para ir en busca de su hermana muerta.

«Nocturno I, de J. A. Silva» (Tarjeta postal Ariza, dibujo Moreno Otero, c. 1910)Tampoco falta, por supuesto, la estampa de un escritor incomprendido, menospreciado o envidiado por la chatura y la mediocridad ambientales, al que sólo una muerte prematura y trágica pudo glorificar como víctima de un entorno que no supo admirar su belleza, ni asimilar su elegancia y su cosmopolitismo, ni entender su ejercicio de una literatura nueva. Sin esa leyenda, Silva seguiría siendo uno de los mayores escritores del Modernismo, de la mano de su famoso y controvertido «Nocturno» con el que revolucionó la métrica y la prosodia finiseculares, de su paródica y archipolémica «Sinfonía color de fresa con leche», de sus sarcásticas Gotas amargas, corrosivas para con casi todos los valores y creencias establecidos, de su no menos controvertida novela De sobremesa y de sus crónicas y críticas literarias, también portavoces de las principales tensiones estéticas e ideológicas (nacionalismo/cosmopolitismo, cientificismo/espiritualismo, realismo/simbolismo, técnica/inspiración) que marcan la época; pero sin ella probablemente ni su figura ni su obra ejercerían la inquietante atracción que aún hoy ejercen entre sus lectores, pues de esa legendaria biografía emerge una personalidad misteriosa y vaga, adornada, según los gustos, con los encantos de un fantasma romántico, con la excentricidad de uno de esos Raros prototípicos e incurables de que hablara Darío, o con el prestigio de un héroe en lúcida rebelión contra los tabúes y los conformismos de su época.

Manuscrito del Nocturno «Una noche» (1892)Por todo lo dicho el autor se ha convertido en su país en una especie de mito nacional, y su obra, en el punto de partida de la tradición cultural colombiana del siglo XX. Pero además de ese valor quiero subrayar que, con la perspectiva que dan el tiempo y la sucesión de lecturas críticas (a menudo encontradas y hasta aparentemente incompatibles entre sí), asomarse a la trayectoria vital e intelectual de Silva equivale a descubrir una de las más ejemplares manifestaciones de la crisis espiritual que acompaña la transición del siglo XIX al XX, y casi con la personificación perfecta de las tensiones, confluencias, contradicciones y colisiones que fundamentaron el Modernismo en tanto que producto típico del también plural y contradictorio Fin de Siglo hispanoamericano. Con ese escenario de fondo, el «sensitivo» bogotano se erige, no sólo como el hito que divide en dos la historia de la literatura colombiana -hay un antes y un después de Silva-, sino además como símbolo perfecto de los conflictos (omniculturales y diacrónicos) del idealista frente a la sociedad utilitaria y burguesa: ese choque entre el Poeta y el Mundo que, en su caso, implica tanto lo estrictamente literario (el escritor incomprendido) como lo existencial (el moderno intempestivo) y, sin duda también, la quijotesca actividad empresarial y comercial que desarrolló, cuya bancarrota se debió a que en los exquisitos almacenes que regentaba en Bogotá se acumulaban modernos objetos de lujo para los que no había mercado en una sociedad tradicional como la colombiana de entonces.

Anuncio del Almacén Ricardo Silva e HijoBillete de 5000 pesos colombianos en homenaje a Silva en el centenario de su muerte (1996)En Silva confluyen, pues, la figura de un esteta que no encontró suficientes lectores para sus textos, la de un pensador sin suficientes espíritus afines a su peculiar idealismo y la de un comerciante que tampoco encontró suficientes clientes para su mercancía excesivamente refinada y moderna; aunque también la inversión de ese tópico ha dado pie a la leyenda alternativa: un Silva extravagante, esnob y algo tocado por «la chifladura del Arte» y «el Mal de Pensar», como reconoció él mismo[3], cuyo estilo de vida escandalizaba a casi todos, cuya literatura ofendía el buen gusto, y cuyo pertinaz bovarismo en lo literario y en lo filosófico -otra «patología» de la época- chocaba con el sentido común, por lo que no fue la sociedad la que no comprendió al poeta, sino el poeta quien no se integró en la sociedad. Su obra literaria, salvada de un naufragio real y de otros metafóricos pero no menos devastadores, alimentó desde siempre esa doble leyenda que, aun exagerando la disonancia entre el autor y su entorno, acierta en cualquiera de sus versiones al subrayar como conflicto fundamental el desajuste entre la evolución de la morfología espiritual de Silva y la de su contexto.

J. A. Silva por el fotógrafo Nadar (París, 1884)Ese desajuste, hasta entonces autodidacta, se acentuó cuando en 1884 el joven poeta viaja a Europa (a París, Londres y Suiza), aparentemente para hacer contactos y gestiones comerciales por encargo de su padre, pero, sobre todo, con «premeditación literaria», para disfrutar a plenitud los estímulos de la vida intelectual que intuía y anhelaba conocer, lo que supuso para él una experiencia única, enormemente enriquecedora y definitiva para la formación de su sensibilidad como escritor y como ser humano. Significa, fundamentalmente, la inmersión en todo ese «espíritu moderno» que de inmediato Silva reconocerá ya como suyo, en el que convergían, por una misma necesidad de renovación, el rechazo común hacia el Realismo, el Naturalismo y sus aliados cientificistas, con variados aportes artísticos, no necesariamente afines (el Prerrafaelismo, el Wagnerismo, el neoidealismo, el neomisticismo, los 'poetas malditos'), configurando el ambiente del que nacerá el Simbolismo. Silva asistió de cerca a esa gestación, la respiró ávidamente, la asimiló (es decir: la hizo suya) y regresó a Colombia, en abril de 1886, muy poco antes de que estallara la 'guerra literaria' entre decadentes y simbolistas, cuya ruptura consumaría el Manifiesto Simbolista de Le Figaro en septiembre de ese mismo año.

A. Beardsley, «The Wagnerites» (1894)Aunque no presenció esa batalla in situ, Silva, probablemente más que ningún otro autor hispanoamericano entonces, se había compenetrado ya tan íntimamente con el caldo de cultivo que la hizo posible que podría haber formado parte de lo que Ernest Raynaud bautizaría como mêlée symboliste en un libro del mismo nombre: mêlée, mezcla de los diversos ingredientes de los que José Asunción había hecho buena provisión antes de dejar Europa y regresar a su país. Su periplo europeo, en fin, supuso para él, como acertadamente ha resumido Ricardo Cano Gaviria, «asistir prácticamente al nacimiento del siglo XX, una experiencia que marcó decisivamente su vida, convertida de ahí en adelante en un lento, dosificado anacronismo: el de los diez años que pasó luego asistiendo desde Colombia a la lenta agonía del siglo XIX»[4].

C. Schwabe, «Spleen et Idéal» (1896), ilustración para «Les Fleurs du Mal», de Baudelaire (ed. de 1895)Tal anacronismo se perpetuó con la tardía difusión del grueso de su obra, muchos años más tarde de haber sido escrita, cuando el marco histórico-literario y el de recepción habían cambiado totalmente. Pero esa obra llevaba inscrita en el centro mismo de su dimensión existencial la marca ambigua de «lo moderno», como lo difundió Baudelaire[5], y su pluralidad de incitaciones: los raptos complementarios de inconformismo y abatimiento, de contemplación y energía, y la conciencia escindida de un sujeto poético escéptico y soñador, nostálgico y burlón, sereno y desesperado, atraído simultáneamente por la permanencia y la fugacidad, la trascendencia y el vacío, la plenitud vital y el instinto de muerte, o el Spleen y el Ideal, para usar los términos de época. En suma: un héroe típico de la Modernidad, del que los versos de Silva dieron cumplida definición, señalando sus polaridades, y que encarnará el protagonista de su novela, asociando el significado de la obra a la misma angustiosa tensión entre ilusión y desengaño o Ideal y Spleen que fue inherente al espíritu finisecular.

Por todo eso que apenas puedo apuntar aquí[6], además de por una rigurosa conciencia de artista moderno, cosmopolita y en constante evolución, nuestro autor compartió con sus compañeros de la primera generación modernista una producción poética, narrativa, ensayística y periodística que, además de configurar el primer gran boom de las letras hispanoamericanas -el Modernismo-, fue también agente conductor de los nuevos procesos culturales que contribuirían decididamente a impulsar el rumbo del mundo contemporáneo.

J. Béraud, «Soirée» (1880)Porque ni la capital colombiana era tan inculta y aletargada (no en vano fue llamada «la Atenas suramericana» por Alexander von Humboldt, Miguel Cané, Menéndez Pelayo y otros ingenios), ni Silva fue nunca un 'maldito' retador de la moral, ni un ermitaño -así lo ha rescatado uno de sus biógrafos, Enrique Santos Molano, en la biografía donde mejor se plasma la estrecha relación entre este poeta y su mundo[7]-: participó en las reuniones políticas, cenas y bailes de sociedad propios de su clase, desempeñó cargos diplomáticos y vivió preocupado, además de por sus creencias estéticas, por la pérdida de valor del recién estrenado papel moneda y por las heridas aún abiertas de varias guerras civiles. Tampoco se abandonó a una marginalidad resentida, desubicado e indiferente ante los problemas sociales de su tiempo: entre las muchas Sociedades de Socorros Mutuos que funcionaban en el país (precursoras de los modernos sindicatos, donde se reunían los obreros y artesanos para educarse y discutir de política, además de para 'socorrerse'), la de Bogotá era la más activa, y Silva fue su Secretario en los años noventa, un período especialmente conflictivo. Y, en fin, participó también activamente de la intensa vida cultural que ofrecía la capital, mantuvo tertulias, escribió en los periódicos más leídos, apareció en las principales antologías poéticas e incluso se implicó en proyectos culturales de tanta envergadura en la época como la Biblioteca Popular Colombiana que circulaba en volúmenes quincenales, varios de los cuales -los de Anatole France, Leon Tolstoi, Edgar Allan Poe, Rubén Darío y Gustavo Adolfo Bécquer- aparecieron preparados y prologados por José Asunción Silva.

Plaza de Bolívar en Bogotá (1895), iluminada con la primera luz eléctrica de la capital colombianaSin embargo, aun reconociendo esa unión entre persona y entorno, es importante también subrayar los conflictos: su vida transcurre entre 1865 y 1896, uno de los períodos más dinámicos, conflictivos y ricos en cambios políticos, sociales y culturales en la historia de Colombia (y de Hispanoamérica), en el que suele convenirse que el país entra a participar en algo semejante a la modernidad y empieza a dejar atrás lentamente las formas de vida coloniales. Como burgués y comerciante, Silva vivió y sufrió ese proceso, y, como intelectual, quiso tomarle el pulso en todos sus aspectos, hasta el punto ser considerado introductor, no sólo del modernismo literario, sino también del modernismo 'social', con sus incursiones en la publicidad y el cartelismo modernos, y con los almacenes de su propiedad que, surtidos con las últimas novedades europeas e inspirados en la filosofía de la Arts & Crafts prerrafaelita, «impusieron la moda en Bogotá y le dieron una cara moderna en los hábitos de vestir y en el decorado de las habitaciones»[8]. No hay duda de que su espíritu se debatió entre las obligaciones pragmáticas de sus negocios y su vocación artística antiutilitaria y decididamente identificada con el idealismo finisecular, y lo más apasionante de su obra son precisamente las contradicciones íntimas que muchas de sus páginas reflejan, convirtiendo en materia literaria ese debate espiritual que se erige, como decía, en producto típico del momento que le tocó vivir.

El resultado de todo ello es que ningún acercamiento al escritor puede prescindir del todo de esa leyenda biográfica en la que la fatalidad concertó además una suma de acontecimientos que hicieron que, en sus poco más de treinta años de vida, Silva perdiera demasiadas cosas: a sus seres más queridos, los manuscritos de sus obras, la fortuna familiar, su carrera diplomática y, muy probablemente, las ganas de seguir viviendo; e hiciera de esas pérdidas ingredientes fundamentales de su obra, desde que empezó a escribir hasta la madrugada misma del 24 de mayo de 1896, cuando, no mucho después de cenar y conversar con sus amigos hasta bien entrada la noche, se encontró su cuerpo inerte con un disparo en el corazón, sin carta de despedida alguna, pero entre una cuidada escenografía en la que aparecieron Il trionfo della morte de Gabrielle D'Annunzio y Trois stations de psychothérapie de Maurice Barrès junto a los manuscritos de su novela De sobremesa y de El Libro de Versos, selección de su obra poética. Con ese último gesto el propio Silva estableció un vínculo indisoluble entre su muerte y sus textos que ha determinado una acusada orientación biografista en gran parte de su crítica,J. E. Millais, «Ofelia» (1852) quizá porque el probado o supuesto suicidio de un escritor invita a releer su obra otorgando un matiz confesional a textos que tal vez nunca tuvieron ese propósito, o como una suerte de extensa 'nota suicida', a la búsqueda de pasajes que pudieran ser indicios solapados de su voluntad. La verdad es que no es difícil hallar esos indicios en la escritura de Silva, pero ese vínculo entre su vida, su muerte y su obra tiene otra de sus razones fundamentales en las estrechas relaciones entre arte y vida que, como él, sustentaron muchos otros escritores finiseculares que quisieron hacer de su vida una obra de arte, o darle a su trayectoria vital una coherencia estética. Una coherencia (incluido el instinto de muerte, de «bella muerte», tan operativo en el Fin de Siglo) que invita a trasladar la atención desde el drama personal del autor hacia la obra y el estado general de las letras hispanoamericanas durante el incipiente Modernismo.

F. Rops, «Modernité» (1880)Desde esa perspectiva, tal coherencia se despliega en tres facetas que sitúan la primera producción de Silva, ya muy atenta a las nuevas corrientes de la sensibilidad, en la transición entre los dos grandes ciclos del lirismo colombiano -el Romántico y el Modernista-; sus versos y prosas de madurez, en correspondencia con los textos literarios, filosóficos y científicos más modernos y avanzados; y al propio Silva, como un intelectual que deliberadamente actuó como agente conductor de las novedades estéticas y a la vez como crítico (en el sentido martiano del término[9]) de las mismas, pues «toda innovación es vulnerable por el lado ridículo -escribió-; pero la mofa no le hace mal»[10].

La crítica actual ha llegado a calificar al autor como «el escritor más complejo en la historia de Colombia»[11], sin duda por la ambivalencia de un espíritu que se volcó con entusiasmo sobre todo lo moderno, pero no dejó de percibir en ello una pérdida de referencias que exigía la búsqueda urgente de un ideal, de esa especie de centro mítico de toda acción humana que el arte ha buscado quizá desde siempre. La dualidad de procesos y modalidades significantes producidos por su pluma o, si se prefiere, su dualismo moral (pues sin duda procede de una interpretación moralizante del mundo), evidencian esa ambivalencia que definió bellamente José Emilio Pacheco cuando escribió que Silva es a la vez «nuestro Poe y nuestro Baudelaire: el horror de la belleza y la estética de la carroña»[12]. Fueron los modos en que convirtió en poesía su particular experiencia del mal du siècle, que no puede entenderse al margen de ese periodo de reajuste y transformación ideológica que fue el final del siglo XIX, y que desdobló su sensibilidad en un registro descreído y otro sacralizador: el primero orientado a denunciar los efectos fragmentadores de la modernidad en el ámbito de los saberes y los valores operantes, y el segundo, a la consecuente fabricación de un ámbito poético destinado a saciar la sed de ideal que el hombre ha demostrado en todos los tiempos y que en el suyo había sido exacerbada por el triunfo del positivismo agnóstico. Son manifestaciones diversas, pero no contradictorias, de una misma voluntad de renovación estética orientada por una concepción espiritualista de la creación literaria, inspirada a menudo por las «trasposiciones de arte» y animada por esas tendencias irracionalistas, antimaterialistas, idealistas, incluso esotéricas y ocultistas, casi todas en la órbita general de esa forma mística del esteticismo que fue el Simbolismo.

O. Redon, «Delante del negro sol de la melancolía», ilustración para su álbum «Edgar Poe» (1882)La imagen resultante de la convivencia de las diferentes facetas señaladas en su trayectoria, de los 'tres Silvas' que sería insensato congelar en una definición monolítica (y a los que unificaría un cuarto, en constante proceso de aprendizaje), bien puede ilustrar calificaciones de «poeta complejo» como la citada, aplicables sobre todo para enfocar una de las cuestiones más discutidas de su obra: el lugar que ocupa en el mapa modernista. Porque, si muchos de sus versos preludian la revolución modernista y otros cuestionan sus excesos, su prosa aparece como un fruto maduro de esa revolución, ya cumplida: ¿fue Silva un iniciador, un participante o un disidente del Modernismo? Fue las tres cosas, desde dentro, algo sobre lo que sí se puede ser concluyente: por estética y espíritu, cronológica y sensitivamente, Silva forma parte de la primera promoción que habría de transformar la sensibilidad de la época, inaugurar la independencia literaria de Hispanoamérica y, a la vez, configurar el primer gran capítulo universalista de las letras del continente. Como Martí, Casal, Gutiérrez Nájera, Darío y Rodó, con quienes guarda no pocas afinidades, el autor colombiano personifica el sincretismo que fundamentó el Modernismo en tanto que libre, crítica y antiacadémica búsqueda de la modernidad. Su obra, como su vida, fue breve, y se publicó tarde, pero compartió con la de sus compañeros de generación (a veces llegó más lejos que la de algunos de ellos) una práctica de la literatura que integra las diferentes tendencias estéticas e ideológicas de su época, que se muestra innovadora respecto a las que la precedieron y que incluso resultó estimulante para las que habrían de sucederla, como demuestran, por ejemplo, las deudas para con Silva de la ironía e inmediatez del Posmodernismo, de la Antipoesía o del Nadaísmo, todos ellos ejemplos de espíritu revulsivo contra la tradición literaria en conjunto, que, sin embargo, consideraron a nuestro autor como uno de los suyos, por «su lenguaje en rebelión y su pensamiento trágico, que comunica su alma con las inquietudes de nuestro tiempo»[13].

Peregrinación de intelectuales colombianos a la tumba de J. A. Silva en 1915Vuelvo al inspirado texto de Tablada para terminar: «Silva vivió ayer, pero es nuestro hermano», destacaba el autor mexicano, pues «se adelantó pasmosamente a su época». Fue «un poeta inmortal» cuya escritura «surge de quién sabe dónde, y una bella mañana aparece entre las bárbaras prosas de un diario, asombrando al grupo inteligente, exhalando de sus imágenes y sus rimas una fascinación poderosa, hecha de originalidad profunda, de sabiduría artística, de análisis sutil de cosas y almas extrañas». Sirvan estas líneas de mera invitación al disfrute de lo que ese lector inteligente y sensible -aquel a quien el propio Silva describió como las teclas de marfil de un piano[14]-, descubrirá por sí solo en los contenidos de esta Biblioteca de Autor.

Remedios Mataix
Universidad de Alicante

[1] En «Máscaras: Asunción Silva», publicado en Revista Moderna, México, 1903, y disponible en esta Biblioteca de Autor.

[2] El poema fue leído por Valencia ante la tumba de Silva el 24 de mayo de 1898, con ocasión de la primera celebración pública del aniversario de la muerte del poeta. Apareció publicado luego en Ritos (Bogotá, 1899) y está recogido también en esta Biblioteca de Autor.

[3] En su Carta abierta a la pintora Rosa Ponce de Portocarrero (1892). Puede verse en la «Correspondencia» de esta Biblioteca de Autor.

[4] Ricardo Cano Gaviria, «El periplo europeo de José Asunción Silva: marco histórico y proyección cultural y literaria», recogido en Obra Completa, Madrid, Colección Archivos, 1990, p. 466.

[5] Me refiero a su célebre definición de la Modernidad que articuló en varias de sus críticas de arte, y especialmente en Le Peintre de la vie moderne (1863), disponible en esta Biblioteca de Autor.

[6] He analizado más detalladamente esos aspectos de la obra poética y narrativa de Silva en mis trabajos «La poesía de Silva, entre Spleen e Ideal» y «De sobremesa: de la parodia a la alegoría», en José Asunción Silva, Poesía y De sobremesa, Madrid, Cátedra, 2006, pp. 51-104 y 105-164.

[7] Enrique Santos Molano, El corazón del poeta. Los sucesos reveladores de la vida y la verdad inesperada de la muerte de José Asunción Silva, Bogotá, Biblioteca Virtual del Banco de la República, 1997, disponible en esta Biblioteca de Autor.

[8] Ibidem, Parte V, cap. I.

[9] «Criticar no es censurar, sino ejercitar el criterio». José Martí, Obras Completas, La Habana, Editora Nacional, 1963-1967, vol. 13, p. 462.

[10] En «Notas literarias» para El Telegrama, Bogotá, 15 de diciembre de 1891. En Enrique Santos Molano (ed.), José Asunción Silva: páginas nuevas, Bogotá, Planeta, 1998, p. 99.

[11] Monserrat Ordóñez, «José Asunción Silva», en James Alstrum (ed.), Historia de la poesía colombiana, Bogotá, Publicaciones de la Casa de Poesía Silva, 1991, p. 185.

[12] José Emilio Pacheco, «Prólogo» a Poesía Modernista. Antología general, México, UNAM, 1981, p. 71.

[13] Gonzalo Arango, «El Silva de X-504», en El Tiempo, Bogotá, 12 de septiembre de 1965. Cito por Juan Gustavo Cobo Borda (ed.), Leyendo a Silva, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1997, p. 269.

[14] Me refiero a la cita del autor que sirve de presentación a este portal: «Yo no quiero decir sino sugerir, y para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista. En imaginaciones desprovistas de facultades de ese orden, ¿qué efecto producirá la obra de arte? Ninguno. La mitad de ella está en el verso, en la estatua, en el cuadro, la otra en el cerebro del que oye, ve o sueña. Golpea con los dedos esa mesa: es claro que sólo sonarán unos golpes; pásalos por las teclas de marfil y producirán una sinfonía». Silva, De sobremesa (1896), ed. de Remedios Mataix, Madrid, Cátedra, 2006, p. 314.

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