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Baldomero Lillo



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ArribaAbajo El rapto del sol

Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o a exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En su inconmensurable soberbia creía que todo en el universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia.

Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez   —6→   que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía: ¡Apoderaos del radiante pez, y todo en torno suyo perecerá!

El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, mas ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegado el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo:

-¡Oh, divino y poderoso príncipe! La solución de tu sueño es ésta: El pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos, porque su influjo os será fatal.

Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír, hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura, y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana   —7→   de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas, el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave y, enseguida, su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la tierra y en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

Durante un momento el rey permaneció inmóvil contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas, aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y el gusano!

Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas cubriendo la tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales   —8→   que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten, y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:

-Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos y los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno:

-¿Qué me quieres, oh, tú, a quién he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la tierra?

Y el monarca contestó:

-Quiero ser dueño del sol y que él sea mi esclavo.

Calló Raa, y el rey dijo:

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-¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

-No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel.

-Hoy mismo los tendrás, dijo el rey, y el denso nubarrón que cabría el alcázar, se desvaneció como nubecilla de verano.

Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey al hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en su corazón.

Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.

El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó al ver la consternación pintada en los semblantes una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero,   —10→   quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo entre las risas de los cortesanos.

Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:

-Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh divino príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.

El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:

-Nada más fácil que complacerte, ¡oh rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno sino toda una legión. Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió: ¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.

Enseguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los magos y los nigromantes, dijo:

-¡Ved ahí al más fanático y a los más ignorantes de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia y su sabiduría necedad!

Hizo una pequeña pausa y con voz envenenada de odio prosiguió:

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-El corazón más egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh! rey. No conozco otro que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!

Calló un instante y luego con voz ronca profirió:

-Sólo me falta mostrarte donde se halla el último. Ese, es el mío, -y, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó-: ¡Aquí está!, ¡oh príncipe! Con odio y hiel fue fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña de sus rencores. Anídanse en él más cóleras que las que desataron, desatan y fulminarán los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra, bastaría para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.

La voz sibilante del enano vibraba aún en el vasto recinto, cuando el rey hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les arrancaban el corazón palpitante.

El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.

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El enano al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:

-¡Oh, rey, has prometido...! Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:

-¡Arrancadle, vivo, el corazón!



Han pasado dos días; el rey se encuentra en su cámara más hosco y torvo que nunca, cuando de improviso ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:

-Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamas. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: Subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.



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Salió ocultamente de su palacio por un postigo, que daba al campo, sin más compañía que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres días con sus noches, el rey marchó hacia el oriente. La senda por donde caminaba, subía bordeando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez más empinado y más áspero. Pero ni el cansancio ni el frío, ni la sed ni el hambre le molestaba en lo más mínimo. El orgullo y la soberbia avivaban en él sus hogueras y devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.

Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso, con más ímpetus los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al flamígero viajero profirió:

-¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!

Y confortado con esta idea venció los últimos obstáculos y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas.



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En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término y un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas, y un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surge rauda hacia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo, y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus pasos y ocultaron otra vez la tierra.



Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la más alta torre de su palacio. El alcázar estaba desierto y debía de haber sido teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres. Los había en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras y en los sótanos. La desaparición del rey había encendido la guerra civil, y gran número de pretendientes se habían disputado la abandonada   —15→   diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol había bruscamente interrumpido la matanza. Dentro de la alta torre el tiempo trascurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara suspendido, como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montañas. El cielo está negro como la tinta, y cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.

De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora.

-¿De qué te quejas? Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee y es el móvil único de tus acciones otro refugio que tu corazón.   —16→   Para expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor. Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.

A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entonces, a la ventana y se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero y envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medroso fantasma de la agonía del Universo.



Cuando las ciudades no fueron sino escombros   —17→   humeantes y las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que los rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y, cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producía en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba, parecía multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el corazón volvía a latir. Y esa cadena viviente aumentada sin cesar por eslabones innumerables, se extendía a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en una sola y única, invulnerable a la muerte.



De pronto, el monarca, sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Agitó los brazos buscando un punto de apoyo, y dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamente. Aquellas manos eran duras y ásperas, tal vez pertenecían a un siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; mas, estaban tan yertas, tan heladas había tanta   —18→   ternura en su sencillo ademán, que un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entonces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de su corazón, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamígero cuyo curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrazó todos los pechos anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíritus las sombras, y el más allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. Y cada cual se penetró de que el incendio que ardía en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hacia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fue creciendo y agigantándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. Y aquel foco ardiente era el sol, pero, un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva humanidad.





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ArribaAbajoEl ahogado

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Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado y se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un reino y lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. Enseguida se encaminó a la popa, apoyó en ella sus espaldas y empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda y el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la ligereza de una pluma. Tres veces repitió la operación. A la tercera recogió el remo y saltó a bordo del esquife que una ola había puesto a flote, y empezó a singlar con lentitud fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva como si soñase despierto.

Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surgía en su espíritu luminosa, clara y precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra, y algunos presentábanle una faz nueva hasta entonces   —22→   no sospechada. Poco a poco la luz se hacía en su espíritu y reconocía con amargura que su candorosidad y buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.

El bote que se deslizaba lentamente, impulsado por el rítmico vaivén del remo, doblaba en ese instante el pequeño promontorio que separaba la minúscula caleta de la Ensenada de los Pescadores. Era una hermosa y fría mañana de julio. El sol muy inclinado al septentrión, ascendía en un cielo azul de un brillo y suavidad de raso. Como hálito de fresca boca de mujer, su resplandor, de una tibieza sutil, acariciaba oblicuamente, empañando con un vaho de tenue neblina el terso cristal de las aguas. En la playa de la ensenada, las chalupas pescadoras descansaban en su lecho de arena ostentando la graciosa y curva línea de sus proas. Mas allá, al abrigo de los vientos reinantes, estaba el caserío. Sebastián clavó con avidez los ojos sobre una pequeña eminencia, donde se alzaba una rústica casita cuya techumbre de zinc y muros de ladrillos rojos acusaban en sus poseedores cierto bienestar. En la puerta de la habitación apareció una blanca y esbelta figura de mujer. El pescador la contempló un instante, fruncido el ceño, hosca la mirada y, de pronto, con un brusco movimiento del remo torció el rumbo y navegó en línea recta hacia el sur. Durante algún tiempo singló con brioso esfuerzo; el barquichuelo parecía volar sobre la bruñida sábana líquida, y muy luego el promontorio, el caserío y la ensenada quedaron muy   —23→   lejos, a muchos cables por la popa. Entonces soltó el remo y se sentó en uno de los bancos. Su actitud era meditabunda. En su rostro tostado que la rizada y oscura barba encuadraba en un marco de ébano, brillaban los ojos de un color verde pálido con expresión inquieta y obsesionadora. Todo su traje consistía en una vieja gorra marinera, un pantalón de pana y una rayada camiseta que modelaba su airoso busto lleno de vigor y juventud.

El bote, entregado a la corriente, derivaba a lo largo de la costa erizada de arrecifes donde el suave oleaje se quebraba blandamente. Sebastián, recogido en sí mismo, fijaba en aquellos parajes, para él tan familiares, una mirada de intensa melancolía. Y de pronto la vieja historia de sus amores surgió en su espíritu vívida y palpitante, como si datara sólo de ayer. Ella empezó cuando Magdalena era una chicuela débil, de aspecto enfermizo. Él, por el contrario, era ya crecido, y su cuerpo sano y membrudo tenía la fortaleza y flexibilidad de un mástil. El contacto diario de las comunes tareas, había ido trasformando aquel afecto fraternal en un amor apasionado y ardiente. Como hijos ambos de pobres pescadores, su mutuo cariño no encontró en la diferencia de fortunas obstáculos ni entorpecimientos. Fue, pues, sin oposición, novio oficial de Magdalena, quien era toda una mujer. Ni sombra quedaba en ella de la jovencilla esmirriada, a quien tenía que proteger a cada paso de las bromas de sus compañeros. La trasformación había sido completa. Alta, de formas armoniosas, con su bello   —24→   rostro y sus grandes ojos oscuros, era la joya de la caleta. Entonces fue cuando aquella herencia inesperada, recaída en la madre de su novia, vino a modificar en parte este estado de cosas. Experimentó una corazonada de mal augurio, cuando le dieron la noticia. Los hechos vinieron a confirmar bien pronto aquel presagio. El ajuar de Magdalena se trasformó completamente. Los burdos zuecos fueron reemplazados por botinas de charol, y los trajes de percal cedieron el campo a las costosas telas de lana. Este cambio debíase en gran parte a la vanidad materna, que quería a toda costa hacer de la zafia pescadorcilla una señorita de pueblo. De aquí partieron los primeros tropiezos para el proyectado matrimonio. A juicio de la futura suegra, éste no debía efectuarse hasta que Sebastián no fuese propietario de una chalupa que reemplazase su misérrimo cachucho, el cual, según ella, era un viejo cascarín y no valía tres cuartillos.

El mozo no pudo menos que someterse a esta exigencia; mas, con el entusiasmo del amor y la juventud creyó que muy pronto se encontraría en estado de satisfacerla.

El bote, arrastrado por la corriente, presentaba la proa a la costa, y Sebastián vio de improviso en la azul lejanía destacarse los masteleros de los buques anclados en el puerto. Cortó aquel panorama el hilo de sus recuerdos, reanudándose enseguida la historia en la época en que apareció el otro. Un día irrumpió en compañía de unos cuantos calaveras en   —25→   la Ensenada de los Pescadores. Decíase marinero licenciado de un buque de guerra, y mostrábase muy orgulloso de sus aventuras y de sus viajes. Con su fiero aspecto de perdonavidas, impúsose por el temor en aquellas pacíficas y sencillas gentes. Muy luego diose en cortejar a Magdalena, mas la joven, a quien repugnaba la aguardentosa figura del valentón, contestó a sus galanteos con el más soberano desprecio.

Un suspiro se escapó del pecho del pescador. Entornó los ojos, y un episodio grabado profundamente en su memoria, se presentó a su imaginación.

Un domingo por la mañana, de vuelta de la misa, marchando las muchachas adelante y los mozos atrás por el angosto sendero de la capilla, oyó, de repente, la voz airada de la joven que lo llamaba: ¡Sebastián, Sebastián!

De un salto salvó el espacio que de ella lo separaba y vio al aborrecido rival que, sujetando por un brazo a la indignada muchacha, trataba, entre las risas de las demás, de cogerla por la cintura.

La escena del pugilato aparecíasele envuelta en una espesa bruma. Todo había sido cosa de un momento. Entre la admiración de todos hizo morder el polvo al cínico galanteador, y si no se lo arrancan de entre las manos, habrían allí, probablemente, terminado todas sus valentías.

Por algún tiempo nada se supo de él hasta que llegó la noticia de que, jurando vengarse de su descalabro, se había embarcado a bordo de un ballenero que zarpaba para una larga expedición a los   —26→   mares del sur. Sebastián alzó la cabeza. De la ribera ascendía una ligera niebla que iba prendiéndose en los flancos de la escarpada costa. Ahora venía una época de relativa calma. Entregado con ardor al trabajo, procuraba reunir el dinero necesario para adquirir una embarcación de más valía que el diminuto cachucho. Mas, esto iba para largo y empezaba a comprender que con sólo el trabajo de sus manos, tal vez no lo conseguiría nunca. Entonces la sorda hostilidad de la madre de Magdalena, aquella vieja avarienta y vanidosa a la vez, se hizo de día en día más desembozada y tenaz. Él no era un partido digno para su hija. Con su inexperiencia de muchacho y seguro del afecto de Magdalena, burlábase de aquella oposición. Ahora comprendía cuán torpe había sido al despreciar tan temible adversario. Mas, ya era tarde para remediar el mal. Sólo le restaba la venganza. Al llegar a este punto, un relámpago pareció animar las apagadas pupilas del pescador. En su rostro se dibujó una expresión de amenaza y de cólera intensa y honda. Mas esta excitación fue pasajera y volvió a abismarse en sus reflexiones. La escena de la taberna lo sumió en una profunda meditación. Aunque esa tarde había bebido copiosamente, recordaba todos los detalles. En medio de su embriaguez el padre de la joven había soltado la verdad, brutalmente. Hacía un mes que había llegado la carta. Estaba fechada a bordo del ballenero, y había sido traída por una goleta que había completado, primero que el bergantín, su cargamento. Estaba dirigida a la   —27→   madre de Magdalena y en ella decía su rival que la expedición a la cual pertenecía, había realizado ganancias fabulosas de las cuales correspondíanle, en su calidad de contramaestre, una no pequeña parte. Relataba algunas incidencias del viaje, y concluía solicitando a Magdalena en matrimonio, pues, sus intenciones eran establecerse en la Ensenada e invertir su capital en grandes empresas de pesca, a las cuales asociaría a su futuro suegro.

El viejo terminó su confidencia diciendo que Magdalena, que había empezado por rechazar abiertamente todo compromiso con el marinero, había ido poco a poco cediendo a las instancias maternales y a la sazón, aunque no mostraba gran entusiasmo por el nuevo y ventajoso partido que se le proporcionaba, su repugnancia se había debilitado en gran parte. Todo aquello, dicho por la entrapajosa voz del viejo que excusaba su debilidad con la voluntad indomable de su mujer, a la cual había estado siempre subordinado, le produjo el efecto de un mazazo en el cerebro. Mas, luego estalló en él una ira terrible. De un empellón derribó al vejete que quería retenerlo, y se abalanzó a comprobar de la propia boca de Magdalena, la veracidad de aquella noticia. Pero, la excitación producida por la cólera y las libaciones convirtió aquella explicación en reyerta, que terminó en un rompimiento definitivo.

A las palabras duras que le dirigiera, contestó la joven con otras ásperas e incisivas que lo volvieron loco furioso. Aquella actitud suya había sido una   —28→   nueva torpeza, pues, tenía la convicción íntima de que Magdalena lo amaba, siendo la maléfica influencia de su madre la que la apartaba de sus brazos. ¡Si él tuviese algún dinero! Y el deseo furioso de ser rico, de poseer riquezas penetró como un dardo en su cerebro sobreexcitado. ¡Ah, si pudiera evocar a los espíritus infernales, no titubearía un instante en vender su sangre, su alma, a cambio de ese puñado de oro, cuya falta era la causa única de su infelicidad! Pensó en los tesoros que guardaba avaro en su seno el mar. En las leyendas fantásticas de cofres llenos de corales y de perlas, flotando a merced de las olas y que el genio de las aguas ponía al alcance de un humilde pescador.

El insomnio de la noche, los efectos de la orgía de la víspera, el derrumbe de sus esperanzas y los atroces celos que le atenaceaban el alma, enarcaban sus huellas profundas en su semblante. Sentía una sed vivísima. Se levantó del banco y buscó debajo de la proa, extrayendo de un escondite hábilmente disimulado, una botella. Quitó la tapa y bebió con ansia. Poco a poco su rostro pálido se coloreó. Un principio de embriaguez se pintó en sus verdosas pupilas. Cogió el remo y se puso a singlar para salir de la corriente y acercarse más a la costa. De improviso, al doblar un cordón de arrecifes, distinguió por la proa, flotando sobre el agua, un objeto redondeado que llamó poderosamente su atención. Con un golpe de remo enderezó el rumbo y marchó en línea recta en demanda de aquello que despertaba   —29→   su curiosidad. A medida que se aproximaba, su extrañeza se convertía en asombro. Luego, toda duda fuele ya imposible: lo que sobresalía del agua a pocos metros de él era la cabeza de un hombre. Se acercó un poco más, y un espectáculo extraño se presentó ante su vista. Un joven, casi un niño, completamente desnudo yacía sumergido hasta el cuello en las frías y salobres ondas. Su posición casi vertical se debía a un salvavidas sujeto debajo de los brazos, en el que se destacaba con letras azules este nombre: Fany.

Es un desertor pensó Sebastián, recordando la fragata que al anochecer del día anterior, había anclado cerca de la costa. Buscó con la vista el barco y lo distinguió navegando a velas desplegadas afuera del golfo. Como el nordeste que lo obligara a recalar allí, cambiase horas después, había levado anclas y emprendido de nuevo su ruta desconocida.

Sin mucho esfuerzo se imaginó el pescador al grumetillo descolgándose del portalón de la nave a las altas horas de la noche. Mas, el fugitivo no había contado con la frialdad del agua ni con la engañosa proximidad de la costa.

Sebastián contempló el cuerpo amoratado y rígido que se destacaba a través del agua trasparente, y viendo que las azules pupilas del náufrago se clavaban en las suyas suplicantes, le dirigió algunas palabras en esa jerga tan común a la gente de mar. Pero de aquella boca, cuyos labios recogidos mostraban los blancos dientes, no brotó ningún sonido. La vida   —30→   del grumete parecía haberse refugiado toda entera en sus inquietos y móviles ojos, cuya imploración muda hizo por un instante olvidar a Sebastián sus propios pesares.

Se inclinó para desembarazarlo del paquete de ropas que tenía atado a la espalda, pero, no pudiendo desatarlos nudos, buscó la navaja del marinero, guiándose por el cordón que asomaba entre los pliegues del traje de sarga azul. Tiró de aquel cordón, y, mientras una extremidad quedaba fija en las ropas, en la otra apareció la navaja unida a otro objeto pesado y brillante. Era un portamonedas de mallas metálicas que Sebastián, casi sin darse cuenta de lo que hacía, abrió oprimiendo el resorte. Su contenido, una gruesa cantidad de monedas de oro, lo maravilló. Mentalmente trató de calcular el valor de aquellos áureos discos y de súbito se echó a temblar. Una idea siniestra acababa de herir su cerebro, dejándolo deslumbrado. Mientras su cabeza ardía, un frío glacial comenzó a descender a lo largo de sus extremidades. Una sed ardiente le abrasó las fauces. Cogió la botella, y llevándola a sus labios, bebió el líquido que encerraba hasta la última gota. Casi instantáneamente cesó el nervioso temblor y su mirada adquirió una fijeza extraña de alucinado. Ya no pensaba en el náufrago. El mar, los arrecifes, la gallarda nave, todo aquel panorama habíase desvanecido, borrándose de su vista como una niebla lejana. Veíase triunfante junto a Magdalena que le sonreía ruborosa a través de su blanco velo de desposada. Era el día de   —31→   boda. La magnífica chalupa que los conducía de regreso del puerto era de su propiedad y volaba sobre las aguas, impulsada por sus ocho remos como una rauda gaviota.

De repente, su rostro transfigurado por una felicidad suprema se ensombreció. Conservando en la diestra la navaja y el portamonedas, su mirada se clavó en el náufrago dura y fulgurante como la hoja de un puñal. Mientras hacía jugar el muelle del arma, aquel rostro juvenil vuelto hacia él con expresión de angustioso terror, le pareció el genio del mal que surgía de su antro, en las profundidades, para arrebatarle la felicidad. Un simple tajo en el cauchuc del salvavidas y aquel obstáculo desaparecía para siempre. Durante un minuto vaciló. Todo lo que en él había de generoso y noble pugnó por sobreponerse en la terrible lucha que se libraba en su corazón. Un golpe sordo en el agua hízolo estremecer. Un gran pájaro marino se levantaba de un círculo de hirviente espuma, llevando en su férreo pico un vívido y plateado pez. Siguió al ave en su vuelo y de súbito, su cuerpo vibró de pies a cabeza, como si hubiese recibido el choque de una corriente galvánica. En el blanco velamen del barco, hundiéndose en el horizonte, vio al ballenero que volvía: Sus ojos adquirieron otra vez aquella inmóvil fijeza. Contemplaba de nuevo a Magdalena ataviada con su traje de novia, pero ya no era él el que estaba a su lado, junto al lecho nupcial, sino el otro. Mirábala sonreír, mientras aquel rostro bestial, convulso por el deseo, se   —32→   aproximaba al de ella, fresco y purpúreo como una rosa. Vio, enseguida, como una mano, más bien una garra, en cuyo dorso había grabada una ancla, se posaba en el blanco y nacarado seno...

Un sordo rugido se escapó por entre sus dientes apretados y se inclinó veloz sobre la borda. El salvavidas se desinfló instantáneamente; la rubia cabeza se hundió en el agua, y Sebastián vio durante un segundo los ojos azules del náufrago crecer, aumentar, salirse casi de las órbitas, sin que pudiera apartar sus ojos de la terrífica visión. El cuerpo inclinábase de espaldas hasta tomar la posición horizontal, y de pronto le pareció que el descenso se interrumpía, sintiendo, al mismo tiempo, en la diestra un leve tirón. Desencogió las falanges y la navaja y el portamonedas atraídos por el delgado cordoncillo, saltaron por encima de la borda y desaparecieron en el mar.

Con la vista extraviada, desencajado el semblante, el pescador dando un brinco, que casi hace zozobrar la embarcación, se precipitó sobre el remo y comenzó a singlar desesperadamente.



Seis días han trascurrido. Sebastián, sentado en el banco de popa de su esquife, déjase arrastrar por la corriente en dirección al sur. Los ojos del pescador tienen un brillo y expresión extraños. Su lívido semblante, azorado e inquieto, sufre continuas trasmutaciones. Sus ropas en desorden están cubiertas de   —33→   fango. A veces sus miembros se crispan convulsivamente, los ojos parecen saltársele de las órbitas, y se vuelve con presteza a la derecha o la izquierda buscando la causa de aquel estruendo que, como un pistoletazo, acaba de resonar en sus oídos. Su existencia, durante la semana que acaba de trascurrir, ha sido una orgía continua. Aquella mañana se encontró tirado en el arroyo frente a la taberna. Se levantó y echó a andar como un autómata. Una vez en la caleta, un leve esfuerzo le bastó para que flotara el bote, pues, la marea comenzaba ya a lamer su filosa quilla. Sentado en el banco, nada recuerda, en nada piensa. En su cerebro hay un enorme vacío, y ve las más extrañas y raras figuras desfilar por delante de sus ojos. Todo lo que mira se transforma al punto en algo extravagante. El dorso de un arrecife es un disforme monstruo que le acecha a la distancia, y la extremidad del remo se convierte en un diablillo que le hace burlescos visajes. Por todas partes seres extraños, con vestimentas azules o escarlatas, bailan infernales zarabandas.

De súbito un halcón marino se precipita de lo alto y se hunde en el agua, a pocos metros de un arrecife. El ruido de la caída y el blanco penacho de espuma que levanta el choque, producen en el pescador una agitación extraordinaria. Mira con ojos extraviados y el sopor de su espíritu se desvanece. Está en el sitio y muy cerca del escollo junto al cual se hundiera la rubia cabeza del náufrago. Y estremecido, preso de infinito terror se acurruca en el   —34→   fondo del bote. Aunque la vista del mar le causa invencible pavura, una fuerza más poderosa que su voluntad lo obliga a alzar poco a poco la cabeza. El temblor de sus miembros y el castañeteo de sus dientes aumentan a medida que se asoma sobre la borda. Trata de revelarse, pero, vencido, dominado por aquel irresistible poder, quédase inmóvil, con las pupilas inmensamente dilatadas fijas en el agua que acaricia los costados del bote con chasquidos que semejan amorosos ósculos.

En un principio sólo ve una masa líquida, de un matiz de esmeralda intenso. Mas, a medida que su vista se hunde en ella, las capas de agua se tornan más y más trasparentes. Muy luego divisa el fondo de arena tapizado de conchas marinas, y de pronto algo confuso, de un tinte blanquecino, que se destaca allí abajo, atrae toda su atención. Como a través de un cristal empañado, que va perdiendo gradualmente su opacidad, los contornos de aquel objeto informe se precisan, adquieren relieve y el conjunto se destaca poco a poco con claridad y nitidez.

De súbito una terrible sacudida agita de pies a cabeza a Sebastián... El cuerpo está acostado de espaldas, con las piernas entreabiertas y los brazos en cruz. Su boca, sin labios, muestra dos hileras de dientes afilados y blancos, y de sus órbitas vacías brotan dos llamas que van a clavarse, como otros tantos dardos, en las verdes pupilas del homicida, quien, en el paroxismo del terror, trata inútilmente de sacudir la inercia de sus miembros y huir de la   —35→   pavorosa visión. Una fatal fascinación lo posee; quisiera cerrar los ojos, apartarse de la borda, pero, ni uno solo de sus músculos le obedece.

Y, el muerto, sube. Abandona suavemente su lecho de conchas y asciende en línea recta a la superficie sin cambiar de postura, extendido de espalda, con las piernas entreabiertas y los brazos en cruz. En su horrible rostro hay una expresión de venganza implacable, de aguda ferocidad. Un sordo estertor brota de la garganta de Sebastián. Su cuerpo tiembla como el de un epiléptico, mas no puede apartarse del flanco del bote.

Y, el ahogado, sube, sube cada vez más aprisa. Ya está a diez brazas, ya está a cinco, luego a dos. Y en el instante en que los brazos del muerto se tienden para cogerle en un abrazo mortal, el pescador, dando un tremendo salto, va a caer de pie sobre la popa de la embarcación. De ahí brinca a un arrecife, donde el bote abandonado a sí mismo ha ido a chocar y, ganando la parte más alta de la roca, mira despavorido a su derredor. Mas, apenas su vista se ha posado en el borde del agua, cuando salta de allí a la parte opuesta para volver al mismo sitio un segundo después. Y, loco de terror, de un arrecife pasa a otro con los cabellos erizados, flotando al viento.

Es que él está ahí y lo persigue. El agua hierve en torno de los escollos con las arremetidas del ahogado que azota las olas como un delfín. Está en todas partes a derecha e izquierda, delante y detrás. Sebastián oye rechinar sus dientes y ve, a través del agua, el   —36→   cuerpo hinchado, monstruoso, con sus largos brazos prestos a asirle al menor descuido o al más ligero traspiés, y para evitarlo salta, se escurre, se agazapa, corre de allí para allá desatentado, sin encontrar un refugio contra la horrenda y espantable aparición.

De improviso se encuentra preso en un arrecife solitario. La marea le ha interceptado el paso y no puede ya avanzar ni retroceder. A medida que el agua sube y el peñasco se hunde, el ahogado estrecha el cerco y redobla sus acometidas. Varias veces el pescador ha creído sentir en sus desnudas piernas el contacto frío y viscoso de aquellos brazos que, como los tentáculos de un pulpo, se tienden hacia él con una avidez implacable. El fugitivo multiplica sus movimientos, su pecho jadea, la fatiga lo abruma. De pronto, mientras agita sus manos en el vacío y lanza un pavoroso grito, una ola viene a chocar contra sus piernas y lo precipita de cabeza al mar.



Mientras el sol distánciase cada vez más de la cima de los acantilados, el bote se aproxima con lentitud a la playa sacudido por el espumoso oleaje, sobre el cual los halcones del océano se deslizan silenciosos escudriñando las profundidades.





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ArribaAbajoIrredención

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Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recogiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones y se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia y hermosura, más que por su simbólico traje, había sido durante algunas horas la reina de la noche.

Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre y satisfecha. El baile había resaltado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de más valía: la nobleza de la sangre, del dinero y del talento desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia.

Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración y de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal   —40→   profusión por todo el palacio, que parecía una nevada color de rosa, caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces: derramándose sobre los tapices, y haciendo desaparecer bajo sus carminadas plumillas la soberbia cristalería de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvían las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros y orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso, y los asistentes al baile no se cansaban de elogiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea genial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacía en evocar los detalles de la magnífica fiesta.

Sí, aquel pensamiento originalísimo había sido de ella, únicamente de ella y no podía menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los duraznos en floración que existiesen en sus fincas.

Segura estaba de que el rústico servidor cumpliera el mandato a regañadientes. Pero había obedecido y el éxito superaba a sus esperanzas.

Obsesionada por tan deliciosos recuerdos, se metió en la cama, y ya la doncella abandonaba en puntillas el aposento, cuando la voz de su señora la detuvo. Un deseo repentino, un capricho de niño mimado la había acometido de pronto. Quería dormirse respirando la suave fragancia de aquellas flores que   —41→   tan dulces sensaciones le habían proporcionado. Obedeciendo las órdenes de su ama, la joven derramó encima de los cobertores puñados de aquellos rosados pétalos, y suspendió del crucifijo de plata, colocado a la cabecera del suntuoso lecho, un trozo de guirnalda arrancado de una de las arañas del salón.

La estancia quedó en silencio y poco a poco fue haciéndose más hondo el sopor de la bella durmiente.

De pronto, se encontró trasportada a una de sus fincas. El cielo estaba azul y un sol de primavera tibio y risueño acariciaba los campos. Caminaba por en medio de un bosque de duraznos en flor, envuelta en una atmósfera de efluvios y aromas embriagadores cuando, de súbito, un soplo que parecía brotar de sus labios, tenue al principio, impetuoso después, arrebató las flores y las dispersó a los cuatro vientos. Tuvo miedo y quiso huir, pero los árboles, como espectros vengadores, le cerraron el paso y, fustigándola con su desnudo ramaje, la estrecharon hasta ahogarla con la pesadumbre de su haz inmenso.

Sintió que su alma abandonaba la tierra y comparecía delante del Tribunal Divino, presa de una angustia y terror infinitos.

Sentado en su trono, bajo un dosel de flamígeros soles, estaba el Supremo, inexorable juez. A su derecha mostraba sus páginas el libro de la vida, y a su izquierda un arcángel sostenía con la diestra la balanza de la justicia.

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En el fondo, guardadas por ángeles con espadas de fuego; estaban las puertas del Purgatorio y del Paraíso; y a espaldas del arcángel veíase una concavidad negra por la que asomaba, apoyándose en sus garras y alas membranosas, la terrífica figura de Satanás.

Y como si todo estuviese calculado para aumentar sus congojas, el alma de la princesa viose obligada a asistir al juicio de otra que la precediera en aquel trance.

Era ésta la de un asesino y ladrón. Mientras que en el platillo del mal formaban sus crímenes una montaña, en el otro, en el de las buenas acciones, nada había que contrarrestase el peso abrumador de las culpas. Pero, la Miseria puso en él una lágrima y un hilo de sus harapos, la Expiación una gota de la sangre derramada en el patíbulo y la Ignorancia, despojándose de su venda, la colocó también en el platillo vacío, el cual salió esta vez de su inmovilidad inclinándose ligeramente.

Satanás, que se preparaba para asir al condenado, hizo una horrible mueca. El alma que contaba por suya era enviada al Purgatorio. Rechinó los dientes con rabia, y la vibración de sus alas, sacudidas por la ira, atronó las pavorosas concavidades del Averno. Aquel fallo revivió en el alma angustiada de la Princesa la esperanza. Entre ella y un asesino y ladrón, mediaba un abismo. Y esta seguridad se acentuó viendo que, llegado su turno, el arcángel ponía en el   —43→   platillo de las culpas sólo unas cuantas flores ajadas y descoloridas.

Su terror e inquietud se trocaron entonces en una alegría sin límites, al comprender que aquellas florecillas, cuyo peso podía neutralizar el más levísimo soplo, representaban todo el mal que había desparramado en la tierra. ¡Cuán severamente se había juzgado! Pero, y ahora estaba cierta, su alma era de las elegidas e iría recta al Paraíso. Y confortada con la visión de la eterna bienaventuranza, evocó la legión innumerable de sus buenas obras. Éstas eran tantas, que casi deploró que su culpa fuese tan pequeña, pues, bastaría la más insignificante de sus nobles acciones para inclinar la balanza en su favor. Y ella quería ostentarlas allí todas, para que el divino juez le asignase el máximum del premio a que era merecedora.

Por eso, cuando fueron amontonándose en el platillo del bien sus actos de piedad religiosos, de caridad y de abnegación, sin que la posición de la balanza se modificase, sólo experimentó un principio de extrañeza, que se convirtió en asombro, viendo que el arcángel remataba su tarea poniendo sobre aquel cúmulo de virtudes, las moles gigantescas de un hospital y de una suntuosa capilla con sus cimientos de piedra, su cruz de hierro fundido y su veleta de latón.

Pero, la balanza, permaneció inalterable y, de súbito, un espectáculo pavoroso llenó de espanto el alma de la princesa. Satanás, que se reía, abandonó   —44→   de pronto el escondrijo en que estaba agazapado y como una araña monstruosa se colgó del platillo rebelde y, tras él, aferrándose del rabo y de sus ganchudas patas, se suspendieron todos los diablos y réprobos del infierno, sin que el peso de aquella cadena, cuyo último eslabón tocaba el fondo del sétimo abismo, lograse marcar la más leve oscilación en el fiel de la balanza inmutable. En el platillo; las flores habían desaparecido y en su lugar veíase una montaña de duraznos en sazón, sobre la cual giraban miríadas de seres desde el corpúsculo imperceptible hasta el insecto alado de forma perfecta. Abejas zumbadoras, mariposas de alas irisadas, aves de plumajes multicolores revoloteaban en derredor de los frutos en legiones innumerables, destacándose por encima de todo, un inmenso follaje que, en forma de cono invertido, se perdía en el infinito.

Y, entonces, fue cuando resonó la voz terrible:

-¡Mujer, tu culpa es irrescatable! Todo el peso del infierno no ha podido equilibrarla. Al extirpar el germen, has detenido en su curso la proyección de la vida, cuyo origen es Dios mismo... Ve, pues, con Satán por toda la eternidad.



Un grito estridente, vibrante puso en conmoción a la servidumbre del palacio. La doncella, que había acudido la primera, encontró a su señora incorporada en el lecho, presa de violentos espasmos nerviosos.   —45→   La guirnalda suspendida del crucifijo, se había roto y las flores yacían esparcidas en la almohada y cabellera de la dama, lo cual hizo exclamar a media voz a la joven:

-¡Ya lo sabía yo! Dormir con flores es como dormir con muertos. Se tienen pesadillas horribles.





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ArribaAbajoEn la rueda

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En el fondo del patio, en un espacio descubierto bajo un toldo de duraznos y perales en flor estaba la rueda. Componíase de una valla circular de tres y medio metros de diámetro hecha con duelas de barriles viejos. En el suelo, cuidadosamente enarenado, había dos hermosos gallos sujetos por una de sus patas a una argolla incrustada en la barrera y, en derredor de ésta, sentados los de la primera fila y de pie los de la segunda, estrechábanse un centenar de individuos. Muchachos de dieciséis años, mozos imberbes, hombres de edad madura, y viejos encorvados y temblorosos observaban con avidez los detalles preliminares de la riña. Cada una de las condiciones del desafío: el monto de la apuesta, el número de careos, la operación del peso provocaba alegatos interminables que concluían a veces en vociferaciones y denuestos.

  —50→  

Por fin, las partes contrarias se pusieron de acuerdo y, mientras el juez ocupaba su sitio, los dos gallos contendores, el Cenizo y el Clavel, sostenidos en el aire por sus dueños; fueron objeto de un último y minucioso examen: Pico y alas, pies y plumas, todo fue cuidadosamente registrado y escudriñado. Los espolones requirieron una atención especial. Reforzados en su base con un anillo de cuero y raspados delicadamente con la hoja de un cortaplumas quedaron convertidos en agujas sutilísimas.

Terminados los preparativos, el juez de la cancha ocupó su asiento: un banco más elevado que los demás. Tenía delante un marco de madera con dos alambres horizontales que sostenían, atravesados por el centro, pequeños discos de corcho: eran los tantos para anotar las caídas y los careos.

Contados los discos, el juez golpeó encima de la barrera para llamar la atención y luego, dirigiéndose a los galleros, hízoles un ademán con la diestra.

Soltados a un tiempo los dos campeones, una sacudida conmovió la rueda: las cabezas se abatieron con un movimiento rápido y todos los ojos claváronse en los emplumados paladines que, frente a frente, rectos sobre sus patas, con la cresta encendida, el plumaje erizado y la pupila llameante avanzaron el uno sobre el otro, deteniéndose a cada paso para lanzar a voz en cuello una vibrante clarinada.

El furor bélico de que parecían poseídos entusiasmó a los concurrentes, y las apuestas se cruzaron con   —51→   viveza de un lado a otro de la cancha. Por algunos momentos sólo se oyó:

-¡Doy ocho a cuatro en el Clavel!

-¡Va!

-¡Doblo en el Cenizo!

-¡Va!

-¡Doy a veinte!

-¡Doy a cuarenta!

-¡Va!

Y estas voces, incesantemente repetidas eran acompañadas por el tintineo sonoro de las monedas pasando de una mano a otra, entre frases y vocablos de un tecnicismo especial.

La voz estentórea del Juez, imponiendo silencio, hizo cesar bruscamente el tumulto.

Entretanto los campeones, después de observarse ora de frente, ora de flanco, se habían acercado lenta y cautelosamente. Doblados sobre los muslos, con las alas entreabiertas, el cuello extendido, rozando casi el suelo, permanecieron un instante en actitud cae acecho. Las plumas del cuello, erizadas en forma de abanico, semejaban una rodela tras de la cual se escudaba el nervioso y palpitante cuerpo.

De súbito, como dos imanes que se aproximan demasiado, desapareció la distancia: se oyó un ruido breve y seco y algunas plumas remontando la valla hendieron el aire en distintas direcciones. La lucha a muerte estaba entablada.

Durante este primer período de la riña el espectáculo era verdaderamente hermoso y fascinador.

  —52→  

La luz del sol, filtrándose a través del florido ramaje que, como un dosel blanco y rosa, cubría la arena del combate, trasformaba en destello de piedras preciosas el metálico reflejo de las plumas tornasoladas.

Ni la vista más penetrante podía percibir las estocadas, los quites y contragolpes de aquellos diestros esgrimidores.

De súbito un viejo gallero, interrumpiendo el profundo silencio, exclamó:

¡Clavado el Clavel!

Empezaba otra faz de la pelea. El cansancio de los combatientes era ya visible. Jadeantes, las alas caídas, el pico entreabierto, atacábanse con extremada violencia. Todas las miradas iban de la mancha roja que, en el albo plumaje del Clavel, crecía y se ensanchaba por instantes, al espolón derecho de su enemigo, tintó en sangre en toda su longitud. Mientras los técnicos clasificaban el golpe y los partidarios del Cenizo daban muestras inequívocas de alegría, una voz jubilosa partió del bando contrario:

-¡Clavado el Cenizo!

El espolón había penetrado en la cabeza, encima del ojo, y el gallo, aturdido por la violencia del golpe y cegado por la sangre que borbotaba de la herida, se tambaleaba sobre sus patas, próximo a desplomarse a los pies de su victorioso rival.

El Clavel, ensoberbecido con la ventaja, procuraba a toda costa rematar el triunfo. Mientras el acerado pico desgarraba y arrancaba a pedazos la piel de   —53→   la cabeza y cuello, sus patas armadas de los terribles espolones descargaban una granizada de golpes sobre el enemigo inerme.

Sus partidarios locos de entusiasmo lo animaban con la voz y con el gesto:

-¡Acábalo, Clavelito!

-¡Apágale los faroles!

-¡Otro cómo ese!

Mas, el Cenizo, a pesar de aquel torbellino que caía sobre él, se recobraba rápidamente. Lleno de sangre, acribillado de heridas, hacía de nuevo frente a su fatigadísimo adversario, y muy pronto el brío y la pujanza con que reanudó la batalla, parecieron inclinar decididamente la balanza en su favor.

Este cambio produjo otro en torno de la rueda. Mientras unos rostros se ensombrecían, los demás se iluminaban. El gallo que ya se consideraba vencido, volvía por su fama, haciendo renacer la esperanza en sus desalentados apostadores, quienes lanzaron un grito de victoria cuando alguien advirtió:

-¡Se le apagó una luz al Clavel!

La última etapa de la riña se aproximaba.

El blanco plumaje del Clavel había tomado un matiz indefinible, la cabeza estaba hinchada y negra y en el sitio del ojo izquierdo veíase un agujero sangriento. Ya la lucha no tenía ese aspecto atrayente y pintoresco de hace poco. Las brillantes armaduras de los paladines, tan lisas y bruñidas al empezar el torneo, estaban ahora rotas y desordenadas, cubiertas de una viscosa capa de lodo y sangre. Mas, el   —54→   furibundo ardor de que estaban poseídos, no decrecía un instante. Sosteniéndose a duras penas sobre sus patas, y trazando con la extremidad de las alas surcos en la arena, asaeteábanse con sin igual encarnizamiento. Estrellábanse contra la valla enrojeciéndola con su sangre y rodaban a cada choque en el polvo sin darse un segundo de tregua. Ciegos de coraje buscaban para herir los sitios vulnerables: el ojo y la nuca. Y despojada casi de la piel, la cabeza era una llaga viva, monstruosa, repugnante.

La pelea, indecisa, se eternizaba, cuando de súbito un grito ronco, extraño, brotó de la garganta del Clavel. Su contrario acababa de clavarle el espolón en el cerebro. Dio algunos pasos desatentado y cayó de bruces. Durante un minuto, preso de violentas convulsiones, azotó el aire con las alas, saltando y rebotando dentro de la rueda como una pelota. Poco a poco los movimientos fueron menos bruscos y cuando todos esperaban quedase inmóvil, muerto en la arena, el caído se enderezó, mas sus patas se negaron a sostenerlo y cayó de nuevo para volver a levantarse un segundo después.

Aquella increíble vitalidad que iba a ser, tal vez, causa de que se prolongase indefinidamente la pelea, produjo manifestaciones de desagrado entre los que aguardaban se desocupase la cancha para concertar nuevas riñas, y uno más impaciente que los demás dijo en voz alta:

-¡Pobre Clavel, levántenlo, ya ha hecho lo que ha podido!

  —55→  

El dueño del ave aludida saltó de su asiento como un resorte. Era un muchacho delgado y pálido. Con acento tembloroso por la cólera, mostrando los puños al autor de la indicación, dejó escapar un torrente de palabras.

-¿Cómo, había allí alguien que lo creía capaz de levantar el gallo antes de finalizar la riña? ¡Seguro que no era del oficio! Porque si lo fuese, debía saber que un gallero que se estima, sólo levanta sus gallos cuando están muertos. ¡Vaya con los gallinas que se asustaban de una gota de sangre! Si no querían ver lástimas, debían quedarse en sus casas y no venir a avergonzar con sus jeremiadas a los de la profesión.

Varios intervinieron amistosamente para cortar la disputa, la que cesó del todo cuando el juez, en uso de sus atribuciones, viendo que los gallos no se atacaban, pronunció con voz enérgica la palabra reglamentaria:

-¡Careo!

-En el centro de la cancha, separados por cincuenta centímetros escasos, había dos trozos de madera colocados de modo que cada uno de ellos tuviese una de sus caras al nivel del suelo.

Según el reglamento, dada la señal por el juez, los gallos debían ser parados encima de estos maderos. Si ambos hacían allí ademán de acometerse, se anotaba un careo. Llegados a los veinticinco, la riña era declarada tabla. Mas, si alguno de los contendores   —56→   no devolvía el ataque, se marcaba una caída, siendo necesarias cinco para que se le declarase vencido.

Colocados los gallos encima de las tablas, la pelea se reanudó muchas veces. El Cenizo más descansado llevaba sobre su contendor una manifiesta ventaja, y todos sus esfuerzos tendían a arrancarle el ojo único que le quedaba. El Clavel, incapaz de mantenerse en pie, sólo contestaba a la furiosa saña de su enemigo con débiles picotazos y cuando el vencedor se fatigaba cesando de hostigar a su contrario, se oía resonar acto continuo la voz breve e imperiosa del juez:

-¡Careo!

Y la escena de las tablas se repetía siempre la misma, con iguales detalles. De un lado el agotamiento absoluto, la pasividad, la inercia casi; y del otro la agresión encarnizada, sin tregua, ferocísima.

Los partidarios del Cenizo, gozosos, seguros ya del triunfo, no le escatimaban los aplausos, los consejos ni los vítores.

-¡Apúntale bien!

-¡Déjalo a oscuras!

-¡Ciérrale el tragaluz!

-¡Quiébrale la otra lámpara!

Mientras los victoriosos daban rienda suelta a su alegría, los derrotados guardaban un silencio sombrío. Lo qué mas les mortificaba, no era la pérdida de las apuestas sino las fanfarronadas proferidas al concertarse la riña, fanfarronadas que los contrarios   —57→   les recordaban comentándolas con dichos y punzantes burlas.

Y allá en el fondo de sus almas, lastimadas en su orgullo de profesionales por aquel contraste, sentían un secreto goce, cuando el implacable Cenizo laceraba con una nueva herida el cuerpo exangüe del malhadado favorito. Si alguien en ese momento hubiese propuesto hacer cesar su martirio, de seguro le habrían abofeteado.

Los careos se sucedían unos tras otros, sin que aún se hubiese anotado una caída. El Clavel no dejaba una sola vez de contestar en las tablas con un picotazo el ataque de su enemigo; pero, a esto se limitaba su acometividad, pues, sus patas torpes y vacilantes no lo sostenían, y si lograba a veces enderezarse a medias, tumbábase, enseguida, sobre alguno de sus flancos. Y, allí en el suelo, en la arena empapada en sangre, sin que pudiese devolverlos, su adversario lo acribillaba a picotazos y golpes hasta que, agotadas las fuerzas, quedábase, a su vez, inmóvil, jadeante, con el sangriento pico apoyado en el roto plumaje del moribundo.

La voz del juez resonaba entonces y los galleros cogiendo a los gladiadores, los ponían de nuevo frente a frente en medio de la cancha. Como si estrujasen una esponja, la sangre se escurría por entre sus dedos y tenía sus manos hasta las muñecas.

Aquella inaudita resistencia empezó a alarmar a los gananciosos. ¿Sería tabla la riña? Tres horas duraba   —58→   ya el combate, la tarde caía visiblemente y sólo quince careos señalaba el marcador.

-¡Maldito gallo, qué duro era de pelar!

-Por fin dejó de responder en las tablas. Estaba ciego, casi sin plumas y no conservaba en las venas una gota de sangre. Llegó a los veinticuatro careos, uno más y anulaba el triunfo de su rival junto con marcar la quinta caída el juez se puso de pie y proclamó con solemnidad su fallo:

-¡Perdió el gallo Clavel!

Mientras los gananciosos rodeaban solícitos al vencedor, el dueño del gallo vencido lo cogió de las patas y, vivo aún, lo lanzó con fuerza lejos de la cancha. Cruzó como un proyectil por entre el florido ramaje y fue a estrellarse contra el tronco de un peral cuyas ramas, sacudidas por el choque, dejaron caer sobre esa carne palpitante una lluvia de blancos y aterciopelados pétalos.

De la rueda partió un rumor sordo de aletazos seguido de un alegre vocerío... Empezaba una nueva riña.



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ArribaAbajoLas nieves eternas

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Para mi querida sobrina,
Marita Lillo Quezada.

Sus recuerdos anteriores eran muy vagos. Blanca plumilla de nieve revoloteó un día por encima de los enhiestos picachos y los helados ventisqueros, hasta que azotada por una ráfaga, quedose adherida a la arista de una roca, donde un frío horrible la solidificó súbitamente. Allí aprisionada, pasó muchas e interminables horas. Su forzada inmovilidad aburríala extraordinariamente. El paso de las nubes y el vuelo de las águilas llenábanla de envidia, y cuando el sol conseguía romper la masa de vapores que envolvía la montaña, ella implorábale con temblorosa vocecilla:

-¡Oh, padre sol, arráncame de esta prisión! ¡Devuélveme la libertad!

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Y tanto clamó, que el sol, compadecido, la tocó una mañana con uno de sus rayos al contacto del cual vibraron sus moléculas, y penetrada de un calor dulcísimo perdió su rigidez e inmovilidad, y como una diminuta esfera de diamante, rodó por la pendiente hasta un pequeño arroyuelo, cuyas aguas turbias la envolvieron y arrastraron en su caída vertiginosa por los flancos de la montaña. Rodó así de cascada en cascada, cayendo siempre, hasta que, de pronto, el arroyo, hundiéndose en una grieta, se detuvo brusca y repentinamente. Aquella etapa fue larguísima. Sumida en una oscuridad profunda, se deslizaba por el seno de la montaña como a través de un filtro gigantesco...

Por fin, y cuando ya se creía sepultada en las tinieblas para siempre, surgió una mañana en la bóveda de una gruta. Llena de gozo se escurrió a lo largo de una estalactita y suspendida en su extremidad contempló por un instante el sitio en que se encontraba.

Aquella gruta abierta en la roca viva, era de una maravillosa hermosura. Una claridad extraña y fantástica la iluminaba, dando a sus muros tonalidades de pórfido y alabastro: junto a la entrada veíase una pequeña fuente rebosante de agua cristalina.

Aunque todo lo que allí había le pareció deliciosamente bello, nada encontró que pudiera compararse con ella misma. De una trasparencia absoluta, atravesada por los rayos de luz reflejaba todos los matices del prisma. Ora semejaba un brillante de   —63→   purísimas aguas, ora un ópalo, una turquesa, un rubí o un pálido zafiro.

Henchida de orgullo se desprendió de la estalactita y cayó dentro de la fuente.

Un leve roce de alas despertó de pronto los ecos silenciosos de la gruta, y la orgullosa gotita vio cómo algunas avecillas de plumaje negro y blanco se posaban con bulliciosa algarabía en torno de la fuente: era una bandada de golondrinas. Las más pequeñas avanzaron primero. Alargaban su tornasolado cuellecito y bebían con delicia, mientras las mayores, esperando pacientemente su turno, les decían:

-¡Bebed, hartaos, hoy cruzaremos el mar!

Y la peregrina de la montaña veía con asombro que las gotas de agua que la rodeaban, se ofrecían al parecer gozosas a los piquitos glotones que las absorbían unas tras otras, con un glu glu musical y rítmico.

-¡Cómo pueden ser así! -decía-. ¡Morir para que esos feos pajarracos apaguen la sed! ¡Qué necias son!

Y para huir de las sedientas estrechó sus moléculas y se fue a fondo.

Cuando subió a la superficie, la bandada había ya levantado el vuelo y se destacaba como una mancha en el intenso azul.

-Van en busca del mar -pensó-. ¿Qué cosa será el mar?

Y el deseo de salir de allí, de vagabundear por el mundo, se apoderó de ella otra vez. Rodeó la fuertecilla buscando una salida, hasta que encontró en   —64→   la taza de granito una pequeña rasgadura por donde se escurría un hilo de agua. Alegre se abandonó a la corriente que engrosada sin cesar por las filtraciones de la montaña, concluía por convertirse al llegar al valle en un lindo arroyuelo de aguas límpidas y trasparentes como el cristal. ¡Qué delicioso era aquel viaje! Las márgenes del arroyo desaparecían bajo un espeso tapiz de flores. Violetas y lirios, juncos y azucenas se empinaban sobre sus tallos para contemplar la corriente y proferían, agitando coquetonamente sus estambres cargados de polen:

-¡Arroyo, la frescura que nos da vida, el matiz de nuestros pétalos y el aroma de nuestros cálices, todo te lo debemos! Deteneos un instante para recibir la ofrenda de tus predilectas.

Mas el arroyo, sin dejar de correr, murmuraba:

-No puedo detenerme, la pendiente me empuja. Pero, escuchad un consejo. Embebed bien vuestras raíces, porque el sol ha dispersado las nubes e inundará hoy los campos con una lluvia de fuego.

Y las plantas, obedientes al consejo, alargaron por debajo de la tierra sus tentáculos y absorbieron con ansia la fresca linfa.

La fugitiva de la fuente que resbalaba junto al margen, tratando de sobresalir de la superficie para ver mejor el paisaje, se vio de pronto, al rozar una piedra, detenida por una raicilla que asomaba por una hendidura. Una violeta, cuyos pétalos estaban ya mustios, se inclinó sobre su tallo y díjole a la viajera:

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-Hace dos días que mis raíces no alcanzan el agua. Mis horas están contadas. Sin un poco de humedad, pereceré hoy sin remedio. Tú me darás la vida, piadosa gotita, y yo en cambio te trasformaré en el divino néctar que liban las mariposas o te exhalaré al espacio convertida en un perfume exquisito.

Mas la interpelada, apartándose, le contestó desdeñosamente:

-Guárdate tu néctar y tu perfume. Yo no cederé jamás una sola de mis moléculas. Mi vida vale más que la tuya. ¡Adiós!

Y rodó, deslizándose voluptuosamente, a lo largo de las floridas orillas, evitando todo contacto impuro, sin ponerse al alcance de las raíces ni de las aves, y huyendo de pasar por las branquias de los pececillos que pululaban en los remansos.

De pronto el cielo, el sol, el paisaje entero desaparecieron de improviso. El arroyo se había hundido otra vez en la tierra y corría entre tinieblas hacia lo desconocido.

Arrastrada por el torrente subterráneo la hija del sol y de la nieve, temerosa de que el choque contra un obstáculo invisible la disgregase, aumentó la cohesión de sus átomos de tal modo que cuando las ondas tumultuosas se apaciguaron; ella estaba intacta y tan aturdida, que no hubiera podido precisar si aquella carrera desenfrenada había durado un minuto o un siglo.

Aunque la oscuridad era profunda, conoció que se encontraba sumergida en una masa de agua más densa   —66→   que la del arroyo, y en la cual ascendía como una burbuja de aire. Una claridad tenue que venía de lo alto y que aumentaba por instantes, iba disipando paulatinamente las sombras. Subía con la rapidez de una saeta. Y antes de que pudiera observar algo de lo que pasaba a su rededor, se encontró otra vez bajo el cielo iluminado por el sol.

¡Qué extraño, le pareció aquel paraje! ¡Ni árboles, ni colinas, ni montañas, limitaban la desmedida extensión del horizonte!

Por todas partes, como fundida en un inmenso crisol, una lámina de esmeralda se extendía hasta el más remoto confín.

Mientras la vagabunda del arroyo, perdida en la inmensidad, adormecíase sobre las ondas, una sombra interceptó el sol. Era una pequeña avecilla, cuyas alas rozaban casi la llanura líquida. La gota de agua reconoció en el acto, en ella, a una de las golondrinas que bebieron en la fuente de la montaña. El ave la había visto también, y batiendo sus alitas, fatigadas, díjole con voz desfalleciente:

-Dios, sin duda, te ha puesto en mi camino. La sed me hostiga y debilita mis fuerzas. Apenas puedo sostenerme en el aire. Rezagada de mis hermanas, mi tumba va a ser el inmenso mar, si tú no dejas que, bebiéndote, refresque mis secas y ardientes fauces. Si consientes, aún puedo alcanzar la orilla donde me aguardan la primavera y la felicidad.

Mas, la gota solitaria, le contestó:

-Si yo desapareciera ¿para quién fulguraría el sol   —67→   y lucirían las estrellas? El universo no tendría razón de ser. Tu petición es absurda y ridícula en demasía. ¡Prendado de mi hermosura el salobre océano me tomó por esposa; soy la reina del mar!

En balde el ave moribunda insistió y suplicó, revoloteando en torno de la inclemente, hasta que por fin agotadas ya sus fuerzas, se sumergió en las olas. Hizo un supremo esfuerzo y salió del agua, pero sus alas mojadas se negaron a sostenerla y, tras una breve lucha para mantenerse a flote sobre las salobres y traidoras ondas, se hundió en ellas para siempre.

Cuando hubo desaparecido, la gotita de agua dulce dijo grave y sentenciosamente:

-No tiene más que su merecido. ¡Vaya con la pretensión y petulancia de esa vagabunda bebedora de aire!

El sol, ascendiendo al cénit, derramaba sobre el mar la ardiente irradiación de su hoguera eterna; y la descuidada gotita, que flotaba en la superficie perezosamente, se sintió de improviso abrasada de un calor terrible. Y antes de que pudiera evitarlo, se encontró trasformada en un leve girón de vapor que subía por el aire enrarecido hasta una altura inconmensurable. Allí una corriente de viento la arrastró por encima del océano a un punto donde, descendiendo, volvió a ver otra vez valles, colinas y montañas.

Sumergida en una masa de vapores, que con su blanco dosel cubría una dilatada campiña agostada por el calor, oyó cómo de la tierra subía un clamor   —68→   que llenaba el espacio. Eran las voces gemidoras de las plantas que decían:

-¡Oh nubes, dadnos de beber! ¡Nos morimos de sed! Mientras el sol nos abrasa y nos devora, nuestras raíces no encuentran en la tierra calcinada un átomo de humedad. Perecemos infaliblemente, si no desatáis una llovizna siquiera. ¡Nubes del cielo, lloved, lloved!

Y las nubes, llenas de piedad, se condensaron en gotas menudísimas que inundaron con una lluvia copiosa los sedientos campos.

Mas la gota de agua evaporada por el sol, que flotaba también entre la niebla, dijo:

-Es mucho más hermoso errar a la ventura por el cielo azul que mezclarse a la tierra y convertirse en fango. Yo no he nacido para eso. Y, haciéndose lo más tenue que pudo, dejó debajo las nubes y se remontó muy alto hacia el cénit. Pero cuando más embelesada estaba contemplando el vasto horizonte, un viento impetuoso, venido del mar, la arrastró hasta la nevada cima de una altísima montaña, y antes de que se diera cuenta de lo que pasaba se encontró bruscamente convertida en una leve plumilla de nieve que descendió sobre la cumbre, donde se solidificó instantáneamente.

Una congoja inexplicable la sobrecogió. Estaba otra vez en el punto de partida, y oyó murmurar a su lado:

-¡He aquí que retorna una de las elegidas! Ni en polen, ni en rocío, ni en perfume despilfarró una sola   —69→   de sus moléculas. Digna es, pues, de ocupar este sitial excelso. Odiamos las groseras trasformaciones y, como símbolo de belleza suprema, nuestra misión es permanecer inmutables e inaccesibles en el espacio y en el tiempo.

Mas la angustiada y doliente prisionera; sin atender a la voz de la montaña, sintiéndose penetrada por un frío horrible, se volvió hacia el sol, que estaba en el horizonte, y le dijo:

-¡Oh, padre sol! ¡Compadeceos! ¡Devolvedme la libertad!

Pero el sol, que no tenía ahí fuerza ni calor alguno, le contestó:

-Nada puedo contra las nieves eternas. Aunque para ellas la aurora es más diligente y más tardío el ocaso, mis rayos, como al granito que las sustenta, no las fundirán jamás.



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ArribaAbajoVíspera de difuntos

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Por la calleja triste y solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo se arremolina y penetra en las habitaciones por los cristales rotos y a través de los tableros de las puertas desvencijadas.

El crepúsculo envuelve con su parda penumbra tejados y muros y un ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una y otra racha: es la voz inconfundible del mar.

En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el rostro apoyado en las palmas de las manos, la propietaria perece abstraída en hondas meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras ropas, con la cabeza cubierta por el manto, habla con voz que resuena en el silencio con la tristeza cadenciosa de una plegaria o una confesión.

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Entre ambas hay algunas coronas y cruces de papel pintado.

La voz monótona murmura:

-... Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros, empañados ya por la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, y me dijo con un acento que no olvidaré nunca:

-¡Prométeme que no la desampararás! ¡Júrame por la salvación de tu alma que serás para ella como una madre, y que velarás por su inocencia y por su suerte como lo haría yo misma!

La abracé llorando, y le prometí y juré todo lo que quiso.

(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido agudo, y la voz plañidera continúa:)

-Cumplía apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos; tan dulces, como los de la virgencita que tengo en el altar. Hacendosa, diligente, adivinaba mis deseos: Nunca podía reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y contra todo lo que provenía de ella, se anidó en mi corazón.

Su humildad, su llanto, la tímida expresión de sus ojos tan resignada y suplicante, me exasperaba. Fuera de mí, cogíala a veces por los cabellos y la arrastraba por el cuarto, azotándola contra las paredes y contra los muebles hasta quedarme sin aliento.

Y luego, cuando en silencio, con los ojos llorosos,   —75→   veíala ir y venir colocando en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentía el corazón como en un puño. Un no sé qué de angustia y de dolor, de ternura y de arrepentimiento subía de lo más hondo de mi ser y formaba un nudo en mi garganta. Experimentaba entonces unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdón de rodillas, de cogerla en mis brazos y comérmela a caricias.

(Unos pasos apresurados cruzan delante de la puerta. La narradora se volvió a medias y su perfil agudo salió un instante de la sombra para eclipsarse enseguida).

... La enfermedad (aquí la voz se hizo opaca y temblorosa) me postraba a veces por muchos días en la cama. ¡Era de ver entonces sus cuidados para atenderme! ¡Con qué amorosa solicitud ayudábame a cambiar de postura! Como una madre con su hijo, rodeábame el cuello con sus delgados bracitos para que pudiese incorporarme.

Siempre silenciosa acudía a todo, iba a la compra, encendía el fuego, preparaba el alimento. De noche a un movimiento brusco, a un quejido que se me escapara, ya estaba ella junto a mí, preguntándome con su vocecita de ángel:

-¿Me llamas, mamá, necesitas algo?

Rechazábala con suavidad, pero sin hablarla. No quería que el eco de mi voz delatase la emoción que me embargaba. Y ahí, en la oscuridad de esas largas noches sin sueño, asaltábame tenaz y torcedor el remordimiento. El perjurio cometido, lo abominable de   —76→   mi conducta, aparecíaseme en toda su horrenda desnudez. Mordía las sábanas para ahogar los sollozos, invocaba a la muerta, pedíala perdón y hacía protestas ardientes de enmienda, conminándome, en caso de no cumplirlas, con las torturas eternas que Dios destina a los réprobos.

(La vendedora, sin cambiar de postura, oía sin desplegar los labios, con el inmóvil rostro iluminado por la claridad tenue e indecisa del crepúsculo).

Mas la luz del alba -prosigue la enlutada- y la vista de aquella cara pálida, cuyos ojos me miraban con timidez de perrillo castigado, daban al traste con todos aquellos propósitos. «¡Cómo disimulas, hipócrita, pensaba! ¡Te alegran mis sufrimientos, lo adivino, lo leo en tus ojos!» Y en vano trataba de resistir al extraño y misterioso poder que me impelía a esos actos feroces de crueldad, que una vez satisfechos me horrorizaban.

Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche mudo, una perpetua censura y su silencio, sus pasos callados, su resignación para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión, antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura.

¡Cómo la odiaba entonces, Dios mío, cómo!

(En la tienda desierta las sombras invaden los rincones, borrando los contornos de los objetos. La negra silueta de la mujer se agigantaba y su tono adquirió lúgubres inflexiones).

-Fue a entradas de invierno. Empezó a toser.

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En sus mejillas aparecieron dos manchas rojas y sus ojos azules adquirieron un brillo extraño, febril. Veíala tiritar de continuo ¡pensaba que era necesario cambiar sus ligeros vestidos por otros más adecuados a la estación. Pero no lo hacía... y el tiempo era cada vez más crudo... apenas se veía el sol.

(La narradora hizo una pausa; un gemido ahogado brotó de su garganta, y luego continuó):

-Hacía ya mucho tiempo que había apagado la luz. El golpeteo de la lluvia y el bramido del viento, que soplaba afuera huracanado, teníanme desvelada. En el lecho abrigado y caliente, aquella música producíame una dulce voluptuosidad. De pronto, el estallido de un acceso de tos, me sacó de aquella somnolencia: crispáronse mis nervios, y aguardé ansiosa que el ruido insoportable cesara.

Mas, terminado un acceso, empezaba otro más violento y prolongado. Me refugié bajo los cobertores, metí la cabeza debajo de la almohada: todo inútil. Aquella tos seca, vibrante, resonaba en mis oídos con un martilleo ensordecedor.

No pude resistir más y me senté en la cama y, con voz que la cólera debía de hacer terrible, le grité: ¡Calla, cállate, miserable!

Un rumor comprimido me contestó. Entendí que trataba de ahogar los accesos, cubriéndose la boca con las manos y las ropas, pero la tos triunfaba siempre.

No supe cómo salté al suelo, y cuando mis pies tropezaron con el jergón, me incliné y busqué a tientas   —78→   en la oscuridad aquella larga y dorada cabellera, y, asiéndola con ambas manos, tiré de ella con furia. Cuando estuvimos junto a la puerta comprendió sin duda mi intento, porque por primera vez trató de hacer resistencia y procurando desasirse clamó con indecible espanto:

-¡No, no, perdón, perdón!

Mas yo había descorrido el cerrojo... Una ráfaga de viento y agua penetró por el hueco y me azotó el rostro con violencia.

Aferrada a mis piernas, imploraba con desgarrador acento:

-¡No, no mamá, mamá!

Reuní mis fuerzas y la lancé afuera y, cerrando enseguida, me volví al lecho estremecida de terror. (La propietaria escuchaba atenta y muda, y sus ojos se animaban, bajo el arco de sus cejas, cuando la voz opaca y velada disminuía su diapasón).

Mucho tiempo permaneció junto a la puerta lanzando desesperados lamentos, interrumpidos a cada instante por los accesos de tos. Me parecía, a veces, percibir entre el ruido del viento y de la lluvia, que ahogaba sus gritos, el temblor de sus miembros y el castañeteo de sus dientes.

Poco a poco sus voces de:

-¡Ábreme, mamá, mamacita; tengo miedo mamá! -fueron debilitándose, hasta que por fin cesaron por completo.

Yo pensé: se lía ido al cobertizo, al fondo del patio, único sitio donde podía resguardarse de la lluvia,   —79→   y la voz del remordimiento se alzó acusadora y terrible en lo más hondo de la conciencia:

-¡La maldición de Dios -me gritaba-, va a caer sobre ti!... ¡La estás matando!... ¡Levántate y ábrele!... ¡Aún es tiempo!

Cien veces intenté descender del lecho, pero una fuerza incontrastable me retenía en él, atormentada y delirante.

¡Qué horrible noche, Dios mío! (Algo como un sollozo convulsivo siguió a estas palabras. Hubo algunos segundos, de silencio, y luego la voz más cansada, más doliente, prosiguió:)

Una gran claridad iluminaba la pieza cuando desperté. Me volví hacia la ventana y vi a través de los cristales el cielo azul. La borrasca había pasado y el día se mostraba esplendoroso, lleno de sol. Sentí el cuerpo adolorido, enervado por la fatiga; la cabeza parecíame que pesaba sobre los hombros como una masa enorme. Las ideas brotaban del cerebro torpes, como oscurecidas por una bruma. Trataba de recordar algo, y no podía. De pronto la vista del jergón vacío, que estaba en el rincón del cuarto, despejó mi memoria y me reveló de un golpe lo sucedido.

Sentí que algo opresor se anudaba a mi garganta, y una idea horrible me perforó el cerebro, como un hierro candente.

Y estremecida de espanto, sin poder contener el choque de mis dientes, más bien me arrastré que anduve hacia la puerta; pero, cuando ponía la mano en el cerrojo, un horror invencible me detuvo. De súbito   —80→   mi cuerpo se dobló como un arco y tuve la rápida visión de una caída. Cuando volví estaba tendida de espaldas en el pavimento. Tenía los miembros magullados, el rostro y las manos llenos de sangre.

Me levanté y abrí... Falta de apoyo, se desplomó hacia adentro. Hecha un ovillo, con las piernas encogidas, las manos cruzadas y la barba apoyada en el pecho, parecía dormir. En la camisa veíanse grandes manchas rojas. La despojé de ella y la puse desnuda sobre mi lecho. ¡Dios mío, más blanco que las sábanas, qué miserable me pareció aquel cuerpecillo, qué descarnado: era sólo piel y huesos!

Cruzábanlo infinitas líneas y trazos oscuros. Demasiado sabía yo el origen de aquellas huellas, ¡pero nunca imaginé que hubiera tantas!

Poco a poco fue reanimándose, hasta que por fin entreabrió los ojos y los fijó en los míos. Por la expresión de la mirada y el movimiento de los labios, adiviné que quería decirme algo. Me incliné hasta tocar su rostro y, después de escuchar un rato, percibí un susurro casi imperceptible:

-¡La he visto! ¿sabes? ¡qué contenta esto! ¡Ya no me abandonará mas, nunca más!

(La ventolina parecía decrecer y el ruido del mar sonaba más claro y distinto, entre los tardíos intervalos de las ráfagas).

Le tomó el pulso y la miró largamente (gime la voz).

Lo acompañé hasta el umbral y volví otra vez junto a ella. Las palabras: hemorragia... ha perdido   —81→   mucha sangre... morirá antes de la noche, me sonaban en los oídos como algo lejano, que no me interesaba en manera alguna. Ya no sentía esa inquietud y angustia de todos los instantes. Experimentaba una gran tranquilidad de ánimo. Todo ha acabado, me decía, y pensé en los preparativos del funeral. Abrí el baúl y extraje de su fondo la mortaja, destinada para servirme a mí misma. Y sentándome a la cabecera, púseme inmediatamente a la tarea de deshacer las costuras para disminuirla de tamaño.

Más blanca que un cirio, con los ojos cerrados, yacía de espaldas respirando trabajosamente. Nunca, como entonces, me pareció más grande la semejanza. Los mismos cabellos, el mismo óvalo del rostro y la misma boca pequeña, con la contracción dolorosa en los labios. Va a reunirse con ella, pensé. ¡Qué felices son! y convencida de que su sombra estaba ahí, a mi lado, junto a ella, proferí: «¡He cumplido mi juramento, allí la tienes, te la devuelvo como la recibí, pura, sin mancha, santificada por el martirio!»

Estallé en sollozos. Una desolación inmensa, una amargura sin límites llenó mi alma. Entreví con espanto la soledad que me aguardaba. La locura se apoderó de mí, me arranqué los cabellos, di gritos atroces, maldije del destino... De súbito me calmé: me miraba. Cogí la mortaja y, con voz rencorosa de odio, díjele mientras se la ponía delante de los ojos: ¡Mira!; ¿qué te parece el vestido que te estoy haciendo? ¡Qué bien te sentará! ¡Y qué confortable y abrigador es! ¡Cómo te calentará cuando estés debajo de tierra,   —82→   dentro de la fosa que ya está cavando para ti el enterrador!

Mas ella nada me contestaba. Asustada, sin duda, de ese horrible traje gris, se había puesto de cara a la pared. En vano le grité: «¡Ah! ¡testaruda, te obstinas en no ver! Te abriré los ojos por fuerza». Y, echándole la mortaja encima, la tomé de un brazo y la volví de un tirón: estaba muerta.

(Afuera el viento sopla con brío. Un remolino de polvo penetra por la puerta, invade la tienda oscureciéndola casi por completo. Y, apagada por el ruido de las ráfagas, se oye aún por un instante resonar la voz:

-Mañana es día de difuntos y, como siempre, su tumba ostentará las flores más frescas y las más hermosas coronas...

En la tienda, las sombras lo envuelven todo. La propietaria con el rostro en las palmas de las manos, apoyada en el mostrador, como una sombra también, permanece inmóvil. El viento zumba, sacude las coronas y modula una lúgubre cantinela, que acompañan con su fru-fru, de cosas muertas los pétalos de tela y de papel pintado:

-¡Mañana es día de difuntos!



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ArribaAbajoEl oro

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Una mañana que el sol surgía del abismo y se lanzaba al espacio, un vaivén de su carro flamígero lo hizo rozar la cúspide de la montaña.

Por la tarde un águila, que regresaba a su nido, vio en la negra cima un punto brillantísimo que resplandecía como una estrella.

Abatió el vuelo y percibió aprisionado en una arista de la roca, un rutilante rayo de sol.

Pobrecillo, díjole el ave compadecida, no te inquietes, que yo escalaré las nubes y alcanzaré la veloz cuádriga antes que desaparezca debajo del mar.

Y cogiéndolo en el pico se remontó por los aires y voló tras el astro que se hundía en el ocaso.

Pero, cuando estaba ya próxima a alcanzar al fugitivo, sintió el águila que el rayo, con soberbia ingratitud, abrasaba el curvo pico que lo retornaba al cielo.

Irritada, entonces, abrió las mandíbulas y lo precipitó en el vacío.

Descendió el rayo como una estrella filante, chocó   —86→   contra la tierra, se levantó y volvió a caer. Como una luciérnaga maravillosa erró a través de los campos y su brillo, infinitamente más intenso que el de millones de diamantes, era visible en mitad del día y de noche centelleaba en las tinieblas como un diminuto sol.

Los hombres, asombrados, buscaron mucho tiempo la explicación del hecho extraordinario, hasta que un día los magos y nigromantes descifraron el enigma. La errabunda estrella era una hebra desprendida de la cabellera del sol. Y añadieron que el lograse aprisionarla vería trocarse su existencia efímera en una vida inmortal; pero, para coger el rayo sin ser consumido por él, era necesario haber extirpado del alma todo vestigio de piedad y amor.

Entonces, todos los lazos se desataron, y ya no hubo ni padres, ni hijos ni hermanos. Los amantes abandonaron a sus amadas y la humanidad entera persiguió, como desatentada jauría, al celeste peregrino por toda la redondez de la tierra. Noche y día millares de manos ávidas se tendieron sin cesar hacia el ascua fulgurante, cuyo contacto reducía a la nada a los audaces y sólo dejaba de sus cuerpos, de sus corazones egoístas y soberbios, un puñado de polvo de un matiz de trigo madura, que parecía hecho de rayos de sol.

Y aquel prodigio, incesantemente renovado, no detenía el enjambre de los que iban a la conquista de la inmortalidad. Los que sucumbían eran sin duda aquellos que conservaban en sus corazones un vestigio   —87→   de sentimientos adversos, y cada cual confiado en el poder victorioso de su ambición, proseguía la caza interminable, sin desmayos y sin recelos, seguros del éxito final.

Y el rayo erró por los cuatro ámbitos del planeta, marcando su paso con aquel reguero de polvo dorado y brillante que, arrastrado por las aguas, penetró a través de la tierra y se depositó en las grietas de las rocas y en el lecho de los torrentes.

Por fin, el águila, desvanecido ya su rencor, cogiolo nuevamente y lo puso en la ruta del astro que subía hacia el cénit.

Y trascurrió el tiempo. El ave, muchas veces centenaria, vio hundirse en la nada incontables generaciones. Un día el Amor desplegó sus alas y se remontó al infinito y como hallase a su paso al águila que bogaba en el azul, le dijo:

-Mi reinado ha concluido. Mirad allá abajo.

Y la penetrante mirada del ave distinguió a los hombres ocupados en extraer de la tierra y del fondo de las aguas un polvo amarillo, rubio como las espigas, cuyo contacto infiltraba en sus venas un fuego desconocido.

Y, viendo a los mortales, trastornada la esencia de sus almas, pelearse entre sí como fieras, exclamó el águila:

-Sí, el oro es un precioso metal. Mezcla de luz y de cieno, tiene el rubio matiz del rayo; y sus quilates son la soberbia, el egoísmo y la ambición.



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