Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  -[216]-     -217-  
ArribaAbajo

Capítulo II

Donde se trata de lo estrafalario y poco puesto en razón de un discurso que pronunció D. Manuel de Paloche en la Sociedad de Artes y Letras


Sus miembros estaban sentados con solemne gravedad. Resolvían problemas importantes. Era necesario saber en qué país estábamos y luchar contra los que contaminaban el idioma, en momentos en que pasaban en camillas al lado de las ventanas del edificio los heridos de bala y de puñal. Allí nadie asomó la cabeza. Llenos de discreta parsimonia escuchaban la voz de un orador castizo. Felizmente los estatutos de la secta establecían   -218-   que sufrir por los dolores de la patria significaba salir fuera de las regiones serenas del arte. Luego eso permitía conservar la augusta majestad de los seres superiores. Al entrar los dos fugitivos, los asociados saludaron. Algunos catecúmenos atildados y barbilampiños osaron sonreírse por la metamorfosis de D. Manuel, no sin recibir algunas miradas fulmíneas del Gran Rabino. La verdad es que el edificio no correspondía a la importancia de esos personajes. Era de un solo piso, de techo bajo y pavimento de baldosa. Arriba, la teja curva y oscura entre cuyos intersticios crece la yerba, abajo el patio de ladrillo lleno de verdín. Toda ella está cubierta de un reboque prehistórico y en el patio se levanta una higuera y un enorme cactus. Era una casa, si se quiere, un poco colonial. Las ventanas estaban defendidas por gruesas rejas y el marco de la puerta era curvo en su   -219-   parte superior. Dos matas de pasto amarillento asomaban sus briznas entre la pared y el marco. El orador castizo hablaba con olímpicas altisonancias y a estar a la crónica, la memorable sesión había empezado con el Himno. En momentos en que D. Manuel se sentaba, decía:

-Es preciso ir a la lucha. El idioma está pervertido. Se debe guardar como en un templo y defenderlo contra la deturpación. ¡Atrás el vocablo italiano! Es corruptor. ¡Atrás el chiste francés! ¡Fuera el período breve! ¿Quién ha dicho que las cosas deben decirse en el menor tiempo posible y oscurecer la grandilocuencia de la nativa lengua? ¡Réprobos! ¡Por Cervantes y Garcilaso! Es necesario rechazar los modismos y las palabras creadas en la tierra. ¿Cómo los revolucionarios nos van a hacer creer que el arte es turbulenta, antojadiza y licenciosa y que nuestra   -220-   naturaleza no es igual a todas las demás? No conocen el idioma, señores. Por eso inventan palabras y giros rebeldes y no saben que la disciplina es la base de todo lo grande. Son enfermos. Hay que tenerles lástima, si violar la gramática no fuera una sacrílega profanación. Además pretenden arrancar poemas a la vasta soledad, al cielo infinito, a la inquietud humana y pregonan esta cosa inicua: «la poesía está en la naturaleza», cuando fuera de la disciplina y de lo clásico no hay arte posible. Y se imaginan también que no deben corregir sus obras...

-¡Eh! ¡Catecúmeno, barbilampiño cultor de la gaya ciencia! Yo te saludo -interrumpió D. Manuel en voz alta-. ¡Porque eres enfermo del delirio de la perfección, el barroquismo te espera!

Hacía rato que quería hablar. Estaba desasosegado, crujía su silla y de no ser Herzen que lo contuvo hasta entonces,   -221-   el baile se habría deshecho mucho antes. La exclamación cruzó la sala, silbando como un latigazo y rompió el embeleso de esos solemnes hechizados. Quedaron con la boca abierta, inmóviles y estupefactos y mientras fruncían el ceño, agitó el rabino la campanilla y sobre la clásica sinagoga, pasaba temblando de risa y de sarcasmo la palabra de Paloche.

-Vamos a cuentas -repetía D. Manuel-. Voy a hacer mi diagnóstico. Ustedes son casos de hermafrodisia intelectual aguda.

-Nos insulta -gritaron varias voces a la vez-. ¡Que deje la palabra! ¡Que se vaya! ¡Que se vaya!

Se había apoderado de D. Manuel el fuego sagrado de la oratoria. En medio del tumulto se oía su voz vigorosa.

-¡Hablaré quand meme! ¡Sapristi! -gritó.

Por todas partes se levantó un doliente clamoreo.

  -222-  

-¡Horror! ¡La Galia! -exclamó el rabino-. ¡Ha profanado al templo!

-¡Horror! -repitieron los catecúmenos.

D. Manuel estaba de pie. Reía como un loco, moviendo aquí y allá el único faldón de su levita verde aceituna salvado en la refriega. Había doblado hacia atrás un poco su cabeza, mientras la pera rubia latía sobre el esternón.

-Quiero hablar -agregó Paloche-, y les prevengo que veinte mil personas, que han cesado hace rato de ser aborígenes, están diseminados en la ciudad para defender mi vida. Quos ego!... -replicó extendiendo el índice hacia el gran rabino.

Éste quedó hasta el presente con la campanilla en el aire, mientras los socios se entregaban al delicioso arcano del más clásico silencio. D. Manuel no se detuvo.

-¿Arte? -preguntó-. ¿Ustedes, qué saben de arte? Han reducido ese glorioso instinto   -223-   a proporciones liliputienses. Le han roto el ímpetu y le han extenuado el vigor bravío. Han transformado al águila en pavo real. Lo han evirado. Han hecho del arte una mistificación. ¿O quieren modificar la obra de Dios que ha establecido que se precisa el espermatozoario? No le permiten que vea, ni que oiga, ni que palpe. La naturaleza ha muerto para ustedes y sus soberbias magnificencias que cantan el poema sinfónico de la belleza universal. Ninguna retina las ve, ningún oído las recoge. Vamos a cuentas. Ahí está la aurora. Lleno de luz el mundo, abre su gigantesca pupila. Saltan los contornos, tienen relieve las cosas. Las praderas huelen a pasto; los mares huelen a sal y la montaña preñada de granitos y de metales, sombría de selvas, huele a lo lejos a pólenes virginales, bálsamos llenos de humedad sabrosa. ¡Vamos! Los partos de la naturaleza tienen su amnios, la mirra que envuelve al parir humano. ¡Poetas!   -224-   Enormes los muslos blancos y mórbidos se han abierto para la procreación. ¡Venga la cítara, pues! ¡Que sea una orquesta! ¡Que haya suspiros y gemidos! El abrazo cruje, chocan los vientres unidos y los átomos danzan en las bodas del universo. La luz alumbra los connubios y los colores se fijan en el gran prisma de la naturaleza, desde el rayo de oro vívido del sol naciente que hiere los ojos, hasta la incierta vaguedad del claroscuro. ¡Poetas! Métanle al plectro y digan cómo las praderas se apoderan del verde, cómo los mares usan y abusan en el eterno balanceo de la policromía del iris y cómo el cielo tiene aguas cristalinas de zafiros y ópalo. Escriban el color fresco, suave, lleno de blandas morbideces que tiene el terciopelo de las flores y las hinchazones vigorosas, ásperas y húmedas de la corteza y de las raíces desnudas y preñadas de licores lascivos, arrancados al humus. Hagan   -225-   la revolución dentro de la naturaleza. ¡El país está cansado de vuestras auroras decadentes, escritas con los colores muertos de los papeles de forro de las pinturerías! ¡Autores a peso el plato! ¡Escuchen, pues! ¿Para qué tienen oídos? Digan cómo las ciudades despiertan y escuchen la lejana balumba. Escriban las notas del tableteo de los vehículos, el chirrido de las fábricas, el reboato de los trenes que disparan y desaparecen, el tañido de las campanas, que anuncian el amanecer del mundo, el resoplar de las maquinarias en movimiento y el canto matutino de los trabajadores. ¡Escuchen, pues! ¿Para qué tienen oídos? La naturaleza suena su orquesta. Escríbanla. Gorjean las aves, y plan los nidos. El bosque es un gárrulo salmista. ¡Gloria a las arpas escondidas en la espesura! ¡Fragorea el torrente, murmura el océano con su lamento interminable, un quejido infinito que muere a través   -226-   del espacio entre el zumbar de las mareas que van y vienen y llevan lejos los ayes de la criatura y traen las endechas de las olas como el espíritu humano agitadas siempre! Vamos. Han perdido el tiempo. No han escrito cómo suena la pampa, ni conocen los rimbombos de las hondonadas y de los abismos de la cordillera, ni cómo estrepita la esquina Florida y Cuyo en un día jueves a la seis de la tarde, ni cómo rechinan los guinches del puerto en su ondular pavoroso. Pero lo que saben bien es apoderarse del cetro del arte y prepararse para la inmortalidad. ¡Oh, eso sí! Solamente son dignos de ella los que comulgan con el pan ázimo de vuestros altares.

En el recinto había silencio. Nadie contestaba las invectivas de Paloche. Este se dio vuelta. Toda la cofradía de inmortales dormía profundamente. Afuera, de cuando en cuando, se oían rumores lejanos, como si fueran tropeles de gente que   -227-   huyera. D. Manuel se sonreía, apuntando con el dedo al gran rabino.

-Así son éstos, amigo Herzen -agregó Paloche-. Duermen y mientras alrededor todo crece y se agiganta, estos coquins s'en fiche y viven incrustados en su solemnidad.

Esta profanación de lo castizo hizo abrir los ojos al gran rabino. Estaban llenos de lágrimas.

-¡Horror! -exclamó-. ¡Sacrilegio! ¡Otra vez la Galia! ¡Oh!

-Sacrilegio -replicaron los inmortales entonando una elegía doliente.

Pero Paloche, poseído del numen oratorio, no cejaba.

-Duerman no más -agregó en voz alta-. El arte sano y robusto no lo entienden. Se aletargan. ¡Ah, marmotas! Si no han hecho otra cosa. Vea, amigo Herzen, lo que ha pasado y ellos no han visto. El sol está en pleno meridiano con su disco al rojo blanco en un gran ciclo azul y sin   -228-   nubes. Alumbra toda la República. Aquí no se hace más que parir. De punta a punta cruzan los gemidos de la procreación y las praderas tienen todas las lujurias germinativas bajo los rayos del sol meridiano. ¡Entendámosnos! En vez de cantar olores enervantes de alcobas pecaminosas, acuérdense de la donosura, gallardía y caracoleos de un semental en acción y canten. ¡Diablos! En las costumbres de la pampa está el poema épico cuajado de estrofas varoniles. La hacienda muge; el toro brama y atropella con el morro en el suelo; el potro huye a lo lejos con las crines al aire y patalea en la carrera frenética, mientras las yeguas enloquecidas pisotean y pulverizan los campos, derribando lo que encuentran al paso y la oveja, símbolo de la mansedumbre tímida, va caminando y roe las yerbas, llenas de perfumadas y húmedas emanaciones. En la loma solitaria, cobijado por el ombú secular, el rancho guarda la honra   -229-   de la familia en el hondo silencio. En el suelo está el lazo y las boleadoras. Es el mediodía. Los gauchos descansan su cuerpo de bronce. Han concluido la yerra. A pechadas han hecho tropa y todavía zumba el lazo vibrante en la tensión brutal, cuando retrocede el toro ante el tirón vigoroso que quiere arrastrarlo mientras a veinte pasos más lejos, el caballo arroja el encuentro adelante y cincha. ¡Canten al gaucho señor de las soledades, ese rey huraño y grande que se quiebra en la pradera domando al bagual en fuga, semidiós trigueño y tostado por el sol que calienta los pastos y exacerba el celo! El país está cansado de la estrofa afeminada. La melodía meliflua lo empalaga. Escriban la oda del macho temeraria y bárbara y graben pronto en la inmortalidad la efigie primitiva de este pueblo, antes que las razas limiten con los alambrados y la locomotora la inmane amplitud del territorio. El país no quiere poetas evirados   -230-   que escriban el encaje y la muselina. La orquídea le sabe mal. Prefiere la corteza áspera del quebracho. ¡Diablos! No contestan nada, amigo Herzen. Duermen. Mírelos.

Era cierto. La honorable sinagoga se había vuelto a dormir. D. Manuel de Paloche, españolizó algunas palabras italianas. Recién entonces sus miembros suspiraron. El gran Rabino abrió un ojo y murmuró desconsoladamente:

-¡Ahora el Latium!!

-Aprovecho el momento, amigo Herzen -agregó D. Manuel-, antes que el letargo sea más profundo. ¡Vamos, pues, inmortales! El sol meridiano, alumbra las ciudades de la República. Éstas trabajan. Están en plena metamorfosis. En lo que se refiere a techos, tenemos la pizarra; en lo que se refiere a pisos, hemos llegado al asfalto. Hay barrios enteros de elegantes palacetes de cuatro pisos para una sola familia. A ratos se bañan los argentinos.   -231-   La baldosa y el empedrado burdo de antaño se van y la vieja casa honda edificada sobre el subsuelo húmedo y mal sano, desaparecerá en definitiva. Hay muchas plazas ricas de arboledas y de sombras, no tantas como debiera haber. El sol meridiano ilumina y calienta la ciudad de los trabajadores. Bajo sus rayos, el obrero suda y crea. Todas las industrias se van perfeccionando y el taller, el escritorio y la fragua, no son escuela malsana de degeneraciones sociales. La religión del trabajo vive y se veneran todos sus corolarios de honor. Lo que falta son inmortales que escriban la biografía de esos héroes. Ellos duermen, amigo Herzen, mientras en las estancias los trabajadores llegan a lo perfecto en la selección de las razas. El comercio es vivaz y aquí se produce a cada rato un hecho que consuela bajo el punto de vista de la altivez humana. Peones y dependientes quedan así muy poco tiempo. Se emancipan en   -232-   seguida y se transforman en dueños del boliche. Por más que sea chico y sucio, es bueno que se sepa que eso es la consagración y el premio al trabajo que produce y ahorra y significa el despertar de las iniciativas escondidas en la mente de todos los altivos. No hay cómo titubear. Son los apellidos que surgen. Vaya por otros que se disponen a morir entre las sedas luisquince y los perfumes exóticos que matan la virilidad. Éstos han concluido su ciclo. Ya no hacen falta y por más esfuerzos que se haga, todo tiene su ocaso, lo que podía ser un dolor, si en esta necesidad de equilibrio en las sociedades, por un saloncito decadente transformado en sarcófago, donde dormir podría el eterno sueño alguna reina enfermiza sin sangre y sin alma, último corolario de largos siglos de neuropatías, por un saloncito así que desaparece, no surgiera el taller ruidoso o el oscuro socavón del boliche donde se escribe el poema de la mente   -233-   sana y del músculo robusto. Por lo demás, aquí se abusa del vapor. Se usa en las faenas agrícolas y en las fábricas. Todo se hace con rapidez y el tiempo apura. Es breve. Por leguas crecen los trigales y los alfalfares invitan al engorde que enriquece, mientras la locomotora cruza con su fragua de fuego, dejando hacia atrás el largo gallardete de humo y a lo lejos, en el pasado, la tropa de carretas camina al tranco como un emblema de vetustez moribunda. Marcha en la penumbra. Cerca no más la espera la noche para sepultarla en su sombra. La nación vieja yace toda ella ahí adentro y el alma colonial forma el substratum histórico lleno de heroísmos y de errores. Siquiera en su mausoleo, donde duermen los esqueletos desnudos, corre el putrílago fecundo, en cuyo limo brotan laureles para la gloria y el recuerdo. Pero nosotros, señores inmortales, llevamos desplegada la bandera del espíritu nuevo...

  -234-  

Todos los inmortales bostezaron ruidosamente ante esta entrada de D. Manuel en el porvenir. Afuera se sentían como descargas lejanas y mil rumores extraños. La ciudad no dormía, mientras en el recinto hubo un crujir de sillones. Los presentes se habían acomodado mejor con los brazos cruzados y el mentón sobre el pecho. Al rato roncaban. Solamente Herzen escuchaba a D. Manuel de Paloche con curiosidad de artista.

-Aunque ronquen, hablaré -siguió sin detenerse D. Manuel-. El sol meridiano alumbra las iniciativas del espíritu nuevo. Éste cree en la ciencia...

Los ronquidos arreciaron.

-No me interrumpan, catecúmenos -replicó Paloche-. Voy a decir por qué cree en la ciencia. Ella forma a los hombres, cuya misión es bregar por la justicia; al ingeniero que civiliza acercando a los pueblos; a los conductores de   -235-   razas; a los educadores que las ilustran; a los trabajadores que las enriquecen. Concédanle esto, pues, siquiera. No se parece a ustedes. En su templo se guarda la honra del país, como en urna de oro, mientras que aquí se vive de la prosopopeya. Después no ha causado a nuestra patria ni un solo dolor; no ha derramado ni una gota de sangre estéril; no ha sugestionado la perversidad moral, ni la demencia política, ni el extravío económico, no ha creído nunca en las híbridas o criminales panaceas de los manosantas de todas las profesiones y de todos los gremios y pone en frente de los solemnes, ¡oh inmortales! que pasean por las calles sus vanidades y que por un diagnóstico benevolente apenas resultan un punto de interrogación metido dentro de un traje, a los trabajadores pacientes y tenaces que sudan por la grandeza de la nación y a los que estudian con lágrima y las torturas de las noches   -236-   insomnes. ¡Ven, pues! El espíritu nuevo cree en la ciencia porque no es empleómana y vive del trabajo; porque conforta y alienta a los trabajadores; porque es tenaz y vigorosa; troncha y derriba los obstáculos y persigue de esta manera la perfectibilidad progresiva. Sabe que ella observa la Fe, la Esperanza y la Caridad; y por eso aconseja el vigor físico y la salud moral y condena las neurastenias y el escepticismo y execra todos los suicidios. Es además la alegría del sol, que surca el espacio y fecunda; la vanguardia de las razas, cuya misión perfecciona; hace el mayor número de felices realizando así el objetivo del estado moderno y no ha ofendido nunca las leyes de la civilización. Por eso cree en las universidades, altares para la ciencia porque el espíritu nuevo se ha apoderado de ellas. Forman la vanguardia de la nación y representan el nuevo país. Su triunfo ha producido en esta   -237-   tierra la desaparición del castillo feudal. Son el templo del espíritu nuevo. Es la resultante de la infiltración y de la influencia de todas las razas sobre la aborigen, hidalga y noble si se quiere pero enferma crónica por la ponzoña del pronunciamiento. En arquitectura, el espíritu nuevo está representado por las avenidas, en hidráulica por los puertos. En sociabilidad, significa olvido de la estirpe y permiso al humilde con condiciones para pasar adelante; agasajo al talento honesto venga de donde viniere; estimación profunda por la sinceridad y ridículo a la gazmoñería; himno a la gracia y a la belleza; saludo a la elegancia y a la fiesta brillante y culta. En agricultura y ganadería, transformación de los viejos ideales especulativos por prácticas realidades de bienestar; sustitución del heroísmo por el trabajo que no da gloria, ideal especulativo, pero que da la riqueza,   -238-   que hace a los pueblos fuertes, eternos y felices. En letras ¡oh valetudinarios! el espíritu nuevo significa absoluta libertad de pensar y sentir y necesidad de metamorfosis de forma y fondo en el idioma. Conviene no asustarse porque entre un chorro de polen americano en la vetusta y majestuosa lengua. De todos modos, con susto o sin él, ya está el polen adentro. El corolario es el idioma argentino. Exige también la existencia de prototipos intelectuales que lleven a la creación su propia idiosincrasia y piensa en el adagio, lleno de sabiduría. «Es mejor un mal original que una buena copia». En arte piensa lo mismo y dice que puede perdonar la forma exótica, pero exige alma de aquí, calentada por nuestro sol, con todas las lujurias de nuestra naturaleza, no porque no sepa que el alma universal es más amplia, sino porque está convencido que aquí hay mucha virginidad, susceptible de mucha   -239-   preñez. Es lo que alumbra el sol meridiano y ustedes no han visto. No han cantado a la naturaleza y no han hecho el poema de esta prodigiosa evolución de razas...

Al llegar aquí D. Manuel de Paloche se detuvo, se sentían tiros de fusil a lo lejos. Los inmortales despiertos saludaron al espíritu nuevo con risas de incredulidad y un enorme abrir de bocas. Bostezaban. Algunos más atrevidos gritaron:

-¡Afuera! ¡Afuera! ¡Al manicomio!

D. Manuel siguió hablando. El vértigo oratorio le arrebataba el cerebro y mientras el gran Rabino intentaba exorcisarlo con algunos pases solemnes de magnetizador, su voz vibrante y sonora se oía de nuevo atropelladamente.

-¿De razas? -se preguntó D. Manuel-. ¿Pero qué? Si ya no tienen raza. Están sometidos mientras el espíritu nuevo ha proclamado la libertad de la   -240-   ciencia y de las artes y modificado sus tendencias. Ha establecido la necesidad de la observación y del experimento. ¡Afuera la logorrea insulsa, el verso hueco y la literatura belleza! Los libros son buenos, cuando son útiles. La belleza es un esplendor efímero. Lo que educa y perfecciona sirve. Lo que conforta sirve. Pasteur es superior a Fidias y el misionero al artista. Entreguen una idea civilizadora que mejore un dolor, que haga más felices a las sociedades, que haga más fácil la vida y la prolongue; escriban con relámpagos de genio la forma práctica de llegar a la fraternidad universal, de suprimir las guerras, de hacer el pan barato y la habitación sana y habrán hecho la obra. Hagan que la palabra sea acción y que esta lleve en su entraña, aplicada a cualquier problema la quinta esencia del honor. ¡Es necesario creer en Cristo, creador de la familia humana! Es necesario creer en   -241-   los que impusieron la igualdad política y en los que tratan de nivelar las castas, en los que mejoran las pobrezas y proclaman el respeto por los niños y los débiles y la reverencia por la vejez virtuosa. Les perdonaremos que no nos den poemas, pero también debe saberse que el derecho a la inmortalidad real, no se tiene sino cuando por un credo cualquiera de civilización, el hombre es capaz de entregar al martirio la osamenta. No basta escribir, es necesario hacer y sufrir y no basta tampoco eso. Es necesario sacrificarse y mientras ustedes creen que hacen obra buena cincelando frases, la acción busca a través del mundo moderno el triunfo del bien y de la justicia.

D. Manuel parecía loco en su gesto y en su ademán. Hablaba en voz alta, en una forma violenta y torrentosa. En ese momento una descarga de fusilería más cercana azotó de aquí para allá su formidable estruendo. Los vidrios y las paredes   -242-   trepidaron, mientras de lejos se oía un sordo rodar, una zinguizarra de fragores innominados y una convulsa marcha de ruidos en todas direcciones; carreras de corceles enloquecidos y estampidos brutales de cañonazos. D. Manuel se detuvo.

-¿Saben lo que es eso? -gritó-. ¡Es la revolución! ¡Oyen! ¡Es la noche nacional! Es el triunfo momentáneo de los ideales aborígenes sobre el espíritu nuevo. ¡Es la noche nacional! Los culpables son ustedes, que viven alejados de la vida pública. Viven en las regiones serenas del arte, mientras otros contemplan indiferentes los destinos del país. Así es como no se impone a los gobernantes la honradez y no se enseña a los partidos que sin la transacción no se hace grandeza. ¡Vamos! La enfermedad aborigen de la facundia abundosa triunfa otra vez. Ésta es la obra de los oradores altisonantes. El espíritu nuevo tal   -243-   vez aconsejara el trabajo y la fraternidad.

La voz de Paloche se había hecho estentórea y había anatemas en sus graves tonalidades. Una manifestación pasó al lado de la casa, una turba tumultuaria armada de puñal y de fusiles. Gritaban:

-¡Viva la revolución! ¡Viva Desiderio! ¡Abajo el ejército! ¡Muera el gobierno!

D. Manuel de Paloche se agitaba en el salón como un endemoniado. Su cara era lívida y su mirada oblicua. Se lanzó a las ventanas sacudiendo con furor los barrotes de hierro, mientras los inmortales, cansados de hacer la conspiración y el vacío del silencio, se escurrían unos tras otros en la tiniebla de la noche.

-¡Fratricidas todos! ¡Gobierno insuficiente! ¡No se bañan, amigo Herzen! -dijo D. Manuel, mientras la turba no concluía de pasar-. ¡Fratricidas! ¡Están manchando la bandera! ¡Arrastran por el suelo a la nación! ¡Vilipendian su historia! ¡Vamos, víboras! ¡Están locos por exterminar!   -244-   ¡Marchan arrebatados por el ajenjo y tienen la noche conturbada de los homicidas! ¡Eh! ¡Eh! ¡El gran pueblo! Se va a destripar en las calles. ¡En la mitad del cerebro tiene la civilización, en la otra mitad la barbarie! ¡Todos, gobierno y pueblo pasan al lado de los monumentos y los escupen! ¡Y al lado de los hogares! ¡Mejor es que nadie tenga hermanas! ¡Y al lado de los templos, de donde el buen Dios ya se ha llevado imágenes, oros y pudor! ¡La ciudad está llena de sombras infames! ¡Una cohorte de rameras, tiradas sobre el pavimento con sus desnudeces abiertas al cielo de la noche, se revuelca en el abrazo de los ladrones y en el beso lascivo de los tahures noctámbulos! ¡Tus hijos, noble ciudad, han ahuyentado a la virtud! Los hombres heridos en el combate de las calles, blasfeman y los niños con el vientre partido, blasfeman. ¡Ah madres! ¡Madres! Envueltas en vuestros rebozos ya andan como   -245-   duendes entre los fogonazos y el humo de la lucha inclinándose sobre los caídos. Les miran la cara y la mano suavemente te colocan sobre el corazón. Después, de rodillas, al lado de los muertos, lloran con un sollozo larguísimo, con una lastimera nenia que no se acaba nunca... ¡Ah! ¡Ah! ¡El pueblo de Mayo, la vanguardia de la civilización de América! ¡No sabe que hay madres, no sabe que hay Dios! ¡Señores delegados del mundo, heraldos del espíritu nuevo que manda que se viva y que se llegue a longevos y que dice que la patria es la madre amorosa del corazón humano, que es necesario acariciar con ternuras de fuertes y sensateces de hombres inteligentes y cristianos; señores heraldos del espíritu nuevo, cultores de la religión del perdón, dejad pasar a éstos que quieren ser civilizadores de América! ¡Cancha! ¡Se van a destripar en las calles! Es el destino. La mitad del país busca la grandeza a través   -246-   del trabajo y la otra mitad lo vuelve hacia el pasado a través de la guerra civil...

Cerca estalla una descarga. Las balas entran y el reboque en pedazos se desparrama por todas partes, mientras D. Manuel, arrastrado por Herzen, se aleja de aquella casa vociferando y se pierde en el tumulto...



  -247-  
ArribaAbajo

Capítulo III

Desiderio


Desiderio, con la galera echada atrás y envuelto en su poncho vicuña de largo fleco, lleva a la muchedumbre a la pelea. Está pálido y flaco; pero su voz caliente enardece y agita. Cruza los treinta años. De rostro enjuto y pómulos salientes tiene color moreno y ojo grande y vivísimo. Alta la persona. Sus movimientos rápidos. Alma vibrante con energías hasta el heroísmo y generosidades hasta la miseria suya; por eso su mansión de rico heredero se transformó en tugurio.   -248-   Un batallador con capacidad moral para el martirio. Su casa es de todos y a su mesa se sientan los pobres; sus dineros son de los demás; sus ropas visten, en los inviernos sin sol, carnes de miserables. Actitud y gesto de apóstol y palabra de iluminado; poeta, cuya oración suena con algo de la tristeza del salmo; corazón melancólico desgarrado por alguna herencia dolorosa; algo de Cristo el gran compasivo y de Saint Just, el gran vengador; un ingenuo de recia voluntad y convencido de su divina misión en este país. Con la misma mano con que acaricia el rostro del oprimido aferra el rémington homicida. Siempre hay al frente déspotas que oprimen y deshonestos que prevarican. Ha vivido en esta bárbara brega demasiado pronto, en la brecha, el primero en la pelea y el último en la retirada, sin una cobardía jamás, sin un retroceso y sin una desviación, arrojando su persona en el peligro   -249-   audazmente, como los antiguos caballeros... Por eso su pera y sus cabellos tienen canas. Duerme poco. Es un enfermo de insomnio. Alrededor de su cuarto, en la sombra de la noche alta, vagan los fantasmas de los desheredados que no tienen pan, ni techo, ni libertad, el espectro de los asesinados, las larvas misérrimas de los hijos sin padre y vaga también el clamoreo de los que gimen en la ergástula política y llega el aullido de los que están en el destierro, enfermos de pobrezas y de nostalgias. Después una cohorte de despojados que lamentan sus ahorros honestos desaparecidos en las dádivas tenebrosas a los leones de los gobiernos; familias enteras que se echan desnudas fuera de sus casas; las fortunas asechadas por buitres carniceros y la persona de la patria, por todas las violaciones de la ley, enferma y moribunda. Los que mandan viven en la orgía. Su hogar es el prostíbulo; sus mujeres   -250-   hetairas vestidas de raso, que arrojan sobre sus carnes el champagne a chorros. No respetan los dolores de los demás, ni tienen reverencias por las miserias que ellos produjeron con el peculado y el robo. Ya no hay bancos de estado. Los depósitos desaparecieron. Una turba de trabajadores honestos han atropellado sus puertas para pedir lo que es de ellos; pero los soldados los han golpeado con la culata de los fusiles y han hecho fuego. Entonces, repelidos a sus hogares, ante el espectáculo de la familia expuesta al frío y al hambre, acariciaron el odio. Al lado de ellos otros que querían la riqueza rápida y jugaban, vieron desmoronarse en un momento todo el castillo de naipes y desaparecer la alegre fantasmagoría. Así creyeron que la ruina se producía por los latrocinios de los gobiernos y retirados a sus casas acariciaron el odio. Todo disminuyó de valor. Las fortunas quedaron reducidas   -251-   a su cuarta parte; el comercio cesó casi; las industrias detuvieron sus máquinas y los obreros, arrojados en pandillas, por las calles y plazas, escasos de pan y de carne, creyeron en la injusticia humana y en la infamia de los gobiernos y acariciaron el odio. Las universidades se sintieron humilladas. El decoro nacional estaba muerto y las glorias ultrajadas. El sufragio era un sarcasmo. La república había perdido su alma política, amplia y generosa. Eran oligarcas sus hombres de gobierno. En las provincias, a cada rato, se siente el bofetón de la mano enguantada. Es una rebelión que derriba un estado; es un motín que arroja sobre la ley al cuartel con su tufo malsano. Entonces las universidades se retiran a sus casas y acarician el odio. Sus jóvenes con el alma henchida de las antiguas gestas y de varoniles reverencias por aquellas virtudes, caminan aquí como en tierra   -252-   extraña. El calabozo puede abrir de un momento a otro su obscura boca y el cubil inmundo de un presidio cualquiera o el destierro los espera tal vez con sus tristes soledades. Entonces fue que de punta a punta se dilató el rencor y estalló el encono. Ya no había sangre roja en el corazón de nadie y corrían por las arterias hervores enfermizos y malignas emanaciones; por eso el himno del odio se dilató de punta a punta.

-¡Que la revolución sea, con su corolario el cadalso! ¡El arco de hierro de los faroles puede sostener la horca! Es necesario tener la lubricidad del homicidio lento. Van a incinerar los palacios. Van a deshonrar las familias de los prevaricadores y arrancados de las mansiones deshonestas, templos libidinosos, el pueblo los arrastraría a puntapiés y los azotaría contra las piedras a despachurrarles el cráneo. ¡Aquí y allá iban a saltar largas lenguas de cerebro, manchadas   -253-   de sangre y de mocos! ¡Vamos! ¡Ellos vistieron de luto los monumentos y entristecieron a Dios! ¡Los templos están cubiertos con los crespones del dolor! ¡Ya no miran a la patria con la alegre y casta beatitud de las imágenes celestes! ¡La constitución hecha pedazos se ha quemado en el rogo sacrílego y las banderas escondidas por los piadosos no quieren ver la deshonra! ¡Estrofas del odio, apurad vuestras sangrientas imaginaciones! Son traidores. Están fuera de la ley. ¡El alma mater de nuestra tierra generosa hasta las heces vació la copa de acíbar! ¡Era una elegante y formosa mujer llena de amor y caridad! ¡Hoy su cuerpo lívido y macilento está lleno de úlceras! ¡Marcha tambaleando hacia el rincón obsceno de un osario! ¡La empuja la oligarquía canallesca! ¡Estrofas del odio, apurad vuestras sangrientas imaginaciones! ¡Ellos profanaron los sepulcros y han arrebatado de manos de los viejos   -254-   las muletas y las vértebras con ellas añicos les hicieron! ¡Han manchado la pureza! ¡Las vírgenes han derramado sangre y sobre el rostro tiradas en el suelo lloran! ¡Se ha rasgado la túnica blanca y chasquea por los aires todavía el beso infame! ¡Ah, vampiros! ¡Queréis que esta nación se transforme en un solitario monolito! ¡Le han robado las galas y con la diadema rota, como una bestia feroz, la arrojaron al hueco de basuras para que se pudra y desaparezca! ¡Allí hay limos verdes y mefíticos, donde se han disuelto el estiércol, los sapos y las carnes de las carroñas y de los miserables! ¡Ése va a ser su sepulcro! ¡Allí encerrada dormirá su eterno sueño, comprimido su cuerpo por todas las hediondeces acumuladas y sus átomos entrarán en la infinita metamorfosis, acompañados por los nocturnos lamentos de la lechuza y perseguidos por las hienas en su galope famélico entre las sombras!   -255-   Tal vez no encuentren átomos a quienes fijarse para entrar de nuevo en el concierto de la vida universal. ¡Esta nación no tendrá leyenda, ni historia, ni filósofos! Desvanecida en la nada estéril será para los futuros un enigma sombrío y acaso algún clarividente diga en extraño suelo:

-¡Esa nación fue! ¡La ignominia de sus hijos la ha borrado de los tiempos!

¡La noche del caudillo era ésa! Después de la pesadilla siniestra el despertar amargo y la idea de la venganza. En vano busca el sueño. ¡Dios le ha confiado la misión de regenerar la patria y él no ha hecho nada! Alrededor suyo cunde y se multiplica el latrocinio y la tiranía, que lastima los derechos de las provincias, empieza a aherrojar muñecas de metropolitanos. Se viola el hogar. No hay propiedad. ¡La ley es letra muerta y él no ha hecho nada! ¡Se levanta y se sienta melancólico en el cuarto solitario! No ha cumplido con su deber y el remordimiento   -256-   con sus fieras remezones, le desgarra el pecho. Así en la mañana apura su trabajo de caudillo. Busca sus pobres y los socorre. Escribe cartas. Recomienda. Visita presos, ve jueces y procura que salgan en libertad. Es abogado y los defiende. Estudia los crímenes dentro de las ideas modernas y encuentra psicopatías que atenúan. Transforma a sus delincuentes en irresponsables. Siempre es un dipsómano o hay en la mente y en la esencia del delito alguna herencia que suprime la razón y la conciencia. El perdón desde luego se impone. Lucha en todas las formas, sin interés, porque lo aflige una compasión inmensa por la desgracia de otros. Su estilo es vibrante y lleno de imaginación. La Biblia le presta sus parábolas, los salmos sus iras, la plegaria sus dulzuras y dentro de su idiosincrasia de iluminado, suenan a veces las lúgubres profecías y la amenaza aterradora. El concepto   -257-   de la justicia es absoluto como Dios, y corolarios de esa divina cualidad deben ser los hombres que la administran. ¡El error, derivado de la insuficiencia humana, es en ellos delito imperdonable! ¡Es entonces cuando contempla actos así que sus anatemas tienen las fulguraciones de la centella y el detonar del rayo! Es necesario verlo cómo se irgue y cómo cimbra todo su cuerpo. Su voz tiene extrañas y tempestuosas tonalidades; la cólera atropella su garganta y la enronquece. ¡Les llama impíos a los jueces y de su alma entristecida por el sacrilegio que condena la inocencia o por la incapacidad que no tiene en cuenta las psicopatías, brota sangre y brotan horribles anatemas! Dios debe estar en los jueces, en los parlamentos y en los gobiernos, porque Él puede perdonar que el desheredado delinca, pero nada de humano debe retoñar en los encargados de los dineros y del honor de la patria.   -258-   Sigue viendo sus pobres. Los cuida en sus enfermedades; les manda médico, vinos generosos y remedios. Por él tienen leña en invierno y carne en sus comidas. Si mueren, no falta al velorio y al entierro; todo se hace con su dinero; a los huérfanos les busca trabajo y no desampara la viuda de los que lo han seguido en las elecciones. Allí, en el atrio, es intrépido. Lucha de todos modos con el voto y con las armas, porque él defiende siempre la causa buena. ¡Ay de los que se opongan al enviado de Dios a regenerar todas las impudicias! Los que pierden sus empleos lo buscan para recuperarlos o derramar allí la hiel del despecho. Él recibe a todos los que tengan un dolor, una pobreza o una ambición y en su casa está el crisol en que hierven todos los apasionamientos y todos los odios. Él promete a todos que ha llegado la hora en que se repristine la antigua virtud. No importa la forma   -259-   en que se llegue. ¡Si la sangre es necesaria y si el ejército debe violar su disciplina por la moral contaminada, así sea! ¡Si es necesario el motín y la asonada, si el desorden revolucionario se precisa por ese ideal de virtud divina que es crucifixión y le perturba el sueño, así sea! La hora de la redención se acerca. Es menester estar preparados. Él predica en todos los diarios la buena nueva, en sueltos incisivos y en artículos largos, llenos de doctrina revolucionaria y la muchedumbre espera con ansiedad la palabra ardorosa que alimenta sus enconos. En la entrada de la imprenta se atropella la gente entre un barullo de gritos. Compra los diarios y se arrima por ahí en cualquier parte para leerlos, mientras Desiderio que es diputado, entra al Congreso. La muchedumbre tumultuaria le abre paso y su caminar es saludado con aplausos. Allí lo ha llevado el corazón del pueblo, pero   -260-   su mente honesta se ha estremecido de cólera, cuando los secretos de esa vida del Congreso le fueron conocidos. Supo que algunos estaban allí por el fraude; que otros compraron con dineros su elevación; que los de más allá habían manchado con sangre a los atrios; que éstos, para llegar, habían vendido su libertad y atado la conciencia y que eran una fuerza, porque la complicidad los reunía en manípulo. Entonces pensó que la casa augusta llegaría a ser fuente lustral y que tal vez la vestimenta perdiera sus manchas para que entrar pudieran a la vida privada y besar sin remordimientos ya la frente de sus hijos. Pero en seguida vio cosas que le parecieron nefandas y se conturbó su alma de iluminado. Se vivía del negocio. La coima era necesaria para votar las leyes. Sin esto no era posible ningún progreso, ni las ideas generosas llegaban a ser prácticas y lo que en esa casa se hacía con toda tranquilidad, sin que se pensara   -261-   siquiera que eso era irregular, a él le parecieron delitos. Agigantaba la idea del honor. Éste era para él de una divina pureza y lo humano no debía empañarlo. Entonces sus reverencias fueron para unos pocos altivos que allí vivían solitarios y sus fulminaciones alcanzaban a todos los enemigos políticos. Entre ellos no había honestos. ¡Todos caían flagelados por sus diatribas de sectario! ¡A su vez él sin saberlo era injusto! Sus discursos estremecían en el Parlamento. La barra numerosa y agitada se conmovía hasta el frenesí y sus frases se perdían entre el aplauso tumultuario. Conviene decir que abusaba un poco de la bandera azul y blanca y pelaba al año diez con frecuencia. Pero esto que con un poco de juicio y recto criterio hubiera parecido profanación, en esa psicopatía del pueblo exacerbaba los entusiasmos. Había en el país un estado de delirio; algo de persecuciones y de megalomanía. Desiderio   -262-   era un semidiós; los adversarios réprobos. Cuando el caudillo hablaba del honor, aparecía el cuadro de las viejas familias patricias que en el servicio del país se empobrecían y cuando amenazaba, la Revolución Francesa cruzaba el recinto con su siniestra silueta, todo eso iluminado a trechos por el relámpago de la guillotina. Era su gesto bravío y su ademán resuelto. Todos lo sabían pobre y generoso. Por esto eran conquistados y por su valor temerario. Era el ídolo del pueblo. Así que cuando sale del Congreso, lo acompañan entre victoreos y aclamaciones. Lo sigue una multitud enorme. Todos quieren verlo en medio de una vocinglería ruidosa. La masa humana empujada en todas direcciones, negreando los sombreros, tiene un movimiento de oleaje irritado y se ve el vaivén de los cuerpos que forman una superficie obscura como una enorme cubierta de barca que cabeceara. De trecho   -263-   en trecho se forman remolinos. Son los que luchan a codo recio y forcejean para huir de la asfixia. Cuando se encajonan en las calles estrechas, caminan comprimidos y adheridos a la pared, muchos de ellos en el aire dejándose llevar, sudorosos y apresurados por llegar adelante. El fragor no cesa; hay hombres hacinados en las veredas, en los umbrales y colgados de las rejas que palmotean cuando pasa la multitud, mientras de los balcones arrojan flores y muchos son arrebatados por el ímpetu de la masa y arrojados a pesar de ellos en el tumulto. Hay de todo allí; desde el señor que usa sombrero de copa hasta el ladrón que empuja y pugna por desasirse de aquel dédalo para meter las manos y robar. Se observa que hay pocos rubios. El color trigueño domina. Los apellidos que suenan en la marcha fatigosa de la columna terminan casi todos con ese. Son descendientes del espermatozoario del pronunciamiento   -264-   que se ha hecho feroz y funerario. De cuando en cuando se oyen mueras. No se tiene respeto por nada que huela a sable, mientras los soldados que por casualidad pasan, agachan la cabeza bajo el vilipendio. Los vivas arrecian. Cada uno se aturde y se enajena con los gritos de los demás. El estruendo llega a ser gigantesco. De todos lados hombres y muchachos se incorporan al tumulto. Entran los desocupados de todos los barrios, enfermos de ocio y de alcoholismo, los inquietos y desazonados de todas las edades, los soñadores políticos de todas las casas, los que tuvieron la riqueza fácil y tienen ahora la pobreza súbita, los que meditan el delito en todas las formas, los cultores del dios titeo, los cesantes y las histéricas de todas las alcobas, los levantiscos y pendencieros de nacimiento, los orgiásticos de las tabernas y de los lupanares, los pálidos de buena cuna que   -265-   tienen el vestir elegante, la frase distinguida y usan revólveres de níquel y las almas enfermas de neurastenias revolucionarias. Siguen al caudillo que marcha erguido adelante, rodeado y defendido de los apretones por un grupo de vigorosos. Necesitan alimentar en las turbulencias su ideal y sus sensaciones políticas y vivir fascinados en esa embriaguez. Hay algo de sombrío en eso. ¡Se parecen a los morfinómanos que precisan a cada rato la inyección! En aquel tiempo los alaridos son un fragor de todas las tardes. Se les conoce en la ciudad en toda su gama violenta. Cuando se acercan, desde el taller o el negocio se contesta con el silencio. Muchas puertas se cierran; muchos obreros desaparecen porque los trabajadores no saben lo que es aquello y no entienden esa forma de vivir. Tienen hijos que piden pan y hogares que piden porvenir y mientras una parte del país busca para aminorar y enmendar los dolores   -266-   de la corrupción y del derroche el remedio aborigen de la revuelta, las nuevas razas creen que esos errores se arreglan con el trabajo, el ahorro y la paz. Por este convencimiento, en frente de la idea revolucionaria, se ha levantado otra fuerza. No grita, ni sale a la calle; no amenaza, no es despótica, ni convulsionaria; ni tiene las falsas energías de los psicópatas; ni es impulsiva. Lenta en su trabajo, ha empeñado la lucha con las tenacidades de los ecuánimes y de los fuertes. Ha labrado a la vieja índole como la gota de agua al granito. La va a empobrecer, enriqueciéndose ella y mientras los otros ensangrientan las calles y los atrios, éstos se hacen dueños de las ciudades y de los campos. Por eso son poderosos y desarrollan un extraordinario vigor por la paz, que les conserve lo que han adquirido y les permita aumentar su caudal y cuando la pobreza haya aferrado a todos los sobrevivientes   -267-   de la vieja índole, que han resistido entrar en el seno de las nuevas ideas de felicidad humana que rigen a los pueblos civiles, entonces habrá llegado para ella el momento de la mugre y el triunfo del andrajo. ¡Mucho cuidado! La pobreza enflaquece. La sangre se pone pálida. Los órganos que no se nutren, mueren jóvenes y los hijos de la miseria nacen raquíticos. ¡El cáncer acecha a los que sufren y la tuberculosis los ulcera! Los que han estudiado aquí la desaparición de otras razas, saben que los indios y los negros han sido exterminados así por la pobreza y el alcohol que es su corolario. Por eso los trabajadores van a conseguir el triunfo. Su fuerza era extraordinaria ya en esa época. Los progresos de la República eran en gran parte obra de ellos y sobretodo nunca supieron destruir. En el escenario de América, ese ejército de honestos que marcha en medio del fuego de las guerras   -268-   civiles guiando el arado o meditando sobre los libros de ciencia, y que salva indemne el dintel, sin quemarse las ropas ni chamuscarse las carnes, dejando detrás de sí los gérmenes para el arquetipo de una civilización, en el escenario de América se señala esa marcha como ejemplo de nobleza y revelación de viriles energías. Por esto merecen imponer las nuevas ideas. Los observadores de entonces ya veían que la mayor parte de la Nación no era revolucionaria y se fijaban en esa terrible inercia que no echaba leña a la hoguera y concluía por extinguirla. Pero Desiderio era un psicópata y un ultrasensible. Su retina no veía otra cosa que su propio microcosmos y su yo de iluminado tenía algo de megalómano. Los redentores políticos no dudan nunca de su misión. Si no fueran sinceros, resultarían más de una vez casos de presidio. No es raro ver que sus actos sean males muy graves,   -269-   casi delitos. Los salva el espíritu nuevo que ha aprendido a compadecer y a perdonar. El futuro ha perdonado a Desiderio. Él no sabía que la turba que lo acompañaba a su casa con cualquier motivo, era apenas una parte del viejo país.

Una tarde, cuando todo era miedo y temblor en la ciudad y las pasiones irritadas hacían preveer el estallido, un grupo de trabajadores se lanza a la calle en demanda de paz. La ciudad los acompaña. En cada casa hay quien reza para que la guerra civil se evite. Proceden lentamente, bajo los balcones, donde se apiña la gente y llevan estandartes con lemas sintéticos.

«El gobierno civil transa», decía uno; «los pueblos civiles transan», decía otro. D. Manuel de Paloche camina en primera fila, la cabeza erguida. De lejos sintiose una gritería ensordecedora. Era Desiderio. Lo acompañaban sus partidarios. Los dos grupos se iban a encontrar y la manifestación   -270-   por la paz no se habría producido. Entonces D. Manuel apuró el paso para acercarse y vio que en frente se detenían a esperarlo. Estrechó la mano de Desiderio y le dijo:

-Espero que nos dejará Vd. pasar. Estamos en esta calle reunidos para aconsejar sensatez y paz. Nuestros hombres no creen en los beneficios de la sangre.

Piensan que es vulgar y tiene mal olor. Además sería bueno acordarse que los niños merecen respeto y ejemplo y que los ancianos tienen derecho al reposo. Hay muchas madres que por la mañana se acercan en angustias al dormitorio de los hijos, porque temen no encontrarlos y cuando sienten sus tranquilas respiraciones se arrodillan en sus reclinatorios y bendicen a Dios. Luego las naciones no están para ser detenidas. La evolución universal no debe suspenderse ni un cuarto de hora, sin que derive una catástrofe, como en la Naturaleza   -271-   y los pueblos viejos y caducos que se destruyen en la guerra revelan con eso su decrepitud y su falta de razón. Parese ser que lo que acerca los pueblos a Dios es la facultad de crear, civilizarse e ir a la perfección. Aquí mucho más. Hay juventud, una hermosa primavera. La linfa a chorros alimenta a los troncos y a las ramas en flor. El progreso tiene apresuramientos. Esta nación es una vanguardia. ¡Tenga cuidado! Esto no ha de morir, ni ha de retroceder a pesar de sus hijos. Yo soy su amigo. Mi deber es decirle toda la verdad. Tengo miedo de esta forma violenta con que Vd. ha ascendido al renombre. Veo en el futuro mucho sombrío. Hay que temer las veleidades humanas. Deprimen hoy lo que glorificaron ayer. Uno no puede ser ídolo sino un cuarto de hora, porque la mente se cansa adorando siempre lo mismo y el silencio y el abandono rodean después   -272-   las casas de los glorificados y el frío de la soledad ingrata sustituye a la bullanga inconsciente y populachera. Usted tiene tiempo. ¡Detenga la revolución! El gobierno conoce el peligro y se hará más amplio y más honesto. Esos pálidos oligarcas que usan frac, cederán el campo, para que la voluntad nacional domine. Yo le digo esto porque me sabe mal pensar que un hombre que se ha educado cerca de mis hijos, pueda encontrar en su camino más tarde la desesperación que produce el convencimiento de la deslealtad humana. Está en tiempo todavía. Su proceder es el error político. Vive usted en pleno atavismo. ¡No haga la revolución!

-Voy a desviarme para que ustedes pasen -contestó Desiderio con voz honda y grave-. Yo respeto la intención que los conduce; pero debo advertirle que la deshonra es tan grande, que no desaparecerá sino con el castigo y el exterminio. Era   -273-   esta Nación ilustre; hoy es un miserable tugurio. ¡Es necesario que perezca la desvergüenza, aunque de esto no quede piedra sobre piedra, para que los que sobrevivan tengan siquiera escombros y ruinas honestas sobre que sentarse! Me parece que la tentativa de reconciliación será inútil. Todo se nos puede pedir menos que en nombre de un ideal equivocado de felicidad nacional, estrechemos la mano de los truhanes que han emporcado nuestra historia. Me permitirá D. Manuel que le diga que todo esto es una triste sombra. ¡No hay honor, ni virtud, ni ley, ni nada! ¡La cicuta cubre y emponzoña los monumentos y este pueblo altivo y celoso, no ha producido el escarmiento para ejemplo de los siglos! Por mucho menos, en otros tiempos, esta nación habría saltado como leona herida a desgarrar a zarpazos. ¿Dónde están los altivos caballeros creadores de la cruzada americana? ¿No hay traidores,   -274-   acaso? ¿Qué se hace pues con los que polucionan la patria? ¡Se roba, D. Manuel! ¡El salteo de la encrucijada, donde siquiera se corre el peligro de perecer, se ha sustituido por el manotón en la sombra, escudado por la policía y protegido por el ejército! ¡La libertad ha muerto! ¡El hogar inviolable ha muerto! ¡La propiedad ha desaparecido en manos de la lascivia! ¡Hasta el territorio, que no fue violado ni en épocas de autocracia, está manchado hoy con pisadas y casas de extranjeros! ¡A veces pienso que ésta es una raza degenerada y que habrá que sacarla del templo a latigazos! Vd. conoce la historia dolorosa de estos últimos años. Tras de un déspota, de sonrisa irónica y alma de sicario, un bizantino que ha hecho de una nación de fuertes, criaturas de boudoirs contaminados. ¡Después un tahúr de mano enguantada y taco de hierro y luego decrépitos que pretendieron evirar el alma   -275-   argentina, porque ellos eran evirados! ¿Hasta cuándo? ¡Y no viene la horca! ¡Y no se fusila! ¿Cómo se venga tanta infamia? ¡Cuatro potros que cincharan en todas direcciones y cuatro lazos que cimbraran, aferrando miembros de criminales! ¡Ni eso merecen! ¡Que tengan día y sol para morir! ¡Mejor fuera en el silencio de la noche propaginarlos! ¿Hasta cuándo? A veces uno piensa que ésta es una raza degenerada y que habrá que sacarla del templo a latigazos!

Una sombra dolorosa cruzó por la mirada del caudillo, como si esos pensamientos le hicieran mal. Parecía luchar contra ellos y agachó la cabeza para mirar cómo le taladraban el tórax. Paloche le estrechó la mano y la tuvo entre las suyas un rato. ¡Eran en ese momento las dos tendencias que se perdonaban antes de la batalla y de la muerte!

-¿Entonces pasamos? -preguntó sonriendo D. Manuel.

  -276-  

Desiderio asintió en silencio.

-Bueno -agregó Paloche-, pero antes permítame que le diga esto. Lo que Vd. cree que es crimen de algunos, lo es de todos. Muchos de los que lo acompañan también prevarican. La enfermedad está en la índole. Somos una raza caduca. El triunfo ha de ser de los trabajadores y de los que aman la paz. Está en tiempo. Detenga la revolución. Fíjese que el porvenir le puede pedir razón de sus actos. Usted no tiene el derecho de apurar la desaparición de su raza.

Desiderio no contestó. Después de saludar a Paloche, hizo un ademán. Quería que se abriese una calle entre el pueblo que lo acompañaba. Así se cumplió. Un grupo de sus amigos, a codazos, fueron arrojando contra la pared a cuantos encontraban. La manifestación de la paz siguió por aquel sendero en silencio.

  -277-  

Los vivas que hablaban de cuando en cuando de concordia y de caridad por la patria, no eran contestados y lo único que se oía, era el chasquido de los pies sobre el empedrado. Sobre todo ese desfile de rostros sudorosos y bronceados por el sol, de brazos robustos y manos ásperas de callos y de viejos caballeros, cuyos apellidos eran emblema de virtud, se hacía en nombre de una necesidad de grandeza. Nadie hirió con sarcasmos a los obreros que pasaban. Había olores a cuero, dejos de cola y de pintura, emanaciones de géneros y de frutos. Este grupo tenía manchas de cal, aquel llevaba la camisa húmeda de grasa en figuras las más variadas. Se veían los más robustos con delantales de cuero quemados en la fragua, herreros que dejaban el yunque para acompañar a los hermanos trabajadores. Marchaban alegres, entre una multitud de revolucionarios desazonados e inquietos, como si las   -278-   glorias tranquilas del taller y el alma sana y vigorosa de los campos hubieran buscado la calle para revelar cómo el trabajo tiene la felicidad en su entraña y cómo sus cansancios, que obligan al obrero a sentarse en el umbral de la puerta de calle, predisponen al hondo sueño que repara y fortalece. Esa vez la vieja índole inclinó la frente sin saberlo. Era la primera reverencia de los tiempos al espíritu nuevo y parecía el ave César! del gladiador desnudo. Había cierta triste solemnidad en ese silencio. Así la manifestación por la paz llegó a través de esa doble fila hasta la plaza de Mayo y mientras Desidero se movía hacia su casa en medio del tumulto y de los víctores de sus partidarios, D. Manuel de Paloche, sobre un banco, dirigía la palabra al gobierno, asomado a un balcón. Su voz se oía clara y vibrante. Reinaba un profundo sosiego y los dioses tutelares rezaban en esa plaza el salmo por la paz.

  -279-  

-Es necesario que el Gobierno se dé cuenta que está en la plaza de Mayo -decía D. Manuel-. Aquí hay aseo. Los edificios saben a civilización. La Avenida, que levanta al cielo en sus frentes gigantescas y elegantes, el himno del trabajo por la patria, exige que se gobierne como Disraeli y se tenga en el espíritu el apostolado magnánimo de Gladstone. ¡Vamos, pues! ¡Ahí está la catedral! ¡Os está mirando! ¡La nación cristiana que tiene allí sus altares, ha constituido ese monumento, saturado del esplendor de la Fe, para que irradie de confín a confín el honor y el perdón! Los trabajadores a quienes represento en este momento quieren eso. ¡Que haya honor! ¡Que haya perdón! A eso os concitan. Sería bueno que el mundo se convenciera que sois guía de la nación y vanguardia de sus progresos; porque un gobierno que viene por Trenque-Lauquen y que es inferior a su pueblo, debe resignar el   -280-   mando. La situación es peligrosa. Hay un pueblo que se siente herido en su dignidad y en sus intereses. Piensa que esto no es una república. ¡Tiene sed de libertad, más libertad y más justicia! Ese pueblo está pobre y tiene hambre. Ha vivido en una riqueza ficticia, fomentada tal vez por procederes equivocados del gobierno. Ahora está en la desolación que es mala consejera. Se conspira. La revolución cruza la república con su espectro siniestro y sanguinario y sería humano evitarla. ¡Se trata de la civilización! Hay que comprender eso. No hay que violar sus leyes que significan en definitiva el imperio de la razón humana. El gobierno que es fuerte, debe todo conceder mientras lo que se pida no perjudique a tercero. Los que piensan y los que trabajan, están cansados de este nuevo despertar del atavismo. No creen en el progreso por la guerra civil que va a destruir muchas conquistas.   -281-   Toda la obra de las razas, creadoras de la hegemonía, perecerá si se la cubre y alimenta con sangre. No es ése el abono que le conviene. Y después no estamos solos en el mundo. La Europa nos mira; nos da su dinero y nos entrega a los hijos para que el gobierno sea protector y la nación égida, porque conoce nuestros defectos y sabe de nuestras generosidades. La Europa quiere que seamos aseados y desconfía, porque tal vez supone que el gobierno no se baña a pesar del Río de la Plata. Por lo demás, para tener limpieza y ser puros, es bueno no pensar en la represalia y olvidar la ofensa y el encono que ella produce, para que no haya en las calles más heridos ni más muertos en los cajones. ¡Europa quiere eso! Que haya paz y nosotros pensamos que las guerras fratricidas son vulgares porque revelan una educación política inferior y sucias. ¡Saben a chaira a lo lejos!...

  -282-  

Cuando el orador cesó, el gobierno había desaparecido de los balcones. Verdad es que dijo todo eso con gran sencillez y mucha sobriedad; que no tuvo gesto heroico, ni ademán trascendental, ni lloró, ni hizo llorar y no sucedió tampoco que ninguna vieja se desgraciara de miedo a la guerra y en honor de la civilización. Los monumentos se quedaron donde estaban y no hubo temblor de tierra. El gobierno, acostumbrado al discurso estupendo, de maravillosas imágenes y corte grandilocuente y a ver pasar en la frase al «pueblo de Mayo», al «año diez» y a la «satisfacción del deber cumplido», frases necesarias en la oratoria de la época, como no las viera llegar, se aburrió y sentado en los salones de la casa, juzgó con lástima la pobreza franciscana de aquella oración. Un nuevo orador se presenta entonces. Hace el discurso heroico. Hay aplausos. El gobierno se asoma de nuevo al balcón y   -283-   se enternece. Con una mano se seca las lágrimas y con la otra decreta destierros y manda pertrechar las tropas. Tal vez D. Manuel tuvo razón. El gobierno recién venía por Trenque-Lauquen...

Ya en ese tiempo Desiderio ha llegado a su casa y empieza la noche de siempre. Reúne a sus amigos. Allí se habla de todos los actos de tiranía y de todos los delitos del partido que está en el poder. Muchos jóvenes se presentan y estrechan con emoción la mano del caudillo. Tienen idolatría por su valor; se enardecen con su palabra ardorosa, con sus anatemas fulmíneos y se escurren después entre las sombras de la noche esperando la hora del estallido. Otros hablan en secreto con Desiderio. Guardan fusiles y municiones escondidas; cuentan con batallones que volverán en el momento oportuno las armas contra los que gobiernan. Hablan de las reuniones sigilosas de los oficiales subalternos, de sus   -284-   juramentos y traen para él la promesa de la devoción hasta la muerte. De a uno suelen éstos llegar disfrazados. Allí renuevan sus propósitos de lealtad a la buena causa y para salir toman precauciones y por el zaguán oscuro en distintos rumbos se pierden en la noche. Pero la escuadra es una fuerza que debe agregarse. Su acción puede ser decisiva y Desiderio siente que en el seno de los barcos bulle también el vigor hercúleo que va a hacer tambalear lo existente. Recibe cartas. Sabe que en algunas fiestas, las nuevas ideas revolucionarias, no se han podido disimular y que su nombre ha sido aclamado. La semilla cuaja y retoña. A su casa vienen heraldos que anuncian que la armada quiere la revolución, porque ya el honor nacional no consiente que se pueda tolerar a los contaminados, que deshonran todo lo glorioso y manchan el pasado y preparan la corrupción del porvenir. Todos   -285-   los muchachos estarán cuando llegue la hora. Han jurado y de cuando en cuando en las veladas nocturnas, en el silencio de la noche, arrimados a la borda y contemplando las luces lejanas de la ciudad, conversan y fraguan la forma de dominar a los superiores, cuya fidelidad conocen y cuya resistencia temen. Los matarán, si es necesario, convencidos de su misión de honor y de virtud, porque estos iluminados no desechan las tétricas sugestiones de su demencia. No son culpables. Están dominados por la psicopatía aborigen de la revolución. En cada barrio hay un comité. Allí se reúne mucha gente al parecer sin ocupación, toman mate y tocan la guitarra. En esos galpones llenos de humo viven, comen y duermen y por la noche se emponchan y de la azotea vigilan las casas vecinas. Están situados frente a una comisaría o es una casa que domina a un cuartel. El día es tranquilo. Apenas si de cuando   -286-   en cuando llegan carros con bultos sospechosos, cajones que parecen contener botellas de bebidas y changadores que entran y salen; pero de noche hay allí mucha agitación. Se sienten como ruidos de armas y voces de mando y se ven entrar caballeros que conversan con sigilosa violencia. Desiderio los visita. Cuando llega, estallan los vivas y los aplausos y se oye su voz sonora y vibrante. Los cuarteles son vigilados. Hay gente que pasa con indiferencia y mira; otros viven en los almacenes o confiterías cercanas y avisan al comité todas las novedades, mientras hay quien con más atrevimiento entra, busca a los oficiales amigos e indaga los hechos y las intenciones. En ese tiempo se han producido cosas misteriosas y trágicas. Cerca de un cuartel se encontró todo contraído un joven con un puñal que le había partido el corazón. En el suelo un papel. Decía con letras rojas: «¡Así los traidores!».   -287-   Mucha gente había desaparecido. Se retiraban al interior. Eran revolucionarios que extendían el incendio. De repente, en alguna provincia, se producía un motín. Había una de estruendos y de tiros. Caían algunos jefes y el motín se hacía montonera al día siguiente. Sobre todo, no se sabe muy bien cómo de los arsenales se llevan las armas, custodiadas como están por centinelas con terribles consignas. Algunos amanecen heridos. No se sabe por quién; mientras otros arrojan en la noche su fusil y se hacen desertores. De repente se supo que algunos ciudadanos habían sido arrancados de sus casas y confinados en las cárceles o en los pontones. Se habla de torturas. El cepo reina de nuevo, pero estas medidas, lejos de intimidar, acrecen y agigantan la audacia. En plena calle oyen palabras amigas y voces de esperanza y de consuelo, mientras los guardianes dejan en sus celdas resbalar cartas y periódicos.   -288-   En todas partes se oyen gritos de venganza y en las bocacalles se hacen tumultos a cada rato. En la policía no se duerme; en el ejército no se duerme. Las armas están en pabellón en los patios y la noche pasan los soldados al lado de fogatas para no aterirse. De día no se duerme tampoco y el insomnio encona las almas y las llena de sombras. Se medita la tragedia. ¡Eso no es vida! ¡Cuánto antes, pues! La razón está perdida y hasta la incertidumbre y el miedo se han desvanecido. La muerte es preferible a esa extenuación de los días sin reposo y de las noches sin sueño. Vienen denuncias. Estalla esta noche. Se conoce el plan. Van a dirigirla jefes de línea comprometidos. Va a usarse el puñal y la dinamita. Entonces se ven en la ciudad extraños movimientos de tropas, batallones que cambian de cuartel, vigilantes que pasan la noche al raso sobre las azoteas en medio del hielo húmedo;   -289-   galopes brutales de corceles de un lado a otro, encuentros en las calles de cuerpos que preparan las armas para despedazarse y fragores lejanos que se dilatan como largas hondas de miedo... En la tiniebla nocturna el horrible grito de: «a las armas» suele oírse, seguido por una brutal atropellada de soldados soñolientos, que sacan las bayonetas con un siniestro cric-crac. Las casas vecinas que vigilan desde el ojo enorme y oscuro de las ventanas se tornan silenciosas. Tiemblan. El estruendo subitáneo de los cuarteles y el arreciar del silbido de los vigilantes irrumpen un rato en las mudas soledades de la ciudad. En sus calles, desde temprano, no hay más luz que la escasa y sucia de los faroles. Nadie camina. De cuando en cuando un borracho que tambalea de la vereda a la calle y alguna victoria a escape. Puertas de zaguán cerradas, vidrieras de negocios cerradas. Adentro dependientes   -290-   y patrones sobrecogidos por los siniestros augurios del día, mientras las casas casi exhaustas escriben un doloroso epitafio. La industria está moribunda; el comercio está moribundo. Hay pánico. Se teme el triunfo del desorden y del pillaje victorioso; los hogares asaltados, robados los bancos y la turba canallesca ebria de caña y de sangre, furiosa en la bacanal, entregada en media calle a saturnales nefandos; el honor y la virtud muertos y la orgía de los bajos fondos y de la sentina hedionda de alcohol y de puchos galopando sobre el pavimento de asfalto con su cohorte de truhanes, la crápula sobre las vírgenes y las tríbadas sobre los altares. El terror enloquece. Se olvida que hace cuarenta años que las razas trabajadoras bregan por la civilización. ¡Vamos! ¡Hace rato que ha desaparecido el indio! ¿O es que realmente el miedo es una demencia? Esto explica los escalofríos que hacen tiritar a la gente   -291-   por ciertos esplendores misteriosos que se suelen ver en algunas de las torres de la ciudad que alumbran un rato la tiniebla y se borra para reaparecer de nuevo en torres más lejanas con siniestras y fugitivas refulgencias. Eran las luces convenidas, los primeros fogonazos de la revolución. A veces son globos que surcan la noche con su mechón de fuego, astros pavorosos que en el espacio buscan a otros globos que lentamente caminan iluminando. Eso se contesta desde abajo con ruidos de armas, centinelas que se agazapan y aguzan el oído, batallones que forman y ganan silenciosos las afueras y estampidos de tiros que retumban en las calles por cada sombra que se escurre, un «¡quién vive, alto!» recio y sonoro y la línea brillante del fusil en la horizontal. De repente muchos días de silencio. Ni presos, ni destierros, ni tumultos. La incertidumbre aumenta con el sigilo y las precauciones y el tembladeral   -292-   sobre que se marcha hace rato, se torna más peligroso. Aquello es una trampa. Los enemigos asedian y atisban y como la delación disminuye, todas son trepidaciones. La vigilancia crece con el silencio. Se vive con el arma al brazo, porque no es aire lo que se respira, ni día lo que se ve. Hay bochorno. Es el vaho caliente que agobia y aletarga, la ponzoña que da el sueño inquieto y las imaginaciones homicidas. Ya no es posible. La desesperación triunfa. La soldadesca quiere la calle para su desenfreno y al enemigo para su victoria. Un rato más y el motín sustituye a la revolución. Mientras tanto las azoteas se llenan de bolsas; los comités se agitan; llegan las armas; muchos jefes seducidos por la necesidad enfermiza de la venganza y del castigo entregan a Desiderio la espada. En las calles se traba de nuevo la reyerta sangrienta; pululan las asonadas en todos los barrios;   -293-   algunos vigilantes amanecen muertos y en los sótanos de un cuartel se ha encontrado una carga de dinamita. Se llega a la indagación. ¡Nada! Algunos soldados concluyen su día en las mazmorras del cuartel, porque sí, porque se ha pensado que son culpables. Pero no confiesan. La mano del sicario se mueve en la tiniebla impenetrable y gira como un espectro y ronda, sin que su aleteo se oiga y vuela a ejecutar tal vez nuevos delitos, azotándose sobre las víctimas como un crespón. Después se acerca la hora de la sangre. No se sabe cómo empezará la lucha. Tal vez la barricada se trabe de pared a pared construida con calles desempedradas, con tranvías y carretas de punta y de través, ese mausoleo feroz hecho de heroísmo, de maldad y de genio y habrá que correr con la bayoneta baja y morir al lado de su zócalo, mientras de las azoteas los queman a balazos y de las puertas que se entreabren   -294-   rápidas, sale la puñalada traidora que le rompe los riñones. Nada se sabe. Los delatores se contradicen. Los hay en las comisarías, los hay en el ejército. Muchos han obtenido empleos por Desiderio y lo sirven. Todo se sabe en los comités, que ya son cantones. Allí hay espías también; pero el ejército que espera el ataque sabe menos que el que va a atacar. Algunas casas, donde la policía penetra y cree hallar armas y conspiradores, han sido desalojados momentos antes; pero sucede algo que le hace creer que la guerra civil va a reventar muy pronto. En todas las estaciones de ferrocarriles desembarcan montones de gente y a toda hora. Llegan con ponchos y monturas. Se reconocen y se entregan a los caudillos de parroquia que los esperan. No son los viajeros que pasan sonriendo por los andenes con sus grandes valijas y caminan tranquilos. Es gente de los pueblos; se les conoce por los sacos   -295-   que huelen a sastre de a peso el plato, por los pañuelos de seda que le ciñen el pescuezo, mientras los chiripaes, las camisetas y los tiradores anuncian al gaucho. Vienen a matar milicos y puebleros. Van a vengar así sus pobrezas y sus horas de esclavos. El nombre de Desiderio, el vengador de todas las ignominias, el amigo de los miserables y de los que sufren, emociona a los que bajan de los trenes. Lo pronuncian con reverencia como para el de Dios. Después se supo que Desiderio y su estado mayor corrían por la ciudad, entrando en las armerías y cambiando carruajes a cada rato y cuando el gobierno quiso adquirir fusiles, pólvora y revólveres, ya no había quedado uno solo. En media calle se hablaba del derecho a la revolución y algunos generales habían sido encerrados y separados del mando.

Mucho había averiguado, entonces el gobierno. Así como él tiene enemigos, Desiderio   -296-   también. Algunos feroces. Juan Paloche5 vive de ese odio. Cuando salió de la cárcel después de la muerte de Genaro, su rostro había adquirido las líneas y la expresión de una feroz imbecilidad, el ojo sucio y apagado, caída la mandíbula y el labio inferior. Hablaba poco. En el día se pasaba ratos enteros, arrugado en cualquier rincón, dando sordos gruñidos, como un mastín rabioso. Su traje era un hediondo harapo lleno de remiendos y de colgajos. Nunca quiso vivir con la familia. En el último cuarto cerca de las letrinas, se lo pasaba tirado sobre un montón de lienzos, como un perro sarnoso, al lado de las alfombras raídas y sucias y de los muebles fracturados. Era un siniestro rincón, una covacha puerca, para todos los desperdicios, llena de caracuces que él arrojaba en cualquier parte, después de haberles mordido la carne con la brama de un demente.   -297-   Sus manos eran callosas y amarillentas, siempre untadas de grasa; su fuerza muscular hercúlea; su gesto amenazador, con cierta tenaz frialdad en medio del impulso. Ya en ese tiempo la necesidad de matar lo había acometido de nuevo. Eso se conocía en seguida. Lo único que conservaba limpia y brillante era su enorme cuchilla de carnicero. A fuerza de empuñarla, el cabo de hueso había perdido su color amarillo y se había puesto negra; pero su hoja era un espejo y su filo delgadísimo. Donde corta, entra hondo. Juan Paloche lo sabe. Ensaya a cada rato, hundiendo la punta en los trebejos. Varias veces habría asesinado. D. Manuel lo contenía y Adela Paloche también con sus cariñosas dulzuras y cuando de Desiderio se hablaba en la casa y D. Manuel describía todos los males producidos por su acción política, Juan arrugaba el ceño y sentía como si una fiera le desgarrara el pecho.   -298-   No entendía las reflecciones del padre; pero era tal el dominio de éste sobre él, que lo que en D. Manuel no era sino una dolorosa crítica, se transformó en un bárbaro rencor en el corazón del perseguido. Sus noches eran horribles y su sueño una pesadilla de lúgubres visiones. En su cueva cerrada, dentro de la tiniebla, vagan espectros que le hablan al oído y le cantan cosas infernales; una cohorte de calaveras rodando como bochas por el pavimento que en su fofo chapaleo gritan el nombre de Desiderio. Después una bandada de murciélagos que se precipitan y le castigan la cara con sus aletazos y por el suelo lauchas que lamen su hocico así con una baba suave, que lo espeluzna y después hombres que caminan por su inmundo cubil y lo quieren degollar y él siente el crujir del cuchillo en la barba tupida que rodea su cuello y en la mugre que lo ensucia. A veces era el mismo Desiderio. Entraba   -299-   como siempre con su galera en la nuca, el ojo negro y triste, envuelto en el poncho clásico de largo fleco y se arrodillaba cerca de su colchón de trapos para escupirlo. Él veía que su mejilla se ponía roja. Desiderio lo había abofeteado y su voz le decía en la noche agitada:

-¡Chancho! Estás comiendo estiércol del chiquero. ¡Te revuelcas en su barro verde!

Es por eso que se oyen de noche en su cuarto estrépitos de pelea. Es Juan. Se ha levantado cuchillo en mano, a luchar con ésos que no lo dejan dormir y arremete contra todo a puñaladas. Clava la cuchilla en la pared, raja las esterillas de las sillas viejas y la hunde en las alfombras y cuando Desiderio huye con los malevos que lo acompañan, él se sienta en el suelo y se ríe con su carcajada de idiota. Es un bulto en la tiniebla, un informe montón de carne verdosa y llena de cascarria mal oliente. Su alma aletea en el limo de la miseria   -300-   moral. Es una negación. Hay allí estrofas cochinas, con sabores de muladar; cantos impíos de cementerios, bajo las bóvedas de alguna derruida iglesia, atontamientos de ausencias epilépticas y vértigos con visiones de sangre y angurria de exterminio. Cara barbuda de idiota; una cosa entre los seres humanos, de ésos que a puntapiés se arrojan fuera de la vereda; alma llena de rencores; algo de escuerzo, de bicho baboso y de áspid; un deforme intelectual, hecho de ascos, de basuras y de monstruo, sin más reverencias que al látigo, sin más protestas que la cuchillada del bruto, sin más memorias que las escenas del presidio; un tembloroso cuando D. Manuel lo agarra del hombro y lo dobla y un esclavo bajo el dulce mirar de Adela, vasallo de su santa y marmórea belleza; un odio: Desiderio; un amor: su cuchitril de animal sarnoso.

En esa casa lóbrega, cuando él ladraba   -301-   en su cueva, una voz purísima cantaba al Señor de los buenos y de los humildes las oraciones. ¡Era Adela! Vivía para amar al padre y compadecer al hermano; una diosa de blanco cuerpo, como la leche del higo verde, de piel fresca y tersa. Algo de corola naciente. Su ojo es negro y juvenil, lleno de paz alegre y su persona alta. Despierta en el modesto caminar la reverencia. Su vida es la virtud; casto su espíritu como sus labios, rojos como el carpo de la granada abierta; su cuarto un santuario, donde ella ha arreglado un altar pequeño para un crucifijo de marfil. María estaba allí, la virgen madre, arrodillada al pie del Calvario árido y melancólico, amable compañera del que ruega. Ilumina la celda. Adela es la novicia. Allí vive la estatua griega, agitada por el fervor de los catecúmenos primitivos, ésos que han iniciado una era rezando el himno al Dios de los humildes. Vive   -302-   enamorada. Quiere a Jesús. Toda esa admirable belleza suya, átomo por átomo, a él le entregará más tarde cuando ya no exista el padre. Era una voluptuosa. El éxtasis la arroba a menudo. El cielo desciende hasta su cuarto con sus campos azules, la constelación brillante y el coro de ángeles y las vírgenes saturadas de la divina emanación del Gran Padre la saludan de noche, pasando entre nimbos en místicas cohortes, y mientras reza cruzan sinfonías de arpas celestes. La transfiguración se operó a los quince años. Hubo un hombre en su corazón. Estuvo allí, acariciado mucho tiempo, como sobre un altar, rodeado de los castos efluvios de la pubertad en flor. Ese amor no tuvo lenguaje. Fue un culto lleno de sonrisas y de silencio y cuando acaso su mirada alguna vez interrogó la pupila inquieta de su caballero, encontró en ella la indiferencia inocente. Él no se apercibió nunca de aquella sobrehumana   -303-   belleza rendida, porque estaba ebrio de las glorias de su apostolado. Era un idólatra del humilde y un violento paladín de los buenos y de los sufrientes. En su casa muchas veces, en presencia del padre, aquella su tez trigueña y tempestuosa se transformaba en una sombra, rasgada a cada rato y estremecida por las chispas de su pupila triste, cuando se hablaba del pueblo sojuzgado, sin pan y sin derechos, la bestia de carga apaleada, que busca en vano a través del tiempo su bautismo de cristiana. Luego era necesario darle alma y libertad. Los tiranos debían morir. Por eso él no vio nunca aquella sobrehumana belleza rendida. ¡Estaba enamorado de la revolución y se llamaba Desiderio! Ella no hizo nada para apoderarse de su caballero, sino mirarlo y sufrir. Eso duró algunos años. Después fue perdiendo Desiderio todo lo humano; su frente se coronó de espinas y reflejos divinos   -304-   iluminaron su rostro. El apóstol se transformó en maestro y Desiderio en Jesús. La virgen se hizo mística y en el sublime extravío, Jesús la tuvo. Era una estática. En el patio de su casa camina a veces entre las flores, los ojos en el cielo, saturados de aquella luz suave del éter, con toda la persona abalanzada hacia las visiones paradisíacas. El mundo afuera golpea puertas y paredes con su largo fragor. De sus ruidos ella no conoce sino la voz de D. Manuel de Paloche, los Méndez cariñosos y los gruñidos de Juan. A éste lo lava y cuida, le da de comer y cuando quiere huir de la casa, lo atrae y fascina y lo obliga de nuevo a ganar la cueva. Solamente a veces deja que acompañe al padre y si el perseguido amenaza a Desiderio, ella no sufre y le dice que ya está en el seno de Dios, que es su enviado y no se manche más con sangre.

Pero una noche en que Adela rezaba   -305-   con extraordinario fervor, en esa ausencia que es como una honda nostalgia del cielo, el idiota, sacando la cabeza de la covacha, husmeó y como no viera a nadie, escurriose rozando las paredes como si quisiera rascar su sarna. Esa tarde el pueblo había pasado por la casa vivando a Desiderio, mientras Juan Paloche en su marcha nocturna por la ciudad, camina a la ventura mucho tiempo perdiéndose entre la obscuridad de las casas, iluminado a ratos por el esplendor mortecino de los faroles. Encuentra un comité y entra. Allí se queda. Está en plena revolución. Al día siguiente se hace el peón para los mandados. Entre cachetada y puntapiés soportados con sordos ladridos, su rostro de idiota se ve en todas partes, donde va dejando los malos olores de sus arambeles, una inmunda camisa llena de agujeros y los pies negros de mugre. No habla. Está siempre cerca, sobre todo cuando los hombres se reúnen para   -306-   deliberaciones secretas, acostado por ahí, hecho una pelota, en un rincón cualquiera. Se hace el dormido, pero no pierde una palabra; escucha todas las decisiones y de repente se incorpora y se acerca arrastrándose por el suelo para oír mejor. Si lo observan, cae de nuevo sobre el piso como un fardo, lame y masca su pucho de cigarrillo negro. Gruñe para respirar y los revolucionarios apenas lo ven, lo apalean; hasta que una vez un rebencazo le dolió mucho. Lanza un rugido, y cuchilla en mano al compadre que estaba cerca riéndose, le abre un ojal en el vientre. Todo se ocultó hasta entonces siguiendo de sirviente, pero a pesar de sus estupefacciones de idiota, no pudieron transformarlo en bufón. Así conoció a todos los afiliados. Supo los propósitos y vio agigantarse la revolución. Lo tuvo a Desiderio cerca; pudo matarlo, pero entonces la obra de él quedaba y eso era poco para sus fascinaciones   -307-   de homicida. Los rumores de esas agitadas noches, el humo de los cigarros, las copas de alcohol y los odios que había provocado el padre en sus predicaciones contra los propósitos de sangre de las asonadas que se producían, lo atormentaban. Un día oyó decir que era necesario apuñalear a D. Manuel de Paloche. No necesitó más para desaparecer. Anduvo mucho tiempo errante y rara coincidencia, el gobierno encontró más armas escondidas y desterró más ciudadanos; los batallones se movían de aquí para allá; la policía y los cuarteles se erizaron de bayonetas. Se notaba por todas partes una sorda inquietud. Entonces él volvía a los comités, a su vida de siempre, al escarnio y a la esclavitud para todos. Mientras tanto los signos de la desventura inminente se hacen más claros. La parálisis ha sobrecogido al comercio; mucha gente se ausenta del país y se han retirado sumas de dinero de   -308-   los bancos, para esconderlas en las casas. Se observa que cada uno se arma y compra municiones. A cada paso hay una escena de sangre. El ciudadano insulta al soldado que pasa y al vigilante parado en la esquina. En el Parlamento la discusión degenera en disputa, ésta en diatriba y en duelo. Los diarios se baten a metralla. Cada pluma es un ariete; una calumnia y una villanía cada frase. Si alguno más fuerte y ecuánime aconseja la templanza y la paz, pierde sus suscriptores; la pobreza invade sus cajas y la ruina lo espera en breve tiempo. Triunfa el suelto fragua que echa brasa a la hoguera y enriquece a los redactores. En todas partes se reúnen grupos, que amenazan las imprentas cuyos diarios combaten el desorden y las apedrean. La ciudad está casi desierta. En pleno día en esas calles en que se trenzaban los carros e impedían el tráfico, en esos momentos hay una soledad llena de zozobras   -309-   y una quietud preñada de augurios siniestros. Sus noches son pavorosas. Se puede caminar horas sin encontrar a nadie. Los negocios cerrados; los templos cerrados. En el interior ya está la revolución. Hay gobiernos derrocados. Vamos a llegar a la célebre noche en que D. Manuel hablaba del espíritu nuevo en la sociedad de artes y letras. Dos días antes hubo una asamblea, donde estaban todos los caudillos de la ciudad y los oficiales afiliados. El idiota andaba por ahí con un mate en cada mano. Se expuso el plan revolucionario. Cada uno fue un estratégico. Se nombraron las casas que iban a servir de reductos y se aseguró que los dos grandes depósitos de armas que existían en la ciudad, eran de la revolución. Juan Paloche seguía girando con su cara lívida y su mandíbula caída. Se habló al fin del estallido y se fijó el día. Fue entonces que el idiota se rió con su brutal carcajada y sentado   -310-   en un rincón de la sala, los miraba a todos con el ojo sucio y burlón. Se le vio escurrirse puertas afuera y en el recinto, se oyó un gran rato el eco desagradable de su risa. Allí mismo dos horas después, Desiderio recibió uno de tantos avisos misteriosos. Todo lo sabía el gobierno y los esperaba. El idiota había delatado a los revolucionarios, mientras aquél preparaba la celada y abría la enorme trampa que los iba a desgarrar entre sus colmillos de hierro.



Arriba
Anterior Indice Siguiente