Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[88]→     —89→  

ArribaAbajoLa barrena

  —[90]→     —91→  

Aquellos sí que eran buenos tiempos, dijo el abuelo dirigiéndose a su juvenil auditorio, que lo oía con la boca abierta. Los cóndores de oro corrían como el agua y no se conocían ni de nombre estos sucios papeles de ahora. No había más que dos piques: el Chambeque y el Alberto, pero el carbón estaba tan cerca de los pozos que, de cada uno de ellos, se sacaban muchos cientos de toneladas por día.

Entonces fue cuando los de Playa Negra quisieron atajarnos corriendo una galería que iba desde el bajo de Playa Blanca en derechura a Santa María. Nos cortaban así todo el carbón que quedaba hacia el norte, debajo del mar. Apenas se supo la noticia, todo el mundo fue al Alto de Lotilla a ver los nuevos trabajos que habían empezado los contrarios con toda actividad. Tenían ya armada la cabria del   —92→   pique casi en la orilla misma donde revienta la ola en las altas mareas. Los pícaros querían trabajar lo menos posible para cerrarnos el camino. Entretanto nuestros jefes no se contentaban sólo con mirar. Estudiaban el modo de parar el golpe, y andaban para arriba y para abajo corriendo desaforados con unas caras de susto tan largas que daban lástima.

Acababa una mañana de llegar al pique, cuando don Pedro, el capataz mayor, me llamó para decirme:

-Sebastián ¿cuántos son los barreteros de tu cuadrilla?

-Veinte, señor -le contesté.

-Escoge de los veinte -me mandó-, diez de los mejores y te vas con ellos al Alto de Lotilla. Allí estaré yo dentro de una hora.

Me fui abajo y escogí mis hombres, y antes de la hora ya estábamos juntos con una nube de peones, de carpinteros y de mecánicos en la media falda del cerro que mira al mar.

Mientras los peones desmontaban y terraplenaban y los carpinteros aserraban las enormes vigas, los mecánicos recorrían el motor listo ya para funcionar. Todos metían una bullanga de mil demonios. A cada momento llegaban barreteros del Chambeque y del Alberto. Allí estaba la flor y nata de toda la mina. Ninguno tenía menos de veinte años ni pasaba de veinticinco.

De repente corrió la voz de que iba a hablarnos el ingeniero jefe. Todavía me parece verlo encaramado   —93→   en una pila de madera echándonos aquel discurso cuyo recuerdo tengo aún en la memoria. Después de afear la conducta de los de Playa Negra, que sin ninguna razón y contra todo derecho querían arrinconarnos contra el cerro para apoderarse del carbón submarino que habíamos sido los primeros en descubrir y en explotar, nos dijo que contaba con nuestro empuje y entusiasmo para el trabajo para impedir aquel despojo que realizado sería la ruina de todos. Luego nos explicó, aunque muy a la ligera, lo que exigía de nosotros. A pesar de su reserva y de lo vago de ciertos detalles, comprendimos que su intención era abrir un pique en el sitio donde estábamos y enseguida una galería paralela a la playa que cortase en la cruz la línea que traía la de Playa Negra. Pero para que tuviese éxito este plan, era necesario llegar al cruce antes que los contrarios. Y aquí estaba lo difícil, porque la distancia que ellos debían andar era menos que la mitad de la que nosotros teníamos que recorrer para ir al mismo punto por debajo del mar.

Al concluir el ingeniero su discurso era tan grande nuestro entusiasmo que pedimos a gritos la orden de empezar el trabajo inmediatamente. Estábamos furiosos contra los de Playa Negra y algunos propusieron como lo más práctico para cortar la cuestión irnos sobre los intrusos y arrojarlos dentro de su pique con cabria máquinas y todo. El ingeniero apaciguó a los exaltados diciéndoles que la violencia empeoraría la situación aplazando la dificultad indefinidamente.   —94→   Lo mejor era concluir de una vez y para siempre. Calmados los ánimos se procedió a dividir a los barreteros en doce cuadrillas de diez hombres cada una que trabajarían una después de otra reemplazándose cada dos horas. Por este medio habría siempre en la faena gente descansada y de refresco.

Echada a la suerte el turno de las cuadrillas le tocó a la mía el segundo lugar. Nos quedamos aguardando con impaciencia el relevo mientra los demás que tenían número más altos se iban a sus casas para dormir.

¡Aquello sí que era trabajar! Desnudos, con un trapo a la cintura, empuñábamos con tal rabia las piquetas que la tierra, la arcilla y la piedra nos parecían una cosa blanda en la que nos hundíamos como se hunde en la madera podrida una mecha de taladro. El sudor nos corría a chorros y humeábamos como la barra que el herrero retira de la fragua y mete en el enfriadero. Algunos se desmayaban y cuando el pito de capataz nos indicaba que había concluido el turno una niebla nos oscurecía la vista y apenas podíamos tenernos en pie.

En la primera semana alcanzamos el nivel del mar. Se pusieron grandes bombas para achicar el agua y seguimos cavando y cavando hasta enterar, otra semana. De repente nos mandaron parar. Bajaron los ingenieros con sus instrumentos y después de dos horas más o menos nos marcaron con tiza en la pared donde debíamos abrir la galería. Sin perder minuto empuñamos las herramientas y el trabajo   —95→   principió con la misma furia que antes. Bajamos ágiles y frescos y dos horas después salíamos inconocibles, reventados, casi muertos. Afuera el médico nos tomaba el pulso; bebíamos un poco de coñac con agua y enseguida a casa a dormir. Hubo también algunos accidentes. De improviso caía uno de bruces y ahí se quedaba sin menear pata. Otros reventaban en sangre por las narices y los nidos. Reemplazábalos inmediatamente la cuadrilla de reserva y el trabajo seguía adelante de día y de noche sin parar un minuto, un segundo siquiera.

Era imposible hacer más, pero a los jefes todavía les parecía poco. Andaban con un julepe que se los comía. Y no era para menos, porque nosotros que íbamos de sur a norte, para cerrar el camino a los de Playa Negra, que iban hacia el oriente, teníamos que recorrer una distancia casi doble. Hacía ya un mes que trabajábamos cuando una mañana vinieron los ingenieros a hacer una nueva medición de la galería. Esta vez demoró la cosa bastante. Hablaban, medían y volvían a medir y de pronto nos ordenaron que suspendiéramos el trabajo hasta nuevo aviso. Como nos moríamos de curiosidad y deseábamos saber si habíamos ganado o perdido ninguno quiso alejarse de la mina hasta no averiguar en qué paraba todo aquello. Yo, como jefe de cuadrilla, me apersoné a don Pedro, el capataz mayor, que estaba todo el tiempo con la oreja pegada al muro y le pregunté: ¿Conque ya les tapamos la cancha? Me hizo un gesto para que callase y entonces puse yo también el oído en la pared.   —96→   Estuve así un rato escuchando con toda mi alma y de repente, me pareció oír muy lejos unos golpecitos como si alguien estuviese dando papirotes sobre la piedra. Puse más atención y cuando estuve ya seguro de no equivocarme llamé al capataz y le dije: «Don Pedro, es aquí donde viene la barrena».

Se acercó y nos pusimos a escuchar juntos. De pronto a la luz de la lámpara vi cómo brillaron los ojos del capataz. Los golpes de combo en la barrena guía se iban sintiendo cada vez más fuertes. En ese momento llegaron los ingenieros y después de escuchar también con la oreja pegada al muro desenrollaron un plano y se pusieron a trabajar con sus aparatos. Luego marcaron con tiza una cruz en la pared; dieron algunas órdenes al capataz y se marcharon alegres como unas pascuas. Apenas hubieron salido cuando bajó una docena de carpinteros que colocaron a toda prisa una puerta que cerró completamente un espacio de diez metros al fin de la galería. Colgada la puerta en el marco y calafateadas con gran prolijidad sus rendijas se retiraron los carpinteros y sólo quedamos ahí el capataz mayor y los cabezas de cuadrilla oyendo los golpes dados en la barrena que al parecer estaba ya muy cerca. Sin embargo, pasaron todavía muchas horas y serían tal vez las tres de la tarde cuando el capataz me dijo: «Ve arriba y avisa que tengan listo el bracero».

Fui a toda prisa a cumplir la orden y cuando estuve de vuelta se sentía tan claro el ruido de la barrena que calculé que no pasaría media hora sin que la   —97→   punta asomase por la pared. La galería tenía en esa parte dos metros de alto y cortaba un manto de tosca azul que no dejaba filtrar una gota de agua sin embargo de tener el mar encima de nuestras cabezas. Mientras aguardábamos en silencio, no cesábamos de pensar en el cálculo de los ingenieros cuya exactitud nos llenaba de admiración. No sabíamos, todavía, que aprovechándose de la poca vigilancia de los jefes de Playa Negra, dos de los nuestros habían bajado a la mina contraria y anotado su nivel y dirección.

Como ya lo había calculado, no había trascurrido media hora cuando los primeros pedacitos de tosca empezaron a caer de la pared, a metro y medio del suelo. Todos sabíamos lo que esto quería decir y aguardábamos con verdadera ansia que la barrena guía rompiese la muralla para despuntarla de un martillazo, haciéndoles ver a los contrarios que habían perdido la partida y que nosotros éramos los amos debajo del mar. Combo en mano esperábamos el momento oportuno, cuando don Pedro, el capataz mayor, hizo una seña para que nos apartáramos; y afirmando el hombro izquierdo en el muro se escupió las manos y aguardó con los ojos clavados en la tosca que se levantaba como una ampolla.

Nunca me olvidaré de aquel momento. Todos teníamos la vista fija en el capataz mayor queriendo adivinar su intento. Alumbrado por las lámparas, parecía uno de esos gigantes de que hablan los cuentos de niños. Tenía seis pies de alto y su cuerpo   —98→   grueso en proporción, agrandado por el resplandor de las luces, parecía llenar el estrecho recinto. Sus fuerzas eran famosas en toda la mina. Muchas veces lo vi, bromeando, levantar a un hombre en cada mano y sostenerlos en el aire como si fueran guaguas de meses.

Con un pie adelante del otro, la cabeza un poco inclinada, esperaba el instante en que la barrena asomase por el muro. No tuvo mucho tiempo que aguardar. A cada golpe, los pedazos de tosca que caían eran más grandes, hasta que, de pronto, algo brillante salió de la pared, haciendo saltar un grueso planchón. Rápido como el rayo, el capataz le echó la zarpa, y por un instante sentimos cómo crujían sus huesos. De repente se enderezó y se quedó quieto, afirmado en la pared con la cabeza echada atrás y resoplando como el fuelle de una fragua movido a todo vapor. Clavamos los ojos en la muralla y apenas podíamos creer lo que veíamos. Doblada en forma de escuadra, la extremidad de la barrena sobresalía del muro unos cincuenta centímetros y movíase de un lado a otro como el péndulo de un reloj.

El abuelo hizo una pausa, y después de tomar entre sus dedos temblorosos el cigarrillo encendido que uno de sus atentos oyentes le alargaba, continuó:

-Lo que me falta que contarles es muy poca cosa. Mientras los de Playa Negra, que no podían adivinar ni remotamente lo que había pasado, achacaban el accidente a un simple atascamiento de su barrena y hacían los esfuerzos imaginables para desatascarla,   —99→   ensanchando el orificio, nosotros habíamos colocado frente a él un gran bracero de carbón encendido. Luego, el capataz mayor dio orden de que todo el mundo abandonara la galería, quedándonos los dos para terminar los últimos preparativos. Todo quedó listo en un momento. Después de ensayar si la puerta cerraba bien y mientras yo me alejaba prudentemente, don Pedro tomó en sus brazos, como si fuera una pluma, el enorme saco lleno de ají que se había bajado hacía poco, y, desde el umbral, lo lanzó sobre las brasas encendidas. Cerró, acto continuo la hoja de un puntapié, y volviendo las espaldas echó a correr hacia el pozo de salida. Yo, que iba adelante, fui el primero en llegar al ascensor y aunque nos izaron inmediatamente, sentimos al llegar arriba una picazón en la garganta, acompañada de una tos seca insoportable.

No hacía diez minutos que habíamos salido, cuando vimos que algo extraordinario pasaba en la mina enemiga. La campana de alarma empezó a repicar a toda prisa, y algo muy grave debía ser lo que ocurría abajo, porque el toque era desesperado. Como estábamos más altos que ellos, ningún detalle se nos escapaba. Cuando apareció el ascensor, la boca del pique estaba llena de gente. Los que salían eran rodeados y acosados a preguntas, que oíamos perfectamente:

-¿Qué hay, qué pasa?

Pero los pobres diablos no podían contestar, porque una extraña tos los sacudía de pies a cabeza.   —100→   Entonces prorrumpimos todos en gritos y vivas, que los de Playa Negra contestaban con insultos y blasfemias.

Para terminar, sólo me falta decir que cuantas tentativas hicieron nuestros contrarios para bajar a la mina y reanudar los trabajos, fueron inútiles. Pasaban los días, las semanas y los meses y la imposibilidad era siempre la misma. Apenas el ascensor se hundía en el pique algunos metros, los que iban en él se ponían a gritar que los izaran sin demora y salían medio ahogados tosiendo desesperadamente.

Era imposible haber ideado una estratagema más eficaz. El humo del ají encerrado, en la galería nuestra, se escapaba tan despacio por el orificio de la barrena guía que amenazaba no concluirse nunca. Y sucedió lo que debía suceder: que el lecho de la galería, apuntalado a la ligera, se derrumbó, dando paso al agua del mar.

Seis meses después, la famosa mina de Playa Negra era sólo un pozo de agua salobre que la arena de las dunas iba rellenando lentamente.



  —101→  

ArribaAbajoCañuela y Petaca

  —[102]→     —103→  

Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas -tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho- ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata   —104→   en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios, desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos oscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades e inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?

Por fin, una tarde, mientras Cañuela vigilaba sobre las brasas del hogar la olla de la merienda, vio de improviso aparecer en el hueco de la puerta la furtiva y silenciosa figura de Petaca, quien, al enterarse de que los viejos no regresaban aún del pueblo, puso delante de los ojos asombrados de Cañuela un grueso saquete de pólvora para minas, que tenía oculto debajo de la ropa. La adquisición del explosivo era toda una historia que el héroe de ella no se cuidó de relatar, embobado en la contemplación de aquella sustancia reluciente semejante a azabache pulimentado.

A una legua escasa del rancho había una cantera que surtía de materiales de construcción a los pueblos vecinos. El padre de Petaca era el capataz de aquellas obras. Todas las mañanas extraía del depósito   —105→   excavado en la peña viva la provisión de pólvora para el día. En balde el chico había puesto en juego la travesura y sutileza de su ingenio para apoderarse de uno de aquellos saquetes que, el viejo, tenía junto a sí en la pequeña carpa, desde la cual dirigía los trabajos. Todas sus astucias y estratagemas habían fracasado lamentablemente ante los vigilantes ojos que observaban sus movimientos. Desesperado de conseguir su objeto, tentó, por fin, un medio heroico. Había observado que cuando un tiro estaba listo, dada la señal de peligro, los trabajadores, incluso el capataz, iban a guarecerse en un buceo abierto con ese propósito en el flanco de la montaña y no salían de allí sino cuando se había producido la explosión. Una mañana, arrastrándose como una culebra, fue a ponerse en acecho cerca de la carpa. Muy pronto, tres golpes dados con un martillo en una barrena de acero, anunciaron que la mecha de un tiro acababa de ser encendida, y vio cómo su padre y los canteros corrían a ocultarse en la excavación. Aquel era el momento propicio, y abalanzándose sobre los saquetes de pólvora se apoderó de uno, emprendiendo enseguida una veloz carrera, saltando como una cabra por encima de los montones de piedra que, en una gran extensión, cubrían el declive de la montaña. Al producirse el estallido que hizo temblar el suelo bajo sus pies, enormes proyectiles le zumbaron en los oídos, rebotando a su derredor una furiosa granizada de pedriscos. Mas, ninguno le tocó, y cuando los canteros abandonaron   —106→   su escondite, él estaba ya lejos oprimiendo contra el jadeante pecho su gloriosa conquista, henchida el alma de júbilo.

Esa tarde, que era un jueves, quedó acordado que la cacería fuese el domingo siguiente, día de que podían disponer a su antojo; pues, los abuelos, se ausentarían como de costumbre para llevar sus aves y hortalizas al mercado. Entretanto, había que ocultar la pólvora. Muchos escondites fueron propuestos, y desechados. Ninguno les parecía suficientemente seguro para tal tesoro. Cañuela propuso que se abriese un hoyo en un rincón del huerto y se la ocultase ahí, pero, su primo, lo disuadió contándole que un muchacho, vecino suyo, había hecho lo mismo con un saquete de aquellos, hallando días después sólo la envoltura de papel. Todo el contenido se había desecho con la humedad. Por consiguiente, había que buscar un sitio bien seco. Y, mientras trataban inútilmente de resolver aquel problema, el ganso de Cañuela, a quien, según su primo, nunca se le ocurría nada de provecho, dijo, de pronto, señalando el fuego que ardía en mitad de la habitación:

-¡Enterrémosla en la ceniza!

Petaca lo contempló admirado, y por una rara excepción; pues lo que proponía el rubillo le parecía siempre detestable, iba a aceptar aquella vez cuando a la vista del fuego lo detuvo: ¿y si se prende? -pensó. De repente brincó de júbilo. Había encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas y cenizas del hogar y cavaron   —107→   en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual, envuelto en un pañuelo de hierbas, colocaron el saquete de pólvora cubriéndole con la tierra extraída y volviendo a su sitio el fuego encima del que se puso nuevamente la desportillada cazuela de barro.

En media hora escasa todo quedó lindamente terminado, y Petaca se retiró prometiendo a su primo que los perdigones y los fulminantes estarían antes del domingo en su poder.

Durante los días que precedieron al señalado, Cañuela no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido que, volcando la olla de la merienda, única consecuencia grave que se le ocurría, dejase a él y a sus abuelos sin cenar. Y este siniestro pensamiento cobraba más fuerza al ver a su abuela Rosalía inflar los carrillos y soplar con brío atizando el fuego bien ajena, por cierto, de que todo un Vesubio estaba ahí delante de sus narices, listo para hacer su inesperada y fulminante aparición. Cuando esto sucedía, Cañuela se levantaba en puntillas y se deslizaba hacia la puerta mirando hacia atrás de reojo y mascullando con aire inquieto:

-¡Ahora sí que revienta, caramba!

Pero no reventaba, y el chico fue tranquilizándose hasta desechar todo temor.

Y cuando llegó el domingo y los viejos con su carga a cuesta hubieron desaparecido a lo lejos en el sendero de la montaña, los rapaces radiantes de júbilo empezaron los preparativos para la expedición.   —108→   Petaca había cumplido su palabra escamoteando a su padre una caja de fulminantes, y, en cuanto a los perdigones, se les había sustituido con gran ventaja y economía por pequeños guijarros recogidos en el lecho del arroyo.

Desenterrada la pólvora que ambos encontraron, después de palparla, perfectamente seca y calientita, y examinado prolijamente el fusil del abuelo, tan venerable y vetusto como su dueño, no restaba más que emprender la marcha hacia las lomas y los rastrojos, lo que efectuaron después de asegurar convenientemente la puerta del rancho. Adelante, con el fusil al hombro, iba Petaca, seguido de cerca por Cañuela, que llevaba en los amplios bolsillos de sus calzones las municiones de guerra. Durante un momento disputaron acerca del camino que debían seguir. Cañuela era de opinión de descender a la quebrada y seguir hasta el valle, donde encontrarían bandadas de tencas y de zorzales; pero, su testarudo primo deseaba ir más bien a través de los rastrojos, donde abundaban las loicas y las perdices, caza según él muy superior a la otra y, como de costumbre, su decisión fue la que prevaleció.

Petaca vestía una chaqueta, desecho de su padre, a la cual se le había recortado las mangas y el contorno inferior a la altura de los bolsillos, los cuales quedaron, con este arreglo, eliminados. Cañuela no tenía chaqueta y cubríase el busto con una camisa; pero, en cambio, llevaba enfundadas las piernas en unos gruesos pantalones de daño, con   —109→   enormes bolsillos que eran su orgullo y le servían, a la vez, de arca, de arsenal y de despensa.

Petaca, con el fusil al hombro, sudaba y bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Irguiendo su pequeña talla esforzábase por mantener un continente digno de un cazador, resistiendo con obstinación las súplicas de su primo, que le rogaba le permitiese llevar, siquiera por un ratito, el precioso instrumento.

Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor cinegético, quería se hiciese fuego sobre todo bicho viviente, no perdonando ni a los enjambres de mosquitos que zumbaban en el aire. A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! llamando la atención de su compañero y, cuando éste se detenía interrogándole con sus chispeantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la yerba. Ante aquella caza ruin encogíase desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod y proseguía su marcha triunfal a través de las lomas, encorvado bajo el fusil cuyo enmohecido cañón sobresalía, al apoyar la culata en el suelo, una cuarta por encima de su cabeza.

Por fin, el descontentadizo cazador vio delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho, cuya roja pechuga parecía una herida recién abierta, lanzaba su alegre canto sobre una cerca de ramas. Los chicos se echaron a tierra y empezaron a arrastrarse como reptiles por la maleza. El ave observaba sus movimientos con tranquilidad   —110→   y no dio señales de inquietud sino cuando estaban a cuatro pasos de distancia. Abrió, entonces, las alas y fue a posarse sobre la yerba a cincuenta metros de aquel sitio. Desde ese momento, empezó una cacería loca a través de los rastrojos. Cuando después de grandes rodeos y de infinitas precauciones Petaca lograba aproximarse lo bastante y empezaba a enfilar el arma, el pájaro volaba e iba a lanzar su grito, que parecía de burla y desafío, un centenar de pasos más allá. Como si se propusiese poner a prueba la constancia de sus enemigos, ora salvaba un matorral o una barranca de difícil acceso, pero siempre a la vista de sus infatigables perseguidores, quienes, después de algunas horas de este gimnástico ejercicio, estaban bañados en sudor, llenos de arañazos y con las ropas hecho una criba; mas no se desanimaban y proseguían la caza con salvaje ardor. Por último, el ave, cansada de tan insistente persecución, se elevó en los aires y, salvando una profunda quebrada, desapareció en el boscaje de la vertiente opuesta.

Cañuela y Petaca que con las greñas sobre los ojos, caminaban a gatas a lo largo de un surco, se enderezaron consultándose con la mirada, y luego, sin cambiar una sola palabra, siguieron adelante resueltos a morir de cansancio antes que renunciar a una pieza tan magnífica. Cuando, después de atravesar la quebrada, rendidos de fatiga, se encontraron otra vez en las lomas, lo primero que divisaron fue la fugitiva, que posada en un pequeño arbusto, estaba   —111→   destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla y caer ambos de bruces sobre la yerba fue todo uno, Petaca, con los ojos encandilados, fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil. Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silencioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo y reuniendo todas sus exhaustas fuerzas, se echó la escopeta a la cara. Pero, en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo Cañuela, que lo había seguido sin que él se apercibiera, le gritó de improviso con su vocecilla de clarín, aguda y penetrante:

-¡Espera, que no está cargada, hombre!

La loica agitó las alas y se perdió como una flecha en el horizonte.

Petaca se alzó de un brinco, y precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes y mojicones. ¡Qué bestia y qué bruto era! Ir a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien había hecho la puntería!

Y cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:

-¡Porque te dije que no estaba cargada...!

A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los brazos en jarras, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:

-¿Por qué no esperaste que saliese el tiro?

Cañuela cesó de sollozar, súbitamente, y enjugándose los ojos con el revés de la mano, miró a Petaca, embobado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos   —112→   eran los mojicones! ¿Cómo no se le ocurrió cosa tan sencilla? No, había que rendirse a la evidencia. Era un ganso, nada más que un ganso.

La armonía entre los chicos se restableció bien pronto. Tendidos a la sombra de un árbol descansaron un rato para reponerse de la fatiga que los abrumaba. Petaca, pasado ya el acceso de furor, reflexionaba y casi se arrepentía de su dureza porque, a la verdad, matar un pájaro con una escopeta descargada no le parecía ya tan claro y evidente, por muy bien que se hiciese la puntería. Pero, como confesar su torpeza habría sido dar la razón al idiota del primillo, se guardó calladamente sus reflexiones para sí. Hubiera dado con gusto el cartucho de dinamita que tenía allá en el rancho, oculto debajo de la cama por haber matado la maldita loica que tanto los había hecho padecer. ¡Si al salir hubiesen cargado el arma! Pero aún era tiempo de reparar omisión tan capital, y, poniéndose en pie, llamó a Cañuela para que le ayudase en la grave y delicada operación, de la cual ambos tenían sólo nociones vagas y confusas, pues no habían tenido aún oportunidad de ver cómo se cargaba una escopeta.

Y, mientras Cañuela, encaramado en un tronco para dominar la extremidad del fusil que su primo mantiene en posición vertical, espera órdenes baqueta en mano, surgió la primera dificultad. ¿Qué se echaba primero? ¿La pólvora o los guijarros?

Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a   —113→   creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión en este sentido, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tímidamente la misma idea.

El espíritu de intransigente contradicción de Petaca contra todo lo que provenía de su primo, se reveló esta vez como siempre. Bastaba que el rubillo propusiese algo para que él hiciese inmediatamente lo contrario. ¡Y con qué despreciativo énfasis se burló de la ocurrencia! Se necesitaba ser más borrico que un buey para pensar tal despropósito. Si la pólvora iba primero había forzosamente que echar encima los guijarros. ¿Y por dónde salía entonces el tiro? Nada, al revés había que proceder. Cañuela, que no resollaba, temeroso que una respuesta suya acarrease sobre sus costillas razones más contundentes, vació en el cañón del arma una respetable cantidad de piedrecillas sobre las cuales echó, enseguida, dos gruesos puñados de pólvora. Un manojo de pasto seco sirvió de taco y con la colocación del fulminante, que Petaca efectuó sin dificultad, quedó el fusil listo para lanzar su mortífera descarga. Púsoselo al hombro el intrépido morenillo y echó a andar seguido de su camarada, escudriñando ávidamente el horizonte en busca de una víctima. Los pájaros abundaban, pero emprendían el vuelo apenas la extremidad del fusil amenazaba derribarles de su pedestal en el ramaje. Ninguno tenía la cortesía de permanecer quietecito mientras el cazador hacía y rectificaba una y mil veces la puntería. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en   —114→   tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas y complicadas manipulaciones. Mientras Petaca, que había apoyado el fusil en un tronco, apuntaba arrodillado en la yerba, Cañuela, prudentemente colocado a su espalda, esperaba, con las manos en los oídos, el ruido del disparo que se le antojaba formidable, idea que asaltó también al cazador recordando los tiros que oyera explotar en la cantera y, por un momento, vaciló sin resolverse a tirar del gatillo; pero, el pensamiento de que su primo podía burlarse de su cobardía, lo hizo volver la cabeza, cerrar los ojos y oprimir el disparador. Grande fue su sorpresa al oír en vez del estruendo que esperaba, un chasquido agudo y seco, pero que nada tenía de emocionante. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco. Y su primera mirada fue para el ave, y no viéndola en la rama, lanzó un grito de júbilo y se precipitó adelante seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba.

Cañuela, que viera al chincol alejarse tranquilamente, no se atrevió a desengañarle; y fue tal el calor con que su primo le ponderó la precisión del disparo, de cómo vio volar las plumas por el aire y caer de las ramas el pájaro despachurrado que, olvidándose de lo que había visto, concluyó, también, por creer a pie juntillas en la muerte del ave, buscándola ambos con ahínco entre la maleza hasta que, cansados de la inutilidad de la pesquisa, la abandonaron, desalentados. Pero, ambos habían olido la pólvora y su belicoso entusiasmo aumentó considerablemente,   —115→   convirtiéndose en una sed de exterminio y destrucción que nada podía calmar. Cargaron rápidamente el fusil y, perdido el miedo al arma, se entregaron con ardor a aquella imaginaria matanza. El débil estallido del fulminante mantenía aquella ilusión, y aunque ambos notaran al principio con extrañeza el poquísimo humo que echaba aquella pólvora, terminaron por no acordarse de aquel insignificante detalle.

Sólo una contrariedad anublaba su alegría. No podían cobrar una sola pieza a pesar de que Petaca juraba y perjuraba haberla visto caer requetemuerta y desplumada, casi, por la metralla de los guijarros. Mas, en su interior, empezaba a creer seriamente, recordando cómo las flechas torcidas describen una curva y se desvían del blanco, de que la dichosa pólvora estuviera chueca. Prometiose, entonces, no cerrar los ojos ni volver la cabeza al tiempo de disparar para ver de qué parte se ladeaba el tiro; mas, un contratiempo inesperado le privó de hacer esta experiencia. Cañuela, que acababa de meter un grueso puñado de guijarros en el cañón, exclamó de repente desde el tronco en que estaba encaramado, con tono de alarma:

-¡Se acabó la escopeta!

Petaca miró el fusil que tenía entre las manos y luego a su primo, lleno de sorpresa, sin comprender lo que aquellas palabras significaban. El rubillo le señaló entonces la boca del cañón, por la que asomaba parte del último taco. Inclinó el arma para   —116→   palpar la abertura con los dedos y se convenció de que no había medio de meter ahí un grano más de pólvora o de lo que fuese. Su entrecejo se frunció. Empezaba a adivinar por qué el armatoste había aumentado tan notablemente de peso. Se volvió hacia el rancho, al que se habían ido acercando a medida que avanzaba la tarde, y reflexionó acerca de las probables consecuencias de aquel suceso, decidiendo, después de un rato, emprender la retirada y dejar a Cañuela la gloria de salir a su sabor del atolladero. Demasiado conocía el genio del abuelo para ponerse a su alcance. Pero su fecunda imaginación ideó otro plan que le pareció tan magnífico que, desechando la huida proyectada, se plantó delante de su primo, el cual, muy inquieto, le había observado hasta ahí sin atreverse a abrir la boca, y le habló con animación de algo que debía ser muy insólito, porque Cañuela, con lágrimas en los ojos, se resistía a secundarle. Pero, como siempre, concluyó por someterse y ambos se pusieron afanosamente a reunir hojas y ramas secas, amontonándolas en el suelo. Cuando creyeron había bastante, Cañuela sacó de sus insondables bolsillos una caja de fósforos e incendió la pira. Apenas las llamas se elevaron un poco, Petaca cogió el fusil y lo acostó sobre la hoguera, retirándose, enseguida, los dos, para contemplar a la distancia los progresos del fuego. Trascurrieron algunos minutos y ya Petaca iba a acercarse nuevamente, para añadir más combustible, cuando un estampido formidable los ensordeció. La hoguera   —117→   fue dispersada a los cuatro vientos, y siniestros silbidos surcaron el aire. Cuando pasada la impresión del tremendo susto ambos se miraron, Petaca estaba tan pálido como su primo, pero su naturaleza enérgica hizo que se recobrase bien pronto, encaminándose al sitio de la explosión, el cual estaba tan limpio como si le hubiesen rastrillado. Por más que miró no encontró vestigios del fusil. Cañuela, que lo había seguido llorando a lágrima viva, se detuvo de pronto petrificado por el terror. En lo alto de la loma, a treinta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecía poseído de una terrible cólera. Gesticulaba a grandes voces, con la diestra en alto, blandiendo un tizón humeante que tenía una semejanza extraordinaria con una caja de escopeta. Petaca, que había visto, al mismo tiempo que su primo, la aparición, echó a correr por el declive de la loma, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, y silbando al mismo tiempo su aire favorito. Mientras corría, examinaba el terreno, pensando que así como el abuelo había encontrado la caja del arma, él podía muy bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fabricaría un trabuco para hacer salvas y matar pidenes en la laguna.



  —[118]→     —119→  

ArribaAbajoEl remolque

  —[120]→     —121→  

... Créanme ustedes que me cuesta trabajo referir estas cosas. A pesar de los años, su recuerdo me es todavía muy penoso.

Y, mientras el narrador se reconcentraba en sí mismo para escudriñar en su memoria, hubo por algunos momentos un silencio profundo en la pequeña cámara del bergantín. Sin la ligera oscilación de la lámpara colgada de la ennegrecida techumbre nos hubiéramos creído en tierra firme y muy lejos del «Delfín», anclado a una milla de la costa.

De pronto quitose el marino la hipa de la boca y su voz grave y pausada resonó:

Era yo entonces un muchacho y servía como ayudante y aprendiz en diversas faenas a bordo del «San Jorge», un pequeño remolcador de la matrícula de Lota.

  —122→  

La dotación se componía del capitán, del timonel, del maquinista, del fogonero y de este servidor de ustedes, que era el más joven de todos. Nunca hubo en barco alguno una tripulación más unida que la de ese querido «San Jorge». Los cinco no formábamos más que una familia, en la que el capitán era el padre y los demás los hijos. ¡Y qué hombre era nuestro capitán! ¡Cómo le queríamos todos! Más que cariño, era idolatría la que sentíamos por él. Valiente y justo era la bondad misma. Siempre tomaba para sí la tarea más pesada, ayudando a cada cual en la propia con un buen humor que nada podía enturbiar. ¡Cuántas veces viendo que mis múltiples faenas teníanme rendido, reventado casi vino hacia mí diciéndome alegre y cariñosamente: «Vamos, muchacho, descansa ahora un ratito mientras yo estiro un poco los nervios».

Y cuando desde el toldo, a cubierto del sol o de la lluvia miraba el ancho corpachón del capitán, su rostro colorado, sus bigotes rubios un tanto canosos y sus ojos azules de mirada tan franca como la de un niño, sentía que una ternura dulce y profunda me inundaba el alma y desbordaba de mi corazón. Por salvarle de un peligro hubiera sacrificado mi vida sin vacilación alguna.

Hizo una breve pausa el narrador, llevose la pipa a los labios y prosiguió, después de lanzar una espesa bocanada de humo:

Un día levamos ancla al amanecer y pusimos proa a «Santa María». Remolcábamos una lancha con   —123→   maderas, en la cual íbamos a traer, de regreso, un cargamento de pieles de lobo marino que debía embarcar, a la mañana siguiente, el transatlántico que pasaba con rumbo al estrecho. El mar estaba tranquilo como una balsa de aceite. El cielo era azul y la atmósfera tan trasparente que podíamos percibir, sin perder un sólo detalle, todo el contorno del golfo de Arauco.

Todos, a bordo del «San Jorge», estábamos alegres y el capitán más que ninguno, pues, el patrón de la lancha que remolcábamos era nada menos que Marcos, su querido Marcos que de pie en la popa, doblegando entre sus manos como un junco la larga bayona, obligaba a la pesada mole a seguir la estela que iba dejando en las azules aguas la hélice del remolcador.

Marcos, hijo único del capitán, era también un amigo nuestro, un alegre y simpático camarada. Nunca el proverbio «de tal palo tal astilla» había tenido en aquellos dos seres tan completa confirmación. Semejantes en lo físico y en lo moral era aquel hijo el retrato de su padre, contando el mozo dos años más que yo que tenía en ese entonces veintiuno cumplidos.

Deliciosa fue aquella travesía. Bordeamos la isla por el lado sur y, a medio día, habíamos fondeado en la ensenada, término de nuestro viaje. Descargada la lancha, después de una faena pesada y laboriosa, esperamos el nuevo cargamento que, debido a no sé qué imprevista dificultad no estaba aún listo   —124→   para proceder a su embarque, cosa que puso de malísimo humor al capitán. A la verdad, sobrábale razón para disgustarse; pues, el tiempo, tan hermoso por la mañana cambió al caer la tarde súbitamente. Un nordeste que refrescaba por instantes picaba el mar azotándolo con violentísimas ráfagas y, fuera de la caleta, arremolinábanse las olas en torbellinos espumosos. El cielo de un gris de pizarra, cubierto por nubes muy bajas que acortaban considerablemente el horizonte tenía un aspecto amenazador. En breve la lluvia empezó a caer. Fuertes chaparrones nos obligaron a enfundarnos en nuestros impermeables mientras comentábamos la intempestiva borrasca. Aunque la calma del océano y el enrarecimiento del aire nos hicieran aquella mañana presentir un cambio de tiempo, estábamos, sin embargo, muy lejos de esperar semejante mudanza. Si no fuese por el apremio del transatlántico y las perentorias órdenes recibidas hubiéramos esperado, al abrigo de la caleta, que amainara la violencia del temporal.

Llegó por fin el ansiado cargamento y procedimos embarcarlo a toda prisa, mas, aun cuando todos trabajamos con ahínco para apresurar la operación ésta terminó, al anochecer, en un crepúsculo muy corto. Inmediatamente dejamos el fondeadero con el remolque: la enorme y pesada lancha en cuya popa y bancos distinguíamos las siluetas del patrón y de los cuatro remeros, destacándose como masas borrosas a través de la lluvia y de los copos de espuma que   —125→   arrebataba el viento huracanado de las crestas de las olas.

Todo marchó bien al principio mientras estuvimos al abrigo de los acantilados de la isla; pero cambió completamente en cuanto enfilamos el canal para internarnos en el golfo. Una racha de lluvia y Granizo nos azotó por la proa y se llevó la lona del toldo que pasó rozándome por encima de la cabeza como las alas de un gigantesco petrel, el pájaro mensajero de la tempestad.

A una voz del capitán, asido a la rueda del timón, yo y el timonel corrimos hacia las escotillas de la cámara y de la máquina y extendimos sobre ellas las gruesas lonas embreadas, tapándolas herméticamente.

Apenas había vuelto a ocupar mi sitio junto al guardacable, cuando una luz blanquecina brilló por la proa y una masa de agua se estrelló contra mis piernas impetuosamente. Asido a la barra resistí el choque de aquella ola, a la cual siguieron otras dos con intervalos de pocos segundos. Por un instante creí que todo había terminado, pero la voz del capitán que gritaba aproximándose a la bocina de mando: «¡Avante, a toda fuerza!» -me hizo ver que aún estábamos a flote.

El casco entero del «San Jorge» vibró y rechinó sordamente. La hélice había doblado sus revoluciones y los chasquidos del cable del remolque nos indicaron que el andar era sensiblemente más rápido. Durante un tiempo que me pareció larguísimo la situación,   —126→   se sostuvo sin agravarse. Aunque la marejada era siempre muy dura, no habíamos vuelto a embarcar olas como las que nos asaltaron a la salida del canal y el «San Jorge», lanzado a toda máquina manteníase bravamente en la dirección que nos marcaban los destellos del faro desde lo alto del promontorio que domina la entrada del puerto.

Pero esta calma relativa, esta tregua del viento y del océano cesó cuando, según nuestros cálculos, estábamos en mitad del golfo. La furia de los elementos desencadenados asumió esta vez tales proporciones que nadie a bordo del «San Jorge» dudó un instante sobre el resultado final de la travesía.

El capitán y el timonel, asidos a la rueda del timón, mantenían el rumbo enfilando el nordeste que amenazaba convertirse en huracán. En la proa un relampagueo continuo nos indicaba que el enfurecido oleaje aumentaba en intensidad fatigando al barquichuelo que se enderezaba a cada guiñada con gran trabajo. Parecía que navegábamos entre dos aguas y el peligro de irnos por ojo era cada vez más inminente.

De pronto la voz del capitán llegó a mis oídos por encima del fragor de la borrasca: «¡Antonio, vigila el cable del remolque!»

-Sí, capitán -le contesté, pero una racha furiosa me cortó la palabra obligándome a volver la cabeza. La linterna colgada detrás de la chimenea arrojaba un débil resplandor sobre la cubierta del «San Jorge» iluminando vagamente las siluetas del capitán y del   —127→   timonel. Todo lo demás, a proa y popa, estaba sumergido en las más profundas tinieblas y de la lancha separada del remolcador por veinte brazas, que era la longitud de la espía, sólo percibíase esa pálida fosforescencia que despiden las olas al chocar contra un obstáculo en la oscuridad. Pero los chasquidos del tirante cable indicaban claramente que el remolque seguía nuestras aguas, y aunque no podíamos verlo sentíamos que estaba ahí, muy próximo a nosotros, envuelto en las sombras cada vez más densas de la media noche.

De pronto, entre el fragoroso estruendo de la borrasca, me pareció oír un ruido sordo y persistente por el lado de estribor. El capitán y el timonel debieron también percibirlo, porque a la luz de la linterna vi que se volvían a la derecha y se quedaban inmóviles, escuchando, al parecer, el extraño ruido con grandísima atención. Trascurrieron así algunos minutos y aquellas sordas detonaciones semejantes a truenos lejanos fueron creciendo y aumentando hasta tal punto que ya la duda no fue posible: el «San Jorge» derivaba hacia los bajíos de la Punta de Lavapié.

El estrépito de las olas rodando sobre el temible y peligroso banco ahogó muy pronto con su resonante y pavoroso acento todas las demás voces de la tempestad.

No sé que pensarían mis compañeros, pero yo asaltado por una idea repentina dije en voz baja, temerosamente: El remolque es nuestra perdición.

  —128→  

En ese preciso instante rasgó las tinieblas un relámpago vivísimo alzándose unánimemente en el remolcador y en la lancha un grito de angustia: ¡El banco, el banco!

Cada cual había visto al producirse la descarga eléctrica, destacarse una superficie blanquecina salpicada de puntos oscuros a tres o cuatro cables del costado de estribor del «San Jorge». Los comentarios eran inútiles. Todos comprendíamos perfectamente lo que había pasado. La gran superficie que la lancha semidescargada oponía al viento no sólo disminuía la marcha del remolcador sino que también llegaba hasta anularla por completo. Desde que salimos del canal no habíamos avanzado gran cosa siendo arrastrados por la corriente hacia el banco que creíamos a algunas millas de distancia. En balde la hélice multiplicaba sus revoluciones para impulsarnos adelante. La fuerza del viento era más poderosa que la máquina y derivábamos lentamente hacia el bajío cuya proximidad ponía en nuestros corazones un temeroso espanto. Sólo una cosa nos restaba que hacer para salvarnos: cortar sin perder un minuto el cable del remolque y abandonar la lancha a su suerte. Virar en redondo para acercarnos a Marcos y sus compañeros era zozobrar infaliblemente apenas las olas nos cogiesen por el flanco. Para nuestro capitán el dilema era terrible: o perecíamos todos o salvaba su buque enviando su hijo a una desastrosa muerte.

Este pensamiento prodújome tal conmoción que   —129→   olvidando mis propias angustias sólo pensé en la horrible lucha que debía librarse en el corazón de aquel padre tan cariñoso y amante. Desde mi puesto, junto al guardacable percibía su ancha silueta destacarse de un modo confuso a los débiles resplandores de la linterna. Aferrado a la barandilla trataba de adivinar por sus actitudes, si además de esas dos alternativas él veía una tercera que fuese nuestra salvación. ¡Quién sabe si una audaz maniobra, un auxilio inesperado o la caída brusca del nordeste pusiesen feliz término a nuestras angustias! Mas, toda maniobra que no fuese mantener la proa al viento era una insensatez, y de ahí, de las tinieblas, ninguna ayuda podía venir. En cuanto a que aminorase la violencia de la borrasca nada, ni el más leve signo hacíalo presagiar. Por el contrario recrudecía cada vez más la furia de la tormenta. El estampido del trueno mezclaba su redoble atronador al bramido de las rompientes; y el relámpago desgarrando las nubes amenazaba incendiar el cielo. A la luz enceguecedora de las descargas eléctricas vi como el banco parecía venir a nuestro encuentro. Algunos instantes más y el «San Jorge» y la lancha se irían dando tumbos por encima de aquella vorágine.

Entonces, dominando el ensordecedor estrépito se oyó la voz atronadora del capitán que decía junto a la bocina de mando: «¡Carga las válvulas!»

Una trepidación sorda me anunció un momento después que la orden se había cumplido. La hélice debía girar vertiginosamente porque el casco del remolcador   —130→   gemía como si fuera disgregarse. Yo veía al capitán revolverse en su sitio y adivinaba su infinita desesperación al ver que todos sus esfuerzos no harían sino retardar por algunos minutos la catástrofe.

De improviso se alzó la escotilla de la máquina y asomó por el hueco la cabeza del maquinista. Una ráfaga le arrebató la gorra y arremolinó la nevada cabellera sobre su frente. Asido al pasamanos permaneció un instante inmóvil mientras rasgaba las tinieblas un deslumbrador relámpago. Una ojeada le bastó para darse cuenta de la situación y esforzando la voz por encima de aquella infernal baraúnda, gritó: «¡Capitán, nos vamos sobre el banco!»

El capitán no contestó y si lo hizo su réplica no llegó a mis oídos. Trascurrió así un minuto de expectación que me pareció inacabable, minuto que el maquinista empleó sin duda en buscar un medio de evitar la inminencia del desastre. Pero el resultado de este examen debió serle tan pavoroso que a la luz de la linterna suspendida encima de su cabeza, vi que su rostro se demudaba y adquiría una expresión de indecible espanto al clavar sus ojos en el viejo camarada, a quien el conflicto entre su amor de padre y el deber imperioso de salvar la nave confiada a su honradez mantenía anonadado, loco de dolor junto a la rueda del gobernalle.

Pasaron algunos segundos: el maquinista avanzó algunos pasos agarrado a la barandilla y se puso a hablar, esforzando la voz, de una manera enérgica.   —131→   Mas, era tal el fragor de la borrasca que sólo llegaron hasta mí palabras sueltas y frases vagas e incoherentes... resignación... voluntad de Dios... honor... deber...

Sólo el fin de la arenga percibilo completo: «Mi vida nada importa, pero no puede usted capitán hacer morir a estos muchachos». El anciano se refería a mí, al timonel y al fogonero cuya cabeza asomábase de vez en cuando por la abertura de la escotilla.

No pude saber si el capitán respondió o no al llamamiento de su viejo amigo, porque al mugido de las olas que barrían el banco se mezcló en ese instante el retumbo violento de un trueno. Creí llegada mi última hora; de un momento a otro íbamos a tocar fondo y empezaba a balbucear una plegaria cuando una voz que reconocí ser la de Marcos, se alzó en las tinieblas loor la parte de popa. Aunque muy debilitadas oí distintamente estas palabras: «¡Padre, cortad el cable, pronto, pronto!»

Un frío estremecimiento me sacudió de pies a cabeza. Estábamos al final de la batalla e íbamos a ser tumbados y tragados por la hirviente sima dentro de un instante. La figura de Marcos se me apareció como la de un héroe. Perdida toda esperanza, la entereza que demostraba en aquel trance hizo acudir las lágrimas a mis ojos. ¡Valeroso amigo, ya no nos veríamos más!

El «San Jorge» asaltado por olas furiosas empezó a bailar una infernal zarabanda. Como un gozquecillo entre los clientes de un alano, era sacudido de   —132→   proa a popa y de babor a estribor con una violencia formidable. Cuando la hélice giraba en el vacío rechinaba el barco de tal modo que parecía que todo él iba a disgregarse en mil pedazos.

Cegado por la lluvia que caía torrencialmente me mantenía asido al guardacable, cuando la voz estentórea del maquinista me hirió como el rayo: «¡Antonio, coge el hacha!» Me volví hacia la rueda del timón y una masa confusa que allí se agitaba me sacó de mi estupor. Mas bien adiviné que vi en aquel grupo al capitán y al anciano debatiéndose a brazo partido sobre la cubierta. De súbito vislumbré al maquinista que desembarazado de su adversario se abalanzaba hacia popa exclamando: «¡Antonio, un hachazo a ese cable, vivo, vivo!»

Me agaché de un modo casi inconsciente y alzando la tapa del cajoncillo de herramientas aferré el hacha por el mango, mas, cuando me preparaba con el brazo en alto a descargar el golpe, la luz de un relámpago mostrándome en esa actitud acusadora reveló mi propósito a los tripulantes del remolque. Escuché un furioso clamoreo: «¡Cortan el cable, cortan el cable! ¡Asesinos! ¡Malditos! ¡No, no!»

Entretanto yo, espoleado por aquellos gritos y ansioso por concluir de una vez descargaba sobre el cable furibundos tajos, hasta que de pronto, algo semejante a un tentáculo con un sordo chasquido se enroscó en mis piernas y me arrojó de bruces sobre la cubierta. Me enderecé en el momento que el maquinista   —133→   desaparecía por la escotilla después de gritar al timonel: «¡Proa al faro, muchacho!»

Busqué con la vista al capitán y distinguí su silueta junto al guardacable. Bastole un segundo para dar con el cortado trozo de la espía y lanzando un grito desgarrador: «¡Marcos, Marcos!», se apoyó sobre la borda, balanceándose en el vacío. Tuve apenas tiempo de asirle por una pierna y arrebatándolo al abismo rodamos junto sobre la cubierta entablando una lucha desesperada entre las tinieblas. Forcejeábamos en silencio: él para desasirse, yo para mantenerlo quieto. En otras circunstancias el capitán me hubiera aventado como una pluma, pero estaba herido y la pérdida de sangre debilitaba sus fuerzas. En su combate con el maquinista su cabeza debió chocar contra algún hierro, porque creí sentir varias veces que un líquido tibio, al juntarse nuestros rostros, goteaba de su cabellera. De súbito cesó de debatirse y con las espaldas apoyadas en la borda quedamos un instante inmóviles. De repente empezó a gemir: «Antonio, hijo mío, déjame que vaya a reunirme con mi Marcos». Y como yo estallara en sollozos exaltándose por grados, prosiguió: «¡Malvado, sentí los hachazos, pero no fue el cable!... ¿oyes? Lo que cortó el filo de tu hacha: No, no... ¡fue el cuello de él, su cuello lo que cortaste, verdugo! ¡Ah! ¡Tienes las manos teñidas de sangre!... ¡Quítate, no me manches, asesino!»

Sentí un furioso rechinar de dientes y se me echó   —134→   encima lanzando feroces alaridos: «¡Ahora te toca a ti!... ¡Al banco, al banco!»

La locura había devuelto al capitán sus fuerzas haciéndome perder pie me alzó en el aire como una paja. Tuve durante un segundo la visión de la muerte, fatal e inevitable, cuando una ola abordando por la proa al «San Jorge», se precipitó hacia la popa como una avalancha, derribándonos y arrastrándonos a lo largo de la cubierta. Mis manos, al caer, tropezaron con algo duro y cilíndrico y me aferré a ello con la energía de la desesperación. Cuando aquel torbellino hubo pasado; me encontré asido con ambas manos al trozo de cable del remolque: en cuanto al capitán, había desaparecido.



En ese instante se abrió la puerta de la cámara y asomó por ella el piloto del «Delfín».

-Capitán -dijo-, ya la marea toca a la pleamar: ¿Levamos ancla?

El capitán hizo un signo de asentimiento y todos, nos pusimos de pie. Había llegado el instante de volver a tierra y mientras nos aproximábamos a la escala para descender al bote, nuestro amigo nos dijo:

-Lo demás de la historia carece de interés. El «San Jorge» se salvó y yo, al día siguiente, me embarcaba como grumete a bordo del «Delfín». Han pasado ya quince años... Ahora soy su capitán.





  —135→  

ArribaAbajoEl alma de la máquina

  —[136]→     —137→  

La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.

Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón, míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por la lluvia en el invierno, forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc, no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.

Y cuando vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el   —138→   encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:

-¡Más aprisa, holgazanes, más aprisa!

Esta decepción que se repite en cada viaje les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles de fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.

Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser, pensante, conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que, en el cuadrante, representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.

Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un   —139→   alud que nada detiene, mientras los émbolos, locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido.

Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo de metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce atrae hacia sí la manivela y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.

Y cuando aún vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina y el crepúsculo, surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más aprisa su penumbra inmensa.

De pronto, un silbido ensordecedor llena el espacio.   —140→   Los tumbadores sueltan las carretillas y se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.

Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.

Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte.

Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.

El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cénit.



  —141→  

ArribaAbajo Quilapan

  —[142]→     —143→  

Quilapan, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la yerba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas   —144→   y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las yerbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes.

¡Vender, enajenar... eso, nunca! Pues, mientras el dinero se va sin dejar rastro, la tierra es eterna, jamas nos abandona. Como madre amorosa nos sustenta sobre sí en la vida y abre sus entrañas para recibirnos en ellas cuando se llega la muerte.

Y aquel asedio de que era víctima no hacía sino acrecentar su cariño por el terruño cuya posesión le era más cara que sus mujeres, que sus hijos, que su existencia misma.

A sus espaldas álzase la desamparada choza en cuyo interior dos mujeres envueltas en viejos chamales   —145→   atizan la llama vacilante del hogar. Los vagidos de una criatura dominan las sordas crepitaciones de la chamiza seca, y afuera, en una esquina del rancho, un niño de diez años vestido a la usanza indígena, se entretiene en tirar del rabo y las orejas a un escuálido mastín que, con las patas estiradas, tendido de flanco dormita al sol.

La mañana avanza. Mientras las mujeres trabajan con ahínco en las faenas domésticas y el chico corretea con el descarnado Pillan, el padre sigue echado sobre la yerba, absorto en una muda contemplación. Sus ojos se fijan de cuando en cuando en la lejana casa del fundo, cuya roja techumbre asoma allá abajo por entre el ramaje de los sauces y las amarillentas copas de los álamos. Un poco a la derecha, en el patio cerrado con gruesos tranqueros se ve un numeroso grupo de jinetes. Los plateados estribos y las complicadas cinceladuras de los bocados de las espuelas brillan como ascuas en la intensa claridad del día.

En medio del grupo, montado en un caballo tordillo, está el patrón. Sin saber por qué, Quilapan experimenta cierta vaga inquietud a la vista de esos jinetes, inquietud que se acentúa viendo que se ponen en movimiento, y apartándose de la carretera, marchan en derechura hacia él. Y su recelo sube de punto cuando su vista de águila distingue en el arzón de las monturas las hachas de monte, cuyos filos anchos y rectos lanzan relámpagos a la luz del sol.

De súbito la expresión de su rostro cambió bruscamente.   —146→   Sus pómulos se enrojecieron y sus recias mandíbulas se entrechocaron con un castañeteo de furor. Con la mirada llameante recogió su elástico cuerpo y de un salto se puso de pie.

Entretanto, la cabalgata, unos veinte jinetes, se acerca rápidamente a la hijuela de Quilapan. Don Cosme, el patrón, galopa a la cabeza del grupo. A su lado va José, el mayordomo. Ambos hablan en voz baja, confidencialmente. El amo soporta bastante bien sus cincuenta años cumplidos. Muy corpulento, de abdomen prominente, posee una fuerza hercúlea y es un jinete consumado, diestro en el manejo del lazo como el más hábil de sus vaqueros.

Hijo de campesinos, heredó de sus padres una pequeña hijuela en el centro de una reducción de indígenas. Como todo propietario blanco creía sinceramente que apoderarse de la tierra de esos bárbaros que en su indolencia no sabían siquiera cultivar ni defender, era una obra meritoria en pro de la civilización. Tenaz e incansable, habilísimo en procedimientos para el logro de sus fines, su heredad creció y se ensanchó hasta convertirse en una de las más importantes de todo el distrito. Quilapan, inquieto y receloso, vio de día en día aproximarse a su choza los alambrados del señor preguntándose dónde se detendrían, cuando un desgraciado incidente que le atrajo el enojo de un elevado funcionario judicial, impidió a don Cosme dar fin a su empresa. Obligado por prudencia a parlamentar con el vecino, agotó los recursos de su sutilísimo ingenio   —147→   para adquirir de un modo o de otro la mísera hijuela. Mas el terco propietario, encerrado en una negativa obstinada, desoyó todas sus proposiciones. Este contratiempo llenó de amargura el alma del hacendado, pues consideraba que aquel pedazo de tierra enclavado dentro de las suyas era un lunar, algo así como una afrenta para la magnífica propiedad. Todas las mañanas, al saltar del lecho, lo primero que hería su vista tras los cristales de la ventana era la odiosa techumbre del rancho, destacándose negra y desafiante en medio de la rubia y dilatada sementera extendida como un áureo tapiz más allá de los feraces campos. Crispaba entonces los puños y palidecía de coraje profiriendo en contra del indio terribles amenazas.

Pero, un día, don Cosme recibió una noticia que lo llenó de alborozo. Aquel funcionario judicial desafecto a su persona, acababa de ser trasladado a otra parte, y en su lugar se había nombrado a un antiguo camarada, con el cual había hecho en otro tiempo negocios un tanto difíciles.

Don Cosme, después de frotarse las manos de gusto, se acercó a la ventana, y mostrando el puño al odiado rancho exclamó:

-¡Ahora sí que te ajustaré las cuentas, perro salvaje!



Lo que Quilapan ignora esa mañana viendo aproximarse la hostil cabalgata, es que su enemigo regresó   —148→   a la hacienda la tarde anterior trayendo en su cartera una copia de la escritura de venta que le hacía dueño del codiciado lote de terreno. Dos rayas en forma de cruz trazadas al pie del documento eran la firma del vendedor, firma que con toda llaneza estampó el indígena Colipí, previo el pago de una botella de aguardiente.



Cuando derribada la cerca a caballazos, el hacendado y su gente se acercaron al rancho, el indígena y su familia formaban un apretado haz en el hueco de la puerta. De pie en el umbral, con el fiero rostro lívido de coraje, Quilapan los miró avanzar sin despegar los labios.

Los jinetes se detuvieron formados en semicírculo, dejando al centro a don Cosme, quien haciendo adelantar unos pasos al hermoso tordillo, dijo a su mayordomo:

-Lea usted José.

El viejo servidor aquietando su brioso caballo con un sonoro ¡chist!, sacó debajo de la manta un papel cuidadosamente doblado, y desplegándolo, leyó con voz gangosa y torpe una escritura de compra-venta.

Mientras el campesino leía, don Cosme saboreaba con íntima fruición su venganza, y murmuraba entre dientes; sin apartar la vista del sañudo rostro que tenía delante.

-¡Al fin me las pagas todas, canalla!

  —149→  

Quilapan oyó la lectura del documento sin comprender nada, absolutamente nada. Sólo una idea penetró en su obtuso cerebro: Que le amenazaba un peligro y había que conjurarlo.

Por eso, cuando don Cosme gritó a los suyos, señalándoles el rancho:

-Muchachos, desmóntense y échenme abajo esa basura -de los ojos del indio brotaron dos centellas. Dio un paso atrás, y con un rápido movimiento se despojó del pesado poncho. Un segundo después plantábase lanza en mano delante de la puerta. Su bronceado cuerpo desnudo hasta la cintura, sus nervudos brazos con músculos tirantes como cuerdas, su poderoso pecho y sus anchos hombros sobre los cuales se alzaba echada atrás la descubierta cabeza con la faz convulsa por la cólera -formaban un conjunto tal de firmeza y resolución que los acometedores quedáronse suspensos un instante contemplándolo recelosos, amedrentados por la fiereza de su ademán.

Pero aquella indecisión duró muy poco; los que llevaban las hachas echaron pie a tierra, y aproximándose al rancho empezaron en el acto su tarea demoledora.

El plan de los asaltantes era abrir brecha en los muros de la choza para atacar por detrás a aquel testarudo, y apoderándose de él y de los suyos derribar enseguida la vivienda. A los primeros hachazos la endeble construcción se estremeció toda entera. El barro de las paredes desprendíase en grandes trozos que rebotaban en el suelo, levantando nubes   —150→   de polvo. Las mujeres, que hasta entonces habían permanecido inactivas, al ver aquella catástrofe se armaron con los tizones del hogar y lanzando aullidos de rabia se aprestaron a la defensa, guardando las espaldas a su dueño y señor. Hasta el pequeño Pancho empuñando la vara de roble que en los días de juego era su caballo de batalla, azuzaba con sus gritos a Pillan, el cobarde Pillan que, con el rabo entre las piernas, acurrucado en un rincón se limitaba a ladrar sin moverse del sitio. Lo que lo hacía tan cauto era que divisaba allá, por entre las patas de los caballos, al formidable Plutón, el enorme perro de presa de don Cosme.

Entretanto Quilapan, armado de la lanza, un largo colihue con un mohoso hierro en la punta, parecía haber echado raíces en el suelo. La fiereza de su actitud y la llamarada que brotaba de sus ojos, dábanle el aspecto iracundo de aquel Caupolicán, su antepasado legendario.

Pero, cuando don Cosme repetía por tercera o cuarta vez a sus inquilinos acobardados:

-¡Vamos, hombres, acérquense, no tengan miedo de ese espantajo!

El indio, distendiendo de improviso sus férreos jarretes, dio un salto hacia adelante y con la cabeza baja, lanza en ristre, se precipitó sobre su enemigo. Fue tan rápida la agresión que ni el amo ni los servidores tuvieron tiempo de evitarla; mas, el brioso caballo que montaba el hacendado, viendo venir aquel alud se encabritó levantándose bruscamente de manos. Aquel movimiento salvó a don   —151→   Cosme. El golpe que le estaba destinado hirió al animal en la base del cuello donde el hierro se hundió en toda su longitud, rompiéndose el asta con un ruido seco.

El bruto retrocedió algunos pasos, dobló los cuartos traseros y se tumbó de flanco. Los campesinos se precipitaron en auxilio del patrón y lo libraron del peso que oprimía su pierna derecha. Atontado por la recia caída permaneció algunos minutos junto al caballo moribundo, recostado contra la montura casi sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.

Mientras el animal en los estertores de la atonía, azota la cabeza en la ensangrentada yerba, Quilapan después de una terrible lucha, agobiado por el número, ha sido derribado y maniatado sólidamente.

Las mujeres que se habían lanzado a la refriega repartiendo mordiscos y arañazos entre los agresores abandonaron el campo al oír que alguien gritaba:

-Fuera los chamales. ¡Desnúdenlas, desnúdenlas!

Aquella amenaza que la mujer indígena teme más que a la muerte, manteníalas alejada a cierta distancia, pero no cesaban de vociferar como poseídas toda clase de conjuros y maldiciones.

Pasada la primera impresión, los que manejaban las hachas habían reanudado vigorosamente la tarea. Cortado el maderamen que lo sostenía, el rancho se había hundido y el fuego del hogar comunicándose a la pajiza techumbre convirtió en breves instantes en una hoguera la inflamable construcción.

Tras el derrumbamiento de la choza vino una escena   —152→   que divirtió grandemente a los campesinos. Pillan que había permanecido oculto en su rincón, al oír el estruendo de la caída salió disparado de su escondite y se lanzó al campo seguido de cerca por Plutón que le iba velozmente a los alcances. Mas, acorralado por los jinetes hubo el fugitivo de volver sobre sus pasos. Durante algunos momentos pudo escapar de su perseguidor hasta que de un salto se refugió encima de un grueso tronco. Plutón, viéndose burlado, empezó a brincar en torno, lo cuál visto por el pequeño, enarbolando en alto la vara corrió lleno de coraje a defender al camarada de sus juegos infantiles. El dogo sorprendido por aquella brusca acometida se revolvió contra el niño y lo derribó en tierra rompiéndole un brazo de una dentellada. Algunos jinetes se precipitaron en su socorro, pero antes de que llegase aquel auxilio, Pillan, el escuálido Pillan, abandonando su refugio donde hacía un instante estaba despavorido y tembloroso, cayó sobre Plutón y lo aferró de una oreja.

Mientras la madre se llevaba a su hijo tratando de acallar con sus besos sus desesperados gritos de dolor, la pelea de los canes absorbió por completo la atención de los labriegos. El corpulento dogo agitaba con furia la enorme cabeza para coger a su adversario, lo que le era imposible conseguir a pesar de sus rabiosos esfuerzos. Pillan que comprendía lo ventajoso de su situación, apretaba las mandíbulas como tenazas. De pronto, la oreja como una tela que se rasga, se desprendió en parte, dejando en los colmillos del   —153→   mastín un girón sangriento. La lucha concluyó en un segundo. Plutón, rápido como el rayo, asió por la garganta a su enemigo y lo sacudió en el aire como un pingajo. La escena perdió desde ese instante todo interés y los campesinos se diseminaron para dar remate a la faena que allí los había llevado. Mientras unos activaban el fuego para que las llamas consumiesen los últimos restos del rancho, otros derribaban las cercas y borraban todo vestigio de límite divisorio. Don Cosme, a quien el dolor del miembro magullado impedía moverse, permanecía sentado sobre la yerba. Habíase despojado de la charolada polaina y friccionábase suavemente con ambas manos la parte dolorida, lanzando de cuando en cuando sordos rugidos de dolor. Delante de él yacía el blanco cuerpo del caballo con el cuello estirado y las patas rígidas. A su derecha destacábase Quilapan y más allá próximo al tronco, veíase un inmóvil grupo: junto al cadáver de Pillan, la silueta del dogo sentado sobre sus cuartos traseros, observando atentamente a su víctima, listo para ahogar en su principio todo conato de resurrección.

Cuando la demolición de la cerca estuvo terminada, los inquilinos se aproximaron al caballo y empezaron a despojarlo de sus arreos. El amo contemplaba la operación con lágrimas en los ojos. Un río de sangre se había escapado de la honda herida y el hermoso animal inmóvil sobre uno de sus costados, provocaba en los labriegos exclamaciones de lástima   —154→   acompañadas con una serie de frases que eran un panegírico de las cualidades del difunto:

-¡Qué buen caballo era el tordillo!

-¡Qué dócil!

-¡Qué buena rienda!

-¡Y pensar que, si no fuera por él, tendríamos tal vez que cargar luto por el patrón!

A estas últimas palabras don Cosme se puso de pie y ordenó a su mayordomo:

José, tráeme tu caballo.

Tocaos los ojos estaban húmedos cuando el patrón ayudado de su servidor subió en su nueva cabalgadura. Una vez que se hubo afirmado en los estribos desabrochó el lazo trenzado que colgaba del arzón de la montura, y tirando parte del rollo a los pies de un joven vaquero, le dijo indicándole con un gesto a Quilapan:

-Antonio, ponle el lazo.

El muchacho cogió la extremidad de la cuerda y se acercó al preso y cuando se inclinaba para cumplir la orden le asaltó una duda.

Se detuvo y preguntó resueltamente:

-¿Del pescuezo, patrón?

-No, de los pies.

Pero apenas pronunciadas estas palabras, don Cosme recogió la soga. Acababa de ocurrírsele una nueva idea. Preparó rápidamente una estrecha lazada y cuando estuvo lista ordenó con energía:

-¡Desátenlo!

Con cierta extrañeza se acogió aquel mandato que   —155→   dos de los campesinos cumplieron en un instante, y Quilapan, libre de las ligaduras se enderezó como un resorte. Con los brazos cruzados sobre el pecho paseó en torno su mirada desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor. Buscó el sitio donde había existido el rancho y a la vista de la delgada columna de humo que subía del montón de ceniza, último vestigio de la habitación, su salvaje furor estalló de nuevo y, como un relámpago, se abalanzó sobre una de las hachas que había ahí cerca; pero don Cosme, que acechaba aquel instante, le lanzó de través la certera lazada que le cogió ambos pies a la altura de los tobillos.

Detenido por el violento tirón que lo echó de bruces sobre la hierba, Quilapan se sintió arrastrado súbitamente por el áspero suelo con progresiva velocidad.

El terreno con ligeras ondulaciones, cubierto de malezas en las cuales el cuerpo del indio abría un ancho surco, se extendía libremente hasta la carretera.

Adelante galopaba don Cosme guiando con la diestra la tirante cuerda, y más atrás, en dos filas, cerraba la marcha la escolta de campesinos. El sol muy alto en el horizonte lanzaba sobre las campiñas la blanca irradiación de su antorcha deslumbradora. A espalda de los jinetes un clamoreo lejano indicaba la presencia de las mujeres que con sus alijos a cuestas corrían en pos de la comitiva.

Quilapan, echado sobre el vientre, había sentido   —156→   desde un principio la extraña sensación de que la tierra, su amada tierra, huía de él, resbalando en una vertiginosa carrera bajo su cuerpo, arañándole al pasar y desgarrando con crueles zarpazos sus carnes de réprobo. Entonces, enloquecido, había hincado sus uñas en el suelo, tratando de retener a la fugitiva. Sus manos crispadas arrancaban puñados de yerba y sus dedos dejaban largos surcos en la tierra húmeda. Mas, todo era inútil; mientras los campos huían cada vez más deprisa, su rostro y su busto azotados por los tallos flexibles de los yerbales se iban convirtiendo en una llaga sangrienta. De pronto sus ojos cesaron de ver, sus manos de asir los obstáculos y se abandonó, como un tronco insensible a aquella fuerza que lo arrancaba tan brutalmente de sus lares y a la cual no le era dado resistir.

De vez en cuando interrumpía el silencio una batahola de gritos:

-¡Suelta, Plutón, déjalo!

Era el dogo que, excitado por la carrera, se abalanzaba sobre aquella masa sanguinolenta y clavaba en ella sus colmillos con rápidas dentelladas.

Don Cosme detuvo bruscamente su cabalgadura y se volvió. Estaban en el polvoroso camino inundado de sol. Uno de los jinetes echó pie a tierra y desabrochó la soga quedándose un instante con la vista fija en el inmóvil cuerpo de Quilapan.

El patrón que enrollaba tranquilamente el lazo, viendo aquella actitud del labriego, con tono irónico preguntó:

  —157→  

-¿Qué hay, Pedro, está muerto?

El interpelado se enderezó y repuso con tono zumbón:

-¡Qué muerto, señor! Estos demonios tienen siete vidas como los gatos.

La voz del mayordomo resonó:

-Registra si tiene alguna herida.

-No tiene nada. Apenas unas cuantas rasmilladuras. Pero, como los novillos bravos que se emperran al sentir el lazo, ahora se está haciendo el muerto. Ya verá usted que en cuanto le dejemos sólo se levanta y dispara como un venado.

Luego, para probar sus argumentos, cambiando de tono agregó resueltamente:

-¿Quiere su merced que lo haga pararse a rebencazos?

Don Cosme que había concluido de enrollar el lazo, quiso dar una lección de clemencia a sus servidores. Dada la magnitud del crimen, el castigo le parecía insignificante; pero se propuso demostrarles que llegado el caso, él, a pesar de su severa rectitud, sabía ser también noble, generoso y magnánimo.

Contempló por un momento el inanimado cuerpo del indio y con tono conciliador dijo al mozo que aguardaba con el látigo en la mano:

-Déjalo por ahora. Aturdido, como está, no sentiría los azotes.

Y torciendo riendas avanzó al galope por la dilatada y rojiza cinta de la carretera.



  —158→  

Durante algunos días, Quilapan, como un fantasma vagó por los alrededores. Don Cosme había dado orden a sus inquilinos de arrojarlo a latigazos si tenía la osadía de penetrar en la hacienda, pero aquella ocasión no se había presentado, pues, el indígena se mantenía siempre fuera de los límites prohibidos. Veíasele a toda hora tendido en la yerba o acurrucado bajo el árbol con el rostro vuelto en dirección de la loma, de aquella tierra que era suya y en la que no podía asentar el pie.

Una mañana al clarear el alba, apenas don Cosme había abandonado el lecho, le anunciaron la presencia de su mayordomo a quien hizo pasar inmediatamente a su despacho. En el semblante del viejo servidor había una expresión de júbilo mal disimulada. Se acercó al hacendado y murmuró algunas palabras en voz baja.

A la primera frase don Cosme se irguió bruscamente y con los ojos chispeantes interrogó:

-¿Estás seguro?

-Sí, señor, segurísimo, no le quepa a usted duda.

Algunos momentos después, el amo y el servidor galopaban a rienda suelta por los potreros cambiando entre sí frases rápidas.

-¿De modo que está muerto?

-Y bien muerto, señor. Cuando lo divisé creí que estuviese dormido... Le ajusté unos cuantos rebencazos y, como no se meneaba, me baje...

  —159→  

Lo primero que se presentó a la vista de don Cosme al ascender la loma fue el montón de tierra que cubría la fosa del caballo, lo que hizo revivir en él su odio rencoroso por el matador. Después de echar una ojeada a aquel tumulto en cuya superficie asomaban ya los vigorosos tallos de la yerba y donde innumerables gusanos trazaban blanquecinos y viscosos surcos, avanzó al paso de la cabalgadura hacia el sitio donde había existido el rancho. Sobre los calcinados escombros, encima de la ceniza, estaba boca abajo el cadáver de Quilapan. Con los brazos abiertos parecía asirse de aquel suelo en una desesperada toma de posesión.

A una señal del mayordomo echó pie a tierra, y cogiendo por una mano al muerto, lo tumbó boca arriba, mientras decía convencido:

-Es seguro, señor, que se ha dejado morir de hambre. ¡Son tan soberbios estos perros infieles!

Don Cosme apartó con disgusto la vista del cadáver y paseó una mirada distraída sobre el luminoso panorama de los campos, que despertaban rasgando con bostezos soñolientos la brumosa envoltura del amanecer. Por entre las desgarraduras y girones de la niebla surgían los valles, las praderas, el combado perfil de las lomas y las líneas negras y sinuosas de las barrancas.

Erguido sobre la montura examinó en torno largamente el horizonte sin que una sola vez viera alzarse en la soledad de la campiña el cono ominoso de las rucas aborígenes. Su poderoso pecho aspiró   —160→   con fuerza el aire embalsamado que subía de las vegas. Había extirpado de la tierra la raza maldecida y su semblante se encendió de júbilo.

De pronto resonó en el silencio la voz cascada del mayordomo:

-Señor; ¿qué hacemos con esto?

Y don Cosme con tono apacible e impregnado de una serena dulzura que el viejo servidor no le había oído nunca, contestó:

-Cava un hoyo y tira esa carroña adentro... ¡Servirá para abonar la tierra!





  —161→  

ArribaEl vagabundo

  —[162]→     —163→  

En medio del ávido silencio del auditorio alzose evocadora, grave y lenta la voz monótona del vagabundo:

-... Me acuerdo como si fuera hoy; era un día así como éste; el sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos pastales y a los rastrojos. Yo, y otros de mi edad, nos habíamos quitado las chaquetas y jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba atareadísima aquella mañana, me había gritado ya tres veces desde la puerta de la cocina: -¡Pascual, tráeme unas astillas secas para encender el horno!

Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre: «Ya voy, madre, ya voy». Pero, el diablo me tenía agarrado, y no iba, no iba... De repente, cuando con la redondela en la mano ponía mis cinco sentidos para   —164→   plantar un doble en la raya, sentí en la espalda un golpe y un escozor como si me hubiesen arrimado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido, y ciego de rabia, como la bestia que tira una coz, solté un revés con todas mis fuerzas... Oí un grito, una nube me pasó por la vista y vislumbré a mi madre, que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me decía con una voz que me heló hasta la médula de los huesos: «¡Maldito seas, hijo maldito!»

Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo como si me hubiese partido un rayo... Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.

Mientras los campesinos se estrechaban en torno del banco ansiosos de contemplar de cerca el prodigio, el viejo habíase desabrochado la blusa y puesto al descubierto el pecho hundido, descarnado, con la terrosa piel pegada a los huesos. Y ahí, justamente debajo de la tetilla derecha, veíase la mano, una mano pálida, con dedos largos y uñas descomunales adherida por la palma a esa parte del cuerpo como si estuviese soldada o cosida con él.

Un murmullo temeroso partió del grupo y voces ahogadas profirieron:

-¡Pobrecito!

-¡Qué castigo mi Dios!

-¡Qué ejemplo, Jesús bendito!

El vagabundo esperó que los murmullos y las exclamaciones se extinguiesen y luego continuó:

  —165→  

-Una noche se me apareció, en sueños, Nuestro Señor, y me ordenó que me fuera por el mundo para que mi castigo, confundiendo a los incrédulos, sirviese de ejemplo a los malos hijos.

Los padres y las madres clavaron en los rostros confusos de sus juveniles retoños, una mirada que parecía decir: ¿Han oído? ¡Esto es para ustedes! ¿Olvidarán la leccioncita?

El silencio tenía algo de religioso y de solemne cuando el viejo prosiguió:

-Honra a tu padre y a tu madre dice la ley de Dios y yo les encarezco, mis hijos, que nunca, jamás, desobedezcan a sus mayores. Sean siempre dóciles y sumisos y alcanzarán la felicidad en este mundo y la gloria eterna en el otro.

-¡Amén! -dijieron muchas voces trémulas por la emoción.

La ramada bajo la cual se cobijaba el vagabundo era la prolongación de un pajizo rancho, morada de uno de los más ancianos vaqueros del fundo. A cincuenta metros estaba la carretera, a la que daba acceso una puerta de trancas cuyas varas, corridas de un lado, descansaban por una de sus extremidades en el suelo, dejando un paso estrecho que un caballo podía salvar con un pequeño salto. El terreno, sobre el cual se alzaba la choza, era llano y estaba cerrado por una ligera empalizada de ramas secas. En lo alto el sol fulguraba intensamente derramando sus blancos resplandores sobre los campos sumidos en el letargo de la quietud y el sopor.

  —166→  

El mendigo, sentado en el banco junto al cual los campesinos van depositando en silencio sus limosnas, murmura con trémula y cascada voz:

-¡Dios y la Santísima Virgen se lo paguen, hermano!

De pronto, en el camino, frente a la puerta de trancas, aparecen dos jinetes magníficamente montados. Uno tras otro salvan el obstáculo y avanzan en derechura hacia la ramada. Todas las lenguas enmudecen a la vista del patrón y de su hijo que hablan, al parecer, acaloradamente.

Los labriegos, se miran y se hacen guiños con aire malicioso. Están hartos de aquellas escenas y cuchichean con maligna sonrisa:

-El viejo halló la horma de su zapato.

-La halló, la halló...

Cállanse de nuevo para oír las voces destempladas de los jinetes, que habiendo refrenado sus cabalgaduras, gesticulan con tono áspero de disputa.

Don Simón, el hacendado, es un hombre de sesenta años, alto, corpulento, de mirada viva y penetrante. Lleva la barba afeitada y su cano y retorcido bigote, que la cólera eriza, deja ver una boca de labios delgados, adusta e imperiosa. Su historia es breve y concisa. Simple vaquero en su juventud, a fuerza de paciencia y perseverancia alcanzó los empleos de capataz, mayordomo y, por último, administrador de una magnífica hacienda. Muy hábil, trabajador infatigable hizo prosperar de tal modo los intereses del propietario que éste lo hizo su socio dándole una   —167→   crecida participación en las ganancias. A la muerte de su bienhechor adquirió con sus economías un pequeño fundo en los alrededores, fundo que ensanchó merced a compras sucesivas hasta hacer de él una propiedad valiosísima. Viudo hacía mucho tiempo sólo tenía aquel hijo. Contaba el mozo veintidós años. De estatura mediana, bien conformado, poseía un semblante expresivo, franco y abierto. Su carácter, como el de su padre, era muy irritable y arrebatado, mas, en su corazón había un gran fondo de bondad.

Los campesinos le querían entrañablemente y eran a menudo los encubridores y cómplices de sus calaveradas. Ávido de placeres y de libertad y jinete espléndido era fanático por las carreras de caballo. Contábase el caso muy reciente de haber regresado un día a casa, en ancas del caballejo de un inquilino, sin poncho, sin faja y sin espuelas: todas esas prendas, incluso el caballo y la montura, habíalas apostado y perdido en unas famosas carreras en las Playas de la Marisma. Esta conducta del mozo, su ligereza, su ninguna afición al trabajo y su rebeldía a los consejos paternales exasperaban y llenaban de amargura el corazón del hacendado. Todo lo había intentado para enderezar aquel arbolillo que era carne de su carne y su único heredero para quien había acumulado esa fortuna cuya conservación imponíale a sus años tan durísimas fatigas en su afán de hacer de él un campesino, un hombre de trabajo, un continuador de su obra, no quiso enviarle a la ciudad para recibir una educación cualquiera. Desdeñaba,   —168→   además, profundamente esa sabiduría que conceptuaba inútil, superflua y aun perjudicial. Con la lectura y la escritura y un poco de aritmética y contabilidad había de sobra para abrirse camino en la vida. Él no había pasado de allí y pocos podían vanagloriarse de haber alcanzado una prosperidad como la suya. Consecuente con los principios que habían sido la norma de toda su vida todo su sistema de educación descansaba en la severidad y el rigor. Este proceder le enajenó, poco a poco, el afecto de su hijo quien llegó a mirarle, a veces, como un enemigo a cuyo despotismo era lícito oponer la astucia, la hipocresía y el engaño. Cuando el niño se hizo hombre esta oposición de caracteres se acentuó y cavó entre ellos un abismo. Son el agua y el aceite decían los campesinos y así era la verdad. Nada podía juntarles y todo les separaba. En un perdido, un vagabundo, decía el hacendado cuya infancia y juventud pasadas en la servidumbre y cuya vida ulterior, opresora y cruel para los demás, habían endurecido de tal modo su corazón que no podía comprender la esencia de aquella naturaleza tan distinta de la suya. La aversión del mozo por el trabajo continuado, su desapego por el dinero, su debilidad para con los inferiores eran para don Simón otros tantos delitos imperdonables y redoblaba las amonestaciones y las amenazas sin obtener más que una sumisión efímera que el anuncio de una fiesta, de unas carreras, echaba pronto a rodar.

Los jinetes habían puesto nuevamente sus caballos   —169→   al paso y sus voces sonaban claras y distintas en el silencio que reinaba en la ramada.

-Te digo que no iras...

-Padre, sólo voy a ver correr la yegua overa. Enseguida me vuelvo... Se lo juro a usted.

-Tú debías estar enterado, desde hace tiempo, que cuando ordeno alguna cosa no me vuelvo atrás. Déjate, pues, de majaderías. En la aparta de los novillos podrás correr todo lo que te dé la gana.

Los inquilinos cuchichean en voz baja:

-¿Qué hay carreras en la Marisma?

-Sí, la del mulato con la yegua overa. Don Isidrito está muy interesado porque don Cucho le ha ofrecido la mitad de la apuesta si jinetea la potranca y gana la carrera.

Padre e hijo se detienen delante de la vara donde están atados una veintena de caballos, y el hacendado, después de recorrer con una mirada aquellos rostros cohibidos que se desvían temerosos, dijo al dueño del rancho, que se había adelantado hacia él sombrero en mano:

Jerónimo, vas a ir con todos los que están aquí al potrero de la Aguada para rodear los novillos y encerrarlos en el corral. Nosotros, y miró de soslayo a su hijo, vamos a ir al cerco de los Pidenes y a la vuelta haremos la aparta de la novillada de dos años. ¡Cuidado con corretearme demasiado las reses!

El labriego inclinó la cabeza y murmuró un quedo y humilde:

-Está bien, señor.

  —170→  

Un sonoro tintineo de espuelas siguió a la orden, y los campesinos empezaron a desfilar unos tras otros por ambos lados de la ramada para ir a tomar sus cabalgaduras.

De pronto, en el hueco que dejaran, el hacendado percibió al vagabundo inmóvil sobre el banco teniendo junto a sí el montoncillo de las limosnas. Clavó sobre él una mirada furibunda y con voz vibrante profirió:

-¿Qué hace aquí este viejo pícaro?

Ninguna voz se alzó para responder. Don Simón paseó su fiera mirada interrogadora por aquellas cabezas que se bajaban obstinadamente y prosiguió:

-¡Yo no sé que gentes son ustedes! Siempre están llorando hambres y miserias, pero, en cuanto aparece por aquí uno de estos holgazanes, que los embauca con cuentos absurdos, ya están desvalijando la casa para regarlo y festejarlo como si fuese un enviado del cielo.

Desde un rincón partió una vocecilla cascada:

-Pero, señor ¿es un pecado, acaso, la caridad con los pobres?

-Es que esto no es caridad; es despilfarro, complicidad; así es como se fomenta el vicio y la holgazanería...

Hablaba atropelladamente con el rostro rojo de ira, y volviéndose hacia el anciano inquilino, le dijo:

-A ver, Jerónimo, despégale la mano a ese farsante.

El interpelado alzó la cabeza y miró aterrorizado a   —171→   don Simón. Era tan cómica la expresión de aquella fisonomía desfigurada por el espanto que, el hacendado, estuvo a punto de soltar la risa. Este idiota, pensó, cree que si hace lo que le mando se abrirá la tierra para tragárselo.

No insistió en repetirle la orden y se dirigió a los demás:

-Ya que Jerónimo se ha tullido de repente y hasta ha perdido el habla, vaya uno de ustedes: tú, Pedro, tú, Nicolás, tú, Lorenzo. Y fue pronunciando así varios nombres. Pero, al parecer, a todos habíales ocurrido el mismo fenómeno, pues ninguno se movió ni contestó.

Aquella resistencia produjo, más que cólera, asombro y admiración en el hacendado. ¡Cómo! ¿Hasta ese extremo llegaba la ciega credulidad de esas gentes que se atrevían a arrostrar su enojo antes que poner sus manos en el mentiroso viejo? Y más que nunca se afirmó en su resolución de sacarlos de su engaño haciéndoles ver la falsedad de aquella historia ridícula.

Paseó una última mirada por aquellas cabezas que se abatían en silencio, hoscas y hurañas, y ordenó imperioso:

-Isidro, apéate y desenmascara a este bribón...

El mozo lo miró extrañado y balbuceó con un tono de viva repugnancia:

-Padre, téngale lástima, perdónelo por esta vez.

La cólera, amortiguada un instante, resurgió en el hacendado furiosa:

  —172→  

-¿Tú, también tú?

El joven desentendiéndose de este vibrante apóstrofe prosiguió suplicante:

-¡Déjelo usted, padre, es tan viejito! ¡No me obligue a cometer una mala acción!

-¿Qué es lo que llamas mala acción? ¡Dilo, dilo pronto!

-Violentar a este viejo, padre, avergonzarlo descubriéndoles sus carnes... Además no creo que por una inocente mentira...

-¡Inocente mentira, inocente mentira...! ¿A esta criminal superchería llamas inocente mentira? Lo que me parece a la verdad mentira es tener un hijo como tú -vociferó frenético don Simón-, y enarbolando la pesada chicotera avanzó resueltamente sobre el mozo. Éste, viendo en los ojos de su padre la intención manifiesta de agredirlo se desmontó prontamente y penetró bajo la ramada, decidido a cumplir la odiosa orden con la blandura y suavidad posibles.

De pronto, aquella misma voz cascada y senil se alzó de nuevo en su rincón sombrío:

-Padre nuestro que estás en los cielos...

Don Simón, que había recobrado en parte la serenidad, dijo con tono de zumba:

-¡Ah, le van a rezar las letanías por si se muere en la operación! Pero, ¿le perdonarán allá arriba?

La voz interrumpió el rezo para decir:

-Ya está perdonado.

Don Simón muy divertido preguntó:

  —173→  

-¿Cómo lo sabe usted, abuela?

-Porque ya está aquí el Anticristo que lo ha de crucificar.

El hacendado dio un respingo en la silla y vociferó a gritos:

-¡Vieja imbécil, piara de brutos! ¿Conque soy el Anticristo? ¿El Anticristo? -Y mientras repetía el ominoso epíteto se revolvía en la montura buscando en torno alguien en quien descargar el peso de la ira que le ahogaba. Pero no vio sino rostros inclinados y ojos que miraban fijamente el suelo. Volviose nuevamente hacia el fondo de la ramada y exclamó:

-¡Isidro! ¿Hasta cuándo esperas? ¡Acabemos de una vez!

El vagabundo que desde la llegada del patrón no había despegado los labios guardando una inmovilidad absoluta, cuando el mozo estuvo a su lado empezó a gemir plañideramente:

-¡Don Isidrito, apiádese de este pobre viejo! Yo lo conozco a usted de mediano... no me maltrate. ¡Hágalo por la señorita, su mamá, esa santa que nos mira desde el cielo! Yo he rezado mucho, muchísimo por ella y por usted. ¡Ay, mi amito, mi niño Dios, por las llagas de Nuestro señor, defiéndame de su padre, favorézcame por amor de Dios!

En el corazón del joven aquellos clamores repercutieron dolorosamente. Experimentaba por el viejo una profunda piedad. Quiso tentar un último esfuerzo para aplacar la cólera de su padre, pero, las últimas palabras de éste reiterándole el imperioso mandato,   —174→   vencieron sus escrúpulos y resignado alargó la mano hacia el pecho del vagabundo quien sin dejar de gemir rechazó aquel ademán con su huesuda diestra. Esto se repitió varias veces hasta que el mozo cogió con la suya, robusta y poderosa, aquella mano obstinada y terca. El viejo, con una fuerza increíble para sus años, trató de libertar su muñeca de aquellas tenazas; se recogió como una araña y se deslizó al suelo, forcejando con tal desesperación, con tanta maña y destreza, que el mozo hubo de soltarle sin haber logrado su intento. El joven cuyos dientes estaban apretados cambió de táctica. Alargó los brazos y alzando al mendigo del suelo lo tendió de espaldas sobre el asiento. Pero aquel cuerpo decrépito, aquel brazo y aquellas piernas semejantes a secos y quebradizos sarmientos, se agitaron con tales sacudidas que, tumbándose el banco, ambos luchadores, rodaron por el suelo con gran estruendo. Se oyó una rabiosa blasfemia y un puño, alzándose airado, cayó sobre la faz del vagabundo que se tornó roja bajo una oleada de sangre que brotó de su boca y de su nariz, y manchó sus sucias greñas, sus bigotes y su barba.

Instantáneamente cesó el viejo de gemir y debatirse, y el mozo, desabrochándole la blusa, desprendió de su sitio la famosa mano sin gran trabajo.

Don Simón se desmontó precipitadamente y acudió presuroso junto al mendigo, diciendo a sus servidores:

-¡Vengan, vengan todos!

  —175→  

Al empezar la refriega, las mujeres habían huido hacia el interior del rancho lanzando histéricos sollozos, y los campesinos; volviendo la espalda a la ramada, mostrábanse atareadísimos recorriendo los arreos de sus cabalgaduras.

Mientras el hacendado se inclina sobre el vagabundo, que extenuado por la lucha no hace el menor movimiento, el mozo, de pie, cejijunto y huraño mira hacia la carretera. En su combate con el viejo algo se ha roto y desvanecido en lo más recóndito de su corazón. Basta mirarle para conocer que no es el mismo. Si los campesinos se hubiesen vuelto hacia él, de seguro que habrían visto que una súbita y total transformación se había operado en el «Niño» como entre ellos le llamaban. Parecía haber envejecido de repente diez años, y su mirada dura y brillante y el desdeñoso pliegue de la boca demostraban que el padre había recobrado su hijo, cegándose en sus almas el abismo que los separaba.

Entre ambos el viejo yacía de espaldas con los ojos entornados; sus brazos estaban extendidos a lo largo del cuerpo y en su pecho desnudo veíase un trozo de piel descolorida. Era el sitio en que apoyara durante tantos años la mano, la sacrílega mano con que hiriera el rostro de aquella que le llevó en sus entrañas.

Don Simón examinó largamente aquel miembro cuyo cutis delicado, casi blanco y sus largas uñas lo llenaron de admiración. De repente se enderezó y preguntó triunfalmente:

  —176→  

-¡Qué hay! ¿Te convenciste de que todo no era más que una mentira?

-Completamente, padre; tenía usted mucha razón.

El hacendado se quedó estupefacto, gozoso. No eran sólo las palabras sino el tono en que fueron dichas lo que le sorprendía y llenaba de satisfacción. Aquel acento enérgico no era ya el del muchacho taimado y voluntarioso que tanto lo hiciera sufrir, sino el de un hombre razonable que reconocía al fin sus errores enderezaba sus pasos por la senda del deber. ¡Admirable influencia de la justicia y la verdad! Un ciego había abierto los ojos; faltaban los otros ¿dónde se habían metido?

Don Simón avanzó hacia la esquina de la ramada y rugió con amenazador acento:

-¡Aquí todos!

Los campesinos que se habían echado sobre la yerba formando pequeños grupos, se alzaron del suelo perezosamente, y viendo que el patrón los contemplaba de hito en hito, echaron a andar hacia la ramada con una lentitud y una cachaza tan desesperante que el hacendado palideció de coraje ante aquella deliberada y testaruda negligencia.

En ese momento resonó el galope de muchos caballos y una magnífica cabalgata cruzó por la carretera. A través de la nube de polvo viose brillar un instante los lujosos arreos de jinetes y de corceles.

Una voz viril y poderosa se elevó desde el camino:

  —177→  

-¡Isidro, te esperamos en la Marisma; esta tarde corre la yegua overa!

El mozo dijo resueltamente a espaldas de don Simón:

-Padre, yo no voy a la aparta.

El hacendado se volvió hosco con la mirada centellante:

-¿Qué dices?

-Que tengo que ir allá... adonde le dije...

Don Simón alargó la diestra y cogiendo al joven por la abertura de la manta la zarandeó rudamente aturdiéndole con sus gritos:

-¡Que tienes que ir! ¿Adónde? ¿A las carreras?... Dilo de una vez. Repítelo.

Y la frase desafiadora, irreparable salió de los labios trémulos del mozo:

-¡Voy adonde me da la gana!

Aún vibraban estas palabras cuando la diestra del hacendado cayó sobre la mejilla izquierda del rebelde que trocó instantáneamente su palidez cadavérica en un escarlata vivísimo...



Los campesinos que llegaban se detuvieron en seco. El hijo había enlazado al padre por la cintura, y echándole diestramente la zancadilla lo tumbó en tierra boca arriba. Cayó el mozo encima, pero, alzándose presuroso se precipitó sobre su caballo, un   —178→   retinto magnífico, y se lanza a toda [...] hacia la puerta de trancas.

El hacendado de pie, la diestra en alto, los ojos inyectados de sangre, cárdena la convulsa faz, lanzó, entonces, con acento de una sonoridad extraña el fatal anatema:

-¡Maldito seas, hijo maldito!

Al oírlo el mozo hizo un movimiento en la montura como para mirar hacia atrás; y el nervioso bruto desviado por aquella leve inclinación del jinete saltó oblicuamente, yendo a chocar con sus patas delanteras en la vara superior. Retembló la tierra con el golpe y una densa nube de polvo se elevó desde el camino frente a la puerta de trancas. Los labriegos saltaron sobre sus caballos y corrieron a escape en socorro del caído; pero, antes de que hubiesen recorrido la mitad de la distancia, el retinto, que se había alzado tembloroso sobre sus patas, lanzando un resoplido de espanto emprendió una vertiginosa carrera por la calzada desierta. De la montura pendía algo informe como un pájaro cuyas alas abiertas fuesen azotando el suelo...

Voces espantadas resbalaron clamorosas en el aire inmóvil:

-¡Santo Dios, se le enredó la espuela en el lazo!

Mientras los campesinos corren a rienda suelta tras el desbocado animal, que les lleva una larga delantera, don Simón, sentado en el suelo da manotadas al aire queriendo coger algo invisible que gira a su derredor. De vez en cuando dice con tono de   —179→   infantil [...] o, mientras entreabre su cerrada diestra con gran cuidado:

-¡Ven, Isidro, mira, ya lo atrapé!

Pero, en la mano, nada hay tendiéndose de espaldas bajo la ramada, con los ojos entornados quédase inmóvil tratando de percibir el toque misterioso que ha cesado de repente. Una idea le obsesiona: ¡Cómo y cuándo se apagó en su corazón el tañido de aquel cascabel que, a pesar de su pequeñez, vibra tan poderosamente en los corazones inexpertos! De pronto todo se aclaró en su espíritu. El insidioso tañido se extinguió en su corazón el día en que empeñó en sus manos el látigo de capataz. Es verdad que sus voces eran ya muy débiles y apagadas, pues siempre resistió con entereza sus pérfidas insinuaciones encaminadas a apartarle de la soñada meta de la fortuna del poder. Arrojado de allí, vengativo y malévolo, fue a buscar un albergue en el corazón de su mujer, donde reinó como soberano absoluto. ¡Ah, cómo le hizo sufrir, a él, emancipado de toda sensiblería aquella naturaleza débil, crédula y enfermiza! Muerta la esposa, el cascabel, obstinado y rencoroso, se anidó en el corazón de su hijo. Encontró allí un terreno bien preparado para extender su diabólica influencia, influencia que se mantuviera en ese reducto propicio quizás hasta cuando si el mozo, desoyendo por primera vez el maligno repique, no hubiese castigado como se merecía al mendigo, descargando el puño sobre su hipócrita y mentirosa faz. Libre quedó al instante del huésped maldito.   —180→   Mas, a partir de ahí, perdíase su huella. ¿Dónde se había metido? Durante un momento los clientes del hacendado rechinaron furiosos ante su impotencia para descubrir el asilo del detestado enemigo. Hacía poco que le pareció oírle repicar burlonamente en torno de él, mas, debió ser aquello una ilusión de sus sentidos. ¡Ah, si pudiera atraparle, si pudiera atraparle!

De repente se estremeció, y entreabriendo lentamente sus cerrados párpados, vio inclinado sobre su rostro el pálido semblante del vagabundo. Apenas pudo reprimir un grito de victorioso júbilo: El cascabel estaba dentro del corazón del mendigo y repicaba con inusitado brío su perturbadora melopea. Si hubiese alguna duda sobre su presencia, allí estaban para desvanecerla los ojos húmedos del viejo que le miraban como jamás, nadie, le había mirado nunca. Mientras enderezaba su poderoso busto su diestra se deslizó con disimulo bajo la faja que ceñía su cintura...



Algunas mujeres que habían penetrado bajo la ramada huyeron lanzando espantosos alaridos. En el suelo, tendido de espaldas yacía el vagabundo con el pecho abierto, desangrándose por una horrible herida. A su lado, de rodillas, estaba el hacendado machacando sobre la piedra de moler la sangrienta entraña. Mientras esgrimía el trozo de granito destinado   —181→   a triturar el grano, canturreaba apaciblemente:

-De balde chillas; cascabel del diablo... te voy a reducir a polvo, a polvo impalpable que esparciré a los cuatro vientos...

Un galope precipitado resuena en la carretera. Precede a la cabalgata un jinete en un caballo blanco de espuma: Es Isidro, el hijo del hacendado. Rota la hebilla de la espuela se desprendió el mozo de la montura y rodó en el polvo que amortiguó considerablemente la violencia de la caída. Al trasponer la puerta de trancas un coro de voces femeniles se alzó clamoroso:

-¡Milagro, milagro, si es el niño, don Isidrito...! ¡Alabado sea Dios!






 
 
FIN