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Entre Barroco y Neoclasicismo: la literatura hispánica del tiempo de los novatores (1675-1725)

Introducción a la literatura hispánica del tiempo de los novatores (1675-1725)

Por Alain Bègue (Université de Poitiers)

Retrato del rey Carlos II (Madrid, 1661-1700) hacia 1685, por Juan Carreño de Miranda. Fue Rey de España entre 1665 y 1700. Hijo y heredero de Felipe IV y Mariana de Austria. Óleo sobre lienzo, 145 x 105 cm. Fuente: Kunsthistorisches Museum (Viena).La cultura del periodo de larga transición que corre desde mediados del siglo XVII hasta la mitad de la centuria siguiente, y particularmente la del «tiempo de los novatores»[1], contribuyó de manera determinante a que España se adentrara con paso decidido en el camino de la modernidad, entendida esta como reacción ante lo antiguo o lo clásico -percibido como conservador-, ante los valores, los principios y las normas establecidos, proponiendo algo novedoso, inédito y original. Esta época correspondió a un momento de «crisis de la conciencia española», según la expresión de Lopez[2], una crisis que pone los fundamentos para la configuración de la modernidad de corte experimental, racionalista y sensible, paso histórico ineludible para llegar a la modernidad subjetiva y la enigmática posmodernidad[3]. No solo se caracterizó este momento por una resuelta voluntad de apertura aparejada al desarrollo de las ciencias, sino que venía a coincidir también con un afán de modernidad general, esto es, una voluntad de secularización del pensamiento, de las ideas estéticas o artísticas, de la técnica y de las armas críticas, en un claro desplazamiento de la epistemología escolástica a la racionalista y sensista[4]. De ahí que las leyes científicas y físicas vinieran deducidas del experimento, que encontraba sus orígenes en la duda metódica cartesiana, el sensualismo de John Locke (Wrington, 1632- High Laver, 1704) y las aplicaciones matemáticas de Isaac Newton (Woolsthorpe, 1642-Kensington, 1727) sobre la naturaleza. El empirismo acabaría, entonces, sustituyendo a la autoridad, el cálculo a la especulación y la ciencia a la metafísica, mientras la filosofía se iba reduciendo a la física. Sucedió, así que la introducción de la ciencia o de la filosofía moderna, la defensa del espíritu crítico en todos los terrenos, la reinstauración del buen gusto o de las buenas letras no eran sino expresiones de un mismo hecho: la sensibilidad de la sociedad -encarnada en su sector más abierto y lúcido- se había modificado hasta tal extremo que se imponía un cambio. Este cambio queda reflejado institucionalmente en el nacimiento de las primeras Academias modernas, como fue, por ejemplo, la Regia Sociedad de Medicina y otras ciencias de Sevilla, creada como tertulia en 1697 y cuyas constituciones aprobaría Carlos II el 25 de mayo de 1700; de la Real Academia Española, en 1713 o de la Real Biblioteca Pública, fundada a finales de 1711, y cuyas puertas se abren en marzo de 1712.

Retrato de John Locke (Somerset, 1632 - Essex, 1704) por Godfrey Kneller. Es una de las figuras más destacadas del empirismo inglés y padre del liberalismo clásico. Fuente: Wikipedia. National Portrait Gallery (Londres).Y es que en las últimas décadas del siglo XVII y primera del XVIII se había dado, en los distintos territorios de la Monarquía Hispánica, el particular y significativo caso de la coexistencia y cohabitación de diversas reuniones literarias cuyos objetivos respectivos distaban de obedecer a las mismas preocupaciones sociales e intelectuales. Así, mientras que, por un lado, seguían celebrándose academias literarias de ocasión, que vieron su número multiplicarse a lo largo del siglo XVII y que eran generalmente fieles reflejos de la sociedad jerarquizada y estamental de la época, participando de la conformación y afirmación del campo de poder en el que se inscribían, volvieron también a formarse, por otro, academias ordinarias y regulares, herederas de los cenáculos renacentistas y fruto del naciente espíritu de renovación filosófica y científica, bajo los auspicios de una aristocracia ejemplarmente voluntariosa, virtuosa y, por tanto, (pre)ilustrada, que encontró en ellas espacios privilegiados de experimentación, fomento y divulgación. Como consecuencia, la estructura jerarquizada y vertical de las academias ocasionales de sesgo barroco pasó a ceder paso, en las academias ordinarias post-humanistas, a una organización marcadamente horizontal fundada en el desarrollo de las materias humanísticas, legales o científicas tratadas en ellas. Al margen de las instituciones docentes tradicionales y oficiales, y de manera complementaria, estas academias lograron, de hecho, facilitar, mediante la creación de cargos como las superintendencias, la organización del renovado saber, recurriendo a las probadas competencias de los individuos que las conformaban y dando muestra, de este modo, de una nueva sociabilidad, a una nueva concepción del hombre y de la sociedad, proclive al desarrollo del bien y la causa públicos. Fueron estos, en efecto, los espacios donde se vería aparecer de manera más concreta la nueva mentalidad portadora de los gérmenes del espíritu ilustrado, convirtiéndose las academias literarias paulatinamente en las profundas y necesarias raíces de las sociedades provinciales o nacionales que verán luz a lo largo del siglo XVIII.

Portada de «Avisos de Parnaso», de Juan Bautista Corachán (Valencia, 1661-1741). La obra es edición del polígrafo valenciano Gregorio Mayans (Valencia, 1747). Imagen aportada por Alain Bègue.Por supuesto, esa necesidad de cambio, estos deseos de renovación no pudieron dejar de marcar su impronta, de una manera u otra, en las reflexiones, en las teorías y, en definitiva, en los ideales y en las prácticas artísticas del momento, siendo este hecho particularmente señalado en el ámbito de la creación literaria[5]. Si bien es cierto que los escritores de la época se encontraban bajo el dominio de sus geniales predecesores, no lo es menos su manifiesta aspiración de hacer evolucionar las «cosas». Con todo, pese a su innegable importancia dentro del panorama general de la historiografía española y debido a prejuicios estéticos e historiográficos seculares, la literatura de las últimas décadas del siglo XVII y de las primeras del siglo XVIII -el largo tiempo de los novatores- hubo de merecer escasa atención por parte de lectores y crítica hasta los albores del siglo XXI. En efecto, heredera de las lecturas neoclásicas, románticas y simbólicas, la crítica posterior no quiso ver en la escritura poética de los autores de la segunda mitad del siglo XVII y principios del XVIII más que una mera prolongación de la poesía del siglo XVII en su extrema decadencia[6] e hizo florecer, en consecuencia, los calificativos de ultrabarroco, pos(t)barroco[7] y barroquizante o sustantivos como barroquismo -que, a su vez, sería calificado de «degenerado» por Javier Lucea García[8]- y posbarroquismo[9], términos que suelen manifestar una valoración negativa de la producción literaria de esta etapa y que no hacen de sus autores sino meros epígonos que insisten en vehicular los defectos de un movimiento caduco cuando no muerto. Más recientemente se ha dado incluso para caracterizar la literatura del periodo con el desafortunado calificativo de bajobarroca, ocurrencia forzada y cuanto menos poco eficaz al empeñarse en vincular la producción literaria y la realidad socioliteraria de la época a un movimiento del que justamente sus autores buscaban escapar, consciente o inconscientemente. En esta línea, Juan Manuel Rozas y Miguel Ángel Prieto ya habían destacado, al hablar de la tercera generación, la de los nacidos hacia 1600, que marca ya un claro debilitamiento poético. Fuera de algún fino poeta rezagado, como Bocángel, la lírica degenera en la inexpresividad (Pantaleón de Ribera) o el prosaísmo (Rebolledo), cuando no en el verso ocasional y de circunstancias (Solís)[10]. Pero fue sin duda Russell P. Sebold quien cargó de una manera más contundente contra las últimas décadas del XVII, al ver en ellas un periodo dominado por detestables poetastros ultrabarrocos, ya pretenciosos, ya prosaicos, como Tafalla Negrete y Pérez de Montoro[11], donde es cada vez más notable la decadencia de la poesía[12], añadiendo como remate que basta el título de la obra del primero de estos odiosos versificadores como muestra del absurdo estilo que estaba en boga: Ramillete poético de las discretas flores del amenísimo delicado numen del doctor don José Tafalla Negrete, Madrid, 1705 [sic por 1706][13].

Retrato de Gregorio Mayans y Siscar (Oliva, 1699 - Valencia, 1781), atribuido a Louis Michel Van Loo. Destacado polígrafo valenciano, jurista, historiador y lingüista. Es uno de los personajes destacados del grupo de los novatores. Fuente: The don Quixote web / Colección privada. Madrid.Además, como prolongación de los ecos de la decadencia barroca, los autores de las décadas finales del siglo XVII y de las primeras del siglo siguiente fueron generalmente clasificados en función de su vínculo más o menos fuerte con las obras de Luis de Góngora y Francisco de Quevedo. Así, pues, Pedro Salinas, quien hace del siglo XVIII anterior al advenimiento del extremeño Juan Meléndez Valdés, un ejemplo de postración y descuido poéticos sin par en nuestras letras, afirma que la poesía [v]ive de unos pobres rescoldos de la soberbia hoguera gongorina, recogidos por poetas de tercer orden. Vive de las gracias chocarreras y vulgares de unos copleros, remedo desmedrado de la poesía burlesca de Quevedo[14]. Felipe Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez subrayan que el panorama poético estaba dominado por un [g]ongorismo lírico [y un] expresionismo quevedesco[15]. Por su parte, Irene Vallejo, que califica toda la época que nos ocupa de postbarroco, afirma, refiriéndose a varios autores de la primera mitad del siglo XVIII, que fueron todos ellos seguidores de la tradición literaria anterior, que [t]uvieron como modelos favoritos a Góngora y a Quevedo y que [a]traídos por sus mismos temas (mitológicos, morales, burlescos, heroicos, etc.), se esforzaron por cultivar la lengua poética de sus predecesores, caracterizada por la oscuridad y la dificultad, ya fuera en su modalidad culterana ya en la conceptista […]. Con ello también mantuvieron vigente el gusto barroco, pero evidenciaron también una escasa capacidad si no de creatividad sí de originalidad[16]. Del mismo modo, Rozas y Prieto señalan que [a] veces, en poetas muy tardíos, ya dentro del prosaísmo de la segunda mitad del siglo, tan antagónicos al espíritu de Góngora, se encuentran autores que muestran de forma directa imitaciones en léxico, sintaxis y formas estilísticas. Un caso límite sería Bances Candamo, nacido en 1662[17], y pasan a nombrar a escritores que, según su parecer, estuvieron todavía marcados por la impronta del ilustre cordobés: José Delitala y Castelví (1627-1701) y Juan de la Victoria Ovando y Santarén (1624-1706). Venían a argumentar así, de una manera más rotunda, lo que habría de sentenciar Antonio Carreira: la obra gongorina, por su novedad, calidad y cantidad, convirtió a todo lírico posterior en epígono[18]. Ahora bien, como apuntó muy acertadamente Jesús Pérez Magallón, en la línea de Francisco Aguilar Piñal[19], [r]econocer la influencia que Góngora y Quevedo tuvieron sobre el discurso poético posterior es atestiguar una realidad irrebatible, e incluso evidente y poco se nos aporta sobre la especificidad de la producción poética del tiempo de los novatores[20].

Fue así como, en el plano de las generalizaciones, la poesía de la segunda mitad del siglo XVII pasó rápidamente a ser considerada, por parte de los siglodoristas, cuanto menos prosaica, y como tal poco merecedora de atención; mientras que, como es sentir común entre los dieciochistas, la verdadera poesía empieza a partir de mediados del siglo XVIII (o incluso más allá). Así, como señaló de un modo pionero Pérez Magallón, ni los unos ni otros se sienten concernidos, quedando sin estudiar sistemáticamente la producción [poética] de casi un siglo[21].

El hecho de que la literatura -especialmente la poesía- de las últimas décadas del siglo XVII y de las primeras del siglo XVIII fuera, en gran medida, fruto de la ocasión y de la circunstancia y diese muestra de una decidida irrupción de la esfera de lo cotidiano -tanto desde el punto de vista del plano lingüístico como temático[22]- llevó a la crítica literaria a tildarla de decadente, incluso a veces de detestable, o, como poco, de prosaica y frívola. Más allá de toda generalización, se impone, sin embargo, una matización que ponga de relieve cómo, desde las últimas décadas del siglo XVII, las obras poéticas comienzan a manifestar la imperiosa necesidad de cambio que acuciaba a sus autores, y de qué manera estos poetas se enfrentaron a una escritura y un lenguaje que consideraban anquilosados y, en cierta medida, agotados.

Se fue así conformando paulatinamente ese nuevo ideal estético fundado en la naturalidad y la claridad definidas como valores caracterizadores de la nueva estética neoclásica[23]. Así sucedió, por ejemplo, cuando, en 1689, José Pérez de Montoro (Cádiz, 1627-Játiva, 1694) aprovechaba la censura que compuso a un poema culto escrito con motivo de la muerte de la reina María Luisa de Orleans para manifestar su rotunda oposición a la oscuridad como principio de la escritura poética[24]. Por la misma senda caminarían los poetas de la primera mitad del siglo XVIII al defender la nueva aproximación discursiva y evidenciar la dificultad que suponía acercar la prosa del idioma a la versificación:

Que escribo versos en prosa
muchos amigos me dicen,
como si el ponerlo fácil
no fuera empeño difícil.
No busco los consonantes;
ellos son los que me eligen,
porque en la naturaleza
se ha de fundar lo sublime.

(Lobo 1738: 252)

Años antes, Pérez de Montoro había reclamado en su poema crítico la presencia del poeta en el discurso poético y el necesario recurso a una retórica de la sinceridad y del sentimiento para la escritura poética. Y es que, dada la práctica pública y oral del arte poética en academias, justas, certámenes y salones literarios, la presencia del poeta había llegado a ser sustituida por una retórica de performance[25]. La dulzura y la suavidad se presentaban así como las nuevas y principales cualidades que había de seguir la escritura poética según los críticos del momento, que rechazan en bloque la afectación, la oscuridad, la dificultad y la complejidad, promulgando en su lugar la llaneza y la simplicidad.

Retrato de René Descartes (La Haye en Touraine, 1596 - Estocolmo, 1650), por Frans Hals. Filósofo, matemático y físico francés, padre de la geometría analítica y la filosofía moderna. Personaje destacado de la revolución científica. Fuente: Wikipedia. Museo del Louvre. Simultáneamente, el nuevo ideal poético se manifestaba en la utilización de metros y formas métricas capaces de traducir la naturalidad del discurso y, como se ha dicho para el Neoclasicismo, lo que contribuye al fenómeno que la crítica llamó "prosaísmo"[26] y que no responden sino a la búsqueda de simplicidad y flexibilidad de la escritura poética del momento, así como a su carácter fundamentalmente narrativo y descriptivo[27]. La versificación de finales del siglo XVII, que privilegiaba principalmente el octosílabo, llegó de ese modo a prefigurar la de los poetas del Neoclasicismo[28], pues, como indicara Navarro Tomás, [a] la plenitud métrica del Siglo de Oro sucedió en el periodo neoclásico un fuerte movimiento dirigido a disminuir la importancia del papel del verso en la producción poética. Perdieron consideración las formas tradicionales que significaban mayor grado de elaboración métrica y se concedió preferencia a las que se ofrecían más desnudas de efectos de rimas y de contrastes de metros[29].

La escritura de los autores se hace rutinaria, automática, tendiendo a despojarlo todo de su profundidad y a conferirle un carácter prosaico y frívolo que le apartaría, en principio, de esa alta finalidad estética que caracterizaba al periodo anterior -eso que Mercedes Blanco llama su «dignidad intelectual»- y que participaba así de la sensación de degeneración de la poesía. Ya no eran los altos conceptos de un Góngora o de un Quevedo, sino simples correspondencias, agudezas manidas y socorridísimas los que jalonaban los escritos del momento. La escritura poética del periodo es una escritura de transición, todavía llena de fórmulas gongorizantes confrontadas con otras, triviales, sencillas, hasta vulgares, pero cuyo contraste con las primeras eran significativas. Percibieron entonces los poetas que el vivero fecundo y utilizable de la poesía áurea se encontraba en los poemas burlescos de un Lope de Vega, de un Góngora o de un Quevedo, pero a condición de aliviarlos de su dificultad conceptista, a veces considerable. Allí fue donde vieron los autores del reinado de Carlos II una posible renovación del lenguaje poético. Pérez de Montoro, por ejemplo, se muestra mucho más inventivo, ingenioso y divertido en sus composiciones jocoserias o jocosas. De este modo, como ya subrayamos, con la irrupción y difusión del estilo llano, la rota Virgilii cojea hasta romperse y quedar hecha pedazos[30].

Retrato de Isaac Newton (Woolsthorpe, 1642 - Londres, 1727), por Godrey Kneller. Físico, matemático y teólogo inglés, destaca por ser el autor de la descripción de la ley de la gravitación universal y las bases de la mecánica clásica. Fuente. Wikipedia. Royal Colecction, Isaac Newton Institute.Es en torno al «llamamiento de la agudeza» donde se operará el paso del conceptismo (serio o burlesco) a una forma de ingenio más sensible a las «correspondencias» triviales, cotidianas, y a una poética aligerada o desprovista de la dificultad conceptista anterior. Nuestros poetas se encuentran en un período de agotamiento poético, y tienen la convicción de que hay que hacer «otra cosa». En realidad, es un llamamiento a una nueva teoría del lenguaje poético. Y, si bien faltaba todavía una revolución en los temas y, sin duda, una personalidad excepcional para que la metamorfosis operara verdaderamente, sí vemos ya prefigurarse esa poética de lo común, de lo «llano», de lo «sencillo», de lo familiar, de lo cotidiano, y sobre todo comienza a manifestarse una actitud nueva hacia la lengua misma, el mundo, el universo de los referentes y los temas, lo que encontraría su eco en la literatura rococó, primero, y, después, en la neoclásica[31].

En este contexto, se desarrolló lo que se puede calificar como poesía familiar, casera o, por qué no, «aburguesada»[32], en la que se manifiesta una amplia presencia del genus humile. Por tradición genérica y/o peculiar voluntad creadora, los poetas encontraron su inspiración en la cotidianeidad -real o no- más insulsa y, en numerosas ocasiones, tosca. Un papel preponderante adquirió la modalidad jocoseria, que acabaría por contaminar los géneros literarios de estilo elevado, como pudo ser el caso, por ejemplo, de la poesía encomiástica, abandonando así de hecho el propósito satírico y la censura de vicios que el término podía albergar hasta entonces[33]. Esta contaminación, la progresiva difuminación de las fronteras impuestas por el decoro estilístico, que llevaba al lector u oyente a distinguir la interpretación seria de una obra de su expresión jocosa, llega, en la segunda mitad del siglo XVII, a extremos insospechados.

La mayor traducción de esta realidad es el desarrollo de lo que Baltasar Gracián definió como agudeza incompleja[34], «libre» o «suelta», esto es, el desarrollo de una obra en estrofas unidas únicamente por un hilo temático que, como señala Jesús Pérez Magallón, actúa como idea unificadora alrededor de la cual se crea un indeterminado número de conceptos, imponiéndose, pues, la inclinación hacia lo epigramático yuxtapuesto[35]. Si bien se refería principalmente a la mayoría de la poesía académica producida en el tiempo de los novatores, podemos aplicar este juicio al conjunto de la poesía escrita en la referida época, tanto profana como religiosa, ya fuera amorosa, ya fuera laudatoria. Ahora bien, cabe recordar la agudeza incompleja es la más espiritual de las formas y lleva sin embargo la huella, en su etimología, del pecado original de la agudeza, el juego que lleva a dudar de su seriedad[36].

Retrato de David Hume (Edimburgo, 1711-1776), por Allan Ramsay, en 1766. Historiador, economista y ensayista, es una de las figuras más destacadas de la filosofía e ilustración europeas. Fuente. Wikipedia. Scottish National Gallery.Las posturas de reacción frente a lo que los escritores sintieron como una degradación y un empobrecimiento estilísticos de la poesía y de la lengua de su tiempo presentarían, con todo, carices diversos a la vez que simultáneos. En efecto, la obra de un mismo poeta podía llegar a presentar modalidades de expresión consideradas por la crítica como opuestas y antinómicas[37]. Pero, por lo general, este impulso de renovación se canalizó a través de dos tendencias principales: si por un lado la adopción de la naturalidad y la claridad se dio para el caso de la poesía ligera, para el cultivo de una poesía elevada y heroica, en cambio, se recurría al uso de un lenguaje afectado y oscuro que incidía en la profunda impronta de la estética barroca y en el peso de una poderosa tradición a la que difícilmente los poetas lograban sustraerse. La herencia barroca se manifestaba, así, en la supervivencia y, no pocas veces, en la acumulación de un léxico, de unas fórmulas sintácticas y de unos temas característicos, si bien se había llegado a atenuar buena parte de la aspereza conceptual de dicha herencia. Los poetas de nuestra época de transición bien podían emular a los maestros barrocos, mediante una alusión directa o paráfrasis de las obras magnas (sobre todo del Polifemo) o la adopción de la sintaxis alambicada de un Góngora, o a través de la creación de neologismos dignos de un Quevedo, pero era el mismo material, simplificado y aligerado, pero estructurado de manera más clara y perceptible[38].

Paralelamente a la emulación de los autores del primer Barroco, la búsqueda de la claridad, la naturaleza, la mesura y la propiedad discursiva y conceptual los llevó a echar la mirada hacia una época que pronto -ya en el último cuarto del siglo XVII- denominarían «Siglo de Oro». Sucede, en efecto, que el sintagma «Siglo de Oro» aparece como tal enunciado en la Academia que se celebró en día de Pascua de Reyes, siendo presidente don Melchor Fernández de León, secretario don Francisco de Barrio y fiscal don Manuel García de Bustamante, de 1674, al asociarse, en uno de los temas propuestos, a Garcilaso de la Vega con un Siglo de Oro claramente identificado: Un aventurero desengañado explica su desengaño a imitación del poeta del Siglo de Oro, Garcilaso de la Vega (f. 44r). Ya señalamos cómo parece ser esta la fecha más temprana en que se consigna la ocurrencia[39]. Se recurre así a la figura del príncipe de los poetas, a Garcilaso de la Vega, como modelo de ternura[40], pues, parece que para la mayoría de los poetas de la época no fue mejor cualquier tiempo pasado, sino tan sólo el de Garcilaso[41].

Manuscrito 14513, con censura y firma autógrafa de Sarasa y Arce (poeta español de la segunda mitad del siglo XVII) sobre texto de Lanini y Sagredo. Imagen aportada por Alain Bègue.También se había dado, en las últimas décadas del siglo XVII, una voluntad manifiesta de volver a los orígenes mismos de la propia lengua, con la reivindicación de la lengua latina como modelo y vehículo de la expresión poética[42], incluso cuando el latín era, en la época, una lengua poco menos que impracticable, una lengua poco menos que ignorada, y contra la que se iba fraguando un movimiento adverso al latín como lengua de ciencia[43]. Unos versos de Gabriel Álvarez de Toledo vienen a confirmar que tales prácticas eruditas no debieron de ser aisladas. En ellos el autor arremete contra romance escrito en latín por un tal Martín de Corta y Lugo, que le habría pedido su parecer sobre el mismo. En efecto, denuncia la ininteligibilidad de los versos latinos, poniendo de realce su falta de claridad a la vez que ironiza sobre el hecho de haberlos calificado su autor de «romance»:

Señor don Blas yo no entiendo,
el romance a vuestro santo,
por falta de culto, nadie
podrá decir que está errado.

.......................................

Vi romance, y pareciome
que en ello no habría engaño;
mas el buen título estaba
muy al uso ironizado.
En grecia habla trilingüe,
greco, latino, hispano;
romance a secas es como
el llamar al negro blanco.
Confieso mi insuficiencia
en el punto de explicarlo,
pues dice eso gran coturno,
y yo humilde ramplón calzo.
Mas ya en la mano la pluma
bueno será decir algo,
de unas doctrinillas claras,
en un tiempo tan nublado.

.......................................

Hombre hay que por no decir
no lo entiendo, está tragando
pectines, choreas, bicornes
Joves, estigios u diablos.

.......................................

¿Musa energúmena zumbas?
Mira que estoy predicando
contra el latín en romance,
contra el griego en castellano.

(Álvarez de Toledo 1744: 116)

Portada de «Bibliotheca Hispano Nova», de Nicolao Antonio (Sevilla, 1617 - Madrid, 1684), tomo primero, Madrid, 1783. Eclesiástico erudito que inicia la bibliografía española moderna. Imagen aportada por Alain Bègue.Fue este contexto no solo propicio al desarrollo de las manifestaciones estéticas que acabamos de señalar, sino, sobre todo, generador de nuevas modalidades de expresión poética, fruto de una nueva actitud del poeta ante la vida, el mundo y sus referentes. Y es que se dio entonces, un cambio profundo en el sustentáculo básico de la actitud personal y social del poeta que, aun enriqueciéndose con muy diversos elementos, se siente en un nuevo siglo y ante nuevos ídolos que adorar[44].

Se puede observar así un paulatino cambio en el tratamiento de los lugares comunes propiamente barrocos: el pesimismo ascético tan característico de la expresión barroca[45]; el motivo del reloj, objeto tan característico del paso del tiempo hacia la ineluctable muerte, traducción de la percepción moderna de la relación entre el tiempo cósmico y el tiempo humano y de la existencia, por tanto, de un «tiempo histórico» entre ambos [46]; el de las ruinas, en tanto testimonios de una época remota y gloriosa que vienen a despertar un sentimiento nostálgico como manifestación patente y desengañadora de los efectos devastadores del paso del tiempo[47]; el tema de la vanidad[48], o la materia amorosa[49]. Y es que la literatura pasa a manifestar una nueva concepción del hombre y de la sociedad por parte de los escritores.

En este sentido, puede apreciarse la referencia a los avances científicos del periodo en la presencia de los nombres característicos del primer momento racionalista y empirista -René Descartes (La Haye-en-Touraine, 1596-Estocolmo, 1650), Francis Bacon (Londres, 1561-Highgate, 1626), Pierre Gassendi (Champtercier, 1592-París, 1655)- o de los representantes de la nueva ciencia -Emmanuel Maignan (Toulouse, 1601-Ibid., 1676), Isaac Newton- y de sus instrumentos analíticos -«telescopio» o «microscopio»-, así como de consideraciones derivadas de sus teorías y aproximaciones empíricas, como puede ser la teoría de la gravedad newtoniana, por ejemplo[50].

Fruto del cultivo de la razón y su consecuencia directa es la adopción de una actitud crítica ante el mundo y de la duda metódica para la consecución de conocimientos y conceptos desde los experimentos, mediante la lógica y sus leyes. La razón aparece como el instrumento crítico que guía al individuo en todas sus elecciones vitales, que no solo le permite escapar del pesimismo tan propio de la estética anterior, sino que ha de contribuir a garantizar su felicidad. De la misma manera, es la garantía del orden colectivo y de la paz social[51].

El hombre del siglo XVIII solo puede entenderse en tanto miembro de una sociedad y a través de sus cualidades sociables. De su actitud derivarán ciertos criterios de comportamientos precisos que permitan alcanzar una convivencia ordenada, civilizada y en progreso. La sociedad se convierte así para la época en el objeto principal de atención de los filósofos, siendo las palabras sociedad y social fundamentales, representativas de uno de los pilares ideológicos del siglo[52]. Tal es así que otro de los términos característicos de la época es el neologismo sociabilidad, que llegaría a adquirir importancia de primer orden dentro del repertorio de valores dieciochesco[53]. Con su sentido primigenio de 'trato y vida social' lo encontramos en la obra de un Lobo, por ejemplo[54].

Retrato de Manuel Martí y Zaragoza (Oropesa, 1663 - Alicante, 1737), atribuido a José Vergara Gimeno. Humanista español, helenista, epigrafista y arqueólogo. Fuente: Wikipedia.No pocas obras fueron compuestas bajo el sello de dicha sociabilidad. Los títulos de las composiciones poéticas hablan por sí mismos para comprender el alcance de su impronta. Y no son pocos los ejemplos de las obras poéticas compuestas en circunstancias precisas -tan precisas que resulta necesario presentarlas en títulos que pueden alcanzar una nada desdeñable extensión- con una función y una finalidad claramente epistolar. Fruto de las relaciones mundanas y amistosas, los poemas-epístolas, de formas y metros diversos, adoptan unos rasgos estilísticos muy particulares[55] en los que predominan la autorreferencialidad -con alusiones a la realidad socioliteraria del autor, a la práctica de la escritura poética, a su progresiva profesionalización, etc.-, la oralidad del discurso, la adopción de un tono familiar, prosaico y jocoserio -bien alejado, pues, del lamento elegíaco y de la elevación celebrativa de la oda o el panegírico-, así como una clara identificación del yo lírico con el escritor. Este yo comunica entonces social y amistosamente mediante poemas que son cartas de reclamación o pretensión, billetes de cortejo, billetes que acompañan a otros documentos o a algún presente, o cartas de relación de sucesos las más veces triviales.

En este contexto, el autor reivindica la amistad como motor de trato social, se ufana de proporcionarle consejos y avisos a un amigo, pues, íntimamente relacionado con la fuerza objetiva de la razón, el consejo del amigo ofrece la ventaja de ser desapasionado. El amigo es un mediador que, como la razón, permite encontrar la vía más apropiada de actuación en vivencias complejas de orden, casi siempre, sentimental. Afloraba así la voluntad de conferir a la poesía la utilidad social que reivindicarían los poetas neoclásicos. Para estos, la poesía era un instrumento que nacía con la pretensión de mejorar, iluminar o ilustrar al eventual destinatario, contribuyendo a su perfeccionamiento intelectual y moral[56]. Y ya en las últimas décadas del siglo XVII, abogaban los censores en favor de la utilidad de la literatura a través de la actualización y reactivación del tópico horaciano del docere et delectare.

Detalle de una página de «Disputationes physiologicae», de Matías García (1640-1691). En esta obra de 1680, el autor (cabeza del galenismo reaccionario) expone las doctrinas sobre los temperamentos, humores y facultades desde el galenismo ortodoxo. Imagen aportada por Alain Bègue.En lo referente al papel social de los distintos estamentos, cabe destacar profundos cambios de mentalidad que hallarán su eco, también, en la escritura poética del momento. No pocas obras literarias exponen una nueva concepción del estamento nobiliario y de su naturaleza en sociedad: el noble ha de distinguirse socialmente, correspondiéndole un lugar y comportamiento precisamente definido en la sociedad esencialmente mantenido a través del ejercicio continuado de la virtud. En este sentido, suponen un claro precedente de la obra de Gaspar Melchor de Jovellanos, en la cual este afirma que de nada sirve a la clase ilustre, una alta descendencia / sin la virtud y que la virtud sola / les puede ser antemural y escudo a los nobles corrompidos. La nobleza debe justificarse por las acciones, tal como lo propugnara el conde de Fernán Núñez en el discurso XXIV de su Hombre práctico (publicado en 1686, aunque escrito en 1680), al indicar que la nobleza no era, tras varias generaciones, el fruto del mérito, sino de la fortuna. Tanto era así que el noble debía hacerlo todo para merecer y justificar «profesionalmente» su título[57]. El conde establecía así una distinción entre la nobleza de sangre y la nobleza de las acciones.

«El hechizado por fuerza», de Francisco de Goya. Escena de una obra teatral de Antonio Zamora en la que un sacerdote supersticioso y temeroso cree estar embrujado y para seguir vivo debe mantener encendida la lámpara del diablo. La superstición es criticada por la ideología ilustrada que comparte Goya. Fuente: Wikipedia. National Gallery (Londres). Así, pues, desde los inicios de la década de los años 1670, en un momento en el que arrancaba abiertamente la renovación científica promovida por los despectivamente llamados novatores, cuyos novedosos métodos no pudieron dejar de imprimir su huella en los ideales sociales y, por extensión, poéticos, los autores daban muestra de la búsqueda, consciente o inconsciente, de nuevos cauces de expresión poéticos, sacudiéndose el polvoriento paradigma barroco y adentrándose con paso pausado pero rumbo firme por el irreversible camino que había abierto el cambio de mentalidad. Eran estos poetas aristócratas, militares, médicos, juristas, científicos, funcionarios, clérigos, que coincidían, en esta época de transición entre el Barroco y el Neoclasicismo, en la aceptación, en grado diverso, de la Modernidad y sus implicaciones. De ahí que limitarse a presentar la producción poética del periodo como frívola y superficial está lejos de hacerles justicia. Si bien es cierto que no defendieron abiertamente y al unísono idénticos principios intelectuales o corrientes estéticas, el estudio de la producción literaria del periodo da buena muestra de una actitud distinta ante el mundo por parte de todos ellos. Porque solo la suma de la práctica individual de cada uno de los poetas del periodo puede dar objetivamente cuenta de los cambios operados en las modalidades de expresión, de la percepción nueva del mundo que les rodea, de la paulatina definición y afirmación de la figura del autor profesional y de su confrontación y compromiso con la compleja realidad que los envuelve, en la inexorable transición hacia la plenitud del Neoclasicismo.


[1] Así denominó François Lopez a la crucial etapa cultural que va de 1675 a 1725 refiriéndose a los pensadores preilustrados que habían sido peyorativamente calificados por sus adversarios escolásticos con el término novatores (François Lopez, Juan Pablo Forner et la crise de la conscience espagnole au XVIIIe siècle, Bordeaux, Institut d'Études Ibériques et Ibéro-américaines, 1976, cap. I, pp. 41-54). De consulta imprescindible resulta la monografía que dedicó a la cultura del periodo Jesús Pérez Magallón, Construyendo la modernidad: la cultura española en el Tiempo de los novatores (1675-1725), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Anejos de Revista de Literatura, 54 (2002).

[2] Lopez, Ibid., cap. 1, pp. 54-64. En el título de su obra magna, Lopez aludía, por supuesto, a la de Paul Hazard -La crise de conscience européenne, 1680-1715- para significar que España había ocupado, en esta crisis de la conciencia europea, un lugar más importante que el que se le había venido atribuyendo.

[3] Pérez-Magallón, Jesús, Ibid., p. 16.

[4] Pérez-Magallón, Jesús, Ibid., p. 14.

[5] Para una aproximación a la impronta de la nueva concepción del mundo en la literatura, véase Jesús Pérez-Magallón, «Hacia un nuevo discurso poético en el tiempo de los novatores», Bulletin Hispanique, 2 (2001), pp. 449-479, y Construyendo la modernidad: la cultura española en el Tiempo de los novatores (1675-1725), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Anejos de Revista de Literatura, 54 (2002), así como Alain Bègue, «Las tendencias poéticas a finales del siglo XVII: un caso gaditano», en Actas del Congreso El Siglo de Oro en el nuevo milenio, edición de Carlos Mata y Miguel Zugasti, Pamplona, Eunsa, 2005, tomo I, pp. 275-288; «Albores de un tiempo nuevo: la escritura poética de entre siglos (XVII-XVIII)», en La luz de la razón. Literatura y Cultura del siglo XVIII. A la memoria de Ernest Lluch, edición de Aurora Egido y José Enrique Laplana, Zaragoza, Diputación de Zaragoza, Institución «Fernando el Católico» (CSIC), 2010, pp. 37-69; «Hacia la modernidad: nuevas actitudes del yo lírico en la poesía española entre Barroco y Neoclasicismo», Cuadernos AISPI (Associazione Ispanisti Italiani). Estudios de lenguas y literaturas hispánicas, 1 (2013), pp. 49-74, y «"Una Soledad rezada / de nuestro Góngora ilustre": la renovación del lenguaje poético durante el reinado de Carlos II», en Atardece el Barroco. Ficción experimental en la España de Carlos II (1665-1700), edición de Jorge García López y Enrique García Santo-Tomás, Madrid/Frankfurt am Main, Iberoamericana/Vervuert (Albores de un tiempo nuevo, 2), 2021, pp. 197-216.

[6] Del Río, Ángel, Historia de la Literatura española, Barcelona, Ediciones B (vid., 207), 1996, vol. 2, p. 40: «Hasta ese momento [hasta la tercera década del siglo XVII] la escasa literatura que se produce es una mera prolongación de la del siglo XVII en su extrema decadencia».

[7] Por su parte, Felipe Pedraza y Milagros Rodríguez Cáceres presentan las décadas de 1680-1720 como etapa postbarroca definida por la persistencia de las formas plenas (especialmente en arquitectura) y tendencia a la reducción elegante que anuncia el estilo rococó, cuando las siguientes décadas (1720-1750: Primeras manifestaciones neoclásicas) (Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, Manual de literatura española, V. Siglo XVIII, Tafalla, Cénlit Ediciones, 1981, p. 34).

[8] Lucea García, Javier, La poesía y el teatro en el siglo XVIII, vol. 12 de Lectura crítica de la literatura española, coordinación de Javier Huerta Calvo, Madrid, Editorial Playor, 1984, p. 18. Según Lucea García, [e]l barroquismo es la continuación de la tradición del siglo anterior. Si bien persiste la imitación de los medios del siglo XVII, en especial Góngora, Quevedo y Calderón, se aprecia una evolución del barroco que […] parece cifrarse en la menor acumulación de recursos, con excepción de los casos en que la voluntad de imitar o incluso de superar a los modelos es clara (p. 11). Por su parte, al tratar, en su capítulo dedicado a la «Literatura de 1680 a 1736: pervivencia del barroquismo», las obras literarias producidas durante la guerra de Sucesión, José Miguel Caso González las califica de buenos ejemplos de barroquismo, es decir, de un manierismo que abusa de ciertos elementos procedentes de los estilos de la época barroca, añadiendo que los pocos autores que escriben repiten fórmulas artísticas conocidas y pecan por preocuparse más de lo ornamental y secundario que de lo fundamental. Y Su conclusión es clara: Da lo mismo que imiten [los autores del momento] estilos anteriores o que intenten ser originales, porque les falta el numen creador (José Miguel Caso González, «Siglo XVIII», en Historia de la literatura española. Volumen III: Siglos XVIII, XIX y XX, coordinación de Jesús Menéndez Peláez, León, Editorial Everest, 1999, p. 61).

[9] Posbarroquismo llama José García López al periodo posterior a la muerte de Calderón, de franca decadencia y de agotamiento de los recursos del Barroco, que mantiene únicamente sus características formales más externas y queda a menudo reducido a un arte huero y extravagante, que ofrece el aspecto de una caricatura del gran estilo del siglo XVII (José García López, Historia de la literatura española, Barcelona, Vicens-Vives, 2004, p. 386).

[10] Pérez Priego y Rozas, «Trayectoria de la poesía barroca», en Bruce W. Wardropper (dir.), Siglos de Oro. Barroco, vol. 3 de Francisco Rico (ed.), Historia y Crítica de la Literatura Española, Barcelona, Crítica, 1983, p. 638

[11] Sebold, Russell P., «"Mena y Garcilaso, nuestros amos": Solís, Candamo, líricos neoclásicos», e Dieciocho, 1 (1997), pp. 155-171; otra edición en Del Barroco a la Ilustración. Actas del Simposio celebrado en McGill University, Montreal, 2 y 3 de octubre de 1996, edición de Jesús Pérez Magallón, Charlottesville, The University of Virginia, 1997, p. 157.

[12] Sebold, Russell P., «Entre siglos: Barroquismo y Neoclasicismo», Dieciocho. Hispanic Enlightenment, 16, 1-2 (1993), p. 131.

[13] Sebold, Russell P., «"Mena y Garcilaso, nuestros amos": Solís, Candamo, líricos neoclásicos», Del Barroco a la Ilustración. Actas del Simposio celebrado en McGill University, Montreal, 2 y 3 de octubre de 1996, edición de Jesús Pérez Magallón, Charlottesville, The University of Virginia, 1997, p. 168, n. 2.

[14] Salinas, Pedro, Ensayos de literatura hispánica: del "Cantar de Mio Cid" a García Lorca, Madrid, Aguilar, 1958, p. 271.

[15] Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres, Ibid., p. 25.

[16] Vallejo, Irene, «Poesía de la primera mitad del siglo. Pervivencia barroca e incipientes manifestaciones reformistas e innovadoras», en Jorge Checa, Juan Antonio Ríos e Irene Vallejo, La poesía del siglo XVIII, vol. 26 de Historia de la literatura española, edición de Ramón de la Fuente, Madrid, Júcar, 1992, p. 71.

[17] Pérez Priego y Rozas, Ibid., p. 645.

[18] Carreira, Antonio, «Antonio de Solís o la poesía como divertimento», en Actas del IV Congreso Internacional de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO) (Alcalá de Henares, 22-27 de julio de 1996), edición de María Cruz García de Enterría y Alicia Cordón Mesa, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, Servicio de Publicaciones, 1998, tomo 1, p. 372.

[19] No es preciso insistir en algo tan admitido como la existencia, en solitario, de un "estilo barroco" (o ultrabarroco) al comenzar el siglo XVIII, como herencia literaria del siglo anterior. Todos los poetas de las primeras décadas del Setecientos 'barroquizaban' más o menos en sus poemas, sin plantearse la necesidad de hacer algo distinto. El supremo ejemplo es la Soledad tercera (1718) de León y Mansilla (Francisco Aguilar Piñal, «Poesía», en Historia literaria de España en el siglo XVIII, edición de Francisco Aguilar Piñal, Madrid, Trotta/CSIC, 1996, p. 125).

[20] Pérez Magallón, Jesús, «Hacia un nuevo discurso poético en el tiempo de los novatores», Bulletin Hispanique, 2 (2001), p. 452.

[21] Pérez Magallón, Ibid., p. 453.

[22] Bègue, Alain, «"Degeneración" y "prosaísmo" de la escritura poética de finales del siglo XVII y principios del XVIII: análisis de dos nociones heredadas», Criticón, 103-104 (2008), pp. 21-38; La poésie espagnole de la fin du XVIIe siècle: José Pérez de Montoro (1627-1694), membre d'un Parnasse oublié, Sarrebruck, Éditions Universitaires Européennes, 2010, tomo 1, pp. 49-50.

[23] Sebold, Russell P., «"Mena y Garcilaso, nuestros amos": Solís, Candamo, líricos neoclásicos», en Del Barroco a la Ilustración. Actas del Simposio celebrado en McGill University, Montreal, 2 y 3 de octubre de 1996, edición de Jesús Pérez Magallón, Charlottesville, The University of Virginia, 1997, p. 157.

[24] Bègue, Alain, «Aproximación a la lengua poética de la segunda mitad del siglo XVII: el ejemplo de José Pérez de Montoro», Criticón, 97-98 (2006), pp. 161-163.

[25] Robbins, 1997: 120. Para un estudio de la influencia de la oralidad en la práctica poética, véase Jesús Pérez Magallón, «Hacia un nuevo discurso poético en el tiempo de los novatores», Bulletin Hispanique, 2 (2001), pp. 449-479, y Alain Bègue, «Aproximación a la lengua poética de la segunda mitad del siglo XVII: el ejemplo de José Pérez de Montoro», Criticón, 97-98 (2006), pp. 161-163, y «Oralidad y poesía en la segunda mitad del siglo XVII», en Cultura oral, visual y escrita en la España de los Siglos de Oro, dirección de José María Díez Borque, Madrid, Visor Libros, 2010, pp. 57-98.

[26] Bègue, Alain, «"Degeneración" y "prosaísmo" de la escritura poética de finales del siglo XVII y principios del XVIII: análisis de dos nociones heredadas», Criticón, 103-104 (2008), p. 33.

[27] Bègue, Alain, «Albores de un tiempo nuevo: la escritura poética de entre siglos (XVII-XVIII)», La luz de la razón. Literatura y Cultura del siglo XVIII. A la memoria de Ernest Lluch, edición de Aurora Egido y José Enrique Laplana, Zaragoza, Diputación de Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 2010, p. 58.

[28] Bègue, Alain, «Aproximación a la versificación de finales del siglo XVII: La práctica versificadora de José Pérez de Montoro», en Le plaisir des formes dans la littérature espagnole du Moyen Âge et du Siècle d'Or, edición de Mónica Güell y Marie-Françoise Déodat-Kessedjian, Toulouse, CNRS, pp. 185-199.

[29] Navarro Tomás, Tomás, Métrica española, Barcelona, Labor, 1995, p. 305.

[30] Buena prueba de ello es la aparición y amplia fortuna de la escritura jocoseria a mediados del siglo XVII, como subrayamos en Bègue, «Los límites de la escritura epidíctica: la poesía jocoseria de José Pérez de Montoro», Criticón, 100 (2007), pp. 143-166; «"Assurons-nous d'une félicité toute humaine": Lo jocoserio como manifestación del hombre moderno», Romance Notes, 56.3 (2016), pp. 383-392, y «"Parece que jocoserio / se me introduce el estilo": la modalidad jocoseria como expresión de modernidad entre Barroco y Neoclasicismo», en Hacia la modernidad. La construcción de un nuevo orden teórico literario entre Barroco y Neoclasicismo, edición de Alain Bègue y Carlos Mata Induráin, Vigo, Academia del Hispanismo (Estudios del Parnaso olvidado, 2), 2018, pp. 69-95.

[31] Pérez Magallón, Jesús, «Hacia un nuevo discurso poético en el tiempo de los novatores», Bulletin Hispanique, 2 (2001), pp. 449-479, y Alain Bègue, «"Degeneración" y "prosaísmo" de la escritura poética de finales del siglo XVII y principios del XVIII: análisis de dos nociones heredadas», Criticón, 103-104 (2008), pp. 21-38.

[32] Pérez Magallón, Ibid., p. 456.

[33] Bègue, Alain, «Los límites de la escritura epidíctica: la poesía jocoseria de José Pérez de Montoro», Criticón, 100 (2007), pp. 143-166; «"Assurons-nous d'une félicité toute humaine". Lo jocoserio como manifestación del hombre moderno (1651-1750)», Romance Notes, 56, 3 (2016), pp. 383-392; y «"Parece que jocoserio / se me introduce el estilo": la modalidad jocoseria como expresión de modernidad entre Barroco y Neoclasicismo», en Hacia la modernidad. La construcción de un nuevo orden teórico literario entre Barroco y Neoclasicismo, edición de Alain Bègue y Carlos Mata Induráin, Vigo, Academia del Hispanismo (Estudios del Parnaso olvidado, 2), 2018, pp. 69-95.

[34] Gracián, Baltasar, Agudeza y arte de ingenio, edición de Evaristo Correa Calderón, Madrid, Castalia (Clásicos Castalia, 14-15), 1987, I, p. 62.

[35] Pérez Magallón, Ibid., p. 459.

[36] Blanco, Mercedes, Les rhétoriques de la pointe. Balthasar Gracián et le conceptisme en Europe, Paris, Librairie Honoré Champion (Bibliothèque littéraire de la Renaissance. Série 3, tome 27), 1992, p. 311.

[37] Bègue, Alain, «Las tendencias poéticas a finales del siglo XVII: un caso gaditano», en Actas del Congreso El Siglo de Oro en el nuevo milenio, edición de Carlos Mata y Miguel Zugasti, Pamplona, Eunsa, 2005, I, pp. 275-288.

[38] Arce, Joaquín, «Diversidad temática y lingüística en la lírica dieciochesca», Cuadernos de la Cátedra Feijoo, 22 (1970), p. 36.

[39] Bègue, Alain, «Albores de un tiempo nuevo: la escritura poética de entre siglos (XVII-XVIII)», en La luz de la razón. Literatura y Cultura del siglo XVIII. A la memoria de Ernest Lluch, edición de Aurora Egido y José Enrique Laplana, Zaragoza, Diputación de Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 2010, p. 61.

[40] Bègue, Alain, «Aproximación a la lengua poética de la segunda mitad del siglo XVII: el ejemplo de José Pérez de Montoro», Criticón, 97-98 (2006), p. 162, y «"Degeneración" y "prosaísmo" de la escritura poética de finales del siglo XVII y principios del XVIII: análisis de dos nociones heredadas», Criticón, 103-104 (2008), pp. 34-35.

[41] Sebold, Russell P., Descubrimiento y fronteras del neoclasicismo español, Madrid, Fundación Juan March, Cátedra, 1985, p. 65.

[42] Bègue, Alain, «Las tendencias poéticas a finales del siglo XVII: un caso gaditano», en Actas del Congreso El Siglo de Oro en el nuevo milenio, edición de Carlos Mata y Miguel Zugasti, Pamplona, Eunsa, 2005, I, pp. 279-281.

[43] Lázaro Carreter, Fernando, Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII, Barcelona, Crítica, 1985, pp. 163-164.

[44] Arce, Joaquín, «Diversidad temática y lingüística en la lírica dieciochesca», Cuadernos de la Cátedra Feijoo, 22 (1970), p. 32.

[45] Pérez Magallón, Jesús, «Hacia un nuevo discurso poético en el tiempo de los novatores», Bulletin Hispanique, 2 (2001), p. 473; Alain Bègue, «Hacia la modernidad: nuevas actitudes del yo lírico en la poesía española entre Barroco y Neoclasicismo», Cuadernos AISPI (Associazione Ispanisti Italiani). Estudios de lenguas y literaturas hispánicas, 1 (2013), pp. 71-73.

[46] Pérez Magallón, Ibid., p. 464; Alain Bègue, Ibid., pp. 68-70.

[47] Sebold, Russell P., «"Mena y Garcilaso, nuestros amos": Solís, Candamo, líricos neoclásicos», en Del Barroco a la Ilustración. Actas del Simposio celebrado en McGill University, Montreal, 2 y 3 de octubre de 1996, edición de Jesús Pérez Magallón, Charlottesville, The University of Virginia, 1997, p. 155, y El rapto de la mente. Poética y poesía dieciochescas, Barcelona, Ánthropos, 1989, p. 226; Jesús Pérez Magallón, Íbid., p. 473; Alain Bègue, Ibid., pp. 70-71.

[48] Bègue, Alain, Ibid., pp. 73-74.

[49] Pérez Magallón, Ibid., 2001: 466; Alain Bègue, Ibid., pp. 74-76.

[50] Bègue, Alain, Ibid., pp. 77-80.

[51] Bègue, Alain, Ibid., pp. 76-77.

[52] Lapesa, Rafael, «Ideas y palabras: del vocabulario de la Ilustración al de los primeros liberales», Asclepio, 18-19 (1966-1967), pp. 201-202.

[53] Álvarez de Miranda, Pedro, Palabras e ideas: el léxico de la Ilustración temprana en España (1680-1760), Madrid, Real Academia Española, 1992, p. 373.

[54] En el romance «Respuesta del autor a una impugnación poco decorosa respecto de las damas», en el que el yo emplea el término con el sentido de «tratamiento y correspondencia de unas personas con otras» (Aut.).

[55] Bègue, Alain, Recherches sur la fin du Siècle d'Or espagnol: José Pérez de Montoro (1627-1694), Toulouse, Université de Toulouse-Le Mirail, tesis doctoral, 2004, tomo I, vol. 3, pp. 724-726; La poésie espagnole de la fin du XVIIe siècle: José Pérez de Montoro (1627-1694), membre d'un Parnasse oublié, Sarrebruck, Éditions Universitaires Européennes, 2010, tomo 3, pp. 778-780.

[56] Arce, Joaquín, La poesía del siglo ilustrado, Madrid, Alhambra, 1981, p. 215.

[57] Gutiérrez de los Ríos y Córdoba, Francisco, El hombre práctico, o discursos varios sobre su conocimiento y enseñanzas, edición de Jesús Pérez Magallón y Russell P. Sebold, Córdoba, CajaSur, 2000, pp. 186-187.

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