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ArribaAbajo- XI -

Conferencias


Estaba el abuelo del Río, sentado en el comedor, el viejo guerrero de ochenta años, que tenía en su corazón, como la síntesis de diez generaciones de nobleza. Hizo él también la Patria en las batallas ciclópeas, rojas las laderas de sangre, cuando la razón y el derecho humano dirimieron con la conquista el gran problema. Entró envuelto en su capa en la tiniebla de los cuartos esquivos y misteriosos de las conspiraciones, donde los ecos del sentimiento común se fundían en rojo crisol, transformados en propósitos heroicos y sombríos hasta la muerte. Fue agitador después de las turbulentas asambleas populares, cuando en el vaivén formidable de las muchedumbres tumultuarias, estrepitaban las rabias libres y salvajes. ¡Eran los años juveniles   —152→   aquellos, en que el ojo ríe y se tiene la barba de seda y oro! Bajo la fría garúa, en la inmortal mañana gris, amaneció la ciudad más temprano y llegaron sus hijos en tropel a la gran plaza. Un murmullo de voces aquí y allá, un rumor largo y sordo, grupos y corros y confundirse de gente y correr agitado de un lado a otro y puños que se levantaban amenazadores y sigilosas y violentas disputas y de repente sonar de un costado griterías atronadoras...

Y se oían la diatriba acre, el comentario sarcástico y las palabras burlonas y los epítetos feroces. Iban llegando nuevos grupos y arrojando a la hornaza el vigor de las palabras ardorosas y se veían como ondulaciones en la masa apiñada y ralear de repente y recomponerse en otra parte, no resistiendo a veces el nuevo empuje del gentío rebozante. Estallaban risotadas numerosas y diálogos rápidos y dicharachos plebeyos y mordaces, con silenciosos apretones de manos aquí y allá y palabras de esperanzas y de gloria. Había silencios repentinos y luego palmoteos y reboatos bramando de punta a punta, creciendo hasta el colosal rimbombo, que rodaba en vértigos con la turba heroica y arremolinada, mientras los oradores pululan en medio del tumulto y arrojan el   —153→   verbo apocalíptico del espíritu nuevo e irritan la pasión generosa.

Los gritos de godos, hijos de tal por cual, hendían el aire sibilando y más lejos apóstrofes, que eran como alaridos de rencores seculares y fulminaciones de odios sobre la frente de todos los déspotas del mundo, manchados de sangre y de exterminio.

Eran réprobos y aglomeraciones de cosas nefandas y fragmentos del caos ignominioso y miserable, abominaciones incestuosas, que tronchan las alas fulgurantes de los pueblos en marcha hacia el ideal y menguados anacrónicos, que enlodan del honor humano la inmaculada vestimenta, hasta que se hizo una barahúnda, con resonancios prolongados de colmenas enfurecidas, mientras la gente sube y baja las escaleras del cabildo y es atropellada por la muchedumbre, circuida, interrogada, azotada de aquí para allá21 y se pedía a gritos la presencia de los tribunos, hasta que fueron libres...

*  *  *

Asistió a las batallas gigantescas y la victoria bendijo a los soldados, que marchaban cumbres abajo, las filas brillantes, empinadas y   —154→   movedizas de las bayonetas de cuatro en cuatro. Escribió la Biblia después en el Congreso de Tucumán, emanación ese libro de todas las justicias, fragoroso raudal de la poesía de todos los derechos y más glorias todavía y dilatadas sombras después... Los hermanos contra los hermanos, la lucha de años, bregando todos en las batallas de muerte, por encontrar la fórmula de la vida nacional perenne, porque el edificio de la libertad, se ha hecho con el fosfato de cal de los huesos y con los grumos de sangre, de la mitad de los pueblos, que se despedazan en sus vorágines y la conquistan muriendo...

*  *  *

Todos sus hijos habían desaparecido, entenebrada la mente en las luchas civiles, y cuando él construyó su casa en el barrio de Almagro, que era un rincón solitario de aquella patria, que él había cobijado con su cuerpo herido más de una vez, solamente Dolores lo vinculaba a la tierra, de nívea tez de mármol y negra y abundosa cabellera de raso. Tenía la cabeza blanquísima y las canas finas y sedosas corrían echadas hacia atrás, descubriendo la frente amplia, surcada de   —155→   arrugas transversales. Eran sus ojos negros, rasgados y chispeantes, a pesar del círculo ceniciento y opaco, que había rodeado la córnea y el arco de la ceja izquierda grueso y abultado, sombreaba la órbita, bajando rapidísimo y levantándose cuando conversaba. La barba larga y rizada, y el bigote invadían la mejilla y los pómulos, a semejanza de hermosa cristalización, límpida y nítida y transluciente, que dejaba ver la línea recta de la nariz fina y levantada, esa barba que él solía acariciar, con la mano de piel escamosa, amarillenta y seca jaspeada de manchas pequeñas de cobre viejo. Era su cuerpo encorvado y alto y caminaba con un bastón por la casa, que Dolores había convertido en un nido tibio para abrigarlo.

*  *  *

La estufa del comedor estaba prendida en esa noche de invierno. El carbón enrojecido dejaba levantarse a millares lenguas ardientes y azuladas, que volaban rápidas, como a quererse escapar por el caño de zinc negro. Una nube de chispas estallaba dentro de la cuenca de hierro, castañeteando, mientras aparecían llamas más largas y amarillentas, víboras   —156→   triangulares, que se erguían serpeando y lamiendo un rato la circunferencia y se hundían en brasa. Cada una de ellas murmuraban roncas canciones, que sonaban dentro del caño, como si evocaran viejos rezongos de algún conciliábulo siniestro y doloroso. Al rato se extendió vivísima y quieta, sobre la reja de la estufa, la lumbre escarlata y de cuando en cuando aparecían hilos de fuego en el aire rápidos y fugitivos, en medio del gran reflejo purpurino y crujían chispas a veces, a semejanza de esos tiros lejanos, que se sienten a largos trechos en la noche, que sigue a los combates. Caliente y cariñoso estaba el comedor, con su gran quinqué de queroseno que pendía sobre la mesa, envueltas las barras de hierro, que lo sostenían en tul transparente y azulado, que lo circuía todo, difundiendo las medias tintas de suavísima luz sobre la alfombra espesa, blanda y señorial en su color hoja muerta. Iluminaba el negro cristalero de jacarandá, elevado como una gran torre de ancha base, con columnas y espejo en el centro y elegantes y artísticos tallados de bajorrelieves, a través de cuyos vidrios aparecía la superficie iluminada de los utensilios de plata. Los cortinajes, que descendían desde lo alto de las puertas, que daban al jardín, estaban recogidos en graciosa   —157→   curva a un lado y otro y dejaban ver los vidrios opacos de humedad, a través de los cuales se discernía lejos en el patio, como en una penumbra, la imagen del comedor y la luz tenue del quinqué y las sombras desvanecidas de los retratos de la familia y la línea tenebrosa y larga de la vieja espada...

*  *  *

Dolores, de pie, cerca de una de esas puertas y el abuelo en su sillón de siempre al lado de la estufa. Inclinaba ella un poco su cabeza sobre el pecho y parecía mirar la enmarañada mancha informe de la arboleda del fondo, mientras él jugaba tranquilo y risueño con el borde de su capa, que caía en abollonados pliegues hasta el suelo. Contempló este un rato aquella angelical criatura, que lo rodeaba el día entero con sus cuidados y que lo retenía contento sobre la tierra; y le hacía amar el sol y la vida a él, que solía tener el deseo de dormir en paz al lado de sus hijos, mientras el reloj movía en aquel silencio el péndulo redondo de bronce, arrancando en cada tic-tac un segundo al tiempo, para arrojarlo al pasado.

¿Qué piensas Dolores?, preguntó Del Río. Parece que estuvieses triste.

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¡No, papá! (así lo llamaba siempre). Miro la noche serena y fría y veo a través de los vapores del vidrio, levantarse blanca la luna allá lejos, y pienso qué felices somos nosotros, que tenemos fuego y alfombras.

Tienes razón. Cuántos hay que trabajan a esta hora con los miembros ateridos y cuántos no saben si habrá mañana pan y calor para sus hijos... Y mientras uno es joven no es nada; la estufa está en la sangre, que hierve. Se sale a la calle, se trabaja y se corre y se toma alcohol como nosotros en las guerras. Pero después ya no es lo mismo; el cuerpo se hace pesado.

Tú eres robusto y ágil, papá, interrumpió Dolores.

Sí, pero me dan ganas a menudo de quedar quieto y de encogerme en un rincón, para aprovechar todos los átomos de calor, que irradia mi cuerpo. Parece que haciendo eso, pensáramos en la otra quietud más grande y más profunda que está por llegar.

Oh, papá querido, tú vivirás muchos años dijo la niña, mirándolo con inquietud.

¡Eh! No tanto, Dolores. Fíjate cómo me gusta estarme al solcito -Te aseguro, que eso me abrasa la ropa y mirá qué diferencia hay entre los que van a vivir mucho y yo... Esta mañana a las doce, estaba yo sentado al sol, con   —159→   mi sobretodo de pieles y lo vi pasar a Genaro, contento en sus veinte años y en mangas de camisa.

¿A Genaro? Preguntó Dolores con ímpetu.

Cómo no: y con un brazo en cabestrillo.

Entonces ¿ya está bueno papá?

Así parece y yo le pregunté si lo había asistido Valverde, que es el único médico que anda por acá desde que Méndez está enfermo.

Ese no, me contestó, como si tuviera rabia. Me vio D. Manuel de Paloche y una vez D. Carlos, que ya está casi bueno.

Yo le dije entonces que si Méndez volvería, y me replicó enseguida emocionado: yo lo aseguro, señor del Río, que volverá.

Y yo lo extraño mucho, Dolores, y me gusta su carácter impetuoso y sus exaltaciones y oírlo conversar irritado y arrojar anatemas violentos sobre todo lo que es malo..., un poco como yo en aquel gran día, cuando culebreaba como un endemoniado entre los grupos y azuzaba las iras de los amigos.

¿Y cuándo vendrá? Dijo Dolores echándole los brazos al cuello, como si quisiera ocultarse.

Con ese mismo tono tuyo me hablaba Genaro.

Es que yo te voy a hacer una confesión.

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¿Tú, confesiones?

Sí, yo.

¿Y cuál? Preguntó sorprendido el viejo.

Yo también lo extraño a él...

Tú ¿y qué maravilla22 es esa? Es un caballero a pesar de lo que ha hecho, y un amigo nuestro, y además hace falta que vengan a visitarnos, porque los dos nos quedamos callados un largo rato, como si ya nos hubiéramos dicho todo y los viejos, que vivimos aislados del mundo, necesitamos que nos traigan los ruidos de afuera.

¡Oh papá! Ojalá venga pronto, exclamó Dolores.

Y yo también deseo que tú vuelvas a la sociedad, que hace tiempo no frecuentas. Es necesario, porque la vida solitaria entristece y apoca nuestra inteligencia. Y uno se hunde en su propio orgullo y se hace huraño y misántropo y cuando llega a viejo, recién se apercibe, que todo aquel mundo de nuestro espíritu era una ficticia fantasmagoría. Las honestas conversaciones enseñan, corrigen y enaltecen.

Sí, contestó la niña, iré otra vez a las fiestas y te llevaré bien abrigadito, encerrado en el coche.

Así me gusta que seas siempre; no como   —161→   este tiempo pasado, en que tú caminabas tan melancólica por la casa y llenabas de pena el corazón de este pobre y viejo amigo tuyo.

*  *  *

Dolores lo abrazó y le prometió todo. Ella iba A ser alegre y a cantar el día entero como los pájaros. Volvería a su tocador y a sus trajes ricos y sería la elegante mujer adorable de antes. Asimismo que en invierno había fuego en toda la casa, ella iba a separar las cortinas para que entrara el sol a inundar23 de luz las habitaciones, porque se piensa mejor y se ama la vida más intensamente entre las claridades tibias. Desde entonces, arrojadas fuera las penumbras y los silencios, las notas del piano correrían de un lado a otro, desatando las divinas armonías, esas filigranas melodiosas, que cuentan baladas de amor y hablan el misterioso y patético lenguaje del cielo lleno de brumas y describen la serena y etérea transparencia de la noche. Porque ella pensaba desde entonces pasear del brazo con su viejo abuelo por las alfombras y admirar aquellos copos blancos y sedosos de su cabeza y pedirle le narrara siempre los episodios de su vida gloriosa. Estarían en el comedor mucho tiempo,   —162→   delante de aquellos retratos, para que él le contara todas las leyendas de honor de aquellos muertos y las horas vagabundas del exilio y la miseria y el nombre conservado sin tacha. Y de noche hacía propósito de abrigarlo bien.

Con su gran boa de lana, envuelto en su capa delante del fuego y sentada sobre un taburete, iba a colocar la nuca sobre sus rodillas para mirarlo y escucharlo y no lo dejaría dormirse como solía hacerlo, llenando el comedor con sus cantos y con su charla apurada, llena de ingenuidades infantiles. Después pensaba llamar al sirviente, hacerle calentar el aposento y planchar las sábanas, para que se acostase, cuando ella hubiera colocado sobre su mesita de noche desparramadas las pocas flores que podía encontrar en el jardín. Enseguida se iba a sentar a su lado, para leerle entretenidas y honestas historias y arrullarlo con su voz melodiosa, hasta que el sueño se apoderase de todo su cuerpo y ella lo viera descansar con el rostro blanco y tranquilo. Porque al fin el invierno crudo había de cesar y ella entonces, abriría las ventanas bajo el sol más tibio, para llamar las ráfagas primaverales henchidas de perfumes y saldría con él del brazo por los rojos senderos del jardín, pidiendo   —163→   frescuras a la sombra de la arboleda, para que le narrara la novela de aquellas plantas. Desde chicas las había cuidado y sostenido el tallo flexible y débil y había asistido a todos sus misteriosos amores y enfermas y mustias a veces, las regaba, hasta que brotaran flores, anunciando la juvenil resurrección y su mesa se cubría del fruto opimo y sabroso. Entonces en aquellas noches, sentados en el jardín, escuchando los murmullos de la brisa entre las hojas y el gorjear del canario en medio de la luz del comedor, mirarían cruzar los bolidos, como chispas extraviadas en el gran incendio de las constelaciones bajo la infinita majestad del cielo. Y así por mucho tiempo hasta que un día le iba a revelar todo, al viejo sublime y santo... el ímpetu desordenado y celoso de aquel hombre, la marca roja de su muñeca y la angustia de sus noches insomnes... Ella había perdonado y en el abandono visto crecer a pesar de todo su pasión; porque las grandes pesadumbres son generosas y el amor irritado y entristecido se agiganta en la savia amarga y fecunda del dolor y había rezado por él muchas veces en las pensativas oraciones de sus días largos. Ella lo conocía bien; era como un chico bravío de esos que viven y crecen en la calle, chicos semi-salvajes, que   —164→   no se sabe si tienen padre, ni casa, y que se despedazan a veces enfurecidos el cráneo contra las piedras, pero que son amables y exquisitos en su tierna sensibilidad, cuando la dulzura los llama, y la blandicia les roza la frente oscura y les cierra los ojos el beso de la mujer. ¡Si él volviera! Ella iba a mitigar el ímpetu acerbo de su espíritu, rayo de luz de sus noches; y sentía entonces ser más que su novia, una afectuosa y grande alma de madre, meciendo la cuna enorme celestial de penumbras, donde estaba acostado el gigante vencido y feliz, agrupado su cuerpo bajo el mismo delicioso de la inefable caricia.

*  *  *

Daban las nueve de la noche en el silencio del comedor. El viejo sentado en el sillón24, se había dejado vencer por el sueño y Dolores detrás de él apoyada al respaldo tenía la mano perdida entre sus cabellos blancos. Se sintió entre los toques de la hora el brusco rodar de un coche, un portazo, las vibraciones ruidosas de la campanilla y al rato entró un sirviente con una tarjeta que Dolores leyó. Decía: Catalina Méndez.

¿La haremos pasar a la sala papá?, dijo la   —165→   niña, enseñándole la tarjeta al viejo, que se había despertado sobresaltado...

No, hija mía, aquí.- En la sala entran todos, hasta los indiferentes, los enemigos y los tontos. Esta es la pieza en que la voy a recibir. Es una amiga de nuestra casa. Ella debe estar aquí entre el calor, que nos abriga a todos y se adelantó a recibir a la señora, que entraba.

Esta abrazó y besó a Dolores en la mejilla y extendió la mano hacia el viejo, que la apretó temblando y arrimó un sillón, haciéndola sentar cerca de la estufa.

¿Qué felicidad es esta, doña Catalina? ¡Pocas veces esta casa habrá recibido honor más grande!

¡Ojalá! Sea tanta la felicidad, contestó la señora, como es grande su renombre.

Antes, dijo del Río, en esta ciudad, cada uno era un glorioso, de erguido y temerario rostro y había hazañas en las páginas del libro de nuestras familias, cuando desafiábamos airados las inciertas oscuridades del porvenir, la mano puesta sobre el puño de la espada. Ahora no es así... Somos viejos y muy poca gente se acuerda de nosotros. Así son las cosas. Para que lo vean a uno es necesario mostrarse a cada rato. La humanidad olvida fácilmente, sobre todo a los que se esconden y después no hay   —166→   derecho de exigirles tampoco que sepan, qué color tenía aquella sangre, que derramamos en los campos de batalla... Hace tanto tiempo de eso... el color se desvanece y la sangre se la comen los prados y se la llevan los ríos para siempre.

Qué ideas tan tristes tiene Vd. esta noche, señor del Río, interrumpió Catalina. ¿Y si eso no fuera olvido? ¿Si fuera demasiado que hacer? Fíjese que aquí cada uno hace varias cosas a la vez. Todos corren y viven agitados y ansiosos, como si cada cual quisiera dejar una huella profunda de su paso... Eso que se llama ambición en muchos y que se combate tanto, no es para nosotros sino la necesidad fatal de llegar pronto a alguna cosa grande... Eso es nuestro purgatorio...

Cómo alientan sus palabras, replicó del Río; yo veo en ellas el espíritu altivo de su familia.

Porque os necesario reflexionar, seguía la señora como dominada por aquella idea... A mí se me ocurre, que todos estos apuros derivan de este desequilibrio: somos demasiado pocos y tenemos un país demasiado mucho y perdone Vd. esta fraseología paradójica.

Por las enseñanzas, dijo el abuelo, que derivan de sus palabras, yo le decía a Dolores hace   —167→   un rato, que las visitas de los buenos amigos dan alegría y valor... Porque nuestra vida es un poco monótona; hay que confesarlo. Imagínese que cuando Vd. llegó, yo estaba dormido al lado de ésta... Y hay que ver que mi hija ha cambiado mucho de un tiempo a esta parte y eso me ha hecho más soportable vivir.

Pero, papá, interrumpió la niña ruborizada, ¿por qué le dices estas cosas a la señora?

¡Oh! Déjelo que hable, hija mía, contestó Catalina. A los viejos es necesario no contradecirnos; nos gustan que nos acaricien y nos adulen, si no nos ponemos nerviosos como chicos mal criados.

Rétela, Catalina. Si Vd. supiera lo que me ha hecho sufrir.

Yo no, contestó Dolores. Son cosas de su cabeza, señora. Papá siempre cree, que es cierto todo lo que piensa de mí...

Con que creo ¿no? Figúrese que siempre quería quedarse sola y no ir a fiestas y de repente la sorprendía en su cuarto, como si hubiera sollozado y unas extremas sensibilidades por cualquier desventura, que le narrasen y yo veía que todas esas ternuras la estaban dejando transparente.

Qué ridiculeces, papá. Yo me enojo contigo y me voy, dijo sonriendo Dolores y poniendo   —168→   el dedo índice, sobre sus labios, agregó: me voy a preparar el té. Pero tú no le cuentes más estas cosas a la señora; porque se va a aburrir y no te visitará más -y se retiró sonriendo y saludando con las mejillas sonrosadas y sintió en su espíritu como una cosa alegre, que la hacía caminar ligero por la casa y al llegar a su dormitorio iluminado, se miró en el espejo y se comprimió con las palmas el cabello en las sienes, moviendo rápidamente con cierta coquetería la cabeza a un lado y otro.

*  *  *

Hermosa y buena, dijo el viejo cuando hubo salido Dolores... Si no fuera por ella me hubiera muerto quizá...

-¿Vd. nunca ha pensado, señor del Río, que algún día podría irse de su casa?

-Sí, alguna vez. Al fin eso es lógico. Yo he visto pues lo que sucede con las que se quedan solteras. Parece que estuvieran de más en todas partes y suelen caer en último término, a las casas de cuñadas perversas y son objeto, casi siempre de una conmiseración burlona. Es un porvenir nada agradable.

Sin contar, agregó Catalina, que suelen quedar solas y sin amparo y condenadas a vivir   —169→   retraídas de la casa a la iglesia, llevando una existencia estéril y nerviosa.

-En fin, si eso sucediera, si se fuese Dolores algún día, contestó el viejo con voz temblorosa, yo tendría, lo digo ingenuamente uno de los disgustos más grandes de mi vida. Para nosotros, que estamos tan viejos, son seres muy necesarios. Saben y hacen todo y la previenen a Vd. en sus deseos, consiguiendo alejarlo de esta manera, de todas las pequeñas molestias, que los detalles de la vida acarrean consigo y lo hacen vivir dentro de la órbita tranquila de sus espíritus, como si supieran que cuanto más anciano es uno, más necesita que lo acaricien y le perdonen muchas cosas... pero también creo que no hay el derecho de ser egoístas...

Me alegro encontrarlo tranquilo en estas reflexiones, dijo Catalina, porque yo traigo una misión ardua y delicada.

En sus manos finas de embajadora elegante, ninguna misión puede perderse, contestó sonriendo del Río.

Gracias, mi viejo amigo, por su galantería, pero lo invito a que se fije que se trata de cosas muy serias.

Me pone en cuidado, Catalina. ¿Qué hay?

Hay, que mi hijo quiere volver a su casa...

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¿Pero cómo no? Eso mismo le decía hace un momento a mi nieta... ese deseo de que él volviera.

Pero hay también, señor del Río, que el doctor Carlos Méndez pide por mi intermedio la mano de la señorita Dolores del Río.

¿Eh? ¡Qué dice Vd., señora! Contestó el viejo con tono agrio, parándose y mirándosela intensamente. ¿La mano de Dolores?

¿Casi sin que se conozcan ellos? Porque al fin se han visto dos o tres meses a intervalos y no parecía pues que... Y después él se ha retirado y en esta casa ya no se ha sabido nada -a no ser que esas tristezas de Dolores derivasen de disgustos. ¿Pero si ellos no se aman, señora? ¿Dónde? ¿Y cuándo? ¿Y en qué tiempo? ¿Su mano? No: es imposible. Confiese que ha tomado Vd., señora, el papel de diplomático a lo serio y esta es una estratagema suya.

El viejo había levantado su cabeza y se paseaba por el comedor y todo lo hablaba con precipitación, como si tratara de aturdirse y como si hubiera visto claro en muchos acontecimientos extraños y misteriosos... Aquellos cambios de carácter de su nieta, el piano cerrado tanto tiempo, la vivacidad juvenil perdida, su paso lentísimo por la casa y   —171→   ciertos crujidos como de páginas de libros, que ella estuviera leyendo y dando vueltas a altas horas de la noche, cuando él ya estaba cansado de dormir... que se conocía, que estaba despierta y él oía desde sus cuartos los pasos de ella lejanos y callados. Se acordaba de ese desorden de su casa y un abandono que no había visto antes. A veces hacía decir que estaba enferma y sus ojos negros habían adquirido una expresión de amargura tan grande en aquel rostro palidísimo. ¡Pobre viejo inservible que no había comprendido aquel dolor mudo y había visto caminar por su casa tanto tiempo aquella hermosa tristeza, sin tener para ella la dulce ternura, que tanto agradecen las almas, que no pueden decir que sufren...

*  *  *

El viejo volvió de sus pensamientos y vio a Catalina Méndez, parada enfrente de él, contemplando, con la cabeza inclinada, como si perdonara aquel soliloquio.

Señora, pido a Vd. disculpa por mis distracciones dijo el abuelo; pero me parece que Dolores debe saber esto antes.

Ya esperaba, Señor del Río, esta contestación   —172→   suya, porque estas pasiones son heridas desgarradas, sobre las cuales los padres no deben pasar la mano áspera, para que no se trasformen en frenesíes violentos y comprimidos, que anonaden y maten.

¡Nunca! exclamó el Río. Los viejos son los que deben morir. ¿Ha visto Vd., Catalina, cómo se desgaja el ombú, que no tiene savia? Sus ramas más agudas se agachan, sin hojas y cenicientas hace tiempo y penden resquebrajadas, moviéndose en el viento; las otras resecas y ásperas, mostrando las puntas de su trama desfibrada se hienden en canal a lo largo, carcomidas aquí y allá, mientras el tronco va desapareciendo a trozos, dejando gigantescas cuevas oscuras, hasta que no queda a flor de tierra sino un cráter amarillento coronado de puntas y ángulos. Así debemos irnos nosotros... a pedazos, y dejar claridades y humus para las plantas juveniles.

Señor del Río, interrumpió Catalina, sus palabras son dolorosas y extraviadas.

¿Y qué queréis que os diga Catalina? ¿Que mienta resignaciones que no tengo? Nunca haré eso. Yo he visto morir a todos mis hijos uno después de otro, sin derramar una lágrima. Mi cuerpo se ha envejecido y está seco como el ombú, y tengo en el corazón cuevas   —173→   oscuras, cavadas por los arañazos y los desgarramientos de sesenta años de combates. Nada ha quebrado hasta ahora el fiero vigor de mi espíritu. Sé que mis años están contados y asimismo esa sombra eterna, que va a llegar no me asusta. Yo soy un intrépido, Catalina... y el viejo levantó su cuerpo en medio de la luz azulada y arrojó hacia atrás su cabeza soberbia y brillaron los ojos con todas las audacias del esplendor, mientras los músculos de su frente crispados aceptaban el nuevo reto del martirio.

Como eran grandes, los hombres de entonces, exclamó Catalina, arrebatada ella también por el ímpetu de aquella palabra magnánima... Yo inclino mi cabeza delante de todas las memorias, que Vd. ha evocado y que tienen tantos temblores de heroísmo y quiero besar su mano agradecida por este nuevo sacrificio.

No, Catalina; no me diga estas cosas, porque yo pertenezco a ese grupo de hombres que se enternecen con las palabras de la dulzura... Yo cedo por ella... por los dos, que van a empezar ahora a vivir y a sufrir... y me cuesta no digo que no, porque al fin este cariño mío por Dolores, era una sensación perenne de lánguida y sollozante ternura, como si yo fuera un desventurado pordiosero y no   —174→   un hombre... y yo no he sido varonil, ni he tenido en este caso la fortaleza, como con mis hijos y cuando pensaba que podía perderla, el corazón se me ponía triste y se me llenaban los ojos de lágrimas...

*  *  *

En ese momento entró Dolores, seguida del sirviente, que traía una gran bandeja cincelada de flores y abigarrados arabescos25 y sobre rosadas servilletas las tazas de té de porcelana. Ella sirvió a los dos viejos, que estaban parados en el medio del comedor y tomó su taza, yendo a sentarse un poco lejos, como si no quisiera interrumpir el diálogo; pero ellos quedaron en silencio y levantaban entre sorbo y sorbo los ojos a mirarla. Al fin la llamó del Río y le dijo:

El Dr. Méndez...

Si, papá, interrumpió turbada la niña.

El Doctor, pues, siguió el abuelo, pide permiso para volver a nuestra casa.

Tú me has dicho que deseabas eso, dijo Dolores.

Y además, balbuceó el viejo, por intermedio de la Señora pide tu mano.

¿Yo? No sé... Tú lo estimas y lo quieres,   —175→   decía a saltos bruscos la niña. Dijiste que era un caballero... pero yo haré lo que tú desees...

Un rato después, Genaro, tieso sobre el pescante, llegó a casa de Méndez y vio a éste salir ansioso a abrazar a la madre y oyó que la Señora le repetía: «Sí, muchacho sí, que vuelvas».

*  *  *

El abuelo del Río se retiró lentamente hacia su dormitorio. Estaba distraído y sus sensaciones lo absorbían, sintiendo fuera pequeño su pecho, comprimido por aquella garra áspera. Llevaba erguida su cabeza alta y brillante, como emergiendo de la zona oscura de la capa, que lo envolvía y al llegar al umbral, sintió roces ligeros sobre la alfombra, como si alguien lo siguiese. Era Dolores, que le preguntaba detrás de él, por qué no le había dado el beso de despedida como lo hacía siempre.

Un olvido, hija mía. Aquí está y le besó la frente.

Hubo un rato de silencio.

Tú estás triste, empezó Dolores. Yo no quiero que suceda eso.

¡Oh, no! Dolores, contestó Del Río.

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Sí, sí yo te conozco. No has sido amable con tu nieta. ¿Por qué está triste, mi viejo papá querido? Agregó la niña, abrazándolo del cuello en medio de las infantiles entonaciones de su voz tiernísima.

Es que las novedades de esta noche, Dolores, han sido tan extrañas y me preocupa tanto la nueva vida que va a empezar para ti... Tú comprendes que es muy natural este olvido en mí. Pero este rato de conversación contigo me alegra el espíritu. Te daré otro beso más y hacemos las paces...

El viejo acercó sus labios a los cabellos negros de la nieta, inclinando su cabeza y fue aquel cuadro una lluvia finísima de hebras y copos níveos y lucientes que le acariciaron el rostro de mármol; su cabellera26 negra destacándose en medio de aquel aéreo y juguetón encaje de armiño.

*  *  *

Dolores entró a su dormitorio, cuando el reloj daba la media noche, mientras una vela de estearina, alta sobre el candelero de cristal, iluminaba el cuarto, la llama triangular y viva lejos, serena y fija detrás de los espejos lucientes. Se arrodilló en el reclinatorio a   —177→   rezar sus oraciones, pero su espíritu no encontró al recogimiento. Había fiestas en su cabeza y panoramas de inquietos júbilos y todo aquel silencio parecía cruzado de estremecedoras sinfonías. Se acostó y cerró los ojos, como si tuviera miedo, que aquel ensueño se desvaneciera y entonces vio llenarse de fulgores el ambiente y brillar el gran cuadro de bronce de la blanca y semidesnuda pecadora salvada del naufragio eterno, que estaba colgada frente a su cama y todo aquel mar agitado gigantesco se aplanaba lejos en largas y mansas ondulaciones, transformado el espumaje revuelto, que azotaba el escollo en una blanca superficie tranquila, que se hamacaba con blandos vaivenes y quietos murmullos. Alrededor de la rompiente las aguas hacían vibrar en su seno, como una orquesta de violines escondidos. Ella veía a través de la diafaneidad de esmeralda una multitud de dioses mover los arcos lentísimos y distinguía sus trajes de algas perfumados de salinas emanaciones, los brazos desnudos de coral y sentía crujidos de espumas y chocar de perlas, como si acudieran en tropel a rodearla para alejar de su mirada el divino concierto. Ella los oía como si estuviera ebria del mareo de las ondas y bajo el plácido éter diáfano, aparecía en su   —178→   sueño corriendo hacia la playa una vela cándida, tendida al viento, mientras la glauca planicie estaba dormida y desmayada en el beso del sol. En la ribera se oyen lejanos y alegres cantares y la novia, la cabeza circundada de la flor del naranjo, arroja a la barca, que resbala, la larga faja del tul... Erguido sobre la proa, el gallardo y juvenil navegante... Ha cruzado los peligros del mar entre las hondas negruras de los ciclones, cuando estos silban y ladran sus bárbaros peanes, que rimbomban lejos, lejos y sacuden el aire caliginoso, que tiembla saltando de espanto... a través de la borrasca... de los bufidos exterminadores de la borrasca, que modela aquí y allá, por todas partes las ondulantes cordilleras, que suben y bajan la cresta de espumas. Contempla desde el crujiente maderamen de su buque las jarcias rotas, las velas rajadas y las parábolas rápidas y violentas de los mástiles que se acuestan al fin en la brusca tiniebla naufrágica... ¡Oh felices! ¡Los que han encontrado en la barca salvada, donde descansar el cuerpo yerto! ¡Cómo besa el velo perfumado el navegante! ¡Cómo salta a la playa, y cae de rodillas en la estática contemplación de aquel ensueño de amor de sus largas noches marinas! ¡Cómo murmuran lentamente las ondas la oda nupcial bajo el plácido azul!

  —179→  

Dolores salió en la mañana al jardín, mientras Genaro llegaba con una carta, que le alcanzó con el sombrero en la mano. Era sencilla y corta; y tenía perfumes de violeta. Estuvo mirando un rato el sobre, que estaba escrito con su letra sobre el rosado color. Al retirarse dijo a Genaro: que está bien... que lo esperamos y lo miró irse, acordándose de aquel día, en que ella lo había seguido, cuando se llevaba todos sus recuerdos...



  —181→  

ArribaAbajo- XII -

En la facultad de medicina


Examen de D. Manuel de Paloche y otras alcurnias


Fue un gran día aquel para la Facultad de Medicina. D. Manuel de Paloche y otras alcurnias cumplía cuarenta años y debía repetir su examen de anatomía. Los estudiantes preparaban la algazara formidable. Durante ese año, en que D. Manuel frecuentaba día a día la clase, habían tenido tiempo de conocer el atropellado desbarajuste de aquella inteligencia. Era la segunda vez que repetía la prueba y comentaban en anécdotas risueñas sus contestaciones disparatadas, llenas a veces de profunda intención. Sorprendía su manera sentenciosa y solemne de decir algunas cosas y revelaba en sus contestaciones cierto corte original   —182→   de pensador. Sabían los estudiantes, que Paloche no había podido retener la anatomía porque había ido perdiendo la memoria, a medida que el juicio iba tomando las de Villadiego.

*  *  *

Toda esa endiablada trama del cuerpo humano con vislumbres de púrpura caliente, la red intrincada del sistema nervioso, arrojando filetes en todas direcciones cargados de las emanaciones vibrantes de la vida para la nutrición y el movimiento y la masa roja y resbaladiza de los músculos habían perturbado su cerebro. El esqueleto bailaba en la noche al lado de su cama la danza macabra y él buscaba sin encontrarlos muchas veces los nombres de sus caras, bordes, epífisis y apófisis y agujeros. De repente iba caminando y lo perseguía un ojo. Blanqueaba delante de su pupila con el grande óvalo y se iluminaba por dentro en el resplandor rojo de la retina. Paloche veía amenazas en aquel color escarlata y daba una tendida violenta; pero las visiones se multiplicaban y aparecían en todas partes pupilas burlonas y agachadas como en acecho. Paloche sacudía sus hombros diciendo: ya   —183→   triunfaré, y seguía su camino. Tropezaba de repente en el cono rojo del corazón. Oía el tic-tac que parecía un rezongo siniestro de derrota, y veía el torbellino de la sangre, atormentado por la necesidad de arrojar la vida a la célula, surcar los canales nacarados de las arterias, cuyos nombres había olvidado. No importa, adelante; yo daré examen, pensaba y cuando despertaba en su dormir agitado, sentía dentro del pecho el sonido rítmico y espeluznante: tic-tac-tic-tac. A veces estaba tranquilo estudiando y recibía con temblores la visita del cerebro, ese gran señor olímpico del organismo. Se detenía al lado de él con los extraños culebreos de su trama delicada, blanda y marmórea partido en dos, como si eso fuera el espíritu humano; la mitad sensatez y luz y la mitad demencia y sombras. Él se hundía en sus meditaciones. Confesaba que no sabía el cerebro. Lo único que se acordaba era la situación de esa fresa roja de la glándula pineal y eso porque según el sabio aquel estaba escondida allí el alma. Gracias a la naturaleza que la metió donde no se viera. ¡Qué rasgo de genio! ¡Miren ustedes, pensaba D. Manuel, si estuviera en los ojos, como dicen muchos, aleteando en plena luz! ¡Qué espectáculos desagradables!...

  —184→  

*  *  *

Paloche era ilustrado. Había leído mucho. Se deleitaba en los grandes hechos históricos. Encontraba sublime la pasión de Jesús. Veía la gran trayectoria de la cruz a través de los siglos, pero cuando estudiaba las curaciones rápidas de esos enfermos, arrodillados a los pies del Nazareno, implorando salud, no encontraba lógico el milagro. ¿Para qué ese divino derecho? ¿No era mejor haber buscado el remedio universal en la naturaleza y haberlo trasmitido a la posteridad? ¡Si él lo encontrara! ¡Qué gloria y qué riqueza! Se hizo caminador de la campaña y volvía a su casa con grandes atados de yerbas. Compró retortas, hornos y morteros. Parecía un alquimista y pasaba a veces la noche, mirando la ebullición de sus pócimas. Creía, que en algunas de aquellas condensaciones oscuras iba a encontrar la panacea y fue el precursor de los partidarios de la quinta esencia, y de esos tranquilos sabios de las diluciones infinitesimales. Tuvo enfermos, que tragaron aquello y sucedió lo de siempre. Unos curaban y otros morían. Ninguna de esas cosas suyas era la panacea. Era necesario buscarla en otro principio. Despertaré la vida moribunda con el movimiento, decía. Asomó el masaje, pero para eso era necesario tener un título para librarse de muchas majaderías...   —185→   Ya no estaba aquel malvado Valverde para certificar las defunciones. Se matriculó en la Facultad. Al principio suscitó el asombro. Era la primera vez que había un discípulo de esa edad y los estudiantes lo miraban como a un animal curioso. D. Manuel de Paloche llegaba siempre, con su libro de anatomía27 debajo del brazo y conversaba con los muchachos mucho tiempo. Estos le vieron al rato la tecla en la punta de la nariz y la hicieron sonar... Paloche se destornillaba entonces... Narraba sus curas milagrosas. Definía el masaje y lo dividía en capítulos desde el vaivén suave, con la blandura de la caricia, que cura las palpitaciones y las gastralgias, hasta el brutal apretón que despega las coyunturas28 crónicamente enfermas. Tomaba actitudes de exorcistas y era un elocuente narrador de su manía. Llegaba a la Facultad con su aire de buen hombre, la galera en la nuca, la nariz arremangada y corta, los ojos vivos y pequeños. Fuera de aquello era reflexivo y hasta risueño y jocoso cuando olvidaba sus desgracias. De cuando en cuando algún chispazo de filósofo...

  —186→  

*  *  *

Ese día lo rodearon todos. Estaba más parlero que de costumbre. Empezó a juzgarlo todo, profesores, ciencia y estudiantes. Hizo con brillantes coloridos la psicología del Pan francés. Los muchachos lo escuchaban.

Es una arma terrible en manos de ustedes, exclamaba Paloche. Es la sátira escrita con los pies y la ironía, que flagela con polvo y ruido el rostro del maestro. A veces aquel sonido acompasado, que se inicia tímido aquí y allá y puede llegar hasta el estampido, significa el desenfreno del espíritu, jocoso por su uniformidad y violento por su fuerza, que anonada la timidez, achata la ignorancia y arroja lodo y baldones al profesor tiranuelo. Con estos últimos, sobre todo, no se gastan palabras y entonces el pan francés podría sintetizar todas las reacciones y todos los denuestos.

Es la audacia y la protesta y el guante arrojado altivamente al orden y a la disciplina y el porvenir tal vez entregado a las seriedades y a la sabiduría de relumbrón. Al lado del niño, que borronea el cuaderno y corroe el libro en sus bordes, el adolescente ha encontrado esta mueca, sin conocer tal vez su espíritu espléndido y filosófico, sin saber que en el fondo es una mezcla de amena e insolente procacidad y de los últimos retozones infantiles;   —187→   una síntesis que condensa el prurito de la burla y es la chacota y la ira y la impaciencia y la lluvia de mordientes alfilerazos.

Bravo, gritaron todos, aplaudiendo al cantor de la elocuencia unísona del taco y D. Manuel estrechaba las manos de cada uno recibiendo todo género de buenos augurios para su examen...

*  *  *

Con gentil continente y sin par donaire y ademán tranquilo y sosegado, caminando con su libro de anatomía debajo del brazo y el gesto placentero, se sentó D. Manuel de Paloche y otras alcurnias al lado de la mesa de exámenes. Presidía el Dr. Polifemo.

Era la sala una vasta pieza rectangular y angosta, cuyas paredes se levantaban empapeladas, ostentando aquí y allá retratos, las glorias médicas allí conservadas -y se unían al techo blanco y liso con festones de flores de yeso en su bordes y corona grande en el medio, de donde pendía oscilando una lámpara. En el centro del rectángulo adherido a la pared un púlpito, con anchas figuras alegóricas y las sillas dispuestas en hileras, dando frente a la mesa.

  —188→  

*  *  *

El doctor Polifemo tosió, señalando uno de los examinadores.

El cerebro, dijo éste muy serio.

Órgano del pensamiento, contestó enseguida D. Manuel, aunque no rece la doctrina con la religión cristiana.

No se le pregunta eso, dijo frunciendo el entrecejo el profesor... Siga Vd... anatomía del cerebro.

Y asiento del espíritu, que los sabios colocan...

Vuelvo a repetirle... anatomía del cerebro29.

Eso contesto pues, señor, replicó Paloche irritado.

Se sentían risas comprimidas.

Porque yo no soy, seguía éste, de los que se someten a aceptar opiniones, sin discutirlas y al fin creo que deben siquiera dejarle a uno la libertad de hablar.

Las risas se acentuaron.

Recapacite, señor Paloche, y cíñase a la pregunta.

Estoy ceñido, señor profesor. Pero antes de entrar al fondo del asunto, hago observar, que un órgano de tanta importancia, merece sus consideraciones psicológicas30.

No divague... al grano, al grano, señor.

No es divagar hacer psicología, contestó recio Paloche.

  —189→  

Basta, rugía Polifemo y tosió. Las risas se multiplicaron con cierta seguidilla sorda.

*  *  *

El doctor Polifemo indicó a otro profesor, para que examinara...

El corazón, señor.

En este caso, no voy a empezar con la vulgaridad de que es un músculo hueco, porque esto repugna a la altivez de mi alcurnia intelectual. Prefiero decir que es allí donde los sentimientos tienen su nido palpitante.

Está Vd. dando examen de anatomía, dijo Polifemo.

Pase lo de músculo hueco, contestó Paloche, pero no puedo dejar en silencio las relaciones que tiene con el cerebro, por sus nervios, arterias y venas.

¿Cómo se llaman? Preguntó el profesor. En este momento se había hecho en la clase un poco de silencio.

La aorta y las carótidas, contestó D. Manuel triunfante y las venas... las venas... Paloche no se acordaba y retiró su cabeza hacia atrás.

Portas: sopló un estudiante.

Portas replicó Paloche... Hubo como un   —190→   espasmo de todos los tórax, como un salto brusco del diafragma mientras éste seguía impertérrito: tanto señor profesor que los antiguos las llamaban: porta malorum como que los males de la humanidad nacen de los sentimientos exagerados y de la exacerbación de las pasiones...

Basta, señor, basta. Esto es insoportable decía el profesor, en momentos en que estalló sonora e irresistible la carcajada.

El doctor Polifemo se apretó el vientre, para no reírse y tosió con toda calma y señaló a otro de los profesores. Era necesario agotar todos los medios para que el fallo fuese justo.

Este levantó un hueso y dijo: ¿El esfenoides, señor?

¡Ah! Sí. Hueso largo.

¿Qué dice?

Corto, señor profesor, base del cráneo y...

Le pregunto, dijo el profesor, revolviéndose con rencor en el sillón, la anatomía del hueso, sus relaciones y órganos que lo atraviesan.

Estábamos en los preludios del pan francés. Algún tacazo aquí y allá, ciertas cepilladas tímidas del piso y una atmósfera de inquietud y de algazara.

Como venía diciendo, contestó Paloche, ese hueso forma la base del cráneo, y su cara superior   —191→   lleva el nombre de silla turca, con ese bárbaro exotismo y con esa nomenclatura de ultratumba, que nos ha sido regalada por los autores, porque si uno piensa con serenidad no puede menos que criticar acerbamente...

Basta, basta, repetía el profesor levantándose.

Polifemo tosió, agitó la campanilla con sonido estentóreo, mientras un ¡hurra!, de palmoteos, y de carcajadas y de retumbamientos del piso desordenado, saludó las últimas palabras de D. Manuel de Paloche, que movía la cabeza a un lado y otro, repitiendo: Estaba escrito. Tan luego este maldito esfenoides, que nunca me lo pude meter en la cabeza.

*  *  *

D. Manuel se retiró entristecido. El esfenoides lo perseguía y se le hincaban en las carnes sus apófisis. Llegó a su casa desvencijada al caer la tarde. En su rincón acurrucada estaba la mujer demente mientras Adela, la última hija leía un libro le medicina. Paloche entró con violencia y se lo arrebató y lo arrojó al medio del patio. Enseguida abrió su biblioteca y fueron los volúmenes uno tras otros a sacudirse desencuadernados contra el   —192→   cerco de moras. Volaron los morteros y las retortas de vidrio y los tubos de ensayo y los matraces y se hicieron añicos retumbando por el piso de ladrillo. Aferró un hacha y mientras las mujeres se retiraban asustadas al fondo, D. Manuel hizo saltar los vidrios de la biblioteca y rajó a lo largo sus tablas y las despedazó en fragmentos. El barrio se llenó de rumores, mientras los lanzaba fuera. Corrió a la caballeriza, donde el jamelgo tordillo, blanco, flaco y sucio comía con el pescuezo estirado y se echó al hombro un gran montón de paja. Colocada en el medio del patio, después de haberle agregado las bolsas, que contenían sus yerbas milagrosas, le prendió fuego. Comenzó el crepitar estridente31 y humo en grandes globos oscuros, que se atropellaban arriba y la llamarada a cundir en devoradoras líneas ardientes, hasta que se produjo un rumoroso32 resoplido. Eran cenizas y chispas, que saltaban arrebatadas por las columnas de fuego, que habían hecho una colosal hornaza, mientras los fragmentos de la madera se encendían arrojando humo de sus puntas. Se veía en aquel esplendor la silueta oscura de Paloche caminar agachada aquí y allá y recoger los libros y tirarlos al fuego desencuadernados. Este recrudecía a cada rato en violenta llamarada,   —193→   apoderándose de ellos devastador y voraz mientras, caída la noche los reflejos de la hoguera se dilataban lejos, iluminando las quintas vecinas.

*  *  *

Todo el barrio acudió a la casa de D. Manuel y penetraron muchos al patio y querían apoderarse del pozo, para apagar el incendio. Pero la figura amenazadora de Paloche, que caminaba alrededor del brocal de ladrillo con el balde en la mano los contenía. Carlos Méndez llegó también acompañado de Genaro. Todos los que estaban por allí en el tumulto aquel le abrieron paso, mientras el rostro de Paloche se serenaba. Méndez le dio la mano y las gracias por el señalado servicio, que habían recibido aquella funesta noche.

-Nada, nada, doctor, son deberes de compañerismo, dijo D, Manuel... Imagínese que estos individuos querían impedirme quemar los libros.

-Pero ¿por qué hace Vd. eso? Preguntó el médico.

¿Por qué? ¿Y Vd. no sabe? Esto estaba escrito, D. Carlos.

-No entiendo.

  —194→  

-Los he incinerado por inútiles.

-Le confieso, que no alcanzo las razones de este acto.

-Yo le explicaré. Para curar enfermos es lo mismo tener libros, que no tenerlos. La naturaleza es la que cura.

-Me permito no pensar como Vd. tan en absoluto, decía con toda tranquilidad el doctor Méndez.

-Y después seguía Paloche, tenga Vd. la desgracia de ser un intelectual y hágase un sabio. Eso bastará para que nadie lo llame.

-Lo encuentro escéptico como los viejos médicos. Yo creía, D. Manuel, verlo más juvenil y contento.

-¿Yo, contento? ¿Ha gozado Vd. la completa alegría alguna vez? Vd. tiene treinta años y ha encontrado razonable pegarse un tiro. Yo le pregunto ahora si las tristezas y los ímpetus que le agitan a uno la cabeza, no lo han encanecido prematuramente.

-Es cierto, contestó Méndez.

-¿Quiere Vd. estar contento? Yo le voy a decir lo que tiene que hacer. Busque el sueño que significa la inconsciencia. Atúrdase en la orgía, donde los sentidos fascinados lo arrebaten fuera de su ser moral. Embriáguese de vino, de perfumes y de melodías; tenga el espasmo   —195→   del goce y la ausencia frenética de un cuarto de hora. Así será feliz.

-Pero ¿quién es Vd.? Preguntó Méndez, asombrado de aquella figura extraña, que se erguía iluminada.

-Escuche toda la historia. No me interrumpa. Después se lo voy a decir. Ya los rumores de la fiesta se han desvanecido y Vd. ha vuelto al silencio de su casa. Por la mañana ha despertado de su sueño. Aparece entonces la grima y le empieza a lastimar el pecho. Camina con Vd. y se sientan a su lado en la mesa y es la profunda cosa amarga y el más allá, que le tortura la cabeza cada minuto y que Vd. no conseguirá nunca...

-Confieso, agregó Méndez, que yo no lo conocía a Vd. bajo esta faz...

-Por eso me pregunta quién soy. Bueno.

-Yo soy un loco. Pero yo también querría que me enseñaran un hombre cuerdo... No levante la mano para decirme que no es cierto... Yo he vivido oscuro y virtuoso mucho tiempo. Pero tengo, como casi todos mi demonio, que me hace salir de quicio. Veo la vida de los demás como un sueño embriagador y eso me entristece. Yo me siento pequeño y necesito ser como ellos; quiero renombre y riquezas. Entonces leo todo lo que encuentro a mano y   —196→   no como, ni duermo, ni descanso. Me preocupa la idea de los enfermos; empiezo a asistir y observo que muchos se curan en mis manos, sin conocer yo la enfermedad... Me hago herborista, buscando la panacea con paciencia y tenacidad. No me da resultados y resuelvo estudiar. Doy examen y se pretende que yo me atasque la memoria con nombres bárbaros y entonces los profesores apalean mi inteligencia y la revolucionaria manera de raciocinar sobre los órganos... Pero esta derrota no destruirá mi iniciativa y no hará morir mi panacea.

-Vd. tiene una panacea y ha quemado sus libros, ¿cómo se explica eso? Dijo Méndez.

-Sí, la tengo y yo la haré célebre y para qué necesito libros. Yo los tengo aquí y se dio un gran golpe en la frente.

-¿Vd. la hará célebre? dice...

-Sí, yo... porque en este mundo nadie le va a dar a Vd. la mano para levantarlo.

-¿Y de qué manera? Preguntó el médico.

-Escribiendo.

-Pero para eso se necesita inclinación y saber hacerlo.

-Yo estudiaré. Escribiré prosa y haré versos.

-Dios lo libre, señor Paloche.

-Escribiré un poema épico sobre mi panacea.

  —197→  

-Le aconsejo que no lo haga, dijo Méndez, que veía volver la locura y temía alguna exaltación.

-Que sí, repetía Paloche. Treinta cantos...

Las curas maravillosas y citaré los casos extraordinarios. Seré el gran terapeutista milagroso.

-Pero ¿no sería mejor, dijo Méndez, que Vd. volviera a cuidar las tierras de sus padres? ¿No le daría más tranquilidad eso?

-¿Las tierras? A mí. No me conoce Vd. Ahí está mi hijo Juan, un degenerado, indigno de su prosapia, metido en la chacra el día entero detrás del arado. A mí. ¡Bah! ¿A un Paloche? Con esos consejos no vamos a conservar la amistad, D. Carlos -y le extendió la mano como para despedirle.

Méndez la estrechó con gran pena, meditando sobre la suerte de tantos, que son y no parecen, como D. Manuel de Paloche y los veía salirse fuera de su círculo y desmoronar sus casas y perderse para siempre...



  —199→  

ArribaAbajo- XIII -

Idilio


Estaban sentados los dos en la sala de la casa del Río, en esa noche fría de julio, él con su levita negra cruzada y abotonada hasta abajo, el cuello alto y blanquísimo, rozando la barba oscura, mientras el gran moño de la corbata de raso salida adelante, prendido el alfiler de oro, que engastaba un topacio cuadrado de suave y transparente luz amarillenta.

Eran sus ojos grandes y castaños de dulce y triste mirar esa noche, como si tuvieran destellos de aquel su espíritu pensativo y reflejaran el cansancio33 de sus soliloquios de filósofo. Había en su rostro pálido y varonil y en la frente que solía contraerse con brusquedades ásperas   —200→   de pasión tanta placidez, en ese momento, que hubiérase dicho, que un hombre nuevo y resignado había entrado a vivir en su viejo mundo sombrío, sacudido por la interna y desesperada lucha. Parecía un combatiente, de esos que vuelven de la batalla el rostro ennegrecido de su sudor y pólvora y encuentran al fin la cristalina fuente del sendero y refrescan allí la cabeza desgreñada y se sientan y duermen entre el murmurio del agua, que cae y se desliza lejos...

Al lado de él, silenciosa también, Dolores del Río, hermosa en su traje de seda lila, cubierta el busto de una bata negra de terciopelo y prendido aquel ramo de violetas amarillentas y marchitas, que Méndez le había regalado la noche del baile. Ella había pasado el día tan largo, caminando por la casa, agitada, saliendo al jardín y cruzando los senderos en medio de las figuras caprichosas de la arboleda desnuda y rígida, que se dibujaban en el piso y paseaba en medio del sol a veces, como si quisiera mezclar los esplendores de luz de su corazón a la alegría de sus rayos... En medio de todo a pesar del frío, ella vagaba gozosa sobre la alfombra de hojas secas, que cuchicheaban debajo de sus pasos, con estridentes murmullos y miraba volar los jilgueros, que   —201→   se detenían en bandadas inquietas, columpiándose en las puntas agudas de las ramas. Los veía moverse, distraída, y saltar a los canteros y correr apresurados extendiendo las alas y volver a posarse, inclinados, sobre los rosales deshojados a picar los últimos botones marchitos. Caminaba en el delicioso encanto arrullada por el júbilo inimitable de aquellos gorjeos. Había allí himnos y madrigales estremecedores, como en el ruido de las plumas de oro. Los bordes del vergel tupido y verde del follaje de las violetas temblaban en el roce del ruedo de su vestido y las corolas abrían los pétalos zafíreos cerca de sus grandes ojos virginales. Extendía la mano para cortarlos. Miraban entonces la gentil enamorada y le ofrecían el ramillete sutil y finísimo de sus perfumes. Miríadas de alas volaban de sus corolas a saturar de esencias el largo vestido de paño gris, mientras los lazos del cinturón de seda resbalaban besando la copa de la camelia, abierta y marmórea... Bajo el aroma en flor, a través de la exquisita emanación de las bellotitas amarillas, que empezaban a brotar, de blanca trama sérica en sus prismas deleznables, cruzaba Dolores la mañana, meditando las auroras de otros tiempos... los paseos de dos años atrás por aquellos mismos senderos   —202→   protegido su rostro por la primavera riente de su sombrero de paja, de ala ancha, rutilando de lejos los rubíes esféricos del gran ramo de cerezas, sujeto al ángulo que forma la copa con un alfiler de oro...

Era el idilio, que le llevó esa noche muchas veces al dormitorio y la hizo mirarse en el espejo de sus roperos, sentarse a leer los manuscritos de Méndez y soñar con aquel náufrago erguido sobre la proa de la barca, entonando la melopea de amor. Se sentó al fin a la mesa, al lado del viejo abuelo y conversó tantas cosas amables, mecida en el gárrulo abandono de las alegrías que no tienen palabras, arrullando el vasto comedor silencioso con la amena y elegante frivolidad de sus cuentos. Luego esos silencios suyos tan de repente, sin razón, en medio del diálogo fino y chispeante de gracia y la voz grave y solemne del abuelo, llevándola otra vez al glorioso comedor... Y conversaba de nuevo con cierto apuro afanoso, como si los panoramas, maravillosos de áureo y estival esplendor y parleros boscajes pasaran uno tras otro a través de su memoria y no tuviera tiempo de encontrar las frases para revelar el temblor profundo y fugitivo de las sensaciones felices. Era como un éxtasis coronado de la seráfica   —203→   luminaria de la beatitud celeste. ¡Oh los creyentes! ¡Cómo serían venturosos, suponiendo la vida del cielo, igual al divino aturdimiento de la pasión que se reconcilia y perdona!

Por eso, cuando daban las ocho, ella tomó al abuelo del brazo, juguetona y risueña y lo llevó a la sala, como si tuviera necesidad de infundir en su alma envejecida toda la poesía enamorada de su espíritu. Le hablaba de sus recuerdos juveniles, de aquel gran ciclo de gloria gigantesco en su sombra heroica y hercúlea que calentaba todavía sa soberbia cabeza de ochenta años. Él se sentía feliz. Dolores lo arrebataba, a pesar de sus resistencias calladas, dentro de aquella embriaguez de la dicha y lo hacía revivir en esa hora resonante de sobrehumanos frenesíes. Estaba casi alegre. Encontraba lógico aquel bienestar de la niña. Si no fuera por que aquella casa se iba a quedar tan fría y desierta y con tanta melancólica reminiscencia. ¡Qué hondo sentimiento de ternuras nos arrebata siempre la noche de los blancos azahares!

Ella se arrodilló cerca de la chimenea, un frontis de templo en miniatura, de mármol ceniciento y amplios rasgos rojos, que mostraba34 su boca oscura y helada. Hizo   —204→   traer brasas y pequeñas ramas secas y empezó a salir humo negro y denso hacia el caño. Estallaron aquí y allá vivaces y pequeñas llamas, como culebreando entre los intersticios y ella colocó después las astillas del sauce, suspendidos entre la reja bróncea de adelante y la pared de hierro del fondo. Empezaron a salir hilos y nubéculas de humo, luego se hizo un cuchicheo estrídulo, gritos y gemidos lastimeros y se desató el lenguaje jovial de las chispas con la brevedad cáustica del epigrama. Surgieron lenguas de fuego trémulas y teñida de esfumaturas irídeas, que se retuercen en el brazo ardiente y cantan en el beso fugitivo la estrofa de los madrigales enamorados, mientras la brasa de los bordes, que tienen la inmóvil seriedad roja, se cubre de arreboles diáfanos. Por arriba revienta al fin el espasmo sonoro de la alegría del fuego entero, entero. Los fragmentos del sauce arden por todas partes, llenando de esplendores la masa de hierro con anchos reflejos sobre la alfombra, como si todas las figuras geométricas, dibujadas un instante en lo alto, se hubieran confundido en formidable abrazo, crujiendo y escopeteando la carcajada demente del himno báquico, con ruido de fracturas de copas y retintín de cristales y chirridos de líquido ámbar   —205→   derramado, mientras el caño oscuro muge tartáreas octavas de epopeya y arrebata fuera zumbando la columna de humo. Al rato caen debajo de la reja transversal, cenizas y puntas de fuego, deshecha y moribunda la brasa.

Los dos estaban sentados cerca de la chimenea. Los reflejos rojizos iluminaban el rostro del abuelo, brillante la barba cuadrada y larga, y los cabellos en el esplendor cayendo, sobre las espaldas en largos bucles de nazareno, mientras el terciopelo negro restallaba, como de bruñido espejo la imagen temblorosa de la lumbre... hasta que Carlos Méndez entró y fue el abuelo del Río a recibirlo...

Poco hablaron de ellos esa noche, por lo mismo, que tenían tanto que decirse. Pasearon del brazo, se acercaron al fuego, miraron uno después de otro los grandes cuadros, cuyo marco dorado había perdido su brillo y que tenían aquí y allá zonas negruzcas, agrietadas las telas de colores apagados y sombríos, esos viejos anacoretas, de rostro enjuto y arrugado, que viven todavía en muchas casas y las vírgenes, que destacan entre la seca tiniebla de las telas sus perfiles cetrinos. Dolores le enseñaba los retratos de su padre, rodeado   —206→   de la lúgubre y funeraria leyenda y la madre pálida y diáfana, caminando hacia temprana muerte melancólica y mártir. Ella tenía temblores en la voz, cuando él se detenía en el medio de la sala tibia e inclinaba un poco su oído para escuchar mejor. Se había propuesto no perder ni una sola de sus palabras. Su voz era una armoniosa sucesión de sonidos, que hablaban en lenguaje patético de la vieja historia de amor, como si fuera una gloriosa resurrección. Así esas músicas populares de las correrías de niños oídas más tarde, ya ancianos, nos traen a la memoria los temblores35 de las horas placenteras de entonces... Se sentía feliz al lado de ella. Estrechaba aquel brazo mórbido y oía crujir la seda, rozando las alfombras. Había perfumes en su camino y regalaba al ambiente el ritmo acariciante de su voz fresca. Era la gentil triunfadora tímida. Él la hacía vivir esa noche, dormido el florido rostro divino, en el embeleso sobrehumano36 de su corazón, que tenía la profunda fruición callada. Pero así tan cerquita, caminando, conquistada en la órbita de luz de sus ojos, ella iba a sentir las ternuras inenarrables de su arrepentimiento magnánimo. Si no saltaban de repente fuera hechos pedazos en la frase ardiente y dominadora   —207→   los nimbos de aquel poema de pasión, era porque él los había lastimado con sangre, cuando era el perverso, que tenía el bárbaro desaliento suicida. Él quería caminar mucho tiempo, genuflexa el alma, ante la majestad de aquella dulce hada quimérica, vivir dichoso, para que los horizontes sombríos de su vida se iluminaran un gran rato del esplendor de su mirada tan etérea. Él tenía miedo. No quería que aquello fuera un sueño efímero y que Dolores se acordara que él la había hecho sufrir dos años las pesadumbres silenciosas. Retiraba un poco su brazo entonces para mirarla. Ella seguía conversando tranquila y dichosa de alegría...

Esos eran los mismos muebles de caoba y terciopelo rojo. Allí estaban los cuadros de otros tiempos y aquel piano derecho, y mudo y luciento. Él los saludaba, como a viejos amigos. Cada uno de ellos conocía algún secreto de aquel primer idilio muerto y había oído acentos apasionados, cuando él le traía flores a la noche. Cerca de la chimenea, habían conversado antes muchas veces, meditando la vida eternamente deliciosa, siempre juntos, absortos en la profunda inconciencia del ensueño enamorado, el poema largo e idílico hasta la muerte, sin sospechar siquiera los   —208→   dolores futuros. Y luego Enrique Valverde, que pasaba tanto por la casa... la puñalada brutal y rencorosa de los primeros celos, la decisión salvaje de fracturarle37 a ella su cariño en el rostro, pulverizado volando a los vientos, las arremetidas bruscas de su corazón, y el luto de su cerebro crucificado... Esos ascetas lo miraban en esas noches con todas las flacuras lívidas de largas y penitentes maceraciones. Se asomaban de los grandes marcos dorados, cuando él hablaba las palabras irritadas y la veían a ella retirarse con las manos entrelazadas adelante, la cabeza inclinada sobre el pecho de sollozos, lentísima, la curva de la cola de su largo vestido, deslizándose silenciosa. La noche antes del baile, cuando él entró con la cara descompuesta, y estuvo amargo y usó la sátira procaz, la vieron levantar hacia él los ojos tristes y lagrimosos para decirle: eres injusto y malo, injusto y malo y cuando salió fuera tormentoso los ascetas lo seguían mirando y señalándole en las arrugas de sus rostros las horas del remordimiento... Y ahora estaba otra vez allí y era señor de aquella espléndida criatura, que le mostraba todos los juguetes de la sala apurada, y dichosa, como si todas aquellas pequeñeces dieran forma tangible a las aéreas   —209→   nimiedades sonrientes de su imaginación. Cómo aman las transparencias del tul, estas Diosas de lo infinitamente pequeño, pensaba Méndez mirándola, cómo se deleitan en el espejo, que restalla luz y refleja las nítidas viviendas, y se marean en las aguas del moaré que ondea, como idolatran las joyas y las38 blandas caricias del terciopelo...

Se habían sentado al fin en el sofá rojo. Ella tenía en sus manos una miniatura de marfil, una novia que ofrecía en el altar su corona de azahares.

Espléndida, dijo Méndez; una obra de arte.

-Ya antes estaba. ¿No recuerda Vd.?

-No recuerdo. Tanto tiempo y tantas cosas que han pasado...

-Hubo un momento de silencio. Ninguno de los dos se atrevía a continuar de miedo de rozar la herida.

¿Sabe Vd. que, he observado una cosa? Dijo al rato la niña.

-¿Qué? Dolores.

-Vd. está muy silencioso.

-Es cierto. No hago sino escucharla. Quiero llevar en mi cabeza toda su alma de santa bondadosa y empezó el médico a mirar   —210→   los cuadros, que estaban enfrente, como distraído.

-¿Qué atractivo tienen esas pinturas, que las mira tanto?...

-No ve, Dolores. Fíjese qué ráfagas de alegría cruzan las telas oscuras. Ese anacoreta que está allí y tiene el libro abierto con tapa de pergamino, ha levantado su cabeza para mirarnos mejor. Parece que reflejara en sus ojos la suprema felicidad del arrepentimiento. Eso hace olvidar los cilicios, que le rasgan a uno las carnes.

-Porque siempre hay quien reza por la desventura y Dios escucha la plegaria, dijo Dolores.

-¡Benditas sean las celestiales criaturas! Exclamó Méndez.

-¿Vd. sabe dónde está el premio? Preguntó la niña.

-Méndez movió la cabeza sonriendo.

-Yo se lo voy a decir. Hacer el bien significa adquirir la perenne dulzura del corazón. Eso sí que es vivir en la luz. Ese es el premio.

-Yo he tenido la intuición de ese estado psicológico, nunca lo he vivido, murmuró el médico, como si hablara consigo mismo.

  —211→  

-¿Y sabe Vd. lo que sucede después? Siguió Dolores. ¿Ve ese cuadro, que está sobre la chimenea?... Un mártir con las órbitas excavadas y el rostro seráfico, rodeada la blanca cabeza de una auréola de luz.

-Sí, dijo Carlos, arrebatado por aquellas palabras. Veo, que ha arrojado hacia atrás su cabellera, la frente elevada, abalanzando su cuerpo en un espasmo de éxtasis pasional y detrás la sombra profunda de una selva tenebrosa, que lo va empujando.

-¿Qué más? Carlos.

-Y los reflejos dorados de la lumbre que aletean sobre la tela.

-¿Y qué más? ¿Qué más? Insistió Dolores.

-Yo veo sus heridas ahora, dos enormes llagas oscuras en las manos y los pies de sangre.

Se habían levantado los dos, acercándose al cuadro.

-¿Y qué más? Seguía la niña, conteniendo la profunda emoción.

-Mi herida, Dolores, dijo el médico y tuvo un vigoroso estremecimiento, el frontal hundido, el grumo negro de la fractura... ¡Oh desventurado hermano mío!...

-¡No! ¡No! ¡No! Mire más arriba en el ángulo de la izquierda...

  —212→  

-Ángeles, que asoman las mejillas rosadas y arrojan palmas y lirios.

-Y hablan el lenguaje del perdón, replicó Dolores, y de las glorias que no tienen ocaso. Tú no eres, Carlos, un desventurado...

El médico se comprimió la cabeza con ambas manos y la movía con tristeza.

-Ya sabía esto, dijo al rato. Ya mi madre me lo había dicho. Tú vas a ser feliz porque ella es generosa y buena. Yo, Dolores, he delinquido... ya lo sé; pero después he castigado con una bofetada feroz esa perversidad, y hubiera deseado quemar todas mis pasiones en aquel fogonazo y hubiera deseado morir. Por que yo presentía entonces, la honda voluptuosidad de esa eterna paz... rodeado de la estrecha cosa lóbrega del sepulcro, mirándome acostado dentro de mi traje negro y después el vacío infinito y la sordomudez de todas las cosas vivientes... Yo me había olvidado de ti y de mi madre y era un espectro en aquella casa helada y desierta. Mejor era morir...

-No, Carlos. Yo no quiero que sufras, interrumpió la niña con ímpetu sollozante. Yo no quiero que sufras. ¡No! ¡No! Tú no tienes la culpa, porque sos así ya... como el náufrago que se tambalea sobre el último   —213→   madero y la onda bárbara se lo arrebata. ¡Cómo quieres vivir tan solo, Carlos! Así... sin querer a nadie... cuando se tiene un corazón como el tuyo... sin tener una frente blanca que besar... porque nosotros siempre somos un poco chicos para que sea lógico, que nos acaricien la mejilla y después...

-Dolores, interrumpió Carlos con tristeza... tú vas a padecer mucho al lado mío, porque eres un espíritu egregio y una delicada mujer angelical... Si tú me has perdonado yo me iré para siempre. Mi cabeza no es sana.

-¿Tú, irte? No. Yo no quiero, contestó la niña, poniendo sus dos manos extendidas sobre los hombros de Méndez, y mirándolo con los ojos llenos de lágrimas. Yo no quiero. Yo te voy a decir la verdad. Cuando sucedió eso, no tuve nunca rencor contigo. Me dio tristeza, y te quería lo mismo. Y más... a todas horas, en el comedor, y en la sala, en todas partes y tenía, asimismo una suprema dicha de vivir con aquel dolor, y si te hubieras muerto después cuando la herida, yo te juro, que me habría dejado ir al sepulcro despacio, para sufrir mucho, mucho, infinitamente con la angustia de tu recuerdo...

Dolores apoyó la frente sobre el pecho de Carlos y escondió en su seno los sollozos   —214→   mientras éste temblando en aquella emoción, le acariciaba el cabello, diciéndole al oído dulces y enamoradas palabras y los últimos restos del sauce ardieron crepitando, como si quisieran iluminar aquel minuto sublime.

Fueron amores, cobijados más de una vez por el ojo curvo y ceniciento del cielo, la enorme parábola de éteres grises, surcada a veces en líneas serpentinas por fajas resplandecientes, la luminaria del sol, abriendo canales, de bizarra y desordenada forma, a través de la capa plomiza y fría. Sentían retumbar el trueno lejano. Miraban en silencio detrás de los vidrios las gotas gruesas y veían los pájaros rodar en el aire, como huyendo de la tormenta. Zumbaba el viento, elevando al cielo revueltos nubarrones del polvo y se desataba la lluvia larga y rumorosa. Oían crujir las celosías y el estampido de las puertas contra los marcos, mientras se agitaban en el ventarrón las ramas desnudas de los árboles y movían sus flechas en amplio balanceo los álamos de las lejanas quintas. Cerca el uno del otro... del brazo... se miraban. Era el diálogo de siempre. Conversaban en el camino los rayos oscuros de las pupilas y brotaba luz en la intersección. Eran las anacreónticas del viejo idilio. -Él pasaba en su coche   —215→   en las tardes primaverales y ella lo sentía de lejos en el salto brusco del corazón. Y después quedaba por allí siempre en su memoria vagando al lado de ella con su cara seria y triste y sentía como metálicas y profundas vibraciones. Eran los ecos de su voz. Solían hamacarse también entre el juego sonriente de los diálogos picarescos y chistosos. Ella le contaba sus sensaciones infantiles de terror aquella primera vez que lo había visto... Porque él era el brujo solitario, según sus amigas, de rostro tenebroso, que celebraba satánicos sábados en la noche profunda y se oían rumores en la calle silenciosa. Después supo, que él escribía poemas a esas horas y se entretenía, leyéndolos en su cuarto para aturdirse. Pasaban después al comedor y se sentaban cerca del abuelo del Río, que leía cerca de una ventana, mientras la lluvia fuera subdividida en gotas oblicuas y rápidas, caía delante de sus ojos, como cohortes innumerables en fuga de perlas diáfanas... Conversaban largo rato, hasta que llegaba la noche y se prendía el quinqué azul y se añadía carbón a la estufa y aparecía la mesa blanca, con su centro de cristal festoneado de aromas y camelias, luminosas las copas, y las servilletas levantando el vértice del cono, fuera de sus aros de plata.

  —216→  

A veces los sorprendían las breves primaveras que entran con sus ráfagas tibias en el aire glacial de julio. Miraban rejuvenecerse la pradera, que bebía apurada la atmósfera húmeda y vivían alegres entre las salutaciones de los colores vivaces al lado de los vergeles, por los senderos rojos del polvo de ladrillo. Se detenían a cortar flores y se entregaban en esos regalos mutuamente el diálogo de la gentileza y del perfume. Bajo el cielo de azul sereno, en medio de la lluvia de los rayos de oro. A través de la sublime bendición primaveral, al lado de las corolas de terciopelo multicolor. Llevando del brazo aquella criatura ideal, sentía Méndez revigorizarse el espíritu. Quería luchar y resurgir para que su vida estéril de misántropo, se perdiera para siempre. Era el enamorado de las ásperas batallas futuras. Iba a trabajar de nuevo y a derramar su sangre en la lucha si era necesario y a dispersar las moléculas39 de su cuerpo. Era casi un creyente. Soñaba el amor por la vida perenne, mirando a Dolores, que era su inmortal égida alabastrina y sentía extrañas dulzuras tranquilas y todo ese mundo atropellado de sus pasiones navegaba lejos y perdido tal vez para siempre. Llegaba después a su casa, leía y meditaba. En vez de   —217→   aparecer sombras funerarias, como antes, a rasgarle las carnes, con las amargas visiones, acudían en tropel aladas deidades celestiales, que lo ayudaban a escribir los cánticos gloriosos de la esperanza. ¡Oh! ¡Si él no tuviera esa cicatriz de la frente, ese feo costurón frenético que no alcanzaba a cubrir con la onda negra de su cabello!



  —219→  

ArribaAbajo- XIV -

Eros paradisíaca


Amó otra vez sus libros, estudiando en las horas que se retiraba de la casa del Río. Era necesario que su nombre saliera de la oscuridad. Él tenía esa deuda de gratitud con el padre y habría para las criaturas, que lo acompañaran después a vivir, flores en el sendero y dichas y plácemes. Escribió para ella historias de amor, delicadas fragancias, miniaturas de marfil y con esa fantasía que había creado los poemas macabros de las sombras, encontró el lenguaje del éter azul y pidió a la angelical inocencia de la naturaleza dormida bajo el cielo gris del invierno, las esencias misteriosas de sus linfas quietas. Eran los cuentos aquellos, embalsamados de aromas,   —220→   eflorescencias primaverales de la selva, con la divina orquesta juvenil de los trinos al lado del arpegio dulcísimo de las alas tendidas hacia los nidos. Vibraciones de cítaras y torsos ebúrneos de diosas inclinadas, suscitando al lado de la playa de los mares glaucos la sáfica melodía inmortal y más lejos la sombra gigantesca del Partenón, estremecido entre las notas de la sinfonía esquiliana, cobijando la larva enamorada y eterna de Leandro. Había laudes en sus cuentos y trovadores de rodillas delante de las zahareñas castellanas medievales, el aro de hierro en el índice rodeado de la garra del halcón, con la derecha abierta señalando los cedros seculares del Líbano irredimidos... La leyenda de Ildegarda, una blanca pasión, coronada de ciprés, fría dentro el arabescado manto de reyes y muerta de amor en el beso del caballero arrodillado, que le traía la ofrenda de su negra cabellera. Luego el cenobio, el amplio hábito de burda y flotante estameña, la barba de plata enmarañada hasta la cintura, ceñida de cilicios, monje y sombrío caminador bajo las bóvedas oscuras, entre los ecos lúgubres del Miserere. Le dolía el cerebro de escribir. Pasaban las épocas susultantes en aquel romancero secular y leían todo eso   —221→   viviendo entre el claro sol de Helenia, bruscamente arrojados de repente, en medio de las brumas, donde las vírgenes enamoradas, orlado de camelias el largo vestido de raso, palidecen moribundas, soñando las fulgurantes mañanas del epitalamio. Y al lado del Tirreno, entre el crepitar de las espumas, saturadas de los efluvios de los limoneros, erguidos a lo largo de la rivera, susurrando entre las hojas de estrofas del cancionero de Laura.

Tenía ímpetus el poeta, y gallardas batallas íntimas y versos sollozantes en el abrazo fraternal del amor y de la muerte y procedía con el pecho abierto, la clava en la diestra, como un gigantesco espíritu libérrimo. Enamorado del arte, que no tiene ritmos preestablecidos, siendo en el sensual y profundo sacudimiento, usando las palabras de todos los idiomas por él conocidos, como si tuvieran cuna de hermanos, cantaba sin saberlo él mismo ingenuamente, la salvaje apoteosis del yo, sectario como era asimismo de la forma sencilla que encanta y no deslumbra con las bruñidas y perpetuas reverberaciones. Escribía en los poemas microfonianos el recóndito susurro de amor en la naturaleza. Era el connubio misterioso del rayo de luz, que   —222→   penetra la verde trama de la planta y el oído atento escuchando el ritornelo de los besos furtivos. Eran las glorias de la corola abierta en el abrazo fecundo, la bendición del color y del perfume, la carne blanda y sabrosa y húmeda del fruto... Eran las armonías de las fuerzas invisibles, que cruzan el universo en sempiterno maridaje, el crujir del polen, los ecos del lenguaje sutil de los astros y susurros de besos y la elocuencia del cuchicheo de las aves, sentadas en el nido. Cruzaban niños a veces -chicos. -Cinco años. Ella, de espléndida aurora, blanquísima, caminando a pasitos cortos y mirando a cada rato su vestido nuevo de lanilla rosa... Él en su traje azul, la gran solapa abierta adelante de la camiseta rayada, la gorra de marinero atrás, la frente brava tostada en pleno sol. Conversan y pasean del brazo y salía finísimo de la lira de Méndez, como laminaria de oro, del aleteo inarticulado casi de las sensaciones precoces, el yámbico breve resbalando apenas sobre la inconciencia del idilio infantil. Con ruidos en sus versos de brisas parleras, suscitando las sonrisas de bosque en bosque, narradoras inquietas del chisme oído en el gran coro de amor de la naturaleza. Con diálogos de flor a flor eternamente, enviando   —223→   la quinta esencia de su cuerpo en los átomos del aroma, que se encuentran y se confunden en ardiente abrazo. Y roces microfonianos de la extendida y larga ondulación del mar manso, que reproducen los suspiros de las parejas dormidas sobre el gran almohadón de algas. Con sinfonías calladas y estremecimientos apenas perceptibles de ternura; y blandos arrullos de labios en medio de las silenciosas oscuridades, que cobijan el gran himeneo lánguido de la tierra, mientras los pobladores brillantes del cielo de la noche, envuelven y ocultan sus amores en el velo azul. Algunas veces estallaba el plectro con todas las sonoridades esquilantes. Cantaba los amores brutales de las alturas huracánicas... El aire sin vientos, dormido; el cielo quieto, tenebroso y siniestro. Después el vértigo de las nubes en el oscuro seno y los ósculos formidables y el abrazo titánico, que engendra el incendio del relámpago súbito en todas partes y las fragorosas detonaciones dilatadas. Y más lejos los vendavales sibilantes, agachados en la tendida violenta de la carrera, persiguiendo los senos opulentos y vaporosos de los nimbus, alcanzados al fin, hechos pedazos, la espuma blanca y transparente aquí y allá y borrados por último del   —224→   espacio, en medio del parto fecundo de las lluvias zumbando arremolinadas.

*  *  *

Entraba honda la garra en el corazón juvenil y una tras otra desfilaban las hebras de luz de la trémula pasión.

Los primeros encuentros, la imagen penetrando átomo por átomo. El encanto de la voz y la sombra de la mirada dilatada en el ser profundo de cada uno. Todos nuestros pasos con ímpetu vigoroso hacia ella, en los paseos, en el teatro, en la iglesia y después solos, caminando silenciosos, seguidos de cerca en todas partes por el fantasma de la celestial visión. Luego la timidez y el temblor de los labios y el deseo de decirle de una vez la honda y agitada congoja de adentro y todos los calientes soliloquios de la inteligencia, y los combates de la incertidumbre y los espasmos de las alegrías felices. ¡Cómo escriben ellos siempre toda la novela del espíritu delirante y náufrago casi en esa borrasca! ¡Soñadores huraños, y vencidos sombríos de la pasión! ¡Caminaban todos en las paginas de Méndez, acariciando la divina forma! La arrebatan con ellos, entre las auroras, mezclándola   —225→   a la difusa penumbra rosada y vaporosa del crepúsculo, poetas que cantan sin palabras los frenesíes del amor correspondido. Luego los sueños; mirarla siempre, vivir con ella, solos, lejos de los rumores mundanos, caminando las alfombras del humus fecundo y verde, abrazados hasta la muerte debajo del cielo oscuro de la noche...

*  *  *

Al lado de ellos leía Méndez la historia de los mártires del desdén... Espíritus suaves algunos, que recogen la crucifixión y viven mucho tiempo de la savia amarga. Perdonan siempre en la conciencia dolorida y aman a pesar de todo. Recuerdan toda la vida pensativos y cariñosos la era dulcísima, e imploran aun después que la esperanza se ha perdido, y cuando la mujer está lejos y encanta el hogar de otro, ellos se cierran solitarios con su pasión y mueren con ella, idólatras sublimes y silenciosos. Cerca de ella, feliz de sentirse su dueño, desnudaba el médico el alma ruda de los que exigen con imperio el vasallaje de las personas que aman -esos que muerden sus cariños en el rabioso ímpetu de los celos. Los veía en los bailes   —226→   frenéticos, recibir el no frío y fino en pleno tórax y desgarrarse con las40 uñas las carnes y tronchar en fragmentos dentro de su corazón el ídolo y correr desatentados y locos haciendo con los sollozos formidables sonar enronquecidas las sombras de la noche. Otros ensayan la risa jovial y ostentan la indiferencia y fuman el gran cigarro habano, con los aires del más clásico: «qué me importa» Buscan amores en cualquier parte, víctimas del temor ridículo, lastimados por los alfilerazos de la crítica y viven queriendo convencer a los demás que han olvidado la vieja historia de amor. ¡Liliputienses! Al lado de estos, veía Méndez a los que tienen cada célula viviendo la fúnebre congoja, los que han perdido la fe y la voluntad, arrodillados ante la efigie fascinadora. Doblados en la derrota, marchan en la vida entre los crespones intelectuales del suicidio. En el viaje tristísimo, donde no pueden encontrar nunca la paz que consuela, describen las espirales, vacilantes y ebrios de aquella ponzoña que concluye al fin en la línea recta y rápida del pistoletazo sepulcral...

*  *  *

Una noche habían arrimado dos sillones a la chimenea. Estaban en silencio, al lado de   —227→   una gran brasa roja. De repente vio Méndez, que Dolores extendía la palma izquierda hacia él.

-¿Qué quieres? Le preguntó.

-Eros Paradisíaca.

-No la he traído...

-Tú me prometiste...

-Un olvido...

-No es cierto. Yo sé que la tienes.

-¿Y para qué al fin? Ya hemos leído muchas historias.

Pero no esa. Lo que hay que ahora que al señor poeta lo hemos aplaudido tanto, ya se ha hecho... difícil.

Siempre enigmática la señorita Del Río.

Pero sin coqueterías. No como los que escriben.

Sigue el enigma...

No me parece que eso sea tan oscuro, por lo menos para los que conocen a Vds.

¿Los? ¿Y qué es ese plural?

Oh, Dios mío, exclamó Dolores, los poetas... Es necesario convenir en que tienen razón.

No entiendo.

Todos los que escriben desean leer sus cosas; esa es la verdad. Molière le leía sus comedias a la cocinera. Muy raros son los que salvan   —228→   de esa tentación y esos son los peores, porque son capaces de dormirse con sus versos debajo de la almohada.

¿Y quién te ha dicho eso?

No es necesario que le digan a uno todas las cosas. Supongo que me darás el derecho de pensarte... y lo mismo nos sucede a nosotros con nuestros tejidos y bordados y con cualquier traje o adorno... Lo primero que hacemos es llamar alguno para que los vean.

Lo que te puedo decir, Dolores.

¿Qué cosa? Interrumpió la niña.

¡Eres una divina invencible!

Gracias. Ahora quiero el trofeo de la victoria.

Aquí está.

Méndez sacó unos manuscritos.

¿Los leeré fuerte?

No, por favor. Es tan aburrido eso, contestó el médico.

Glotón, contestó riéndose la niña. Es lo que está deseando.

Amén, dijo Méndez y se arrellanó en el sillón, para escucharla. La niña leyó el cuento de Eros Paradisíaca...

*  *  *

«Caminamos por la selva, el uno al lado del otro, cuando la yema brota, y la hoja conversa   —229→   creciendo, y el insecto cruje callado entro la yerba... porque yo tengo en el pecho, para ti, un ángel con alas rojas, que late y late temblando con sus plumas de seda.

-¡Chist! ¡No hables fuerte! Yo voy a poner mi mano pequeña y blanca sobre tu boca, mientras el gorrión travieso se inclina piando y espiando sobre esa rama, ¿ves? Que está allí arriba;-el pícaro gorrión, que hace un momento ponía su piquito cerca de la compañera para susurrarle las cosas del sentimiento, que no tienen forma de lenguaje posible.

-Yo te entrego, ¡Oh, Eros!, este mundo mío grande y doloroso, iluminado por tus ojos azules y melancólicos, hecho con las vibraciones de tu divina persona, el encanto de tu voz y el ritmo blando de tu respiración acariciadora...

-¡Chist! ¡No hables tan fuerte! Porque las gotas de luz, que pasan al través de las hojas como agujas de oro, se llevarán más tarde tus palabras, cuando el día caiga y desaparezcan del verde de la selva silenciosa...

*  *  *

Entonces estalló sobre sus cabezas toda la sinfonía formidable de la naturaleza. El cielo separó los troncos ciclópeos vio lentamente y   —230→   penetró en la selva -azul, inmenso- con toda la maravilla de sus colores y el sol, sacudiendo de las greñas a las penumbras41, reventó en un océano de luz a chispazos y chisporroteos prodigiosos. Los pájaros pasaban, zumbando en bandadas parleras y bulliciosas, llenando el aire de cánticos y gorjeos. Iban y venían en torbellinos innumerables, levantando el vuelo y descendiendo, hasta rozar con las plumas multicolores sus frentes estremecidas, en medio de aquel sobresalto infinito de la vida, mientras las flores erguían sus corolas altivas y los árboles proyectaban más lejos sus ramas como brazos gigantescos.

*  *  *

-Yo quisiera morir aquí, sostenida mi cintura por tu brazo robusto, teniendo mi cabellera por almohada, para que tú me cierres los ojos azules y melancólicos. ¡Cava mi sepulcro al pie del cedro, debajo de esas violetas, porque yo quiero que los pájaros acompañen con sus cantos mis ensueños y las gotas de oro del sol rodeen como una guirnalda mi frente pálida de muerta! Acerca tu oído; escucha los murmullos del ángel con alas rojas, las deliciosas y sonrientes quimeras... los niños   —231→   juegan, las almas juveniles se abrazan en el éter sutil y tranquilo; hay hogares con esplendores de virtud, y cunas que ondulan, y endechas tiernas, nenias moribundas...

-¡Oh, Eros!... yo tengo miedo... los hombres tenemos ásperos dolores de la mente, y espasmos de soberbia que mancharán la casta modestia de tu espíritu... yo tengo miedo... no hables tan fuerte, para que Dios no te oiga.

*  *  *

Entonces cayeron al suelo a millares, las unas sobre las otras -a millares-, las hojas secas y amarillas, y las flores desprendidas de sus gajos; y Eros, transfigurada, divino fantasma, con la cabeza echada hacia atrás, estática en el cielo y en el sol -cayó de sus brazos para acostarse y morir sobre el sepulcro marchito. ¡Vestía un traje blanco de raso con festones y guirnaldas de azahares y tenía zapatitos con hebillas de plata, envuelto el cuerpo rígido -largo a largo- en el tul transparente de las novias!

Dormía... ¡su almohada fueron las ondas voluminosas de su cabellera rubia y las gotas de oro del sol rodearon como una diadema su frente pálida de muerta!

  —232→  

*  *  *

Así pasaron el mes de julio -el uno para el otro. Se impregnaron recíprocamente de todos los átomos de su ser moral. El carácter de Méndez se modificó en las caricias de su voz, en esos diálogos, en que Dolores le entregaba toda la infantil y juguetona resignación de su espíritu. No era pues toda la vida humana, aquella que él había estudiado y sentido hasta entonces. Había fuera del círculo frío y siniestro en que su orgullo lo había encerrado, fuerzas más sanas, más varoniles y era aquella niña que le hacía vislumbrar el mundo nuevo y juvenil. Sentía la necesidad de ser comunicativo. Hablaba de sí mismo. Decía cómo era, sin ambages, ingenuamente, chispeantes a veces, profundo y elocuente en los arrebatos de su poderosa inteligencia y tenía en sus palabras como un espejo a través del cual se veía su espíritu, lleno de transparencias. Eran sinceros los dos. Fueron niños, mucho tiempo, aturdidos casi en aquella pasión regalándose flores y chiches deliciosos, mirando a veces el anillo de oro muerto, que tenía grabada la fecha memorable. En la sobreexcitación de la fantasía, todo lo inventaban para pasar las horas entretenidos, con esa instable volubilidad y con ese olvido de las cosas reales, que hace parecer un sueño -un alegre sueño inmortal- esas únicas y espléndidas horas.

  —233→  

Un día le, preguntó Dolores, cómo había sucedido eso de la herida.

Fue así, contestó Carlos. Al día siguiente del baile, yo me creí un hombre libre. Ya me había librado, con tu permiso, de ese demonio.

Gracias, dijo Dolores. ¿Y después?

Estaba en lo del demonio preguntó Carlos.

Por lo menos muy cerca de ese personaje.

Bueno pues; salí a la calle y caminé mucho porque quería ver bien cómo era un hombre libre. Genaro me seguía con el coche y me miraba con una seriedad triste. Ya había vuelto, ¿te acuerdas? Con aquellos regalos.

Sí me acuerdo.

Y yo esta noche los he traído, añadió el médico.

Gracias. A ver, démelos pronto -y la piocha salió temblando y chispeando de su estuche de terciopelo azul.

¿Quieres que yo te la coloque? Preguntó Méndez.

Pero no me vaya a hincar la cabeza, señor.

Ya está.

Dolores se levantó y se acercó a un espejo.

Deme el collar.

Aquí lo tiene, señorita y Méndez lo levantó a la altura de sus ojos.

  —234→  

Démelo.

No.

¿Por qué?

Yo quiero rodear su cuello con él.

¡Majadero! Tome y la niña inclinó un poco su cabeza hacia el novio, mientras este dejaba caer el collar...

¿Y? Preguntó sonriente Dolores.

¿Y qué?

¿Cómo me encuentra?

Espléndida...

¿Y el demonio?

¿Cuál?

El del cuento.

Tiene la tez de mármol y grandes alas de seda.

¿Se imagina que yo le voy a perdonar eso?

No sé. ¿Qué va Vd. hacer?

Vengarme. Traiga ese almohadón cerca.

¿Yo?

Sí, Vd... y ahora arrodíllese.

Qué altivez. Yo soy un humilde vencido.

¿Sabe Vd. con quién está hablando?

Vd. es una celestial criatura.

No se repita. Ya me lo ha dicho muchas veces.

¿Quién soy? Adivine.

Vd. es todo, Dolores, mi corazón, mi voluntad, el numen de mi inteligencia.

  —235→  

Qué monotonía, por Dios. Adivine quién soy.

¿Qué sé yo? Vd. será mi madre, antes, mucho tiempo atrás.

Es desesperante. Acérquese. Venga. Yo se lo voy a decir al oído.

Ella tomó la cabeza entre las manos y acercando sus labios trémulos de emoción, le dijo en voz tan baja, que parecía un murmullo suavísimo y lejano y trepidante de amor.

¿Quieres saber quién soy?

Sí, Dolores, contestó el médico, mientras sentía correr por todo su cuerpo el frío del estremecimiento.

Yo soy Isabel, la heroica castellana de Insuriz, la de la negra, luenga y ondulante cabellera, peregrina de las noches tristísima del abandonado y viejo y solitario castillo.

¡No, no! Tú eres toda la leyenda, exclamó Carlos, echando su cabeza hacia atrás; todos mis cantos, la embriaguez de la dicha eterna y el sol deslumbrador de la nueva vida... Tú eres Dolores, mi pequeña Dolores amable, suave, de filigrana como el encaje, ideal como la primavera.

Es cierto, es cierto, repitió la niña, los ojos llenos de sonrisas... Tú eres mi señor y mi poeta glorioso... Mirá la piocha, Carlos.

  —236→  

Tiembla de chispas.

Mirá cómo reflejan las perlas, la lumbre de la estufa.

Tienen las alegrías de la aurora... Son alfombras de pétalos de rosa que se rasgan en sus esferas. ¿Quieres Dolores darme tus manos?

Sí quiero

Yo las voy a mover de un lado a otro con suavísimos vaivenes. ¿Sabes tú lo que es eso?

Sí sé.

Dímelo.

No: dilo tú...

Es una cuna de alabastro... Si tuviéramos un velo azul para adornarla y una cinta de faya de nácar... Hace frío, Dolores, y las cunas pueden morir en la atmósfera helada.

No. Yo tengo una pequeña colcha de raso que palpita. La voy a abrigar con mi corazón... Acerquémonos a la ventana... Tú, pequeña qué Dolores, quieres ver el cielo de la noche.

Espérate. Voy a secar con mi pañuelo la humedad del vidrio...

Eternamente así... ¿es verdad?...

Sí Dolores, eternamente...

El cielo estaba sereno y claro y se veían aquí y allá brillar algunas estrellas, mientras la luz de la luna, que se ocultaba detrás de la   —237→   arboleda, invisible para ellos, se difundía, haciendo transparente la atmósfera. Había en toda la casa un silencio profundo, solamente interrumpido por el crepitar de la leña y el ruido de algún trozo de brasa, que caía sobra la reja. Estuvieron silenciosos un largo rato en la elocuencia prolongada de aquella emoción...

*  *  *

Él le contó aquella historia, cuando dos o tres días después empezó a sentirse tan solo y a encontrar tan fría la vida. Se imaginó que leyendo y trabajando iba a poder llenar sus horas, pero empezó a no encontrar objetivos y a sentir en la garganta sensaciones de acíbar. Era cierto, que él había olvidado a Dolores y no tuvo jamás debilidades plañideras y femeninas, pero aquel gigante recio del tedio, a quien esa pasión había arrojado lejos, volvió a achatarle el cráneo con su férrea manopla. Iba a veces a ver a la madre, pero ya como hombre desfalleciente y cuando ella le aconsejaba con dulzura, concitándolo al trabajo, contestaba: ¿para qué y para quién? Siempre habrá en el cajón del escritorio, para las tres varas de tierra, que necesito. Decía estas cosas   —238→   no como un vulgar pesimista de esos, que encuentran el mal en todas partes y lo escriben para producirlo, sino como hombre que había acumulado rencores contra sí mismo, hasta que en medio de aquella tormenta, después de dos años de apurar soliloquios, buscó en la muerte el camino de la paz eterna.

*  *  *

Ya iba a llegar setiembre. Era necesario buscar la casa, en que se iba a iniciar la nueva familia. Al fin dio con una, que satisfizo a todos. Era de gran patio y anchos corredores a un lado y otro, espaciosa y alegre, con arboleda en el fondo, el aljibe de baldosas lucientes y azuladas. Puso muebles modestos, porque no sabía de otro modo y resultó una extraña casa de soltero, que Dolores transformó más tarde en una encantadora vivienda. A ella la veían salir a mentido y entrar a las tiendas y pasar muchas horas cosiendo...

*  *  *

La última noche estaban sentados los dos en la sala un poco silenciosos, en el aire tibio y lleno de brumas, mientras penetraban por las ventanas abiertas las fragancias del jardín. De   —239→   repente sonaron en la calle los trinos de varias guitarras y se elevó una voz purísima y melodiosa, llena42 de entonaciones profundas de sentimiento. Méndez irguió la cabeza, inclinando el oído y se levantó.

¿Quién es? ¿Quién canta así? Dijo conmovida Dolores.

Es Genaro, contestó el médico.

Qué bueno parece, exclamó la niña.

Es un corazón, Dolores. Tiene la dulzura de un niño y es temerario y terrible en su valor. Ha sido siempre mi mejor amigo y estos cantos son un tributo que paga a su cariño por nosotros...

Salieron a la puerta a escucharlo.

*  *  *

Genaro había visto a las flores en la mañana difundir aromas, cuando el sol las besa. ¡Son como las flores los que se aman!

*  *  *

Tienen auroras, luz y alegrías y lóbregas noches. Cierran sus pétalos, visten de luto, bajo esa cruz caminan, sufren y mueren. ¡Cómo solloza el alma de su guitarra de sentimiento!

  —240→  

Llega la primavera, vuelan los pájaros sobre los campos desiertos. Son felices. Levantan en el pico pequeñas ramas torcidas y hojas secas. Tejen el nido de sus amores entre la flor de durazno...

*  *  *

Cantan volando, con las alas extendidas, que parecen largos flecos de seda y se pierden lejos en el azul del cielo... Buscan rayos de sol para sus nidos...

*  *  *

Pían en la tiniebla y no duermen y levantan la cabecita inquieta hacia las estrellas y en cambio de sus cantos, le piden para los hijos luz y piedad a los soles de la noche y así rezan mucho tiempo, mirando esos compañeritos, que tiemblan allá arriba silenciosos.

*  *  *

Genaro había visto a las flores difundir aromas, cuando el sol las besa y palpitar de sentimiento el alma de su guitarra, para que ellos fueran felices, Carlos y Dolores, como los pájaros que tienen nidos, como las flores de la mañana...

*  *  *

La voz de Genaro se iba alejando entre la bruma, mientras la luna que se levantaba en el   —241→   horizonte difundía tenues vislumbres en la densa capa de vapores y una que otra luz mortecina se veía aletear apenas en las casas del barrio. Se abrazaron en el umbral, frente al silencio de aquel jardín, que ellos habían caminado tantas veces de la mano, en medio de las penumbras de la noche. Parecían una visión Osiánica, apenas iluminada por las moléculas de luz de auroras boreales ocultas en lontananzas infinitas y la canción de Genaro, que ya se desvanecía tan lejos, los ecos de las tiernas baladas, que hacen estremecer de amores los lagos azules y despiertan la embriaguez de la vida en la noche polar y eterna...



  —243→  

ArribaAbajo- XV -

Epitalamio


Hubo mucha agitación en la casa del Río, en aquel hermoso día primaveral de fines de agosto. Dolores se despertó más temprano y salió al jardín, caminando del brazo con el viejo un gran rato, sin conseguir que éste iniciara ningún diálogo. Parecía triste y sus palabras tenían una extrema dulzura y aquel almuerzo fue casi silencioso. A la tarde llegaron algunas amigas y grandes ramos de flores y estuches elegantes, que ellas miraban revolviendo todo con gran curiosidad y admiraciones de todo género y los disponían en su dormitorio aquí y allá sobre la alfombra y en las sillas y sobre la verde colcha de seda. Largo y extendido en el sofá de rojo terciopelo, estaba el traje blanco de novia. Propendía lejos la cola brillante de raso, adornada de gasa la bata, las guirnaldas   —244→   de azahares de arriba abajo de la pollera, tomadas con un elegante moño de moaré, mientras el velo transparente caía alrededor de él, como abandonado al acaso. El abuelo del Río parado cerca del portón de reja de la verja miraba en silencio salir para la casa de Méndez los cajones rectangulares, en que se iba la ropa de la nieta; oyendo desde allí el cotorreo rumoroso de las niñas, que hablaban todas juntas, mientras cerraban y abrían estuches y él las veía ir y venir agitadas por el cuarto de Dolores, contemplando con la cabeza agachada aquel aturdimiento.

*  *  *

Por la noche se reunió mucha gente en la vereda de la casa, formándose corrillos bulliciosos y se veían mujeres con grandes mantos negros espiarlo todo, cuchicheando sobre la belleza del ajuar y la esplendidez de los regalos. Había mucha crítica y los comentarios no eran favorables para Carlos Méndez. Su cara seria, que imponía respeto, lo austero de sus costumbres y las contestaciones recias, que le habían oído alguna vez, lo alejaban de sus simpatías, y se oían augurios siniestros para la pobre niña. En cambio ese gran calavera   —245→   de Valverde, que se paseaba por allí con algunos amigos, era el mismísimo mandinga irresistible, conquistador y travieso, risueño y amable y toda aquella siniestra historia de Paloche y las aventuras galantes y peligrosas, que de él se contaban, lo habían hecho el hombre a la moda. Por eso sentían cierto secreto, placer y un prurito de curiosidad, cuando él se acercaba a alguna de ellas, a conversarle, y mejor todavía si eran anécdotas verdes y picantes que hicieran vislumbrar veladas las visiones de la orgía lasciva...

*  *  *

Cuando Méndez bajó de su coche y subió a la casa, Enrique, un poco lejos, en medio de sus amigos, dijo, señalándolo:

¡El imbécil! Allí lo tienen... Se ha instalado ahora. Puede estar tranquilo porque va a cumplir su misión sobre la tierra. Ha pasado toda su vida, enclaustrado como un fraile, sin conocer más mundo, que el de su biblioteca y ahora ¡hételo! Aquí, saltando fuera... Se casa pues y no sabe cómo cantan y mueven la cola las sirenas. Ahora, mis amigos, seguía Valverde, calcando las frases con tono socarrón, es necesario dejarlo, porque ese predestinado   —246→   va a formar familia y se sonrió maligno y diabólico.

Dicen que tiene talento, observó uno de los amigos.

Sí, contestó Enrique. Escribe. Es tan infeliz como eso. Vive emparchado de genio y de misteriosas y serias austeridades y no conoce la calle... Es un pobre diablo, que se imagina que los hombres son como él los piensa y ve crímenes y cosas deshonestas en el más nimio desliz, eso que nosotros encontramos lo más natural del mundo.

¿Cómo se averiguará la muchacha, con su insoportable carácter? Dijo uno de ellos.

¡Qué! ¡Mi querido amigo! Si es un ingenuo y un anacrónico. Ella va a ser la dueña absoluta. Imagínense, que en vez de echar su cuerpo a través de la vida audazmente, como nosotros, ha preferido pegarse un tiro. Con eso está todo dicho.

¿Por amor, tal vez?

No, contestó Valverde. ¿Quién sabe? Yo lo conozco. Es un orgulloso y un gran aburrido.

¿En este tiempo? Qué imbecilidad, replicó otro.

Es que Vd. no sabe, que así son estos lógicos que forman familia y cumplen la consabida misión, repitió Enrique, con su aire burlón y agrio.

  —247→  

*  *  *

Porque para eso, Don Carlos, le habrá pedido plata a Vd., rugió una voz detrás de él y al darse vuelta, vio la cara sombría y tormentosa de Genaro que estaba cerca. Valverde no se inmutó. La apóstrofe violenta se había estrellado en su frente impasible y se contentó con murmurar, dándole la espalda; para tal amo, tal serviente.

De todos seré serviente, repuso Genaro, con tono amenazador, menos suyo.

Mejor es retirarse, dijo Valverde tranquilo y frío, si no me voy a ver obligado a castigar a este insolente.

¿A mí? Gritó Genaro, con voz ronca. ¿Vd.? ¿Castigarme? ¡Ni mi padre! ¡Ni mi patrón! ¿Castigarme? ¿Vd.? ¿A mí? ¿Vd.? ¡¡¡Agua!!!

Los amigos de Enrique se prepararon a repeler la agresión, pero Genaro había sacado su puñal y lo levantaba en el puño vigoroso, mientras la madre y Santa acudían a contenerlo. Se tranquilizó, retirándose con ellas. Pasó a través de toda la gente, que se había reunido a los gritos de la disputa y repetía el joven entre dientes: ¡canalla! ¡Lengua de víbora! Yo te la he de cortar algún día.

*  *  *

Mientras esto sucedía afuera, en la sala iluminada   —248→   y llena de perfumes había muchas niñas, que esperaban la llegada de la novia, impacientes porque nunca concluía de vestirse y se sentían desde allí los diálogos de los amigos de Méndez en el comedor. Habían rodeado a D. Manuel de Paloche y otras alcurnias, grande y viejo amigo del abuelo del Río y a quien Carlos y él habían pedido que no faltase. Sentían hacía tiempo una profunda conmiseración por sus desventuras y lo habían ayudado en su pobreza de todas maneras. Vestía D. Manuel una gran levita negra, rodeado el cuello alto por algunas vueltas de una ancha corbata de seda oscura. Estaba tieso y satisfecho y había resuelto hablar poco; pero enseguida, arrebatado por las bromas semi-serias de aquellos, sobre su poema futuro, empezó a sentir como desazones y pruritos por dentro y atropellada su cabeza por un torrente desbordado de ideas y de palabras y ya no pudo contenerse. Habló de medicina, de los métodos de curar, de las injusticias de la Facultad, de ese ogro siniestro del esfenoides y de sus esperanzas de gloria y de riquezas. Todo eso lo iba diciendo con una extraordinaria volubilidad, saltando de un tema a otro y concluyó por declamar aquella primera y famosa octava:

  —249→  
¡Canto el masaje Dioses del Averno!
El arte de curar maravilloso
Que en el Parnaso, consiguió el eterno
Laurel de gloria...

¡Bravo, muy bien! Dijeron todos.

¿Qué les parece, señores? Preguntó Paloche.

¡Épico! ¡Épico!

Seguiré entonces: ¡oh Musas!...

Por favor, interrumpió el más joven, ¿podría dejar eso para otro día, señor Paloche?

No, mi amigo... El masaje, elevado a panacea universal, causará una revolución en la terapéutica y yo lo digo en las dos últimas estrofas: porque ese hecho necesariamente implica.

Que quede suprimida la botica...

No entendemos, D. Manuel.

Pues es fácil. Yo lo canto en el libro octavo del poema. El ejército de los masajistas rompe en masa sobre esos negocios de inútiles drogas y los destruye ¡oh! Una lucha colosal con sangre e incendios... porque así solamente se anonada la tradición y la rutina. Les recomiendo el octavo canto... y hubiera seguido D. Manuel, contento de navegar dentro de su locura a no haber entrado el abuelo a invitar a los jóvenes a pasar adelante...

  —250→  

Fueron entrando estos a la sala y se colocaron frente a las niñas, con ligeras inclinaciones de cabeza. En el medio quedaba vacío un ancho pasaje, en cuyo fondo veíase arder la estufa y dispuestos aquí y allá grandes ramos de forma elegante y caprichosa, mientras la araña del centro con cuatro grandes lámparas de tubo derecho y deslumbrador y largos caireles de cristales prismáticos, brillaba de vivos matices de atornasolado y movedizo color. Llegó el abuelo del Río, trayendo a Dolores del brazo, espléndida la efigie pálida debajo de la frente coronada de azahares, con su largo y albo y nítido vestido de raso, la cola como acostada, rozando con leve estridor las alfombras. Tenía el gran ramo de las mismas flores artificiales en la mano derecha y el tul prendido con la piocha temblorosa y chispeante, cayendo abandonado hasta el suelo. Catalina Méndez tenía el hijo a su derecha, colocado al lado de la novia. Este se encontraba tranquilo, y como distraído en medio de todos y miraba los muebles mudos testigos de todo el idilio y parecía no acordarse sino de aquel futuro tan nuevo, que desplegaba adelante sus senderos y todo este grupo estaba en el ancho pasaje frente a la estufa, mientras los amigos de un lado y otro formaban larga fila, como a rendirles homenaje.

  —251→  

Apareció el joven sacerdote, con un libro en la mano -un noble rostro blanco, lleno de dulzura, de grandes ojos castaños e inteligentes y se paró frente a ellos, vestido de la blanca casulla, colgando de su cuello la estola de brocato, recamada de oro. Su voz suave se levantó en medio del silencio. Leía la epístola de San Pablo, que une en Jesús y en la Iglesia las almas y los cuerpos en la vida, y manda el amor hasta el sacrificio y la muerte y ordena al hombre entregar a Dios la mujer santificada, «sin mancha, ni arrugas». Cerró el libro el padre y dirigiéndose a la novia, dijo:

Señorita Dolores del Río, ¿queréis al Sr. Carlos Méndez por vuestro esposo?

La niña inclinó la cabeza asintiendo.

¿Os otorgáis por su esposa y mujer?

Sí, contestó Dolores, con la cabeza un poco inclinada y con voz apenas perceptible.

¿Recibislo por vuestro esposo y marido, según lo manda la Santa Madre Iglesia?

Sí.

Cuando Méndez hubo contestado las preguntas, el sacerdote, pronunció con voz solemne estas palabras: Yo, en nombre de Dios Todopoderoso, os bendigo y os declaro unidos en matrimonio y levantó la mano abierta, que fue lentamente bajando y describió una cruz   —252→   cerca de la frente de los novios, que se tenían en ese momento de la mano.

*  *  *

Enseguida del Río abrazó y besó a Dolores en la frente, mientras Catalina casi sollozando, acercaba su cara a los labios del hijo, feliz en aquella victoria de la vida sobre las desesperaciones, que ella había ganado con su cariño. Enseguida Carlos estrechó la mano del anciano, mientras Dolores y la madre mezclaban en los brazos la una de la otra sus alegrías y sus lágrimas. Se acercaron después las niñas a felicitar a Dolores y ella le regalaba a cada una un botón del ramo de azahares y las presentaba a Méndez. Enseguida los jóvenes fueron uno a uno a saludar a los novios y Carlos conmovido y casi aturdido en medio de aquellas alegrías, equivocaba los nombres de esos muchachos, que les habían perdonado tantas veces, las irascibilidades y los ímpetus de su carácter. Cuando llegó D. Manuel, Dolores tuvo para él palabras de profundo agradecimiento.

Oh, figúrese Vd. señora, contestó éste, estos servicios entre colegas no se agradecen. Es un deber ineludible.

Estallaron luego del piano los primeros acordes   —253→   de una marcha nupcial en medio del murmullo general de los alegres diálogos y los novios del brazo paseaban por la sala seguidos de muchas parejas, mientras se desataban las notas melodiosas, poblando de armonías la vieja sala señorial, que parecían cantar para todos el poema de los augurios felices. De repente los novios y Catalina desaparecieron, pero el abuelo del Río cerca de la puerta del dormitorio, de donde contemplaba la fiesta, vio salir y siguió lejos la luz de los faroles del cupé que daban saltos -en aquellas calles sin empedrar- en medio de la noche.

*  *  *

A las doce la casa quedó sola. El viejo empezó a caminar por la sala con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos, la barba cayendo blanquísima en medio de la luz. Había vivido tanto ya, que podía pensar en morir tranquilo, ahora que Dolores se había ido para siempre. Sin embargo, la vieja casa, que tenía tanta honda tristeza en sus muertas memorias, era sinfonía vibrante, que sacudía toda su grande alma aguerrida y acompañaba su camino con sus ecos melancólicos. Como resonaba el comedor, llenas las paredes de aquellos   —254→   retratos de héroes, con su chimenea deslumbradora y roja, como resonaba de la voz juvenil de sus hijos, y como corrían a través de esos dormitorios oscuros las respiraciones de su descanso profundo... ¡como antes, cuando él llegaba al lado de ellos en puntitas de pie para no despertarlos! ¡Cómo pasaba gloriosa y mártir la noble efigie de la madre y lo envolvía en el murmullo de sus alas de santa... allí mismo, como en otros tiempos, cuando él llegaba de sus campañas y colgaba al lado de su cama la vieja espada! Él no debía desaparecer entonces, mientras pudiera verse el rostro y el cuerpo, lleno de cicatrices y rutilara a través de ellas la sangre, que había saltado a chorros en medio de los bramidos del combate. ¡No! ¡Hasta que esas banderas, que forman los trofeos, sobre los cuales había descansado su soberbia cabeza de batallador, no perdieran los colores corroídos por el tiempo y no se disgregaran las panoplias de sus armas de guerra, átomo por átomo! Él no debía morir, mientras conociera los muebles de aquella sala, donde en la noche se reunió tantas veces la familia y donde para cada uno de sus muertos se había levantado el túmulo tenebroso, cubierto de la negra guadrapa... ¡Cuando él encorvado y viejo cortaba flores del jardín y   —255→   tejía sereno guirnaldas para los féretros, que le arrebataban para siempre la sangre de su sangre! Porque él erguía esa noche su cabeza luminosa de reflejos sidéreos y miraba con sus fieros ojos indomables todo aquel inmenso escombro y sólo oía entre las piedras palpitantes aquí y allá el nombre de sus hijos que le narraban con sonoridades de epopeyas las inmortales proezas. Se dibujaban cerca de los cuadros líneas serpentinas y fulgurantes y cruzaban aquel ambiente de relámpagos, que tenían escrita entre sus rayos indelebles la honra inmaculada de su casa. ¡Él no debía morir, mientras pudiera conocer aquellos uniformes, rasgados de las anchas heridas de bayoneta, atravesados por agujeros oscuros, que conservaban entre su trama los últimos latidos de aquellos corazones moribundos! Por allí vagaban todos en su memoria. Vivían la noche semi-insomne de los campamentos, bajo las tiendas en hileras y caían después con el ceño torvo y el pecho abierto por la metralla frente a los cañones enemigos. Porque en esa su casa hubieron llantos de madres, que besaban los recuerdos abandonados en sus cuartos en el delirio de mortal congoja, y esposas prosternadas, sollozando de esperanzas y de plegarias. Vistieron luto después y caminaron hacia   —256→   la tumba de la familia, desparramando lirios, violetas y anémonas. No debía irse para siempre ese viejo abuelo, que era el guardián huraño y gigantesco de la grande urna solitaria, en que se había transformado la casa del Río, que conservaba en sus criptas el alma elocuente de tanta verecunda memoria. ¡Nunca! Sentarse allí, tocar todo, defenderlo de la mirada y del pie profano, ser la enorme pupila melancólica, centinela día y noche, moviéndose inquieta de un lado a otro, para que no se quedaran solos los queridos fantasmas y tuvieran flores en las primaveras y sombras estivales de arboledas y lumbre en los días atenidos. Porque al fin allí estaba el cariñoso mundo que le hablaba de Dolores a cada rato. La sala, su piano, aquella copa de agua cristalina sobre su mesa de noche y el perfume de toda su angelical persona irradiando en el ambiente... y ese jardín que ya brotaba en el seno del calor y de la luz y que él iba a carpir y regar, para que tuvieran ramos ellos en sus centros de mesa. Y sentía el viejo revolotear alrededor de su cabeza de nieve, las hadas que inspiran las aéreas y alegres imaginaciones y entró retozando en su cuerpo como una oleada bravía y prepotente de resurrección, como si para guardar todo aquello hubiera recobrado   —257→   la gallarda fiereza de los tiempos juveniles aquellos, en que el ojo ríe y se tiene la barba de seda y oro...

*  *  *

Se arrodilló el gran anciano en medio de la sala con la frente en la luz, los ojos elevados, en el ensueño de las beatitudes estáticas y con voz alta dijo, como si rezara en medio de sus hijos: ¡Aparta de mí el cáliz, Dios del dolor! ¡Cuando la noche de la inconciencia descienda en mi cerebro, yo lo apuraré con estas manos secas! ¡Cuando mi memoria y mi voluntad se hayan perdido y yo no conozca los uniformes desgarrados y sangrientos y mi brazo inerte y mi pupila indiferente y fría, ya no puedan defender estos recuerdos! Cuando yo camine como un sonámbulo, dentro de la lóbrega sombra de mi inteligencia y sea la última y muda y moribunda larva de la vetusta y desgajada mansión... Entonces morirá del Río, desfibrado todo su cuerpo y deshecho en la grima desgarradora del recuerdo. ¡Adiós! ¡A los pobres corazones queridos, que han entristecido mi casa yéndose para no volver más, y van a incinerar al fin al roble gigantesco, que ha bebido ochenta años los éteres de la naturaleza, sin doblar jamás la copa opulenta de hoja y ramas en las tormentas fulmíneas de su larga vida!...






ArribaAbajoLibro segundo

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ArribaAbajo- I -

La nueva casa


Seis años después el abuelo del Río cumplió su promesa. Sus pupilas eran dos manchas redondas y cenicientas. Sus cristalinos se habían petrificado y las cataratas habían llenado para él al mundo de claroscuros. Ya no pudo ver los uniformes desgarrados y sangrientos y dejó de ser el guardián celoso de aquella casa, que era la urna que encerraba el muerto corazón de la familia del Río... Entonces murió. Sus dos últimas lágrimas las enjugó Dolores sollozando inclinada sobre su frente, mientras el arco abultado de la ceja izquierda del guerrero moribundo descendía sobre el párpado casi a ocultarlo, como en los días de las batallas legendarias. Su mano de piel arrugada y manchas cobrizas bajó despacio en las últimas respiraciones sobre la mejilla de la chiquita de   —262→   los cuentos, una adorable mariposa de cinco años, que volaba por toda la casa, dejando caer perfumes y el polvo de oro de sus alas, conversando el día entero los diálogos de las alegrías inquietas. Dolores y Carlos arrodillados a un lado y otro de la cama velaron un gran rato aquella grande y varonil efigie muda, blanquísima en las sombras de la noche.

*  *  *

Sobre su negro féretro la bandera a través y la espada a lo largo, festones de aromas y coronas de violetas. Algunos soldados, los compañeros de las viejas glorias, iban caminando al paso en el cortejo. No hubo música, ni estruendos de fusilerías ni humaredas de pólvora. No era posible. Había estado de sitio y estaba prohibido morirse. Mucha gente marchaba entonces muy ágil y suelta de movimientos, porque le habían al fin arrebatado ese grave impuesto, que se llama libertad... Derechos no existían, pero deberes tampoco... Se hacía vida de patriarcal paciencia, a pesar de haberse concluido el pan y las riñas de gallos... Los pensadores de ese tiempo traducían así el latinico aquel: panes et circenses... El ejército estaba lejos, peleando en lucha fratricida. ¡Como   —263→   siempre! ¡Cuántas cosas hacen los soldados intrépidos, que no quieren hacer! En el cementerio nadie habló. Los escondidos de las criptas pudieron esta vez siquiera recibir esa honradez que llegaba, en medio de la augusta religión del silencio, donde cabe todo lo sublime... Mejor eso que los panegíricos y los epitafios, que no son capaces de sintetizar los martirios y los heroísmos de cualquiera de esos guerreros oscuros. El cajón, sostenido con sogas que pasaron por el hueco de las manijas amarillas de bronce fue resbalando despacio al sepulcro donde quedó extendido al lado de sus hijos, muertos por la patria todos ellos. Carlos Méndez entregaba una por una las coronas con religiosa piedad, pensando que aunque después no vaya nadie allí a visitarlos, esos sarcófagos no quedan solos, porque la bandera los cobija y se desmenuza y se incinera y se dispersa con ellos en el viaje eterno... ¡Oh si no fuera por sus caricias silenciosas, quién sabe si aquella sería la mejor manera de morir! ¡Están tan abandonadas a veces esas pobres urnas gloriosas! Poco a poco se fueron yendo todos y Carlos empezó a vagar por todas las calles, como si no pudiera salir de aquel mundo funerario, arrodillado después sobre el sepulcro del padre, escuchando toda la profunda y   —264→   tétrica poesía. La voz de Genaro que le pedía órdenes con el sombrero en la mano lo despertó y lentamente salió del cementerio y se hundió con la cabeza agachada en el asiento del carruaje. Genaro emprendió la marcha crujiendo y castañeteando las ruedas sobre las combas resbaladizas del empedrado de entonces, hasta que se hizo un roce rápido uniforme y sin estrépitos, al llegar al colchón de polvo de los suburbios.

*  *  *

Era a principios de setiembre, en la estación variable y movediza, en que el durazno se cubre de la flor maravillosa y rosada, en que pululan las yemas y empiezan las hojas a desplegarse. Entonces hay días primaverales que llenan el espíritu de la admirable y tibia sensación de la vida que resurge y la golondrina cruza los suburbios con las alas extendidas en su volar violento y se posa tranquila sin moverse ya en el borde del techo. Al que vio en invierno los cercos de sina-sina desnudos y retorcidos y la arboleda, perdida la morbidez opulenta de la forma, transformada en una selva de ramas rígidas, delgadas y puntiagudas en el mudo ensimismamiento de la vida latente   —265→   y dormida, llena de asombro la contemplación de todos los pequeños estremecimientos que anuncia la llegada de la admirable mensajera con ropaje de flores. Bajo el cielo más puro, en medio de los rayos del sol más espléndido, que antes, hay familias innumerables de pájaros, que revolotean en bandadas y saltan de rama en rama y llegan perfumes de heno exquisitos y hay noches serenas, que hacen descubrir la cabeza y buscar la brisa fresca y admirar y bendecir los astros. Pero el invierno no ha concluido. De repente se levanta en el horizonte el paño oscuro de la tormenta, que asciende con siniestro sigilo; la naturaleza tiembla sacudida por el furor y los estampidos de los ciclones y el frío y el barro vuelven a azotar lejos las cosas tibias de la primavera. Entonces por la mañana suele la campaña todavía cubrirse de la blanca mortaja de la helada hasta que otra vez se levanta la temperatura y en las ráfagas cariñosas estalla la pompa multicolor de las corolas y se extiende más tupido el verde tapiz del bosque. Es en esta estación que empiezan a desarrollarse los sucesos del libro.

  —266→  

*  *  *

Méndez entró en su casa transformada en un pequeño paraíso. Es linda y aseadita con su patio grande de baldosas rosadas y nítidas. Tiene dos corredores divididos por un ancho pasaje de piedra cuadrada y él la solía contemplar a veces sentado en el rincón fresco del corredor a la izquierda mientras el sol la baña en frente. Desde allí veía a través de los árboles del jardín rasgos de cielo azul a lo lejos y los cirrus cándidos como un montón de tules que vagan y se mecen y ondean en la luz. Abajo, cerca de la pared que la enredadera tapiza con sus barbas el arco de hierro, de donde cuelga la roldana del aljibe y engasta un medio círculo de sol y diez perales, que son todo su bosque delicioso y verde, blanco de flores y lleno de cuchicheos y de murmullos. Más lejos una abra elegante, formada de un costado y otro costado por los troncos de la parra enhiesta, áspera, verdinegra, agrietada a lo largo y descascarada a trechos. Están tristes los sarmientos secos y nudosos, que se entrelazan arriba formando la bóveda amplia, porque no han recibido todavía el beso ardiente y esperan los rayos de oro para la uva, los rayos que ya palpitan en medio de la algazara canora de los nidos. A diez metros y debajo del corredor de la derecha ocho unas de cedro, pirámides   —267→   truncadas con la base en alto abiertas para recibir la tierra negra. De allí surgen esbeltos y largos los tallos verdes de las calas, con su monopétalo en forma de cartucho nacarado y en el medio el estambre grueso, erguido, amarillo, cubierto de polen fecundo. Después diseminadas en el césped, que se extiende debajo del bosque, las flores, las maravillas diminutas del color y de la gracia, las hadas encantadoras con los matices del iris en la frente. Tienen su lenguaje. Hablan el idioma de las caricias perfumadas, que se arrojan las unas para las otras, cuando el día nace y llena el mundo de hilaridades y cuando cae y envuelve a las formas todas en su enorme manto escarlata de moribundo. Debajo del corredor las habitaciones, por cuyas puertas abiertas de par en par, penetra a raudales la primavera en el aire tibio por las alfombras y en la penumbra de las cortinas que la defienden del sol.

*  *  *

Méndez entró al dormitorio, llevando de la mano a la chiquita y vio a Dolores al lado de la cuna meciendo y cantándole a ese último hijo suyo, que estaba enfermo. Tenía su cuerpecito extendido y escuálido, las mejillas blandas y   —268→   caídas, envuelto en mucha ropa de lana. Respiraba con ansiedad y tosía de repente mirando alrededor con ojos grandes y abovedados, que salían de las órbitas, como a querer iluminar aquella intensa demacración pálida, mientras el aire gorgoteaba entrando a través de los bronquios enfermos.

-¿Cómo ha pasado la tarde? Preguntó acercándose al niño.

-Muy mal, Carlos, repuso Dolores. Ha tenido mucha fatiga.

-Es desesperante esto, murmuró con voz sorda el médico. Yo ya he hecho todo. He leído y buscado todo. Los remedios deben ser una grosera mentira y solamente un espíritu imbécil puede43 creer en ellos. Y entre los libros y con toda mi vida pasada estudiando yo no lo voy a salvar, no, no.

-Carlos, por favor, interrumpió Dolores, el nene te está mirando, como si supiera lo que dices.

-Tienes razón. Pero estas no son cosas que uno acepta resignado... Y después algunas veces pienso que me puedo haber equivocado y que tal vez hay algo que hacer todavía. A ver.

Ella lo cargó y el médico, separando un poco de ropa, inclinó la cabeza sobre el dorso   —269→   anhelante del niño y lo auscultó un largo rato.

-¿Y? Dijo ansiosa la madre. ¿Cómo está?

-No está bien, Dolores.

-¿Lo perderemos entonces? Preguntó con miedo.

¡Oh Dolores! Exclamó Carlos, no pienses en eso todavía; puede ser que salve... pero tú eres santa y fuerte, añadió temblando y yo no me voy a mover de tu lado... aquí me voy a estar... quiero mirarlo contigo mucho tiempo y conservar toda mi vida su recuerdo.

-Lo voy a acostar entonces Carlos y ya no lo vamos a mover más, ¡pobrecito! Para que se vaya tranquilo.

Y escucha lo que te voy a decir, seguía el médico. Cuando esto sucede en otras partes, nosotros somos el yunque donde cae el martillo y nos lastiman la reputación y somos objeto de la diatriba, porque es necesario que alguien tenga la culpa de estas desapariciones, y no se aperciben que en nuestras mismas casas, con nuestras criaturas nos retorcemos más de una vez las manos en la impotencia. ¡Qué injusticias son estas!

-Hay mucho que perdonar Carlos, a los que mucho sufren.

Si fueran los padres todavía, seguía Méndez con entonación casi violenta... pero no porque   —270→   estos se acuerdan que uno ha estado con ellos en todos los momentos, acompañándolos y que toda aquella congoja de la casa ha conseguido entristecer nuestra vida... pero son algunos de estos otros, de esos indiferentes, que mandan preguntar por la salud de nuestro hijo, como si se les importara algo, deseando que haya un dolor en esta casa, que no ha tenido ninguno todavía...

En ese momento el niño tosió. Una tos áspera y larga que precipitó al tórax en una convulsión agitada de movimientos respiratorios. Los dos acudieron a la cuna y en el silencio, que siguió después, se sintieron en el corredor los pasos de un hombre, que iba y venía sin cesar, acercándose a la puerta, como si algo esperase, mientras las sombras de la noche iban llegando calladas. Al fin pareció decidirse: dio dos golpes a la puerta del cuarto de vestir, llamando a Méndez.

¿Quién es? Dijo éste saliendo.

Genaro, señor. Yo soy. Hace un rato que estoy por acá, por si me precisan y me voy a estar toda la noche.

Gracias, Genaro.

Y también señor, seguía Genaro, retrocediendo como si quisiera atraerlo al médico, también quiero decirle una cosa.

  —271→  

¿Qué son estos misterios, Genaro? Habla de una vez.

Aquí no señor. Ella no quiere que yo le hable aquí.

¿Quién, ella? Preguntó Méndez con impaciencia. ¿Quién?

Oiga, D. Carlos, decía en voz baja Genaro. Hay que la señora mayor está esperando desde hoy en el zaguán y un rato después se sintieron besos y un estallido de sollozos en aquella sombra. La madre y el hijo estuvieron un gran rato abrazados en silencio...

*  *  *

Bueno; mi pobre hijo, cálmese, le decía Catalina en voz baja, porque para eso nacimos, para entregar a la tierra, de cuando en cuando algún pedazo de nuestra alma...

Mi madre santa, exclamó Méndez, con los ojos llenos de lágrimas, antes que él, todos mis sueños y mis sacrificios... que se borre todo y muera todo... que yo sea estéril, como un desierto, inerte como una cosa vulgar y que yo vague dentro de las sombras de la demencia... ¡y muerto, muerto!...

¡Oh Carlos! Contestó la vieja transfigurada, tú has sido lógico. Esta casa es tuya y en   —272→   cada palmo de pared está tu nombre escrito. Tú eres la enredadera enorme que la cubre, le da sombra y la protege... Acuérdate, que, si mueres, el tiempo destruirá la tabla de los pisos y todo irá cayendo en ruinas y Dolores te seguirá en el viaje eterno, y tu pobre chiquita va a quedar sola, en medio del frío y de la maldad del mundo, abandonada en todas las tristezas... la delicada sensitiva, defendida por el cariño de tu corazón...

Pero este que se va, interrumpió el médico, ¿quién lo reemplaza?

Dios es bueno, murmuró la madre, y hace que las alegrías vuelvan al hogar mustio y que palpiten de nuevo las criaturas en las cunas.

¡Dios! ¡Dios! Y siempre y a cada rato Él, que se olvida, que son los hijos mi religión suprema y que es por ellos, que yo puedo algún día entregarle mi inteligencia y mis sentimientos. Él es la infinita bondad, madre, y debe desaparecer no sé dónde, cuando suceden estas cosas.

¿Eres tú, quién habla? ¡Mi pobre hijo! Y sin embargo has visto muchos dolores y me has narrado ejemplos de inmortal fortaleza. ¿No te acuerdas de esos padres, que se debaten como titanes en la desgracia, y siguen la vida hercúleos,   —273→   haciendo estremecer de vigor y aliento la casa? Oh ¿tú crees, que eres el único que tiene el sublime derecho de sufrir? En cada rincón hay uno, alrededor tuyo más esforzado y más varonil que este filósofo desventurado.

No, mi madre; yo no soy un cobarde, dijo Méndez, secándose las lágrimas...

Ya lo sé; pero tus pasiones son frenesíes, tu valor es el ímpetu temerario y enloquecido y tus dolores tienen estallidos sollozantes, que hacen temer por ti y por todos y es por eso, que yo le he dicho a Genaro, que te llame aparte...

Es cierto interrumpió Méndez; tienes razón, pero ahora yo sé lo que tengo que hacer... Allí está Dolores, yo la he de confortar... Mis ojos están secos y mi corazón tranquilo... tú tienes razón, te repito... pero a ti sola, entiendes, yo he entregado mis debilidades con el llanto que he derramado sobre tu hombro. Ahora ya no tengo flaquezas, y me siento lleno otra vez de la fiera alma de mi padre.

Catalina lo besó en la frente y entró del brazo con él a ver a Dolores, que calentaba contra su pecho el cuerpo del hijo.

  —274→  

*  *  *

El niño murió después, una madrugada. Lo pusieron en un cajoncito de ébano que tenía por dentro un mullido colchado de seda azul y en la cabecera una pequeña almohada.

El chico estaba acostado de espaldas, con las manos entrelazadas, blanco y tranquilo. Su vestidito de muselina era cándido, como las canas de los ancianos, que mueren y había sobre su cuerpo muchas violetas, las primeras sonrisas celestiales de la primavera. En la penumbra de la sala, caminaban algunas figuras, y se oían cuchicheos y más adentro, en el dormitorio sollozaba Dolores, con la cabeza inclinada sobre la cuna. Así llega el día, filtrando a través de la ventana, el día de primavera delicioso y tibio inclinándose y titubeando en las sombras. Un poco más tarde pusieron sobre el cajón una tapa de plomo, que tenía un vidrio cuadrado en la cabecera y los que estaban allí se acercaron por última vez para ver al muerto y mientras el hojalatero se disponía a tornillar la tapa de ébano, los padres llegaron lentamente de la mano como cuando eran novios y miraron... ¡pobrecito! ¡Alma de mi alma!... porque entonces la sala estaba llena de luz y había en el suelo esparcidos aquí y allá muñecos y caballitos de goma. Después se paró un coche, con ese repiqueteo   —275→   brusco y ruidoso, el landó grande en que iban todos a Palermo y Carlos, tomando el cajoncito debajo del brazo, lo colocó en el asiento de adelante solo y en silencio. Lo pusieron en un sepulcro de mármol, trajeron muchas coronas, llenos de solicitud algunos amigos, porque ya moría el día lentamente en la Recoleta, entre los sepulcros alineados, como si los muertos se prepararan a caminar la última y melancólica jornada, los unos detrás de los otros, en medio de la primavera deliciosa y tibia, en la hora en que las flores tienen más perfumes, más murmullos los árboles y los pájaros más cantos.

*  *  *

A su vuelta Méndez encontró a Dolores, sentada sobre la alfombra, al lado del cajón del armario, donde guardaba las ropitas y los juguetes del hijo. Iba sacándola poco a poco y la colocaba en montones, que ataba con cinta de seda azul y en un gran cofre puso la pollera larga de cachemir blanco de su bautismo, y la capa de encajes y la gorra con puntillas y tul trasparente en el borde, que había calentado su cara pálida en aquel gran día feliz.

  —276→  

*  *  *

Estoy arreglando su ropita, Carlos, y quiero que nada se pierda. ¿Ves? Estos son sus escarpines de seda... yo los voy a guardar bien... el día de tu santo también se los pusimos... aquí están los caballitos, que eran su encanto... ¿Te acuerdas cómo los estrujaba entre sus manecitas?... porque era tan inteligente y tan bueno: parecía apercibirse que queríamos mucho más a la chiquita y siempre sonreía para no darnos disgusto.

¿Por qué no te acuestas? Dolores, interrumpió el médico con voz suplicante... Tú estás enferma y es necesario cuidarse para los que quedan.

¿Y la chiquita, Carlos, cuándo la traen?

Mañana viene.

No, dile a tu mamá que no la traiga, porque yo ahora estoy tranquila... siento que estoy tranquila pero si viene ella, tengo miedo de sollozar hasta morirme.

Si tú quieres, yo voy a guardar todo esto, para que descanses.

No, Carlos. Siéntate aquí... Tú eres bueno: vamos a vivir juntos con todos sus chiches, todo el tiempo y... después yo sabía, que Dios se lleva temprano a estas almitas bondadosas y a pesar de eso, te confieso, que no me parece que se haya ido...

  —277→  

Por Dios, estas conversaciones no te hacen bien, Dolores... Te voy a pedir una gracia... Quiero sentir tu cabeza sobre mi hombro.

Bueno, aquí está...

Ahora duerme.

Espérate... no vayas a creer, que es dolor lo que yo tengo, es una cosa tonta, que me traspasa la cabeza.

¿Por qué no tratas de dormir? Esto te haría mucho bien.

No. Todavía no. Yo te voy a decir al oído toda su historia, porque tú no lo conocías bien. Por la mañana cuando te ibas, la casa quedaba un rato en silencio, porque tú eres un poco agitado... este no es un reproche, Carlos... es un hecho no más, que cito, porque yo no quiero que te ofendas...

¡Oh Dolores! ¡Santo amor mío! Exclamó Méndez, estrechándola entre sus brazos, yo te suplico, no sigas más, en este doloroso delirio.

Déjame que te cuente... después él agitaba los bracitos y pronunciaba sílabas, como si tuviera alguna risueña visión y yo decía, que eran los primeros gérmenes del cariño que tenían ese lenguaje y sus ojos negros resplandecían de luz y de sonrisas sus labios, cuando yo me acercaba a besarlo. Cuando yo, lo tenía cargado, hacia movimientos bruscos   —278→   para escaparse con la cabeza echada hacia atrás y los brazos levantados... como si quisiera volar al cielo... acompañado por las alegrías de mis ojos... felices... felices... con estos sollozos... ¡pobre mi corazón que se ha ido para siempre!...

*  *  *

Ya era demasiado; y entre las sombras de la noche se hizo pedazos aquella copa de cristal frágil... porque sucede que hay el deseo de ser fuertes, pero triunfa el recuerdo entristecido, que tiene la luz gris y hace alrededor nuestro el desierto infinito... ¡La florcita maravillosa, que miró un rato el cielo azul ha doblado su corola para buscar lánguida la tierra y desvanecerse en su seno húmedo! ¡Cuánto tiempo hace, que alrededor de la cuna no hay gorjeos primaverales, ni besos de sol, ni cánticos de alegría enternecedora!

*  *  *

Así Carlos Méndez la tenía abrazada en medio del cuarto contra su pecho y sus palabras y la extrema y casta dulzura de sus besos se mezclaban al sollozo, que no tenía consuelo...

  —279→  

Él le hablaba el suavísimo idioma de los recuerdos de amor, el divino diálogo al lado de la chimenea de la vieja casa, entre las augustas memorias de la familia, cuando las rachas doblaban las copas de la arboleda y se precipitaban en las calles zumbando... Le narraba así cerca del oído todas las infantiles imaginaciones de aquellos días celestiales y los cuentos y las leyendas que poblaban la sala de amables genios y de sonrientes quimeras y sobre su espíritu dolorido empezó a caer la blanda quietud del sueño, mientras su cuerpo extendido sobre la verde colcha de lampás adquirió el profundo descanso. Méndez erguido en la tiniebla, más fuerte hasta entonces, que su dolor la miró dormir dentro de aquel silencio de la casa oscura, interrumpido solamente de cuando en cuando por los pasos de Genaro, que vagaba, como un fantasma en puntitas de pie por el patio, centinela desasosegado y triste, guardando la desventura de aquella casa, donde se había hecho hombre...



  —281→  

ArribaAbajo- II -

La noche de un corazón


Pero Genaro había visto pasar muchas veces a Enrique Valverde por la calle del conventillo y las visiones oscuras que rompen la fibra honesta fueron entrando poco a poco en su espíritu. Alguno había en la noche, cuando él estaba sentado a descansar, que le decía las palabras de la befa amarga y ese su corazón generoso empezó a tener las sacudidas bruscas del insomnio. Sus cariños ya no eran tranquilos y tenía abrazos impetuosos para la blanca cabeza de la pobre madre y a Santa la miraba con ojos recios y después se retiraba a un rincón del cuarto sacudiendo con movimientos de desesperación melancólica la frente tenebrosa.   —282→   Cuidado con lastimar las almas afectuosas... porque detrás de la ofensa crecen y se agigantan los odios eternos que alimentan sus tormentos homicidas en los soliloquios retirados y silenciosos.

Perdió sus alegrías y su traje mugriento y deshilachado en los codos y todo su cuerpo tuvo la piel áspera y granujienta del desaseo. El coche empezó a tener manchas cenicientas y rasgos largos y angostos y glomérulos aquí y allá de barro seco, que salpicaban del pavimento de las calles. Las ruedas sucias y fangosas chillaban de cuando en cuando al girar sobre el eje no lubrificado de aceite y en los pliegues del espaldar colchado y blando y en los intersticios del marco de los cristales opacas hileras de polvo quietecito y como dormido. Las guarniciones de platino, con reverberaciones de luz y esplendores antes, empezaron   —283→   sus buenos tiempos en su color oro muerto, largas y peinadas las crines como hebras de seda flotando y la cola voluminosa y amplia en la base, enredada ahora con aspecto de largas y descuidadas greñas, con botones de abrojo verde y puntas y festones de ortigas.

*  *  *

Un día Méndez, ya desesperado de aquella negligencia incorregible, lo echó de la casa. Así pasó algún tiempo pensando en aquel pobre muchacho que lo había acompañado tantos años. Una noche la chiquita de los cuentos, sentada sobre sus rodillas, lo abrazó y le dijo:

-¡Pobrecito, Genaro, papá! Y lo miraba con los ojos grandes y llenos de lágrimas.

-Ese hombre es malo, contestó Méndez- es un ingrato.

-No, Carlos, interrumpió Dolores con tristeza- ese hombre tiene una gran pena en el corazón.

-Sí, papá, sí, papá... una gran pena... por eso es que a la tarde viene y se sienta en el cordón de la vereda... Tiene ese poncho largo y me mira un gran rato como si no me conociera... y yo tengo miedo, porque le veo un cuchillo en la cintura; pero él después pone   —284→   las manos juntas, como cuando uno reza y me dice tantas cosas amables, papá, y me besa la mano derecha, fuerte, fuerte. «Yo voy a venir todos los días, dulce compañerita... hasta que me muera de hambre... cuando su papá no esté... yo voy a sentarme aquí y Vd. desde el umbral y vamos a conversar juntos, porque yo necesito saber que Vd. está buena siempre dulce compañerita... Aquí le traigo estas violetas... mire cómo tengo la cara lastimada de arañones; yo pasé con todo mi cuerpo a través del cerco negro de moras, porque quería robar para Vd. flores de los jardines hermosos. Yo me puse esa vez, seguía contando la chiquita, yo me puse muy contenta y le dije: Gracias, gracias, Genaro. Entonces sacó del seno un cartucho de pastillas... este, papá, ¿ves?... Yo las compré esta mañana, me dijo, y lo espié a su papá cuando se iba, para traérselas y hasta que yo me muera, le voy a dar todos los días algún chiche para que pase alegre y entretenida su vida preciosa. Yo le voy a decir a papá, Genaro, que no quiero que te vayas más.

-No, no le diga, me contestó, pero prométame cuando yo la llame a la tarde que va a venir a conversar con el pobre Genaro, así... con su vestidito rosa y la gorra grande y blanca   —285→   de percal, porque le quiero contar muchas cosas a mi dulce compañerita. ¿Se acuerda cuando en el coche de mimbre la llevaba a pasear por las veredas, y la gente se paraba a mirarla y a besarla y Vd. se reía con esos sus ojos asustados y después yo le cortaba rosas y le hacía ramitos del jardín y de noche sentado en el banco del zaguán a mi lado le cantaba las canciones del corazón para que Vd. se durmiera?

-Vamos, chiquita, no quiero que cuente nada más, dijo Méndez, que tenía miedo siempre por aquella cabecita volcánica.

-¡No se enoje, papacito, malo! Contestó enseguida la niña acariciándole la mejilla y siguió conversando; una tarde llovía mucho y yo sentí que Genaro estaba en la puerta -venía con las botas sucias de barro y sin sombrero, con toda la cabeza alborotada y cuando yo le dije que entrara, me contestó: mire cómo corren, dulce compañerita, estos botes de papel por la corriente; y yo vi los barquitos blancos irse despacito corriendo y salí afuera a mojarme toda detrás de ellos.

¡Oh! Si yo no pudiera verla, cómo sufriría mi corazón, dulce compañerita, y me tomó en sus brazos Genaro y me llevó hasta el corredor, donde estaba mamá y cuando me hicieron entrar   —286→   yo oí que conversaban largo rato y como si Genaro llorase.

*  *  *

Todo eso era cierto. Dolores le había dicho al llegar: Cuánto te agradezco, Genaro, que me hayas traído a esta pícara.

-Qué buena es Vd., niña Dolores, contestó Genaro; y yo que creía que Vd. se iba a retirar, si me llegaba a ver.

-¿Por qué, Genaro? Si tú tienes un alma tan afectuosa y yo ya le he dicho a Carlos que te vuelva a tomar.

-Gracias, niña Dolores; pero yo no entro más a esta casa, porque tengo como una lastimadura en la cabeza y cualquier palabra me ofende y me enloquece. Y Vd. sabe cómo es D. Carlos... Y después yo siento que ya no soy bueno como antes. ¿Vd. se acuerda cuando eran novios y D. Carlos se había puesto tan amable y manso y paseaban por el jardín de la mano, al lado de los arrayanes, bajo el sol frío de invierno? Entonces yo también caminaba al lado de Santa con mi traje negro del domingo para ir a menudo a rezar al cementerio cerca de la cruz de madera sobre el sepulcro de tata. Pero ahora ya se acabaron todas las alegrías y todos los recuerdos.

  —287→  

-No es posible, Genaro, que tú pierdas así la vida generosa en la holganza, dijo Dolores con dulzura.

-Yo estoy perdido para siempre, niña Dolores, y todavía así mismo se me llena el corazón de consuelo, cuando veo esta casa, donde he pasado tantos años dichosos y puedo conversar con su chiquita.

-Pero qué cosa tan violenta ha pasado por tu alma, Genaro, dímelo y haré por ti todo para que vuelvas a ser como antes, porque en la vida se hacen estaciones como Jesús y se pueden tener, como Él, las agonías del desaliento y caer melancólicos y sin esperanzas sobre el duro madero de la cruz y tener sangre en los pies y lágrimas en los ojos; pero debe sufrirse todo con valor y seguir la montaña del Calvario arriba, arriba, levantando como el sacerdote en la misa el cáliz de la amargura hasta las glorias de los cielos, porque cuando nos bautizan, Genaro, ya entregan nuestro cuerpo al dolor y el espíritu a las batallas bravas y varoniles.

-Con razón, contestó Genaro enternecido, yo le decía a mamá que Vd. era santa y hablaba con palabras de ángeles del cielo, y asimismo Dios no quiere que nadie sea feliz. ¿Se acuerda, niña Dolores, de su pobre chiquito?

  —288→  

-Pues, bien, Genaro, nosotros hemos ofrecido a Dios nuestro dolor como en holocausto y continuado la vida a pesar de todo. Tú también debes rehacerte y sacudir ese malestar y volver al trabajo, que da las alegrías de la virtud, que no debe morir nunca.

Oh la virtud, niña Dolores... pero Santa ya no debe tener eso, gritó impetuoso Genaro, porque le ha salido paño en la cara y sus ojos azules están turbios y su ropa de manchas sucias y ha escupido la memoria de tata, que me alegro, sí, me alegro que se haya muerto y que ya no haya en la fosa ni siquiera gusanos y desearía que las ánimas se hubieran llevado sus huesos tan lejos, donde ya nadie se acordase que había vivido.

-¿Qué dices, Genaro?, exclamó Dolores del Río temblando; esa es una blasfemia tuya.

-La verdad he dicho, la verdad he dicho, repetía Genaro, se lo juro por los llantos de mi pobre vieja, entristecida, y por esta cruz que yo beso de rodillas en el suelo, y se echó con toda la frente sobre la baldosa raspándosela porque yo los he visto a ella y a Valverde, ese canalla, conversar en la puerta del conventillo... pero déjeme no más, niña Dolores... yo los voy a coser a puñaladas una noche que esté bien borracho y vea sangre por todas partes.

  —289→  

Genaro se levantó con el sombrero en la mano sacudido y violento el pecho. Tenía como un encaje transparente de lágrimas, que habían quedado colgadas entre los párpados y en sus ojos agrandados había todas las resoluciones tranquilas de su molde rudo. Ese llanto llegaba hasta allí, como ecos de la nostalgia de su alma por haber perdido para siempre las dulzuras de aquel hogar y en sus gotas cristalinas había reverencias y gratitudes eternas... Él doblaba su persona ante aquella virtud inmaculada de Dolores del Río, como los fuertes inclinan la frente, apercibida al combate y al exterminio cuando las manos de alabastro levantadas y abiertas imploran y caen sobre el espíritu áspero las miradas de la plegaria, y ella sabía que es necesario ser amables con la pobreza que sufre porque el latigazo duele y la palabra agría y el reproche injusto la ofende. Así lo miraba a Genaro como con divina misericordia, como suele casi siempre el cielo azul y tranquilo contemplar las batallas de la vida humana. Su rostro tenía la melancólica ternura de los que observan con sentimiento el dolor ajeno y en sus ojos grandes y negros estaban escritas todas las estrofas plácidas del perdón. Vestía, a pesar de haber pasado algún tiempo de la muerte del hijo, el traje negro y largo   —290→   con que suele uno acordarse de los que no volverán jamás con nosotros y había en toda su persona como reflejos apacibles y etéreos de la bondad infinita.

-Anda, Genaro, dijo al rato Dolores y acuérdate que es necesario ser buenos.

-Yo le pido perdón, replicó turbado éste, por todas estas cosas malas... pero yo tenía necesidad de decírselas a algunos para que no me reventaran el pecho.

-Sí, Genaro... pero Dios solo es el juez de sus criaturas y la vida de cada uno a él solo le pertenece, porque todo lo sabe, todo lo ve y lo perdona, y cuando más grande es la afrenta, más cerca está uno perdonando de su divina misericordia.

-Yo, perdonar, niña Dolores... ¡ah no! ¡Eso no!

-Sin embargo, Genaro, el perdón es la mansedumbre que cae sobre el alma exacerbada de venganzas y la condición necesaria para seguir viviendo y trabajando y mientras tú alimentes en tu cabeza el odio implacable, tú caminarás hacia el abismo y te hundirás en él...

-Pero tata me dijo al morir que cuidase su nombre que no había tenido borrones hasta entonces. Yo no puedo perdonar, niña Dolores, gritó Genaro levantando la mano derecha al   —291→   cielo ebria y temblorosa en su impotente desesperación...

-Entonces ya no reces el rosario, contestó ella con dulzura y tristeza, ni vayas más tampoco a visitar la cruz de madera, ni busques los brazos tibios de tu pobre madre envejecida y enferma y no agregues más cariño a los amores que has despertado en tu vida y sobre tu pasado honesto y altivo arroja la capa de goma que te ponías antes en los días de las tormentas para que los arroyos do las zanjas se lleven todo para siempre.

En ese momento asomó su cabecita inquieta por el cuarto de vestir de Dolores la chiquita de los cuentos y viendo que Genaro se iba con la cabeza agachada, corrió detrás de él, llamándolo, mientras Dolores pensaba en la pena profunda de aquel inconsolable infortunio.

-No te vayas, Genaro, no te vayas, yo quiero que tú me lleves en el coche...

-Sí me voy para siempre, dulce compañerita, contestó él muy lentamente, como conteniendo un sollozo, pero antes déjeme besarle por última vez la mano blanca, porque yo no sé cómo darle las gracias, desde que ha sido tan buena conmigo, y cuando de noche rece arrodillada en su reclinatorio bajito, acuérdese   —292→   del pobre Genaro, que le ha traído flores de las quintas hermosas y ha echado barquitos a la corriente para que Vd. se alegrara. ¡Amalaya! Entonces los ángeles del cielo bajen a cantarle las canciones para que duerma feliz, el sueño de la noche al lado de la niña Dolores y de D. Carlos que la miran con ojos cariñosos, y... y escuche esta última cosa que le voy a decir. Yo le agradezco mucho a su papá todo lo que ha hecho por mí, pero... yo ya no sirvo para nada... Y Genaro fue retrocediendo un largo trecho, mirando y saludándola, y le decía a cada paso: ¡adiós para siempre, dulce compañerita!

*  *  *

Esa noche entró Genaro al conventillo, pasando entre un grupo de hombres sin saludar y cuando llegó al medio del patio, dio vuelta la cara y observó que se miraban entre ellos... Resbaló su poncho del hombro y envolviéndoselo en el brazo izquierdo se acercó con terrible gesto de ira.

-Ustedes se están riendo de mí, dijo porque no veo con las espaldas, y ni poncho necesito para ustedes y lo azotó contra la pared y sacó su puñal, inclinando su cuerpo adelante   —293→   para arremeter... Los hombres se arremolinaron, retrocediendo, mientras una mano callosa y áspera le detenía la muñeca y lo llamaba dulcemente. Genaro sintió que dos brazos le rodeaban la cintura y vio al rato aparecer debajo de su axila derecha la cabeza blanca de la madre, cuyo cuerpo fue alrededor de él girando, hasta mirarlo de frente sollozante... Genaro echó el puñal a la cintura y en silencio entró con ella a su cuarto.

Allí solos los dos se miraron un gran rato hasta que la madre dijo:

-Qué miedo he tenido, Genaro: ¿por qué sos así de un tiempo a esta parte?

-¿Dónde está Santa? Interrumpió áspero el hijo.

-Ha salido, contestó Teresa con dulzura.

-¿Ha salido? ¿Dónde ha salido? ¿Por qué ha salido? Dijo Genaro con impetuosa rapidez.

-Me ha asegurado, Genaro, que volverá pronto.

-Esa... esa ya no vuelve a su casa como antes; por eso me agita la terrible tristeza...

-Yo bien veo, contestó la madre, que tú ya no vienes a abrazarme de noche, ni a rezar conmigo y ya no hablas de las cosas del viejo que era tan trabajador y tan bueno.

-Él es, madre, el que me dice todos los   —294→   días lo que yo tengo que hacer... lo que yo tengo que hacer; pero así a sangre fría, no puedo, gritó Genaro; y entonces me emborracho.

-¡Oh! cuánto sufro por vos, mi pobre hijo... por esta mala vida tuya...

-Y me emborracho, seguía Genaro, como si no hubiera oído a la madre -y tengo mala bebida y veo todas las cosas tambalearse conmigo por la calle y dar vuelta como un remolino y si los encontrara a los dos entraría como un asesino a degüello y sufro como una batalla adentro, cuando estoy sano, porque la cabeza me dice que son cosas que no deben hacerse y así no... porque bebo y bebo y siento todas las bárbaras corazonadas y a veces quiero estar triste, como cuando murió tata y tengo gusto de quedarme así un gran rato, como si fuera yo un cajón de muerto forrado de coleta negra y me hundo cada vez más adentro de todas esas vistas que parece que lloran a gritos una gran desgracia; pero si no hago eso, yo sé muy bien que Dios manda que uno sufra y trabaje y perdone, como decía la niña Dolores.

-Genaro, interrumpió la madre; todo temblorosa, si tú sabes eso, ¿por qué no vuelves a tu trabajo, para que yo pase los últimos días de mi vida en la gracia de Dios al lado de mis dos hijos?

  —295→  

-¡Ay, mamá! Exclamó Genaro... es que tú no sabes lo que pasa; y eso es mejor... al fin alguna cosa hace uno cuando tiene el corazón negro; y yo le he visto a D. Carlos encerrarse sin salir, tres días en la sala oscura cuando murió el hijo y nosotros los pobres cuando tenemos penas nos emborracharnos y nos escondemos dentro de la bebida, como aturdidos y locos.

*  *  *

En ese momento en el cuarto de al lado sonó la voz dulce de María, la novia de Genaro confundida con el ruido de la máquina de coser y salían por la puerta abierta en tropel las notas melodiosas, entrando y dilatándose lejos en la noche oscura. Cantaba la canción de las suaves resignaciones y decía en las tiernas décimas una dolorosa, historia de fraternidad y de abandono. Eran dos aves blancas que vivían piando sobre una misma rama y volaban juntas por el espacio trinando y entrelazando las alas para sostenerse y mirarse en el éter -las almas de dos hermanos muertos, que a Dios le pidieron les dejara peregrinar hasta los días de la gloria eterna. Así volaron mucho tiempo, en medio de los rayos   —296→   del sol, arrebatados en la misma nube cenicienta y bajita, sentándose al lado de los arroyos, que van murmurando en sus aguas quién sabe cuántos misteriosos cuentos, escondiéndose en la noche fosforescente de luciérnagas de los matorrales, cobijados por el cielo azul y las estrellas diseminadas que tienen la fresca lumbre apacible... Iban y venían de la tierra al firmamento y llevaban las historias del mundo y los gritos de las criaturas humanas y cantaban después a su paso por la pradera verde las vidalitas del cielo. Pero una noche estaban ellos ocultos dentro la figura tenebrosa de un ombú y pasó el ángel malo con sus alas anchas y negras y arrastró a la hermana tímida y fascinada dentro la órbita vertiginosa de su camino y entre barrancas de arena plomiza y árida se perdió lejos con ella. Quedó el compañero solitario y la llamó mucho tiempo volando de zona en zona, separando el tupido follaje de los bosques y preguntaba por ella a las aves, que apuraban el vuelo, y miraba a todas partes con las alas abiertas y fijas en el espacio, que llenaba de las notas quejumbrosas de la melancólica vidalita celeste, que narra las leyendas enamoradas y los divinos soliloquios de la amargura. Se paró al fin, mustio, enfermo y envejecido sobre la rama   —297→   transversal de una cruz de piedra y encontró a la hermana, el plumaje húmedo de lágrimas, acostada y moribunda y redimida de sublime arrepentimiento.

*  *  *

¡Almas exquisitas, sencillas sublimidades escondidas, cuyas estrofas virginales tienen el agudo y rudo arpegio de la máquina de coser amables cultivadoras del rosado clavel de la ventana, salpicados de puntos y vetas de nácar, cuyos tallos lánguidos y flexibles se mantienen agrupados por el moño de cintita celeste! Qué tarde, oh María va a llegar al oído de Genaro la filigrana de notas, que va repitiendo la palabra del perdón en el cuento del ave blanca con plumaje de cisne y gorjeos de calandria, no como antes en los tiempos que ya murieron -de las profundas alegrías, cuando él acompañaba con su guitarra la pesadumbre inmortal de los tristes enamorados. Trinaba la nota entonces inconmensurable, en los tiempos que ya murieron- cuando él también cantaba los poemas aprendidos en las vastas soledades más ingenuos, más melodiosos y originales que las armonías de Israel, que tienen los estampidos titánicos de las tempestades sidéreas, cruzados   —298→   por los éteres más trasparentes, ebrios de las fragancias de los rosales que brotan a millares de los cercos. ¡Adiós para siempre el pasado fugitivo, que viene saetando el dorso de todos los que viven con el eco de los júbilos que ya no se alcanzarán, a los mundos funerarios llenos de escombros! ¡Adiós el corazón afectuoso de Genaro hecho pedazos en las lubricidades de la deshonra! -Así las modulaciones envolvían su cuerpo gigantesco, parado en medio del cuarto, la cabeza oscura y la frente moviéndose en la tiniebla; cruzado los brazos empezó después a caminar como un sonámbulo, con los ojos secos y ardientes hacia aquella pared, detrás de la cual cosía la mujer que había entregado su orfandad a la nobleza de su corazón, como para decirle que todavía no había muerto aquel viejo Genaro que cantaba sentado en la noche al lado de su cuarto las alegres serenatas. Retrocedía y avanzaba mirando siempre sin tener fuerzas para llamarla con el nombre suave de María, sin fijarse ya en la madre que lo contemplaba sentada en un rincón, como si oyera todavía en aquel silencio las palabras de Dolores del Río: «ya no busques los brazos tibios de tu madre envejecida y enferma -y no agregues más cariño a los amores que has despertado en la vida». Cuando el canto cesó   —299→   y siguió solo el tiquitac de la máquina, ese armónium monótono que grazna las lamentaciones insomnes de la pobreza, Genaro pasó al lado de la madre sin besarla y sin hablar, resbaló rápido fuera de la zona de luz que estallaba del cuarto de María y en medio de las gentes del conventillo, que caminaban al lado de él como tenebrosos bultos, llegó a la puerta en silencio y la sombra de su cuerpo se deshizo lejos en los negros lutos de la noche.

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Se hizo noctámbulo de los barrios oscuros, arrebatado en todas las desesperaciones vagabundas. Pasó debajo del puente por las altas veredas que corrían antes derechas, al borde las callejuelas siniestras, húmedas y resbaladizas de lodo, la boca de los albañiles abiertas y negras, vomitando a cada rato los gargajos inmundos de todos los desperdicios, cuajados los bordes de grumos hediondos. Caminaba entre las emanaciones podridas, mirando una tras otra las casitas bajas, iguales en largas hileras, impregnadas de líquidos verdosos las paredes, el revoque hecho papilla y descarado a trechos. Se paraba en las ventanas de las zahúrdas esquivas, en cuyo fondo blanqueaba   —300→   apenas la cama, heridos sus ojos por los vaivenes soñolientos de la silla de hamaca miserable oyendo estridentes cantares y el chistar ávido y desventurado y asomaba su cabeza por los vidrios terrosos de las tabernas y en la atmósfera llena de turbiones de humo, miraba los hombres beodos, apoyados los codos sobre la mesa, tragar con ojos revueltos los semblantes afrodisiacos de las mujeres macilentas, grabada la frente casi siempre de los estigmas indelebles de la crápula. Veía muchas veces danzar y girar las parejas al compás de la habanera, que hace arrastrar el ponche compadre y derrama en el ambiente la nota lasciva y hombres acostados más tarde gruñendo el sueño borracho y mujeres azotadas -el rostro de moretones y de cuando en cuando el choque de chispa de los puñales, describiendo en el aire los jeroglíficos homicidas. Empujado, comprimido a veces, era arrastrado de aquí por allá como un inconsciente por el tropel cosmopolita de una muchedumbre que apura la vida, buscando en los barrios tenebrosos con atropelladora ansiedad, los gérmenes letales y entraba aturdido dentro la barahúnda estridente de los instrumentos de cobre que parecían rajar las paredes estremecidas y las puertas endebles con las broncas resonancias y escuchaba más lejos la   —301→   melodías calladas de alguna guitarra y los sonidos de los órganos que rezongan en las bocacalles. Oía la carcajada de la orgía y los cantos de los coros de hombres y en los zaguanes oscuros ruidos de besos y las faldas de las mujerzuelas perdidas flagelaban pasando sus piernas. A veces parado en la esquina miraba con ojos taciturnos las zonas de luz que se azotan a la calle de los reflectores redondos, chisporroteando sobre el ojo deslumbrado la larga columna de fuego y observaba los grupos apiñados contra las rejas y las protestas procaces de los leenones y las griterías del harem enloquecido y desnudo. Trecho a trecho sombras que ocultan algún siniestro poema de suciedad y de miseria y familias escuálidas asomando el hocico para husmear el vaho obsceno de la calle y niños sacudiendo en el aire negro el rostro atónito y los andrajos del traje que deja ver mulata la desnudez del cutis mugriento. De repente veía Genaro pasar entre los esplendores del reflector y entrar en la sombra desaparecer y dibujarse otra vez al rato en los rectángulos de luz más cercana, la máscara tormentosa de algún borracho, tironeando las crenchas enredadas de la ramera sollozante batiendo mandíbula con mandíbula en los redobles apurados del terror. Permanecía soñoliento,   —302→   como si todas aquellas visiones del lodazal y los himnos perversos de aquella bacanal de la carne demente lo envolviesen, atrayéndolo con el arpón clavado entre las costillas dentro de la sima, salpicado su cuerpo de máculas, incineradas para siempre las generosas estrofas de antaño. Así entró en los fondines de pequeño mostrador en semicírculo, el cuadro de la reja de varilla larga de hierro en una punta encerrando las copas sucias y opacas y extendida la lata plomiza clavada sobre la madera, la estantería al frente, llena de los frascos alineados del beberaje.

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Una noche estaba en el vano de una de esas portezuelas parada una figura alta y oscura que lo aferró de un brazo al pasar y lo llamó por su nombre.

Era una mujer flaca, con dos grandes ojos verdes, metida en una falda de percal rosa, un pañuelo grande de espumilla en el pescuezo. Genaro se dejó conducir como un autómata. Entró en una pieza larga y rectangular, desnudas las paredes, los tirantes arriba rígidos y paralelos, cruzados de la roja alfajía de quebracho y el piso de tabla ancha y pulverulento,   —303→   con curvas y líneas serpentinas y ochos oscuros y húmedos del riego grosero hecho un momento antes. Sentados alrededor en bancos de pino las parejas, sobre cuyos trajes y palabras arroja un gran borrón de tinta negra la lanza aguda de esta pluma mía que va corriendo, mientras dos guitarras en un rincón templan la nota y se oyen los crujidos de las clavijas y el chac repentino de una cuerda que se rompe.

-¿No me conoces, Genaro? Dijo la mujer.

Genaro la miró un rato ondulando, con cara de imbécil y la mirada siniestra de ebrio y dio un paso hacia ella, como si fuera a caerse, y en medio de la algarabía de risotadas y palabras inmundas oyose por todas partes repetir. ¡Genaro! ¡Genaro! Que cante, alcáncenle la guitarra -una copa, patrón, una copa para el cantor y se sintió el crepitar de los bancos y el retumbar de las botas en el piso y roces de percales quebrando y arrugando su planchado. Lo rodearon todos mientras éste apuntaba con el dedo la cara de la mujer y le decía arrastrando las palabras: Sí te conozco mucho: eras una lavandera, -pero en el patio del conventillo hacia frío y tú no trabajabas y no pagabas el alquiler... entonces de un puntapié te encajaron en esta cueva... y yo he visto otra   —304→   como vos que era honrada y después se llenó la cara de paño y los ojos de la madre de lágrimas... y tú antes te llamabas Santa, cuando rezabas el rosario y te ponías el rebozo negro en la cabeza y el crespón hasta el suelo. -Se llama Clarisa Paloche, gritó un borracho, y de un empujón dio con ella de espaldas sobre el mostrador. Ahora sí, contestó lentamente Genaro, porque éstas se cambian nombre... pero tú no vas a hacer, proseguía acercándose al borracho con aire amenazador, y la cara oscura y terrible, tú no vas a hacer y esto nunca con Santa porque yo le he prometido al viejo vengar la porquería esa- y como vieran los otros que lo tironeaba del pañuelo de seda reciamente y acariciaba nervioso el mango del puñal, lo llevaron hasta la silla, sobre la cual cayó pesadamente, mientras una guitarra rodaba por el suelo, sonando como un lúgubre y prolongado quejido.

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Genaro la miró un rato, la levantó lentamente, y después de templarla se puso a cantar en medio de aquel coro silencioso... Pasaba a través de su embriagada inteligencia la44 fantasmagoría extraña que aterroriza y vibraban   —305→   de las cuerdas roncos y pavorosos acordes. Cantó la leyenda sucia del carancho, que va lentamente revoloteando por la campaña con el pico estirado y olfatea el animal muerto y cae con las alas extendidas sobre el lomo rojo de músculos a posarse con sus garfios y pica y pica y desgarra apurado en el bestial banquete y desnuda el arpa curva y hedionda de los huesos blancos... como la desgracia que le pudre y le raja al hombre la ropa y se la hace caer a pedazos y le come poco a poco la carne y uno se seca al fin y lo echan a la fosa...

-¡Bravo! ¡Bien! Oyose gritar en medio de los aplausos, mientras un borracho le alcanzaba una copa. Genaro la apuró de un trago. Enseguida inclinó la cara oscura sobre la guitarra y siguió cantando:

La laucha cruje, cruje todas las noches con los dientes de marfil largos y muerde la madera del zócalo y hace un agujero redondo... como la desgracia que pellizca, araña y taladra el corazón en la noche oscura de los silencios de cada uno... y la víbora que está debajo de piso y ve entrar luz se asoma y entona el canto agudo de muerte, que hace castañetear de miedo los dientes y saca afuera las dos púas movedizas y la cabeza y el cuerpo largo, extendido y serpentino que se desliza con roces callados   —306→   como si caminara sobre terciopelo... Así entran poco a poco las rabias y muerden y matan los tiernos cariños y erizan las tormentas de la sangre... porque el padre ve resbalar la culebra y erguirse sibilando y caminar parada sobre la cola a picar con ponzoña el pecho de la hija que duerme y encorvado la espera al pie de la cama y la cabeza de un tajo rueda por la madera, las lesnas de la lengua de fuera zumbando.

-¡Bravo! ¡Hurra! Resonó por todas partes en medio del crujir de los percales y del taquear retumbante de las botas. ¡El bagual! ¡El bagual! Que cante Genaro el bagual. La paica más comadre con zancadillas de milonga le alcanzó una copa. Genaro la vació enseguida y empezó a cantar:

El bagual es el potro de la pampa libre. Tiene las tormentas de los infiernos en las pupilas y corre con la cabeza agachada, torciéndose bellaco en el aire como una víbora, devora el camino y se hace pedazos en las cortaderas. Se levanta de un salto y sigue: relincha con espantoso alarido y chiflan en su ojo revuelto todos las rabias salvajes o indomables... y a veces vuela erguido, las crines al viento en fuga, sucias de abrojos y tierra. Los gauchos lo enlazan y lo atan a un palo del corral. Le   —307→   llevan agua y no bebe; le llevan pasto y no come y sin un quejido, echado para atrás en actitud constante de sentarse sobre sus patas van apareciendo y formando arco sus costillas, hasta que un día amanece muerto, con el cuerpo en tierra, colgado del pescuezo del palo homicida, -el ojo turbio, abovedado y frío de piedra... como los rencores que le secan el alma al hombre y mueren los sentimientos y le enfrían la sangre y le hacen tiritar el puñal, buscando la venganza...

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La guitarra hasta entonces crujía con estrépito y tenía cosas roncas, pulsada por la mano vigorosa de Genaro y en medio del silencio cruzaban como espectros aquellas visiones terribles. Poco a poco la música fue perdiendo sus cóleras y sus tormentos y desmayó en un triste de lánguida pena hondísima, como si se hubieran allí aglomerado todos los sollozos de una vida entera de martirio.

Era como una elegía murmurada en el adiós del corazón a todos los cariños de la tierra, a los recuerdos juveniles que hablan el lejano y dulce idioma de la alegría, como si aquellas notas armoniosas en su melancólica pureza estuvieran   —308→   hechas con susurros de los últimos besos moribundos de alguna madre santificada y había trinos y arpegios y fugas tiernísimas, que desataban de su seno ruidos de lágrimas, esas que graban gota a gota sobre las congojas de cada día el epitafio del sepulcro.

Cuando se levantó para salir tambaleándose Genaro, le abrieron paso todos y, ya en la calle se levantó su voz con ecos formidables y desgarradores. Saltaban las notas, se azotaban contra los vidrios, resbalaban sobre el lodazal a poblar de estremecimientos el barrio tenebroso, las palabras angelicales aquellas de la dulzura suprema, que le habían hecho pedazos el corazón, y el último coloquio con la chiquita de los cuentos... Yo me voy para siempre, dulce compañerita... Cuando Vd. rece arrodillada en el reclinatorio bajito, acuérdese de Genaro que le cantaba las canciones deliciosas para que Vd. se durmiera... porque yo he robado flores de los jardines hermosos y echado barquitos a la corriente para que pase alegre su vida preciosa; ¡déjeme siquiera besarle todavía una vez la mano santa y bendita, dulce compañerita! Y la noche le arrebató lejos con los últimos ecos de la tierna canción desvaneciéndose y se perdió describiendo zig zag, zig zag, zig zag...

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En la madrugada, Carlos Méndez salió como siempre, a visitar sus enfermos y cerca de su casa, vio un cuerpo cubierto de polvo, tirado en la calle. Se detuvo y reconoció a Genaro, con el pecho desnudo, sucia la camisa, abierta adelante y las ropas, a un lado el chambergo lleno de agujeros y grasiento y las botas con trozos de barro seco. Un gran rato estuvo mirándolo y, ayudado por el cochero, lo colocó como pudo sobre los almohadones y dio orden para que lo llevaran al conventillo. Él volvió solo a su casa a pie con el mentón sobre el pecho, las manos entrelazadas en el dorso, deteniéndose a veces como hombre absorto en una profunda meditación.