Biografía de Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764)
Por Inmaculada Urzainqui (Universidad de Oviedo)
Feijoo y los orígenes de la Ilustración
Ciertamente, después de las investigaciones realizadas sobre la renovación científica y cultural que desde las décadas finales del siglo XVII tiene lugar en círculos minoritarios de Sevilla, Madrid, Valencia o Zaragoza, ya no cabe considerar a Feijoo como el exclusivo y genial iniciador de ese gran movimiento cultural que tanto habría de modificar el paisaje mental y social de España. Pero no es menos cierto también que su poderoso aliento renovador y su capacidad de influencia en el gran público le hacen ser el promotor más importante y decisivo de la Ilustración española. Porque, aunque otros antes que él habían sentido la necesidad de arrumbar sistemas, emanciparse del aristotelismo imperante en las aulas, contactar con Europa, y abrir el camino a la crítica y el experimentalismo racionalista, ninguno tuvo su liderazgo intelectual, universalidad de intereses, energía y amenidad expresiva, ni alcanzó tan portentosa difusión y resonancia pública.
Pero es justo reconocer que difícilmente se habría planteado su gran empresa ilustradora ni su papel habría sido tan fundamental sin el sustrato de modernización que forjan los llamados novatores —aquéllos que desde las últimas décadas del siglo anterior venían proponiendo otras pautas para la ciencia o marcando nuevos rumbos al pensamiento (Gutiérrez de los Ríos, Juan de Cabriada, Diego Mateo Zapata, Muñoz Peralta, Martín Martínez, Manuel Martí, Tomás Vicente Tosca, Juan Bautista Corachán, Uztáriz, etc.)—, y sin, también, los vientos de renovación auspiciados por la nueva dinastía borbónica, que le será tan propicia y a la que manifestará tan inequívoca adhesión.
Él mismo atenúa su protagonismo cuando declara, defendiéndose de quienes lo acusan de presuntuoso, que si se decidió a salir a la palestra pública fue por el impulso y estímulo de compañeros y altos cargos de su Orden: Años ha que muchos sujetos de mi sagrada religión, algunos de la primera magnitud, han estado lidiando con mi pereza o con mi cobardía sobre que trabajase para el público. Vencido al fin de sus instancias, y determinado a escribir para imprimir, les comuniqué diversos proyectos que tenía ideados, entre los cuales escogieron por más útil y por más honroso el que sigo
(TC, II, Prólogo). Es decir, que fueron ellos los que, conociendo su talento e inquietudes intelectuales, lo animaron a publicar y los que eligieron, de los varios proyectos que barajaba —entre ellos, una historia de la Teología, según dice en las Cartas eruditas (IV, 10)—, el que consideraron más digno y de mayor utilidad para el público: la impugnación de errores comunes. Una confesión que, además de revelar el sesgo comunitario de su empresa (que en modo alguno la aminora, pues al cabo fue resolución propia), es también indicio expresivo del espíritu renovador que se respiraba en la comunidad benedictina, del que dan fe asimismo las aprobaciones de sus textos suscritas por sus hermanos de San Vicente de Oviedo (Caso González, 1982), la colaboración incondicional de otro insigne benedictino del momento, Fr. Martín Sarmiento, las oraciones fúnebres que a su muerte pronunciaron Fr. Benito Uría en el monasterio ovetense y Fr. Eladio Novoa en el que había hecho su profesión, San Julián de Samos, o los notables fondos bibliográficos de los colegios de Samos, Salamanca y Oviedo de que pudo disfrutar.
Por eso no iba descaminado Gregorio Marañón, el ilustre estudioso y panegirista de Feijoo, cuando afirma, aun conociendo solo una pequeña parte de ese movimiento renovador que precede y acompaña al benedictino, que «sin ese ambiente no hubiera nacido su genio crítico y su mano no hubiera escrito otra cosa que los sermones y notas de su cátedra» (1941 [1934], 276) (Urzainqui, 2009).
Trayectoria vital e intelectual de Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764)
Así, con ese clima propicio y en la madurez de los cincuenta años es como se inicia el perfil más acusado de su carrera literaria, el de autor del Teatro crítico universal, o Discursos varios en todo género de materias para desengaño de errores comunes (1726-1739) y las Cartas eruditas y curiosas en que, por la mayor parte, se continúa el designio del Teatro crítico universal (1742-1760), una voluminosa colección de ensayos repartidos en ocho y cinco tomos respectivamente que se irán publicando en Madrid, al cuidado del P. Sarmiento, a lo largo de más de un tercio de siglo, y a la que se irán sumando la Ilustración apologética al primero y segundo tomo del Teatro Crítico (1729), el Suplemento a éste (1740), que vendrá a ser su tomo noveno, la Justa repulsa de inicuas acusaciones (1749) y otros varios escritos de polémica, faceta esta última —estudiada recientemente por Xaime Martínez (2023)— en la que había hecho sus primeras armas con la Aprobación apologética del escepticismo médico, un folleto en apoyo de uno de los más insignes representantes del movimiento novator, el médico honorario del rey y profesor de anatomía Martín Martínez, redactado un año antes de que viera la luz el primer tomo del Teatro crítico (lleva fecha de 1 de septiembre de 1725), aunque aparecido, según demuestra Pedro Álvarez de Miranda (1986), en 1727 y no 1725 como se ha repetido.
El otro perfil, el de poeta, iniciado mucho más tempranamente, quedará prácticamente en la sombra, pues de su amplia producción, en vida, solo pasarán por las prensas un breve poema incluido, como anónimo, en un pliego suelto con glosas en honor de Felipe V (Aplausos cristianos de nuestro gran monarca Rey y Señor D. Felipe V, Madrid, 1701), el largo romance Desengaño y conversión de un pecador, impreso sin su consentimiento en Zaragoza hacia 1740, y Décimas a la conciencia en metáfora de reloj, publicado con el anterior, bajo el nombre de ‘Jerónimo Montenegro’, a partir de la edición de 1754, ambos varias veces reeditados (Olay Valdés, 2019). Y algo parecido ocurre también con su copioso epistolario, pues aunque varias cartas, principalmente de carácter científico o polémico, ven la luz en la época, la mayoría de las publicadas, que suponen solo una pequeña parte de las que escribió, lo serán tardíamente (García Díaz, 2016). Lamentablemente, todos sus papeles y materiales, que con su biblioteca se hallaban depositados en la abadía de Samos, se dispersaron con las medidas desamortizadoras, y los que se recuperaron o todavía quedaban tras el regreso de los benedictinos en 1880, ardieron en su mayoría en el incendio de 1951 que asoló el monasterio.
Su larga trayectoria vital, antes y después de su irrupción en la escena pública, discurre aparentemente en una apacible rutina, primero en el hogar familiar, y luego, desde los catorce años, en la Orden benedictina, a la que perteneció con lealtad y pleno convencimiento hasta su muerte.
Los datos básicos de su vida son conocidos. Él mismo precisa los más significativos en la breve autobiografía que escribe a principios de 1733, a petición de Mayans, con objeto de transmitírsela al barón de Schönberg (Dresde) para satisfacer su curiosidad. Otras noticias acerca de su padre, por el que sintió enorme devoción, sus gustos, conducta, enfermedades, relación con sus compañeros de Orden, de Universidad o con otras personas, etc., irá desgranándolas en su personal registro ensayístico a lo largo de su obra. A ellas se añadirán las de quienes le conocieron en vida, especialmente los tres que predicaron en sus honras fúnebres, el rector Alonso Francos Arango (en la Universidad ovetense) y los benedictinos Fr. Benito Uría (en San Vicente de Oviedo) y Fr. Eladio Novoa (en Samos), el anónimo relator de su enfermedad, muerte y solemnes exequias (sin duda, compañero de comunidad), y el promotor y prologuista de la primera edición conjunta de sus obras, Pedro Rodríguez de Campomanes (1765), que lo conoció en la adolescencia y le profesó inalterable admiración. Por lo demás, en el archivo de la Universidad ovetense quedaron documentados los hitos fundamentales de su currículo académico, que años después daría a conocer el rector Fermín Canella (1879). Antes, otro catedrático de la misma, José María Anchóriz, dejó constancia de diversos recuerdos de Feijoo que continuaban vivos en Samos o en la memoria de sus conciudadanos en el discurso inaugural de curso pronunciado el 1 de octubre de 1857. Con todos esos materiales, reelaborados y aderezados con diversas noticias y curiosidades referidas a su patria, ascendencia familiar, parientes, amistades, etc., amén de múltiples conjeturas sobre los aspectos no conocidos o documentados, construyó el ilustre erudito gallego Ramón Otero Pedrayo (1972) la que hoy por hoy es, aunque incompleta, la más amplia y circunstanciada panorámica de su dilatada existencia. Es de lamentar, sin embargo, que, por ir entrelazada con el análisis de su pensamiento y lo difuso de la expresión, resulte un tanto difícil de aquilatar. Algunos otros datos de sus años de juventud se han precisado en estudios posteriores (Olay Valdés, 2019).
Nació el 8 de octubre de 1676 en la aldea orensana de Casdemiro (parroquia de Santa María de Melias), primogénito de los diez hijos de don Antonio Feijoo Montenegro y doña María de Puga Sandoval y Noboa, ambos, según él mismo explica, «de familias honradísimas patricias de aquella provincia». Su padre, que efectivamente pertenecía a la nobleza media gallega y gozaba de una desahogada economía, era hombre culto y de extraordinario talento, gran conversador, prodigiosa memoria, muy ocurrente («tenía sazonadísimos dichos»), y asombrosa facilidad poética. En su testamento queda constancia de que antes de su matrimonio tuvo tres hijos naturales. De su madre únicamente sabemos que murió joven, al poco de su último parto (1686). Después de cursar los estudios básicos —las primeras letras en Allariz y la Gramática y Filosofía en la escuela benedictina de San Esteban de Ribas de Sil—, en 1690, contradiciendo el destino natural que le correspondía como primogénito, ingresa en el monasterio benedictino de San Julián de Samos, al que según los estatutos de la Orden pertenecerá toda su vida. Aunque el motivo confesado para dar ese paso es la vocación religiosa (el «superior llamamiento» al que alude en su dedicatoria del tomo III del Teatro crítico al abad de Samos), todo hace pensar que contribuyeron mucho también las expectativas intelectuales que el monacato benedictino ofrecía a quien, como él, creía no haber «otro placer en el mundo capaz de embelesar tanto» como el estudio (TC, I, 7, § 4).
Tras dos años de noviciado y hecha la profesión (1692), fue enviado a estudiar los tres cursos de Artes al colegio de San Salvador de Lérez (Pontevedra), y los tres de Teología al de San Vicente de Salamanca (1695-1698), donde disfrutará de una rica biblioteca y un selecto ambiente intelectual. De allí pasará al cenobio de San Pedro de Eslonza, cerca de León, para cursar los tres años de pasantía (1698-1701). Según relata en su autobiografía, estando todavía allí, por indicación del General de la Orden, fue a Salamanca para tener un acto académico («pro- religioso») —debió de ser a fines de 1700 o principios de 1701—, al cabo del cual fue nombrado para la pasantía de Lérez.
De vuelta a Galicia, será tres años pasante y otros tres profesor de artes en el colegio de Lérez (1701-1708), y luego, maestro de teología en el de San Juan del Poyo, también en el arzobispado de Santiago (1708-1709). Destinado al colegio ovetense de San Vicente como maestro de estudiantes y opositor a cátedras, en ese año de 1709 se traslada a Oviedo, una ciudad periférica de unos 7.000 habitantes y con escasa vida cultural a la que llegará con treinta y tres años y en la que permanecerá, salvo algunos viajes esporádicos, el resto de sus días. A pesar de que recibió diversas propuestas para residir y trabajar en Madrid, prefirió continuar viviendo lejos del bullicio cortesano en el lugar al que había sido destinado.
Oviedo añadió una nueva dimensión a su actividad docente, pues tras graduarse como licenciado y teólogo en su Universidad a instancias de sus superiores, opositó con éxito y desempeñó sucesivamente las cátedras de Santo Tomás (1710), Sagrada Escritura (1721), Vísperas de Teología (1724) y, ya oficialmente jubilado (6 de marzo de 1734) pero con permiso especial, la de Prima, la más prestigiosa en el escalafón académico, que ejerce desde 1737 hasta 1739, en que se jubila definitivamente por motivos de salud. Siguió no obstante vinculado a la Universidad, pues desempeñó el cargo de vicerrector entre 1748 y 1750. La experiencia académica, sobre la que habla muy poco, modificó su ritmo vital y le dio unas posibilidades de comunicación con sus alumnos y colegas universitarios desconocidas hasta entonces. Todos los indicios apuntan a que sobre ellos ejerció la misma profunda sugestión que sobre sus amigos y lectores, y que sus clases no desmentían los planteamientos metodológicos de su escritura. Según el testimonio del P. Eladio Novoa, «en la cátedra se hizo admirar Feijoo por la superior comprensión y claridad de entendimiento, por la solidez con que establecía las verdades, la ingenuidad con que, sin espíritu de escuela particular, profería su dictamen, por la solidez con que se expedía de las mayores dificultades, por la prodigiosa extensión de su doctrina, por la concisión y propiedad de expresiones, siempre dignas de la sublimidad de la materia» (1765, pp. 15-16). Consta también, por el acuerdo unánime del claustro para celebrar solemnemente sus honras fúnebres, que siempre mereció una «justa y especial estimación». Y no cabe duda igualmente de que en la Universidad, una universidad pequeña, con una biblioteca escasamente dotada y sin Facultad médica, hizo excelentes amigos, como los catedráticos Fr. Pedro Menéndez, Lope José Valdés o el doctoral Avello Castrillón, rector durante varios años y luego obispo de Oviedo (al que dedicará el primer tomo de las Cartas eruditas).
Paralelamente a su carrera académica discurre la religiosa, ya que además de ser maestro de novicios, lector y regente de estudios en el colegio de Oviedo, y de ostentar los honores y exenciones de Maestro General de la Orden (que, sin solicitarlo, se le concedió por aclamación), fue abad en tres ocasiones —entre 1721 y 1723, de 1729 a 1733 y desde 1737 hasta 1741— (Fernández Ortiz, 2023). Pero poco amigo de cargos, renuncia a la primera abadía a los dos años (eran cuatrianuales), rechaza en 1725 las de San Julián de Samos y San Martín de Madrid, así como un obispado en América que en 1726 le ofrece Felipe V a través de su confesor, según testimonia el P. Novoa (1765), y rehúsa también, en 1737, el nombramiento de General de su orden. A cambio, acepta complacido el de socio de la Regia Sociedad de Medicina y demás Ciencias de Sevilla (1727) y el de consejero real, que el 17 de noviembre de 1748 le otorga Fernando VI como homenaje de reconocimiento y gratitud por «la aprobación y aplauso que han merecido a propios y extraños en la república literaria» sus «útiles y eruditas obras». Muy limitado físicamente en sus seis últimos meses de vida, falleció ejemplarmente el 26 de septiembre de 1764 a la edad de 87 años. Su cuerpo reposa en la nave central de la iglesia de su monasterio, actualmente parroquia de Santa María la Real de la Corte.
A diferencia de sus anteriores destinos, de los que apenas se sabe nada, su vida en la que fue residencia durante cincuenta y cinco años presenta trazos bastante nítidos. La doble actividad docente, a la que a partir de 1725 se sumará la redacción de sus obras mayores, se entrelazaba con sus compromisos religiosos (rezos, púlpito, confesionario, atención a las religiosas benedictinas del contiguo convento de San Pelayo o el de la Vega, gestiones administrativas del Colegio...), el consejo a las personas que acudían a él (muchas veces enfermos consultándole su caso), y la conversación con amigos y conocidos —colegas, frailes, jesuitas, gentes de toga, militares, hidalgos, etc.—, a los que veía tanto en el recinto recoleto de su celda, como en la calle o en las casas a que era invitado. Porque, en efecto, no por ser hombre consagrado al pensamiento, la oración y la lectura encarna el tipo de monje retraído y aislado en su celda. Todo lo contrario. Según testimonio unánime de todos los que lo trataron, corroborado por la imagen que él mismo traslada de su persona, se distinguió por su capacidad comunicativa, afabilidad, simpatía y buen humor, una cualidad que defendió vigorosamente como signo de humanidad y elemental compromiso de sociabilidad (Urzainqui, 2002). Fue justamente esa sociabilidad de buena ley la que hizo que su celda fuera lugar de encuentro de amigos, colegas y visitantes ocasionales, muchos desplazados de intento a Oviedo para visitarle, que abriera complacido su biblioteca a quienes se lo pedían, que atendiera solícito a las múltiples consultas que se le hacían y, también, que la correspondencia le ocupara muchísimas horas, hasta que abrumado por las innumerables cartas que recibía decidió recortarla. Con todo, siguió escribiéndolas, como la que apenas un año antes de su muerte (el 8 de julio de 1763) escribe al editor de El Hablador juicioso (el abate Langlet) animándole a proseguir su empresa periodística, según este declara en su n.º 6, aunque sin consignar el texto (Urzainqui, 2022 [2004], p. 772).
De entre los estrechos lazos de amistad que pronto anudó con muchos asturianos o residentes en Asturias destacan el ilustre médico Gaspar Casal («estimadísimo amigo») con el que durante años compartió su pasión por la medicina, Juan D'Elgart («excelente anatómico francés que hoy vive en esta ciudad»), los Regentes de la nueva Audiencia Isidoro Gil de Jaz y Manuel Verdeja, así como otros miembros de la misma, el patricio de Villaviciosa Pedro Antonio Peón, gran aficionado a las ciencias naturales, el penitencial Pedro Gómez de la Torre, los hermanos Velarde Cienfuegos o el poeta y teniente coronel del Regimiento de Asturias Francisco Bernaldo de Quirós, cuya erudición y dotes poéticas admiró sobremanera, pero al que pudo tratar muy poco pues falleció en la batalla de Zaragoza (1710). Esa extraordinaria capacidad comunicativa se manifestó igualmente en el púlpito, en el que, como testimonia también el P. Novoa, arrebataba de tal manera a los oyentes que todo Oviedo acudía a oír sus sermones.
Sabemos también, porque lo indica el propio Feijoo, que hizo muchos viajes, por más que fueran en el radio limitado que le imponían sus obligaciones. Gracias a ellos, a sus dotes de observador y a su vivo interés por todo lo que le rodeaba, pudo conocer a fondo la realidad física y social de Galicia, Salamanca, montaña de León y, especialmente, Asturias, sobre la que hay múltiples referencias en su obra (Ruiz de la Peña, 1981). Menos son las que hace de los lugares en que hizo su formación, y tampoco es mucho lo que dice de Madrid, en donde estuvo en tres ocasiones, las tres «muy transitorias», según dice (TC, VII, 10, 27): en 1725 (CE, IV, 9, 21), en el verano de 1726, para gestionar la impresión del primer tomo del Teatro (TC, III, Prólogo apologético, 4), y en 1728 durante un mes (TC, III, 12, 24 y CE, V, Dedicatoria a Carlos III). Aunque el ambiente no le gustó y tuvo que sufrir a muchos impertinentes que le torturaron a consultas en el mes que pasó siendo ya un autor reputado —como expresa con gracia en la carta «Ingrata habitación la de la Corte» (CE, III, 25)—, la experiencia madrileña le permitió entrar en contacto con el círculo de amistades del P. Sarmiento —del que se había hecho íntimo durante su estancia en San Vicente de Oviedo por los años 1723-1725—, trabar amistad con diversas personalidades de la capital, como el empresario y tesorero de la reina Juan de Goyeneche —al que había de mostrar su profunda simpatía y admiración en la dedicatoria al tomo V del Teatro— o los médicos Martín Martínez y Juan Tornay, visitar la Biblioteca Real y ser recibido en palacio por el joven príncipe Carlos, el futuro Carlos III (1728). Gracias a su estrecha relación con el P. Sarmiento, que desde 1728 cuidaba de la preparación de los distintos volúmenes de su obra, someterlos a censura, mandarlos a la imprenta, corregir pruebas, etc., y que le facilitaba la documentación, libros y objetos que necesitaba (papel, tabaco, lentes...), pudo estar siempre al tanto de lo que pasaba y se decía en Madrid.
Querido y respetado por todos, su existencia cotidiana transcurre apacible y sin contratiempos. De su buena relación con el Cabildo son pruebas fehacientes el sermón que predicó en la catedral el 13 de septiembre de 1717 con motivo de la traslación de la imagen de la Virgen del Rey Casto a la nueva capilla construida por el obispo Reluz y el encargo de escribir el relato de la tormenta eléctrica que destruyó parte de la torre de la catedral el 13 de diciembre de 1723. Y también la tuvo con el clero secular y regular de la diócesis, particularmente con los dominicos y jesuitas, entre los que estaban el prior Pedro Menéndez y el P. Felipe Aguirre, joven lector de Teología en el colegio de la Compañía de Oviedo, que trazó una cálida estampa de su persona en la aprobación del tomo VII del Teatro crítico. Y desde luego, con sus hermanos de San Vicente, en los que siempre encontró afecto, apoyo y solidaridad con sus propósitos intelectuales. Las desazones le vinieron más bien de fuera, de los ataques y críticas encarnizadas de sus opositores y, en septiembre de 1739, de la humillante sanción inquisitorial mandando borrar in totum, como doctrina peligrosa, dos párrafos del discurso «Importancia de la ciencia física para la moral» (TC, VIII, 2) en los que atenuaba la presunta condición pecaminosa de los bailes y visitas privadas. Muy disgustado por la medida, redactó un largo escrito mostrando que había habido una mala trascripción de la imprenta y argumentando la ortodoxia de su postura, que sometió a la aprobación de una comisión de teólogos de la Universidad de Salamanca y fue favorablemente informado por sus treinta y tres componentes, y otro más para que, una vez aprobado, pudiera darse al público. Pero fue en vano, porque la Inquisición consideró que era mejor dejar las cosas como estaban; de manera que las sucesivas ediciones salieron sin esos párrafos (Aguilar Piñal, 2003; Olay Valdés, 2022).
Su pasión por el conocimiento hizo de él un lector insaciable y enciclopédico. Siempre, incluso en las horas de comer, se le veía leyendo, dicen los que lo trataron. Además de procurarse por sí mismo o la ayuda de sus amigos y compañeros de Orden las novedades que salían al mercado, encontró en los modernos Diccionarios (Moreri, Trévoux, P. Bayle, T. Corneille, Savérien, Ozanam, Calmet, Savary...) y en la prensa extranjera el privilegiado ventanal para asomarse a los últimos compases de la ciencia y la cultura europeas. Toda su obra proclama la amplitud de sus lecturas y la consulta directa de la Gaceta de Madrid y algún otro periódico español, así como de las más afamadas revistas europeas del momento, como las Mémoires de Trévoux, la más frecuentada, la Histoire de l'Académie Royal des Sciences, el Journal des Savants, las Nouvelles de la République des Lettres, la Histoire de l'Académie Royale des Inscriptions et Belles Lettres, o la versión francesa del Spectator de Addison y Steele, mencionada a partir del tomo II de las Cartas eruditas. Y así lo confirman los estudios de Hevia Ballina sobre su biblioteca y los de Delpy, Ceñal, Elizalde o Sáenz de Santamaría sobre las fuentes que maneja. Tenía además una portentosa facilidad para formalizar sus ideas, como elocuentemente expresa un testigo continuado de su escritura, Fr. José Pérez, en la Aprobación al tomo VI del Teatro: «Del primer rasgo de su pluma salen perfectos los discursos. No pondero. Logro la dicha de gozar de la compañía y enseñanza del autor desde que empezó a escribir; entre otros muchos y excesivos favores le debo el señalado de que acostumbra honrar mi insuficiencia manifestándome en el original sus escritos según los va produciendo, y puedo con verdad decir salen de la primera mano con la perfección y pulimento que en la prensa se estampan para el público. Nada escribe dos veces, sin interpolación corre y aun vuela su pluma, ni un ápice suele añadir a lo que una vez escribe, rarísima vez cancela aun una sola cláusula; en fin, tan perfectas y uniformes salen todas las primeras producciones del autor que parece nada ocurre a su discurso ni traslada su pluma que no venga como nacido al asunto; y así, no dudaré aseverar que de primera mano produce el autor más perfectos los discursos que otros autores después de muchas manos y trabajo». Esa facilidad, unida a una también extraordinaria memoria, explican que hubiera podido escribir una obra de tamaña envergadura.
Hubo también otros rasgos que lo distinguieron. Por temperamento y convicción era, al decir también de quienes lo conocieron, extraordinariamente espléndido y caritativo. Alonso Francos Arango (1765), que asegura no haber tratado nunca a hombre «más humano, amable y accesible» y subraya su condición alegre y jovial, atestigua que empleaba una gran parte de los cuantiosos beneficios de sus publicaciones en ayudar a los pobres y necesitados, una vez obtenido el permiso de Roma para detraer lo que según la regla benedictina correspondía al monasterio de su profesión, y que a ninguno que acudió a él pidiendo limosna se la negó. Incluso cuando lo hacían por la noche clamando bajo su celda porque, como por la clausura no podía salir, arrojaba el dinero desde la ventana envuelto en papeles. Esta munificencia se manifestó especialmente en la terrible hambruna de 1741 y 1742, en la que, para remediar la extrema necesidad de muchos campesinos, compró una gran cantidad de grano y contrató a varias personas para que lo distribuyeran en Oviedo y en muchas aldeas de modo que tuvieran para comer y les quedase para sembrar. Por confesión del propio Feijoo (CE, III, 27), queda constancia también de su sensibilidad y espíritu compasivo con los animales.
Su profundo sentido religioso y la austeridad de sus costumbres encajan sin estridencias con una personalidad en la que no hay lugar para el apocamiento ni las componendas seudomísticas. Enemigo visceral de cualquier forma de mentira o hipocresía, y convencido de que la verdadera virtud no consiste «en melindrosas circunspecciones», se condujo siempre con naturalidad y sencillez, proclamando seguro sus verdades, reconociendo sus errores cuando él mismo los advierte o se los advierten otros, y reclamando sin falsas humildades su valer y su buen nombre. Por eso no oculta su irritación ante las insidias y trapacerías de sus detractores, como tampoco la satisfacción de verse seguido con entusiasmo por infinidad de lectores, cultos y anónimos, de España, Portugal y América, del eco de sus obras en el extranjero, o de ser traducido a otros idiomas. En las antípodas del rigorismo ascético y la sacralización del universo barroco, su mentalidad es profundamente secular; distingue exquisitamente la esfera de la «Gracia» y de la «Naturaleza» —lo religioso y lo civil—, le repugnan las milagrerías y la severidad desabrida con la que muchos confunden la santidad, valora y cultiva las virtudes cívicas (el trabajo, la amistad, la solidaridad, la responsabilidad social...), disfruta gozoso de los placeres que le son permitidos (el arte, la música, los paseos por el campo, la conversación, el chocolate, el tabaco...), y afirma con decisión su personalidad de «ciudadano libre de la República de las letras». No en vano el mayor santo de su devoción es Tomás Moro, un político resuelto y comprometido con su tiempo que supo aunar, sin aparatosidades ni alardes místicos, una virtud heroica con un poderoso atractivo humano (Urzainqui, 2003). El retrato físico y moral que de él hizo Campomanes en la Noticia que puso al frente de la primera edición conjunta de sus obras resume elocuentemente ese atractivo que también emanaba de su persona: «El trato de nuestro benedictino era ameno y cortesano, como lo es comúnmente el de estos monjes, escogido por su corto número de familias honradas y decentes. Era salado en la conversación, como lo acredita su afición a la poesía, sin salir de la decencia. Esto le hacía agradable en la sociedad, además de su aspecto apacible, su estatura alta y bien dispuesta, y una felicidad de explicarse de palabra con la propiedad misma que por escrito. La viveza de sus ojos era un índice de la de su alma» (1765, I, p. XI).
Pero aunque su biografía, vertebrada por el monacato y la docencia, no ofrece nada particularmente llamativo, encubre en realidad una gran aventura: la aventura de saber y de enseñar a saber, para contribuir a forjar un mundo mejor, más racional y más humano, que eso es en definitiva a donde apunta su sostenido afán por «desengañar al vulgo». Y en eso, que constituye su gran pasión, es donde vuelca hasta el final de sus días —a pesar de los padecimientos físicos que lo acompañaron desde la juventud y a su modestamente declarada «corta resistencia al trabajo»— sus sobresalientes cualidades humanas e intelectuales (firmeza, constancia, clarividencia, sentido universalista, facilidad de escritura...) y en donde encuentra muchas de sus más íntimas satisfacciones. Aunque nada más salir el primer tomo del Teatro crítico empezaron a surgir impugnadores y detractores, pronto pudo sentir también el reconocimiento de su valía intelectual y la cálida adhesión de sus lectores, tanto nacionales como extranjeros. Como testimonia su compañero en San Vicente Fr. Marcos Martínez en la Aprobación del tomo V del Teatro, llegaban «repetidas cartas de eruditísimos extranjeros escritas al autor en que le congratulan y exhortan a la prosecución de obra tan insigne».
El objetivo con el que inicia su Teatro crítico universal queda expuesto desde el primer momento con toda claridad: «impugnar errores comunes» —«desengañar» al vulgo de ideas que, por estar admitidas como verdaderas, le son perjudiciales—, y proponer la verdad. Un objetivo que en realidad traspasa la literalidad del enunciado y forja un vasto programa de reforma intelectual que se despliega en una constelación de frentes diversos y complementarios: sacudir la inercia intelectual y estimular la reflexión («La causa más universal de los errores comunes es que los más de los hombres no pasan con el discurso más allá de la superficie de las cosas», TC, V, 2), fomentar el espíritu crítico y la lectura, desenmascarar mitos y prejuicios sin base racional, diluir dogmatismos y propiciar un sano escepticismo, importar los nuevos conocimientos científicos y filosóficos del extranjero y difundir los nacionales, concienciar sobre la necesidad de someter el propio conocimiento y la vida práctica a un criterio de racionalismo experimental, combatir el monopolio escolástico, la charlatanería, la hostilidad a lo nuevo, la xenofobia, y toda suerte de corporativismos (regionales, religiosos, etc.), animar a sustraerse al peso aplastante de autoridades e ideas fosilizadas («tenaz adherencia a las máximas antiguas»), depurar la religiosidad de supersticiones y falsedades, y en fin, insuflar espíritu de progreso, tolerancia intelectual y apertura a Europa. Y junto a todo eso, «proponer la verdad», es decir, expresar pensamiento, decir lo que a su modo de ver y entender, desde su experiencia y capacidad analítica («Salgo al campo sin más armas que el raciocinio y la experiencia», TC, II, Prólogo), considera ser cierto en la infinidad de cuestiones que saca a la exposición pública de su «teatro» (=escenario) virtual.
Porque, en efecto, esa multiplicidad temática que caracteriza su obra es también indisociable de su proyecto crítico, que él proclama sin ambages grandioso y original al replicar a quienes lo critican que no escriba sobre materias importantes como Teología, Moral, Sagrada Escritura, etc.: «Deja, pues, de morderme sobre si escribo esto o aquello. Fuera de que, si lo miras bien, yo escribo de todo y no hay asunto alguno forastero al intento de mi obra [...]. Di lo que quisieres, no podrás negarme la novedad de esta obra, la cual me da el carácter de autor original, por más que lo sientas. Tampoco podrás negar que el designio de impugnar errores comunes, sin restricción de materias, no sólo es nuevo sino grande...» (TC, IV, prólogo). Aunque, a decir verdad, en ese designio ya le habían precedido de algún modo otros autores extranjeros —como han puesto de manifiesto Álvarez de Miranda (1996) y Alberto Ortiz (2006)— no le faltaba razón al reclamar originalidad, pues nadie en España se había propuesto tratar críticamente de tan asombrosa variedad de materias: medicina, ciencias naturales, historia, supersticiones y creencias populares, filosofía, política, literatura y teoría literaria, filología, música, derecho, demografía, urbanidad, estética, enseñanza pública, moral, etc.
De acuerdo con ese designio, decide escribir en castellano y no en latín, como era común en la expresión intelectual, y elige un formato bifronte magníficamente dotado para ello: por un lado, y con respecto al diseño general de la obra, la «literatura mixta» o miscelánea de vieja tradición hispana («no van los discursos distribuidos por determinadas clases [...] de suerte que cada tomo parecerá un riguroso misceláneo») y, por otro, para al tratamiento individual de los temas, el «discurso» o ensayo, un molde que en su expresión moderna había hecho su aparición con los Essais de Montaigne (1580) y estaba dando mucho rédito en la Ilustración europea. Andando el tiempo sin embargo, optará, sin modificar lo esencial, por la versión más breve, ligera y personal de la «carta», forma igualmente eficaz para su intento y muy extendida entre los ilustrados europeos, como constata en su Aprobación al primer tomo de las Cartas eruditas José de Valcárcel Dato (8 de marzo, 1742): «El método [...] aunque común entre los extranjeros, es nuevo o muy raro para nosotros, bien que basta para su calificación el verle admitido y usado por el P. M. que tanto conocimiento tiene de lo mejor en cada línea. Por eso no se le escondió el provecho y beneficios que son efecto de este arbitrio o invento de Cartas al que desde su antiquísima introducción (y hoy más que nunca) se le ha considerado como el más a propósito para hacer pública una erudición extendida y diversificada».
Y tanto en unos como en otras su escritura se caracterizará por la claridad, precisión, viveza, prudente y calculado empleo de los recursos expresivos, y acusado sesgo personal. No solo porque su yo expresivo impregne de subjetivismo toda la escritura, como es habitual en el ensayo; también, porque es fiel reflejo de su personalidad y presenta unas características que lo individualizan inequívocamente. Lo dice él, desde un declarado desdén por la retórica y la imitación de modelos: «No he tenido estudio, ni seguido algunas reglas para formar el estilo. Más digo, ni le he formado ni he pensado en reformarle. Tal cual es, bueno o malo, de esta especie u de aquella, no lo busqué yo; él se me vino; y si es bueno, como Ud. afirma, es preciso que haya sido así, como voy a probar» (CE, II, 6, 1); y lo perciben igualmente sus lectores, como elocuentemente expresa su compañero en San Vicente desde hacía años, Fr. Gregorio Moreiras, en la aprobación de la Justa repulsa de inicuas acusaciones (1749): «en la conversación es igual que en sus escritos: igual gracia y hermosura en el estilo, igual agudeza y solidez en los discursos, igual oportunidad en las noticias, igual fecundidad en las sentencias, igual energía en las persuasiones, igual dulzura y atractivo en sustancia y modo para conciliarse los ánimos [...]. No sé si a su lengua llame imagen viva de su pluma, o a su pluma imagen viva de su lengua».
En confluencia con estas características, su poética del ensayo, que marcará el rumbo futuro del género, se distingue por su libertad discursiva, antirretoricismo y tono conversacional. Las ideas fluyen con naturalidad, sin las formalidades habituales de la escolástica y ramificándose con frecuencia en varias direcciones; la voz discursiva acorta distancias con el lector y lejos de adoptar el papel de expositor distanciado, solemne e impersonal, apela a su comprensión, lo asocia a su tarea crítica, ameniza la escritura mezclando lo desenfadado con lo grave y, para dejar «ligerita la lectura y evitar el fastidio de los lectores», como dice en una de sus cartas al P. Sarmiento (Arias, 1977), rehúye la proliferación de citas, imitando en ello, dirá en otro momento, «la práctica corriente de los mejores escritores de otras naciones» (TC, prólogo V). Todo lo cual, unido a su consciente impulso enciclopédico, hará de él, como advierte sutilmente Marichal, «el primer ensayista hispánico contemporáneo» (1984, 98).
Sin privilegiar a sectores determinados del público, dirige su obra a toda la sociedad española, si bien teniendo principalmente presente a esa inmensa porción de gentes, no necesariamente incultas, que por su inercia y gregarismo acrítico constituyen el vulgo. Pero a poco de publicado el primer tomo, entre sus lectores empiezan a cobrar bulto dos grupos crecientes y enfrentados, a los que también empieza a dirigirse Feijoo en términos contrapuestos. Por un lado, el de sus devotos, esa «comunidad de conversos», como la califican Antonio Lafuente y Nuria Valverde (2003), que le toman por guía y mediador cultural, y entre quienes se cuentan miembros de la familia real y personajes muy significativos de la política, la industria y la cultura de su tiempo, que muchas veces le hacen consultas o le trasladan amistosamente reparos o sugerencias, como evidencian las Cartas eruditas —muchas de las cuales son respuesta a destinatarios reales (Urzainqui, 2014, 2019)— y, por otro, el de sus émulos y detractores, todos los que salen a contradecir sus ideas o a lanzarle aviesas imputaciones (falta de rigor, superficialidad, descuidos, plagios de periódicos franceses o de otros autores...) y a los que contesta, bien en las páginas del Teatro crítico o las Cartas Eruditas o en escritos independientes, como sucede con sus dos opositores más notables y encarnizados, Salvador José Mañer y Francisco Soto y Marne. Al primero, que al poco de aparecer el segundo volumen del Teatro crítico publica un Anti-Teatro crítico (1729) señalando «setenta descuidos» en informaciones y citas, le responde con la Ilustración apologética (1729), aunque no lo hace con la segunda parte, aparecida en 1731, de la que se encargará el P. Sarmiento (Demostración apologética, 1732) ni tampoco con su Crisol crítico (1734); y al segundo, cronista general de la Orden franciscana, que años después saca dos volúmenes de Reflexiones crítico-apologéticas sobre las obras de Feijoo (1749) atacando duramente sus ideas, incluso con insinuaciones de herejía, con la Justa repulsa de inicuas acusaciones (1749). Al final, cuando este tenía ya listo para la imprenta el tercer tomo de su obra, la cuestión quedó zanjada, y con ella cualquier posibilidad de polemizar con Feijoo, con la insólita Real Orden de Fernando VI (de 23 de junio de 1750) prohibiendo «absolutamente» la publicación de dicho tomo y de cualquier otro que «se atreva a impugnarle». Y también se irá dibujando entre sus lectores otro tercer grupo igualmente en expansión: el de quienes le leen con interés fuera de nuestras fronteras, sea en español o en las lenguas a las que ya en vida de Feijoo es traducido (francés, italiano, inglés, portugués).
Sin lugar a dudas, ningún escritor español había alcanzado hasta entonces tanta celebridad dentro y fuera de España ni conseguido dar tal proyección social al pensamiento. Lo prueban las repetidas citas y muestras de admiración que se prodigan a lo largo del siglo tanto entre autores españoles como extranjeros y, sobre todo, la extraordinaria difusión de sus obras, que es uno de los fenómenos culturales más espectaculares del siglo XVIII y un caso único en la historia editorial de libros de pensamiento. Porque, en efecto, ya desde la salida al público del primer tomo del Teatro crítico se suceden las reimpresiones de los volúmenes que van viendo la luz, así como de la Ilustración apologética, las Cartas eruditas y la Justa repulsa de inicuas acusaciones; y otro tanto ocurre con recopilación de todas ellas a partir de 1765 (14 tomos). Lo que supone, según el cálculo de José M. Caso González (1981), 189 ediciones seguras entre 1726 y 1787, que es la última del siglo XVIII, y un total de unos 300.000 ejemplares, tomando como cifra media 1500 ejemplares por edición (en realidad, algunos alcanzaron, según el P. Sarmiento, 2250, y al menos los tomos V y VI, 3000, según constata el propio Feijoo). Una cantidad insólita en ese tiempo, y aun mucho después, que se incrementa bastante más si se le suman las más de veinte ediciones de las que Caso solo tuvo noticia indirecta y Rodríguez Cepeda ha logrado verificar —alcanzando así una suma total, según sus cálculos, de 440.000 volúmenes (2008, p. 241)—, las que se hicieron furtivamente, y las que salieron en fascículos sueltos en forma compendiada, como sucede con el Feijoo crítico-moral y reflexivo de su Teatro sobre errores comunes que publica Leonardo Antonio de la Cuesta entre 1764 y 1765, dando así a su obra, como subraya François Lopez, «una jamás igualada difusión popular» (2003, p. 330). Ello hizo que los libros de Feijoo pudieran llegar a todos los rincones donde se hablaba o entendía el español, como hoy todavía lo acredita su presencia en infinidad de bibliotecas de España, Portugal e Hispanoamérica.
Tampoco autor alguno había generado tanta polémica, según es fácil comprobar con solo repasar la extensa nómina de obras que ya desde la salida del primer tomo del Teatro crítico empezaron a publicarse a favor y en contra de sus escritos (Millares Carlo, 1923; Caso González-Cerra, 1981). Aparte de las incriminaciones que se le hicieron por sus planteamientos crítico-reformistas, su método de trabajo, su presunta falta de erudición o de ortodoxia, su «desenfrenada libertad de la pluma», etc., se discutieron muchas de sus ideas científicas, médicas, filosóficas, filológicas, artísticas, etc., o cuando menos, se expresaron dudas o reservas acerca de muchos puntos tratados más o menos ocasionalmente por él. Entre las cuestiones que fueron objeto de controversia cabe recordar su defensa de la mujer, sus observaciones sobre la música de los templos, la racionalidad de los brutos, el supuesto milagro de las florecillas de San Luis del Monte, los pronósticos y la astrología, la piedra filosofal, la leyenda del falso nuncio de Portugal, los nuevos exorcismos, los francmasones, la enseñanza universitaria, su teoría defendiendo que «la elocuencia es naturaleza y no arte», o su valoración de Lucano, Raimon Lull, Bacon, Savonarola, etc. Pero lo importante de esa polvareda de escritos no es todo lo que se puso en cuestión, que puede tener mayor o menor interés. Lo realmente significativo de la recepción feijoniana es justamente eso, la efervescencia ideológica que provocaron sus obras —«no hay ejemplo en España de más intensa agitación espiritual que la producida por el Padre Maestro Benito Jerónimo Feijoo», escribió Azorín en Los valores literarios (1914)— y la movilización cultural que vino con ella. Lo vio muy bien el gran cronista de la cultura de ese tiempo, Sempere y Guarinos, cuando escribe en su Ensayo de una biblioteca de los mejores escritores del reinado de Carlos III: «Las obras de este sabio produjeron una fermentación útil; hicieron empezar a dudar; dieron a conocer otros libros muy distintos de los que había en el país; excitaron la curiosidad; y en fin abrieron la puerta a la razón, que antes había cerrado la indolencia y la falsa sabiduría» (III, 1786, p. 24). Porque así ocurrió. La infinidad de temas que desfilaron por sus páginas y, sobre todo, el enfoque y manera de tratarlos, no solo llegaron a los círculos del saber institucionalizado. Atrajeron también al gran público, con lo que se despertó un interés nuevo por la ciencia y el pensamiento, se extendió la confianza en el ejercicio libre de la razón, se avivó el interés por la lectura, se activó el mercado editorial y, en definitiva, se difundieron las nuevas ideas. Aunque no todos los que discreparon de sus puntos de vista lo hicieron desde posiciones ideológicamente antagónicas ni fueron fruto de hostilidad o mala fe, la polémica feijoniana, además de acrecentar la fama del benedictino, fue decisiva para la fijación de los perfiles básicos de la oposición entre ilustrados y antiilustrados que recorrerá el Setecientos. Frente a la razón y el progreso, la charlatanería y el anquilosamiento.
Tan extraordinaria fue la popularidad y reconocimiento intelectual de Feijoo que de todas partes acudían a verle; incluso muchos años después de su muerte seguían llegando visitas a los lugares que habían sido su residencia. Recibía infinidad de cartas recabando su opinión o sugiriéndole que tratara sobre determinados asuntos (muchas de las Cartas eruditas tienen en ello su origen). También, regalos de quienes querían testimoniarle su respeto y veneración —entre ellos, las famosas Antigüedades de Herculano que le envió Carlos III desde Nápoles con expresiva dedicatoria autógrafa (Hevia Ballina, 1980)—; regalos de los que, salvo los libros, inmediatamente se desprendía. Cabe añadir además que, para satisfacer la curiosidad que despertaba su persona, pronto se sintió la necesidad de fijar y divulgar su retrato (González Santos, 2003). Con ese fin posó para un pintor local, Francisco Antonio Martínez Bustamante, a finales de 1733 o a lo largo de 1734, y de ese retrato, hoy perdido y que no satisfizo del todo a Feijoo por su falta de expresividad, sacó Palomino el grabado que se constituyó en su imagen oficial —por la que están copiados la mayoría de los retratos ulteriores y que a partir de entonces pasó a figurar al frente de la mayoría de las ediciones dieciochistas de sus obras y a circular en estampas sueltas. Consta también que en la portería del monasterio de San Martín se instaló un retrato suyo (acaso el cuadro de Bustamante) para que pudiera ser contemplado por los curiosos. Años después, ya próximo a la muerte, le hizo otro el dibujante y grabador francés Jacques Lavau, que se desplazó en 1763 o 1764 exprofeso a Oviedo para ello, y cuyo grabado fue editado también en láminas sueltas. El último fue la mascarilla de su semblante que se sacó, antes de ser inhumado, para ser colocado en lo alto del túmulo que presidió sus solemnes exequias.
Al anónimo autor que hizo la relación de su muerte y funerales, consciente del interés del público por conocer todos los detalles tanto de esos actos como de sus últimos días, debemos el perfil más completo y expresivo de su atractiva figura: «Fue el Rmo. Feijoo de estatura prócer, como de ocho palmos o algo más; el cuerpo muy derecho, aun en el último tercio de su vida; sus miembros robustos y proporcionados. En una palabra: era bien hecho. Su cara algo más alargada que lo justo; el color medianamente blanco; los ojos vivos, penetrantes y juntamente apacibles. Este fue el único de los sentidos que se le conservó sin particular lesión. El semblante plácido, sobre sí y justamente majestuoso, de suerte que desde luego enviaba especie de hombre grande. Era algo calvo, y había encanecido desde la edad de 30 años, como decía él mismo. La nariz proporcionada y algo inclinada hacia el lado izquierdo. El labio de la mandibula inferior belfo, y más carnoso de lo que correspondía. El cutis muy delicado, y la complexión sana, de suerte que su grande achaque para la muerte fue la vejez y falta de espíritus vitales. Así nada se desfiguró en el tiempo que estuvo sin enterrarse, que fueron casi dos días, ni despidió malos olores de sí» (Breve expresión…, 1765).
Así fue el hombre del que poco antes de su muerte escribió con segura conciencia Edward Clarke, capellán de la embajada inglesa en Madrid: «Él ha hecho más para enseñar a pensar rectamente a sus conciudadanos y ampliar su mente que ningún otro antes que él» («He has done towards rightly forming and enlarging the minds of his countrymen than any Spaniard before him») (Letters concerning the stage of Spain writen at Madrid during the years 1760 and 1761, London, T. Becket and P. A. de Hondt, at Tally's Head, 1763, 69-70).