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Libro extraño

Tomo I

Francisco A. Sicardi



[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]



portada



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ArribaAbajoPrólogo

Porque es necesario, que los hechos tengan sitio, fecha y criaturas, escribo estos capítulos del libro, que lleva por esto mismo en la entraña la simiente de su muerte, porque en el arte, no tienen vida duradera, sino las cosas sobrehumanas, que en todo tiempo y lugar sean reflejo de verdad. Requiescat in pace. Se irá en el montón, en buena compañía, a descansar en la huesa, que el olvido abre todos los años para los que escriben. Yo tengo conmiseraciones, llenas de respeto, por todas las ideas, que se arrojan a la pelea diaria, y muy en mucho los campeones esforzados, que defienden iracundos la brecha, erguidos sobre el escombro... Me acerco a ellos siempre, leo sus libros y veo cómo se enflaquece el vigor intelectual, que echa a la hoguera sus aristas de diamante pulido y cómo sepulta el hombre todas las exuberancias pasionales de nuestro espíritu.   —4→   Escribo, a pesar de todo, con caricias en la frase y plasmo, en los soliloquios de creación, las figuras, que cruzan sonriendo la zona sombría del pensamiento. No hay frío en la pluma, ni desesperaciones; y, cuando resbala y cruje sobre el papel, saltan chispas de alegría, porque otros se emborrachan de alcohol y nosotros de visiones: es lo mismo. Lo importante es que el tiempo, que no puede llenarse siempre de trabajo material, pase en alguna forma, aunque sea poblado de deleznables fantasmagorías; -el tiempo, que es tan largo, cuando la inercia y el tedio penetran los huesos... No importa lo que suceda después; escribamos1. Sé que el sepulcro está siempre con la tapa de mármol levantada y pendiente en actitud de caer... pero yo digo, que esos libros muertos, que han enriquecido nuestra inteligencia con el esplendor de sus pasiones, son los amigos desinteresados de las horas solitarias; y a medida que se van borrando de la memoria humana, se concentran y se retiran en tropel y entran por las puertas iluminadas de nuestras casas, como hijos pródigos, que vuelven moribundos de la lucha a buscar otra vez el seno tibio de nuestros cariños. Yo los he visto después, en las urnas, donde están guardadas las cenizas de los dioses tutelares, al lado de   —5→   los retratos, sobre el escritorio de los hijos. ¡Sobrado galardón es este! ¡Qué bien están los libros muertos allí!... Por qué el arte no vive, si es estéril vanidad y exhibición burda y fugaz; pero es eterno, cuando es fragua calentada en todos los amores del corazón, cuando, hecha de dolor y de recuerdos, diseca una por una las tristezas del espíritu humano. ¡No haya miedo, hermanos míos; dejad esta síntesis a vuestros hijos, aunque no viva fuera nunca! Allí guardados, dentro de las cuatro paredes, donde han sido escritos, tienen la vida inmortal, a pesar de todos; y, cuando suenan las alegrías de íntimos festivales, siempre hay quien estira la mano a recogerlos. Yo he visto estas familias... En la noche del santo de los padres, se reúnen todos alrededor de la mesa con esos libros, que son a veces la única herencia... Los genios amables del hogar, con alas blancas y grandes, se ciernen en la atmósfera tibia y la vieja sobreviviente está sentada en la cabecera. Tiene en los ojos pensativos toda su historia de alma resignada y tranquila, mientras los mayores, con tez morena y ojos negros, leen en voz alta las páginas adorables... Pasa el alma del padre en los rasgos extraños y los arabescos y las curvas y los círculos y las líneas de las letras...   —6→   formando rayas pequeñas y grandes, separadas por blancos espacios, que van contando apresuradas, las unas después de las otras, las distintas estrofas, mientras su sombra melancólica vaga por los comedores, donde se sienten ruidos de besos cariñosos.

*  *  *

Yo canto como el poeta y veo las líneas elocuentes de los objetos y escribo el alma de la naturaleza de mi comarca... y hay tinieblas y poemas de luz y temblores de corazones en sus páginas. Hay símbolos, porque ciertas horas juveniles de amor se parecen en todos los que han nacido, y más símbolos, porque está allí el pueblo, que tiene el gran espíritu sintético, la efigie deslumbradora y gloriosa, mezcla de artista, de filósofo y de gaucho indomable... ¡Oh Grecia, que tienes a Esquilo y al Partenón y has echado a las estrellas el perfil divino y eterno de la Venus celeste; diosas de las ondas del mar y de los bosques, que camináis el mundo antiguo, destilando perfumes salinos de algas y deliciosa ambrosía; observad este pueblo de poetas, que encuentra el himno a la belleza inmortal en la infinita y dilatada planicie de la pampa,   —7→   templo abierto de sus glorias, sepulcro de su ciclo heroico! Monta su potro alazán con cambiantes de terciopelo, la cabeza altísima, anhelando las fragancias exquisitas de los jardines silvestres. Tropieza adelante en el huracán bravío de la carrera y de noche vela -de los picachos, que blanquean en la negrura- la integridad del territorio, armado, con plumaje de cóndores en la renegrida cabeza, la daga brillante y el ojo redondo y oscuro del fusil...

*  *  *

Habrá en el libro pasiones, de esas que por casualidad se visten de carnes; zonas de fuego, que marchan en la vida, sin que la educación roce y atenúe ninguna de sus cosas salvajes; corazones sacudidos por todos los instintos, tétricos actores de la catástrofe horrenda... Y hombres, que viven la vida humana -redimidos- y hogares con luz de sol, sombras de arboledas y trinos armoniosos de pájaros y penumbras de alcobas y cánticos tiernísimos de madres, al lado de las cunas y uno que otro cajoncito de ébano, que se va para siempre por la puerta con llantos y plegarias... Y locos, mártires de la ambición de renombre, bregando por la luz en sus extravíos intelectuales,   —8→   con las puertas del manicomio abiertas de par en par... para concluir muriendo todo ese mundo en la forma en que las cosas todas concluyen. Yo escribo, porque en la vida hay madrugadas, noches, casas, caracteres, pobrezas y dolor... porque se vive al lado de las muchedumbres que se agitan y se revuelven y gritan bulliciosas el cántico de la existencia vertiginosa; porque hay cielo y sol y niñas enamoradas, que iluminan los vergeles sonrientes de heliotropos y pasionarias y balbuceos de chicos y padres que se sientan por la noche a contarles cuentos para hacerlos dormir. Yo grabo todas estas cosas con los fragmentos lastimados de mi corazón y se derraman en las páginas del libro todas las afectuosas soledades del espíritu, porque si yo no escribiera, tendría siempre reverencias en las pupilas de mi alma, para esas pobres criaturas consagradas en las congojas inacabables. Yo me arrodillo, con la frente hasta el suelo, peregrinas melancólicas del libro doloroso, porque he encontrado para vosotras, de esta manera, las estrofas de las gratitudes eternales. Aquí estoy sentado en mi comedor. Oigo el reloj, que marca con cadencia monótona los pasos del hombre cansado hacia el sepulcro, y asimismo, sediento de recuerdos, ebrio de   —9→   beatitudes seráficas, evoco las inefables visiones... ¡Oh Eros paradisíaca, blanca flor de alabastro, tronchada en edad temprana; numen y síntesis de todos los amores!... ¡Bohemio, símbolo, creador huraño de poemas, que tienen todas las armonías de la comarca, filósofo y soldado, que construyes en la cumbre tu castillo de piedra, como baluarte indomable y bravío! Vengan las frases y los deliquios de los amores inmortales... y Genaro y Enrique y Paloche, pasiones desnudas, zonas de fuego enloquecidas, que cruzan el LIBRO EXTRAÑO como regueros de muerte... y criaturas humildes que viven en los conventillos... y tú ¡oh Carlos Méndez! Hombre, que me has prestado tu nombre y apellido, para que yo dijera la forma, como tú cierras contra tu pecho redimido a la chiquita deliciosa de los cuentos... Ellos van a sostener el libro en su camino azaroso y cuando vuelvan a mi hogar, tal vez encuentren la urna que guarde mis cenizas y habrá plegarias de niños arrodillados en el comedor, cuando levanten la tapa y allí lo encierren, como para significar a los intelectuales, hermanos míos, que los fragmentos lastimados del corazón, al corazón de los hogares vuelven...





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ArribaAbajoLibro primero


ArribaAbajo- I -

Carlos Méndez


Carlos Méndez era médico. En un tiempo eso significaba alguna cosa excelsa. Ahora que se ha llegado, hasta creer en la alquimia y se han establecido consultorios nigrománticos, mejor es doblar la hoja. Antes podía decirse: «los médicos» así como suena. Hoy está uno obligado a distinguir:

¿Cómo es el Dr. Fulano?...

No es extraño, desde que estamos en la década del análisis y del detalle. Eso es bueno, entre otras cosas, tiene este progreso del arte, porque siquiera enseña, con quién tiene uno que habérselas y en lo que se refiere a este gremio, debemos congratularnos, porque los sumos pontífices de la literatura han declarado,   —12→   que no puede escribirse hoy, si no se sabe medicina. Han conseguido así echar baldones sobre muchas obras de labor y de genio; han diluido en páginas interminables la hermosa síntesis de las pasiones y refugiados en los manicomios, pedagogos afectados, han construido con sus piedras enloquecidas el edificio de la vida humana. -¡Pobre Shakespeare2! ¡Te han mandado con la música de tus creaciones a otro planeta!

*  *  *

Vivía en Almagro, si comer y tener cuartos y dormir a veces en ellos, quiere decir vivir en alguna parte. Hace tiempo de esto ya, cuando ese barrio era un suburbio lleno de quintas y cercos de moras e higos de tuna, y hornos, -las hileras de ladrillos apilados- y montones de cardos y el túmulo en forma de pirámide truncada y pequeñas casitas aquí y allá y ranchos y ombúes corpulentos y enormes charcos cenagosos... Vivía en la única casa de altos del barrio solitario, en cuatro cuartos. Tenía una cocinera negra, que le decía: su merced, y Genaro era su cochero, hacía tiempo y su sirviente a la vez. Ejercía su profesión de médico pobre, con muchas dificultades   —13→   a pie, a caballo y muy rara vez en un pequeño cupé... Su día era el trabajo, su noche el estudio... pero sin duda por no ser de nuestro tiempo, leía pocos los libros de medicina y pasaba esas horas escribiendo. Tenía una fantasía vivísima y era un extraño y salvaje poeta, que acometía todos los libertinajes del arte con extraordinaria audacia, rompiendo en sus escritos forma y ritmo. Sus cosas no eran leídas, sino por algunos amigos y echaba al fuego todo, sombrío y huraño, enemigo de que hablaran de él y salvándose inconscientemente3 de que lo lapidaran en la calle. Era una desenfrenada inteligencia, calentada y enloquecida a veces por violentas pasiones y vivía mártir, sin embargo, de las muchas horas de inacción, caminando con los brazos abandonados, pensativo y escéptico. Es muy posible, que aquellos excesos bruscos y repentinos y el estallido formidable de las ideas en su cabeza, le arrebataran el vigor varonil y lo precipitaran en las hondas y amargas tristezas que lo sorprendían a veces. Lejos de la madre, a quien visitaba poco, concluyó por tener el corazón muerto y el labio mudo y fue su espíritu una cosa desventurada y yerma. Se aisló más todavía, hasta casi no salir de su casa y todo este admirable mundo, divino por   —14→   la luz, la línea y la armonía y las ráfagas exquisitas del sentimiento y las creaciones, que resuenan en nosotros, como alboradas parleras, habían perdido su esplendor. La criatura humana era una sombra triste, sin fe y sin esperanzas, vagando sin rumbos, ni objetivos por el espacio. Tenía tedio, disgusto de todas las cosas, tedio negro e implacable -esa inercia gigantesca, que desgasta y contamina átomo por átomo. Su casa estaba desnuda. No había alfombra, ni cortinas. Sus paredes no tenían sino los cuadros de familia, que él no miraba nunca en medio de aquella helada atmósfera. Andaba por esos cuartos, como un espectro, buscando una mano amiga y una sonrisa, como el ciego, que va bamboleando a tantear trecho a trecho las cosas, para encontrar algo, en que apoyar su camino. Sentía latigazos en la frente, burlas y palabras socarronas, que le decían: cobarde, ¡y los libros! ¡Hasta ellos! esos sublimes dolores de sus años juveniles, saliendo con sus dorsos de colores, fuera de la biblioteca, reían y reían con los dientes largos de esqueleto. En el día interminable y aburrido, buscaba con avidez los altos problemas, para resolverlos, los enigmas desolados, que rodean el destino humano, sin tener fuerzas para salir del ensueño estéril y4   —15→   trágico. Meditaba el horrendo desastre; las furias arrastrando por los aires su cuerpo muerto y miserable y el destino siniestro, con máscara lóbrega, que otras veces había aguzanado sus intuiciones y precipitado su mente en todos los abismos del saber, la esfinge eterna caía hecha pedazos en la indiferencia del que ya no puede pensar, ni sentir. Estaba vencido: ¡era un suicida, que tenía la pasión dolorosa del eterno descanso!

*  *  *

Esa noche del mes de abril, en medio de un vaho abrasador, estaba el cielo lleno de tormentas y la atmósfera procelosa. De cuando en cuando, un relámpago, que rasgaba la noche y el trueno, retumbando a saltos. A lo lejos, zumbidos extraños, y nubes oscuras enroscadas en alto como serpientes y vertiginosas de polvo, un olor a tierra húmeda y unas cuantas gotas gruesas, flagelando los vidrios. Después relámpagos más frecuentes, más breves y centelleantes, zig-zags ardientes y rápidos aquí, allá y más allá, incendios súbitos y estallidos de luz, abriendo grietas y cráteres y el trueno más cerca y más fulmíneo sacudiendo con espantoso fragor las espesas montañas de aire   —16→   negro. Los ruidos del huracán, trasformados en estampidos, con una enorme nota central, grave y formidable y por dentro gemidos lúgubres y lastimeros, chirridos, una tempestad de voces coléricas, una zambra tumultuaria llena de bramidos de bestias feroces apaleadas y de todas las desesperaciones demoníacas del sonido y después el agua a torrentes, se desploma a torrentes, inunda las aceras y levantan en las calles un mar embravecido...

Una pequeña lámpara de queroseno iluminaba el dormitorio de Méndez, mientras los fogonazos sucesivos de los relámpagos saetaban los vidrios y la casa solitaria parecía temblar, en aquella perversa furia de los vendavales de afuera. El médico estaba sentado al lado de su escritorio, con el ceño hondo y la cara oscura y escribía «las sombras» un poema terrible y macabro, en que como siempre, en todas sus cosas, grabó con profunda sinceridad la estereotipia de ese lóbrego momento. Escribía y de cuando en cuando, miraba una pistola, que tenía al lado con los gatillos levantados en son de fúnebre amenaza, sobre los dos cañones oscuros.

*  *  *

«Fuegos fatuos, decía el poema, vuelan brillantes y aparecen como estrellas en la punta   —17→   de las cruces del cementerio -¡Adiós! Corren, saltan y ruedan sobre las calaveras, sucias de barro y se desvanecen en la tiniebla. Iluminan poco los sepulcros a flor de tierra. Son huacas de pobres y descansan siquiera tranquilos, sin plegarias hipócritas, ni flores, ni recuerdos... Moriré así yo también, sin que nadie se aperciba, llevándome todo (el bien y el mal) para que no quede en el sitio que yo ocupaba, sino una vacía y oscura caverna, donde no brille jamás pupila humana.»

*  *  *

«¡Veo blanquear el mármol de las tumbas en la noche y las estatuas caminan y hacen tiritar al aire, maullando las agrias lamentaciones de los que no tienen paz! Buscan aquí y allá alguno, que haya sido virtuoso, para arrodillarse y entregarle las caricias de la blanca cabellera y el abrigo de sus mantos y la plegaria, que consuela a los esqueletos estirados en los negros cajones. Las veo empinarse a las rejas y mirar los altares y las coronas, que se han secado, colgadas de la pared y reunirse en conciliábulo y cantar el siniestro coro: este no ha sido virtuoso... adelante... este no ¡adelante!

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Y todas las noches siguen la peregrinación los fantasmas blancos, cruzando los entenebrados senderos y repiten el estribillo lúgubre: este no ¡esto no! Hasta que el alba los rodea con sus claroscuros y los arroja derechos y desconsolados sobre los pedestales.

*  *  *

«Porque yo he perdido la fe, como ellos, girando dentro del círculo oscuro de mi pensamiento y en la hoguera del tedio, que me abrasa la cabeza, he dejado caer todos los átomos creadores y una tras otra las sensibilidades pasionales y se ha hecho un torbellino de cenizas. No queda sino este cuerpo, cuyas células palpitan sin virtud, como las tumbas, dentro del gran lago de mi sangre y debe morir disgregado y desvanecido al fin en la vida de la materia, que no tiene término...»

*  *  *

Yo me detuve muchas veces a mirar, tendiendo los brazos y manoteando todavía las últimas quimeras de la imaginación, que marchaban rápidas a la hornaza y vi crecer y hacerse honda la sombra, que me envolvía, y   —19→   me busqué sin encontrarme ya, deshecho en hilos negros flotando dentro de la tiniebla...

*  *  *

Giré entonces en remolino con ella, cansado y melancólico, envolviendo a las estatuas en su peregrinación. Me alargué, doblándome en líneas serpentinas para entrar en el pecho y ver el corazón de esos que están allí acostados mirando las tapas negras y veía la víscera irse de un lado a otro, como un péndulo y sentía la voz de los espectros noctámbulos chicotearme los oídos con el grito rechinante: ese no ¡adelante! Sigue tu camino cuerpo esfacelado ¡otro! Otro más ¡hasta que esta noche las he visto a todas circundar mi escritorio danzando y señalándome con las manos oscuras y han mordido mi cerebro con la salmodia fatídica: tú tampoco eres virtuoso! ¡Adelante! ¡Muere! ¡Muere!

*  *  *

Méndez se levantó y tomó con violencia la pistola, mientras seguía la tormenta estrepitando. Avanzó con el arma a la altura de la sien y con la izquierda dio vuelta la falleba   —20→   y el huracán atropelló adentro brutal y bárbaro. Sonó un tiro y él se precipitó con su cuerpo convulso en medio de aquel fúnebre torbellino, cayendo sobre la baldosa del balcón, mientras sentía que el frío de la salvaje escena le trituraba los huesos y le quitaba la vida...



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ArribaAbajo- II -

D. Manuel de Paloche y otras alcurnias


Genaro llegó como Siempre a las nueve a pedir órdenes y al intentar entrar al dormitorio, fue casi rechazado por la violencia del huracán. Tanteando entre la oscuridad y llamando a Méndez al salir al balcón, tropezó con sus pies en el cuerpo tirado del médico. Se agachó temblando para moverlo y enseguida creyéndolo muerto sintió un gran frío y dos lágrimas dolorosas que asomaban. Rodeó la cintura del suicida y lo levantó para acostarlo en la cama, mientras el viento se arremolinaba furioso contra las paredes del dormitorio y la lluvia había inundado el cuarto hasta el medio. Enseguida tomando las batientes, que se sacudían aquí y allá con estrépito, con ese extraordinario vigor de sus   —22→   músculos, los cerró y parecía entonces que todos los rumores se habían alejado gran trecho... En la atmósfera quieta con la luz, que había prendido lo mudó Genaro; mirando la cara y el cuerpo ensangrentados y tuvo miedo de estar solo allí y corrió hasta el fondo dando alaridos, para llamar gente... Nadie contestaba. Él debía dejarlo para llamar un médico y en la urgencia del caso misérrimo, sabiendo que los amigos de Méndez vivían en el centro de la ciudad, se dirigió después de haber tapado cariñosamente el cuerpo del patrón, bajo el torrente de la tempestad, hacia la casa de D. Manuel de Paloche y otras alcurnias, curandero con fama en el barrio de excelente componedor de huesos rotos y articulaciones dislocadas y especialista en la curación de las heridas. A medida que iba llegando, oía la voz de Paloche hacerse cada vez más fuerte y lo vio a través de los vidrios empañados en su estudio iluminado y distinguía apenas las hijas sentadas, escuchándole con gran atención y la luz saltaba fuera asimismo alumbrando el fangal tembloroso de la calle y la cadena, que iba de poste a poste...

-¿Quién es? Salió preguntando Paloche y otras alcurnias, enarbolando un fémur largo y   —23→   blanco. ¿Tú, Genaro? ¿Qué quieres a estas horas? ¿El doctor necesita acaso mis servicios profesionales? ¿Quiere que lo acompañe en alguna difícil operación?

-No, señor, contestó Genaro: es para él que vengo a buscarlo; está herido.

-¿En qué región? Preguntó Paloche, muy serio.

-No sé... en la cabeza... vamos pronto.

-¿Cómo no sabes? Todo el mundo debe saber eso.

-Así será... apure, señor, porque el patrón está lleno de sangre.

-¿Una hemorragia? ¿Y no has cohibido tú la hemorragia, Genaro, y no has hecho la antisepsia, practicante liliputiense?

-Yo no sé lo que Vd. dice... vamos de una vez, exclamó con tono enérgico e impaciente Genaro, y lo tomó del brazo izquierdo, mientras D. Manuel amenazaba a las hijas, todavía vociferando: dentro de una hora vuelvo... tú Clarisa... el maxilar inferior; tú que vas a estudiar odontología y toda la patología del hueso... para dentro una hora... cuidado con no saberlos. Y a Vd., D. Enrique... Genaro tembló todo oyendo ese nombre... «le recomiendo, seguía Paloche, me la perfeccione. Ya fuera   —24→   D. Manuel, conversaba todavía: Tú lo conoces pues a ese Valverde, buen médico, le enseña anatomía a mis hijas... un poco calavera...» Genaro seguía caminando con tétrico silencio, porque sabía todo el mal que esa figura lúbrica de Enrique Valverde venía haciendo en el barrio de tiempo atrás.

*  *  *

D. Manuel de Paloche y otras alcurnias tenía grima y dolor por la condición oscura de su origen y allá en los vericuetos de su desencuadernada inteligencia empezó a crecer el fantasma de las grandezas. Miraba a su familia, que vivía hasta entonces con la honrada pobreza de su trabajo y deseó para ella riquezas y renombre. Entró a soñar y a moverse como sonámbulo y su fantasía a calentarse en las visiones de todo ese brillo efímero de la gran vida moderna, que él leía afanosamente descrita en los periódicos. Esos apellidos de clásica herrumbre, que suenan asimismo como ecos de las añejas glorias, le hacían perder el juicio, y miraba con emulación esas gentes venturosas, que pasan tan despreocupadas en los festivales espléndidos y ruedan en el torbellino de   —25→   los corsos, y entran de noche entre el esplendor de los comedores, lucientes del brillo diáfano de la cristalería y de los chispazos de las cosas de plata. Tienen muebles oscuros y grandes, con columnas y chapiteles, y molduras graciosas, y flores en festones y bajorrelieves5 maravillosos y pequeños, veteada de manchas y rasgos raros y alabastrinos; la rosada piedra de mármol... y las sillas de marroquí negro y cabezas de amarilla tachuela, arrimadas al borde de la mesa y el gran centro de oro fragante de las guirnaldas multicolores y el crujir de las sedas del traje largo con caireles de azabache y damas y señores del brazo llegando al comedor en la línea del frac elegante y alto... y después el teatro; sus hijas en un palco, el pecho desnudo palpitando en la brillante luminaria y debajo el hemiciclo oscuro de la platea y butacas y claros, y más butacas y claros atrás, atrás y muchedumbres hormigueantes en las desazones pasionales, suscitadas desde la enorme boca abierta del escenario y ondear de tules los vestidos y brotar chispas de fuego blanco y tembloroso de gargantillas y solitarios. Hundido en estas meditaciones y para conseguir tamaña bienandanza, dio en la rara manía de creer que su profesión de curandero   —26→   tenía con la medicina lógicos engranajes. Empezó a pasar noches enteras en la lectura de los libros de esta ciencia, con tan mala suerte y atascamiento tan extraordinario, que se transformó en un ser extraño y ridículo y llenó su casa de tristezas. Creyó de esta manera llegar a descubrir algún remedio, que fuera como la panacea universal y asomó entonces sus crestas el masaje, que, en vez de darle fortuna y renombre, debía más tarde echarlo a rodar perseguido por los corredores y los patios cuadrados del manicomio... Y empeoró la dolorosa locura, obligando a sus hijas al estudio de la medicina y se las veía en las mañanas heladas acercarse tiritando al banco a repasar sus lecciones. Abandonó a sus viejos amigos y buscó la sociedad de estudiantes, cayendo en la amistad del peor de todos: ese Enrique lúbrico, cuya siniestra silueta esbozaremos más tarde... El pobre hogar fue muriendo en aquel ventarrón de la demencia y empezaron sus pisos, y las alfombras y los muebles a llenarse de polvo, y los rincones de la caliginosa y sucia tela de araña, y a cubrirse de musgo resbaladizo el patio y a levantarse espesos y verdes los cicutales y los abrojos, mientras caminaba por los cuartos la madre como melancólico   —27→   duende, asistiendo al doloroso derrumbe...

*  *  *

Los dos hombres caminaban debajo de los paraguas, hundiendo los pies en el barro, iluminado de repente por el chisporrotear de los relámpagos, mientras el horizonte negro se rasgaba hecho trizas aquí y allá en las deslumbradoras iluminaciones y el agua iba cayendo sorda y rumorosa sobre las combas huecas de seda, que se movían a un lado y a otro, sacudidas por el viento. Caminaban mirando al suelo para buscar los pasos, a beneficio de los repentinos incendios, detenidos y titubeantes a veces en medio de las tenebrosas y enceguecidas oscuridades. Pasaban las boca-calles con los botines pesados del barro denso, mientras los charcos achatados, salpicaban a todo viento chorros de líquido fango y los zig zag de las centellas se reflejaban por todas partes en el espejo de las aguas detenidas. Y como si aquella luz se fracturase en prismas escondidos detrás de la negrura, estallaban por todas partes zonas de vivos colores y celajes con formas de monstruos maravillosos y aterradores, mientras las oscuridades, mezcladas con los   —28→   estampidos del trueno, giraban lejos, como si fueran mundos sacudidos en las alturas y arrojados de astro en astro.

Llegaron a la casa de Méndez y subieron la escalera, que sonaba en el chapaleo de pies y botines de fango y entraron en la atmósfera tibia, tranquila y cariñosa del dormitorio, en medio de las penumbras, en el vago y tembloroso rayar de la vela de estearina...

*  *  *

Estaba Méndez acostado en su cama insensible y yerto, con los párpados cerrados y el rostro sucio de grumos apelotonados de sangre rojiza y largas hebras fijas se diseñaban hasta abajo sobre el planchado blanquísimo de la camisa. Había puntos y puntos escarlatas por todas partes, manchando la pared y las sábanas y aparecían aquí y allá zonas húmedas y rosadas y se veían, cerca de la ventana, a los grandes espacios oscuros de la primera hemorragia. Méndez respiraba, dormido en aquel silencio, detrás de los bigotes negros y aglutinados, mientras Paloche con su cartera de cirugía desplegada y lucientes y bruñidos los instrumentos, lavaba la herida y desprendía con gran cuidado los coágulos. A medida que estos iban   —29→   cayendo aparecía más purpurina y húmeda la superficie y se veían allí mismo estrías de un rojo vivísimo, hasta que se destacó como en estereotipia la herida profunda y negra. Paloche levantó un poco la esponja y dejó caer un hilo de agua largo y tibio un gran rato y tomando un estilete, sintió que tropezaba adentro con las rugosidades de una fractura.

-¿Qué hay, señor? Preguntó Genaro, que vio pasar una nube por el rostro del curandero. ¿Es grave la herida?

-¡Oh! Muy grave.

-Entonces voy enseguida a buscar un médico.

-¿Médico? Contestó Paloche. ¿Con esta perversa furia de afuera? ¿Estás loco, Genaro? Tú no los conoces... y este frío de Judas... a ellos que están calentitos entre las frazadas.

-No importa eso, D. Manuel... yo lo traeré, si Vd. cree necesario. Porque si sucediera una desgracia, ¡con qué coraje me presentaría yo a la madre!

-No se trata de tanta cosa, pues... Curará con la rigurosa antisepsia... yo lo curaré... para eso estudio cinco horas diarias y tus desconfianzas me irritarán, señor Genaro.

-Pido disculpa, contestó este... pero Vd.   —30→   sabe todas las gratitudes del corazón que tengo para él.

-Bueno, bueno, dijo Paloche. Mañana que venga la señora y los médicos amigos de él, tendremos consulta... yo diré, discutiré, probaré y resolveremos, y trajo enseguida un gran colchado de algodón fenicado, con que envolvió la cabeza de Méndez, que comprimió con una venda larga encontrada en el estudio del médico.



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ArribaAbajo- III -

Genaro


Genaro, sentado a los pies de la cama, lo veló esa noche... Aquella escena, producida como corolario lógico de las profundas desolaciones del espíritu, sorprendían su voluntad enérgica y resuelta... Era un sombrío misterio. ¿Por qué morir sin razón, tan joven, viviendo, entre el agasajo humano? Con esa niña Dolores que lo miraba pasar por su casa con tanta tristeza en el semblante hermoso de mármol y D. Carlos no la miró nunca, nunca más, orgulloso, cruel y frío después de una noche de baile y todo porque donde está ese Valverde indecente, entra la desgracia con sus lutos... ¿y por sonseras? Porque ella es el ángel bueno de la casa y la virtud misma... ¿Por qué morir sin razón tan joven y hacerse pedazos la frente donde la madre cariñosa lo besa siempre?...   —32→   esa gran madre de sesenta años con la cabeza blanca de nieve y las mejillas rosadas y frescas todavía... porque solamente se debe hacer eso cuando uno está deshonrado y las gentes cuchichean en voz baja, cuando pasa y nos señalan con el dedo las manchas sucias, que llevamos en la cara... entonces sí... se clava uno el puñal en el corazón, y se acabó todo... pero así como D. Carlos, no, ¡nunca! Porque se dejan lágrimas y lutos y no se sabe la razón. Él había observado en Méndez algunas cosas extrañas. Había perdido la voluntad para el trabajo y no le importaba nada -y se acordó que alguna vez le dijo: yo soy Genaro, como los presos. Arrastro dentro del pecho una larga y pesada cadena, que me aplasta y ya no puedo con ella.

Qué cosa curiosa son estos señores, seguía meditando Genaro en aquel silencio del dormitorio, con esos trajes lindos y limpios parecen vestir a la felicidad, pero no es así... ninguno de ellos goza paz y sosiego en el corazón, como si tuvieran un martillo adentro, que les machacara una alegría cada minuto. Cuántas veces yo lo he dicho a Santa: si pudiéramos entregarle a D. Carlos un poco de esta bienaventuranza que tenemos.

Así iba pensando Genaro en la ingenuidad   —33→   varonil y fuerte de sus veinte años, mientras los rumores del viento se desvanecían lejos y los ecos de la lluvia volaban perdidos en el espacio y los nubarrones gruesos se habían dispersado, arrojados de allí con el ímpetu del huracán... El cielo azul y limpio tenía plácida semblanza y los astros maravillosos, innumerables y fijos, titilando en la mansa tranquilidad de la atmósfera, envolvían la tierra dormida, en las medias tintas tenues de la difusa luz. Había paz profunda y húmedas frescuras, y en aquellas vagas claridades se distinguían lejos, lejos en las calles las aguas detenidas y quietas, que reflejaban la comba inmensa y apacible. Era una de esas noches serenas del cielo de nuestra patria, tan espléndido y tan bueno a veces en las castas y religiosas resignaciones de su color azul, suave y blando descanso al ojo humano, exacerbado en las reverberaciones fulmíneas de las tormentas. Es el cielo, que reza como arrodillado la eterna y dulce plegaria y derrama la luz de las estrellas en el ambiente tranquilo de la naturaleza, y el fecundo rocío sobre hojas y flores que mitiga como bálsamo las tristezas de la noche tenebrosa.

Así era también bueno y amable con aquel pobre herido el corazón de Genaro y sobre él la desventura ya se cernía con las garras de   —34→   sus tempestades y sus venganzas de muerte. Miraba los vidrios, velados de la humedad ligera del vapor de agua y detrás las gotas colgantes, como cristalizadas de la tersa superficie y oía en aquel silencio caminar y crujir el reloj en el tic tac monótono y una infinita piedad se apoderó de su espíritu y de rodillas rezó por Carlos Méndez, dentro de su alma casi con llanto. En ese momento empezaron a formarse líneas blancas en la puerta, que daba al balcón dibujando un rectángulo luminoso: eran las penumbras de la aurora que iban entrando empujadas de afuera, mientras la vela temblorosa esfumaba en las nuevas claridades su luz mortecina y fugitiva.

*  *  *

Genaro tenía veinte años, el organismo robusto y alto y los ojos grandes, serenos y serios. Hablaba poco y había en su carácter dulzuras y abnegaciones e intrepideces terribles. Todas sus cosas estaban en orden; las guarniciones bien negras, bruñidos los platinos, luciente y sin manchas la caja del coche, los caballos limpios; un doradillo brioso y una yegua oscura de manos finas y largas, ágil y nerviosa. Todas las mañanas a la misma hora   —35→   estaba el coche a la puerta y a fuerza de conocer los menores detalles de esa vida azarosa del médico, concluyó por experimentar los mismos sufrimientos y sentía hondamente las cosas irascibles, que atormentaban el espíritu de Méndez. Alegrías pocas, malas noches muchas; siempre vivir entre el dolor, exasperarse en la impotencia, tener las intuiciones de muchas perfidias y alguna vez un poco de gratitud... habas contadas.

*  *  *

La hermana se llamaba Santa. Vivía con la madre trabajando en una pieza del conventillo largo, estrecho y hondo, con patio de ladrillo, que estaba cerca de la casa de altos. Allí se veían frente a cada puerta unas y bateas y braseros de hierro y cuerdas extendidas con ropas colgantes y húmedas, y chicos sucios por todas partes, y mujeres descalzas de brazos arremangados. Genaro estaba acostumbrado a defenderla desde chico y no hubiera consentido sin pelear que nadie le tocara el ruedo del vestido; y a misa y a los paseos del domingo la acompañaba siempre y su sueldo servía para sus juguetes y los graciosos vestidos; y así crecía hermosa y morena, envuelta   —36→   la efigie en los reflejos de sombra de su cabellera negra.

-Tú vas a ser buena siempre, le decía, como si tuviera el presentimiento de alguna cosa funesta.

-Sí, Genaro; buena como tú dices que era tata.

-Tata era bueno y honrado, contestó Genaro y la besó en la frente. Tú no te acuerdas porque eras muy chica... pero cuando murió yo estaba arrodillado cerca de la cama y le mojaba la mano derecha con mis lágrimas... Todavía tengo en el corazón las cosas que me dijo... «Esa chiquita va a ser tu hija, no olvides nunca tu nombre». Después yo vi entrar al cura, que le puso la extremaunción en los pies y en las manos y él te tomó en sus brazos todavía y te miraba largo tiempo sin hablar ya, ni respirar, con una gran gota de llanto, que no resbaló nunca de sus ojos con los párpados abiertos y las pupilas grandes y fijas. Tú no te acuerdas porque eras muy chica... Tenía los ojos azules...

-Como los míos. Genaro, ¿no es cierto? Así me lo has dicho otras veces.

-Sí, como los tuyos, con ese color del cielo en los días serenos de sol... y muchas veces, cuando volvía de noche de su trabajo y yo estaba   —37→   al lado de la vela de sebo, leyendo la cartilla, él me contaba las cosas de su tierra,-un pueblito todo blanco, al lado de la playa, donde los pescadores cantaban con las piernas desnudas hasta la rodilla, sacando en hileras paso a paso la red, que traía agua verde y pescados -y a mí me enseñaba las cantinelas que tenían como rumores y estruendos de borrascas y bofetadas del mar contra los barcos perdidos y solitarios...

-Yo lo conozco al hermoso pueblito por el retrato que está en la cabecera de la cama, repuso la niña, con su mar grande adelante y la corona de las montañas que lo sostienen.

-Algunas veces, continuaba Genaro, temblándole la voz de ternura, él me decía con tristeza: tal vez ya no vuelva yo a mi país y, cuando yo entonaba los versos del himno, ese que tú también cantas en la escuela, me abrazaba estremecido y me decía: «Es necesario quererlo mucho al pedazo de tierra donde has nacido como yo al de allá»... y apuntaba lejos con el dedo, como si quisiera alcanzarlo... Porque parece, que esa tierra era hermosa y desgraciada y sus hijos fueron todos a morir en las batallas de gloria, como dice nuestro himno; y por eso mismo todo el mundo sentía lástima por ella, pisoteada por extranjeros,   —38→   porque uno quiere siempre mucho a los que sabe, que están sufriendo y tiene odios de puñaladas para los otros, y yo no sé porqué te miraba tanto a veces y se ponía sombrío.

-Tú también me miras así a veces Genaro, interrumpía la niña, y me das mucho miedo.

*  *  *

Eran las cariñosas pláticas a menudo en los paseos de los domingos o sentados en el cordón de la vereda del conventillo, y así fue haciendo Genaro en su corazón un altar grande para ella, iluminado de todas las auroras místicas de la pureza como esos de las iglesias con columnas y nichos y vírgenes de blanca vestimenta. La llamaba Santa desde chiquita. Él la protegía con el molde férreo de su alma y cuando en el día y durante su trabajo se acordaba de ella, le parecía oír las notas largas y quejumbrosas del órgano achatarse, como en adoraciones, delante de su persona y serpear inacabable la modulación, que va revelando en sus sonidos las pasiones de la muchedumbre arrodillada.

¡Oh entraña dolorida a quien sacuden los vientos de los fuelles! ¡Cómo danzan dentro del   —39→   armazón de tu madera los gritos de la vida humana, y cómo se rompen en las vibraciones de tus lengüetas y en la convulsión rumorosa y estridente de los tubos de lata las largas carcajadas de los que acechan la inocencia y apuran en la orgía beoda el momento de morir!...

¡Qué pronto vas a cantar, entraña dolorida, para la pobre Santa, la fúnebre elegía que tiene manchas en las estrofas virginales y suenan en el ardor de las cosas lúbricas!... porque yo he visto las canas de las viejas de cincuenta años cubrirse con el crespón de la deshonra y sentadas en los rincones de sus casas, llenar los largos silencios solitarios con las lágrimas del recuerdo lastimoso... aquellas criaturas ideales, el amor de los amores del alma materna, extraviadas en los charcos cenagosos, y los hermanos caminar con la cabeza erguida y feroz, hundidos los ojos allá lejos en el negro infierno, iracundo de los rencores inmortales...



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ArribaAbajo- IV -

Catalina Méndez


Cuando despertó el médico dos días después, estaba su cuarto en la luz. Veía enfrente el retrato del padre que pendía oblicuo de la pared6 de su gran cordón azul y sentía como si una cosa le apretara las sienes y levantando la mano para tocar, observó que estaba flaca y las uñas negras y sucias. Quedó suspenso y como soñando, cuando se apercibió que tenía un pañuelo grande de seda atado a la cabeza.

¿Por qué? Dijo para sí... y trató de incorporarse y no pudo, porque el cuerpo le dolía y no tenía fuerzas. Miraba alrededor, como un sonámbulo, con cierta inconciencia, la mesita de noche llena de libros, al lado de su cama y las cuatro o cinco sillas que estaban por allí. Vio los ojos negros, serenos y tristes de Genaro, que ponía su dedo índice sobre los labios como para imponerle silencio.

  —42→  

No la recuerde, señor, por favor le dijo en voz baja, no la recuerde.

¿Y a quién? Contestó el médico, abriendo los ojos.

Entonces sonó en el silencio una voz -una voz que él conocía- un arrullo dulcísimo lleno de ternuras inefables. Hablaba lentamente, como persona dormida, con alguien que estuviera muy cerca. Decía con el ruido leve de un murmullo: este hijo vivió siempre solo... saben ustedes... nunca quiso estar con nosotros... tanto que lo queremos... ¿por qué no busca su casa?... los niños adorables... las cunas de pino bajitas que se mecen con el pie... las cunas pobres... en las noches de invierno sentada al lado de la mesita cosiendo el percal... la lámpara de queroseno con pantalla, que ilumina mi regazo y hecha un manto de sombras al techo de zinc yerto... yo tomo mi rebozo de lana y lo arrojo sobre sus piececitos blancos y desnudos que tiritan... mi niño y mi sol... pedazo...

Genaro, gritó el médico: ¡ven pronto, álzame!

La vio entonces acostada sobre el catrecito de hierro con la cabeza blanca y los ojos cerrados en el abandono celestial del ensueño. La vio a través de un velo con transparencias tenues y seráficas, como cuando se tienen lágrimas en los ojos silenciosos. Tenía un vestido   —43→   negro y largo, que la cubría toda y un pañuelo de espumilla en el cuello, el mismo que se ponía para adorar a Dios con los hijos, cuando eran chicos. Dormía; la mejilla rosada en la palma de la mano izquierda, mirando hacia él santa y tranquila, moviendo los labios, como si conversara todavía: corazón... amor mío... Genaro se había arrodillado con la frente hasta el suelo y el médico hacía por incorporarse de nuevo, cuando sintió crujir el catre y elevarse su espléndida figura divinizada. Avanzaba lentamente, temblando, agarrándose de todos los muebles, y, cuando estuvo cerca de él que besaba sus cabellos blancos, en medio de sonrisas llenas de lágrimas, ella le hundió el rostro en el pecho -todo su rostro- como si quisiera buscarle el corazón con sus sollozos. Movía a cada momento su cabeza blanca y adorada y todo su cuerpo estremecido para rechazar la impetuosa congoja de aquel prodigio de alegría infinita. Habíale rodeado la cintura con sus brazos temblorosos y sobre su pecho, más cerca, más cerca todavía, tenía los gritos de la pasión sobrehumana en sus palabras ininteligibles: este mi hijo solo... quería morir... ¡dulce amor mío!.. todavía mi niño y mi sol...

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*  *  *

Largas veladas fueron esas de las noches de invierno. La madre se lo pasaba sentada a los pies de la cama, cabeceando a veces y rehaciendo otras en la memoria toda aquella vida, que hubo de concluir de tan lúgubre manera. Hacía tanto tiempo que no había vivido con Carlos, que su voz, sus ideas, y todo aquel mundo nuevo, en que ella había entrado tan de repente, le producía sobresaltados. Lo veía muchacho juguetón y alegre, amigo de todas las pendencias, audaz en la pelea y temerario en el entrevero: más de una vez lo habían traído a su casa con la cabeza rota. Se acordaba del día aquel en que le encontró en el patio al lado do las higueras, delante de un gran fuego: estaba pálido y sonriente y a ella le pareció, que temblaba y que aquella blancura tenía los matices fugitivos de desvanecimiento. Lo sentó en sus faldas con lágrimas en los ojos, para preguntarle muchas cosas; pero, a poco, la infantil y tostada efigie fue tomando la estupefacción inmóvil de los muertos.

Se asustó ella, buscó inquieta por todas partes y vio que un hilo de sangre salía del pecho, colorado, largo y silencioso, y caía gota, a gota, a gota... Fue una lucha a trompadas. Él le había deshecho el rostro al adversario, que le hundió un cortaplumas en el pecho... En estos   —45→   casos, él quemaba sus ropas, callado la boca, en el último rincón del patio... En los días de tormenta, cuando el huracán se hacía pedazos, como animal bellaco, contra las piedras, y resaltaba lejos, con sus parábolas borrachas y enloquecidas de reboatos, a estrellarse en las paredes como furiosa catapulta, él se arrojaba entero, entero, perdido su cuerpo en las órbitas raudas del remolino, y echaba su cabeza gozosa entre el diluvio de las aguas, en los charcos hasta la rodilla... el huracán que revienta los techos de los ranchos, levanta por los aires las chapas de zinc y arranca los álamos de cuajo que se acuestan en la calle largo a largo. Honda fascinación ejercía sobre su espíritu el peligro. Montaba en pelo cualquier caballo, siquiera fuese un potro, y se arrojaba adelante con él en desenfrenada carrera, cacheteándole el pescuezo a un lado y otro para dirigirlo; y de noche, en el comedor, cuando estaba sacando cuentas en la pizarra, salía fuera corriendo a entrar en la tiniebla lleno de desazones...

Algunas veces, desde la ventana, lo miraba jugar a la rayuela, ese símbolo con que los chicos pintan con tiza sobre la piedra la imagen de la vida humana... Están los primeros pasos alegres sobre los dos rectángulos acostados,   —46→   de donde tan fácil es sacar el tejo, y después la cruz de los años juveniles, sobre la cual uno marcha a horcajadas. Están los primeros ensueños y las sonrientes imaginaciones y allí se agitan los ojos negros y los perfumes celestiales de la primera mujer, que acaricia el espíritu con sus alas de seda blanca de ángel dormido. Las dificultades para sacar el tejo a puntapiés, y el martirio del primer cariño -todos los ritmos del alma enamorada para el ensueño paradisíaco, y las estrofas de la inteligencia, y después la tortura del amor despreciado con su congoja sorda y terrible, y los primeros horizontes, surcados de oscuridades funerarias y el cuerpo arrojado al fin en la desesperación de la noche sombría y loca... ¡Cruz de la rayuela! ¡Cuántos meditabundos de dieciocho años te llevan a cuestas en este fragoso Calvario, en la primavera de la vida; que tiene el color rojo de la cereza y la transparencia deliciosa de las hojas verdes! ¡Qué poco dura la maravilla de tu cielo, cruz de la rayuela! ¡Y los esplendores de la vegetación, en el prado de la existencia, lleno de leticias deliciosas! Vienen los cajones, dos cuadrados, que se sientan sobre los años juveniles, como torres de bronce, y los bonetes que nos envuelven la cabeza, porque así marchamos a guisa   —47→   de galeotes en esta mazmorra del mundo tan extensa y el cono agudo del infierno, donde los que juegan no pueden hablar, como si para llegar hasta allí hubiera sido necesario dejar trozo a trozo las hebras del alma y los fragmentos de la lengua en el camino. Parados en un pie sacan los muchachos el tejo de una sola leche como para significarnos, que de los más inconsolables dolores no se triunfa sino merced a titánico esfuerzo y contemplado detrás girones de la carne en los zarzales del camino. Llegan al fin a la amplia curva del cielo, donde se sientan, y pasean tranquilos, y se mandan, como los astros, rayos de luz, y conversan, y sonríen y salen a paso lento como los triunfadores, porque solamente los chicos pueden jactarse de haber vivido alguna vez en las regiones de la eterna dicha. Y si algunos de vosotros, que tenéis barbas negras y canas en la cabeza, habéis llegado al cielo antes de morir, levantad la mano, porque habréis realizado el milagro de la salamandra, que en las consejas de antaño pasaba a través del fuego sacando ilesa su alma, llena de brillazones, y su caparazón roja y negra de deslumbradoras escamas.

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En esas noches pasaban por la inteligencia de la madre todas las escenas de la niñez. Aquella vez que ella había tomado un látigo iracunda para castigarlo y Carlos pateando el piso de madera tuvo las palabras de la rebelión sacrílega... Ella se sentó en su silla de hamaca, con el corazón lleno de dolor, y él, dominado, se acercó despacio, con los brazos caídos, temblándole los labios, a pedirle perdón, y se estuvo muchos días así, haciéndole caricias, y la noche lo encontraba arrodillado al lado de ella para acompañarla a rezar. Recordaba los días de Semana Santa, cuando el viejo sacaba de la biblioteca el drama de la pasión, escrito por él en versos sencillos. Reunidos en la sala, leía en voz alta las estrofas, e iban pasando las escenas de aquel sublime apostolado y a través de ellas, las virtudes y el trabajo de sacrificio, con que se habían construido ladrillo sobre ladrillo las paredes del hogar bendito. ¡Oh las viejitas adorables, que usan manto negro, porque se quedan solas y vagan por la casa buscando las memorias de los que ya se han ido al cielo a esperarlas! Él dormía a esas horas su sueño todavía agitado de convaleciente y ella sentaba delante del candelero con pantalla azul, lo veía a los catorce años volver con los botines llenos de tierra, de   —49→   las zanjas lejanas con enormes ramos de violetas. La Virgen de Dolores, con el corazón atravesado de muchos puñales, recibía la ofrenda piadosa y más tarde, cuando creía que podía tener frío, se acercaba en puntitas de pie a la cama, como hacía ahora que tenía treinta años, a mirarlo dormir. Después se había hecho muy estudioso: parecía que un mundo de luz iba entrando en su inteligencia, a medida que sus hilaridades infantiles se desvanecían. Todo leía; los poemas indios, las leyendas graníticas de los tiempos prehistóricos, el salmo, el himno y la epopeya, la crónica y la historia, ese romance doloroso, en que los pueblos se abrazan para marchar como síntesis hacia la muerte conquistando y redimiendo una por una las cosas ideales en las ásperas bregas de sangre.

Veía a los de su tiempo mojar la pluma en los estercoleros del hueco y en el cajón de basuras, que amanece todas las mañanas en la puerta de las casas con papeles y barro aceitoso, inmunda col y caracuces con tendones y puntas negras de carne. Esa pluma la mojaban los viejos caballeros con espuela de oro en los torbellinos azules diáfanos del firmamento y estallaban de sus puntas astros y auroras y síntesis sublimes de la vida humana,   —50→   donde la pasión cruje y castañetea su sempiterna danza macabra. ¡Oh progreso! A veces se ponía a escribir y de allí lo arrancaban los brazos suaves de la madre, que llegaba despacio en la alta noche, llevando en la mano derecha el candelero de vidrio. La luz de la vela de estearina entraba con sus rayos amarillos y temblorosos en las tenues iluminaciones del quinqué, con su esfera redonda y azulada y la pantalla de blancas opacidades. Luchaba con la forma y cantaba espectáculos de la naturaleza y las intuiciones de su espíritu juvenil y al rato, descontento y huraño, colocaba sobre el tintero grande de bronce montoncitos de papel y poco a poco el fuego los iba devorando, para no dejar sino negras superficies, que se retorcían irguiéndose como si tuvieran vida, y se desmenuzaban llenas de crujidos. Así su espíritu en esas precocidades intelectuales iba perdiendo de su energía, hasta tornarse sombrío y amargo, entrando cada vez más en los hondos desfallecimientos, que son como el prólogo de la catástrofe futura. Un día se fue de la casa y anduvo mucho tiempo errante hasta que los padres oyeron decir que se había hecho médico. Veía todos los enfermos, porque era bueno en el corazón, y entró por mucho tiempo en el rancho pobre y en el   —51→   cuarto desmantelado del conventillo. Echó su cuerpo a morir en las epidemias, cansado de estar solo, sin más objetivo que el tran-tran monótono de todos los días, y se apoderó de su alma un profundo disgusto. Vivió mucho tiempo, contemplando la degeneración de aquella gran nobleza del ejercicio de su profesión. Veía algunos médicos arrebatarse los enfermos, hacer alquimia, murmurando el día entero de los demás, perder en las lubricidades del comercio vil las insignias caballerescas del sacerdocio. Entonces lo aferró con su garra fría el tedio y vivió con ese gran personaje sombrío en el corazón. La madre había oído después que se había ido de la casa paterna hablar mucho de su hijo; la chismografía del lugar se había apoderado de su cabeza de soñador dolorido y había hecho de él un misántropo. Era un irascible, un perdido insoportable y hasta brujo, por lo que veían filtrar tarde la luz de sus ventanas. ¿Qué importaba7 eso? Si ella tenía en el corazón todos los alborozos y habían en aquel cuarto como deslumbramientos de cielo, porque la cama, donde estada el enfermo podía muy bien ser aquella su cuna de la niñez, que tenía colcha de raso blanco y cortinas azules, y ella encontraría en su alma las encantadoras armonías   —52→   para hacerlo dormir como entonces. Porque los muchachos suelen ser malos y se van de la casa como si eso no lo hiciera sufrir a uno -pero después, si caen enfermos, los vamos a buscar siempre, porque ellos se han llevado todas nuestras alegrías.

Qué feliz era ¡Cómo le temblaba el corazón cuando él en su delirio pronunciaba su nombre... ¡Si ella lo hubiera podido despertar y mecerlo el día entero contra su pecho y abrigarle la frente herida con el calor de su seno tibio! Miraba su tez cobriza y recia, sus ojos grandes y castaños y el surco aquel de la frente tan hondo y tan movible... Ella le conversaba muchas veces en la noche tan larga, en aquel profundo silencio, partido por el tic-tac del reloj y el rechinar agudo de las carretas que venían entrando. Eran las melancólicas historias aquellas, los recuerdos inefables de los que ya no existían, que se iban desatando poco a poco y poblando de ternezas el dormitorio... la casa donde él nació, las higueras, el comedor y el padre muerto, -todo aquel mundo de inolvidable amor, que iluminó su fantasía de muchacho. Eso estaba tan atrás, allá tan en la sombra, lleno de hojas secas, extraviado en el tiempo todo su perfume... Así eran también ahora, llenos de amable delicadeza, los   —53→   ritornelos en esa voz de la madre, que sonaban en aquella atmósfera fría de su cuarto como los ecos del hogar perdido.

*  *  *

-¿Te acuerdas, Carlos, de la leyenda de Pedro de Valbuena, el negro caballero?

-No, madre, no me acuerdo.

-Sin embargo yo tela conté muchas veces en el comedor de casa, en las noches de invierno, al lado de la estufa, cuando eras chico.

-He olvidado tantas cosas, en esta vida estúpida de fastidio.

-Si tú quieres, voy a leértela, para matar las horas tan largas.

-Desde que tú8 has venido, contestó Carlos, tengo una cosa tan dulce en el espíritu, que desearía oírte siempre.

-Tanto más, repuso la vieja, en cuanto que eso tiene contigo mucho que ver. Escucha.



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ArribaAbajo- V -

Leyenda


Eran los condes de Valbuena señores de fértiles campiñas y alpestres cordilleras y Pedro, el último vástago de la noble estirpe. Tenían su castillo en lo más abrupto de la roca sobre despeñaderos, de cuyas piedras filosas cuelgan las águilas sus nidos. Por el sendero escarpado en la parda y desnuda peña, habían padres y abuelos vuelto más de una vez victoriosos de las reyertas de sangre con los vecinos y el laúd de los ministriles cantaba en heroicas silventenses las hazañas y las glorias. Su armadura de hierro tenía negro color y yelmo de visera levantada y penacho de plumaje oscuro y sobre la banda de seda roja extendida y atravesada el ala del cuervo, recamada en seda negra, emblema de su casa y colores de la dama de sus pensamientos. Su bridón de guerra, un moro robusto, solía   —56→   acercarse al amo, retozando en la explanada y moviendo aquí y allá la cabeza, cuando él lo montaba, la maza colgada del arzón, escudo de luciente acero y la enorme espada al cinto con empuñadura de oro. Muchas veces, al caer la tarde, solían verlo perderse lentamente en las tortuosidades de los desfiladeros, sentando con violencia su casco sobre el fragoso sendero con retumbamientos, que morían en el báratro por donde saltan los torrentes. Iban lejos, al poniente, al feudo de Isabel, la hermosa castellana, de negra y larga cabellera, como el ala del cuervo, que vestía rojo cendal y traje largo de cola de brocato blanco y paje de oro a la rodilla, de donde colgaba el bolsillo de terciopelo azul. Fueron amores en los grandes salones del castillo, en medio de las estupefactas panoplias de los abuelos, que tuvieron la magia de los cánticos de la cítara de bronce y el perfume agreste de los líquenes de la helada cumbre y se cantó la divina poesía del coloquio de la fiereza y de la gracia, en elegantes trovas, en las mansiones señoriales de entonces.

*  *  *

Gran tropel y rumor hubo un día en el castillo.   —57→   Iban llegando los viejos escuderos del padre, que conservaban en las miradas de águila la tradición. de las feroces contiendas, la manopla de aros de hierro sobre la guardia de la espada y pajes, y halconeros y juglares de traje de malla roja y jubón grotesco, el birrete con visera en punta y soldados y siervos de la gleba. Sentada Isabel en el gran sillón de enero negro con relieve de endriagos y feroces vestiglos y arabescos extraños y espaldar altísimo, de cuyo centro surgían grabadas en escudo de oro las armas de la familia, saludaba con graciosa sonrisa al cortejo de vasallos, que desfilaba a rendirle homenaje. A su lado, de pie, las damas de su compañía y Ricardo, el rubio paje, que hacía vibrar del laúd la sinfonía estremecedora de los ecos de la montaña y narraba las leyendas intrépidas y los sombríos conciliábulos de lo conseja. Fue llegando Valbuena a paso lento en medio de la doble fila, el yelmo en la mano izquierda, la efigie hermosa varonil y de luciente azabache la ensortijada melena.

Dobló sobre mullido cojín la rodilla y dijo: porque esta espada está cubierta de la hoja de encina, con que se teje al gallardo guerrero la corona, esta espada gloriosa de mis abuelos, que yo arrojo a tus pies, reina de la   —58→   hermosura y de la virtud, concédeme que a tierra de Palestina llegue a redimir con mi sangre, si hubiere menester, el Santo Sepulcro de la ira musulmana...

-Nunca fue albergue mi casa, ¡oh Valbuena!, de cobardes sentimientos y a mengua tendrían los dioses tutelares, que en cuadros nos contemplan, que en el castillo de Insuriz se aconsejaran jamás cosas que a caballero no correspondan. Dios proteja tus armas, Pedro mi señor, y se canten tus empresas en estrofas de inmortal epopeya.

¡Vosotros todos, dijo el caballero negro levantándose, que habéis escuchado fuertes palabras de divino labio, inclinad como yo la frente ante la majestad de Isabel, la magnánima! ¡Oh mi viejo castillo! ¡Sombras gloriosas que vagáis por corredores y patios en la noche serena del cielo, velando la verecundia inmaculada de vuestras memorias, si estáis de pie todavía, arrayanes y rosas, id arrojando por el áspero sendero por donde pasa la castellana heroica! Himnos de mi juventud, montañas de la patria mía, vientos que de gemidos llenáis el abismo donde el torrente muge, y aguas de esmeraldas que rompéis las notas de vuestras gaitas quejumbrosas en el arrecife lejano -te acompañen estos rumores de la naturaleza, excelsa criatura   —59→   ¡porque eres divino celaje, mecida en el arrullo de abandonada tórtola solitaria! ¡Así tú puedas, Isabel, mientras yo combato por el honor y la fe, vivir todas tus horas entre la alegría del sol de la aurora, cuna de los mares de oro, que descienden sobre la tierra, en hilarantes haces fecundos, aquel sol, que iluminó esplendente las hazañas temerarias y las cortes de amor de nuestros abuelos! Así los bardos, que llevan la lira de la congoja salvaje a cuestas y van cantando de tierra en tierra el esplendor de los amores inmortales y los dolores del adiós, lleguen a tu castillo, dulce dueña, y te cuenten en la noche de los salones melancólicos, que el negro caballero los colores de Isabel de Insuriz en soberbias lides triunfar hiciera, este Valbuena que te da el alma hasta la muerte y sus dominios señoriales.

Las notas del ángelus entraban por puertas y ventanas y, arrodillados, rezaban todos y fueron desapareciendo sus pasos férreos lejos entre la cantinela monótona de las letanías. Ya sola Isabel, se asomó al grande ajimez del centro del castillo y vio lejos desaparecer al caballero como abandonado sobre su moro, el penacho de negro plumaje, oblicuo hacia el horizonte.

  —60→  

*  *  *

Pasó mucho tiempo: una tarde estaba Isabel sentada, mirando los senderos lejanos perderse en los valles y reaparecer culebreando, enhiestos otra vez en la falda le enfrente. A sus pies el paje rubio, compañero de las horas solitarias.

-¿Tu crees, dijo Isabel, que volverá pronto el caballero de la negra armadura y cendal con ala de cuervo?

-Yo no sé, gentil señora, pero muchos que van a Tierra Santa a pelear por la fe, a morir van. Mucho dijo de estas cosas Pedro el Ermitaño en sus predicaciones.

-¿Por qué hablas así, paje?

-Porque Rodrigo, el feroz castellano del barranco, ha muerto a manos de musulmanes, y los hijos de Almodivar, el viejo loco que tiene luengas las greñas e impreca como un endemoniado en los días de tormenta, han mordido el polvo también y porque además... y se detuvo Ricardo, titubeando, a mirarla.

-Tú no sigues. ¡Qué cosa lúgubre te pasa por los ojos!

-Nada, doña Isabel, contestó el niño; imaginaciones juveniles, que me conturban. -Pienso que si escudero fuese, yo también estaría vengando tanta inicua muerte. Esta ambición de renombre quita sueño, señora.

  —61→  

-Yo te conozco, Ricardo: pretendes engañarme. Tú eres alegre, como la alondra que se cierne cantando lejos en la altura y como los ruiseñores, que trinan y gorjean en la maleza le la selva. Tu rostro ha tenido siempre los rayos deslumbradores del regocijo, menos hoy... ¿Qué te han contado los pastores de la comarca? Tú has ido a tomar lenguas...

-Fábulas, señora; fábulas melancólicas, que ellos recogen de boca de los romeros, que vuelven de Tierra Santa con fantaseos de cuentos inverosímiles.

-¿Y qué te narraron, pues?

Era un juglar, Isabel, un viejo de barba de oro, ropas raídas y desvencijado laúd que recitaba en monótonos cantares como el caballero negro, indomable en sus ímpetus temerarios, la vida noble rindiera en desigual combate. ¡Qué barahúnda aquella! Y derrumbe de mazas sobre turbantes y fulgurar de curvas cimitarras con empuñaduras de rubíes y blasfemias y alaridos de muerte. Fue chisporroteo de hojas bruñidas hechas pedazos en el hierro de la coraza y el magnífico caballero, como arrasadora tormenta, derribando huestes de sarracenos. Y su penacho de plumas de cuervo, volando aquí y allá blandamente, mecidas en el ambiente, sonante de los bramidos de la batalla   —62→   y el puñal traidor, que le dividió la roja banda y el ala negra, mientras sus brazos caían adelante para ceñir el pescuezo del moro. Entonces el corcel estremeció los valles con su relinchar iracundo y precipitó su cuerpo en el torbellino de la carrera. Tú ves, Isabel, cómo estas hazañas, cantadas por el juglar, están fuera de lo humano y son fábulas y leyenda.

-No debe ser tal, contestó entristecida la castellana de Insuriz, porque los valerosos son los primeros que mueren en las batallas.

Se arrodilló a orar y sus rezos se perdieron con los quejidos del Ave María. Era el momento en que el sol se esconde detrás de la última abra, en el desfiladero más lejano, y en que salen de los valles las brumas tristísimas del Ángelus; la hora de la plegaria, cuando las cosas sosegadas de la naturaleza han perdido vivacidad, cánticos y color. Suenan en la profunda quietud de la dilatada campiña los tañidos plañideros, que mueren lejos en la garganta de la montaña estéril y triste, debajo del cielo de indefinido color... Entonces vienen los heraldos de la noche, como pueblos innumerables a desplegar en silencio en el espacio sus enormes banderas, que tienen para el ojo humano transparencias cenicientas que flotan y van y vienen. Las auras cansadas de volar   —63→   libando néctares de las margaritas del prado, se quedan dormidas en las cavernas del monte y los pájaros se esconden debajo de las ramas, que pierden sus intersticios luminosos y los torrentes ahogan sus rumores en el pedregal de su cauce. A esa hora vuelven también los labradores del trabajo, la azada al hombro y la campana que vuelca su copa arriba y abajo los sorprende en el medio del campo con sus vibraciones argentinas... Se arrodillan con el sombrero en la mano un gran rato, mientras en el occidente hay todavía una franja, que tiene el color desvanecido, de las rosas pálidas y detrás se levanta como esfinge siniestra la superficie extendida de las sombras.

*  *  *

Volvió Valbuena a su castillo, después de mucho tiempo, una noche de invierno en que largos copos de nieve venían cayendo por la atmósfera quieta como alas cándidas de muertas palomas. Empezó a subir la cuesta con sandalias y bordón de peregrino, helados los pies que se hundían en la crujiente y húmeda escarpa. Miraba las faldas de las montañas blancas de aquella triste mortaja y los árboles, que pretendían sus ramas, cubiertas de   —64→   las frías cristalizaciones. No se oía en aquel silencio, sino sus pasos y los borbotones del torrente descendiendo a saltos. Era una de esas noches, en que la luna atraviesa asimismo las densas capas de nubes grises e inunda la campaña de tenues claridades, aunque su disco apenas puede distinguirse detrás de la inmensa bóveda cenicienta. Veía aquí y allá la mancha negra de la cabaña de los pastores de su feudo, de techos blanqueando en la atrevida línea oblicua. Apareció al fin enfrente la enorme zona oscura de su castillo con almenas y torreones y flechas agudas y altas de minarete. Llegó al foso y se detuvo: nadie había levantado a esas horas el puente levadizo, ni la esquila del cuerno de caza había dado aviso de la llegada de un caballero, ni había guerreros para recibir al huésped según sus merecimientos. Entró en la oscura boca del zaguán con tinieblas y oscuridades de subterráneo y pasó por cuartos y corredores... Silencio. Cruzó los patios blancos y llegó al gran comedor, donde siempre lo esperaba la roja y amplia lumbre de la chimenea en sus días ateridos. Ni fuego, ni voces humanas. Todo era silencio tétrico. Subió escaleras, entró en los torreones9, cubiertas las paredes de musgo en verdes tapices y dio voces   —65→   estentóreas, que se desvanecieron eco tras eco, mientras seguían bamboleándose en el aire y cayendo largos y silenciosos a millares los copos de nieve. Llegó al fin a la gran sala del castillo, donde estaban alineadas las armaduras de hierro de los abuelos.

Allí entró su espíritu en los ensueños tenebrosos de la desesperanza y se sentó resuelto a dejarse morir. Aquel silencio era el luto que sus dominios vestían por la sublime criatura fenecida, la dueña heroica de Inzuris y aquel hondo sosiego tenía todos los soliloquios del rezo funerario. A poco de estar allí, empezó a sentir en aquella lobreguez como leves chillidos, rechinamientos y choques metálicos y crujidos sordos, como de articulaciones de hierro que se desplegaran y ruidos de pasos cautelosos a un lado y otro. Después vio, que las panoplias se iban moviendo con caminar de rítmicos estampidos, como si fueran marchando a compás de invisible y misteriosa música y sentía claramente, que pasaban cerca de su persona y le decían cosas como susurros de enigmas. ¡Qué hondos pesares lo invadieron: el hastío entró con sus garfios a rasgarle el corazón! ¡Qué miserable y bellaca existencia la suya! ¡Qué vacío profundo y qué helada sordomudez tenían todas aquellas memorias!   —66→   Cuando él venía subiendo la cuesta, encontraba gentes mustias que se retiraban de su presencia y cuando, tomando del brazo a uno de esos fugitivos, quiso lenguaje de verdad, oh señor, le contestaron, ¿que no sabéis? Ha muerto en las torturas del abandono de amor la castellana de Inzuris y todos los lugareños cantan la leyenda elegiaca y las gentes de vuestra casa al feudo de Isabel partieron... Sacó su espada Valbuena y hubiérase dado muerte a no haber las panoplias10 levantado voces y rumores tumultuarios.

Mejor era no haber nacido, Pedro, gritaban los abuelos de hierro, o haber muerto a heridas de yatagán infiel en Tierra Santa. Cobardía no usaron jamás los condes valerosos de Valbuena, ni sagrilegio, ignominia o mengua contemplaron las paredes vetustas de esta morada. ¡Anda, mal caballero! Se acabará contigo tu casa y la historia de muchos siglos de gestas y de renombre. Muere: eso es mejor, que tener en vida dolorosa brega o poblar otra vez las calladas cortes del castillo de gritos y cantos infantiles. Echa de esta manera lodo y baldones sobre los sacrificios y la sangre derramada por los abuelos, para darte casa y prosapia. Muere: te has quedado solo; de todas maneras no rehagas el hogar moribundo   —67→   de tus padres. Estos viejos huirán para siempre la deshonrada mansión, páramo yerto, donde no flotan siquiera, como hebras de luz, las rubias cabelleras de los niños, ni hay castellanas altivas, hermosura de la casa, virtud, gracia y ornamento.

-Pero la muerta Isabel, rugió el caballero levantando amenazador la espada, ¿quién me devuelve, genios airados de mi castillo glorioso, la celestial criatura? ¿Este silencio, que me perturba la inteligencia, no es acaso silencio de muerte?

La voz corrió, contestaron las panoplias solemnes, que Isabel, de letal morbo afectada y próxima al descanso eterno, al confesor pidiera ver tus viejos escuderos y tus siervos. Estos partieron en la madrugada.

*  *  *

-Un caballero, de extraño continente y ademán descompuesto, quiere gracia obtener de ser traído a vuestra presencia, oh señora.

-¿Su nombre? Dijo Isabel, con su voz débil de enferma.

-Que en las batallas de Palestina lo había hecho inmortal, contestó.

-¿Y sus armas?

  —68→  

-Sobre negra casaca la cruz de la guerra santa.

-Y dime, Ricardo, ¿sobre el escudo, acaso, no traía roja banda?

-Como si luto vistiera, no trae colores ni emblema.

-Yo no quiero que ese caballero entre... Dile que gracias le mando por su cortesía... que esta moribunda sus hijos bendice... Tú ves, paje, lo que pasa... el otro día al lado de este fuego, aquí en el aire tibio del comedor de mis padres, un trovador cantó las estrofas de la esperanza y la alondra delante de mis ojos levantaba tan alto el vuelo, lo que dicen que trae la buenaventura. Y, sin embargo, yo no lo veré más a mi glorioso señor.

-Pero ese caballero, este bolsillo de terciopelo me entregaba, contestó el paje... Reliquias son, me dijo, de un compañero de armas, herido en Tierra Santa. De rodillas delante de ella lo abrirás, y me despidió casi con voz sollozante.

*  *  *

Alto, la tez tostada, en la puerta apareció Valbuena, mientras Ricardo sacaba del bolsillo la roja banda y el ala negra del cuervo, dividida por yatagán sarraceno.

  —69→  

Se acercó lentamente con los brazos rígidos, temblando dentro de aquel mundo de sus adoraciones inmortales.

-¡Oh contristada flor de la montaña, dijo el caballero, que tienes el color de las nieves y fríos pétalos, pálida visión de mis noches solitarias de Tierra Santa! ¡Alma criatura, que has perdido gota a gota tu sangre en las horas de dolor!...

-Gracias sean dadas, Valbuena, al Dios de los ejércitos, que otra vez hasta aquí te ha conducido, contestó Isabel.

-Yo beso tu mano de mármol, ¡oh divina mártir! Y así entren en tus dominios los tepores primaverales y resurjan en tu pálida efigie los colores de la vida.

-¿Por qué tanto tiempo glorioso señor, sin llegar a mi abandonado castillo?

-Estas heridas, enfermo mi cuerpo tuvieron, frágil y moribundo.

-¡Ay! Sollozó Isabel, no mentía el juglar de la barba de oro. La noticia de tu desventura las fibras de mi alma rompieron y poco a poco este cuerpo fue cayendo, hasta el borde del sepulcro.

No, tú vivirás, contestó el caballero. Pronto la nieve disuelta hará que los picachos tengan su pardo color y en los senderos de la montaña   —70→   bordes habrá de flores cubiertos y crecerán en el prado las yerbas silvestres, que derraman en el ambiente exquisitos perfumes.

*  *  *

Así fue: los senderos de la montaña los vieron otra vez caminar del brazo y las auras tibias despertaron la vida en la juvenil pareja enamorada y alondras y ruiseñores saludaron los admirables coloquios con su eterno cantar. Una noche Eros paradisiaca entró en el dormitorio de Isabel con su cuerpo extraño de alabastro y sobre su traje de novia colocó rojo cendal y negros azahares que recamaban en el brocato las alas extendidas del cuervo y... después las cortes del castillo de Valbuena resonaron de cánticos y de gritos infantiles y flotaron negras cabelleras y fue apellido de larga y gloriosa historia.



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ArribaAbajo- VI -

Corolarios


En ese momento los dos leían, la mejilla cerca de la mejilla, mientras la vieja hacia resbalar el índice debajo de las últimas líneas de la leyenda y la luz azulada se difundía sobre sus rostros fijos en el cuento maravilloso. Era uno de esos libros de papel áspero y granujiento, veteado de manchas amarillentas, encuadernado en la tapa de cera de pergamino, con hojas corroídas aquí y allá... libros viejos que van desapareciendo, como los monumentos a quienes el tiempo lima las aristas11 y borra a trechos las inscripciones y ennegrece el mármol.

-¿Tú crees entonces, empezó Carlos, que no hay vida posible, si no se rehace el hogar paterno?

-Sí, creo.

-¡Y que es necesario que haya muchachos   —72→   incómodos, que llenen la casa de ruidos, como dicen los abuelos aquellos!

-¡Incómodos los niños ajenos, contestó la vieja, los propios nunca!

-De acuerdo: pero tú no piensas, madre, que los tiempos han cambiado, y las castellanas del día, se mueren de amor, casándose con otro...

A veces... Yo he visto, pobres mártires, que llevan a cuestas la cruz del abandono y la riegan con lágrimas, que no se ven, esas que se derraman para dentro y caen gota a gota a horadar el corazón.

-Rara avis, vieja, muy rara, repuso Méndez...

-No tanto como tú crees. Has vivido muy poco y metido demasiado en ti mismo... yo te aseguro que en el mundo hay más virtud de lo que Vds. se imaginan. Hablo en plural, porque conozco toda una generación de indecisos, que piensan que pueden estar solos y justifican la vida estéril, murmurando de la de la mujer, como de traste viejo. Encuentran al fin una, a quien quieren y de ella se avergüenzan y tienen niños, a quienes no se atreven a dar su apellido. Se les ve caminar agazapados contra la pared, mirando para atrás y meterse a hurtadillas en el silencio de la media noche a   —73→   visitar su familia -esa que los demás arrojan a la calle en la luz plena...

-¿Y quién te ha dicho todo esto? -preguntó Carlos, que sentía su espíritu y el mundo de su inteligencia derrumbarse ante la palabra serena y triste de la madre.

-Aquí te esperaba, dijo la vieja sonriéndose: tú eres también de los que piensan, que se puede vivir cuarenta años, sin salir del limbo y que cada familia que va desapareciendo en la muerte, no deja un caudal de enseñanza, porque estas viejas a quienes ustedes conmiseran y asisten al desfile sombrío, no han salido de sus ingenuidades infantiles. ¡Ah! ¡Pobres muchachos, enfermos de la imaginación dolorosa, que pretenden torcer la lógica de la existencia, en pos de engañadoras quimeras y que leen demasiado los libros de otros enfermos!... Así van después caminando y entran cada vez más en la helada filosofía de las desesperaciones sin consuelo, para morir solos y abandonados, sin que haya nadie que lleve flores a sus sepulcros el día de los muertos.

Y con los brazos de temblores rodeó el cuello del hijo y lo miraba, abrazándolo fuerte como si alguien estuviera en la sombra acechando para arrebatárselo.

  —74→  

-No, madre, dijo Méndez, yo no quiero hacerte sufrir. Tus congojas me hacen mal.

-Yo tiemblo, Carlos, pero no por ti solo, por todos esos hermanos tuyos, que de repente abandonan el hogar y los padres y tienen grima atroz que los tortura... Si ellos supieran, que este libro de la vejez, que tiene hondas arrugas, está escrito con las cosas marchitas y mustias que uno va encontrando en el camino desventurado y que los hijos graban en las últimas páginas blancas el epitafio lapidario...

-¡Oh, santa y divina! Gritó Carlos, estrechándola contra su corazón...

-Porque es así. Cada hijo empieza y cierra un capítulo y allí descansa uno, como el caminante al lado de la piedra miliaria; pero si los hijos se van, se llena de lágrimas la copa de alabastro de nuestras almas, que tiene diafanidades de cristal y que van cayendo y tañendo las armonías de la misma romanza que nos habla siempre del hijo, que está lejos. Y después, ¿sabes tú lo que sucede? Continuaba la vieja transfigurada, tomando al hijo de las manos y mirándolo cerquita; sucede, que cuando no hay un hogar escondido, caminan los hombres a los cincuenta años sin rumbo y de noche nunca les llega la hora de la retirada. La casa está fría y sola, y en invierno, cuando ellos   —75→   sienten la necesidad temprana del calor de la cama, cuando cae la lluvia helada y frecuente y hace cantar los vidrios con su monótono tamborileo y zumba el viento afuera, y es tan delicioso sentir su propio cuerpo rodeado de las perezas cariñosas de nuestras casas... Oh, cómo piensan entonces, que serían felices, si hubieran muchachos altos y delgados, que prendieran las astillas del espinillo estridente en la chimenea del tibio comedor y niñas de grandes ojos azules, leyéndole las historias suavemente ideales del tiempo viejo... Y después está el café, que los atrae, el club que los llama, la orgía que pagan para que otros se diviertan y ellos no pueden ir, porque tienen frío y están achacosos. Entonces entran a la cama y llega el sirviente que está borracho del vino, que roba de la bodega... ese es él, que les sirve el té de la noche, que ellos no duermen, la noche interminable, donde no se oye más ruido que los golpes secos y sordos de la tos, que les fractura el pecho, exasperada en las oscuridades solitarias. Y la escarcha sube y hiela las rodillas y se siente que la sangre se va deteniendo y cualquier día es bueno para morirse solos, sin que haya, quien se arrodille y rece y llore, cuando nos traen la eucaristía... porque yo he visto a esos otros viejos, que han adquirido   —76→   el derecho de morir como justos, levantar tan alta y solemne la cabeza en ese momento en medio de los hijos arrodillados y sollozantes...

-Pero ¡¿dónde está, oh, mi madre santa la castellana de Insuris?! Eso no se plasma con el barro de la calle, interrumpió Carlos. Es necesario encontrarla, tenerla en el corazón y vivirla... Esos tiempos han muerto para siempre. ¿Dónde están los bardos que cantan de tierra en tierra el esplendor de los amores inmortales? ¿Sabes tú lo que hacen hoy? Cantan la blasfemia.

-Ya lo sé.

-Y pretenden resignar en santuario extranjero el yo intelectual de todo un pueblo, la efigie deslumbradora, que nos tipifica y nos separa de los demás y todas las maravillas de los orbes de luz, que pueblan e iluminan este espacio que es nuestro y la inmensa sábana verde y el cielo azul que se derrumba a pique, que son nuestros y de nadie más.

Porque Méndez era así: tenía sus cuartos de hora impetuosos, en que se movía su tez y el surco de su frente como si lo cruzaran relámpagos. Su palabra se desenvolvía irritada en atroz sarcasmo y agitando la mano derecha, como quien arroja anatemas, estigmatizaba todos   —77→   los vasallajes. Creía que los pueblos iban fatalmente a la creación de su propio idioma, los pueblos que tenían tradiciones gloriosas y confines de baluartes alzados hasta el cielo enfrente de las razas conquistadoras y ríos que achatan hasta el horizonte la superficie de plomo movediza en el vaivén sempiterno del oleaje.

Yo quiero con esto significarte, continuó Méndez, que hay muchas necesidades hoy, intereses sórdidos tal vez; no entro a juzgar; pero seguramente existe una manera especial de apreciar la vida, que nos aleja de la lira Imaginativa de la edad media.

No son los tiempos, que han cambiado: es que ustedes han perdido la ingenuidad, continuaba la madre, en su cavilación estéril y sempiterna y han roto el divino instrumento del espíritu en el choque inerte de todas las desconfianzas. No son hombres: no tienen voluntad y no aman, porque para eso es necesario tener niñerías y fe y abandonos en la suprema dulzura. Son los negros caballeros, que han perdido la virtud del creyente y que ya no vuelven de Tierra Santa.

Esas son leyendas, mi madre, que tienen la melancólica semblanza de los siglos muertos, y se echan12 a través de la existencia desastrada   —78→   y despiertan en el espíritu el anhelo inmortal de vivirlas con sus amores y sus heroísmos; pero la vida es otra. Es trivial y desolada y achatan los cánticos que germinan gloriosos en la inteligencia.

-Porque Vds. filósofos de la desesperación, alejan de sí las flores de la dicha, seguía la madre, y rechazan el regocijo que las enamoradas de veinte años les presentan. Y mientras graban cada día una nota agria del epitafio suicida, ellas a la tarde, las suaves criaturas riegan los prados de violetas y heliotropos, con la cruz del abandono a cuestas y quedan así pensativas un gran rato, rezando por los que las hacen sufrir... y se levantó la vieja para retirarse.

Era la media noche: el reloj tañendo a intervalos iguales las notas argentinas de la hora, partía el silencio del dormitorio y de toda aquella lóbrega naturaleza, que dormía afuera. La madre envuelta en el triángulo del chal de espumilla con relieve de negras rosas y mórbido fleco, caminaba acompañada paso a paso por aquellos sonidos, pero Carlos extendiendo su mano derecha y resbalando hasta los pies de la cama, alcanzó a tomar con las palmas suavemente aquella blanca cabeza de sesenta años.

  —79→  

-No te vayas, le gritó, yo te voy a decir de Dolores del Río, porque es a ella a quien tú te has referido en tus últimas palabras.

-Ya lo sé, Carlos; no va a ser la tuya una historia de amor, como la de Isabel de Inzuris, sino leyenda de orgullo, que retoba y oculta la nativa generosidad de tu espíritu.

-No, madre, yo te voy a contar todo, para que tú veas, que he tenido razón.

*  *  *

Yo había traído hasta acá adentro, a su espíritu, ¿ves? Y se apretaba el corazón con su mano en garra, -yo era dueño de todo ese esplendor... mi casa se había llenado de todos los júbilos... pero una noche en un baile, como te cuento, pongo a Dios por testigo, le apreté de tal manera la muñeca, que se dejó caer pálida sobre una silla... ya hace dos años... un momento antes yo le había regalado un ramo de violetas y ella me contestó que éramos muy jóvenes todavía y que yo estaba loco y que no debía pensar en casarme... Yo me acuerdo bien; porque esa noche vestía un traje de seda celeste y escote de encajes y tenía un cinturón de moaré blanco con aguas de nácar, que se movían en la luz... Sus ojos tenían   —80→   el azul oscuro del cielo de la noche y su efigie de mármol parecía cosa de alegría celestial. Así yo me fui a mi casa con un gran luto en el corazón y me venían acompañando, como con susurros las hebras negras de su cabellera abundosa y todas aquellas músicas y los rumores del sarao esplendente y yo tenía como abrojos que me raspaban el pecho y una cosa tonta, que me aturdía la inteligencia... Yo recuerdo que caí sobre la cama y escondí la cabeza bárbara dentro de las almohadas y lloré, lloré con un sollozo de adentro que me fracturaba las costillas y que no se acababa nunca.

*  *  *

Así se ve a veces los rayos del sol de verano rajar la tierra árida y los arbustos doblegar sus hojas mustias debajo del incendio, mientras las flores dejan caer lánguida sobre el gajo la corola ardida y en la desolada estepa el silencio y las tristezas de aquella inmensa hoguera... y el que observa más tiempo ve desaparecer arrugadas las flores y las hojas y perderse las yerbas del prado y sobre la tierra blanca, endurecida y desnuda, caminar apresuradas las hormigas formando doble línea quebrada y negra, mientras pasan saludándose   —81→   las unas a las otras y siguen la marcha interminable...

Después cae por mucho tiempo la lluvia abundante y cristalina, que infiltra, ablanda y ennegrece la tierra y se esparce por todas partes un vaho húmedo de deliciosa frescura. Los pétalos resurgen y se avivan; los colores reaparecen; el prado cargado de semillas brota otra vez y se cubre de los hilos chatos y filosos de la yerba verde y por el ambiente corren por todas partes a miríadas los átomos de invisible perfume.

Así el llanto a veces, de clemente piedad, llena el espíritu, -el llanto formidable en la oscura noche, que no tiene testigos y aplaca y endulza la pasión enloquecida y los amores desaparecen casi, detrás de nosotros en la vaga penumbra de las reminiscencias.



  —83→  

ArribaAbajo- VII -

Dolores del Río


Esa noche fría del baile estaba el dormitorio de Dolores iluminado por una pequeña lámpara que difundía penumbras azuladas a través de la pantalla de seda. Aparecía la cama en el centro, como una zona larga de negra y luciente madera, alto el espaldar y la curva, que lo terminaba, tallada en artísticos relieves de hojas y flores, y extendida la verde colcha de raso. En los espejos del tocador y ropero, allá en el fondo, se veía la imagen luminosa de la lámpara, cuya copa de plata blanqueaba brillante sobre el negro mármol de la mesa de noche, jaspeado de vetas y bizarras figuras de nácar. Pendía sobre la cabecera el dosel y colgaba el cortinaje elegante de un solo costado recogido abajo en un moño gracioso y abollonado, mientras del otro costado, se erguía augusto   —84→   y derecho el reclinatorio -el almohadón de terciopelo arriba, cariñoso en la superficie cuadrada del verdinegro color y enfrente colgado de la pared el crucifijo de ónix. Pero lo que llamaba la atención en aquel dormitorio era un gran cuadro de marco de bronce, singular en sus caprichosos arabescos. Era una parda cruz de gruesa y cuadrada piedra, destilando humedades salinas sobre la cumbre de escarpada rompiente, flagelada por la borrasca embravecida, espumoso el oleaje gigantesco. Abrazada del pedestal, colgante el cuerpo en las aguas revueltas y salvada del naufragio eterno, la blanca y semidesnuda pecadora, la cabellera rubia de oro muerto crujiente y sedosa en el estallido crepitante de las espumas albas del mar...

Llegó Dolores muy tarde en la noche -los ojos grandes y oscuros de apagada lumbre, suavísimos y húmedos de azabache y hecho de gentil delicadeza el óvalo del semblante pálido y perfecto. Estuvo un rato, como absorta mirando las paredes, tapizadas de lampás rosado y los anchos pliegues rígidos del techo mientras dejaba, sobre el sofá de terciopelo granate, la capa larga de paño blanco y en la guantera de cristal de dorados bordes, arreglaba los guantes de piel de Suecia largos y angostos   —85→   en su color madera y movía al rato su cuerpo alto, negra la espalda de la voluminosa y ondulante cabellera... Sentada después en la orilla de la cama, desabrochó el corpiño, que tenía pintado a mano en la tersura del raso maravilloso ramo de lilas y sus manos fueron cayendo abandonadas y como inertes a lo largo de la falda cubierta de encajes y más allá de la blanquísima urdimbre de filigrana, se veían adelante dos caireles de rosas vellosas, que descendían hasta el ruedo... Quiso rezar y arrodillada en el reclinatorio, volvió a su memoria entristecida toda aquella escena del baile, que le había herido el corazón de muerte... porque Carlos era malo y no debió nunca cerrarle el brazo con enojos en la mirada, ni decirle las frases sarcásticas. Después se acercó lentamente a la cama y se acostó así vestida, mirando aquel cuadro y los cabellos rubios de esa mujer, salvada del naufragio eterno, hundida en el almohadón cuadrado, sobre el terciopelo negro de su cabellera suelta, ¡espléndida la efigie de mármol y melancólica el alma, sollozante por la desventura del injusto abandono! ¡Cuántas de vosotras, elegantes criaturas, que camináis el sendero floreciente de la vida, en medio de los festivales de luz y de corolas, ebúrneo el brazo desnudo y el escote, cuántas   —86→   llegáis en las madrugadas a los dormitorios iluminados, con la garra de la pesadumbre en el pecho y las amarguras de la pasión escarnecida!...

*  *  *

Se durmió después... Soñaba que todas las visiones que flotaban en aquel ambiente enamorado, habían perdido las alegrías frescas. Hacía frío en su cuarto a pesar del abrigo de los cortinados y de las alfombras, el frío de muerte que arruga la piel y hace doler el corazón... como sucede, cuando se hace pedazos y se oscurece la luz, que ilumina los panoramas acariciados con esperanzas y plegarias en los soliloquios de la mente -esas vastas naturalezas, pobladas de fantasmas angélicos, que cantan la égloga y el idilio, danzando carolas alrededor de las cunas soñadas. ¡Qué poemas cruzaban su inteligencia en aquel agitado dormir!... El dúo que se canta de lejos y los rayos de las pupilas, que se encuentran en el aire sereno y diáfano, los rayos que llevan en su seno titilar de almas... ¡Santo! ¡Santo! Echan a vuelo las campanas, porque las glorias del cielo circundan las sensitivas enamoradas y hay auroras y soles y primaveras, que tiemblan   —87→   por el cruzar turbulento de la divina sinfonía13. Yo riego los prados todas las tardes, allí donde crece la diamela, porque quiero mandarle en una bandeja de plata flores, que tengan pétalos blancos. Tan sombrío... porque la lucha le ha grabado un surco en la frente; pero yo tengo alegrías de ángeles y todas las serenidades azules del cielo en mi alma. ¡Ven conmigo dentro de estas aureolas, Carlos! Yo te tomo la cabeza y te beso y lloro y tengo los ojos contentos, detrás de las lágrimas. No vas a decirlo... yo estoy herida... escucha cómo se queja la tórtola, que me da picotones, tubando dentro del pecho. ¡Santo! ¡Santo! Porque las campanas tocan el Ángelus, la melancólica trova de amor, porque yo rezo y cubro de flores a tu retrato, ese que guardo en turíbulo de oro...

*  *  *

-¿Te acuerdas, aquella noche de estío? Los mansos canales del Tigre y las costas verdes y opulentas de vegetación y los sauzales, que arrojan las hebras largas en las aguas oscuras y los remeros bogando en el silencio de aquella naturaleza tenebrosa y cruzar de luciérnagas luminosas con arrullos de arpas lejanas y   —88→   perdidas en las sombras, vibrando endechas inmortales... Porque Dios es bueno y deja caer fragmentos de celajes sobre la tierra para los que aman; por eso nos decíamos de cerca todos los cánticos divinales y yo sentía en el corazón tu voz, como dulcísima esquila, temblando, repetirme los ritmos de la pasión enamorada. Te acuerdas cómo pasaba la luz fugitiva de las casas debajo de nuestra canoa y cómo quedan detrás ondulando los reflejos. Tú me decías: yo iría contigo, Dolores, en pos del esplendor de los astros, envuelto en la paz serena de tu espíritu, porque tú eres angelical en el seno tranquilo de este escondido rincón del Paraíso.

-Escucha, Carlos. Las melodías de la noche llegan en la brisa leve, que corre saturada de húmedos perfumes y los deliciosos arpegios suenan en los comedores felices. ¿Ves? Pasa la mancha oscura de un palacio rodeada del tupido ramaje, como una enorme cosa de luto, salpicada de chorros de luz. ¡Oh! ¡Las penumbras amables que defienden las cunas de los ardores del sol!

-Como la sombra de tu negra y larga cabellera y la lumbre suavísima de tus ojos mitigan las visiones tormentosas del espíritu. Yo te amo, Dolores... he dicho al fin la divina   —89→   palabra. Yo me acuesto en esta pasión, buscando, como en el seno de mi madre, la lluvia de rocío blando, que baña la frente con el murmullo quieto de los besos.

-Pasan cantando, Carlos... Son felices. Parece un coro y dicen los versos, que tiemblan en el ambiente, con susurros de aguas y hamacarse de canoas, que se deslizan...

-¡Sí, alma divina! ¿Sabes tú lo que narran?

-¡Oh, no! Ya están muy lejos... se han desvanecido en la sombra.

-Narran leyendas y entregan a la guitarra melancólica los poemas del sentimiento. ¿Sientes, Dolores, las fragancias de la madreselva?

-¡No, no! Tú te acercas demasiado a la costa verde con la canoa. Yo tengo miedo, que las ramas sollozantes me lastimen el rostro. ¿Qué es esta flor que he arrancado flotante en las aguas oscuras?

-¡A ver, alma divina! Esta es la flor del seibo, que adorna la ribera por todas partes... Son los rubíes de la enmarañada y verde maleza, que dicen sus amores a los bosques infinitos de juncales, esas líneas negras, allí paraditas y rígidas, que reciben la sombra corpulenta de los sauces.

-¿Porqué nos detenemos?

-Son camalotes, Dolores, que traen festones   —90→   y hojas de calas y panojas de flores azules, que besan la proa de la barca y se buscan entre ellos en su nadar lento y silencioso.

¿Qué son esos gigantes negros que avanzan allá lejos?

-Son los álamos que tocan las estrellas con las copas y se tuercen y se abaten en los días de tormenta, zumbando las hojas.

-¡Oh, la divina naturaleza donde cantan los zorzales escondidos y tejen los benteveos el nido de sus amores! ¡Cómo pasan las luciérnagas luminosas, como astros perdidos en la noche oscura y cómo zumban los grillos! ¡Dios mío! Tú has abandonado los remos, Carlos... los he sentido tocar la popa... Yo tengo miedo... Qué pequeña es la barca y qué chicos somos debajo de esta inmensidad celeste, con toda la muchedumbre innumerable de soles luminosos.

-Somos pequeños... pero Dios hizo la pasión más grande, que sus creaciones. Deja, Dolores, que la sublime majestad de la noche envuelva la canoa y la arrebate consigo la tormenta, que ya empieza.

-El canal se abre, ¡qué aterradora negrura! Yo voy a rezar, porque la plegaria es suavísima, como la bondad de la mirada de Dios.

  —91→  

-Reza, si tú quieres, mientras la corriente nos lleva a fracturarnos contra las murallas lóbregas del cielo.

-Vuela la barca... Detenla por las lágrimas de tu madre... Las costas desaparecen y las luces de las casas se han transformado en vislumbres, que aletean, como si quisieran apagarse.

-¡Eh! ¡No, nunca! Porque yo he perdido las sonrisas y tengo la mueca horrible... ¡Nunca! Porque las alegrías de mi alma las ha cubierto la vida con el manto de esta noche infinita. Yo quiero morir contigo dentro de este nubarrón de tinieblas. Tú ves lo que pasa... ¡las estrellas han disparado del cielo y llegan las rachas violentas: las olas se agitan, la canoa salta enloquecida de cresta a cresta y cruje como si quisiera hacerse pedazos!

-¡Piedad! Toma los remos y volvamos a las orillas mansas. No te muevas, haces tambalear la barca...

-Yo me acerco a ti, Dolores, mientras corremos por las oscuridades del río de luto y vamos a entrar en la zona de los relámpagos...

-¡Qué frío estás!

-Ya tengo las manos muertas... déjame, que toque siquiera tu traje blanco de raso y   —92→   me las abrigue... Yo quiero descansar mi cabeza sobre tu pecho para que tú me beses así... así...

-¡Dios mío de misericordia! Hemos entrado en las nubes del cielo y nos precipitan lejos en las hondonadas de las aguas profundas... Mira cómo se parten y se nos vienen encima las montañas de las aguas del río malo... Yo me siento morir...

-¡Sí, Dolores! ¡Muere, muere! Yo te voy a mirar así estirada y rígida en el fondo de la barca -como estatua de nácar, blanqueando luminosa entre las oscuridades de la tormenta.

-Adiós, Carlos. Mi cuerpo se seca en el hielo moribundo; adiós mis amores juveniles, mis muertos amores...

-¡Qué hermosa eres! ¡Ángel celeste que tienes el rostro blanco, cincelado en el mármol de tus carnes por divino artista! ¡Oh, Dolores! ¡Que te has dormido para siempre! Cómo beso de rodillas tus labios, que ya no se mueven y cómo veo, en el fulgurar del cielo irritado, tus ojos negros y grandes y abiertos en la tranquila contemplación de los horrores de estas soledades vastas... Qué linda y hecha de negra espumilla, tu cabellera, cuyas hebras suavísimas me acarician el rostro, calentado por los incendios bruscos de esta negra y sobresaltada   —93→   caverna y azotado por el látigo del ciclón iracundo. Cómo descansas, dentro de la paz infinita, con tus manos de alabastro reposando a lo largo del cuerpo... ¡Yerta! ¡Sublime mártir! ¡Cómo tiemblo aquí al lado tuyo! ¡Luz y candor de mi alma solitaria! ¡Envuelto asimismo por el perfume delicioso y frío de tu muerta persona! ¡Quiero perecer yo también en este supremo desgarramiento y que me fulminen las centellas del cielo con sus atronadoras reverberaciones y me sacudan las bruscas pavuras de la noche y los saltos de las tormentas arremolinadas en los vértigos oscuros, porque yo soy el réprobo, que abrazo este cuerpo de mármol adorado, que tiene el corazón cubierto por los crespones allí tejidos por mi sombría inteligencia! Yo me acuesto para siempre a tu lado en la cavidad de esta cripta que se bambolea, entre las nenias del huracán, como una cuna enloquecida...

*  *  *

¡Flores del ceibo, rojas flores de terciopelo, que venís adornando el ataúd flotante, que llega a los canales con la marejada cenicienta y turbia en la mañanita fresca, corolas celestes   —94→   de los verdes camalotes y sombra mansa de los sauzales, que protegéis del sol a la canoa funeraria!... cómo se inclinan rezando todas estas maravillas, y cómo se doblan los juncos verdinegros para saludarlos. ¡Qué gorjeos, y qué cánticos de dulzura infinita, qué admirables sinfonías de la verde espesura y qué gritos de los matorrales, tripudiantes en el éxtasis de la vida, acompañan el lento nadar de la barca!... A ella misma le decían los isleños que tienen la tez de bronce, que en la tormenta nocturna, habían muerto Carlos y Dolores y que ellos habían visto pasar los cuerpos rígidos en la canoa de cedro.

*  *  *

Se despertó Dolores con el sol alto y los ojos llenos de lágrimas, abatida por la pesadilla dolorosa... y vio sobre la mesa de noche una carta, cuyos bordes tenían ribete negro. La abrió y vio la firma, mientras una lluvia de pétalos cenicientos y secos cayeron sobre su pecho desnudo. De pie ya y con la carta desplegada en la mano temblorosa, empezó a vagar por el cuarto, sin leerla de miedo de aquel luto y su rostro se cubrió de las sombrías arrugas de las corolas mustias, mientras el sol   —95→   del invierno llenaba de alegrías calientes el señorial dormitorio, deslizándose sus rayos entre los encajes aéreos y juguetones de su vestido largo de baile... Decía la carta... «Con este lapicero de oro que yo le devuelvo, escribo a V. las últimas palabras. En adelante lo usaré de acero, con que se gravan las resoluciones irrevocables. Le mando también esas flores, que no han tenido casi tiempo de secarse. Han durado sin embargo lo necesario para convencerme, que habían sido regaladas por el cariño mentido. Mejor: volveré otra vez a entrar dentro de los panoramas de mi corazón, donde tengo el derecho de viajar solo y no saldré más de ellos, para no entregarle a nadie ni una sola de sus palpitaciones. Esos regalos míos, que Vd. tiene, hágalos ceniza o lo que Vd. desee... pero fíjese, que guardados en sus roperos, habrán empezado desde hoy a ser cosas, habiendo sido antes perfumes y éter sutil y vibraciones enamoradas del espíritu... Sea Vd. feliz... me parece que no le podría augurar nada pero... consiguiéndolo, habría entrado Vd. en la más supina vulgaridad.- Carlos Méndez

*  *  *

Dolores, con la carta abierta en la mano, se   —96→   quedó tonta, como si un peso enorme se hubiera precipitado brusco sobre su cabeza, mientras los pétalos secos se habían ido desparramando en silencio sobre las alfombras. Sin saber cómo, se encontró cerca del ropero, extendió el brazo y sacó el cofre esmaltado en elegante mosaico. Dio vuelta la llavecita y miró adentro, sobre terciopelo azul, el relicario de oro muerto y solitario en el centro, que guardaba las primeras flores secas dadas y recibidas y la piocha de estrellas luminosas, moviéndose sobre el dorado resorte con temblores de chispas, que él le había regalado el día de su santo y el collar con hileras de perlas ovaladas de lucientes y blancas opacidades y ramos marchitos exhalando el perfume agreste del heno. Pero ella vio también lo que se había desvanecido para siempre: las estrofas escritas y recitadas en los íntimos y enamorados coloquios y esplendores de naturalezas contempladas del brazo y oyó susurros de plegarias castas y cánticos de inmortales esperanzas y vio todo ese mundo de almas pensativas, eslabonadas con cintillos de diamantes, ese mundo vivido y adorado, que tenía fechas y besos de sus labios y que ella había calentado tanto tiempo en los amores de su corazón. ¡Adiós, congojas de los cariños fenecidos para siempre!

  —97→  

Sobre papel de seda fue disponiendo en silencio, solitaria siempre, los estuches de alhajas y los ramos de flores; pero cuando tomó de su pecho el ramo de violetas, que Méndez le había regalado la noche del baile, sintió como abrirse la fuente cristalina de sus lágrimas que cayeron a empapar aquellos recuerdos. Hizo con ellos un montoncito, que contuvo con vueltas de una cinta ancha y celeste, y como si temiera que fueran profanados, caminó ella misma hacia la verja con la efigie tristísima, inclinada sobre ellos. Allí estaba Genaro con el sombrero en la mano y un pañuelo suyo de seda azul, que extendió para recibir aquello. ¡Pobre alma de angustias! Pensaba en aquel profundo silencio Genaro y cuando fue a dar vuelta la esquina, vio a Dolores, que lo miraba todavía, salir a la vereda, caminando despacio hacia él, siguiendo esos recuerdos, olvidada en su traje de raso lila, cinturón de moaré y maravilloso encaje...



  —99→  

ArribaAbajo- VIII -

Alegrías de Genaro


Habían pasado dos años. Un día Genaro estrelló contra la verja de la casa Del Río al doradillo desbocado... marchando por las quintas con el cupé para caminarlo. De repente empezó el animal a erguir la cabeza con brusco movimiento y a saltar a un costado resoplando y a temblar todo su cuerpo, como invadido por visiones pavorosas. Genaro, alto sobre el pescante, trató al principio de calmarlo con frases cariñosas, pero el animal como enloquecido levantó la grupa y retumbó el coche de la coz formidable, se sintió el crac un tiro cortado y entre las ruedas y el animal vertiginosamente tendidos, se levantaron nubarrones de polvo, que iban quedando atrás, mansamente suspendidos en la atmósfera, como un largo cortinaje ceniciento. El caballo había   —100→   mordido el freno, el espumarajo rojo en la boca, babeando aquí y allá los copos, indócil a la rienda, tensísima en los puños robustos de Genaro, que volaba con su alto cuerpo, arrebatado en aquella tormenta. El tren hizo un ángulo... el coche se precipitaba contra un enorme álamo, al cual estaba apoyada Dolores, mirando como petrificada la escena. Genaro soltó una rienda y echando el cuerpo adelante, empezó a gritar: «guarda, niña Dolores, guarda», y con las dos manos aferró la otra rienda y todos los músculos de sus brazos dieron un brinco, contraídos en endurecida comba, el dorso de Genaro encorvado hacia atrás enseguida, rozando el techo del coche y domada la boca en medio de los alaridos salvajes de triunfo, que se atropellaban, saliendo de su garganta enronquecida. Fue arrojada la fiera cuatro varas más lejos, contra un pilar con sangre y bramidos en la feroz sacudida, crujientes y descompaginados los elásticos y largo a largo en un prado, cayendo el cochero con todo el peso de su cuerpo por encima de las lanzas agudas de la verja...

*  *  *

Dolores, temblando se acercó a Genaro a preguntarle si se había herido.

  —101→  

-No, niña; poca cosa, contestó éste; no ha pasado de un buen susto, y se acercó al caballo, sacudiéndose el polvo del saco, lo desprendió con la mano derecha de las varas y empezó más lejos a hablarlo dulcemente, palmeándole el pescuezo y el lomo, y acariciándole las crines. Poco a poco fue el doradillo sosegando sus estremecimientos y acallando los bufidos de terror y empezó a relinchar luego cuando lo hubo reconocido.

-Cómo se ha quedado quieto, niña Dolores; fíjese, empezó Genaro un poco sobresaltada su inteligencia, nerviosa por el peligro corrido y por la brusca caída, mala comparación como los hombres que nos sosegamos, cuando nos hacen cariños... Si yo le pego, me mata este bárbaro, como cuando uno recibe una bofetada, ve por todas partes luces de sangre.

-¿Y en el coche no había nadie? Preguntó Dolores en voz baja.

Parece destino de la providencia, niña... de las pocas veces, que no sale la señora.

-¿Y está buena ella? Añadió tímidamente Dolores.

-¡Oh! Muy buena... y muy contentos todos... Figúrese, que el otro día me dijo D. Carlos: estoy aburrido de esta oscuridad; abre las ventanas.

  —102→  

¿Y los médicos, D. Carlos, dije yo, que han mandado eso?

Yo soy tan médico como ellos, abre no más; lo que pasa es que se dan unos sustos fenomenales, cuando asisten algún compañero. Yo entonces obedecí y le juro, niña, que conforme vio la arboleda de las quintas y entró el sol a su cuarto, le vino como una grande alegría en la cara y me estrechó contra su pecho y yo sentí que me picaban los ojos y que dos gotas calientes me caían por la cara.

-Todos los enfermos, que mejoran se ponen contentos, murmuró Dolores, y él es igual a todos.

-No, niña, es que D. Carlos es bueno y ahora sabrá usted que ha cambiado mucho. Usted se acuerda que tenía cosas impetuosas y ese surco, que parecía se lo hubieran hecho de una puñalada y eso le oscurecía la cara. Bueno: ahora ni rastros: la frente limpia y clara, y blanca y serena, como se pone el corazón, cuando uno reza el rosario... Y antes él estaba siempre solo y no hablaba jota... con esos librajos de medicina y otros14 grandes con grabados que asustan: un poeta que dicen, que estuvo en el infierno y un príncipe, que a fuerza de cavilar tristezas, nunca hacía nada, hasta la última lámina en que le dio rabia mató   —103→   a toda la familia y murió él también... Todo eso, ve usted niña, lo tenía disgustado y con cansancios, porque yo sé que él tiene la cabeza un poco turbia, un poco no sé cómo; pero su corazón es de oro, y yo lo he visto apretarle un día la muñeca a un hombre, que azotaba un chico y doblarlo como un junco y tenía una rabia tormentosa en los labios y en las pupilas negras y todo su cuerpo se levantó como un gigante. Pero desde que está la madre, tiene unas alegrías de chico juguetón, de esos que retozan por los campos boleando cachirlas con los alambres largos o los que se atropellan en las peleas del rescate...

-Entonces es ella, interrumpió Dolores, la que le alegra la vida, ¡oh mi pobre madre que has muerto!

-Bueno, niña, no se entristezca así, dijo Genaro. Yo tengo muchas cosas lindas que contarle... Es por la madre y por otras razones también y casi estoy contento, que se haya estrellado el doradillo contra el pilar... Pues como le venía diciendo, desde que está la señora, se entretienen de noche en leer historias...

-¿Y qué historias? Preguntó Dolores con curiosidad, fascinada su inteligencia por aquella charla ingenua y llena de imágenes sonrientes.

  —104→  

-Figúrese Vd., niña... la otra noche, una de un caballero que usaba armadura de hierro... Yo lo oí enterita, desde el vestíbulo, donde me estoy de noche esperando por si me necesitan... Es el caso, pues, según parece, que en aquel tiempo no se peleaba como hoy a cuerpo gentil, sino que usaban unas defensas, a las cuales llamaban yelmo y coraza, según seguía leyendo la señora, y otras cosas que deben ser como los parapetos de hoy. Pero lo curioso es, que ese señor iba a partir para una tierra a quien llamaban Santa a cada rato, sin duda porque allí no se cometen pecados mortales.

-Pero, Genaro, fíjate que estoy muy deseosa de saber esa historia y tú no me la cuentas nunca.

-¡Ah! Bueno: ¿no la incomodo? Niña Dolores

-Absolutamente, Genaro: sigue no más.

-Si tendría asuntos el tal caballero: figúrese, que hablaban de las armas de la familia, que yo no sé lo que es, pero se me figura que ha de representar eso, como una marca con garabatos, de esas que usan los estancieros, o como esas figuras, corazones, mujeres y calaveras que se pintan15 los marineros en el brazo y en el pecho con tinta azul.

-Nunca te he visto tan conversador, Genaro, dijo Dolores riéndose.

  —105→  

-Es que Vd. no sabe, niña, que yo tengo siempre en el corazón tantas cosas cariñosas, que lo aturden y ahora más que don Carlos ha vuelto a la vida y que sé que Vd. va a tener alegrías.

-¿Por qué me dices eso, Genaro? Preguntó Dolores con amargura.

-Porque ha de saber Vd. que ese caballero tenía atravesada en el pecho una ala de cuervo y rojo cendal, según leían esa noche, que eran los colores de la dama de sus pensamientos y que después, sin saber yo cómo, resultó ser su novia, que tenía la cabellera de ébano lustrado, espléndida como la suya, niña Dolores.

-¿Y qué aconteció después?

-Él se fue a despedir para irse a Tierra Santa, porque en ese tiempo se usaban esas cortesías... no como ahora, que se van sin decir nada y se enojan a veces sin razón y no piensan que sombras de luto y que lágrimas quedan solitarias, según le decía la vieja a don Carlos en unos consejos que le dio.

-¿Hubieron consejos también, Genaro, esa noche?

-Sí, niña... y qué consejos... pero espérese un momento... porque el caballero aquel parece que no volvía y corrieron voces, que había muerto allá lejos, a estar a lo que le dijo   —106→   a la niña un payador rubio en unas décimas, que tenían furor de batallas, que parecía el muchacho como si las estuviera peleando... Y ella a entristecerse y a caminar largas horas pensativa, mientras el invierno venía con sus ventarrones y la montaña a desnudarse de sus pastos y la escarcha helada a bajarse desde arriba, disparando los pájaros y volando lejos las golondrinas, que cruzan como flechas y todo el campo a quedarse como muerto en la fría dormidera y los árboles sin hojas con las ramas duras y puntiagudas como chuzas e inmóviles como los esqueletos... por lo que pienso que el invierno de entonces era más o menos parecido al nuestro...

-¿Y después qué sucedió? Preguntaba Dolores, temblando de emoción.

-Sucedió... espérese, un poquito... déjeme recordar... El caballero volvió a su castillo, cubierto de nieve, pero por el camino ya le habían dicho unos hombres que la niña Isabel había muerto.

-Había muerto, gritó Dolores sin poderse contener. ¿Y era cierto eso Genaro?

-Déjeme que le cuente... no se aflija tanto. Él se metió en la sala y sacó la espada para matarse; pero entonces hubo un acontecimiento, que yo no entendí muy bien... porque   —107→   los abuelos lo retaron, y como eran16 muchos me hago cargo que podían vivir en ese tiempo los años de Matusalén, que según decía mi padre, es el hombre más viejo que se ha conocido. Lo cierto del caso es, que el caballero entró otra vez en la casa de la niña Isabel, que estaba moribunda, y desde entonces empezó a mejorarse y le vino como de perilla una primavera, que según el cuento, hizo saltar la yerba y las flores de entre las piedras y cubrió de alondras bulliciosas... ¿Quiere Vd. hacerme el servicio, niña Dolores, de decirme qué bichos son esas alondras?

-Son unos pájaros muy hermosos, que se ciernen cantando en las alturas.

-Eso mismo leyó la señora y habló de un mundo de soles espléndidos y de estrellas a montones, que iluminaban las noches silenciosas de la montaña. Y después se casaron y tuvieron chicos muy gritones en las cortes del castillo, como dice el cuento que ya se acabó...

-Pero faltan los consejos, Genaro, dijo Dolores.

-Ah, bueno, niña... porque don Carlos se quedó muy pensativo y se pusieron a conversar. Ella le decía, que es necesario tener familia, porque si no anda uno en el mundo, como   —108→   decimos en nuestros refranes de pobres, como pan que no se vende, sin tener quien le haga la comida y le tienda la cama y sin que haya quien lo acompañe a rezar las oraciones y se vive así tiritando de frío en los cuartos oscuros, abandonados y solitarios. Después él le contó otro cuento al oído, pero parece que la señora no le dio la razón y yo me acordé mucho de Vd. sobre todo cuando ella le decía: «No va a ser la tuya historia de amor como la de D. Pedro, porque así se llamaba aquel caballero, sino leyenda de orgullo de esas que maltratan la nativa generosidad de tu espíritu»: palabras que no entendí, pero que deben haber sido muy fuertes, porque D. Carlos se quedó como en la misa y como con nubes de tristeza en cara...

-Todo eso será muy bueno, Genaro, replicó la niña, pero yo no veo hasta ahora las alegrías que me prometiste.

-Si me permite, niña Dolores, me voy a sentar un rato en el cordón de la vereda, porque no me siento bien.

-No, Genaro, aquí en el banco del jardín, porque se está reuniendo mucha gente.

-Muchas gracias: qué buena es usted, contestó Genaro, y atando al poste con la mano   —109→   derecha a duras penas al doradillo, fue con la cabeza descubierta a sentarse...

Pues, como le venía diciendo, prosiguió el joven, después de eso la señora se fue a dormir con ese su pelo blanco, lleno de reflejos de luz, como esas nubes, que van como volando, hinchadas de escarcha, delante del cielo y con ese modo de caminar, que parece una gran santa tranquila y divina. D. Carlos, entonces, se sentó en la cama y me llamó. Y vea usted, niña Dolores, hace tiempo que tengo deseos de contarle esto y yo pasaba a menudo por aquí y la miraba con esas intenciones del alma y con alegría en los ojos... porque Santa, mi hermana, me había dicho, que Vd. tenía en el corazón, como el luto de las ánimas esas, que vagan en los cementerios de noche y cantan las canciones de la pena dolorosa y llaman a las personas queridas, que no van a visitarlas. Pero yo tenía vergüenza y no me animaba y al rato ya me daba un gran sentimiento de no haberlo hecho; hasta que una noche, yo pasé cantando, una de esas noches llenas de las aromas de las quintas y claras como la luz de la plata... Vd. estaba en el jardín con su abuelito.

-Es cierto, Genaro, tú cantabas no sé qué cosas tristes, con tu voz dulce y purísima.

  —110→  

-Y le aseguro, niña Dolores, que en los temblores de mi garganta me pegaba sacudones el corazón, porque no puedo ver sufrir injustamente y más vale que Dios le parta a uno de una vez el alma de una puñalada, si no se ha de vengar.

-Pero esas melodías tuyas, Genaro, eran muy melancólicas, yo lo recuerdo muy bien.

-¡Qué esperanzas! Niña Dolores, cómo se conoce que la música fue cayendo sobre su corazón, que está de luto. Eran las alegrías de todas las cosas, que yo hacía cantar en la guitarra y yo veía, como de día, los mistos saltar contentos de rama en rama y besarse las torcazas en los caminos, donde, según dicen, hablan de los amores que no acaban sino con la muerte y se me aparecían muchachos, remontando barriletes derechitos y fijos, de cola larga, con gritos y algazaras de mandinga y la veía a mi madre y a Santa en el cielo mecidas por las alegrías de los ángeles... Entonces yo le quería decir con esos cantos, que alguna vez se acaban también las penas sobre la tierra.

-Qué bueno eres Genaro.

Y D. Carlos también, niña Dolores, y para seguirle el cuento, me llamó y me dijo: alcanza Genaro esas cosas, que están en el cajón de   —111→   la cómoda, y yo le traje el atadito aquel que Vd. me dio, ¿se acuerda? Él sacó el relicario y lo abrió, mirando las flores secas con los ojos atentos, mientras la luz hacía saltar chispas del brillante de la tapa y tomó el collar de perlas y lo extendió sobre sus rodillas. Yo me había sentado en el vestíbulo y estaba en la oscuridad, mirando todo aquello y lo vi temblar con un ramo de violetas secas en la mano y acostarse y quedar dormido con todo eso cerca de sus labios como si lo hubiera estado besando. Un rato después, la llama de la vela dio dos o tres saltos rápidos, iluminando su cara pálida y tranquila y se hundió al fin en el tubo de bronce del candelero y se hizo todo alrededor una cosa de tinieblas...



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ArribaAbajo- IX -

Enrique Valverde


Las gentes de los alrededores se habían ido aglomerando poco a poco, extraviadas en los comentarios de aquel extraño acontecimiento y formaban grupos, de donde salían diálogos animados y llenos del gracejo nativo de nuestros hombres del pueblo. No se atrevían a arrimarse a la verja por la reverencia, que les inspiraba el rostro augusto de Dolores del Río y la miraban de lejos, muchos de ellos sacándose el sombrero con alegría... Narraban la cosa, atribuyendo a milagro los unos y a pericia los otros, aquel hecho heroico y contemplaban sobrecogidos la bizarra figura de Genaro, que tenía en ese momento el dulce premio de aquel diálogo afectuoso con la celestial criatura, que le escuchaba como arrobada y estática, la cabeza inclinada hacia el pobre cochero... y ellos estaban acostumbrados a respetarlo por su fama de temerario y   —114→   por las hazañas terribles, que se contaban por allí en los fogones de los ranchos. Llegó también don Manuel de Paloche, jinete en un rocinante tordillo blanco, con pestañas y ojos lagañosos de albino y traía en un pañuelo las yerbas, con las cuales preparaba sus pócimas y hacía sus prodigios de alquimista y acercándose a Genaro, que ya salía con un brazo caído y pálido el semblante, ofreció hacerle no sé qué emplasto que en un santiamén lo pondría como nuevo. Genaro le dio las gracias y don Manuel se perdió entre los corrillos y se oía su voz pregonar las mágicas virtudes y deslumbradores efectos de sus métodos de curación y en su razón despeñada por aquella locura, siguió bullendo un gran rato el estribillo de sus seis horas de estudio y los libros de medicina y el elogio de sus panaceas.

Los grupos se fueron dispersando poco a poco a sus quehaceres cada uno y saludaban a Santa, que llegó toda acongojada a estrechar al cochero entre sus brazos. Este caminaba a paso lento, al lado de la hermana, riente y dichosa, en los quince años de sus ojos azules, crujiente el vestido de percal planchado, mientras el doradillo, traído de la rienda por sus amigos, arrastraba pesadamente el coche desvencijado, y Genaro miraba con cariño angustioso   —115→   la hermosa efigie de Santa ¡y tenía como celos de aquellas reverencias!... Cuántas veces las espléndidas orquídeas, que se guardan en el invernáculo tibio y profundo de nuestras almas, allí donde tiene su nido de religiones el honor del hogar paterno, cuántas veces doblan marchitas las hojas y las flores delicadas y juveniles, abrasadas en los rayos del sol, que filtran a través de su techo de vidrio... Así Genaro tuvo temblores de los músculos de la frente y sus ojos brotaron siniestra luminaria pavorosa, como la llama atornasolada de los ojos felinos en la oscuridad, al ver que Enrique Valverde había acudido detrás de Santa y se acercaba a ellos. Cancha cuando yo paso, D. Enrique, pensaba el alma atormentada de Genaro, y, sobre todo, acuérdese lo que yo le digo en este momento: conmigo y con los míos... pocas polkas... e involuntariamente echó mano a la cintura y descubrió el mango de un puñal, de níquel bruñido, del cual estallaban chispas. Enrique siguió su camino sin inmutarse, pero dejó por allí el calor de sus ojos de sátiro.

*  *  *

Este Enrique Valverde cruza de cuando en cuando las páginas del libro, como tañido de   —116→   nota siniestra, a semejanza de esos toques lentos de campanas, que se oyen a veces a la tarde y van señalando como con piedra miliaria, los últimos minutos de los moribundos y entran ondulando a las casas donde la gente sencilla reza la oración de la agonía. Es la mala pasión, la zona de fuego, que suscita en su camino chisporroteo de relámpagos, esos que preparan allá abajo, en el horizonte las grandes y tormentosas catástrofes de la naturaleza, ángel del mal, que va diseminando en su camino los gérmenes de muerte. Murió en sus manos el honor de Paloche y el idilio de amor de Dolores del Río tuvo en sus vínculos fracturas, siquiera sean momentáneas, y el corazón de Genaro entró por él en las lóbregas oscuridades del rencor y de las venganzas. Siguió el facineroso17 elegante hacia la casa le don Manuel de Paloche, moviéndose con los contoneos de un sátiro y despedían sus ojos lubricidades calientes, mientras cantaban en su inteligencia las frases de la ironía amarga. Sin haber vivido casi, era a los treinta años un escéptico deshonesto y las mujeres se sentían mal al lado de él y tenían terrores y desvanecimientos secretos, cuando las miraba. Nunca encontró en su inteligencia nada, que fuera virtud. Veía a los hombres trabajar, sufrir   —117→   y morirse y las mujeres atareadas cuidar con lágrimas los hijos y decía: todo lo arreglan estos para vivir en paz: uno trabaja y el otro paga; no tienen ni siquiera el valor de los brutos, que se exponen a ser apaleados o heridos, si cogen por ahí un poco de carne o pasto... Me quieren hacer creer que a través de los tributos que pagan a sus instintos, está el alma cumpliendo su misión sobre la tierra, cuando yo sé que el hombre trabaja para tener con qué satisfacer sus sensualidades y la madre vela para que el hijo no muera, no por sus gracias encantadoras, ni por necesidades de cariño, sino porque no tiene ganas de sufrir, y esas muertes producen más dolor que si le amputaran a uno una pierna sin cloroformo. Yo sé que a la noche le dan aquí y allá, meciéndolos en las cunas, pero no creo que hagan eso para que los hijos descansen... Mentira... están fastidiadas de los gritos desazonados de los chicos y quieren descansar ellas y tirarse a la cama largo a largo... No creo en necedades ideales... ni en ángeles de cabello de oro, ni en fantasmas celestes, que pueblen sus viviendas, ni en ensueños melancólicamente imaginativos, porque yo veo palpitar y arder la carne detrás de toda esa estéril metafísica y sigo mi camino.   —118→   Hay que verlas en sus cuartos iluminados, resplandecientes los espejos, echar sus trajes sobre el sofá, como la hetaira griega el peplo desabrochaba de arriba abajo, para arrojarlo al pie de la tribuna de los jueces. Miran la blanca piel de mórbidas y alabastrinas ondulaciones y levantan alto los pechos de mármol y tiemblan sobrecogidas, mirando a la puerta, si se producen ruidos en las casas, como si alguien llegara a sorprenderlas en sus desmayos... Entran a la cama a pasitos cortos y en las sombras y en el sueño de la noche cruzan los perfumes del ámbar y las visiones afrodisiacas de los paraísos orientales. Este era Enrique Valverde, médico, a pesar de no haber estudiado nunca, de estatura mediana, flaco y pálido de cara, gran bigote negro y patilla recortada en punta.

*  *  *

Llegó Valverde al estudio de Paloche, a esa pieza cuadrada, que recibía luz de dos ventanas, que daban a la calle, por donde entraba en ese momento el sol moribundo, dibujando en el piso alfombrado la imagen oscura de la reja. Allí había matraces y alambiques y tubos de ensayo y grandes bolsas de yerbas en   —119→   revuelta confusión frascos dispuestos en hileras, llenos de líquidos negruzcos. En la pared se veía una copia del cuadro de Rembrandt, la lección de anatomía y rojas caras de cera, con músculos, nervios y arterias al descubierto y dos esqueletos frente a frente... Estaban allí estupefactos -blanca la desnudez del hueso- con sus cráneos redondos en la muda seriedad de la órbita enorme y oscura, bipartida la nariz en sus huecos sucios, horrible la mueca de las arcadas dentarias de brillante marfil, rechinando todavía el caquino lúgubre de la muerte... y el tubo de las vértebras encorvadas del cuello, erizadas de puntas y las curvas rígidas de las costillas con sus grandes intersticios, por donde pasaban en ese momento, jugando los esplendores del sol, inmóvil y arrojada adelante la base del tórax, que hacía pensar en los tiempos, en que el ritmo de la respiración y el sincronismo de los latidos sacudían en sus células las tormentas de la vida. Más abajo el vacío del vientre y la cuenca de la pelvis amplia y la línea de los huesos largos, parados sobre el pie deforme y ennegrecido en sus ligamentos resecos y las dos manos descarnadas con rigideces de tentáculo, pendientes y abiertas adelante, como implorando, por misericordia la paz eterna,   —120→   allá en el descanso oscuro del cementerio, donde comieron sus carnes los gusanos, que van y vienen, suben y bajan, ondulan y serpean, temblando, entrando, saliendo, húmedos, escurridizos, colmenas de la muerte que tienen color de nácar y palpitan apuradas hacia las regiones tenebrosas del no ser...

*  *  *

Cómo se están ahora quietas estas dos, pensaba Valverde... yo las he conocido en vida. Eran lindas pecadoras, que juzgaron necia la miseria helada e insomne del conventillo y salieron del brazo a la calle, caminadoras de las veredas oscuras, chistando de acera a acera. Mejor para ellas; se envolvieron en la seda trasparente de la noche orgíaca y entregaron la vida a la copa del vino, que tiene el color del sol, crepitante de espumas y que concluye siempre en la bacanal sombría y funeraria... ¡Cuanto antes! Mejor eso, que ver a cada paso la desventura y dorsos encorvados como animales en el trabajo rudo y ser mujeres de borrachos, que tienen la mirada lóbrega y baba en los labios azulados y les flagelan las mejillas al lado de las cunas, donde están con los ojos abiertos los hijos infelices... antes que   —121→   ser madre de criminales, que nacen malditos, y viven desde niños entre las congojas del hambre y la lonja del látigo silbando sobre sus cabezas, repelidos a puntapiés de las moradas ricas, donde se acercan a veces a pedir luz y calor y cariños y aliento para continuar la salvaje odisea... para no bajar nunca la dignidad y la frente, sirviendo señoras que tienen las frías crueldades y las exasperaciones inmotivadas de la histeria, perras sarnosas de las cocinas y de los patios, tratadas como heraldos siniestros de todos los desastres y arrojadas a dormir en las covachas del fondo... Ser madre así, con toda la infinita y lacrimosa ternura, para ver a los hijos más tarde tambalearse de vereda a vereda escarnecidos por la befa de la multitud cobarde o extender la mano ladrona y desazonada y marchar hacia los techos bajos de los presidios con las ropas salpicadas de sangre... Mejor es entrar, como ustedes en las regiones frías de la muerte prematura y cambiar la morbidez opulenta de las carnes pecadoras por las líneas del esqueleto rígido... A esta Luisa, que está aquí a mi derecha, la he visto muchas veces arrebatar hombres con el esplendor de sus grandes ojos oscuros y la otra,   —122→   con el contoneo del cuerpo flacucho y alto, prometer deleites inconfesables... hasta que una noche de invierno, de esas que tienen la serena y helada inmovilidad, salían del brazo con las carcajadas juveniles de jolgorio... Tosieron las dos y después con breve intervalo, sintieron en la boca un líquido salado y caliente y llegando al farol de la esquina escupieron sangre en el pañuelo de seda blanco y se miraron con la palidez del terror y a su casa volvieron en silencio y más sangre y tos áspera y raspante de esa, que lastima las entrañas y poco a poco el abandono y el frío de las estepas inhospitalarias en sus cuartos y la tez lívida en las demacraciones sombrías... Yo las he visto después en la sala del hospital, cerca las dos, tener las alegres alucinaciones de la tisis y conversar de esperanzas y dejar caer al rato la cabeza muerta sobre las almohadas y mirarse, así todavía, como se miran ahora, con los párpados abiertos y las pupilas empañadas e inmóviles...

*  *  *

Muchas razones había, para que D. Manuel de Paloche tuviera con Enrique disgustos acres y esas repetidas visitas lo molestaban sobremanera.   —123→   Él había sorprendido algunas cosas, que le tenían irritado; y así que cuando, al entrar con Clarisa a su casa, lo vio sentado en el estudio, no pudo disimular su impaciencia.

-Buenas tardes, dijo secamente. ¿Qué hace Vd. por aquí, doctor?

-Ya lo ve, D. Manuel.

-Hacía dos días que teníamos el gusto de no verlo.

-Gusto que se prolongará, señor Paloche, porque pienso hacer un largo viaje.

Clarisa se estremeció...

-Según parece, doctor, a Vd. no le agrada su profesión, dijo Paloche, que se alegraba de la noticia y dispuesto ya a ser menos violento.

-Ni me agrada ni creo en ella, contestó Enrique recio y frío.

-Le habrá dado a Vd. muchos malos ratos.

-¡Bah! La observación me ha enseñado a no tener sensaciones intelectuales.

-¿Ni entusiasmos por la misión sublime del médico? Interrumpió Paloche.

-¿Misión sublime? ¡Qué disparate! Cómo se conoce, que Vd. vive siempre en sus megalomanías. La medicina es una religión,   —124→   que no tiene apóstoles y un culto sin sacerdotes.

-¿Cómo así? Dijo Paloche poniéndose serio...

-A no ser que Vd. crea tales a los mercaderes del templo y conjeture, que son martirio las apostasías ridículas de los que huyen los furores del contagio, como turba de conejos, asaltada por una jauría de perros.

-¿Y los que quedan? ¿Y lo que arrostran la epidemia y rinden la vida noble y generosa?

-¡Oh diablos! Replicó enseguida Valverde; esos han tenido la desgracia de no huir a tiempo... a estar a lo que se dice de ellos, en los conciliábulos, donde se dilanian las mejores reputaciones y se enlodan los caracteres más caballerescos cuando no agregan, que esos pseudo-heroísmos son hijos de la vanidad de renombre.

-¡Qué infamia! Exclamó don Manuel, que empezaba a cansarse de tanta blasfemia y no podía tolerar que se mancharan así sus ídolos. ¡Qué infamia! Es necesario, señor, pensar entonces, que aún entre las personas ilustradas hay mucha maldad...

-Sin duda, porque nacen malos y agigantan con el saber y la elocuencia la perversa pasión. Y se complacen en la mentira vulgar, llenando   —125→   de muertos y de domicilios falsos las listas de enfermos, que ostentan a cada rato y llamados a consulta, dejan caer el veneno de la desconfianza en el seno de la familia atribulada y algunos son capaces de meterse en las casas a hurtadillas, a concluir la obra de la difamación maligna.

-¿Sabe Vd., señor, le dijo Paloche, irritado, que no estaría Vd. mal en el capítulo de los perversos?

-No niego, contestó fríamente Enrique. Porque al fin, en vez de ser los enfermos pobres desventurados, como suele Vd. decir, son cosas, señor Paloche y cuando mucho problemas, que sirven para establecer la superioridad de un médico sobre otro... Allí están los grandes salones de los hospitales, donde se pierde el apellido y donde se sienten todas las mudas desesperaciones del dolor, que no encuentra cariños. Allí tiritan en invierno casi sin cobijas los miembros desfallecidos y enfermos, temblando en los escalofríos húmedos... En la noche yerta imploran a veces la misericordia de un vaso de agua, tímidos y delirantes de fiebre, mientras pasa soñoliento y rezongón el sirviente y se acerca la hermana pálida y diáfana la cara del reflejo de la toca rígida y blanquísima, para hablarles   —126→   con el crucifijo de bronce ennegrecido de las glorias de la vida eterna... a ellos, que anhelan el sol y la sangre roja, que les caliente las entrañas y desean los besos y el amor de los hijos y piensan en la vieja madre que morirá en el sucucho del conventillo de dolor y de miseria... y siguen siendo problemas y sobre sus rostros mismos, se agitan las discusiones de los médicos y se irrita el amor propio de cada uno.

-¡Calumnias! Señor, gritó Paloche pálido de terror...

Hasta que una mañana, siguió Valverde con su tono glacial, amanecen estirados sobre la mesa de mármol del anfiteatro en la rígida tensión del cadáver con los párpados entreabiertos y el ojo opaco y frío, mientras la gruesa tijera de disección les divide las costillas, que crujen y el cuchillo corta el abdomen inmundo y la sierra raspa, roe y raja la calavera, que se mueve de aquí para allá con impotentes y horrendos vaivenes, mientras pueblan el ambiente las risotadas juveniles que tienen la saña del sarcasmo y la voluptuosidad brutal de la carnicería...

  —127→  

Paloche seguía retrocediendo, mientras temblaban los claroscuros de los rincones al centro y se esfumaban los contornos de los objetos y la tiniebla invadía el ambiente, con fantasmas sordos y terribles vagando y envolviendo todo en crespones impenetrables y se destacaba con siniestra y vaporosa transfiguración el rostro de Enrique. Poco a poco sus labios se habían puesto gruesos y negros en la contracción agria de la befa y las mejillas abotagadas y violáceas y el cráneo tomaban dimensiones monstruosas, chato sobre el cuello infiltrado y reventaban por todas partes los montones pálidos de gusanos en rapidísimas espirales corriendo y con llamaradas de fuego exhalaba su boca el calor de la osamenta en el hervidero de la putrefacción de sus carnes. Paloche corría perseguido por aquella horrible alucinación, que caminaba a saltos por la atmósfera y lo alcanzaba en los rincones y se deslizaba con él por las paredes negras y lo circuía implacable en su zona mefítica. Clarisa acongojada, le seguía de cerca, asegurándole que ya no había nadie en el cuarto, pero este caminaba acurrucado y dando tendidas violentas, se asomaba por encima del hombro de la hija, las pupilas revueltas y extraviadas y bajaba otra vez la cabeza entre los estertores   —128→   del terror helado, siguiendo la lúgubre carrera. Apareció al fin una luz en el fondo de la casa que avanzaba lentamente con el sigilo esquivo de las apariciones y empezó a iluminarse una figura de luto altísima con las mejillas excavadas y llenas de sombras, los ojos fijos de vidrio y la espalda cubierta de la toca gris de la enmarañada cabellera y seguía dibujándose cada vez más cerca, hasta que resplandeció en la tiniebla del cuarto, con todas las afonías del dolor imbécil la efigie macilenta y muda de la madre. Clarisa la abrazó temblando, la arrastró cerca del padre, que estaba todavía en cuclillas en un rincón y se vio entonces serenarse a D. Manuel de Paloche y a las arrugas del terror, sucederle en la cara las amargas tonalidades del desprecio. Besó a la melancólica y desventurada sonámbula, peregrina de la noche inconsciente del espíritu y lejos puso la mano amplia y rígida, que se acható sobre el pecho de la niña, que con la cabeza agachada empezó a caminar lentísima hacia su dormitorio...

*  *  *

Algunos días después de este suceso, una noche fría de esas, que a fin de otoño, ya tienen   —129→   todas las ásperas crudezas del invierno encogido y tiritante, en el silencio de aquel barrio solitario, iluminado apenas por la difusa claridad mortecina de los faroles de las bocacalles, una de esas noches, que se sueñan, para los comedores virtuosos, en que el caño de la estufa resopla apurado y sacudido por la llamarada, que se levanta de la hoguera, se sintieron sonar en el estudio de Paloche los chasquidos de la bofetada seca y se oían rumores de pasos precipitados, que se arrastraran con violencia sobre la alfombra. De los postigos entreabiertos, saltaba a la calle un chorro de luz y en ese resplandor, se dibujaban a cada rato dos sombras con encogimientos y saltos de tigres y se veía la zona larga de los brazos extenderse y contraerse con rumores de golpes de mazas y pasar enredados los bultos en un remolino vertiginoso y se sentía afuera el tan, tan, tan de los cuerpos retrocediendo lejos en las embestidas feroces... De repente, en la luz oblicua, se vio dibujarse en el suelo los contornos lóbregos de un cráneo altísimo y los arcos de las costillas, con sus curvas oscuras inclinadas adelante en rápida y temblorosa carrera, mientras saltaban por la otra ventana las manchas tenebrosas de las órbitas funerarias del otro cráneo, que   —130→   se movía sobre la línea de las vértebras como un péndulo enloquecido y maldito. Desaparecieron18 enseguida y mientras la luz volvía a extenderse tranquila y a iluminar el colchón de polvo de la calle, sintiose un crujido, como de fracturas de huesos largos, que se hubieran hecho añicos con horrísono y prolongado castañeteo y el rumor de mil pedazos azotándose en el ambiente en todas direcciones, quebrados y pulverulentos los revoques y retumbando las figuras de cera desvencijadas en el piso y entre la polvareda de las viejas alfombras sacudidas, el ruido de los dos cráneos fofos rodando y sonando lúgubres por el pavimento. Hubo entonces un grito como un largo lamento de dolor. Parecía en el silencio tenebroso de la calle, como la protesta contra aquella lucha sacrílega, como si hubieran derramado lágrimas las órbitas de aquellos dos espectros mudos y los pulmones se hubieran despedazado en el supremo sollozo de la muerte y anduvieran pupilas por allí apagadas y frías, mirando la escena macabra y de los cráneos doloridos en los choques sucesivos, vibraran satánicas sinfonías. Eran como estampidos de inteligencias, que estallaran en aquel salvaje y último martirio y brincos de corazones petrificados por el granito, que   —131→   las congojas fijan en sus fibras cada minuto, mientras llegan todavía los ecos desfallecientes y moribundos de las algazaras hilarantes de la orgía bulliciosa, frenética de danzas y besos... ¡Dulces criaturas, amables pecadoras de la noche, flores de luto de los ciénagos oscuros! Acaso los átomos de vuestro cuerpo hayan volado a dar vida a los pétalos de las rosas de mayo en las primaveras de otros continentes y las camelias, que adornen el traje blanco de alguna novia, le cuenten al oído la balada sombría de vuestra vida... mientras los cráneos con su mueca inmóvil, miran a un lado y otro el rostro herido de D. Manuel de Paloche y el facineroso Valverde cruza la luz oblicua, que sale de las ventanas arrastrando de la cintura a Clarisa y la madre acurrucada en un rincón, solloza la desventura del hogar deshonrado y se oye lejos, lejos el ruido del carro de basura, que va llegando despacio a recoger en la madrugada las astillas del esqueleto blanco, para que tengan en el osario el descanso eterno y la paz infinita de las cosas muertas...



  —133→  

ArribaAbajo- X -

Genaro enfermo


Esa tarde fría de junio, llegó al conventillo Genaro, acompañado de Santa y mientras le conversaba con dulces palabras, como siempre, entró la madre acongojada. Lo abrazó, retrocediendo enseguida, porque el joven sintió un crac doloroso, como si se le hubiera roto un hueso.

¿Qué hay? Hijo mio, preguntó Teresa.

Nada, mamá, aquí en el hombro... me parece que la eslilla no anda bien...

¿Llamaremos un médico?

Bueno... ya veo, contestó Genaro, que esto es algo más de lo que yo creía...

Santa, corre pronto y trae el primero que encuentres.

No, mamá... mejor es que vayas vos... dejala a Santa aquí, dijo Genaro, como si tuviese   —134→   miedo de pensar, que la hermana iba a salir sola y podía sorprenderla la noche.

*  *  *

Estuvieron un gran rato solos. Genaro la miraba contento y le conversaba todos los episodios que habían sucedido en ese tiempo de la enfermedad de Méndez.

Casi estaba alegre de aquello, porque le permitiría estarse unos días con su familia, así hablando y jugando con la hermana y acordándose de cuando eran más chicos y el padre los llevaba a pasear por la ciudad cerca del río.

¿Te acuerdas Santa, cuando yo bajaba a las toscas, decía Genaro y me arremangaba los pantalones hasta la rodilla y entraba al agua, lejos, lejos como si quisiera alcanzar los botes y tú entonces me llamabas y te ponías a llorar?

Mamá siempre dice, que tú eras muy travieso, Genaro, y que ahora ya no sos como antes.

Es cierto: a veces me miro en la cabeza tantas cicatrices, que me quedan de las peleas con los muchachos. ¡Oh! Qué vida aquella, Santa, que parece que a uno le andan hormigas   —135→   y corre y salta por la calle y mira a todas partes como si tuviera una tormenta adentro y se pelea y se ensangrenta la cara por cualquier sonsera y se corre en pandillas, haciendo barullo y rompiendo a pedradas los faroles de las esquinas; pero después que tata murió, ya tenía catorce años y me dijo que tú ibas a ser mi hija, me entró una cosa seria y me puse a trabajar con don Carlos, que era tan bravo y áspero entonces. Él tenía veinticuatro años y parecía un viejo de setenta.

Yo me acuerdo, Genaro, que me daba miedo andar con vos por la calle.

Entonces yo era muy ladino y me trenzaba a cachetadas y a tajos con una cortapluma vieja, que parecía un serrucho con cualquier muchacho que te mirase fuerte -porque a veces son muy burlones y atrevidos y a las chicas no las dejan quietas.

Qué susto tuvo mamá, aquella vez que entraron los serenos a buscarte, añadió Santa.

Oh, ya me acuerdo, contestó Genaro, riéndose y se comprimió19 el hombro con una contracción de dolor.

Los fragmentos de la clavícula habían crujido.

Me acuerdo, siguió Genaro al rato... Era porque el alcalde nos apaleaba a cada momento,   —136→   porque le matábamos los teros del patio y nosotros le teníamos rabia y cuando uno está así, mejor es vengarse de una vez... Entonces había unos hombres, que según decían, eran enemigos del gobierno y nos dijeron que ningún argentino debía dejarse pegar... y una noche de lluvia y barro, que Dios lo mandaba, caminaba el alcalde medio encogido, como si fuera a robar. Lo enlazamos y empezamos como veinte a cinchar y lo tiramos al charco de la calle y eran unos refregones en la arrastrada aquella y unos aullidos, como cuando le sientan una pedrada en el lomo a un perro flaco.

Así llegabas también a casa a veces todo rotoso y sucio, dijo Santa.

Porque los muchachos andan a gusto entre los barriales y se ponen como locos y gritan de contento cuando están metidos en las lagunas hasta la cintura.

¿Te acuerdas del hijo de Rosa, la vecina, que se ahogó en uno de los charcos? Dijo Santa, como con tristeza...

Porque así son, Santa... Adonde hay peligro entran y son capaces de subirse a la puntita de un álamo a robar un nido por dos reales y cuando disparan hay que verlos... cualquiera dice que es de miedo y no es así...

  —137→  

Corren por los callejones y les golpean la boca a carcajadas a los hombres y les arman una guerrilla del diablo a cascotazos.

Cómo me gusta conversar con vos, Genaro, interrumpió Santa, dándole un beso y mirándolo con admiración, como si comprendiera que era su amparo...

Y a mí también... y estas cosas de los chicos me dan alegría... y después a uno ya le parece imposible que haya sido de ese modo... porque donde hay un barullo, allí van todos corriendo y marchan con los músicos siempre adelante mirando con envidia los fusiles de los soldados y se juntan sin hablarse antes en que parte, como esos pájaros, que andan sueltos y de repente vuelan derecho, como si sintieran de lejos la gritería de la bandada... Pero mirá en algunas cosas, se parecen a los chacareros, que siembran la tierra... porque para cada mes, según me cuenta el hijo de Paloche, hay sus semillas y ellos son así para sus juegos. Remontan barriletes todos a un tiempo y después parece que se aburren y se cansan de lo mismo. Juegan al rescate y a la rayuela y después viene la moda, como dicen ustedes del trompo y de otras diversiones y están siempre como enojados pensando alguna diablura para pasar el día...

  —138→  

Mientras nosotras, dijo Santa, nos estamos con la costura en la falda y hacemos andar la máquina el día entero.

Cuando son grandes, como vos, sí, interrumpió Genaro... pero antes peinan y miran las muñecas rubias y les conversan muchas cosas y las ponen al sol, para que se calienten en invierno y las acuestan con ustedes, haciéndolas dormir con sus cantos. ¿Te acuerdas, cuando yo me sentaba al lado tuyo y me obligabas a tocar la guitarra y cantar décimas para hacerlas dormir?

Tú tocas la guitarra siempre en lo de D. Carlos y nosotros te oímos desde aquí...

Eso no lo puedo dejar... Todas las noches... y la he adornado con cintas azules y yo no sé si será una barbaridad, que voy a decir pero yo la quiero, como si fuera otra hermana, que yo tuviese y sé todas las canciones del barrio y a veces me siento a tomar mate con los gauchos, bajo las carretas de noche al lado de la fogata y les aprendo todo lo que cantan.

Genaro se calló un rato mirándola. Enseguida su abierto y simpático semblante se puso oscuro con una expresión de odio y de pena.

¿Quién te regaló ese moño de seda, que te has puesto en la cabeza?

Pero ¿ya no te acuerdas, Genaro? Vos mismo, el día de mi santo.

  —139→  

Pero cómo no. Sí. Ya me acuerdo, contestó Genaro, serenándose. Y ese día le dimos a la bordona un gran rato... y a ver... ¿A que no sabes el cuento, que acompañé cantando esa noche?

Ya lo creo que lo sé.

A ver, decilo...

*  *  *

Santa tenía doce años, los ojos azules, la tez y el perfil bellísimos, nítido y rosado el color. Se destacaba en el marco de su cabello oscuro el moño de seda, -delgada y alta, en su traje largo de percal.

Esperate, dijo Santa. Era una linda mujer que tenía la cara de seda y los ojos como el mar...

¿Tú sabes, qué color tiene el mar? Preguntó Genaro.

No sé. Nunca lo he visto.

Tata me lo ha dicho muchas veces... el color del campo, cuando anochece y decía, que cuando está quieto, tiembla por arriba el agua como los pastos en el viento. Y después, ¿que sigue Santa?

Tenía una casa muy grande de piedra, alumbrada por farolitos de papel.

Bueno. ¿Y qué más?

  —140→  

Y había un mago con una capa de terciopelo negro con estrellas y un par de alas grandes de murciélago. La niña tuvo miedo y le pidió, que al cielo con Dios se la llevara y después ya no me acuerdo.

El mago la alzó sobre las alas, siguió Genaro y llegaron de noche.

Sí, interrumpió Santa. Ahora sí sé. Pero las estrellas los miraban y no los dejaban pasar. Si me dejas ir hasta el cielo, yo te doy mi vida, estrellita, le dijo la mujer llorando.

No, porque vienes con el hombre malo. Persinate, contestaron...

La niña se hizo el nombre del Padre y el mago se deshizo en la oscuridad y ella se cayó rodando, pero las estrellas a millones, alumbraron sus largos vestidos de tules y la acostaron atravesada en el cielo estirada y salpicada de brillantes, donde duerme siempre en el silencio de la noche...

*  *  *

Teresa entraba al20 concluirse el cuento, seguida del Dr. Valverde, que estuvo un rato, mirando a Santa. La cara de Genaro tembló y cuando el médico se acercó a preguntarle qué tenía, contestó recio y violento:

Nada, señor...

  —141→  

¿Cómo nada? Me han dicho que te has roto la clavícula.

No es cierto.

Tu madre lo ha dicho...

No es cierto, le repito.

De manera que no tengo nada que hacer aquí.

Nada.

Pues se necesita audacia, para incomodarlo a uno de esta manera.

Yo no lo he mandado buscar a Vd.

Pero es tu madre...

Bueno: últimamente, saltó Genaro levantándose con ímpetu... ¿cuánto se le debe?

Valverde se mordió los labios y contrajo todos los músculos de su fría cara y se retiró envolviendo a Santa en una mirada procaz y cínica. La niña tembló...

*  *  *

¿Por qué eres así con el doctor? Preguntó la madre.

¿Por qué? No quiero deberle nada a ese hombre... ¿entiendes? Rugió Genaro, porque lo odio. Mañana vas a pagarle la visita, ¿entiendes?

¿Y qué hacemos ahora Genaro?

Dile a D. Manuel de Paloche que venga.

  —142→  

La madre salió, volviendo al rato con el curandero y especialista en fracturas cuya voz venía oyéndose desde lejos.

A ver, Genaro, dijo D. Manuel.

Aquí está... este hueso señor Paloche.

D. Manuel cortó la manga de la camisa y tanteó con su mano derecha la clavícula. Hizo una mueca...

¡Hum! Dijo, fractura... masaje suave, emplasto y vendas.

Y procedió. El pobre Genaro sudaba debajo de la mano del curandero que iba y venía lentamente sobre los fragmentos.

Aguántate, Genaro, estoy haciendo la coaptación, murmuró Paloche...

Pero al rato se detuvo, porque lo vio palidecer de dolor, mientras con voz irritada le decía el joven que cesara.

No me extraña, exclamó Paloche... Siempre hay incrédulos, para estas maravillosas invenciones.

Enseguida hizo traer un brasero y en un gran cucharón puso pez y minio hasta que hirvió todo y sobre una badana cuadrada lo derramó, extendiéndolo con un cuchillo. Una vez enfriado el emplasto, lo colocó sobre el sitio de la fractura y puso el brazo de Genaro en   —143→   cabestrillo, sujetándolo al tórax y al hombro con una larga venda...

Ya está, Genaro, treinta días de inmovilidad.

Pero D. Manuel, contestó Genaro, me ha quedado mucho dolor en la rotura.

Oh eso no es nada. Son los efectos premonitorios del masaje, que exacerban las puntas del hueso y apresuran la cicatrización.

Sí señor, contestó el joven sin entender una palabra. Muchas gracias...

Y otra vez Genaro, es necesario tener más fe en los hombres de ciencia. Siento, que el Dr. Méndez esté enfermo porque este sería caso de consulta, y dio vuelta D. Manuel tranquilo y satisfecho y Genaro oyó que le decía a la madre: posibles complicaciones... vértice del pulmón...

*  *  *

Méndez, que supo lo sucedido con Paloche, llegó esa noche, apoyado en un bastón, envuelta la cabeza en un pañuelo de seda y después de haber arreglado aquel pobre brazo, le preguntó a Genaro cómo habíale sucedido eso.

Fue así, señor... que el doradillo se desbocó y se tiró derechito contra la niña Dolores.

¡Eh! ¡Bárbaro! No puede ser. ¿Qué estás diciendo, Genaro?

  —144→  

Lo que oye, D. Carlos... pero yo largué una rienda y con la otra en las dos manos, lo quebré en la boca y lo saqué lejos, muy lejos...

¿Y ella? Preguntó con empeño el médico.

Nada, patrón, un buen susto y me hizo sentar en el jardín y estuvo conversando un rato, tan buena ella, que parecía un ángel... Y ya me olvidé de todo, hasta que me enfrié y entonces me apercibí que no podía mover el brazo... ¡También yo creo que nadie que converse con ella se ha de ir sin quedar prendado!

¿Estuviste allí mucho tiempo? Preguntó Méndez como distraído.

No sé cuánto, patrón -pero los minutos se fueron pronto, porque yo le estuve contando el cuento de la niña Isabel y D. Pedro.

¿Tú le has contado la leyenda?

La que, patrón... Eso que la señora leyó una noche en su cuarto, fue lo que le dije, y había de ver, cómo se ponía ella de todos colores y cómo sufría con las tristezas de la niña Isabel, hasta que vino lo de los muchachos, que gritaban en los patios del castillo y entonces fue un coloquio, D. Carlos, porque se le puso la cara serena y los ojos con luz de alegría y me repetía muy risueña y contenta   —145→   a cada rato que le dijese los consejos que le dio su mamá.

¿Y? ¿Contestó Méndez, vos le contaste eso? ¿Por qué no? ¿Y qué malos consejos le podía dar la señora, que habla siempre con palabras de Santa?

Supongo que allí se habrá concluido el diálogo, dijo el médico con inquietud.

Pero que, patrón, si yo estaba como borracho del golpe y como con un deseo de hablar de todo y me fui no más en la conversación más ligero, que un reloj a quien se le rompe la cuerda y cuando le hablé de que Vd. me había pedido el collar y el relicario...

¿Qué te dijo? Interrumpió Méndez sin poderse contener.

No, no me dijo nada, D. Carlos; de juro que no podía hablar en ese momento -porque le temblaban los labios y el cuerpo y le blanquearon los ojos como si se fuera a desmayar... Pero después de su dictamen, me ofreció, que me quedase y que me iba a hacer curar y qué sé yo cuántas otras cosas lindas me dijo, que ya el servicio que yo le había hecho, no valía dos reales. -¡Qué lástima, D. Carlos, que yo no pueda tocar la guitarra.

No, Genaro, eso no debes ni intentarlo siquiera... contestó Méndez enternecido.

  —146→  

Porque le aseguro, patrón, que esas bondades me hacen entrar en calor el corazón; y le había de componer a la niña Dolores unas décimas, más lindas que el cielo.

Gracias, Genaro.

*  *  *

Él había dicho: gracias. ¿Por qué? ¿Acaso las sombras que lo conducían esa noche a su casa, enflaquecido y débil, estaban llenas del viejo mundo de amor, que no había muerto y aquel pobre muchacho había penetrado en su espíritu con la ingenua bondad y había arrancado el crespón, con que él había cubierto la memoria de Dolores del Río? Ella caminaba con él con los grandes ojos iluminando el sendero, y sentía las hebras de su larga y negra cabellera rozarle el rostro -ella misma con su hermosa efigie de mármol... Había adquirido fuerzas. Se apoyaba en aquel brazo mórbido; y miraba su mano blanca extendida sobre el traje de seda oscura, embriagado y estático en aquella contemplación... Dos años habían pasado, desde la noche del baile, sin alegrías preparando en su vida solitaria en aquel abismo de la eterna cavilación, la última hora irreparable... y ella había perdonado,   —147→   porque le temblaban los labios y el corazón, cuando Genaro le conversó de aquellos recuerdos... Hubieran sido preferibles todos los martirios, antes que aquella honda cosa vacía del tedio. Era mejor, aunque fuese de lejos conservarla consigo para lastimarla a cada rato y maldecirla... y después él se miró en el espíritu y encontró que ella se había ido para siempre, al rato, al día siguiente, porque esos ángeles frágiles y buenos tienen miedo de morir en las criptas oscuras del rencor y del odio y extienden las alas y vuelan lejos, besándonos la frente a pesar de todo. Si se fueran solas y nos dejaran siquiera el recuerdo de la luz de sus ojos y el timbre de la voz argentina o algún fragmento del amable espíritu... para tener algo en que pensar... pero no... Se llevan todo y cuando estamos solos y agachamos la cabeza para escribir, no las encontramos ya, ni ruedan más con la pluma como antes, entre los negros rasgos. Tal vez no son ellas, que se van. Es el orgullo, que pulveriza esos mundos diamantinos y las animadas estatuas, enamoradas de aquellos fulgores, para quedarse solo, sombrío y gigantesco, señor... Después pasa el tiempo. La sangre cae como una gran ría mansa y se detiene sobre el arenal desierto y lo fecunda y las   —148→   lágrimas de las madres son la fuente del rocío fresco; y crecen las yerbas y reaparecen cantando las angelicales criaturas. ¡Cómo lo acompañaba Dolores esa noche, susurrando las dulces palabras del amor y de la esperanza, mientras él se acercaba a la mancha oscura de su casa de altos y veía de lejos brillar la luz en su dormitorio!

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Cuando entró, estaba la vieja sentada a los pies de la cama, leyendo el libro con tapa de pergamino, corroído en sus bordes, lleno de viejos cuentos... el volumen de la leyenda.

¿Qué libro es? Preguntó Carlos.

Un libro que tiene cien años, contestó la madre, inútil por consiguiente...

Bueno, viejita, dijo el médico dándole un beso. No vas a ser irónica esta noche. Escúchame, y se acercó al oído de ella y le dijo cosas, que la hicieron estremecer de alegría...

Iré sí, exclamó la madre, mañana si tú quieres, yo le pediré para ti su mano.

Una hora más tarde, Catalina llegaba de su cuarto con una vela, hasta la cama del hijo, que dormía tranquilo. La luz iluminaba su   —149→   rostro y la blancura de su cabello y se estuvo un gran rato, con la cabeza inclinada mirándolo y poco a poco acercó sus labios y lo besó apenas en la frente, cubierta del negro pañuelo de seda...



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