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ArribaAbajo- III -

La psiquis desnuda


Carlos Méndez entró a su casa y se sentó en el corredor a la izquierda al lado de la mesa, donde solía escribir en sus horas de descanso. Su familia dormía y la quietud serena de ese hogar que él había levantado para cobijar los poemas de su alma redimida tenía el amparo del sol, que empezaba a iluminar los frisos del techo. Sus esplendores iban descendiendo y apoderándose de las paredes y de los vidrios húmedos del rocío de la noche, hasta extenderse tranquilo y brillante sobre el color rojo de las baldosas. Miraba las enmarañadas líneas de las ramas de los diez perales y la amplia curva de la parra, llenos de intersticios   —312→   y de bizarras figuras luminosas, a través de las cuales se distinguía en medio de una nube de polvo de oro, la enorme y redonda centella del disco del sol encaramándose despacio en el horizonte resplandeciente, rodeado por todas partes del infinito azul plácido y bonancible. Allí solo, refrescada su mente en la brisa de la mañana, que traía los perfumes de las quintas y los zumbidos de la ciudad lejana que despierta, en medio del alegre gorjeo, cuyas notas agrupadas en el aire diáfano, traban la gran sinfonía auroral y bulliciosa, su espíritu entró en los hondos soliloquios, desgarrando a chispazos de filósofo el misterioso limbo, entre cuyas sombras parecía girar su vida y el alma de todas las criaturas, que van peregrinando a través de las páginas del libro.

*  *  *

Piedra sobre piedra había visto crecer su casa un cuarto después de otro, desnudos los pisos primero y más tarde las alfombras tibias y los elegantes cortinajes, hechos con el rudo trabajo de todos los días, el cansancio del músculo a la noche y la tortura de la inteligencia en el combate diario con las enfermedades. Muchos soles de estío habían envuelto   —313→   y calentado su cabeza atlética de luchador y el invierno con la racha helada, que enrojece y corta la oreja y entumece el cuerpo encogido lo acompañó en medio de la luz gris, a través de los fangales de los suburbios, entrando con el corazón bravío en las tormentas desatadas. En esos días nublados, cuando volvía de sus peregrinaciones y se sentía en su casa el portazo del cupé, salían al borde del corredor a recibirlo Dolores y la chiquita de los cuentos y lo rodeaban, caminando con él del brazo y empujándolo hacia la sala, como si una onda de alegría llegara sonando los cánticos felices, en medio de la sonrisa y de la charla adorable. Lo sentaban al lado de la estufa y él se dejaba conducir de la mano, como un gran niño distraído y sin voluntad, pareciendo que todas aquellas ásperas energías juveniles se hubieran ablandado y desvanecido en el arrullo de la caricia fresca, entregada su alma y adormecida en el murmullo de los besos infantiles. Sonriente y fuerte, conversaba largo rato con ellas, al lado del fuego crepitante, en medio de todas aquellas niñerías encantadoras de la sala esparcidas por todas partes, cuadritos, nimiedades, tierras cotas y espejos que reflejaban la luz del quinqué grande y redondo de porcelana azul y la lumbre   —314→   rojiza de la chimenea, envuelto en aquel perfume de mujer, derramado en el ambiente soñador al lado de todas esas pequeñeces, que tienen los detalles del cariño elegante. Allí habían nacido sus hijos y crecido el bosque con ellos, las frondas arrojando lejos verdes y tupidas, como si fuera un techo viviente de cantos y de murmullos y en los rincones de toda aquella casa que se contemplaba triste en ese momento, estaba hasta la muerte grabada la elocuencia de la nueva vida útil y honesta.

*  *  *

Pero un día salió por la gran puerta un cajoncito de ébano y después... quedó un recuerdo hecho de sonrisas y de gracias ya muertas cruzado de punta a punta del balbuceo confundido y adorable... porque a veces le parecía oír todavía los gritos y las carcajadas metálicas de su chico, cuando él se acercaba jugando a besarlo en la boca... y así mismo que él le tomaba el pulso esa noche, y había mandado poner en el cuarto un brasero, para calentarle los pies con botellas, sintió que el martillito de la arteria se iba olvidando poco a poco de golpearle el índice, hasta que se   —315→   perdió... y él estuvo buscando un rato con los dedos convulsos más arriba, todavía más arriba y entonces vio que aquel bracito flaco se quedaba frío, pálido y céreo. Después sucedió esta cosa extraña: que todos los momentos silenciosos de la casa que los llenaba el chico con los movimientos bruscos y sus gritos inarticulados de ángel asustado estaban allí tan largos que no pasaban nunca... mientras Dolores resignada y dulce lo consolaba en sus rabias dolorosas, cuando él en las noches siguientes arrodillado sobre el piso, percutía las alfombras, con los puños crispados, desesperado y demente.

¡Dolores! ¡Qué recuerdos! Así a través de la vida ella le había ayudado a construir su casa, angelical y buena, en medio de las turbulencias de su espíritu, cuando aquel Carlos Méndez suicida reaparecía a veces con el rostro lóbrego y el surco hondísimo de la frente en sus ímpetus agresivos... aquel hogar limpio y nítido y dormido en medio de los esplendores del sol, entre las alegrías misteriosas del sueño sano y profundo. Cuántas veces desde su cuarto él la sentía de noche levantarse y mecer entre sus brazos aquel chiquito inquieto y cantarle en voz baja las melodías de las ternuras inefables, los versos sencillos   —316→   que ellas murmuran, calentando con sus pechos las frentes de los hijos, aquellos viejos aires maternales, que arrullan las cunas y repiten siempre la misma nota del amor sublime que vela y no descansa, como si esa pasión fuera igual en todos los tiempos... Y después aquella chiquita de cinco años de pelo castaño y lacio, que él abrazaba entonces más fuerte que antes, porque cuando queda un solo niño, se levanta para él en las casas una onda de amor infinito, que tiene todas las crucifixiones del dolor y los desasosiegos del medio de perderla, esa flor adorada y vivaz, que llenaba su casa con los reflejos níveos de su piel tersa y fresca, y cuyo perfume hubiera deseado que lo embriagara toda su vida... Porque era inútil todo; él podía estar lejos; pero aquel diminuto fantasma batía sus alas, apurando el vuelo para seguirlo y a cada momento aparecía en su memoria, así pequeñita corriendo y deslizándose por la casa deliciosa y lozana, como si estuviera presente siempre para decirle yo soy para ti la eterna alegría y soy perfume y me duermo estiradita en la cuna de tu corazón... pero tú tienes que ser bueno, porque si no la cuna salta y se enloquece y la niña dormida se aterroriza y se enferma y puede morirse su pobre chiquita de los cuentos   —317→   tan curiosa y amable que todo lo observa y lo sabe esa pequeña maravilla de candor... Por ellas el alma se pule y saltan lejos las asperezas y la barra de hierro que le atraviesa a uno el cuerpo, sacudida por la tempestad varonil y adusta la quiebran ellos, esos niños delicados que no tienen fuerzas... Y cuando se enferman... ¡Oh! Entonces no se come, ni se duerme y toda la casa gira dolorosamente alrededor de las camitas graciosas y el mundo desaparece y uno suele llorar en silencio en los rincones oscuros, donde no lo vea la madre, que lo tiene en brazos y lo mece y le canta sin cesar. Y sucede entonces algunas veces que la fiebre desciende y la mejilla se llena y se enrojece45 y los niños buscan sus juguetes y se sientan en la cama, conversan y sonríen, porque Dios quiere que haya todavía sobre la tierra sol y alegrías y amores y cánticos y bendiciones y plegarias y esperanzas.

*  *  *

Así de cavilación en cavilación, al lado de su alma resurgida al trabajo, Méndez contemplaba los desastres de las otras criaturas que vivían en el barrio y en su casa misma, Genaro   —318→   tirado en la calle, como una cosa muerta y sucia... un alma desfibrada a quien la desgracia abate y desgaja... una pasión generosa bebiendo con el alcohol el veneno del odio, pobre y grande espíritu moribundo, su compañero de tantos años afectuoso y fiel. Porque él también aquel muchacho robusto había colocado su hombro para la recia faena y por la casa, que había contribuido a edificar sonaban todavía los tiernos cantos y las dulces palabras, para que su hija tuviera regocijos y plácemes en los primeros pasos de su vida. Lo veía sereno y alegre manejar tieso del pescante, envuelto en los torbellinos de polvo, a través de los días helados y de las noches lluviosas, sin tener la protesta áspera jamás, como si Méndez fuera el alma del padre, a quien él debiera acompañar siempre. Recordaba que después de la muerte del hijo, cuando él se encerró en la sala muda y fría y huraña y dolorosa, sentía pasos cerca en el silencio de la noche y de cuando en cuando en voz baja, melancólica décimas murmuradas, que le recordaban las palabras de la madre, cuando lo abrazó para despedirse en aquel día de primavera triste: los ángeles que vuelan al Edén lejos entre los reflejos de oro del sol moribundo van a rezar por el padre, que   —319→   queda sobre la tierra a sostener el cansancio lúgubre de las frágiles criaturas, que los han velado enfermos... Acuérdate de Dolores, abnegada y mártir y de tu hija que te llama ansiosa y te busca por todas partes. Entonces una mañana Méndez salió soñoliento y enflaquecido y vio a Genaro dormir a una vara del umbral sobre la baldosa, mirando la puerta, estirado su cuerpo, la mejilla juvenil y tostada, en la tranquilidad profunda y feliz del sueño, descansando sobre la palma izquierda. Por eso cuando Dolores le dijo que Genaro tenía una gran pena, y supo toda la siniestra historia, se retiró entristecido, preguntándose si había tenido el derecho para arrojar de su casa a ese corazón desventurado en vez de ser amable y bueno y mitigar tanta desgracia.

*  *  *

En esa línea recta sobre la cual caminaba el alma de Genaro, Santa debía morir... Pero tenía los ojos azules del viejo y habían rezado juntos sobre su verde sepulcro y todas las horas de la niñez vagabunda estaba presente a protegerla su mano gallarda temblando en el ímpetu del coraje... porque las hermanas son la joya y el candor de la casa y ¡ay del   —320→   que toque esos reflejos inmaculados de las cosas celestes! Así su espíritu ingenuo se hizo pedazos cuando aquella blanca vestidura de en primera comunión y el tul transparente, que blanqueaba largo de nieve hasta el suelo, se desgarraron en la cima oscura y empezó a beber y tuvo las profundas amarguras, porque el alcohol agiganta el dolor y los odios y suprime la voluntad, y rodó como una cosa funeraria a través del ciénago y arrojó los pedazos de su carne para morir en la vorágine aquella, pero ya sin ser bueno; por eso saltaban todas las noches por las calles lóbregas, los fragmentos del corazón en las canciones siniestras y dolorosas... Pero allí estaba todavía Enrique Valverde, su compañero de estudios, que caminaba, derramando la perversidad, frío genio del mal, insolente y lascivo, marchando en su malignidad deslenguada en medio del derrumbe y Méndez, esa mañana, en el tripudio de la asociación vertiginosa de ideas, lo veía a Genaro abrazarse de aquel odio y sentía los rumores y la clarovidencia de la profecía trágica... vengada así su honra y la casa de Paloche, cubiertas de musgo las paredes, invadidos los patios de malezas, viviendo adentro como fantasmas melancólicos sus dueños... Porque esa ha debido ser en   —321→   todos los tiempos la vida humana. Hay quien nace para erguirse y horadar la muralla de bronce que las cosas de la vida arrojan sobre nuestro camino y algunos que traen de la cuna los gérmenes fatales de todos los desmoronamientos y a quienes la educación no fortalece y la plegaria no salva, porque no conciben en otra forma la noción y los fines de la existencia, mientras otros caen agobiados por el más pequeño dolor, incapaces de la lucha serena y tenaz y se hacen tahúres de los garitos emocionantes y precipitan al báratro peldaño tras peldaño dentro de la miseria moral... Así Méndez veía en la historia de su país apellidos gloriosos desaparecer y muchas honras mancillarse y surgir con estrépitos de genios otros, y contemplaba la marcha de los hombres, aferrados a las esquirlas de las rocas del sendero, mirando a un lado y otro los rezagados y los moribundos de la lucha titánica...

*  *  *

Por eso veía también a todas esas criaturas vivir en la sociedad, en ese gran medio sintético, personificado más tarde por él en la figura de vagabundo glorioso de Bohemio y   —322→   en aquella divina Eros, que es la eterna alma femenina, hecha de pétalos, de sonrisas y de hebras de luz. Los hacía vivir en su imaginación al lado da las criaturas y había construido para ellos casas y una ráfaga del esplendor de las muertas divinidades Olímpicas cruzaba a través de sus amores y del heroísmo de la epopeya y en un capítulo de sus manuscritos, que tiene por título «Los cuentos», canta la desaparición de aquel genio y se complace en volver a la vida a Eros Paradisíaca, como para significarnos que en tierra inmortal vivimos y libre y grande y gloriosa por los siglos. Porque él era de los que pensaba que cada uno de nosotros arroja algún átomo cada minuto, para forjar la síntesis-patria y recibir su poderosa influencia colectiva y que morimos jóvenes en el prodigioso derroche del organismo y de la mente, porque tenemos apuro para hacerla grande y glorificarla in aeternum, por su idioma y concluir de una vez la maravillosa amalgama de razas, que veía operarse necesaria o ineludible para tener nacionales y varoniles pujanzas.

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Arrebatado por su pensamiento al lado de   —323→   ese Bohemio, que hacía la formidable irrupción tempestuosa observaba Méndez toda una familia de megalómanos, viviendo en plena quimera, como don Manuel de Paloche. Enamorados de la vida ficticia, entregan la fantasía al desborde. Sueñan la riqueza fácil y el poder y la gloria sin desgarramientos de carnes entre las ortigas del camino, sin desalientos, como una perpetua marcha triunfal y cuando la pobreza entra con su careta monstruosa por el derroche y se siente hambre y frío, los hijos enflaquecen y no duermen y el nombre de ellos muere en la indiferencia, o es ludibrio cotidiano... ¡oh! Entonces se hacen perseguidos y deliran y tienen la lamentación cobarde de las mujerzuelas o buscan a quien coronar de espinas y arrojar desnucado sobre las tablas del cadalso, porque nadie quiere tener la culpa de sus propias desgracias. Así esas prerrogativas la riqueza, el poder o la gloria, que son un derecho del trabajo, de la inteligencia y de la virtud, se transforman en esas cabezas enfermizas e ineptas para conseguirlas en fuente nefasta de todos los desastres y aquella casa de Paloche entristecida y lóbrega era la prueba irrefragable de tamaña verdad. Muchas veces Méndez en su vida silenciosa de observador había visto estas enfermedades propagarse e   —324→   inficionarse casi todos y los pueblos enteros agigantada la noción de las cosas, precipitar en el derroche irracional, como empujados en masa al abismo y estudiaba esas megalomanías colectivas y meditaba entristecido las ruinas futuras y las deshonras nacionales asomando su cresta tenebrosa y las muchedumbres enloquecidas inaugurar las eras facinerosas de la historia.

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Recordaba entonces, que solía sentarse a escribir borroneando como él decía, muchas páginas, sobre todo en las horas largas de invierno. En el comedor, al lado del dormitorio de sus hijos, sintiendo desde allí el respirar rítmico y tranquilo del sueño sano, arrojaba al papel sus fantasmagorías de poeta y el pensador de todas las desesperaciones suicidas de antaño, se había transformado en un robusto filósofo, enamorado del esplendor de la vida, que lucha, sufre y trabaja y fascinado por las divinas visiones de las cunas, que tienen penumbras y cortinajes de seda azul. Se acordaba de aquella gran madre de sesenta años, de la leyenda de amor y de gloria de Pedro de   —325→   Valbuena, porque sentía calentado el dorso del fuego de la estufa y crepitar la leña, en medio de la paz angelical de aquella su casa dormida. Le parecía entonces que una oleada de vejez ardiente lo invadía, que su cara tenía ásperos y arrugados surcos, cándida la barba flotando envuelto en su larga capa de anacoreta gigantesco y fatigado, la cabeza descubierta y nívea de copos; mientras al lado de él los hijos de tez morena y ojos negros delgados y altos movían las astillas de la chimenea para avivar la lumbre y la chiquita de los cuentos, una hermosa efigie de dieciocho años leía las historias ideales del tiempo viejo. Conversaba con ellos largo rato narrando los episodios de su vida y sacudiendo hacia atrás la cabeza vigorosa y espléndida. Iluminaba con sus grandes ojos soberbios en la victoria tenaz el ancho camino recorrido y arrojaba su alma desnuda, llena de cicatrices, en aquel comedor de sus hijos, como una sombra enorme debajo de la cual pudieran cobijarse y adquirir frescuras y aliento en todos los tiempos... y ellos entonces de rodillas con las palmas abiertas en alto, recogían aquella única herencia... Méndez seguía escribiendo y soñando abstraído en su mundo interno y los silencios de la noche profunda lo encontraban allí sentado hasta que   —326→   la mano blanca de Dolores entraba entro sus cabellos alborotados a despertarlo. Entonces se sentían murmullos de besos y cuchicheos y amables reproches y Méndez rodeaba con su brazo derecho aquella cintura, la cabeza de Dolores apoyada sobre su hombro, suelta la cabellera negra; sobre las alfombras se deslizaban con pasos callados y cerca de la cama de la chiquita en la penumbra de la alcoba la miraban mucho tiempo en silencio. Allí delante de aquella admirable gracia dormida en medio de la paz angelical del recinto, contemplaban la inmovilidad de aquel cuerpecito acostado a lo largo en el reposo profundo y había emociones y sonrisas y sonaban de nuevo las estrofas del recuerdo y del amor eterno.

*  *  *

Méndez despertó de aquel largo ensueño como si hubiera vivido muchos siglos y desgarrado el velo que cubre el alma de muchas generaciones. Quedó mustio, porque aquella triste y amarga filosofía, cruzada por el resplandor rápido y fugitivo de las cosas felices parecía la imagen de la vida misma, a guisa de hombre que tuviera dolor y miedo de sus audacias intelectuales y sintiera flagelada su robusta   —327→   y nueva organización moral y el viento helado del viejo escepticismo lo quisiera otra vez arrebatar en sus remolinos. Pero la chiquita lo tenía abrazado del cuello y se sonreía y batía palmas y le acariciaba la frente con sus besos. Decía las frases juguetonas y le narraba las infantiles leyendas, con que solía entretener a sus muñecas y le repetía no sé qué extraña fantasmagoría, donde había lámparas maravillosas y monstruos horrendos, que ella había visto pintados en sus libros. Duró un gran rato aquel enamorado coloquio y fue diálogo de esos que resbalan fuera de la pluma humana y se escriben solamente allá arriba en el gran libro de los cielos abiertos, entre las maravillas de azul, con acero humedecido en las chispas de oro de los astros.

*  *  *

Dolores del Río estaba allí también mirando la escena y cuando lo vio tranquilo besar la frente de la niña, se acercó a preguntarle por qué había vuelto tan temprano.

-Hoy es mal día, Dolores, contestó Méndez a pesar de este gran sol benéfico... No se puede vivir siempre entre la alegría.

-¿Qué hay, Carlos? Dijo Dolores ansiosa.

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-Oh nada; no te asustes. Son presentimientos funestos, inducciones de mi pobre cabeza: no hagas caso.

-¿Por qué no has venido, papá, a jugar conmigo esta mañana? Interrumpió la chiquita.

Porque no quería despertarte... pero ahora estoy contento, aquí con ustedes y no hablemos más.

-Pero ¿qué pasa, Carlos? Estas reticencias tuyas son siniestras. Tal vez mamá está enferma, Dios mío, exclamó Dolores.

-¡Eh! ¿Qué? ¡No! ¡Eso nunca! Contestó levantando la cabeza Méndez, que no había pensado jamás que pudiera enfermarse la madre. Lo que pasa es esto, siguió él un poco más tranquilo: esta mañana he visto a Genaro, borracho y durmiendo en la calle, con la cabeza en el barro y yo veo muchas cosas terribles en el sendero por donde camina ese muchacho.

-Siempre te entristece el recuerdo y la vista de Genaro. ¿Por qué no permites que vuelva? Esas desgracias las suele mitigar el cariño.

-Si, papá, repitió la niña, que venga Genaro.

-Bueno, mi chiquita: hoy mismo si llega a la tarde, dile que yo quiero que entre otra   —329→   vez y yo necesito eso, seguía dirigiéndose a Dolores, porque esta casa mía está llena de su bondad y de su heroísmo y como si un recuerdo brusco de dolor lo hubiese asaltado de repente, levantó a su hija en los brazos y entró a su cuarto.

*  *  *

Abrió el ropero y empezó a descolgar trajes y los fue amontonando sobre la cama y como si fueran corolarios de lo que había pensado en todo ese rato de silencio, le decía con rapidez a Dolores: todo esto para Genaro... luego cuando vuelva, porque anda muy sucio y andrajoso y no tiene botines ni sombrero y que entre y salga y que haga lo que quiera, porque yo ya no le voy a decir una palabra y quiero que todos estén contentos en esta casa... porque es cierto que yo tengo aspereza a veces que ofenden y no he debido olvidarme que él me ha salvado la vida.

-¡Oh! Carlos, tú te estás reprochando culpas que no has cometido, dijo Dolores.

-Sí, contestó Méndez, temblando de emoción, pero no hay derecho de hacer sufrir a los demás porque cada uno de nosotros tiene una grande urna, donde encerrar los gritos amargos   —330→   del espíritu y estos chicos no deben sentir nunca nuestras violencias... Y además, fíjate que Genaro tiene la camisa mugrienta y llena de colgajos... que se ponga estas, y sacó algunas del ropero.

-Son las del frac, Carlos; ¿Qué quieres que haga, Genaro, con eso?

-¡Ah! Es cierto... yo ya no sé lo que hago, como si tuviera remordimientos... bueno, es lo mismo estas otras, toma y dale dinero... que se lo presto... él podrá trabajar y devolvérmelo porque es muy hidalgo y de los que mueren antes que aceptar limosnas y hay que tener cuidado de no hacer, ni decir nada que lo haga acordar de sus desgracias.

-Qué bueno eres, papá, interrumpió la niña besándolo.

-Genaro va a volver, mi chiquita, y la ya a llevar como antes en el coche y vamos a oír otra vez su voz en esta casa, como en los días felices; y decía todo esto con precipitación, como queriendo convencerse que eran quimeras erróneas de su mente, todas aquellas lóbregas imaginaciones homicidas.

*  *  *

De repente se detuvo. Alguien hablaba en el corredor y las palabras llegaban hasta el   —331→   cuarto, las últimas frases de la leyenda «y las cortes del castillo de Valbuena resonaron de gritos y cánticos infantiles y fue apellido de larga y gloriosa historia.» Era Catalina Méndez. Estaba mirando a su hijo, apoyada en la columna de hierro, que sostenía el techo del corredor, las mejillas sonrosadas de la vieja sangre rica y generosa, el cabello blanquísimo y luciente de áureos reflejos verdosos, partido en centro del cráneo por una línea de nácar y recogido atrás en el rodete de voluminosa trenza. Avanzaba lentamente, envuelta en su chal de espumilla con relieve de negras rosas y mórbido fleco hacia el hijo que venía con los brazos abiertos y la cabeza erguida y vigorosa, trémulos los labios, pronunciando su nombre. Después se abrazaron un gran rato silenciosos, y el cielo se hizo más puro, y el aire más diáfano y estalló por todas partes el himno glorioso de la perseverancia46 en la vida, a pesar de todo y sobre todo los desastres, vencidos para siempre los deliquios en aquel gran momento, como si a torrentes llegara la savia para que la planta irguiera su copa otra vez al cielo infinito.



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ArribaAbajo- IV -

Santa


A las doce entró Genaro al cuarto de la madre. Tres paredes y media y una puerta, un rectángulo de sol chato y frío; que entra por la media hoja abierta y azota los ladrillos del piso sucio, y arriba -a cinco metros- el techo sostenido por tirantes de pino -el techo oblicuo, inclinado y fugitivo en rápida pendiente. En el medio, frente a la puerta, la cama grande de madera, con sábanas de hilo amarillentas y gruesas, y a la derecha la mesa de pino con tres sillas de paja. Un crucifijo de bronce, con manchas negruzcas y granujientas, al lado de la cama, y sobre ella, en el centro, una quisicosa... una Madonna. Enfrente de la puerta, clavada en la pared por un barrote de fierro, un farol -un paralelipípedo con vidrios sucios. Sobre la mesa, a las doce, humeaba en el plato grande de lata la sopa verde   —334→   con olor a albahaca, y Santa, un poco retirada de la mesa, encorvada con violencia, comía en silencio. La madre tranquila y casi sonriente, en medio de las arrugas rojizas de su tez, alcanzó a Genaro el plato. Pero éste lo rechazó dulcemente, porque tenía en su mano derecha el puñal con mango grueso de níquel bruñido, del cual reventaban chispas. Miró a su hermana con una tormenta de rencor profundo er las pupilas y -Yo no tengo hambre, dijo, yo tengo deshonras, yo no tengo hambre, ni sed, ni nada...

Levantó y bajó el puñal para clavarlo en la mesa, el puñal centellante muchas veces, con un ritmo breve, rápido, seco, tac, tac, tac, siniestro. Todo su cuerpo vibró y cuando entró en el sol impetuosamente, para salir fuera, el puñal con mango grueso de níquel describió un semicírculo de fuego. Ellas -la hermana y la madre- sentada la una frente a la otra, se miraron llorando, sin sollozar en la suprema congoja de aquel momento; porque sucede que, cuando el dolor entra con sus garfios de hierro en nuestras casas, se comen sopas y lágrimas en la mesa, -en la mesa que se queda en silencio.

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*  *  *

Era la hora en que la ciudad se recoge y las sombras entran calladitas en las calles, despacio y cautelosas como si quisieran avisar que las castas divinidades del hogar iluminado nos esperan, y en que el farolero corre de vereda a vereda con su palo largo al hombro y su linterna en la punta. A esa hora se escucha en el horizonte -a los cuatro vientos- un enjambre prodigioso de zumbidos lleno de lamentaciones quejumbrosas, como si fueran pueblos innumerables huyendo a lo lejos en despavorida derrota. Son los ecos moribundos de los ruidos de la ciudad enorme, que se retiran en tropel a refugiarse en la noche. A esa hora Genaro estaba sentado en el cordón de la vereda, sonámbulo de la idea fija, cuando sintió que alguien se paraba en la puerta del conventillo. Saltó como una pantera -el puñal en alto- mientras el otro se daba vuelta tranquilo y le decía:

-¡Detente, oh romano, detente!

Genaro cayó de rodillas con los ojos secos y brillantes y pedía perdón.

-Me he equivocado, ¡maldición de Dios! Ya van dos veces que me equivoco.

-Tú eres feliz, oh microbio, pequeña cosa diminuta y espléndida, con tu saco roto y tus zapatos rotos; tú eres feliz... yo me equivoco siempre. Y el señor elegante dio vuelta sobre sus talones sonriendo.

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Tal vez era un bohemio de galera de felpa y guante, uno de esos bohemios que echan a esa hora en las nubes el perfil pálido, delicado y griego, y la soberbia cabeza renegrida y soñadora de Apolo. ¡Buscan toda la vida el hogar, desventurados caminadores, mártires de la concepción perfecta, para no encontrar sino la fonda y el sepulcro! No hablan lenguaje humano porque tienen estrofas y cantan, en medio de todas las crucifixiones y las congojas intuitivas de las cosas ideales. Sus cariños son el cielo, los esplendores sobrehumanos del arte y solamente la divina semblanza de las cosas, porque la tierra no tranquiliza y la hetaira blanca -con carne de marfil- no sacia. ¡Oh melancólicos vagabundos, apresuraos a morir!...

*  *  *

Vino la media noche, la media noche lóbrega y fría, envuelto el conventillo en la penumbra gris del farol paralelipípedo. Genaro penetró en la pieza, deslizándose trágico. Un momento después sonó, en el patio silencioso y mudo, un47 espasmo de bárbaro dolor. Un rechinar de llaves, un chocar de puertas, cien figuras negras en el patio, moviéndose en espantosos   —337→   torbellinos, levantando los brazos con alaridos, que se entrechocaban con fragor lúgubre en la atmósfera fría, para caer al suelo hechos pedazos. No se atrevían... Genaro estaba en la puerta, por donde en la mañana penetró el rectángulo de sol chato, y echaba a andar, como un espectro, con la mirada fija y extraviada hacia el horizonte. Entraron a la pieza y en la sombra informe, -en medio de las ropas revueltas,- apareció la línea de fuego del mango del puñal, que, había partido el vientre de la muchacha, del mango grueso de níquel bruñido, enhiesto y rígido, reventando chispas, chispas...




ArribaAbajo- V -

Huyendo...


La madre de Genaro se quedó dos días sin hablar y sola y pasó para ella el tiempo rápido, como sucede en la inconciencia... Pero después empezó a girar por el cuarto y a mirar el techo y los rincones, como si la muerta estuviera todavía por allí. Así se ve a los que pierden sus hijos y tienen casa grande, vagar por los cuartos, extraviados y noche y día apurar las horas, deseosos de acumular pronto sobre la desgracia muchas generaciones de años. Y la vieja empezó a olvidarse de trabajar y de comer, y la tina, que estaba al lado de la puerta del cuarto, y que era su batea, amanecía en esas mañanas de invierno hasta la noche con la misma pulgada de jabón y el brasero echado al suelo había dejado caer su   —340→   círculo de reja entre un montón de cenizas. El cuarto estaba en el mismo desorden, y a cada rato tropezaba ella con cosas que le hacían recordar... Entonces con los ojos ardientes de tanto llanto se sentaba en su silla de paja del rincón a oscuras, porque las lágrimas queman los párpados y hacen doler el corazón, y quería estar sola, como si tuviera placer en que esa crucifixión mortal la hiriese el cuerpo cada vez más... antes que ver indiferentes que llegan a nuestras casas y no dan consuelo. Los que nos aman huyen más bien en estos casos, porque se imaginan que les vamos a ver en el rostro el reflejo oscuro y mustio de los lutos del espíritu. ¡Ay! Si supieran que no tenemos mirada y alma sino para abarcar el día entero el vacío inconsolable, que queda con trepidaciones y reminiscencias entristecidas ¡ay! Si supieran eso estos cariñosos que viven fuera, cómo vendrían más a menudo a besarnos la frente...

*  *  *

Pero ese domingo el conventillo estaba bullicioso: se oían gritos y cantos y chirridos de escobas sobre los pisos de ladrillos. Había corrillos de hombres en animada conversación,   —341→   complacidos en ese día de descanso, y mujeres agitadas en los cuartos, buscando las ropas aseadas de los chicos para llevarlos a misa, mientras48 estos se escapaban desnudos corriendo aquí y allá... porque los días de fiesta del obrero tienen aun cuando hace frío alegrías y transparencias tibias... ¡siquiera eso! Hay el deseo de salir fuera, a bañarse de luz y respirar el aire libre, y pasean con sus mejores trajes por prados, calles y plazas. Son las horas placenteras y únicas que les quedan para la familia y se les ve cargar los chicos y conversar con ellos y acariciarles con las manos ásperas y callosas las mejillas rosadas y los rizos y llevarlos de la mano al lado de las madres a pasear. Horas muy cortas que terminan a veces en las borracheras del vino amargo de sus aldeas que tiene el color del topacio. Entonan entonces en coro las melodías populares, -que suenan como los ecos de sus montañas y de sus bosques y los murmullos del mar,- aquellas melancólicas cantinelas49 de los años juveniles, que son como el alma llena de lágrimas de la patria lejana que ya no volverán a ver...

*  *  *

María también salió al patio esa mañana con   —342→   su vestido de tartán de cuadros rojos, y su pañuelo de lana en la cabeza con trama de flores vivísimas. ¡Oh, la alegría de los quince años que hace mover ligero el pie y da esplendores primaverales a la tez morena y a los ojos negros! Sobre el pecho un ritmo de violetas -esas de nuestras zanjas, que tienen colores de zafiros agrupados y ondas de suavísimos perfumes -esas que en los domingos de la niñez juntábamos volviendo ensangrentados de las guerrillas a pedradas. El cuarto de ella era limpio y cuadrado y tenía la cama de hierro en el centro mirando la puerta y la cómoda de pino a un costado y sobre esta, dentro un fanal de tersos cristales una virgen con manto azul tachonado de estrellas. Había violeteros de porcelana bordeados de rayas doradas y anchas y en el agua amarillo-verdosa flotaban corolas de violetas y heliotropos; porque hacía tiempo que estaban allí abandonados por la dueña cariñosa, mientras en el ambiente vagaban las altiveces y la religión de los santuarios. La máquina de coser con sus ruedas fatigadas en descanso silencioso giraba toda la semana contando en rápido tiquitac-tiquitac como sabe a dolor y a queja amarga el pan del pobre. Sin embargo, en los días de sol era la pieza iluminada que más miraban los jilgueros   —343→   piando en reposo sobre el cerco de duelas... porque los pájaros conocen y aman las criaturas gentiles que cantan y les echan migas de pan y alpiste que ellos hacen crujir comiendo, para llenar después sus estancias de gorjeos armoniosos y de los reflejos de oro de sus plumas amarillas.

*  *  *

Un enorme ojo tétrico envolvía aquel cuarto. -Genaro, sensación de terror, que lo protegía de lejos y velaba en la noche su inocencia. Ella se adormentaba tranquilamente, mecida en aquel escudo sombrío, y por la mañana arrodillada sobre el piso entregaba toda la quinta esencia de su espíritu acongojado a la memoria de ese hombre, que andaba huyendo. Porque María había sufrido las extrañas y hondas fascinaciones y rodado con la fantasía mucho tiempo dentro de aquella órbita dominadora del espíritu de Genaro, terrible y gallardo, hasta que -sin saber por qué- una mañana ingenua y adorable de luz -sintió en el corazón que era su novia. Él le había dicho: «Después de mi madre, tú para siempre... el señor Méndez es bueno, a pesar de esas cosas furiosas que lo acometen de repente. Él   —344→   nos ayudará a trabajar; tendremos dos cuartos aseaditos en una casita de ladrillo solos -y chicos después que jugarán en el patio, llamándonos- porque yo necesito ser bueno como tú -y tener donde reposar esta cabeza tan conturbada y loca hace tiempo... Yo siento a veces un fuego devorador adentro, y cosas feroces que me dan ganas de tirarme al charco por no matar a mi hermana... porque yo te quiero... Y ¡ay del que se atreviera a rozarte el cabello o a tocarte el vestido!... yo le revolvería el cuchillo en las entrañas... yo te quiero y te juro respeto así»... y se arrodillaba en el suelo describiendo una cruz con el índice y besándola. Él le decía estas cosas con la cabeza echada hacia atrás con todos los espasmos de la pasión, temblando todo su cuerpo, -hecha de sollozos y de tormentas la voz- como si ese amor se hubiera hecho gigante por la savia enriquecida en el más fúnebre de los dolores humanos. Ella, pobre alma solitaria, dobló su rostro pálido de emoción, como las flores sus corolas si las agosta el estío; y arrugó poco a poco su cuerpo delicado contra el pecho levantado y varonil de Genaro, como la sensitiva que encoge en la noche calurosa y arruga sus hojas verdes. Él le dio un beso en la frente -lleno de todas las   —345→   castidades de su espíritu- en aquel gran día del sol diáfano y tibio. Desde entonces la máquina solía callar poco a poco, como si un pensamiento profundo fuera invadiendo la inteligencia de María, hasta llenarla por completo y se levantaba a mirarse en el espejo de marco de madera negra... y buscaba la amistad de su familia, la vieja y la hermana que vivían trabajando, y se asomaba a la puerta y miraba la casa de Carlos Méndez para ver si salía Genaro en el coche...

*  *  *

El sábado, después del suceso trágico, ya de noche, Genaro pasaba rápido por la puerta del conventillo. Ella, que estaba parada viendo los trabajadores volver sudorosos, con el saco al hombro, se estremeció... porque vio brillar sus ojos detrás del pliegue de un poncho que no le dejaba libre sino la frente y extendió la mano para tomar el ramo de violetas que él le alcanzaba.

-¿Y mamá? Preguntó Genaro con visible agitación.

-Está la puerta cerrada... no sé de ella.

-Es necesario que tú la veas, María.

-Ya hemos tentado; no quiere abrir a nadie...

  —346→  

-Es necesario... no ha comido en tres días, seguía rapidísimo Genaro, vela y llévale de comer; y se daba vuelta a cada rato como si alguien lo persiguiera...

-Vete pronto, Genaro; yo te juro que la veré mañana mismo... corres mucho riesgo aquí...

-Sí, María, me voy... no quiero que me tomen, tengo algo importante que hacer todavía en el mundo. Y desapareció en las sombras de la noche... y ella volvió a su cuarto con una gran pena en el corazón...

*  *  *

-Aquí le traigo un regalo, mama Teresa, empezó María entrando en el cuarto, enseñándole algo envuelto en un pañuelo de algodón.

-Gracias, mi pobre hija, contestó la vieja pálida y macilenta.

-Mire Vd., mamá: una gallina rica y gorda.

-Yo no tengo hambre de esas cosas; comeré si tú quieres y porque el buen Dios manda que uno viva... Y para quien, al fin, siguió50 la vieja, como si hablara consigo misma; yo me he quedado tan solita... mejor sería morir para que me fuera pronto con ella.

  —347→  

-Viva para los que la quieren, para esta desgraciada que no tiene madre. Y se arrojó impetuosa María entre sus brazos abiertos y le llenó de lágrimas los cabellos blancos.

-Pobre vieja inservible, repetía Teresa, moviendo tristemente la cabeza, que estás dando tanto trabajo y sacrificios a este ángel.

-¡No, mamita! Yo le voy a contar. Oiga Vd.: he trabajado dos horas más por día en la máquina, contentísima porque sabía que le iba a poder traer este regalo, alegre, cantando como los pájaros. Vea cómo se equivoca Vd. pensando que yo hago sacrificios.

-Porque tú eres una santa, María, sollozaba la vieja.

-Así será... una santa de esas que hablan el día entero -feliz en esta gran dicha... porque Vd. me permito que esté al lado suyo, y que me siente así en el suelo y coloque mi cabeza en su regazo, mirándola- y mientras sus palabras descendían como gotas de bálsamo fresco sobre su espíritu atribulado, las violetas reflejaron sobre sus rostros diafanidades celestes, llenas de moléculas de exquisita fragancia. Y así, con la cabeza en su regazo, estiró los brazos para tocarle acariciadora la frente y la mejilla, mientras la vieja   —348→   con el torso inclinado dobló el rostro arrugado y la cubrió de besos.

-Ahora, continuaba María, yo me quedo con Vd. a vivir: voy a venirme con la máquina a trabajar a su lado y de noche la voy a acompañar para que recemos el rosario por el alma de los que han muerto y de todos los que andan por el mundo sufriendo.

Entonces hubo una mirada de Teresa, una brusca sacudida de su cuerpo, como si esas últimas palabras hubieran evocado algún recuerdo de terror, María se levantó y antes de salir fuera dijo: ahora que yo estoy resuelta a venirme, Vd. se va a callar la boca, y me va a dejar hacer, como si yo fuese una chica mal criada. Levantó el brasero: puso cilindros de trapos embadurnados con sebo y arrimó un fósforo de palo y leñitas arriba y humo y llamas sofocadas y después poco a poco el carbón en fragmentos chicos y humo otra vez y chispas rojas crujiendo y saltando en todas direcciones y llamas y brasas... Colocó sobre ella la olla de barro redonda y cuidó con la espumadera el caldo y un momento después entró corriendo con un mantel blanquísimo que extendió sobre la mesa y un pan largo y redondo. Por la puerta del cuarto entraba el sol, -cuando la vieja se acercó a la mesa en cuyo   —349→   centro estaba la gran fuente de lata humeante y sabrosa, -y fue comida triste, como sucede cuando faltan en la mesa las personas queridas...

*  *  *

Genaro empezó su noche vagabunda por las calles cercadas de cañas y pitas chatas y flexibles de aguijón agudo y negro. Iba caminando por las hondas soledades y pasaban a su lado despacio -como negros batallones en marcha silenciosa- tramas oscuras y dilatadas de sina-sina, grupos de eucaliptus con rigideces giganteas, y enormes ombús sombríos que destacaban asimismo en la noche su mancha lóbrega. Su paso solamente en toda aquella zona -su paso lento como de hombre que camina sin rumbo. Eran noches frías y sin vientos, de esas que tienen más profundo y más tranquilo el cielo azul y más millones de astros. Las familias se encierran temprano y los perros galopan ladrando a lo largo del cerco en la hora en que todavía se ven en lontananza brillar luces en las casas y llegan hasta los caminantes los resplandores del fogón y los gemidos de alguna guitarra en los ranchos por allí escondidos. Genaro seguía   —350→   caminando. Dobló esquinas y penetrando por prados de alfalfa húmedos de rocío -solo su alma- oía los ecos de sus pasos que se desvanecían lejos y de nuevo despertaban sucesivamente51. Su pasión y la lógica inquebrantable que de ella brotaba le infundían extraordinario aliento. Su hermana había escupido la memoria honrada del viejo y debió morir... y al otro que todavía andaba por allí lo haría pedazos en el exterminio de sus odios. La noche cada vez más alta y más helada rodaba con sus círculos negros alrededor de su figura de sonámbulo. Tenía envidia Genaro de esas sombras donde había tanta paz, porque pensaba que debía concluir pronto para descansar en la muerte con todas las sinfonías estridentes que le rompían el corazón. «Cómo son felices esos ricos que duermen allá pensaba; tienen casas tibias y pueden cuidar a las hermanas. Todo el mundo se apresura a rendirles homenaje y los hombres de la justicia hacen cosas terribles para complacerlos... mientras nosotros que estamos tan solos y tenemos tanto frío, somos los perros con collar de cuero que tiene puntas de tachuela adentro para que se nos claven en el cogote, si tiramos de la cadena... Y de yapa los amigos nuestros se ríen y cuchichean en secreto   —351→   con aires de mofa, si acontecen algunas de estas cosas desventuradas y dolorosas... nos raspan las heridas esos bárbaros con papel de lija... En estos soliloquios Genaro se encontró sin saber cómo otra vez cerca del conventillo y vio las casas elevar sus siluetas umbrías en la penumbra movediza del farol de queroseno. Se detuvo a escuchar... Todos dormían tranquilos, menos en la casa de Paloche, donde había luz y se oían ruidos y palabras de éste que llegaban hasta la calle, y una voz acompasada que declamaba versos. Genaro se acercó otra vez al conventillo y volvió a entrar después en su noche vagabunda hasta la madrugada en que todo el campo amanece cubierto de briznas de nieve. En la helada de las noches tranquilas de fin de invierno que cubre las crestas de los pastos, interrumpida a trechos por espacios oscuros y húmedos, que blanquea de granos gruesos y endurece el camino crujiente y quebradizo y escarcha los pies... A esa hora entraba Genaro -entre la bruma helada- debajo de los escombros de una tapera solitaria, que tenía en el barrio lúgubre leyenda y a la que nadie osaba acercarse.



  —353→  

ArribaAbajo- VI -

El octavo canto


D. Manuel de Paloche había escrito su poema que estaba hecho de sonoros endecasílabos, viviendo todo ese tiempo merced a los socorros del hijo que trabajaba la chacra de la familia. Era un verdadero tratado sobre el masaje. Estudiaba todos los sistemas aplicados, salpicando aquí y allá los cantos con episodios deslumbradores para ensalzar la panacea. Al principio tropezó con muchas dificultades... el verso, la rima, la dicción poética y se pasaba las noches en blanco, con la cabeza entre las manos, arquitectando el extraño edificio. D. Manuel se enflaqueció, transformándose en una larga y enjuta figura de pómulos salientes y pera entrecana atormentado por ese lecho de Procuste de la poesía épica. Hubiera deseado romper la valla, y echarse sobre las octavas   —354→   para dilaniarlas y escribir tranquilamente como le dictaba el destornillado magín... Pero ese poema debía ser leído en la Academia Literaria de entonces y él sabía que... ¡guay! Al que toque las fórmulas consagradas por los siglos.

*  *  *

D. Manuel vivió de poesía. Fue un sonámbulo de la rima y de la armonía imitativa. En sus sesiones de masaje, mientras pasaba la mano sobre la piel se quedaba de repente pensativo. Había cruzado por su imaginación una estrofa, que no lo había satisfecho o veía pasar la imagen de algún hercúleo masajista, curando todas las enfermedades y recibiendo el laurel del triunfo, en medio del clamoreo de la muchedumbre... Entonces hacía visajes. Abría los ojos desmesuradamente y levantaba el índice a la frente, mientras el enfermo experimentaba el sagrado horror del milagro, hasta que D. Manuel volvía a su faena otra vez con entusiasmo. Esos ensueños del paladín esforzado de la panacea universal tenían sus inconvenientes; porque no era lo mismo cepillar en prosa vil, que en medio de la canora resonancia épica y algunas veces D. Manuel entre el   —355→   caliente estro de sus octavas arrastraba consigo la epidermis o concluía una fractura a medio hacerse. Pero qué importaba. Eran esos los buenos tiempos de la fe sectaria en que la sugestión había muerto al raciocinio y a la suspicacia. Algunas veces los hombres de la ciudad veían su larga figura caminar ondulando, la nariz en las nubes, los ojos perdidos en las órbitas, la boca entreabierta y se hacían a un lado casi con terror. El gran meditabundo seguía la soñadora peregrinación. Era un nuevo canto que agregaba al libro o la acariciadora sensación de alguna milagrosa cura.

*  *  *

Así escribió su octavo canto. La escena maravillosa toca en él los límites de lo sublime. Fue la narración de una áspera y gloriosa brega y describió los cuartos oscuros en que empezó a elaborarse la nueva era y uno por uno los que formaban la hercúlea falange primitiva. Eran gladiadores de gran pecho levantado, exhibiendo en las conspiraciones de la noche el relieve enorme del músculo. Eran palabras bravías y la ingenua y violenta pasión de los catecúmenos, que resonaban en la sinfonía estremecedora de sus versos. Aquellos   —356→   iniciados de cuello de toro y piernas de coloso iban a seguir hasta el sacrificio en la lucha. Era necesario hacer la revolución terapéutica. Lo decían en sus coros formidables, y en el violento apretón de manos que hacía crujir los huesos del carpo y sellaban el pacto solemne con la promesa sombría del juramento. Apareció un diario. La autoridad torció las narices. En él se escribía con grandes letras el violento propósito de guerra a los medicamentos... La autoridad, agitada en su gordo asiento de canónigo husmeó un rato la novedad y mandó destruir la máquina y revolver los tipos. Pero los masajistas, agachando el cuerpo gigantesco, caminaron mucho tiempo para recogerlos por el cuarto sin piso de la imprenta de aquí para allá, a semejanza de una ciclópea evocación de la fauna prehistórica. No se atrevieron a no dejarlos vivir. Entonces chisporrotearon las fraguas y se levantaron con estampidos rítmicos las masas para caer sobre la superficie purpurina de las piezas rotas, las caras sudorosas y negras alrededor del yunque y resurgió la máquina derechita y se oía en la noche oscura el roce suave de las ruedas. Ya no fue diario. Era un largo y angosto papel impreso. La autoridad lo persiguió y publicó bandos, prohibiendo   —357→   su lectura. Pero el papel se multiplicó y penetraba en todas partes por medios arcanos y astucias misteriosas, como si un ejército de gnomos lo deslizara sin ser sentidos. Todos leían ese heraldo de la nueva era...

La falange masajista creció. Las asambleas ya no se hacían a puerta cerrada. Había cierta insolente audacia revolucionaria en sus palabras y en sus maneras y se veían por las calles grupos que tenían la procaz vociferación y desplegaban su bandera al sol. La ciudad se estremeció porque los masajistas ofrecían la vida que no tiene término y los enfermos trepidaron de placer en sus camas y concitaban a los hermanos a cumplir la obra buena. Basta de pociones disgustantes, que hacen doler el estómago y provocan gastritis. Pronto se produjo en la ciudad un atronador susulto y giraron vertiginosas las multitudes enmedio del estentóreo y dilatado fragor. Pasó sibilando la amenaza y entre la ensordecedora gritería viéronse los antebrazos erguirse temblando al cielo. ¡Malo! La autoridad abrió el ojo. Hizo un cuarto de conversión y encarceló a los empasteladores de la imprenta; pero no bastaba. Era necesario cerrar o destruir las farmacias porque allí estaba el mal y esa era la síntesis de aquel gigantesco clamoreo popular. ¡Al fin   —358→   no pues!... La autoridad se preparó a resistir defendiendo las aguas minerales digestivas... ¡Adiós agapas suculentas, melancólico y desazonado desideratum de tantos años!... No era posible acceder porque la conspiración se hizo diatriba en la prensa y asonada en las calles... Si se pudieran conciliar estas cosas... Ofrecieron un ministerio... Los masajistas contestaron nao y se prepararon a la pelea... La autoridad hizo una media conversión hacia aquella exigencia y encontró en los estatutos del estado un artículo aplicable...

Las farmacias se transformaron en fortalezas. Se cerraron las puertas con grandes barras de hierro. Detrás se levantaron barricadas; un maremagnum vertical de tarros, de espátulas y de morteros y el ojo agudo del tristel asomando por todas partes el círculo oscuro. Había un violento olor de ácido cianítrico. Era la siniestra arma de guerra que iban a esgrimir los dueños pálidos.

La falange se acercaba, mientras las farmacias temblaban de terror. Había el enfurecido rimbombo del exterminio en aquella marcha triunfal. Era un innumerable pueblo feroz que despedazaba las puertas, hacía añicos el cristal de los tarros y saltando y rugiendo de un lado a otro fracturaba las porcelanas y las   —359→   espátulas y el mármol de los morteros gigantescos. A guisa de ciclópeos monteros levantaban, armados de hachas los brazos nervudos y dividían los mostradores crujientes y hacían astillas las tablas perpendiculares de los armazones y resonaba lejos y aterrador aquel barullo caótico, mientras crepitaba el papel, rasgado de arriba abajo, cuyos arambeles colgaban entre un nubarrón de polvo y saltaban, despedazados los caireles brillantes de las lámparas a garrotazos. Había mil respiraciones jadeantes y un sacudimiento en todas partes, como si se estuviese por desgajar la vieja terapéutica, acosada por los violentos frenesíes de aquellos atletas. ¡Qué montones de escombros! Matraces rotos, cajones destrozados arrojando las yerbas secas y milagrosas, bordes filosos de vidrios, grandes combas de bolsas acostadas de través y se sentía el retintín de los frascos contra la pared y se veía pasar zumbando el gran mechón de pelo del tricófero. Y rodaban en el torbellino los tarros de condurango que cesaba para siempre de curar el cáncer y cuadros y espejos y se quebraban las tinturas y saltaban los polvos fuera de sus recipientes y caían sobre los espaldares de las sillas rotas y se depositaban en montones aquí y allá mezclándose con los líquidos   —360→   alcohólicos y cruzando las emanaciones del éter y cal asefétida, mientras ioduro de potasio allí en el suelo brutalmente se entretenía con tintura de belladona en promiscuidades ilícitas. Los masajistas parecían presa de un inextinguible furor de destrucción. Brincaban endemoniados de un lado a otro como flechas elásticas tropezando en la intrincada trabazón de aquel escombro, irguiéndose a saltos flexibles de felinos. Sus manos eran férreos arpones. El revoque caía en fragmentos. Sus pasos coces gigantescas. Las damajuanas rodaban lejos con tañidos anfóricos de larga y quejumbrosa lamentación hasta que pulverizadas, sonaba la cáscara de mimbre urdido chac, chac con un rumor sordo y fofo. Ya no había nada que despedazar. Los masajistas se miraron, enarbolando los tristeles cargados de ácido cianítrico. Era el trofeo de la victoria. Salieron a la calle la tez iracunda. Se mandó a la autoridad el ultimátum: desaparición por in aeternum de todas las drogas. Esta abrió todos los ojos del opulento organismo. Hizo tres cuartos de conversión hacia la secta irritada. Iba acatando la dura ley del éxito y envió un parlamentario. Proponía tranzar... un modus vivendi... se estudiaría con gran tesón las virtudes de cada uno de   —361→   los medicamentos y se arrojaría a la calle lo inútil... Los masajistas contestaron nao y atropellaron adentro...

*  *  *

Empezó el incendio. Resopló brusca la llamarada del alcohol levantando cacharros. Incineró a belladona en lo mejor de su faena, y carbonizó a ioduro de potasio. Luego extendida en violenta carrera la zona ígnea trepó los cajones, resbaló sobre el vidrio, quemó las bolsas y se deslizó con apuros de violenta y devoradora culebra. Y humo en colosales columnas y fuego y el torbellino de chispas azotadas al cielo y todos los ruidos y todos los ardores cruzando el espacio caliente. Cincuenta hornazas rodeando las falanges enloquecidas de clamoreos, cincuenta esplendores alrededor del horizonte. Arremetidas del fuego buscando los brazos gigantescos de la llamarada vecina y atronadores retumbamientos, sonoros poemas arrojados al cielo, que narran brutales y funerarios convenios... ¡¡El fuego, el fuego!! La muchedumbre erizada se azota a la calle volando las ropas, temblando los miembros... La ciudad va a arder. Los iluminados levantan las greñas fulmíneas de las teas en son de   —362→   amenaza. La autoridad se asusta y completa la conversión. Decreta.

Pueblo: Nos que en todo tiempo hemos valido más que vos, espontáneamente mandamos:

1º Queda suprimida en materia de tratamientos la libertad de pensar.

2º Elévese el masaje a terapéutica oficial.

*  *  *

Desde entonces floreció la salud. Los enfermos abandonaron sus camas, los miembros ágiles, los ojos brillantes. El estómago descansó y la alegría entró en el espíritu de todos los hogares, arrojando lejos las bizarrías de las dispepsias medicamentosas. Creció una generación atlética de esculturales lineamientos, de majestuoso andar y brazo gigantesco que tenían la pureza marmórea del color en la piel fina y tersa, las venas azuladas debajo regurgitantes en su camino de líneas quebradas, sin las máculas que las viejas sociedades llevan tan a menudo al sepulcro... Buscaron la vida libre y abierta de los campos, el vital ozono que exacerba las metamorfosis celulares, el trabajo moderado que ahonda en la tierra el espolón del arado y vuelca el césped a un lado y otro. Transformaron el verde de la   —363→   yerba nativa en la zona negra y húmeda aplanados y pulverizados los surcos, llenos de germinantes átomos dormidos. Esperan la semilla. La arrojan después a manos llenas aquí y allá rodando en la dilatada superficie oscura desde el alba y bebiendo como los pájaros el centelleo auroral, mientras más lejos camina con lento paso el buey uñido, arrastrando el arado. Mira la tierra con su grande ojo silencioso ese manso filósofo, que abre la entraña fecunda de los campos a la luz que despierta el calor de la vida, al agua que fertiliza, a la mente humana que aprende en aquel trabajo sosegado y tenaz que las conquistas destinadas a ser eternas son las que fundan y se ganan un palmo después de otro, surco tras surco. ¡Oh el sereno trabajador feliz que pulveriza los prados, que se cubren de la mies dorada!... Porque después esas generaciones se sentaron a sus mesas al lado de los hijos rubicundos en la sombra que azota lejos la casa de ladrillos. Bebieron las aguas frescas de los manantiales cristalinos, la leche gorda y rica salpicada aquí y allá de ojos translúcidos y amarillentos, mientras a un costado chilla y crepita la carne de fragantes emanaciones destilando la grasa gota a gota desde el asador. Así tendidos al entrar la   —364→   noche en sus camas duras tienen el sueño hondísimo... Fue estirpe inmortal aquella, porque en la hornaza colosal de los medicamentos se incineraron todas las enfermedades y eximio tratamiento el masaje, que despertó la vida y mantuvo su eflorescencia en las ciudades, que no tienen casi luz, ni ozono...

*  *  *

D. Manuel de Paloche y otras alcurnias presentó su poema a la Academia de letras. Esa vez por tan original acontecimiento pudo reunirse y lo declaró abominable. Tomó actitudes de exorcista y pronunció el anatema... D. Manuel, corrido como el día del examen, se retiró lleno de tristeza a su casa. Tal vez aquel era un error suyo y el masaje no era la panacea...



  —365→  

ArribaAbajo- VII -

Mano santa


D. Manuel de Paloche y otras alcurnias no contaba con la tontera humana. Después del fracaso de su poema se retiró a su casa. Allí recibía a menudo la visita del hijo que seguía en la chacra, por el cual tenía el padre el más profundo desprecio... ¡Un Paloche, exclamaba el viejo, chacarero! ¡Qué decrepitud! Yo quería que fuese médico, y me salió un degenerado. El día entero en el trabajo brutal, andrajoso... con sus lechugas y su avaricia... Fatalmente yo estoy destinado a la desgracia... No era cierto... Dos días después de publicado el libro llegó un carruaje... Un tronco de oscuros de gran jaez en sus guarniciones doradas, negro y brillante y extendido el gran landó de cuatro asientos, el cochero rígido, embutido   —366→   en la librea larga de paño verde, los botones de plata, la cara lampiña. Descendió la señora, con movimiento rápido y entró nerviosa en la casa de Paloche.

*  *  *

Aquí estoy señor, dijo con ansiedad. Felizmente... creían que no iba a llegar. Me ha dado un ataque.

-¿Un ataque? Preguntó D. Manuel.

-Sí, y pronto cúreme, por favor señor.

-Pero, ¿qué le pasa señora?, dijo Paloche asustado.

-Me ahogo de repente. Un nudo en la garganta. Tengo palpitaciones, cúreme, señor.

Paloche meditó un momento, se rascó una oreja y dijo con aire solemne:

-Primer grado de masaje. Siéntese y descubra el pecho.

La señora desabotonó rápida la bata, hizo sonar el corsé al desprender los broches y exhaló fuera un olor caliente de carne. D. Manuel pasó suavemente la mano sobre la garganta y la colocó después sobre el pecho. La mano se hizo cada vez más pesada y ella sintió que la respiración era más fácil y calmarse el dolor del corazón y se apoderó de toda su persona un delicioso y profundo bienestar.

  —367→  

-Parece que Vd. estuviera curada, dijo D. Manuel, y para siempre.

-Sí doctor. Creo que sí. Estoy profundamente agradecida, contestó la señora vistiéndose... Vea qué dicha haber leído su libro... Notable señor... ¿Cuánto le debo a Vd.? Preguntó la señora, sacando la cartera.

-¡Oh! ¡Oh! Exclamó Paloche. Yo no cobro señora.

La señora se fue dejando dinero sobre una silla...

*  *  *

Al rato dos aldabonazos a la puerta. Una larga y flaca y macilenta figura de dispéptica, acompañada de la madre, que se movía en el amplio contoneo de opulentas formas.

-¿Qué tiene Vd.? Preguntó D. Manuel.

-Dolores en el estómago, señor. Atroces. No puedo comer ni dormir.

-Es un bizarro carácter, rugió la vieja. Insoportable. Con un geniazo de todos los demonios.

-Porque estoy enferma y no me quieren creer.

-Es una revolucionaria, que no deja quieto a nadie; eso le hace mal. Y de repente tiene   —368→   unas carcajadas que dan miedo, cuando no le da por llorar y llorar.

-Perdone Vd. señora, interrumpió Paloche. Haga que la niña se acueste en aquel sofá.

La niña se acostó y don Manuel empezó a pasear sobre el estómago la mano con lentos vaivenes. Poco a poco el peso de aquella fue aliviando el dolor y la angustia de aquella niña que experimentó una profunda sensación de sueño. Sus ojos fijos en los del curandero empezaron a cerrarse y de repente su cabeza cayó hacia atrás con violencia. Estaba dormida. La vieja se persignó y la rubicunda brillantez untuosa de sus mejillas empezó a desvanecerse.

D. Manuel despertó a la niña.

-Está Vd. mejor, afirmó D. Manuel.

-¡Oh sí! Dijo... pero tengo miedo que me repitan otra vez los ataques.

-Vuelva, contestó Paloche con aire solemne y la curaremos radicalmente.

-¡Oh! Eso será milagroso, replicó la señora; ya ha sido desahuciada.

-Todo cede a la nueva terapéutica, señora.

La vieja se fue sin pagar... ¡Oh delicioso y frecuente olvido!...

  —369→  

*  *  *

Ya estaba esperando en el zaguán un diplomático, un bismarquiano de adusto frontispicio y recia musculatura...

-Señor, dijo al entrar, felicito a Vd. por su libro.

-Gracias...

-Ruégole se sirva no interrumpirme.

-Está Vd. en su casa, dijo Paloche, haciendo una reverencia.

-Repítole que no me interrumpa...

-Este es un loco, pensó Paloche.

-¡Hem! Rugió el bismarquiano. Una crítica tengo que hacer a su libro... Vd. no ha dedicado un capítulo a las afecciones crónicas articulares.

-Sí señor. Cómo no...

-Le digo a Vd. que se ha olvidado de citar a la diplomacia como causa común de este padecimiento.

-No alcanzo el significado. Creo que sus palabras tienen tal sutileza de intención, que se hacen ininteligibles.

-Al fin, señor Paloche, yo he venido a que Vd. me cure una artritis crónica y me veo mal de mi grado obligado a darle a Vd. explicaciones... En verdad me desvío de la línea recta sobre la cual he marchado siempre. Nada de giros tortuosos, ni intrigas, ni astucias, ni   —370→   perversas y largas maquinaciones; la fuerza todo lo arregla... Y a pesar de esto, señor, antes se hacía vida de gabinete, se cambiaba la faz del mundo con una nota... Se hacía con un golpe de timbre una revolución en la política, como con su libro la va a hacer Vd. en la terapéutica.

-En verdad no parece loco, pensó Paloche, inclinando la frente.

-Pero hoy no es así, señor, seguía el diplomático irritado... Desde que se ha inventado el pueblo y los periódicos sugestionan las multitudes y todos quieren ver y saber y modificar. De aquí derivan los tole-toles y las algazaras de peligrosas consecuencias y aquí nos tiene Vd. corriendo el día entero por todas partes, en la cámara, en los acuerdos, en los cuarteles, en los campamentos, sin descansar, ni comer, ni dormir y empieza la enfermedad y le duelen a Vd. las articulaciones y se transforma en un inválido, arrojado a la cama por tres meses como yo sin estar curado todavía... Pero puede darse por satisfecho. Ha hecho Vd. todo lo posible para salvar a su país y ha tenido el consuelo de que el último médico le diga con sorna: ensaye el masaje.

  —371→  

*  *  *

D. Manuel de Paloche curó al señor artrítico y poco a poco vio invadida su casa por una muchedumbre de enfermos y pseudo-enfermos. Llenaban la sala, los patios y la calle y se veía enfrente la larga fila de carruajes. El barrio pupuló, vibrando estremecido por la inacabable romería. Fue el punto de cita de los desahuciados y se llenó el ambiente de las melancolías de todos los neurasténicos de la ciudad. Se armaban disputas y grescas y se oían chillidos de mujeres que sostenían su derecho a entrar primero. Todos querían atropellar a D. Manuel de Paloche y a veces entraban de a cuatro, pretendiendo simultáneamente a grandes voces los beneficios de la panacea. Este tranquilo y majestuoso, calmaba las impaciencias y propinaba a cada uno su dosis de masaje. Sin recurrir a los embolismos misteriosos de la nigromancia, nunca su nombre había adquirido en la ciudad cierta fama tenebrosa, porque se narraban en todas partes los milagros de sus curaciones y era de verse con qué sincera austeridad de convencido y con qué afán de sectario ejercía D. Manuel la misión humanitaria. Alrededor se oyó el largo y embarullado zumbido de cincuenta diálogos animados y se veían los grupos gesticular, yendo   —372→   de un lado a otros hombres y mujeres. Se apiñaba allí la gente de tal manera a veces, que era necesario recurrir a recomendaciones o a otras astucias, o sorpresas o estratagemas para llegar hasta él. Carlos Méndez había entregado riéndose machas tarjetas. D. Manuel cuando las recibía, hacía pasar adelante enseguida. Es mi amigo de la buena y de la mala suerte, solía decir. No pasaría Vd. si me trajera carta de magnates o de sabios.

Su renombre fue propagándose hasta invadir casa por casa. Al principio la gente se sonreía. Aquello no podía ser sino una broma. Si en realidad fuera el grande y maravilloso remedio, rara cosa que otros más sabios y más estudiosos no lo hubieran descubierto. Pero después se acostumbraron a oír su nombre y a escuchar sin protestas los milagros del nuevo Cristo. Surgió la leyenda imaginativa y megálica por ciertas cosas de su pasado que muchos conocían. Aquellas luces prendidas en sus cuartos hasta tarde, los misteriosos paseos por la campaña, los ensayos de extractos de yerbas, que tenían renegrido color y aspecto siniestro, como si colaboraran endriagos o fantásticas y encapuchadas brujas; su examen y la envidia perra mordiendo el talón de los profesores y las sonoras estrofas de la epopeya   —373→   masagiana roendo el corazón de los literatos liliputienses. No podía dudarse que era un intelectual. El escepticismo frío y burlón se trocó en el raciocinio tranquilo, que está por llegar a la fe. Esos caminadores amargos que tienen la verde sangre biliosa para juzgar todos los acontecimientos, esos desposeídos de todos los entusiasmos generosos y adoradores de la razón pura sintieron conmovidos sus convencimientos cuando en sus propias casas la mano santa de D. Manuel de Paloche había entregado la salud. Era alguno que resurgía a la vida floresciente y a la alegría juvenil después de largos años valetudinarios y eran amigos que llegaban asombrados a narrar algún portento de las nuevas ideas terapéuticas. El entusiasmo se trocó en frenesí, y fue como un vértigo giganteo el que se apoderó de toda la ciudad. Le llenaron a Paloche de regalos. Un espléndido carruaje, flores, dinero y su casa fue una magnificencia. Se hizo alrededor de él una falange de fanáticos, que se hubieran hecho despedazar en cualquier parte y los periódicos, que son según ellos el crisol, en que se elabora al rojo el alcaloide de la opinión pública no se atrevieron a arrojar el ridículo sobre el gran personaje. Los oradores altisonantes de la cámara citaban con melodramática   —374→   entonación las estrofas del poema. D. Manuel suscitó el terror porque su obra de todos los días, alrededor de millones de enfermos en esa órbita de su dominio que se dilataba cada vez más, podía producir un cataclismo. Asomaba el hambre para muchos médicos. A pesar de que algunos de estos se habían inficionado hasta el punto de ir a consultarlo, torcieron contra él sus iras. Fue una campaña tenaz; pero en cada sala y en todos los comedores donde se había iniciado no se escuchaban sino alabanzas, donde moría la frase mordaz y la crítica burlona y acre. Era inútil; eso significaba machacar en hierro frío. No era posible vencer. La conciencia clara y tranquila del talento de D. Manuel y la certidumbre de los milagros que se narraban estaban hechas y todo el mundo veía aquella mano enorme y benéfica dilatar sobre la ciudad enferma la sombra protectora mientras la autoridad se asustaba como en el octavo canto y veía surgir por todas partes la escultural efigie de la falange masajista y sospechaba no sé qué conspiraciones en la aglomeración rumorosa de todo aquel pueblo alrededor de la casa de Paloche. Dentro de aquella metamorfosis radical de la terapéutica podían muy bien haber germinado los átomos de la revolución política,   —375→   planta de exuberante y lujurioso retoño. Pero ellos también tuvieron la conciencia pecaminosa porque inficionados de Palochismo, le habían consultado sus achaques terciarios. Al fin se decidieron y D. Manuel fue llamado al consejo de la higiene pública. Llegó seguido de una muchedumbre rabiosa y tumultuaria con trágicas actitudes de vengadora de afrentas. La envidia perra iba de nuevo a lastimar el ídolo, que era el gran padre de la ciudad y el hermano de todos los hermanos. Paloche contestó recio las preguntas. Él no era un mercader. Si su casa había resurgido y si había entrado en ella la riqueza y la gloria, era por la suprema voluntad de aquel pueblo. ¡Y cuidado! Porque sus frenesíes colectivos son de los que derriban en un cuarto de hora la tradición rutinaria y burda. Si el masaje en la práctica habla revelado ser la panacea universal, su concepción de aquel tratamiento tenía el esplendor sublime de las adivinaciones geniales y tuvo en aquella peroración de su defensa, irresistibles argumentos ad hominem. «Han debido empezar por no consultarme, si querían pronunciar condena, decía Paloche. Sobre todo esta mano, que ustedes quieren marchitar con un decreto, ha derramado la salud en vuestras familias, aunque ustedes hayan   —376→   tenido vergüenza de confesarlo». Absolvieron a D. Manuel aplicándole el artículo que establece la libertad de las profesiones. El clamoreo popular llegó al colmo. Le desataron a D. Manuel los caballos del cupé y la muchedumbre se vistió de cuadrúpedo un largo trecho en honor de la civilización. Fue una marcha triunfal. Sobre su cabeza la hilera de almohadones en que apoyaban sus brazos las damas, acariciado el rostro por el flamear de banderas y gallardetes agitados en la brisa, el pavimento cubierto de flores, en medio de la bulla, empujado y detenido el coche por la confusión, flagelando los tímpanos los hurras atronadores...

*  *  *

La casa de Paloche se transformó. Fue arrancado el tupido yuyal de ortigas y cicutas y desaparecieron los ladrillos reemplazados por el piso más moderno de nítidas baldosas. Aquel brocal del pozo, alrededor del cual había en otro tiempo, balde en mano, defendido el auto de fe de sus libros azuleaba en sus elegantes chapitas de porcelana, marmóreo el círculo del borde y se pintaron puertas y celosías y debajo del arboleda en el fondo muchas   —377→   familias de flores enriquecían el aire de perfumes.

Había cierta alegría de vida nueva en toda la casa, en ese olor de las pinturas y en la magnificencia del papel artístico, recamado de paisajes con que había vestido las paredes y en el brillo chispeante de los cristales largos de las ventanas. Una estera nueva cubría los pisos, con su damero rojo y pajizo de cuadros pequeños. Los viejos muebles habían desaparecido. Se veían grandes sillones lucientes y áureos los espaldares y el asiento de terciopelo; espejos de amplia luna y cuadros de hermosos panoramas en la pared, mientras de los rincones derechitos miraban algunos bronces, caprichosos, de pardo metal. Y en todas partes como sonrisas y cierto aire jovial, festivo y juvenil, animado contraste, con las viejas paredes pulverulentas y las tristezas de otros tiempos...

*  *  *

Iluminada estaba esa noche la casa de don Manuel. A las diez, cuando ya la gente se iba retirando, entró Carlos Méndez a visitarlo. Paloche lo abrazó y lo hizo sentar con grandes agasajos.

  —378→  

-Cuánto me alegro que Vd. haya venido, dijo Paloche con cierto temblor nervioso. Vd. de quien he recibido en mi pobreza tantos beneficios, tiene todos los derechos aquí en esta nueva vida y en esta casa rejuvenecida.

-La verdad es, murmuró Méndez, que esta transformación es admirable.

-¡Oh! Soy feliz, contestó D. Manuel, casi completamente feliz. Si no fuera que en la vida siempre falta algo...

-¿Y qué? Preguntó Méndez.

-¡Oh! Mi querido amigo. Fíjese en esa pobre vieja que anda por la casa, así como un fantasma.

-Es un mal irremediable.

-Y aquella otra, aquella pobre desgraciada, que está perdida, quién sabe dónde... Y el otro, el chacarero con sus lechugas y su avaricia... ese Juan que podía haber perpetuado nuestro apellido...

-Razón tenía Vd., señor Paloche, cuando decía que aun en medio del triunfo está la grima que mata las alegrías.

-Ciertamente. Y yo lo confieso que este servicio que yo he hecho a la humanidad, descubriendo la panacea universal, me deja perplejo y pensativo muchas veces.

  —379→  

-Pero ¿por qué? Oh, ¿Vd. no cree que sea un triunfo?

-¿Y quién se atreve a dudarlo? Después de las maravillosas curaciones que ha producido. Puedo asegurarle, doctor, que no hay enfermedad que resista. Yo soy un fanático creyente de mi descubrimiento.

-De manera que Vd. debe estar satisfecho, señor Paloche, dijo Méndez mirándolo con gran fijeza.

-A medias, D. Carlos. Yo hubiera deseado que hubiera marchado como las conquistas duraderas marchan. Despacio. Un caso después de otro. A través de la razón y del convencimiento. Nunca con estas explosiones y entusiasmos. No me parece que esa sea la índole de los descubrimientos de nuestra ciencia.

De manera que, dijo Méndez con tristeza, ¿Vd. cree que el masaje es la panacea universal?

-¡Oh! ¡Oh! Contestó Paloche levantándose. ¿Cómo? ¿Por qué me pregunta Vd. eso?

-Cálmese, señor Paloche. Antes Vd. creía haberla encontrado en sus extractos y se apercibió después que no era.

-Es cierto.

-Y ahora no se explica porqué eso que Vd.   —380→   llama su descubrimiento, ha procedido y ganado la voluntad de todos con tanta violencia.

-Es verdad. Sería inexplicable eso, si no fuera yo un convencido con respecto a su eficacia.

Bueno, contestó Méndez con lentitud. Yo le voy a dar la razón. Desde luego me permitirá que no crea en el masaje tanto como Vd. El fanatismo de uno no debe exaltarse hasta el punto de imponerlo a los demás.

-De acuerdo, dijo Paloche.

-La turbulencia, continuaba Méndez, suscitada por Vd. en estos días, significa sencillamente un caso de sugestión.

-¿De sugestión? Pero cómo, señor.

-Escúcheme. Yo le voy a decir lo que he observado de la manera más clara que me sea posible. Nosotros vivimos, D. Manuel, en el seno de la gran histérica, en medio de esta ciudad, que se perturba colectivamente a veces. Le repito que no es mi ánimo enseñar. Creo que no hay pedagogo que no sea afectado. Eso repugna a mi sinceridad. Ni quiero modificar el proceder de los demás, ni persuadir a nadie. Lamento mucho la suerte de esos que toman en los libros de ciencia los casos clínicos para sus novelas para hacer enseñanza   —381→   y moral. Se me ocurre que son obras escritas a medias y al fin Vd. no sabe a quién pertenecen, si al que las firma o a los que andan nadando dentro de sus páginas y prestándole al autor las altas concepciones, que derivan de la observación de años. Si no fuera porque al rato Vd. se aperciba del engaño y está autorizado para decirle al escritor: está bueno, mi señor, Vd. no es del oficio, sería el caso de declarar sacrílegas estas intromisiones.

-Estoy de acuerdo con Vd., contestó Paloche. Sin duda quiere Vd. decir que antes de disertar sobre patología mental es necesario hacer un curso regular de estudios. ¿No es eso?

-Precisamente, contestó Méndez. Además yo no quiero aconsejar, ni morigerar. Aparte mi creencia de que casi siempre es tiempo perdido, hay esta idea que yo tengo y que es sangre y conciencia en mi ánimo. Me parece que debe dejarse a cada uno la mayor suma de libertad así en sus actos, como en sus manifestaciones intelectuales.

-Don Carlos, dijo Paloche, en esta casa Vd. puede hablar como mejor le plazca. Su bondad con mi familia y su saber lo eximen de aclaraciones.

-Bueno. Yo le decía que vivimos en el   —382→   seno de la gran histérica. Vea lo que me da a mí la observación. He visto que esta libertad que yo deseo para mí y para los demás con tanta vehemencia, existe solamente de una manera relativa. La influencia del yo colectivo, el hecho de estar oyendo el día entero el formidable estruendo de la ciudad enorme modifica la voluntad de cada uno. Hasta los espíritus más serenos y más clarovidentes se dejan arrebatar por la oleada poderosa. Y si Vd. se fija en las ciudades, todo tiembla y se agita. Falta tiempo. Es necesario correr anhelantes y cada uno tiene dentro de sí mismo empujes violentos cada cuarto de hora porque hay muchos desaguisados que arreglar como diría Cervantes. Siempre la falta de lógica. Se gasta más de lo que se tiene, se duerme mucho menos de lo que se debe y se hacen suculentas comidas heliogabálicas que destrozan el estómago y conturban el cerebro. Y después y sobre todo Vd. sabe bien por qué no se duerme.

-¿Yo? Preguntó D. Manuel.

-Sí, Vd.

-No sé, no sé, repetía Paloche entusiasmado y confundido a la vez.

-Porque en cada casa hay un poema en treinta cantos que escribir, hay un nombre que es necesario arrojar fuera de la oscuridad, hay   —383→   alturas escarpadas y escabrosas que trepar, hay riquezas ajenas que es necesario conseguir y ultrapasar, hay glorias que andan por ahí y ser echan con su recuerdo a través de los primeros mareos del sueño para darnos sobresaltos. Y después está el amor que tortura la fantasía, el odio que raja las alegrías y la avaricia que transforma al hombre en el escuálido cancerbero huraño y desconfiado...

-De manera que, interrumpió bruscamente Paloche, hay muchos que pierden el sueño como yo lo he perdido.

-Sí, muchos. Casi todos, en una forma o en otra, aunque sea en la borrachera de la vanagloria porque, convénzase señor Paloche, allá en lo íntimo, donde nos parece que nadie nos ve, cada uno se cree mejor que los demás...

-Pero ese será D. Carlos, el espíritu de algunos. Yo veo muchos hombres caminar tranquilos y hasta satisfechos.

-No son tranquilos, contestó recio Méndez, ni resignados siquiera. Todos marchan bajo algún golpe, que han recibido un cuarto de hora antes...

-Vd. sabe, dijo Paloche, todo lo que yo estimo su inteligencia; pero me parece que Vd. exagera. ¿No estará Vd. en uno de sus días negros?

  —384→  

-¡Ojalá fuese así! Eso significa augurar un amanecer festivo para el día siguiente.

-Y que lo tendrá estoy seguro y se olvidará de este cuadro tan sombrío que acaba de hacer.

-Y que no he concluido, replicó Méndez. Me falta que decirle muchas cosas. Desde luego siendo la que yo he descrito la vida de los individuos, la vida colectiva es el orgasmo, los sentimientos son exacerbaciones y la inteligencia es un mar irritado que se pervierte y no puede guardar ecuanimidad.

Ahora bien, mi querido amigo, estos espasmos nerviosos son los que debilitan la voluntad y la pierden y eso es colocarse en las mejores condiciones de sugestión, y está la ciudad tan acostumbrada a vivir así que cuando por casualidad sobrevienen días apacibles, en que podría recuperar sus fuerzas y dar aliento a esa voluntad, que está tan dispuesta a entregar a cada rato, se aburre, bosteza y levanta y estira los brazos rezongando... ¡Oh! No hay novedades, le dicen con desaliento. ¡Qué lástima!

-Es cierto. Muy exacto, contestó Paloche, cuando no agregan la frase sacramental: ¡qué pavos están los diarios!

-Y eso se produce porque tiene necesidad de vivir a saltos frenéticos, seguía Méndez con   —385→   calor, porque quiere que le sirvan todos los días su dosis de hachís, para tener la cabeza llena de exhilarantes o turbulentas quimeras, la hermosa sultana irritable... Ya veo, seguía Méndez, que la asociación de ideas me ha llevado demasiado lejos.

-No tanto contestó Paloche, me parece que Vd. está siempre en la sugestión. -Y ahora más que nunca.

-¿Cómo así? Preguntó Méndez con curiosidad.

-Sí mi doctor. Ha hablado Vd. de la prensa ¿no?

-Eso es y le prevengo que es la reina y es necesario no tocarla.

-¡Bah! Dijo Paloche mirándolo con extrañeza y caminando por la sala, ¡reina nunca! Se equivoca D. Carlos, porque la palabra escrita, libro o periódico es vasalla siempre...

-¿Cómo? ¿Cómo? Replicó Méndez.

-Cámara oscura, proseguía D. «Manuel, que va fijando imágenes y pasiones, buenas y malas con fulmínea rapidez, que hace por sí bien poca cosa y moriría como planta entristecida, el día que se olvidara de acoger los clamoreos de afuera... Vigoroso reflector lleno de deslumbramientos y nada más... Sugestionada casi siempre y dirigida por fuerzas que ella   —386→   misma no conoce, capaz de sintetizar y revelar en un momento dado los dolores y los júbilos y los presagios y los presentimientos populares, ese anónimo profundo y arcano, que cuando aparece escrito ya hace mucho tiempo que rueda y desazona y martiriza las horas trabajadas de los que viven en los ranchos y en las pequeñas casas sin revocar. Yo reclamo doctor para los proletarios, para los parias que no saben escribir la prioridad en todos los grandes acontecimientos humanos, metamorfosis, catástrofes y redenciones, que son al principio instinto, después sensación, luego sentimiento, enseguida ignorados martirios, al fin inteligencia y palabra escrita y por último conquista. Por eso yo le decía que la palabra escrita presta homenaje y refleja siempre lo que hace tiempo se piensa y siente y sufre en medio de la oscura muchedumbre, que no se toma en cuenta.

-¿Qué es lo que está Vd. diciendo? Interrumpió Méndez asombrado de ese original tipo de loco y de filósofo y procurando penetrar el involucro que rodeaba las palabras de Paloche. ¿Qué paradojas son esas? Explíquese Vd...

-Lo que estoy diciendo, replicó enseguida D. Manuel ¿qué importancia puede tener? Yo soy un loco y vivo mártir de mis ideas terapéuticas   —387→   ¿y estoy convencido que la medicación puede reducirse a una sola para todas las enfermedades? ¿Qué diría Vd. si yo le afirmara por ejemplo que las revoluciones no se decretan, ni la religiosa, ni la política, ni la literaria y que cuando aparecen escritas ya están hechas hace tiempo? ¿Dónde cree Vd., que empiezan? ¿En las alturas acaso? Eso sería pensar que la tiranía ama el esplendor y los coches de gala y los saraos de los grandes salones. ¿Es lógico esto? ¿Es humano? ¿Es lo que se ve en la historia? Nunca D. Carlos, nunca, seguía Paloche con vehemencia. La tiranía ama la sombra, lo esquivo, lo siniestramente tenebroso y necesita eso para mantenerse... por eso se ensaña en los barrios miserables, donde afrenta y escarnece y ultraja y abofetea a su antojo... ¿Son las casas ricas las que se deshonran primero? ¿Se derraman allí acaso las primeras lágrimas de rabia bajo el garrote que apalea sin piedad? ¿Quiénes son los que matan los primeros verdugos, los que empiezan la resistencia aislada sino esos pobres y oscuros desheredados que sufren las primeras humillaciones y elaboran en los secretos conciliábulos los gérmenes de la patria libre, que es un brutal instinto nativo? ¿Dirá después de esto, don   —388→   Carlos, que es una paradoja afirmar que todas las revoluciones empiezan en las bajas capas sociales?

-No alcanzaba su concepto, contestó Méndez. Ahora veo que Vd. tiene razón.

-Y más le diré. Cuando Vd. vea en cualquier momento llegar la revolución hasta la palabra escrita afirme que la tiranía está en derrota y no se equivocará; porque el ozono la asfixia y la luz la incinera... pero para llegar hasta allí, ¡cuántos vejámenes! ¡Cuántos crímenes no revelados! ¡Cuánta sórdida lascivia y cuánta maldad!

Y como de la política de todas las demás transformaciones. Supongo que Vd. no me dirá D. Carlos que el cristianismo ha sido propagado por los senadores romanos y que sus mártires han calzado coturno. Al contrario lo que yo he visto es que casi siempre las altas clases se oponen y luchan con las innovaciones, considerándolas peligrosas y malsanas, por qué tienen riquezas o autoridad que conservar, lo que las hace suspicaces y desconfiadas tanto más que la innovación es siempre iconoclasta y procede a veces con saltos vertiginosos. Tiene por esto en la entraña sacudimientos comprimidos y pavorosos, como sucede cuando se entrevee el peligro a lo lejos y no se conoce su magnitud. ¡Y sabe Vd. lo que acontece   —389→   cuando algún rico, o sabio o príncipe o filosofo se pone atrevidamente a la cabeza de la muchedumbre en marcha! Al principio no se dan cuenta; después se sorprenden del extraño propósito y le miran con ojeriza y encono, como si hubieran sentido el dolor acerbo de un miembro de su organismo desgarrado. Luego lo tildan de maníaco, cuando no llueven sobre el clarovidente los epítetos de traidor o facineroso y le hacen pagar con el suplicio o la ergástula la temeraria osadía.

-Historias viejas D. Manuel, interrumpió el médico. Los tiempos han cambiado y la civilización abre a las nuevas ideas bondadosamente sus brazos.

-Será por eso, contestó Paloche con sorna y acrimonía que Vds. los intelectuales y los ricos enfrente de la revolución social que está contaminándoles el trono y carcomiendo los fundamentos de la sociedad decrépita entran ahora a los tugurios miserables y les ponen piso de tabla y cielo raso de yeso y llegan las damas con frazadas para él invierno y leche para los niños acostados y famélicos en las cunas sucias y revueltas. Será por eso pues que se ha decretado que los talleres tengan grandes ventanas y se llenen de los esplendores del sol y se ha resuelto que los   —390→   obreros tengan músculos de acero y desaparezca la tisis y el cáncer que son producidos por las congojas y las miserias que no tienen término y se le ha dicho a Dios: hará Vd. en adelante que las minas estén a flor de tierra, que los arrozales estén secos, que el carbón y las miasmas de las usinas no penetren en los pulmones y no los enfermen, que los terrenos palúdicos sean vergeles y las emanaciones mefíticas de las poblaciones hacinadas en los conventillos sean tan poco nocivas y tan candorosas como el vaho perfumado que revienta de las campañas ubérrimas a través del cielo diáfano.

Pero Sr. contestó el médico con gran tranquilidad, temiendo en D. Manuel algún impulso, los intelectuales y los ricos ya se han apercibido de las nuevas ideas.

-Ya lo sé, contestó Paloche con violencia. Pero, ¿para qué? ¿Para encauzarlas acaso? ¿Para endulzar las pasiones enloquecidas? No señor, agregó levantando la voz, no señor. ¿Sabe Vd. lo que están haciendo?

-Se han puesto enfrente de la revolución social para combatirla y para anonadarla y la destrozan con el plomo y la ultrajan con el patíbulo cuando salen a la calle sus espasmos, cuando las muchedumbres enloquecidas   —391→   crean esa protesta que se llama asonada y arrojan esa violencia que se llama dinamita.

-Esas síntesis siniestras que Vd. está haciendo, dijo Méndez severamente, implican graves acusaciones. ¿Serán entonces malvados los que tal hacen?

-Lejos de mi ánimo D. Carlos, contestó Paloche pensar esa insensatez52. Proceden así, porque no comprenden toda la filosofía de esos hechos, porque se admiran de ver surgir innominados que tienen en el corazón las tradiciones dolorosas de muchos siglos y porque lo que ellos piensan que son crímenes pueden ser fatales necesidades de los tiempos y lógicos derivados de la lucha y porque en una palabra como no son ellos los que hacen la revolución no entienden al principio sus instintos ni sus sensaciones, ni sus esperanzas porque después yo sé muy bien que más tarde los abanderados y los más gigantescos luchadores serán los intelectuales.

-Me complazco mucho D. Manuel viéndolo hacer justicia a un gremio tan lleno de austera nobleza.

-Por supuesto; pero... primero el pueblo, después el libro y por último alguna gloriosa conquista. Y fíjese Vd. D. Carlos: aquí mismo   —392→   alrededor nuestro se está haciendo la transformación literaria. En estos suburbios y en cada casa pobre se está operando una completa metamorfosis del idioma y llenándose de ricos y exuberantes y pintorescos modismos, que han de ensanchar su órbita, como los círculos concéntricos, hasta invadirlo todo. ¿Es esta afirmación también una paradoja? ¿Ya no está nuestro idioma elaborándose entre los pobres? ¿No le parece a Vd. que habrá que tener mucho en cuenta esta tenebrosa y lenta y paulatina incubación para más tarde cuando ya se haya hecho sangre y conciencia universal en nosotros? Ya ve Vd. con cuánta razón yo le decía que la palabra escrita es muy a menudo influenciada por el fragor de las elaboraciones exteriores...

-De todas maneras, interrumpió Méndez, estas excitaciones nerviosas, estas sugestiones recíprocas traen a veces verdaderas y grandes desventuras... Eso lo sabe Ud. muy bien.

Así yo he visto épocas muy sombrías en que ha entrado la pobreza en todos los hogares y el desaliento transformarse en una tétrica desesperación y he oído tiros de suicidas por ahí en las plazas, o en las afueras. Entonces caminan aterrorizados todos, como si se tratara   —393→   del caos. Miran a sus hijos temblando. Tal vez no habrá pan para el día de mañana; y a sus mujeres, esas espléndidas engalanadas de ayer, las ven ateridas de frío y de hambre entregar sus joyas y desnudarse con profunda tristeza de sus trajes de raso. ¿Y ellos? ¿Se imagina Vd. que contestan a la desgracia con el trabajo, con el ahorro, con el sacrificio de los placeres y con la virtud en todas sus formas? Se equivoca, si cree eso. Se sugestionan del espíritu revolucionario, que no arregla nada, de la conspiración que no arregla nada y del crimen, que mancha la sangre generosa derramada y carboniza la corona de los mártires juveniles... porque yo los he visto a esos batallones combatir con la espartana gallardía glorificando el error, el pecho abierto por la metralla, denodados, salvajemente botados a la muerte y apocalípticos de heroísmo.

Carlos Méndez se había levantado de su asiento, como para despedirse, pero Paloche lo contuvo diciéndole:

-No, mi amigo, todavía no ha probado Vd., su proposición primitiva.

-¡Ah! Vd., no comprende todavía la razón de su fortuna actual porque a pesar de sus cuarenta y cinco años ha vivido soñando y más que yo a quien se tilda de visionario. Ha vivido   —394→   entre los fantasmas imaginativos de la panacea universal y no se ha apercibido del apasionamiento con que la ciudad acoge las novedades, sin comprender tampoco lo exuberante de sus sensaciones... Vd. no ha visto que su risa colectiva es la carcajada, que su valor es lo temerario elevado a infinito, que sus sacrificios y sus resignaciones en la desgracia tienen el heroísmo de los ascetas, que sus derrotas le producen desalientos profundísimos y sus resurrecciones son algo así como el prodigioso reventar del sol en sus incendios deslumbradores detrás del nubarrón de la tormenta. ¿Y su alegría? Eso lo ha visto Vd. en las calles pues, transformada en bullanguera algazara, en la bacanal, y en los saturnales, mientras su ciencia es lo maravilloso y su verdad el milagro. Ahora comprende Vd. D. Manuel como a esta histérica caballeresca que no duerme, y tiembla estremecida en la exaltación de sus nervios puede el anónimo sugestionarle, todas las pasiones generosas y todas las depresiones... la gloria y el crimen. Bueno pues, eso es lo que ha sucedido con su poema que tenía la ventaja de llevar la firma de un hombre, rodeado de cierta aureola misteriosa de mago y de alquimista.

-No. Permítame, dijo Paloche poniéndose   —395→   muy serio. Eso es negar la evidencia. Yo le puedo presentar mil casos curados con mi maravilloso sistema terapéutico. Inaceptables, doctor inaceptables sus conclusiones, repetía paseando de un lado a otro...

-Lo emplazo, D. Manuel. Un mes, dos, no sé cuántos... pero esa ciudad se va a ir alejando de su casa, hasta olvidarlo abandonado y solo... porque además es variable y movediza y caprichosa.

*  *  *

Cuando Méndez salió, D. Manuel pensó en él con mucha lástima. Era un inconvencible con talento pero lleno de ideas preconcebidas. Negar las ventajas de su terapéutica volvía a repetirse a solas, era negar la evidencia. Se sentó después en un amplio sillón de terciopelo y tuvo entonces alegres alucinaciones.

Un carro triunfal, áureas las paredes laterales, festoneado de la hoja de laurel, cincelados los bordes de eximias miniaturas, pulidas y artísticas narradoras de todas sus glorias, el carro pequeño y bajo, arrastrado en el ímpetu de la carrera por el corcel demoniaco de los valles Macedónicos en medio de las estrofas hímnicas de Píndaro. Su nombre repetido entre   —396→   el dilatado aplauso, entre el aplauso fragoroso de las multitudes, que se apoderaban frenéticos de sus triunfos para grabarlos en el Panteón de las glorias nacionales en frase lapidaria. ¡Precursor y genio arrebatado al empíreo! Su hija, la joven princesa, la diadema brillante salpicando de luz la renegrida cabellera desde el solio real, cobijada bajo el dosel de púrpura extendiendo su mano para arrojar dádivas sobre la turba arrodillada. Y él... el rey bondadoso colocando la mano santa sobre la humanidad enferma, gigantesco estremecedor de las moléculas moribundas, transformando la sollozante cadencia de la elegía en los alaridos de la resurrección. Creador de la panacea lo iban saludando esa noche todos los sabios envueltos en el marmóreo paludamento inmortal. Eran los bienhechores del hombre, los sacrificados de todos los siglos, esos melancólicos presentidores del futuro, a quienes el presente hace pagar caro la genial audacia los que arrojaban palmas en su camino. Se sentía D. Manuel, en medio de la altisonante laudatoria, acometido de la cretificación. Su sangre se había detenido, perdidos los rojos matices, invadida por alabastrinas cristalizaciones. La masa de sus músculos inmóvil y petrificada y su piel alba de   —397→   mármol. Todo su cuerpo de titánica elevación enhiesto sobre el mundo, la mano enorme extendida en actitud de bendecir entraban desde esa noche en el templo magnificente de la eterna vida duradera a pesar de la lima fatídica de los tiempos...



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ArribaAbajo- VIII -

Mater dolorosa!


El cuarto pobre de techo fugitivo tuvo durante un mes henchida su alma de las notas ingenuas del cariño y sonó en su ambiente la máquina de coser que movía con el pie María, la de los ojos negros y sonrisas primaverales en la tez... Hablaban mucho tiempo, como si supieran que pronto iban a separarse... La vieja, con esa sencillez de las narraciones sublimes de su tiempo pasado, cuando encontró en el mundo a su hombre y cuando trabajando noche y día le ayudaba a ganar el pan para los hijos... Hablaba de la hija, su dulce compañera, muerta así de ese modo y de Genaro, a quien tanto quería, porque tanto la hacía sufrir, porque Teresa sabía muy bien lo que cuesta perder esos muchachos,   —400→   que escriben con nuestra sangre, cada minuto que pasa en las fibras del corazón la historia de las supremas y deliciosas dulzuras. Había reticencias y lágrimas y silencios llenos del tiquitac de la máquina en aquellos íntimos coloquios y cantos cuyas estrofas tenían los giros juguetones de la alegría de los chicos... Era tu voz melodiosa ¡oh María! Que traía consuelos de amor en sus arpegios para aquella pobrecita alma desventurada... cuando tú misma no entrabas sin sentir en el páramo melancólico de tus cariños, en medio de la muerta naturaleza, sin aguas frescas y cristalinas que aplacaran la sed de tu espíritu agitado en la esperanza que se iba perdiendo cada vez más. Entonces, sentada al lado de la máquina, las ruedas giraban zumbando en el movimiento vertiginoso y la aguja brillante se veía subir y bajar rápida rápida... mientras ella recogía hacia su regazo la costura, comprimiéndola y haciéndola resbalar con su mano derecha apoyada en la plataforma.

Era imposible: los átomos, del cuerpo envejecido de Teresa debían caer marchitos. Su tez rojiza y tostada en el frío acre y en el sol que curte la piel con matices de cobre viejo empezaron a tener palideces enfermizas y sus ojos a reflejar las vaguedades de las miradas moribundas.   —401→   Todo su cuerpo lánguido y encorvado describía caminando apoyado sobre un bastón las salutaciones con que los peregrinos fatigados se inclinan ante la tierra prometida que va llegando... Se sentaba a veces afuera a tomar sol y solía acariciar a los chicos, que corrían por el patio, mientras pasaban saludándola con la gorra en la mano los obreros, que la veían morir. Había adquirido poco a poco en toda su persona la aureola luminosa que dejan los martirios prolongados, cuando se saturan de plegarias en la resignación de todos los días y era una de esas viejas a quienes las madres suelen llevar los hijos para que los bendigan.

Esa tarde, a pesar de la estación, estaba el cielo frío y ceniciento a trechos en la aparente y solemne tranquilidad de la atmósfera. Se veían pasar en lo alto nubes oscuras y largas y copos blancos y espesos detrás, con franjas luminosas de caprichosa forma, que dejaban transparentar más allá de la trama polícroma multitud de fragmentos azules en abigarrados rasgos y zonas de cuyos bordes caían albos celajes en tenues diseminaciones. Parecían bizarros fantasmas acostados sobre gigantescos lechos de nieve llenos de sombras grises y tocas y colgajos de negros crespones   —402→   caminando apresurados, como enigmas en marcha, mientras en el poniente se percibían más lejos que los cortinajes movedizos las reverberaciones de los resplandores del sol. A esa hora sintió Teresa un dolor agudo en el pecho. Sentada en su silla de paja del rincón, dobló su cabeza sobre el seno de la muchacha que estaba a su lado de pie y movía su abanico de papel suavemente delante de su rostro de arriba abajo...

-Siento una cosa aquí, dijo Teresa con voz débil y señaló el corazón, una angustia como si me fuera a morir.

-No piense en eso, mamá, contestó María; ahora viene el doctor, que la quiere tanto y la salvará...

-Qué buena eres... qué buenos son todos conmigo... cuánta gratitud tengo para don Carlos, que ha venido tantas veces...

Ya no pudo continuar. Su respiración se hizo más frecuente y una sombra violácea se extendió por su rostro. En el silencio interrumpido por aquel aliento fatigado y por el crujir leve del abanico empezó a ponerse el aire oscuro y más helado -la noche prematura del mal tiempo que da grima y tristezas y sorprende a las casas sin luz... Se sintieron gotas gruesas que hacían sonar el techo de   —403→   zinc aquí y allá, y después un murmullo como cuchicheo de notas metálicas que se chocaran arriba, y aquello fue haciéndose cada vez más recio, hasta que se transformó en un bramido prolongado, lleno de quejidos lastimeros, como resonancias extrañas que se fueran encadenando sin interrupción y rodaran en remolino de arriba abajo. Y se oía el chapoteo del agua que caía de los techos y el estruendo de los borbotones que saltaban de los caños y se adivinaban los rumores impetuosos de la marejada de la calle. De cuando en cuando estallaban truenos y fulguraban relámpagos, iluminando aquel grupo divino de martirio -aquel ángel de religión filial en la sonrisa temprana de sus quince años y la anciana que dilataba sus pupilas ansiosas hacia la puerta, como si aquellas miradas fueran llevando para sus hijos, que estaban tan lejos, las últimas estrofas enamoradas de su alma...

Cuando Carlos Méndez entró destilando agua de sus ropas empapadas, habíase poco a poco ido callando el fragor de la lluvia -y cuando pudo prender la vela de sebo, de grueso pabilo y punta negra, se acercó al grupo, dejando el sombrero sobre la cama. Tenía arrugado el ceño y aquella nube sombría que el dolor de los demás había grabado sobre su   —404→   frente de médico. Miró fijo, y mucho a la enferma, hizo preguntas minuciosas, tocó la frente y las mejillas de Teresa, sacó el reloj, y al contar las respiraciones y el pulso, su mano izquierda temblaba, como si tuviera miedo. Acercó su oído al corazón... Allí estuvo un gran rato solo, los ojos cerrados -con la víscera roja, que palpitaba soplando en el cansancio de la carrera, como si quisiera huir del pecho, para acostarse de una vez a dormir en el cielo, donde no van sino los que han sufrido... Pensó Méndez entonces cuánto mar de congojas no habría pasado a torrentes flagelando aquellas válvulas que ya tenían puntas y bordes de granito y úlceras y desgarraduras de sus cuerdas. -No la despiertes, María, dijo en voz baja; ¡ojalá este sueño tan tranquilo concluya en la eternidad!... ¡Oh mater misérrima! Iba meditando Carlos al salir que has empezado tan temprano tú misma a preparar la piedra de tu sepulcro ¡y ha llenado de fragmentos calcáreos tu corazón hinchado y empedernido en la brega salvaje de la existencia! ¡Qué notas quejumbrosas, qué arrullos de tórtolas enamoradas a quienes se les arrebata el nido; qué odisea de hondos pesares vas cantando, desdichada cítara de púrpura, al romperte!

  —405→  

*  *  *

Oyó Méndez los pasos de un hombre por la vereda de su casa, de un hombre que de repente se paraba a escuchar.

-¿Quién es? ¿Quién va? Dijo acercándose.

-Yo, señor, Genaro. Venía a saber si mamá estaba tan mal.

-Muy mal, contestó el médico.

-¿Ya no hay esperanzas?

-No hay.

-Muere del corazón, ¿no es cierto? Gritó Genaro.

-Sí. Muere del corazón.

-Ya lo sabía... a ella se lo ha roto la desgracia, pero a mí ¡ah, no, no!

-¿Qué estás murmurando, Genaro? ¿Por qué no te pierdes de aquí para siempre?

-Parece que Vd. no me conociera, señor.

-Lo suficiente te conozco para temer por ti y por otros.

-Pero Vd. no sabe entonces: hace un mes que yo camino de noche por aquí... porque yo tenía que cuidar el conventillo, donde está mamá y María, ¿entiende Vd.?... y rondar estas casas, Vd. sabe que ese Enrique, ese miserable anda por aquí siempre buscando mujeres... la otra noche le decía a una que lo dejara entrar, y si no lo he muerto ha sido por mamá... porque no le quería   —406→   dar más disgustos a esa pobre vieja... pero ahora es otra cosa...

-¿Qué dices, Genaro? Tú estás meditando un crimen para esta noche. Yo soy tu patrón ahora más que nunca... te ordeno que te retires, y avanzó Méndez con el brazo rígido y el índice lejos, fascinándolo con las vibraciones profundas de su voz de metal.

-Discúlpeme, señor... si supiera todo el cariño que yo le tengo... y a todos los suyos... la otra noche vi pasar a su niña que iba a casa de la abuela... ¡qué linda estaba con su gorra de terciopelo azul apretadita contra la mejilla! Yo salí de la zanja todo sucio de tierra: quería abrazarla y decirle que yo la había llevado en mis brazos cuando era más chiquita, y que en estas noches de frío yo la cuidaba, hasta tener miedo que estuviera enferma si la oía llorar... yo le hubiera besado su vestidito de paño con lágrimas... porque tiene una alma bendita de santa generosa y buena.

-¡Ojalá puedas ser feliz, Genaro! Vete, vete...

-Pero no pude, señor, porque me flaquearon las piernas y me puse a sollozar con todo el pecho y con la cara revuelta en el polvo para que no se asustara... Y a Vd., doctor, que la ha cuidado y ayudado a mamá... le   —407→   pido permiso... quiero besar su mano benéfica -y arrastrándose sobre las rodillas, puso sus labios secos sobre el dorso de la mano de Carlos Méndez... y le seguía diciendo: María va a quedar sola; dígale eso a la niña Dolores y se retiró hacia el conventillo. Méndez que había levantado el llamador de bronce, quedó así un momento, mirando aquella pasión dolorosa que se perdía en la noche lóbrega.

*  *  *

En el conventillo después de la lluvia, se vieron salir las gentes apuradas y arrimarse al cuarto de Teresa. Iban llegando debajo de las gotas que caían todavía de los techos aquí y allá, mientras el farol reflejaba su luz sucia en los pequeños charcos del patio. En eso que se habían juntado frente a la puerta, sintieron que alguien con resolución violenta los separaba, abriéndose camino. Genaro entró, erguida la persona y fue como a caer de bruces a los píes de la vieja cubriéndole de besos el ruedo del vestido negro. Se levantó; la miró de arriba abajo, le tocó en medio de aquel terror de silencio la cara, los brazos; todo el cuerpo -aquel cuerpo inerte que dormía, temblando, como una grande ala abatida por la   —408→   angustia. Genaro la abrazó. La pobre enferma, con los ojos entreabiertos, se hamacaba aquí y allá, suavemente mecida por las manos del hijo, dócil y resignada, como si su corazón -en la penumbra que estaba por terminar en el cielo- sintiera las ondulaciones de aquella cuna de amor y de muerte. Ni una sola palabra, ningún ruido profano en la media luz, de aquel cuarto, ni las tiernas endechas siquiera que se ciernen en los dormitorios, como doseles de pasión... nada interrumpía el crujir cadencioso del abanico de papel, la respiración cada vez más lenta de Teresa y el vaivén de aquellos brazos ásperos que habían encontrado roces suavísimos, de terciopelo y ternuras infantiles para la madre moribunda. Genaro rodeó su cuello y atrajo la blanca cabeza. Entonces ¡Dios santo de las penas infinitas! Fueron lágrimas y a raudales más lágrimas las que cayeron sobre las canas venerables, como si se hubiera roto de repente el broche de oro, que tenía cerrada la copa de su alma, y las ondas de amargura brotaron de los ojos fuera con los rayos oscuros de sus pupilas de tristezas, por aquel camino de las miradas de amor. Ni un sollozo, ni un grito, ni un espasmo en aquel supremo y lúgubre silencio, porque no había inteligencia allí sino para sufrir -mientras   —409→   seguía cada vez más lento y apacible vagando todo su cuerpo en la ondulación de aquella hamaca formada por lo brazos del hijo y ella había abandonado sobre el pecho de Genaro su efigie de muerta, que temblaba con las palpitaciones de aquel gran corazón dolorido.

Cuando Genaro salió afuera vio llegar el sacerdote que traía el Viático. Entonces apuró sus amarguras, entrando en las tinieblas le su última noche. Caminó por el barro de los pantanos, azotado el rostro por los hilos de agua que el viento desprendía de las ramas, viendo inclinarse las copas de los eucaliptus como cimeras altísimas de abundoso y negro plumaje. Escuchó los tañidos lejanos del viento, las esquilas gemebundas con que este suele perderse por los callejones de las quintas y los murmullos bulliciosos de hojas, alambres y ramas, donde se fracturan y acentúan los sonidos que aquel suscita en su correr por el espacio. Entonces ya el cielo se había cubierto de estrellas y los riachos cenagosos de las zanjas iban descendiendo y murmurando hacia los bañados, como si corrieran con ellos todos los ecos de la lluvia a desvanecerse lejos en el gran mar de los horizontes azules. Sus movimientos eran recios y su andar decidido, como quien había conquistado   —410→   después de aquella muerte el derecho a terminar53. Seguía caminando envuelto en el disco bravío de cóleras de su odio gigantesco y sacaba de repente el puñal que dividía zumbando y chispeando aquella lobreguez funeraria. Se sentía como si no tuviera articulaciones, como si marchara rígido en aquel antro inconmensurable y bellaco de su existencia, a guisa de fantasma que hubiera perdido en el camino todas sus carnes. Le parecía tener un agudo madero que le atravesaba el cuerpo lleno de esquirlas desiguales que le daban de repente en el pecho feroces cimbronazos, como si aquella su cruz de martirio hiciera mover su espantable silueta, arrebatada en la furia loca de sus ímpetus homicidas.

Tenía la piel arañada con aguijones de sina sina y las piernas destilando gotas de sangre con pruritos y desazones de ortigales y abrojos... No importa: esa noche vivió de la memoria de aquel Enrique lúbrico y era torva su mirada en la amenaza, mientras taladraban su fantasía densos turbiones con tropeles de espectros galopando, como visiones apocalípticas de exterminio. Así, mientras en el conventillo rezaban el rosario las sencillas gentes arrodilladas a uno y otro lado del cajón de pino sin cepillar, se vio girar muchas veces   —411→   alrededor de las casas su figura tétrica, que se detenía con singular pertinacia, como si quisiera encontrar por allí el enemigo, en cuyo recuerdo venía hundiendo la mano armada hacía tiempo. La aurora lo sorprendió lejos de las poblaciones en esa mañana estival de octubre, marchando entre los rayos de oro del sol hacia un punto solo, como fascinado por alguna escena emocionante que se produjera muy lejos. Allí estaba él entre aquellas sonrisas de la primavera que hacen pensar en las alegrías de los átomos, que se despiertan para la evolución fecunda, en medio del gran poema que se estaba escribiendo en honor de la vida que resurge de los inviernos estériles y soñolientos.

«Allí estaba Genaro escribiendo él también en su camino con buril de acero templado en el libro de las energías heladas e indomables la nenia estridente y lúgubre de la tragedia, al lado de las primeras estrofas divinales que el éter irradia en la naturaleza, la flor exhala y el ave canta...»



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ArribaAbajo- IX -

Tragedia


Carlos Méndez, esa noche, cuando Genaro hubo desaparecido, se dirigió bruscamente a la casa de Valverde. Este sentado en su estudio no movió un músculo cuando lo vio llegar, como si lo hubiera estado esperando.

-Ha podido Vd. hacerse anunciar, dijo sin moverse de su asiento.

-Yo no hago eso cuando entro a casa de galeotes.

-Magnífico el exordio, contestó glacial el otro; espero el final de la oración.

-El final no va a estar en mis palabras, sino en su deshonra y en su muerte...

-Pero vamos a cuentas; ¿qué ha venido usted a hacer aquí?

-Yo interrogo, señor Valverde, contestó Méndez impetuoso.

  —414→  

-No en mi casa, señor...

-Esta no es casa, es una zahúrda y el rostro de Méndez había adquirido una espantosa lobreguez... usted ha vivido siempre entre la ironía malvada, llenando de sordos rencores y de amarguras la vida de los que han tenido contacto con usted.

-Yo soy un observador, señor Méndez, no tengo prismas, ni cataratas como usted...

-Pero ha violado sus juramentos, sirviéndose de su profesión para el crimen. Ha visitado a Paloche llamado por ese desventurado para asistir a la señora y lo ha deshonrado; no ha tenido respeto por la pobreza de espíritu y manchado la ingenuidad.

-¿Y Vd. qué ha hecho mejor que yo? Dijo Enrique. Ha marchado de hocico, buscando ramas y hojas secas para hacer el nido y procrear desventurados con las alas rotas por la desgracia mohíno y rezongón en vez de erguirse sobre ellas y caminar austero y solitario, sin mendigar puntos de apoyo. Puede ser que estas cosas infernales que tengo adentro den las notas estridentes del mal, pero yo me he parado en medio de la deshecha tormenta y amenazado al cielo con el puño, concitándolo a que me fulminara; yo he tenido la soberbia ruda, mientras Vd. ha vivido entre los deliquios   —415→   de las indecisiones, se ha dividido la frente azuzado por las cobardías del suicidio, y ha caído en las degeneraciones del sentimentalismo híbrido.

-Oh si todo eso... porque yo soy un gran arrepentido, interrumpió Méndez, alto su rostro lleno de esplendor varonil -y es mejor reconquistar la virtud que traerla desde la niñez y porque yo la he subyugado así con la sangre de mi cuerpo y en cualquier momento en que la deshonra quisiera llegar a batir sus alas negras en la puerta de mi hogar que no tiene más mengua que haber sido mencionado por Vd. en este momento yo sabría quitarme la vida veinte veces antes... con esta pistola, ve Vd... ¡Eh! No tenga miedo porque yo voy a tirarla sobre su escritorio para que se fracture el cráneo do un tiro -y fue el arma rodando con sus dos cañones oscuros- porque yo quiero evitar un nuevo crimen, seguía Méndez turbulenta la tez y temblándole ronca la palabra... Genaro que era un corazón, lleno de todos los esplendores de la alegría y que había hecho a su manera una sombría y profunda religión de la memoria del padre, ha muerto a Santa de una puñalada...

-Ya lo sé ¿y qué me importa? Contestó Enrique con tono agrio... ¿Vd. cree que yo puedo   —416→   dejar de precipitarme dentro del ímpetu de la pasión que me arrastra? Dígale Vd. al borracho que no beba y al jugador que ha derrumbado su casa que no arrastre a la madre de las greñas desmayada a bofetadas por el pavimento y no robe del cofre los últimos pesos mugrientos y dígale Vd. al ateo que no mire de soslayo y no apuñalee cada cinco minutos la idea de Dios...

-Pero Vd. ha transformado el pecho de Genaro en una cripta siniestra que va y viene agitada por los huracanes de la venganza... cuidado con sus noches, porque es posible que en la tiniebla esté girando la punta aguda de un puñal.

-¿Qué me importa? Yo sigo mi camino y no le consiento a nadie el derecho de detenerme.

-Sí, dijo Méndez, arrimándose los paños crispados al escritorio, yo voy a pedirle cuenta de sus procederes... porque Vd. ha transformado su profesión en un lodazal, donde vienen a hozar y a revolcarse los cerdos de todos los chiqueros y porque los hermanos de una gran familia sienten también salpicarse la frente del barro sucio de la ignominia de cualquiera de ellos. Vd. ha podido enlodar su apellido, pero ha debido dejar en paz siquiera   —417→   la aureola luminosa de nobleza de su profesión.

-Hasta ahora, he escuchado su sermón -repuso Enrique con su tono glacial, escandiendo una a una las palabras- pero ya va siendo demasiado largo; tenga Vd. la bondad de retirarse...

-Es claro, -interrumpió Carlos -ya es de noche... Vd. necesita salir fuera, a seducir alguna otra mujer, tenebroso como los murciélagos... pero ese diploma suyo, que tiene las aseveraciones de la honra sin tacha y que lo armó caballero, está mal en sus manos miserables... y lo arrancó de la pared Méndez con violencia y tomándolo de los dos lados más cortos del rectángulo sobre su rodilla derecha levantada lo hizo pedazos, saltando las astillas de la madera y brillando a chispazos el vidrio hecho añicos, para desgarrar enseguida el pergamino, cuyos arambeles deshilachados empezaron a volar por la ventana. Luego se acercó Méndez más todavía -a una cuarta- con los ojos revueltos en las sombras terribles del furor y dominando la fría impasibilidad de Valverde le dijo a gritos, con palabras que saltaban a trozos de su garganta: Esa pistola yo se la he traído... escuche, no baje los ojos...

  —418→  

-Yo nunca he bajado los ojos, apóstol de cartón, contestó Valverde.

-Para que Vd. se suicide, seguía Méndez... porque Genaro es el hijo del corazón de todas mis gratitudes y yo quiero salvarlo, y si por culpa suya lo encajan en una mazmorra porque él lo va a destrozar a Vd. en lucha hidalga... escuche, le repito, escuche...

Valverde se puso lívido. Parecía que durante esos rápidos minutos de la escena violenta hubiera querido contener su enojo y mientras Carlos le decía: «y si mi chiquita se enferma entonces yo voy a desclavar la caja que guarde todas las turpitudes de su cuerpo y la voy a arrojar a los huecos dentro de la líquida y verdosa podredumbre para que alimenten su desazonada y fugitiva flacura los mastines que echan a puntapiés de las casas». Aquel aferró la pistola, aplanándola sobre el pecho de Carlos... En ese momento se oyeron las esquilas de la campana, que acompañaba al sacerdote, que traía el Viático para Teresa. Este caminaba adelante envolviendo en la capa roja al Santísimo y pasó cerca de la ventana iluminada del estudio de Enrique. Rezaba con la cabeza agachada mientras detrás de él de dos en dos seguían los pobres con el sombrero en la mano y las mujeres   —419→   envuelta la cabeza en sus negros rebozos. Todos marchaban en el lúgubre cortejo rezando en voz alta y la cantinela llegaba hasta el cuarto como un largo rezongo lleno de lamentos, mientras los faroles que cada uno llevaba se movían a un lado y otro entre los tañidos de la campana que no cesaban, arrojando al piso de tierra las oscilaciones de sus haces mortecinos. Poco a poco se fueron alejando en la tiniebla las luces, que parecían al fin puntos luminosos y se desvanecieron los murmullos de la plegaria en el hondo silencio del barrio solitario. Los dos hombres siguieron mirándose todavía un rato... Méndez, intrépido, Valverde satánico y frío, mudos los dos en medio de aquel ambiente siniestramente sosegado y salvados tal vez del crimen por la piadosa romería, hasta que Carlos sacudió sus hombros fieramente y a lento paso se fue retirando hacia su casa. Valverde acarició la pistola, levantándola, como para hacer fuego poseído de una terrible resolución, pero enseguida la arrojó sobre el escritorio exclamando:

-¡Bah! Yo no soy un homicida.

¡Estos virtuosos! ¡Qué majaderos son!

Decrépitos aristarcos, siguió en su soliloquio pensando, se creen con el derecho de ser apóstoles   —420→   y sacerdotes... Más valdría se ocupasen de cuidar la virtud en sus casas... Porque al fin el peligro no está en que los extraños hagan mal, sino en que sin sentir se le llene a ellos la frente de sustancia córnea... y ellas no se hacen esperar para hacerlo siquiera sea virtualmente... Yo estoy seguro de lo que pienso, y ¿cuál de ellos no ha corrido riesgo alguna vez?... Pueden encerrarlas y circuirlas en la zona tenebrosa y sombría de los celos; pueden atarlas, vigilarlas o impedirles que salgan... Si muchas no delinquen es porque falta ocasión o tienen miedo... Pero... y el pensamiento, ¿quién lo aherroja cuando desata fuera sus curiosidades pecaminosas?... Mucho cuidado, Dr. Méndez... ¿Se imagina Vd. que mi diploma es peor que el suyo manchado de sangre cobarde y que en esta bilis revuelta y agria de mi carácter quepa la afrenta?... Cuidado... porque puede ser que yo le muerda el talón con mi púa venenosa... ¡Qué tipos singulares! A cada vuelta de esquina le sale a Vd. un tata que quiere imponer opinión y torcerlo en su camino... como si lo que ellos piensan fuera lo mejor y la manera como ellos viven lo más perfecto... Así se establecen las intolerancias y los crímenes sectarios, por esto,   —421→   de que al vecino no se le ha de dejar tranquilo nunca.

-¡Uf! Basta de filosofías...

Enrique escribió a dos amigos suyos esta breve esquela:

«Habiendo recibido grave ofensa del Dr. Carlos Méndez, se servirán pedirle una amplia reparación por las armas».

Se batieron al día siguiente en ese valle plomizo del bañado de Flores... Fue un brutal cuarto de hora. Zumbaba el aire dividido por los recios mandobles y saltaban chispas en el choque de las espadas. Méndez impetuoso, Enrique siniestro y frío. Arremetían, rechinando el hierro al resbalar sobre el del adversario, y veíase girar y describir curvas y líneas quebradas, círculos y espirales con inaudita violencia. Eran anhelantes respiraciones y gritos roncos y sofocados los de aquellos cuerpos, que se azotaban el uno sobre el otro y saltos atrás en la línea recta de la guardia, la mirada palpitante de roja cólera. Méndez gigantesco, levantado su cuerpo, leonino en la generosa embestida, echaba de arriba abajo la espada, brincando en su antebrazo la robusta musculatura, el otro pequeño, arrugándose, lívido, astuto, acechando con el espionaje homicida la abertura para llegarle al corazón.   —422→   Con rabias sordas, manifestadas en el brusco crisparse de la frente y en la tiniebla que cruza el rostro de los combatientes. Con temerario desprecio, sin ceder campo, llenos de altanera insolencia, parando y precipitándose a fondo, en medio del retumbar de los hierros, entre los rayos de luz rápidos de los cimbronazos de la punta. No se habían herido. Descansaron un momento.

Después otra vez recomenzó el duelo... Valverde al rato, en un rápido desenganche, metió la punta de la espada en la muñeca de Carlos... Una venda de sangre cayó sobre los ojos de éste. Fue como un huracán de furor... Perdió la conciencia... Un espantoso salto de tigre. Sus dos manos habían comprimido la garganta del adversario derribándolo con manchas de sangre en su rostro. Cuando los padrinos los separaron54, Carlos los miró atónito. Levantaba en alto el puño escarlata de grumos cuajados, amenazador y mudo... Valverde, con su risa sardónica de siempre, al alejarse en su coche decía a los amigos:

-He derrotado al virtuoso y he puesto a la lógica fuera de combate, y sigan creyendo después de esto en el derecho... ¡Bah! ¡Sonseras!

Al llegar la noche, se sintieron en el barrio   —423→   venir de lejos, los pasos de dos hombres que se acercaban cautelosos y ecos que se perdían y se repetían como si caminaran por ambas aceras. Oyéronse dos tiros y los hombres se fueron el uno contra el otro, frenéticos, con voces agrias y blasfemias y amenazas de muerte. Llegaron bajo el farol de la esquina, donde se levantaba la casa de Paloche y se tomaron de los brazos forcejeando en aquella siniestra penumbra, mientras lejos, lejos estaba el barrio envuelto en un negro manto de sombras. Tenían gritos estridentes y bufidos y se tambaleaban lejos en la lucha gigantesca y volvían con formidables arremetidas y la palabra: «¡puerco! ¡Puerco!» Estallaban por todas partes, como si fuera la síntesis de todos los odios. Genaro en mangas de camisa y Enrique Valverde seguían debajo del farol el combate bravío y se arremolinaban erguidos con ojos feroces y secos estampidos de puñetazos, hasta que el cochero consiguió derribar al adversario, oprimiéndole las rodillas sobre el pecho...

-Tú has deshonrado mi casa, le decía jadeante en la cara. Le has levantado el vestido a mi hermana. Sos un canalla...

-¡Miserable! Gritaba Enrique, bregando por desasirse.

  —424→  

Tú lo has herido a D. Carlos y has hecho morir a mi madre.

¿Qué entiendes de eso? ¡Asesino!

Yo no entiendo, ¡no! ¡Yo no tengo corazón ni familia, yo no quiero a mi madre! ¡Eso es lo que querés decir! Yo soy una bestia feroz y un perro pulguiento, a quien has creído, castigar esta noche.

-Dejá levantarme, y verás, respondió55 Enrique, enloquecido de furor. No me importa la vida...

-Y después nuestras hermanas, continuaba Genaro implacable, pobres criaturas que viven en la miseria y tienen callos en las manos... esas son del primer canalla con guantes, que se asoma a la puerta del conventillo.

Enrique arañaba la tierra y se retorcía como un titán con todas las palideces y las palabras de la cólera.

-¡Cobarde! ¡Cobarde!

-Eso no... Me has querido matar, tirándome dos tiros y yo te he vencido... Vos sí, que sos un bellaco y un vil... esperabas para entrar a mi casa que yo estuviese sobre el coche del patrón, lejos de aquí y que la pobre vieja fuera al mercado por la mañana... entonces te metías como un ladrón.

-No me importa la vida... gritaba Valverde,   —425→   pero dejame un momento para exterminarte y contigo a toda la virtud hipócrita.

-¡No! ¡No! Hace tiempo que te sigo... pero si yo estuviese abajo como estás vos, ya te habría alcanzado esto para que acabaras de una vez... y sacó de la cintura el puñal de mango de níquel bruñido... porque cuando me arrastraba de noche espiando tus pasos, hecho todo entero un duende terrible y dolorido, y me escondía en las zanjas y me rajaba las carnes, disparando a través de las moras y de las ortigas, vos te sonreías aquí mismo, enamorando mujeres... y venías ahora a una cita con alguna loca... y levantó Genaro y bajó el puñal rápido, rápido, ¡puñaladas! ¡Puñaladas!... y el moribundo dio sacudidas pronunciando palabras entrecortadas: «-¡Estás matando... a un... muerto... animal!...» ¡y oyose un prolongado estertor de agonía y después el eterno silencio!...

*  *  *

Todos habían contemplado en la casa de Méndez la horrenda escena. Este con el brazo en cabestrillo paseaba de un lado a otro del comedor con violencia. En el dormitorio Dolores había acostado a la chiquita de los cuentos en medio de las penumbras y le   —426→   cantaba al oído en voz tan baja que era casi un murmullo una tierna canción, llena de dulzura, con los labios cerca de la frente de la niña y los ojos oscuros abiertos para mirarla dormirse. Esta inquieta al principio con la mirada atónita, parecía tener miedo de esa extraña sensación de ausencia de la vida que se iba apoderando de su cuerpo, hasta que cerró los párpados, cuyos bordes dibujaron una negra curva y se quedó inmóvil. En puntitas de pie llegó Dolores al cuarto de vestir, donde Catalina Méndez rezaba, arrodillada sobre el reclinatorio. Repetían las dos, al unisón la plegaria, como si fuera una letanía que se oyera de lejos...

*  *  *

¡Dios del dolor! ¡Majestad de los cielos! ¡Magnificencia increada y anhelo sobrehumano del espíritu! Perdona a los desventurados, que delinquen en medio de las congojas... a las pobres pasiones martirizadas, que nutren sus tormentos, con los átomos tenebrosos de la deshonra... a los que nacen con los gérmenes del mal, siniestros desheredados desde las cunas, impotentes luchadores contra su garra gigantesca, botados para siempre a la muerte moral... ¡Perdónalos Señor!

  —427→  

*  *  *

Porque tú has tenido en tu camino al Calvario sangre en los pies, heridos en las esquirlas del sendero áspero y con la frente de luz has bendecido tus llagas y santificado el sufrimiento... a los que sangre derraman en la vida... ¡perdónalos Señor!...

*  *  *

¡Porque caíste agobiado bajo la cruz, como el hombre en la existencia bajo las vastas y hondas y melancólicas soledades del desaliento, ten piedad de esos mártires intelectuales, que viven dentro de las torturas de las dudas perennes, espíritus exquisitos, que anhelan con desordenado ímpetu la tranquilidad y el sosiego de la fe, perdida para siempre!...

*  *  *

¡Bendice la bohardilla, Señor, donde viven los pobres con los pies escarchados y sea tu mano la caricia tibia que consuele y caliente el cuerpo enflaquecido que tirita y no duerme... la bohardilla que abre la ventana oscura y helada, tan cerca de los rayos benéficos de tu sol!...

Allí viven entristecidas y mustias, la efigie contraída, muchas almas divinales, de esas que   —428→   tú señalas en la frente con las estigmas de los creadores, artistas que dilatan los horizontes humanos hacia las cosas infinitas... ¡que no perezcan, esos gloriosos moribundos!... ¡tengan calor de chimeneas y pan y esperanzas y besos y senos tibios y blandos de madres!... porque ellos sienten más intensa y más profunda que los demás la dolorosa intuición de la felicidad sobre la tierra... ¡que surjan al fin, Señor! Fuera de la sombra despedazada, la cabeza nazarena coronada de espinas, ebria de alegrías celestiales, porque como tú entregan la vida para la redención del espíritu...

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¡Dios de bondad, azotado en tu camino por el escarnio de las muchedumbres, resignado y sublime! ¡Extiende tus alas sobre el tugurio miserable, en cuyo piso de tierra juegan los niños en medio del hambre y del andrajo! Cierne tu divina persona sobre sus cabecitas inquietas y dilata en el ambiente lóbrego y frío la mansedumbre infinita de tu pupila azul... Así vivirán dentro de tu gloria y podrán continuar siendo niños a pesar de ser tan pobres y seguirán mucho tiempo el tripudio inconsciente, sin que el dolor apesadumbre las almitas precoces...

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¡Oh Jesús! Porque tuviste tristezas hasta la muerte... cuando llegue la miseria a nuestras casas y desaparezcan las joyas y los ricos muebles y veamos salir con silenciosa consternación los recuerdos de la familia -esas sollozantes idolatrías del corazón- a perderse para siempre entre las baratijas de usureros mercenarios... ¡oh! ¡Entonces! ¡Si vuelven las reminiscencias de las horas felices a golpear con sus alegres notas la puerta de nuestros sucuchos, seamos tan fuertes y magnánimos como tu pasión! Haya esperanzas y lejanas alboradas y plegarias y fe...

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¡Bendice al pueblo, Señor! Que es todo sentimiento y marcha como extraviado a través del tiempo. No tiene la culpa del crimen que comete, seducida su alma ingenua por la perversidad, agachado el torso en el rudo trabajo de todos los días. Es holocausto que ofrecemos en las horas de peligro y víctima generosa que entrega su corazón en las batallas, y fresca primicia juvenil que arrojamos a las fauces devoradoras de la guerra... ¡Bendícelo, Señor porque no tiene goces, ni sol, ni lumbre en los días yertos! ¡Esos sacrificados que se arrodillan más de una vez al lado de las cunas   —430→   para calentar con sus besos la frente moribunda de los hijos!...

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¡Que haya amor para todos! ¡Que sea ley y sentimiento universal el perdón! ¡Que haya cobijas y pan y sombras en los días estivales y sean estas las últimas amarguras de nuestra casa!... Que caminen los hombres para siempre en procesión solemne el sendero del bien para que puedan entrar todos -una generación después de otra- en las regiones maravillosas de la eterna vida...

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Delante de este crucifijo, donde estás clavado ¡oh Jesús! Con tu cuerpo de mármol lánguido y abandonado a la muerte, la divina efigie inclinada hacia la tierra, sea esta plegaria para tu memoria, ¡oh increada magnificencia! Acuérdate de nosotros: dadnos aliento y vigor... Acuérdate de la sombría congoja del corazón de Genaro... ¡Perdónalo Señor!...

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Porque era tesoro de bondad como tú... y sobre la tierra tuvo su Gólgota, sálvalo Señor   —431→   y con él a todos los solitarios, a esos angelicales que inician la vida sin puntos de apoyo, a los que no han sentido jamás sobre la cuna el robusto aliento paterno...

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Porque has levantado a Magdalena, arrodillada a tus pies, secándolos con su larga cabellera de oro... porque irguió su frente redimida en el beso del perdón, y marchó entre las divinas dulzuras del arrepentimiento hacia las glorias del cielo... guarda a Genaro del abismo a que se precipita y recógelo en tus brazos antes de morir, porque es tesoro de bondad...

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¡Salve Jesús! Melancólico mártir, ¡doliente anacoreta de la noche tristísima del monte Olivos! ¡Tú has rezado la plegaria para todos. Tú has perdonado siempre! Eres amparo de los hogares que sufren y esperanza de resurrección para las virtudes que mueren. ¡Porque perdonas eres Dios! Por tu crucifixión eres Dios y porque contemplas con inagotable benevolencia los extravíos humanos...

  —432→  

*  *  *

Las dos mujeres sintieron ruido detrás de ellas.

Carlos Méndez estaba parado en el umbral oyéndolas rezar. Sus ojos estaban secos, su fisonomía turbulenta y hondo el surco de la frente. Había cierto frío siniestro en toda su persona.

-Carlos, dijo la madre acercándose, es necesario sufrir con resignación. La desventura lo ha querido así...

-No, mi madre. No es la desventura. Es la maldad humana que arroja de cuando en cuando alguno de sus heraldos brutales sobre el corazón ingenuo. Es el triunfo de los poseídos de las pasiones innobles... Eso es y nada más... Hay hogares, madre, nítidos y albos como la pureza... místicos como los altares, pero pasa uno de estos bichos babosos y deja el galón plateado, con que se adornan después los cajones de muerto que salen por allí... Yo lo he visto eso y tú más que yo...

La madre inclinó la cabeza, mientras Carlos hablaba con violencia...

-Mejor sería, madre, desaparecer, si es que hemos de ser iguales siempre... Si las generaciones que nacen son mejores que las que se han ido, ¿por qué el individuo, desnudo de la hipocresía social, ha de ser siempre un contaminado?...   —433→   Yo vuelvo a perder la esperanza, otra vez, porque las infamias, que observo a cada rato me hielan el corazón. ¡Eh! No hay amigos, no hay cariños, no hay deberes... Te dan la mano derecha y con la izquierda te sacuden el zarpazo que amarga la vida. Muchos van a misa, se confiesan y creen en Dios un cuarto de hora, y son los deshonestos y los ladrones del resto del día... Tráeme tú, mi madre, un hombre que se alegre, que tengas riqueza y paz y sosiego y gloria y que a pesar de todo te dé la mano para ayudarte en tu camino de batallador y yo le diré entonces: bueno, ¡váyase! Vd. es un anacrónico; ha caído Vd. a la vorágine de los intereses sórdidos. ¡No se hunda en la sima hedionda! ¡No vaya a dejar en arambeles esa aureola de la edad del oro, que le rodea la frente! ¿Dónde va a encontrar fuerzas para retrotraer los tiempos? ¿Se imagina Vd. que todavía se puede ser caballero?

Carlos, interrumpió Dolores tímidamente, tú te exaltas demasiado...

Quisiera no haber nacido yo... y no haber sido nunca lo que soy y no haber hecho esta casa con el trabajo de mi cuerpo y con los dolores de mi inteligencia, porque yo sé que los que vengan después van a derrochar el tesoro y van a desbaratar su renombre... A   —434→   cada paso, Dolores, hay familias que olvidan a los padres y los deshonran.

-Has levantado la voz, hijo mío, dijo Catalina y la chiquita se ha despertado.

Méndez se calló y en el silencio aquel se oía la voz de la niña, que hablaba, como si estuviera soñando...

Papá es bueno, decía,... me compra muñecas... son las hijas de mi corazón y yo las quiero.

El médico se estremeció...

La otra noche, seguía la niña con lentitud, me trajo un delantal azul con el cuento de Pulgarito y él me lo contó, y me dijo dándome un beso: todos somos hermanos y debemos protegernos, como hizo Pulgarito. Papá es bueno, bueno...

Como atraído por la fascinación de aquella voz infantil se fue Carlos acercando a la camita. La niña soñaba todavía: vamos en el coche... Papá en el pescante, al lado mío... porque el pobre Genaro se ha ido lejos... muy lejos.

El padre sintió una profunda ternura. Inclinó su cuerpo y besó la frente de la chiquita. Ésta rodeó ya despertada un gran rato el cuello del padre y le acariciaba las mejillas con sus besos...

  —435→  

En la casa dolorosa se mezclaron los murmullos de la tierna escena con los cánticos en la capilla de San Carlos que llegaban hasta allí. Había largas ondulaciones melodiosas del órgano y exquisitas notas que hablaban en místico lenguaje la invitación a la plegaria mientras los seráficos ideales de aquella música y los éxtasis paradisiacos poblaban el hogar entristecido de melancólicas reminiscencias. Carlos inclinado sobre la cama de la chiquita, pensaba en los que ya se habían ido para siempre de su casa y en ese vacío inconsolable que cada uno iba dejando en ella, como si tuviera miedo que esas personas queridas, que lo contemplaban en silencio, pudieran algún día encaminarse por el lóbrego sendero en el viaje que no tiene término. Si él llegara a quedar solo, ¡Dios Santo! Si las paredes se cubrieran del verde manto de la yedra que trepara aferrando con sus barbas los escombros y penetrara las largas grietas, invadiendo puertas y ventanas hasta envolverla entera, entera en el tupido follaje, mientras la maleza lujuriosa y polvorienta enmarañaba los senderos y todas aquellas músicas del bosque se transformaban en graznidos feroces de aves carniceras, girando y girando en lo alto en siniestros círculos... Él iba a ser entonces el espectro   —436→   de la urna abandonada. Se iba a sentar sobre el reclinatorio dentro de la lóbrega sordomudez de aquel sepulcro para que poco a poco se secara su cuerpo y morir tirado sobre las alfombras al pie de la cama de su chiquita mirando la cripta de cristal transparente, donde yacía rígida y cenicienta su adorada larva vestida de su largo traje de seda... ¡Oh blanda caricia de su corazón vigoroso, amable compañerita de su vida errante de médico! ¡Cómo lo acompañabas llena de gentileza en la cruzada de honor, oh angélica! ¡A través de los contagios, donde él arrojaba intrépida el alma! ¡Qué recuerdos de besos recibidos en las noches deliciosas de descanso, qué lejanas e inenarrables armonías eran en ese momento los ecos de la voz suavísima de su chiquita que era el candor ingenuo, la hada encantadora misionera de la tierna paz del hogar bendito. ¡Adiós a su alegre casa de los anchos corredores! ¡Por qué han muerto tan pronto tus sueños de gloria! ¡Dónde están Carlos, las festivas imaginaciones de otros tiempos, los heroicos propósitos del hercúleo luchador! Está moribundo el arrepentido de antaño. Dios Santo. Por qué aquella vieja herida de la frente no desgarró el cerebro con los agudos fragmentos para que él no viera ese sarcófago de   —437→   su casa donde estaba Dolores acostada en el suelo durmiendo el sueño de la muerte, con su cabellera negra suelta y los ojos abiertos y vítreos y sin elocuencia... ¡Eh! ¡No! ¡No! Él los va acompañar en el viaje tenebroso. ¡Esperen fantasmas idolatrados!... hundido noche y día en las dolientes quimeras de sus pensamientos... morir de hambre y de sed y de crucifixiones gota a gota al lado de ellos sufriendo por todos y para todos...

-Todo este fúnebre soliloquio tuvo el médico inclinado sobre la cama de la niña, dormida otra vez bajo su mirada abstraída y enigmática, hasta que Catalina y Dolores se acercaron a él y lo estrechaban entre sus brazos... mientras dos grandes lágrimas cristalinas se detuvieron un rato en el ángulo del ojo sombrío y rodaron enseguida por sus mejillas, como si su pecho de bronce se hubiera hecho pedazos en silencio.