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Capítulo IV

La índole que muere


Entonces, ya en la noche alta, los hermanos de todas las logias renovaron sus juramentos, y armados, se arrojaron en batallones a la calle. Iban en marcha en son de guerra a concentrarse. Era la hora melancólica de la batalla fratricida y el estandarte rojo, dos días antes del momento establecido, se desplegó bajo los faroles sucios en las penumbras solitarias de la ciudad. Se estremecieron estas sacudidas por los fragores de la revolución. Salían de todas partes en silencio,   -312-   y de los zaguanes oscuros, en grupos. De las puertas de algunas casas señoriales, se deslizaban elegantes armados de fusiles y revólveres. De los comités se echan a la calle en batallones que marchan sin habla, con el menor ruido posible. Por las veredas caminan niños que han huido de las casas y de los colegios, vigilantes que abandonaron sus guardias y soldados que se alejan de los cuarteles. Arrean consigo a todos los que encuentran. De repente aquí y allá, se cierran con violencia algunas puertas. Son muchachos, que han separado a las madres y se van y detrás quedan ellas en sollozos y retorciéndose las manos. Es la desesperación. Los ayes lastimeros se pierden en la noche sola y ellas concluyen por sentarse al lado de las camas, donde duermen los hijos y besan el hueco de la almohada donde acostaron sus cabezas. De repente una agudísima esquila de clarín. El tambor redobla. Hay un regimiento que se   -313-   ha tirado sobre las armas. Forma en la calle con banderas y cañones. Los oficiales subalternos ya tienen sangre en las manos. Han herido a sus jefes al grito de: ¡Viva la revolución! Y de pies y manos, los ataron. El tambor redobla y marca el paso.

-¡Armas al hombro! ¡Marchen! ¡Viva Desiderio!

Adelante la bandera y de un lado y otro, el vaivén de las bayonetas. Refusilan cuando entran en la luz de los faroles. Encuentran en su camino largas cohortes de ciudadanos que forman de dos en dos detrás de ellos y a la cola una turba que corre a la ventura fascinada por los clarines y los gritos que anuncian la hora de la redención y de la venganza. De todas las bocacalles llega gente, bultos tenebrosos que se acercan y siguen; sombras y más sombras que se incrustan en la renegrida masa y en ella se pierden. A lo lejos descargas,   -314-   ondulaciones pavorosas que van desmayando a todo viento. La tragedia empieza a cantar su sangrienta melopea. Ya hay lucha. Entre el fragor de la fusilería se oyen estrépitos de carros que se acercan a los cantones y entregan cajas de municiones y fusiles y mientras aparecen luces en las ventanas y asoman caras aterradas que hunden la mirada en la tiniebla, muchos negocios se abren y muchas azoteas se llenan de combatientes. Hacen parapetos con bolsas de harina, se reparan allí y esperan, mirando a sus jefes. El gobierno sabe. Los batallones fieles empiezan a marchar y los oficiales que faltan han sido reemplazados. El sargento que los vigilaba, ha tomado su puesto. ¡Al fin! Después de esto podrán dormir. La zozobra y el insomnio han durado tanto que no hay ya en sus corazones sino ansia de exterminio. Caminan con ardor, casi al trote. Esperan hacer fuego para que de una   -315-   vez, la demencia los arrebate y les silben los oídos y el furor los empuje a la carga; pero el coronel sigue en su caballo que caracolea y salta a la cabeza del regimiento. Se sienten chasquidos ya; un pedazo de reboque se ha hecho trizas y salpicado las ropas de los soldados. Éstos miran. Sobre las azoteas hay espectros erguidos y largos fogonazos. Quieren empezar la lucha; acarician y estrujan al fusil con puñadas febriles. Nada. El coronel sigue mirando a lo lejos. Entonces los soldados los señalan.

-¡Allí están! ¡Allí están!

¡Uno de ellos da un grito! Una bala le ha roto el tórax. Se sienten olores de pólvoras y el estruendo de la revuelta azota los vidrios y precipita a la calle sus volúmenes de aire convulso.

-¡De una vez! ¡De una vez! ¡Sargento, nos queman! Déjenos hacer fuego.

Un alarido largo se oyó entonces. Dos cayeron. Un muslo fracturado y un agujero   -316-   negro en el vientre. ¡El sargento sacude los hombros con indiferencia y sigue! Entonces atrás se siente el fragor de una descarga. Caen otros y otros. Aquí, allá y más allá suenan ayes lastimeros. Las balas llueven. Hay olor a sangre y a pólvora. La humareda cierra la penumbra escasa y los soldados hacen fuego.

-¡Nos queman, sargento! El coronel ha caído. ¡Está muerto! ¡Está muerto!

Se había doblado sobre el caballo, abrazado a su pescuezo. Cuando se acercaron, dijo:

-¡Rompan las puertas y a las azoteas! ¡A mí déjenme!

Lo sacaron y a culatazos derribaron las puertas. Las astillas saltaban en todas direcciones. Lo colocaron en una sala de casa señorial. Una niña lavó sus heridas mientras los soldados, con el rostro sucio llenos de lodo y de sudor, los muebles destrozados, arrojaban   -317-   sobre la azotea y arriba... Como fieras enloquecidas hicieron parapetos y de allá, no se vieron desde entonces sino luces y estruendos, fulgurando y negreando frecuentes, espesos y rápidos, un repiqueteo graneado y el estampido de la descarga cerrada. En la sala se arrodillaron todos alrededor del cadáver. Le habían puesto un crucifijo en las manos entrelazadas. Rezaban el rosario. Sobre su pecho, al lado de un medallón que tenía un retrato de mujer y un mechón de pelo, colocaron un ramo de flores. Le cerraron los ojos. Un momento antes le habían secado una lágrima enorme que iba a resbalar por su mejilla, mientras en la azotea, sigue la fúnebre sinfonía de las descargas y la madrugada entra en la ciudad con sus clamores, llena de brumas bajo el cielo ceniciento.

A lo lejos, sobre el río desierto, están los barcos de guerra con los fuegos encendidos.   -318-   En la noche hubo tiros en algunos de ellos y un extraño atropellamiento. Sin orden empezaron las chimeneas a dar humo, las hélices a repiquetear y en marcha... Antes, sobre dos botes que habían arriado, colocaron algunos heridos. El río empezó a hamacarlos. En los otros buques sospecharon entonces que había estallado el motín, recogieron a los que se balanceaban en los botes abandonados. Son los jefes. Hay uno muerto. Un balazo le ha hecho pedazos el corazón. Esos intrépidos mordieron la cubierta avanzando contra los sublevados, espada en mano y el pecho abierto y caballeresco. Ellos presentían la revolución. La habían leído en la mirada esquiva de los jóvenes oficiales y en el continente altanero. La ponzoña ha contaminado a la escuadra. Los jefes no duermen. Su descanso era cabecear un rato al aire libre, a popa, sobre la borda. El estruendo de los vivas y el estampido de los balazos   -319-   saltar los hizo y atropellar al tumulto, revólver contra revólver. Después al arma blanca... Algunos de los facinerosos cayeron con las tripas afuera y sobre ellos, al rato, el cuerpo herido y mutilado de los jefes. Así en la tiniebla fue una horrenda bacanal. La sangre corría por la cubierta y las ropas de los miserables estaban empapadas. Algunos fieles yacían con la cabeza a un costado y en el cuello la enorme hendidura roja del degüello. Aquí y allá, por la cubierta, vómitos de borrachos, una inmunda papilla, borra de vino, cantos obscenos y blasfemias que cruzan la noche. ¡Sobre el crimen, el sarcasmo; sobre los muertos, la impiedad! La hélice gira. Voltea y sacude el buque con sus brutales y rítmicos garrotazos. Tiembla todo avanzando. De las chimeneas sale una columna de humo negro y como un esplendor de incendio y saltan en todas direcciones chispas y lenguas de fuego   -320-   que iluminan un rato la tiniebla y se borran. Huyen los barcos. Tienen miedo, como si el delito tuviera muchas pupilas diáfanas, como espejos que reflejasen el espectro de los muertos. Ellos vuelan. El maderamen cruje y amenaza destartalarse. ¡Ojalá una roca antes que el remordimiento que ya aferra a los corazones juveniles! ¡Añicos nos hiciéramos! Y pasto fueran de las alimañas del río nuestros cuerpos triturados.

Vuelan, pero las pupilas los siguen. Ahí vienen atrás. Son largas columnas de humo, fuego y estentórea gritería contestada por los fugitivos con un rugido brutal.

-¡A toda máquina! ¡A toda máquina! ¡Zafarrancho!

Entre dos luces se alcanza a ver lejos a otros buques de guerra que los siguen. Las proas se alzan y se hunden, las quillas resbalan a diez y ocho nudos por hora. Vienen demasiado ligero. Creen a pesar de eso y de haber   -321-   distinguido los marineros cerca de los cañones un poco inclinados como si hubieran colocado la mano sobre el gatillo, creen que los siguen arrastrados por el motín. Suena un hurra y un «viva Desiderio» brutal. Entonces, como si el cielo se agrietara, se vio un fuego vivísimo y rápido, humo y se oyó un estampido que hizo crujir la naturaleza. Era un cañonazo. Los venían cazando. La bala entra con su enorme bola de fuego, abolla y hunde la coraza y cae al agua chirriando. Las hélices apuran su rodar vertiginoso; bullen las olas bajo la popa de los barcos que huyen. Se siente un estampido y a lo lejos, allá atrás, cerca de las proas, salta un chorro de agua y se eleva en el aire y se enrosca como una tromba. Entonces todos los perseguidores rompen el fuego. El cañoneo es formidable; el rimbombo espantoso. Los barcos marchan en medio del humo como si reventaran entre todo el fragor, mientras   -322-   la atmósfera espesa rebota por todas partes en bruscas y atropelladas ondulaciones. Los fugitivos se detienen. Aceptan el duelo. Se abren. Sus cañones contestan. Los marineros desnudos van y vienen, al hombro los proyectiles. Los oficiales sostienen su valor. En sus manos brilla el revólver. ¡El primer cobarde no cuente con sus sesos! Ya a uno que se encoje bajo la borda y se retira a veces detrás del palo de trinquete, le han hecho astillas el cráneo, y por sobre los cañones, en una violenta parábola, lo han hundido en el río. Todos los ruidos se oyen. Zumban las balas que pasan; crujen las maderas hechas pedazos; chirrían las cadenas rotas; una gavia se ha desprendido y ha dado sobre cubierta un tumbo; revientan las jarcias con los obenques cortados y los flechastes en arambeles; la coraza estalla aquí, allá y más allá. Las balas han penetrado. Se ven largas y caprichosas hendiduras en el   -323-   hierro, como rayos que del enorme agujero partieran. De repente el palo de mesana empieza a inclinarse. Lo han herido. Tiene cerca de su base una enorme rasgadura. Así se queda en una oblicua pavorosa, con las jarcias rotas, sacudiéndose en el aire y las gavias prontas a desplomarse, mientras el acorazado no cesa sus maniobras entre la densa humareda y los estampidos. Gira más lentamente. Presenta la proa. Un cañonazo; el flanco después, y se siente el fragor de la andanada. El buque trepida y la atmósfera se raja en todas direcciones. Parece que va a huir, pero se ve al rato azotarse de popa a un borbotón de fuego y de humo; un nuevo cañonazo. El agua se hace pedazos en todas partes mientras los barcos perseguidores se precipitan a toda máquina, giran, serpean, se revuelven como víboras entre el ardor del combate. Uno queda atrás inundado de humo más claro que el de la   -324-   pólvora. Han reventado las calderas y el cuerpo de los maquinistas se cocina en el agua hirviendo. Al rato, pedazos de puchero, sin forma humana un montón de fragmentos. La explosión los ha hecho astillas contra los fierros de la máquina. Por un momento sangre y quejidos, luego silencio... Empiezan a arder. El fuego lame, chirría, corre y devora. Un orbe de fuego, va a hacer saltar la cubierta. Se oye un clamoreo pavoroso...

-¡La Santa Bárbara! ¡La Santa Bárbara!

Las llamas asoman en lenguas. Devoran, devoran. ¡El aire es una hornaza! Lo cruzan banderas, penachos y conos de fuego, volcanes que rompen las tablas e incineran las velas. ¡Se asfixian!

-¡Los botes! ¡Los botes! ¡Arría!

Las roldanas rechinan y bajan los marineros desnudos. Los botes se alejan despacio, como sombras cansadas y al rato cien truenos estallan. El barco se ha   -325-   abierto y vuelan en toda dirección gavias y jarcias, fragmentos de hierro, luces que cruzan el humo, proyectiles que revientan y cuerpos humanos rodando en pedazos. No se han detenido. La caza sigue. El cañoneo es brutal. Ya no son balazos de grandes cañones. Empiezan los de tiro rápido; una granizada de balas, que rompen los vientres, deshacen los cráneos y trituran los huesos. Sobre la cubierta hay grandes charcos de sangre, de grasa y de estiércol. Las vísceras rojas humean en pedazos al lado de torsos mutilados unos sobre otros, de cabezas mudas y siniestras, con pupilas dilatadas y frías, mientras el picadillo de los miembros hiede aplastado por todas partes. El barco hace agua y se sumerge... Muchos se tiran al río. Los que tienen balas en el cuerpo, o andan saltando con muñones sangrientos, ésos se ahogan. El casco desaparece y poco a poco entran en el agua las vergas. El acorazado toca   -326-   fondo y se inclina para acostarse, como un gigante moribundo, ya sin alientos y sin sangre, que se hundiera amenazando todavía en silencio, para morir en el lecho de arenas sobre sus cofas y sus cañones hechos pedazos. Una violenta orzada desvió una proa que se venía volando a cien varas y se habría estrellado sobre aquella mole muerta. En la cubierta, los marineros hacha en mano, iban al abordaje. Sobre el río, tablones; pedazos de gavias y manotones de heridos que van a ahogarse; torsos informes de muertos sucios de sangre, alaridos pavorosos; una zambra infernal y una orgía lúbrica de la demencia homicida. ¡Crueldad helada! ¡Les hacen fuego! Hieren a los heridos y agujerean los muertos, mientras el estampido del cañón sigue y toda la escuadra se va sobre el único barco de la revolución. Lo espolonean; lo acribillan a balazos; lo sacuden para todos lados; le descompaginan   -327-   y rompen la coraza. El fuego empieza aquí y allá.

-¡Ríndanse! ¡Ríndanse!

No contestan. Matan. Hay un grito horrendo.

-¡La bandera no se arría! ¡Viva la revolución!

-¡Al abordaje! ¡Al abordaje!

Cien marineros han saltado sobre cubierta. Las hachas brillan y vuelan fragmentos de cráneos. Hay rugidos feroces. Se baten cuerpo a cuerpo. Hay heridos de puñal, tripas afuera y moribundos que se arrastran; costillares desprendidos a hachazos; estampidos de revólveres y por todas partes espectros negruzcos que corren, van, vienen y se quiebran en la pelea sucios de sudor y de pólvora. Han muerto muchos. Sus cuerpos están hacinados aquí y allá en la cubierta. La tragedia les ha contraído los miembros y tienen espantosas rigideces. La imagen del odio se ha fijado en los rostros de   -328-   los muertos. Al rato los rumores van callando. Muchos se arrojan de los puentes al agua. No se mueve el barco. Está herido en el corazón con la máquina hecha pedazos y el timón destrozado. Cerca de su rueda, muertos algunos oficiales y cuando el hurra de la victoria puebla los aires y la cubierta se llena de marineros, abajo por la puerta de la Santa Bárbara, un muchacho de veinte años, con un hachón de resinas de llamarada verde y larga, se tira por el vano cabeza abajo entre la pólvora y los proyectiles. Todos los estruendos aglomerados revientan y el reboato sordo y hondo del maremoto se dilata. Surgen las rabias de la borrasca; el río se levanta de su lecho de arenas y se aventa contra el cielo; ahoga los crac-crac formidables del barco que se raja y destroza y los estrépitos gigantescos de la atmósfera que aúlla enloquecida y huye a lo lejos. Se hace un silencio de muerte   -329-   al rato. En la superficie del río nada el maderamen en fragmentos; pedazos de carne y largos regueros de sangre lo manchan, flotan, saltan y se zangolotean...

El sol entra con sus rayos e ilumina aquel cementerio sin tumbas, un osario siniestro y trágico sin sollozos de madres ni plegarias cristianas. El río echará después su crespón, para taparlo. Apenas si sobre el sueño eterno de los muertos pase más tarde el murmullo del agua en su cantinela indiferente o lo arrullen las barcarolas que cantan las alegrías de los felices. ¡Por ahí, empapados y flotantes sobre las aguas plomizas, los trozos de la bandera van a desaparecer en la infinita tristeza! ¡El río será la urna melancólica que guarde tus átomos lacrimosos, oh bandera! ¡Pobre y generoso emblema, lábaro que fuiste de los desheredados de América, sin pan, sin libertad y sin patria! ¡Eras el amor de la adolescencia   -330-   y el orgullo de las horas varoniles! ¡El viento de las batallas sacudía tu trapo en el horizonte, saludado por la sonrisa de los victoriosos y de los héroes moribundos y América se prosternaba a tu paso con reverencias, en la hora de la leyenda, por gratitud hacia los viejos soldados que entregaban la vida para iniciar naciones! ¡Oh los tiempos aquellos en que era honesta el alma argentina, cuando en cada casa había un oratorio y los sagrados silencios se interrumpían por la plegaria de los jóvenes cruzados! Los esperaba la soledad, el frío y la muerte... ¡Así después, oh bandera! ¡Acostados en los sepulcros venerandos, durmieron en paz y envueltos los esqueletos en tu paño de gloria, viven todavía por tu perfume, oh flor incontaminada, acariciados por el calor de tus átomos! ¡Esta raza que busca su noche en la guerra fratricida, destroza tu lienzo y tu color, para llevarte tal vez consigo en el   -331-   viaje misterioso y eterno, en la victoria y en la muerte, mientras por ahí desparramados en la pampa sola, y sobre el río plomizo, lleno de osarios, aúllan los espectros de los anónimos que sirvieron para fecundar la demencia de sangre y en el vasto silencio de la noche, suenan todavía como acerbos reproches los capítulos escritos por tus hijos en pro de la civilización humana! ¡Adiós cielo y sol! ¡Así la pluma del escritor va rayando la negra gota del llanto sobre el inmenso desastre, y pluguiera a Dios fuera a esconderse entre las sombras como una dolorida larva, desconsolada como tus colores oh emblema! ¡Triste como tú sol! ¡Así la mano ya sin sangre y sin linfas seca y paralítica, apenas se arrastra. Ha perdido la fe en el porvenir! ¡Dios le perdone! ¡Por eso escribe el epitafio sobre el sepulcro de una raza en cuya lóbrega cavidad está escrita la historia de tanto heroísmo estéril, donde   -332-   vagan los mártires de la cruzada por la redención! ¡La herencia era inmortal; pero los hijos han destrozado el tesoro y siguen desgarrando la entraña generosa de la tierra donde nacieron; los unos contra los otros, cobijados por tu faja celeste oh bandera! cuyo renombre esta escrito con el humus de la pampa, con el granito de las cordilleras y las aguas de dos océanos. ¡Salve! ¡El sol ha roto el campo celeste con una ráfaga de luz blanca y los hogares de América entonan el himno a tu marcha vigorosa a través del tiempo oh norte de civilización! Y viste de luto cuando ven que la batalla que concluye sobre las aguas con la luz naciente, recién empieza y arde entre las calles de la ciudad. Siguen los revolucionarios su marcha en grupos y en batallones. Cada azotea es un cantón, cada puerta una trampa. Sobre los techos, relámpagos de fusiles, por el pavimento, sordo rodar de cañones. Pelean   -333-   por todas partes. Hay un fragor de fusilazos aquí, allá y más allá. Ya no hay piedras. Han alzado la barricada y tumbado carros y tranvías. Un regimiento de caballería llega a la Acrópolis a galope tendido. Se ha sublevado y pasa de a uno en fondo por las portezuelas de los baluartes, enorme barra con agujeros y peldaños, donde esperan de barriga los jóvenes armados de fusil. Un rato después, cuatro piezas de artillería. Las colocan adelante y los protegen. El ojo pardo y redondo de los cañones asoma fuera del nuevo reducto. La revolución domina un perímetro alrededor de la Acrópolis. Los cantones son centinelas avanzadas y fuertes que la protegen. Una lluvia de balas cae sobre los soldados del gobierno que avanzan de azotea en azotea y los circuyen. Hay olores acres de pólvora, densas humaredas y por las calles de la ciudad, disparan los estampidos, los reboques se desprenden y se   -334-   hacen agujeros en las paredes, que muestran millones de manchas negras sobre la cal del blanqueo. Hay puertas rotas, persianas desvencijadas, hilos de telégrafo colgando y el suelo está lleno de mochilas, de fusiles y bayonetas. Aquí y allá gemidos que ensordecen y silencios de muertos. La revolución defiende la Acrópolis que es su inteligencia y su nervio. Está situada frente a una plaza. Son cuatro enormes paralelepípedos de una cuadra cada uno con un gran patio en el centro, una fortaleza de la colonia con pisos de ladrillo, reboque sucio y descascarado y sin cielo raso. Adentro, las paredes y el ambiente hiede a cerrado, donde pululan a millones moléculas de ponzoña humana, de puchos viejos y barritos secos de escupidas seculares; algo de mazmorra y de cuartel, con pestilencias de cuerpo de guardia en invierno y ascos de bochorno quieto de casamata. A las diez de la mañana bulle. Hay   -335-   cuatro mil hombres. Van y vienen, se agrupan y se enrarecen; un pandemónium, donde se mezclan sacos negros, ponchos, uniformes, fusiles en relámpagos, cañones y caballerías agitadas que saltan enloquecidas y relinchan de miedo. Sobre las azoteas, detrás de parapetos y de bolsas, la juventud echada sobre el fusil y abajo en la plaza detrás de cada árbol, un guerrero. En todas las bocacalles hormigueros de revolucionarios al lado de las baterías en actitud de hacer fuego; la gente llena de lodo; los caballos con la cola aglutinada y la barriga sucia de plastas y de barro denso; los prados de la plaza pisoteados y hendidos con la yerba rota y el fango del humus en la superficie; en el aire un sordo y largo clamoreo; voces de mando y precipitación de batallones que traspasan la turba con violencia; muchos niños blancos e imberbes que se arrebatan las armas. Alrededor, cantones en las casas de alto y más lejos   -336-   en círculos excéntricos sobre las cumbres edificadas, torres, azoteas y campanarios y más cantones en muchas cuadras. Son reductos las casas alrededor y avanzadas de guerreros con ímpetus y corajes de invencibles. Las escaramuzas se hacen allí. Batallones de vigilantes incautos que marchan al asalto han sido diezmados, heridos en los tramways y en las bocacalles apuñaleados. Sobre el pavimento sangre, en las paredes sangre. La lucha sigue. Hay armas y municiones en la Acrópolis. A las cuatro de la mañana llegaban sombras y sombras. Sus puertas se abrieron, sin tirar un tiro. El jefe era al rato uno de los directores de la revolución; pero el gobierno comprendiendo el error de encerrarse en el corazón de la cuidad, toma toda las alturas alrededor. La tendencia es precipitar a los revolucionarios hacia la Acrópolis para ahogarlos allí. Con su siniestro serpear de culebra, los ha circuido.   -337-   La batalla se traba a la tarde en toda la línea. Cantón contra cantón, barricada contra barricada. Hay una ansiosa y brutal actividad. En medio del estruendo, Desiderio cerca de la Acrópolis, se revuelve con una excitación satánica. Es un pavoroso espectro de mirada roja y melena al viento. Con un revólver en la mano, sin sombrero y envuelto en su poncho de guerra, corre por todas partes con valerosas palabras y con profecías aterradoras de exterminio, vigila los cañones, manda proyectiles, abraza a los muchachos que pelean; sale de la plaza, sube a los cantones y erguido en las azoteas, temerario entre las balas que silban, se cimbra con su alto cuerpo. Sus palabras son torrentes de cólera, sus ademanes hieren como puñaladas. Tiene la grandeza lúgubre y apocalíptica de los homicidas. Con su presencia, crece el ardor y el tumulto y sobre la ciudad corren entre estampidos y reboatos de artillerías,   -338-   rumores de paredes que se desmoronan y brutales crujidos de hogares que se fracturan y crece gigantesco el aullido largo de los combatientes, una nota chillona y grave hecha de lamentos y de rugidos, como el hurahuhu de la tormenta que salta y destroza, como el fragor del mar que rompe los barcos, los tritura y los hunde en la tiniebla naufrágica.

-¡Fuego! ¡Fuego! -grita Desiderio convulso con espuma y sangre en la boca.

Ha llegado la hora de la venganza, los sepulcros levantan sus tapas y la boca oscura está pronta para tragar a los contaminados. Giran y corren los sepulcros por los sitios de la pelea y arrebatan en su cavidad podrida a los que defienden la crápula y han muerto. Allí van a encerrarse para siempre con los dineros robados, con sus afrodisías sensuales, con las sedas y el cuerpo lúbrico de las rameras que han disipado en la orgía los ahorros de los trabajadores honestos. ¡Mejor es que mueran!   -339-   Si no el pueblo los va a estrangular con mano feroz y prisioneros sobre minas de pólvora sentados van a volar en pedazos. Han hecho llorar los hogares por la pobreza acercados al lupanar. ¡Ay de ellos! ¡Puede faltar el pan y en el seno de Dios, los hombres de hambre morirse, pero pobre de aquél que da escándalo y coloca a la inocencia cerca de la deshonra! Las iras del cielo han de aventar la ceniza con la basura impía.

Así, de repente, Desiderio está detrás de una barricada enseñando a los bisoños a apuntar. Con el revólver en la mano, sale fuera de ella al lado de los artilleros sudorosos y negros de pólvora. En el estruendo diabólico, envuelto en humo, en esa inquietud que lo hace dar vuelta por todas partes, con su figura erguida y valerosa, concita a todos, los inerva y les comunica sus bramas de venganza y de exterminio. A veces aparece su rostro sobre la barricada misma. No conoce el peligro   -340-   sino para desafiarlo y entre el volar de las astillas, con el rostro herido, en medio de esquirlas y fragmentos de adoquines, mientras en su alrededor zumban y silban las balas, agachado hacia afuera, hunde la mirada, busca y descubre enemigos ocultos y los señala a sus combatientes. Estando así en una de ellas, vio a lo lejos y en frente una selva de lanzas detrás de la barricada enemiga. Poco a poco el fuego disminuye por su orden, hasta el silencio. Una idea satánica ha cruzado su cerebro. Es una celada. Al rato se siente como el despeñarse de una avalancha, el rodar de un formidable derrumbe. Toda la caballería enemiga carga, relampagueando las lanzas, a media rienda contra la batería silenciosa. Quieren ese trofeo en la loca furia, resonante de alaridos salvajes, pero a cien metros Desiderio, encaramado en lo alto de la barricada, manda hacer fuego y un torrente de fierro, de humo y de pólvora, se desboca y ametralla. Siguen descargas   -341-   cerradas. Es una de rugidos y de blasfemias. Por el aire corren y voltean, chirrían y repiquetean las balas. Han rodado a lo lejos heridos o muertos patas arriba, corceles y jinetes; una trenza de muslos amputados y sangrientos, de monturas, de entrañas humeantes y escarlatas, de lanzas y de cráneos abiertos en rebanadas; cuerpos medios vivos aplastados bajo los cadáveres de los caballos, todo eso sobre una alfombra de cuajarones rojos, salpicados de esquirlas, pedazos de hueso y curvas de hemisferios cerebrales desgarrados. En la furia de la carrera, detenidos muchos salían por las orejas de los caballos; otros saltaban la nueva barricada de carne, pisoteando heridos y muertos, todo entre mugidos y lamentos, porque el fuego arrecia y los jinetes caen, algunos arrastrados hacia atrás por las cabalgaduras locas de miedo en la huida aquí y allá por las bocacalles laterales. Son caballos con un muñón sangriento que saltan fuera   -342-   de la hornaza en tres patas y heridos que se tambalean como borrachos a lo lejos. El regimiento se retira destrozado. Los más están acostados a cien varas de la barricada, que arroja un ¡hurra! salvaje. Sobre ella, como una luz mala, Desiderio. Hay en él algo de leyenda pavorosa. No se le ha movido un músculo; los labios están fríos; los ojos están fríos. Aquella bacanal funeraria lo encuentra rígido sobre el baluarte. Parece una satánica visión. ¡El pueblo que sufre está vengado y los jóvenes que están allí sin vida no tienen madres! En la barricada hay muchos heridos. Tienen al rato que retirarse los que la defienden, porque el gobierno ha avanzado sobre ellos por los cantones y los hace arder a balazos. Las abandonan. ¡Ellos tampoco tienen madre, esos desventurados de veinte años!

La tarde mira a la batalla iluminando los techos donde zapatean soldados y pueblos y las flechas doradas de los campanarios.   -343-   El sol pasó en su curva, como una grande ojera centellante, sobre el río desierto de mástiles y quieto hamacándose. Ese chorro de chispas, que corre por sus aguas turbias, ilumina y calienta muchos trozos de miembros arrancados en la batalla y sigue el sol como un Dios indiferente sobre los cantones, ilumina y refleja al cielo en los lodazales del suburbio y el disco rojo se hunde al fin lentamente detrás de la línea de la pampa. En los días normales, la ciudad se prosterna en esta sublime agonía de la tarde. Está cansada y a medida que la penumbra invade y los rumores huyen, la gente busca la paz de sus casas llenas todavía de claroscuros y de silencios. Llegan allí tañendo los toques de la Avemaría, la blanda melopea lenta que viene como del cielo y trae en sus notas el alma de la plegaria. Invita a rezar, como si esta reverencia de la mente, arrodillada ante la   -344-   sombra de lo infinito, fuera el lenguaje de la nostalgia humana hacia Dios, en la hora indecisa y doliente en que el día de ciudad muere y desaparece como un atleta fatigado y triste. El cielo pierde su color, la ciudad su vida. Entre las casas de alto, el éter se ennegrece y la calle se entenebra. Apenas un rato después los faroles dan una luz escasa y amarilla, cuando ya el Ángelus, en las últimas esquilas, se pierde a lo lejos en un moribundo desvanecimiento. Los campanarios callan. El templo ha avisado al hombre que todo pasa y se dispersa como ha pasado el esplendor del sol y en su placidez religiosa y en la divina resignación de su ambiente, se oyen los salmos, con que recibe siempre a los que no duermen en su seno, en la inefable alegría del espíritu de Dios, cuyo grande ojo sereno, que no tiene noches, mira los mundos su obra idolatrada y llora por el dolor de los tristes y por las   -345-   solitarias crucifixiones de la desventura. Por eso el Ángelus que revela las compasiones y las ternuras de la infinita caridad, derrama lágrimas tan melancólicas, como para significar a la humana estirpe que es necesario arrodillarse, porque el Eterno Perdón la espera siempre en la paz suavísima de sus misericordias. Por eso, a pesar de la sangre y de la suprema inquietud de esa tarde, algunos templos abrieron sus puertas y había mujeres arrodilladas en sus penumbras. Rezaban por la patria moribunda y por los hijos que ofendían al Señor para que los protegiera, porque se perderían si quedaban solos. Eran niños. Él podía hacer que cesara la guerra fratricida, derramando en el corazón de los que peleaban, la mansedumbre de su alma divina y Él que perdonaba tanto, haría que los hombres aprendiesen a perdonar. Son los amores de las casas solas. ¡En la niñez bendijeron su nombre! Por eso de rodillas   -346-   le pedían al Señor que los iluminara. Estas plegarias eran interrumpidas por descargas, que resonaban como un augurio siniestro por el hondo silencio de la ciudad. El brusco chistar de las balas se oía mejor y se hundían en las paredes de algunos templos. De repente aquí caía herido un curioso, allá otro y la augusta quietud del Ángelus, que sosiega y endulza todas las iras y las asperezas, era dominada por el estruendo y por los sacudimientos lejanos. Los himnos de la matanza triunfan sobre el concierto angelical de la tarde que se despide, sobre las angustias de los hogares sin paz y el hedor de la carnicería cuajado de moléculas de sangre y de humedades grasientas, arroja lejos y se sustituye al sahumerio celeste de la familia arrodillada que reza el rosario. Por eso fue una trágica Ave María la de esa tarde, como sus penumbras, surcadas de fulgores cárdenos. Su sosiego no era la calma   -347-   llena de beatitud del cuerpo y del corazón, que sigue al día turbulento. Había algo de féretro, algo de urna muda donde se ruega a sollozos por todos los amores que la muerte desgarra y se lleva para siempre en su sacrílego vértigo. Ya se veía. Muchos sepulcros se iban a abrir para cubrirse de mirtos y de anémonas; y el osario, el antro de los desheredados y de los anónimos con su fondo de putrílago y con la boca sucia abierta, espera carne muerta y juvenil para la gangrena. Los sepultureros van a ganar buen jornal. Se emborrachan a cuenta y saludan con canciones obscenas y carcajadas irreverentes a los carros que llegan. Por eso, de rodillas, el hogar reza al Dios infinito, inmaculado esplendor zafíreo, al Dios diseminado en el universo en las tardes melancólicas del mar, en la tristeza inmortal de la marea gris que murmura hacia lejanos amores los recuerdos del navegante, en la elegía   -348-   de la ola solitaria que rueda, vaga y ondula de cielo a cielo, de playa a playa como una alma en pena, en eterna oración; diseminado en el Ángelus de los campos y saludado por el bálsamo húmedo del pastizal, la fragancia de la flor y la humareda de chimeneas a lo lejos y por esa solemne religión de la arboleda en silencio, mientras de rodillas ruega toda la naturaleza y recibe la lluvia de rocío, la divina Eucaristía, antes de acostarse a dormir bajo el cielo de la noche; al Dios, bondad y esperanza que se apodera en esa hora del alma materna que tiene el ritmo exquisito y la piedad profunda y canta la poesía de las cunas que ellas mecen con el pie y con la voz arrullan y habla de los regazos cariñosos donde los niños acuestan el cuerpo cansado y dormido bajo el beso, entre la melodía de sus nenias y cuenta cómo late el corazón, cuando estrechan la cabeza turbulenta de los adolescentes, heridos por la pasión y extraviados   -349-   por el error fratricida y escribe los largos sollozos de dolor sin lágrimas de esas peregrinas de las calles ensangrentadas. Y todas quieren ver a sus hijos, y mientras el sufrimiento azota las casas de los que no han llegado, otras los buscan en ese camposanto tétrico de los cantones, en esa hora tranquila y triste, en que el mar y los campos acostados en el reposo, susurran todavía para dormir...

Una de ellas, envuelta en un reboso negro, caminaba lentamente hacia el lugar del combate. Había llorado mucho y cada reboar lejano de la artillería, la encontraba arrodillada rezando entre un doloroso sobresalto. En vano había abierto muchas veces la puerta de calle, creyendo que golpeaban. Su oído se equivocaba a cada rato. Vino la noche y con ella mucho tropel de gente disparando y muchos trabajadores indiferentes. Todos volvían a sus casas, menos su hijo. Por eso, antes de salir besó   -350-   los pies de un crucifijo y se lo puso en el seno. Ya en la calle, siguió su camino sin mirar para atrás. Era una intrépida. El buen Dios ha de ayudar a la pobre madre en su viaje. A medida que se acercaba a la Acrópolis, crecían en todas partes los signos de la destrucción; charcos sin adoquines, caballos muertos, enormes trozos de reboque desmoronados, verjas de hierro fracturadas, puertas hundidas y derribadas. De cuando en cuando resbalaba en una pocilga de lodos y cuajarones. Aquí y allá algún muerto. Ella arrodillada, prendía un fósforo, para mirarles la cara y seguir entre el hedor de pólvora quemada y el putrílago del matete. A lo lejos oía lamentos angustiosos y como un quejumbroso relinchar de corceles heridos. De repente una mole negra, erguida delante de su persona que no la dejaba pasar. ¡Era un osario en media calle, una confusión de caballos destripados, resoplando de dolor y de miedo y muchos   -351-   jinetes con los miembros y el vientre reventado por la metralla; una mole de carne que vive, grita, sufre y pide agua! ¡Más agua! Un osario que tiene sed con las fauces secas y calcinadas casi. Los heridos que vivían todavía, aplastados bajo el peso de los caballos, imploran, otros deliran; más allá hay uno que impreca y blasfema, mostrando los puños.

-¡Agua! ¡Agua! -se oye por todas partes-. ¡Señora, por sus hijos! ¡En las casas hay mucha! ¡Un jarro de agua! ¡Dios de misericordia!

La pobre madre consternada por aquel clamoreo, se arrimó a una puerta. Golpeó y no le abrieron; vuelve a otra y a otra, hasta que al fin llegó con un balde en una mano y un jarro adentro. Allí bajo la luz sucia de un farol de keroseno que colgaba de una casa, se agachó para buscar a los heridos con el jarro lleno. Coloca sobre su regazo muchas cabezas de viejos soldados, llenos de cicatrices y les da de beber, mientras otros   -352-   se arrastran hacia ella como larvas, extendiendo los labios secos y manchados con sangre. Nadie había curado a los heridos. Allí en la fúnebre noche todavía estaba el regimiento de caballería, diezmado por la metralla, preparándose para morir. Ella les preguntaba a todos, si habían visto a su hijo en algún cantón, les decía el nombre y les describía su efigie.

-No sabemos -contestaban-. Allí cerca hay una barricada. Todos son muchachos. Peleaban ladrando como perros y mugiendo como toros. No querían estar detrás de los parapetos y salían al medio, a cuerpo descubierto para hacer fuego. Trizas nos han hecho. El coronel ha muerto; los capitanes han muerto. ¡Cristo padre! Como piedra llovían las balas. ¡Aquí hay más sangre que agua en los manantiales! ¡No lo busque por este lado, si era de la revolución! Más allá, buena mujer. En frente...

Entonces ella fue hacia la barricada, tropezando   -353-   con los cuerpos muertos, agrupados sobre el lodo, como pelotones oscuros. A medida que se acerca, la marcha es más difícil. La calle está llena de túmulos por todas partes. Son monturas, armas rotas, cananas, mochilas y piedras acumuladas. Aquí vigas, allá una plataforma de tranvía, más allá un carro patas arriba, sombras extrañas de través, de canto, aplastadas en el barro o erguidas como torres, manchones pavorosos que interrumpían su camino, semejante a una línea negra moviéndose en zigzag por los senderos tortuosos que separan las pilas de ruinas silenciosas, entre cuyos intersticios salían, de cuando en cuando, gritos lastimeros y estertores que le hacían doler el corazón. Le pedían agua y la pobre madre, con las ropas empapadas en sangre, arrodillada a cada rato cerca de los heridos, en la escasa penumbra de los faroles, les miraba la cara, con caricias y consuelos en la palabra. A veces no los   -354-   distinguía, tanta era la oscuridad. Sus fósforos estaban mojados y a pesar del largo viaje, la pobre mujer no había encontrado a su hijo. Casi desfallecida en aquella quietud se abandonó, asustada de aquel dolor suyo hondo, que no tenía palabras y llorando por todos, arrodillada entre los escombros de la barricada y sentada sobre los talones, entrelazó las manos adelante. Estaba sola en aquel cementerio, extendido sobre la pocilga. Arriba el cielo azul oscuro surcado, por la vía láctea, llena de brumas luminosas, abajo las ruinas de la barricada y a los costados los frentes oscuros de las casas de alto. Ella de rodillas como una dolorosa. En su alrededor entre el silencio fúnebre, interrumpido por los ayes de los heridos, se sentían golpes de piquetas y estruendo de masas. De cuando en cuando el fragor de un derrumbe. El gobierno estrechaba el círculo y un batallón de zapadores horadaba en ese momento las manzanas, construyendo   -355-   un camino hasta la Acrópolis, enfrente de la artillería revolucionaria, mientras la madre escuchaba los quejidos rogando al Señor por su hijo. Aparecieron entonces por la barricada cuatro o cinco luces y ella distinguió algunos hombres con faroles que se acercaban a los heridos para curarlos. Uno de ellos hablaba mucho. Ella alcanzó a oír algunas palabras: «Es inútil, amigo Herzen. ¡Son aborígenes! ¡Es una raza que muere!».

Era D. Manuel de Paloche que iluminaba en ese momento el rostro de la mujer.

-¿Y Vd. -preguntó D. Manuel-, qué hace aquí? ¿Cómo ha venido? Tiene frío esta mujer, Herzen. Tome mi capote.

Se lo dio.

-Busco a mi hijo, Señor. Busco a mi hijo -contestó ella.

Los dos amigos se estremecieron ante esa pálida figura de rodillas yerta de dolor y de frío.

-Aquí tiene Vd., Herzen. Ésta es una   -356-   madre -agregó D. Manuel con violencia-, y esta otra es sangre sacrílega. Con estos crímenes se matan las infinitas ternuras. ¿Y sabe Vd., amigo Herzen, lo que le contestan, cuando Vd. describe a estas ancianas solitarias, arrodilladas al lado de los retratos de los hijos muertos? Le contestan que la revolución es necesaria para constituirse y cuando Vd. protesta y diagnostica que eso es emanación de la inferioridad humana, lo mismo en el pueblo que la produce que en el gobierno que la provoca, entonces lo miran a Vd. llenos de asombro, como a un espécimen de la fauna del terreno terciario, como si se preguntaran en qué mundo vive Vd., le llaman ingenuo y al saludarlo le dicen: «Pero amigo, ¿cómo quiere Vd. que no haya en América asonadas, motines y revueltas, si se están constituyendo?». Con eso salvan su responsabilidad de pensadores. Lo moderno para ellos es eso en política. Esté tranquilo, amigo   -357-   Herzen. Bolivia se constituye, el Perú también. El Ecuador se está constituyendo y la República Oriental vive en una constitución crónica.

-Señor -interrumpió la mujer tímidamente-. Vd. cura los heridos, ¿no es verdad? Yo estoy aturdida. Ya era el Avemaría y mi hijo no había ido a casa. Tuve miedo por él y salí a buscarlo. Por esto habrá sido, señor, que anoche antes de acostarse, me estrechó tan fuerte contra su corazón y me tomó las mejillas entre las manos y me miró hondo, hondo... A mí se me cayeron las lágrimas, porque sabe Vd., señor, él es más bien serio y adusto. No habla casi y me extrañó mucho porque me acariciaba el pelo y me pidió que le diera un poco, para poner en el relicario de su reloj. Me dijo: «Mamá, yo no tengo novia. Vos vas a ser mi novia para siempre. Dame un poco de este pelo blanco tuyo tan bonito». Y ve Vd. -seguía la mujer, levantándose   -358-   con vivacidad, como si estuviera delirando-. Él debe estar herido. Tal vez Vd. lo ha curado, mi buen señor. Yo le voy a decir cómo es. Tiene diez y siete años y el pelo negro, como este poco que a mí me queda. Esa noche, le voy a seguir contando, yo le dije que se acostara temprano y se abrigase bien y que no estudiara, porque yo coso, sabe Vd., todo el día y toda la plata es para eso, pero al rato se volvió de su cuarto y me abrazó y me dijo que el pelo lo había puesto en el relicario. Fue entonces que yo sentí que su corazón saltaba y lo apreté contra el pecho porque me parecía que él iba a llorar. Vd. lo ha de haber curado, señor, allí en la barricada. ¿Si Vd. quisiera acompañarme a buscarlo? Hay mucha obscuridad aquí. Yo le voy a decir que me da miedo porque he visto algunos degollados.

Se pusieron a buscar entre los escombros. Encontraron muchos con profundas   -359-   incisiones en el cuello. Algún cuchillo facineroso había andado por allí. Mucho rato caminaron por las sombras y de rodillas estuvieron curando heridos. Al fin dieron con él. La madre se sentó sobre el lodo y su regazo le sirvió de almohada. Era casi un niño. Cuando sintió que lo besaban, abrió los ojos grandes y moribundos. Tenía fatiga y escupía sangre. No hablaba. Ella, con un pañuelo de seda, le limpiaba el rostro, arrimando su mejilla a la del hijo para calentarlo. Estaba pálido de cera, iluminado apenas por los faroles puestos en el suelo. Sus ojos humedecidos por el llanto silencioso de la madre, empezaron a apagarse, mientras Paloche le curaba la herida del pecho, un agujero negro de donde salía sangre babeando. Hacía frío y una quietud lóbrega extendía su manto en todas partes, en momentos en que de lejos dio las horas el reloj de una iglesia y llegaba el tañido ondulando   -360-   en el profundo sosiego, mientras se enfriaban las manos del enfermo entre las de la madre, llenas de suaves caricias. Las dos mejillas estaban cerca y los labios juntos y trémulos, sin palabras y sin besos, hasta que ella sintió que aquella adorada cabeza se iba inclinando para dormir sobre su corazón. Lo estrechó levemente y le dijo las dulces palabras en voz baja, casi la amorosa nenia con que en su niñez lo había adormecido. Lo arrullaba, meciéndolo y con los ojos grandes llenos de pavorosas interrogaciones, miraba a D. Manuel, que seguía vendando en silencio. Poco a poco el sueño vino; pero sin respiración y sin latidos, el descanso eterno de una cosa inerte que resbaló por el pecho de la madre manchándolo con sangre. Ya no tenía hijo, y ella lloró con un sollozo profundo sin desesperación y sin gritos, besando aquella pobre cabeza muerta. Después lo cubrió con un capote de guardia nacional para   -361-   que no tuviera frío y lo cargó como cuando era chico, para extenderlo al rato sobre una camilla que traían algunos hombres que acompañaban a Paloche. Se perdieron entre las barricadas. Ella caminaba detrás de su hijo recomendándole a los camilleros que lo llevaran despacio, para que las heridas no le fueran a doler y cuando se detenían y dejaban sobre el barro descansar la camilla, la madre miraba al muerto sin decir una palabra y con un pañuelo de seda, le limpiaba la cara y el cuello. Así llegó a tocar el relicario. Había muerto con él sobre el corazón. Entonces tuvo una congoja profunda, rota en sollozos que no la dejaban caminar. Llegaron a una bocacalle desierta y quieta. No había trincheras. Por allí torcieron los camilleros y la mujer, hasta una casa de aspecto pobre, cerca de las afueras. La madre volvió a cargar al muerto suavemente y lo llevó hasta su cama para acostarlo. Unos pobres claveles rojos y unas ramitas   -362-   de cedrón perfumaron sus manos entrelazadas alrededor de un crucifijo. Después lo besó en la frente y esperó la aurora sentada al lado de su muerto para velarlo, sola y abandonada en la penumbra del dormitorio, alumbrado apenas por la vela de sebo que aleteaba sobre la mesa de noche...

Paloche y Herzen siguieron su marcha en medio de las sombras, sin moverse a ratos y tropezando. Oían de repente gritos horribles y veían bultos escurrirse a favor de la oscuridad, entre gemidos y gorgoteos sofocados. Detrás de ellos, antes de llegar a la Acrópolis, donde no se dormía, alguien gritó con temblores de miedo en la voz:

-¡Por favor, no me mate! ¡No me mate!

Los dos se dieron vuelta. En frente de ellos estaba Juan Paloche con un fusil en la izquierda y una cuchilla en la boca con cuajarones de sangre roja. Su rostro   -363-   era monstruoso, lleno de pegotes negros la barba y había una risa siniestra en su cara de idiota. Su odio por la revolución lo arrojó a combatirla. Peleó en las calles y en los cantones con que el gobierno estrechaba a los enemigos y entre descarga y descarga, se oían sus alaridos feroces. Después, cuando vino la noche, la necesidad de matar lo acometía sin dejarle descanso; sus horizontes eran esplendores bermejos; sus visiones heladas caras de muertos, de lívida y terrosa piel, labios caídos y ojo entreabierto y sin luz. Entonces se precipitó a la calle y su paso por las barricadas vencidas, fue señalado por su locura homicida.

Era la hora del exterminio sin testigos, cuando suena el ronco aullido del degüello entre la tiniebla, que todo lo oculta y apaga. Su cuchilla de carnicero entraba desapiadada en la garganta de los heridos y empapada y destilando sangre, buscaba sus vientres para abrirlos. No había   -364-   nadie por allí sino jóvenes extenuados por la hemorragia. ¡A ellos, pues! ¡A concluirlos! El idiota ladraba como un perro sarnoso entre los aullidos de los moribundos. Él estaba herido también en la cabeza de un hachazo. Lo habían vendado, pero se veía en lo blanco de la curación una mancha enorme y roja. D. Manuel vio que se inclinaba sobre la cabeza de un caído y dejando el fusil, con la izquierda lo aferraba del pelo, mientras la cuchilla brilló a la luz de los faroles. Entonces de un puntapié en el vientre, hizo rodar aquel cuerpo inmundo como una bolsa de porquería por el matete. D. Manuel se echó sobre él y le agarró las muñecas. Al rato estaban atadas en cruz sobre su dorso.

-¡Sarnoso! A tu covacha -rugió D. Manuel-. ¡Éste era el asesino, amigo Herzen! ¡Animal! ¡Caminá! Éste no es mi hijo. Éste es la resultante de algún connubio de criminales, emanación infame   -365-   de alguna ergástula -agregó con rabia el padre.

Herzen lo calmaba, pero D. Manuel a empujones hacía caminar a Juan. Éste refunfuñaba entre dientes:

-Lo he muerto cincuenta veces, lo he muerto.

-¿A quién? -preguntó Paloche, poniéndole la mano sobre el hombro.

-Todos ésos que he degollado, son Desiderio, agregó el idiota riéndose.

En el día, en medio del fuego, la figura de D. Manuel de Paloche había adquirido contornos heroicos. Al lado de los caídos estaba él con sus algodones y sus vendas. Los curaba con una intrepidez dolorosa. Todos sus esfuerzos para impedir la revolución habían sido inútiles. Ésa era su grima. Entonces lo que había que hacer era servir a las víctimas. Por eso, en los dos campos enemigos, su serena figura, llena de paz, ejerciendo misión, inspiraba respeto y se le perdonaban   -366-   sus vociferaciones de orador. Así en las barricadas revolucionarias, criticaba con fulmíneos anatemas a la revolución y al lado de los del gobierno, hacía a grandes voces el proceso de la conducta de éste, que empobrecía los pueblos y los arrojaba a la sangre y al desorden. No le hacían caso. Le llamaban loco... Después en la noche, siempre acompañado por Herzen, había seguido en su tarea, en medio de la tiniebla y del peligro, expuesto a ser herido, cuando los centinelas con el «¡alto y quién vive!» descargaban sus remingtones. Ha curado muchos heridos en todo ese sitio desolado de la batalla y muchos muertos vio que había conocido con vida y después como conjeturase que los degollados que encontraba a cada rato, eran obra de su hijo, se fue retirando hacia la Acrópolis con un deseo intenso de morir. La madrugada se venía acercando. Los cantones de la revolución se habían   -367-   agrupado, erizados de bayonetas. De casa a casa llegaron cerca de la Acrópolis, empujados por el círculo de los cantones enemigos, mientras a lo lejos la ciudad abría sus puertas para trabajar. Los obreros no se han movido de sus talleres, ni socorrieron a los revolucionarios, porque no comprendían la razón de la sangre derramada. En medio del frío de la mañana, en la plaza, caminaban de aquí para allá lívidos de insomnio los muchachos que esperaban la batalla. Aquello era un lodazal de estiércol y de barro. Todos estaban sucios, pero anhelosos y agarrando nerviosamente el fusil. Querían pelear avanzando. Gritos ensordecedores atronaban los aires, gritos de alegría y de coraje en momentos en que Desiderio de pie, al lado de un cañón, pensaba con tristeza, que el pueblo de la República no había sentido la revolución. Él se había equivocado y tal vez esa sangre era un delito estéril, una monstruosa   -368-   depravación del ideal político. Como a Cristo, no lo habían comprendido y la Acrópolis era su Gólgota. Al lado suyo se había parado un hombre sin que se apercibiera. Era Paloche que llegaba con su cara de buen hombre transfigurado de ira y de congoja.

-Está contemplando su obra Desiderio -dijo D. Manuel con violencia-. Estas manos mías, ¿las ve usted? tienen sangre de inocentes. Es hora que se acabe esto. No haga herir más argentinos. Conserve los que quedan para entregarlos al porvenir. Ustedes están vencidos. El espíritu nuevo reprueba esta forma de hacer patria; por eso el país no los acompaña y la victoria no es de las armas; pertenece a los tiempos. Usted tiene su página en la historia. Es el último arquetipo de una índole que muere. Le llamarán el último de los caudillos y tenga entendido que ese gobierno que lo está venciendo, es también un gobierno muerto.   -369-   Viene por la Pampa Central. Ni el olor conoce de la plaza de Mayo. Todavía está en la «velada literaria» y no se baña. Y adelantándose algunos pasos, amenazó a los cantones gritando: «Salve, morituri! ¡Sobre vuestros sarcófagos se ha de hacer gigante la era de los trabajadores que lleva la enseña del espíritu nuevo!».

Cuando Desiderio, después de estrecharle la mano iba a contestar, se desplomó enfrente un tugurio y un estruendo formidable, una lluvia de balas, de fierros y de cascotes, se azotó por la plaza en todas direcciones. Habían horadado las manzanas. A doscientos metros empezó el duelo de artillería. Al lado de Herzen, Juan Paloche se dobló todo. Una bala de cañón le había reventado el vientre y él quedó en el suelo hecho una pelota con los labios abiertos y los dientes apretados en un horrible trismos. La fiera había muerto enfrente de los cañones   -370-   mirándolos con sus ojos de hiena cansada de osar en sus angurrias de necrófilo... Aquí y allá, heridos y muertos, ayes y blasfemias, brutales retumbamientos y estentóreas conmociones. Las baterías de la plaza contestaron con torrentes de metralla que despanzurraban caballos y jinetes y hacían volar pedazos de casas, mientras de los cantones y de las barricadas se hacía fuego. Ardían las plazas, ardían las azoteas y los edificios. Temblaban sus cimientos y la Acrópolis era un orbe convulsionario de pie, con su gigantesca mole condensando toda la furia de la resistencia. Sus vómitos eran de hierro, su resoplar de pólvora. Ha llegado la hora en que las pasiones, mundos del corazón enloquecidos, se despedacen y en que sea exterminio y pavorosos hundimientos el pataleo epiléptico de los combatientes. ¡Cañón contra cañón, metralla contra metralla! Tendales de heridos de este lado   -371-   con brutales aullidos de dolor, muertos y más muertos; cadáveres encontrados, de través sobre las baterías, y cráneos desprendidos y pisoteados; papillas rojas y miembros mutilados y palpitantes y del otro lado la zinguizarra de los victoriosos y la marcha hacia adelante de los cantones del gobierno que cierran el círculo, de azotea saltando en azotea, entre los alaridos de triunfo y el silencio esquivo y siniestro de los que yacen sin vida. Todos los zumbidos, todos los rechinamientos; reboatos de descargas, crujir de maderámenes en pedazos; zambullidas ruidosas de techos que se hunden, temblores de desmoronamientos, resoplidos, chirriar y mugir de llamaradas, un vaivén espantable de todas las cosas en ondulación infernal. ¡Aquí Desiderio como un espectro, allá Desiderio; más allá! ¡Más allá! De pie sobre los cañones, encaramado con toda su alta persona sobre los parapetos, descargando su revólver, llevando   -372-   a empujones a la pelea a los que retroceden, sanguinario y demente, aquí y allá, en todas partes, una luz mala veloz, al lado de todos los grupos, una lívida sombra con rugir intrépido y estentórea palabra, un monomaníaco de la ubicuidad y del homicidio. A medida que el gobierno cierra el anillo en el círculo implacable de fuego, crece el furor de su alma sincera. Sus gritos son feroces.

-¡A morir! ¡A morir! ¡No hay que dejarles sino cadáveres y escombro! ¡Viva la revolución!

Más lejos, rodeado de combatientes, habla D. Manuel de Paloche. Es su último discurso. Los estampidos lo interrumpen y su palabra cruza como la detonación de un anatema secular.

-¡Vamos, pues, aborígenes! ¡Vamos! ¡A los monumentos del pasado que recuerdan lo honesto, contestan todos con el silencio de las necrópolis! ¡Están quemando la historia en esta fragua! Las cenizas que   -373-   quedan abonarán los campos para el extranjero que acecha a la virgen opulenta. ¡Os preparáis para entregaros! Solamente un nombre pronuncian vuestras baterías: ¡Chile! Sus guerreros meditan la ruina de la nación civilizadora. ¡Cuidado! La hemorragia extenúa y hace perder la virilidad y cuando los odios y la sangre alejen a los hermanos entre sí y mueran muchos y ya no haya fuerzas, la estrella solitaria describirá tarde o temprano, su curva de guadaña para segarnos. ¡Atención! Todavía es tiempo. ¡Sería bueno que en estos baluartes la raza que muere escribiera su último capítulo, para que fuera posible cuidar las glorias y preparar la grandeza futura! ¡Adiós! ¡Las granadas tocan la marcha fúnebre y los pueblos de América siguen el féretro que guarda los restos de la tendencia muerta! Por todas partes, de rodillas, el mundo reza por los extravíos misérrimos, mientras los tambores baten la funerala. ¡Adiós!

  -374-  

En este momento el horror del combate era extremo. Las casas no se veían entre el humo densísimo y mientras la fortaleza parecía reventar bajo sus baterías, el anillo se estrechaba cada vez más. La hora de la asfixia había llegado. Empezó a faltar la munición un rato después. Los cañonazos se hicieron más lentos. Se pedían cartuchos, se pedían granadas; pero los sótanos estaban vacíos. Los oficiales recomendaban no disparar tiros inútilmente. ¡A buena hora! El desaliento empezó a apoderarse de los defensores. Se pronuncia ya una palabra siniestra: «nos traicionan», mientras el gobierno sigue su fuego con implacable tenacidad. Los jefes están reunidos para deliberar. Desiderio aconseja quemar hasta el último cartucho y echarse cabeza abajo después en la vorágine de fuego y pelear a puñal. Una aureola lúgubre rodea su cabeza de iluminado. Arenga a los combatientes.

-¡Hasta morir! ¡Hasta morir! -gritan todos.

  -375-  

D. Manuel entra en ese momento todo manchado con sangre y detiene a Desiderio. Las dos tendencias se encontraron al fin frente a frente...

-Aquí -dijo Paloche-, cada uno tiene la vida para perderla. Eso no es una hazaña, pero es bueno que Vd. sepa que el extranjero acecha a la nación y que a ésta es preciso ahorrarle fuerzas. Después es híbrido resistir. ¡Ese gobierno, ya se lo he dicho, está muerto!

Desiderio mira un rato a su amigo, se transfigura y baja la cabeza sin decir palabra. Su alma caballeresca entristecida tiene la inefable amargura. Piensa en su patria y se apercibe entonces que era un equivocado. Por esa senda no se iba a la glorificación. La quería grande y eterna y con la pera entrecana, aplastada sobre el pecho, empezó a caminar entre los soldados como un sonámbulo inerte, en momentos en que una bandera blanca asomaba sobre la torre de la Acrópolis. El   -376-   silencio había seguido a los estampidos, cuando Paloche llegaba hasta la asamblea del gobierno. Lo habían encargado de la capitulación.

-Voy a ser humano y breve -empezó D. Manuel-. Sé que estoy hablando con moribundos. La fortaleza se rinde. Quiere los honores que corresponden al valor y a la lealtad desventurada. Quiere salir sin armas; pero a banderas desplegadas. No habrá juicios, destierros, ni prisiones.

El gobierno asintió. En ese momento tenía cierto agreste tufillo a pasto fuerte, mientras en la plaza, al saberse lo del parlamento, se había producido una furiosa asonada. No querían entregar las armas ni rendirse. Vino la reyerta sangrienta. Los oficiales rompían las espadas y los soldados, agarrando por el caño a los fusiles, de arriba abajo zumbando, los hacían pedazos sobre las piedras. En medio del tumulto eran insultados los directores de la revolución.   -377-   Eran felones. Habían vendido la conciencia. Algunos fueron lapidados y otros se quitaban la vida en un rincón cualquiera, antes de ser ludibrio. Los más, lentamente con la cabeza erguida sin agredir y sin miedo, pasaban a través de la muchedumbre heridos casi todos y se retiraban en silencio, mientras otros señalados como los consejeros de la entrega, a revolver defendían sus vidas. El furor de la turba había llegado a la demencia exacerbada por el dolor de la derrota, la vergüenza de la humillación y la brama del pillaje. Era una sombra demoníaca, cuyo centro la Acrópolis rompía en un concierto de amenazas y de muerte, un estrépito lleno de horror que se dilataba lejos, contaminando barricadas y cantones sobre la ciudad despavorida. En ese momento llegaba sonriendo D. Manuel de Paloche, con su serenidad de fuerte y con su tranquilo heroísmo. Los tumultuarios lo rodearon. Eran ojos feroces,   -378-   gruesas mandíbulas de homicidas y lenguas facinerosas.

-Hable -le gritaban-. ¿Qué ha habido?

-Se conceden todos los honores de la guerra. Así se rinde la revolución -dijo D. Manuel con frialdad y casi con desprecio.

-¡Canalla! Nos ha vendido, rugía la multitud. Es un espía. Hablaba contra nosotros.

Entonces se oyó una voz estentórea. Un soldado gigantesco lanza una piedra y le rompe la frente.

-¡Tomá, viejo de m...! -le dice y lo atropella, en momentos en que en la plaza arreciaba la bárbara gritería, entre la lucha de la multitud jadeante. Hay una batalla alrededor de su cuerpo; suenan tiros, horrorosos lamentos y chasquidos de cuchillos que revuelven las tripas. Caen algunos muertos; los heridos se revuelcan en su sangre con ayes y contracciones de dolor. Entonces, en presencia de ese delito, cuando lo vieron a D. Manuel postrado con   -379-   un agujero negro en el tórax, pálido de muerte, sostenido por Herzen, el populacho huyó en todas direcciones. Desiderio, gigantesco y lívido, llenos de iras los ojos, y la espada manchada de sangre, con todo su cuerpo había cubierto al grupo. Su rostro tenía todas las lobregueces y todos los ímpetus, mientras a sus pies, atravesado de parte a parte, yace el gigante que ha iniciado la lucha y gorgoteando en su garganta suenan los últimos estertores. Desiderio al rato se aleja y sigue caminando entre los soldados y las barricadas con su lenta ondulación de sonámbulo. Poco a poco la fortaleza queda desierta. La plaza está llena de escombros de lodo y de sangre. Los aullidos de la turba van desapareciendo a lo lejos bajo el gran sol meridiano que alumbra aquel vasto horror. Llega el silencio y detrás del paso del último revolucionario que se retira, Desiderio contempla en el   -380-   fondo la masa de su pueblo en desorden y siente como un renacimiento todo alrededor, como una fiesta, que quisiera desbordarse en un torrente de alegrías.

Camina hacia su casa con las manos juntas sobre el dorso, la galera echada atrás y el ojo triste, mirando al suelo, solitario en medio de la muchedumbre indiferente, que no conoce a su ídolo. No hay aplausos, ni flores en su camino y nadie besa ya su mano benéfica. El abandono empieza; la perspectiva de la vida sola, entristecida por la ingratitud, sin el calor fecundo de la sonrisa amiga, sin la fruición de los bienhechores. Y después, en esa hora suprema, se había dispersado todo el poema de su corazón, la infinita idolatría de sus días trabajados y de las noches de insomnio tan largas e inquietas. Era la libertad de su pueblo, sepultado bajo aquellas ruinas, para que de nuevo empiece el pasado, abriendo la mazmorra sin luz y las angustias   -381-   del destierro lagrimoso. En su peregrinación, los talleres lo llamaban con la voz elocuente de sus máquinas, con las cantinelas de los trabajadores, mientras las calles llenas de estruendos y de repiqueteos, no entendían la revolución. Por eso él comprendió que se había equivocado. Quería iluminar los tiempos y suscitar el heroísmo en el alma popular. Tal vez era un atávico, idólatra de alguna generosa quimera muerta, ya sin átomos y sin religión en la memoria humana. A su casa fue llegando, cruzado entristecido de una fe ya vieja y cuando entró por sus cuartos solos y vio los cuadros donde pintada estaba la efigie de los creadores de la leyenda heroica, una melancolía infinita embargó su mente, en cuyas sombras estaba escrita su noble vida que no había servido sino para la esterilidad y que no serviría en adelante para nada, que no fuese despertar la conmiseración ajena. Él era un pobre cadáver y para no incomodar,   -382-   debía esconderse en su sepulcro. Entonces brilló rapidísima cerca de su sien la boca oscura de un revólver de níquel y salió el tiro. Con el estampido cayó su cuerpo para no moverse más. Desiderio, el último de los caudillos argentinos, había muerto, mientras no muy lejos de allí, sobre el campo de batalla, en pleno sol, D. Manuel de Paloche deliraba todavía con los esplendores de sus visiones para el porvenir. Herzen, arrodillado en el suelo detrás de él, lo sostenía un poco erguido, apoyándolo sobre su pecho para que respirase mejor. Tenía mucha fatiga y el aire escapaba de la herida con resoplidos siniestros. Sonreía en el delirio. Tal vez acariciaba alguna imagen de su espíritu amable y mordaz. De repente se incorpora un poco y le estrecha a Herzen la mano llamándolo.

Herzen acercó el oído a sus labios, porque la palabra no tenía fuerza.

-¡Vivan las razas! ¡Son la virtud! ¡Viva la evolución! -dijo don Manuel.

  -383-  

En seguida se iluminó su semblante. Sus ojos turbios, donde la muerte iba tendiendo su crespón, se agrandaron. Estaban tristes.

-¡Qué gran país éste! -murmuró-. ¡Mata a sus civilizadores!

Luego entrecerró los párpados y se estuvo quieto. La fatiga no le dejaba hablar. Tal vez recordaba sus ironías profundas en esos últimos claroscuros de su inteligencia. Parecía indicarlo un pliegue brusco de su labio inferior y algunas palabras entre dientes que apenas se oyeron. Herzen se acercó más y vio que el moribundo se reía. Una alegre visión había cruzado por su cabeza.

-¡Gran país -dijo-; pero cuánto aborigen, amigo Herzen! Hay mucho que desasnar -agregó con voz entrecortada.

En eso se sintieron agudas esquilas de clarines que tocaban diana. El gobierno entraba a la Acrópolis. Entonces D. Manuel irguió su cabeza y en un supremo esfuerzo,   -384-   hundiendo los talones en el barro, se levantó, mientras Herzen de pie, lo sostenía. Con el brazo extendido y el índice lejos, Paloche era un espectro. Hizo una mueca y soltó una sonora carcajada y cuando el gobierno estuvo cerca, dijo:

-¡Pasto fuerte! ¡No se bañan, amigo Herzen! Y un rato después murmuraba sonriendo melancólicamente:

-¡Ahí van! ¡Pasto fuerte! ¡Insuficientes! ¡No se bañan, amigo Herzen!

Todos sus músculos se aflojaron. Herzen de atrás lo abrazó para que no cayera, arrastrándolo poco a poco hasta acostarlo. Su cabeza descansó a la sombra bajo un árbol corpulento. Tuvo una respiración más. Luego su tórax permaneció quieto y sus pupilas se dilataron. La muerte agitaba allí sus banderas y dentro de ese sosiego, cuando ya habían cesado las dianas, entre los rayos del sol meridiano, en el Gran Todo se desvanecía el espíritu inmortal de D. Manuel de Paloche.




 
 
FIN
 
 


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