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ArribaAbajoCartas de Julio de Goncourt

Edmundo y Julio de Goncourt y Guerín fueron hermanos por la sangre y por el espíritu. Juntaron sus esfuerzos, y en esta unión, logrando formar una sola personalidad literaria, escribieron seis novelas de las llamadas naturalistas, de las cuales la más leída y celebrada es Germinie Lacerteux. Produjeron también once o doce libros de historia y de arte, relativos casi todos a los tiempos de la Revolución y a los de la Regencia y de Luis XV. Hay que añadir a estas obras una que se titula: Gavarni (el célebre dibujante cómico), las Ideas y sensaciones, y, por último, el teatro (Henriette Marechal y La patria en peligro). Tanta actividad literaria mató a Julio Goncourt a los treinta y nueve años; y si murió persuadido de su mérito, pues tan evidente era, también llevó de esta vida la amarga convicción de que su talento y el de su hermano no lo conocía el mundo, no lo quería ver siquiera, mientras levantaba a las nubes la fama de muchos escritores frívolos, sacerdotes   —290→   de la eterna y ya insufrible blague francesa, de que abominó el gran Flaubert con santa cólera.

Hoy, merced a los esfuerzos de la crítica de buena fe y de buen gusto y sabia, que en Francia existe, aunque en escaso número de hombres, hoy la fama de los Goncourt va creciendo, y si no son, ni con mucho, populares, entre los amantes de las letras y de las artes sus obras son ya muy estimadas y leídas, acaso no tanto como merecen muchas de ellas.

Edmundo, el mayor de los dos hermanos, jefe de la escuela naturalista, según algunos, después de la muerte de Flaubert, asiste hoy a la reparación, si no completa, muy consoladora, de la injusticia del público, que en otro tiempo llegó a silbar, con silbidos de tormenta y aires de fronda, una comedia de los Goncourt que ahora aplaude París con espontáneo entusiasmo.

Edmundo de Goncourt saborea este triunfo justo de méritos que parecen nuevos, pero son antiguos, y que... no son de él solo. Así como en muchas familias bien avenidas, muerto el jefe de ellas los hijos conservan pro indiviso la herencia, los Goncourt, hermanos cariñosos, tenían y aún tienen sin partir su riqueza literaria, en rigor indivisible. Por lo cual, Edmundo, el mayor, el que ha sobrevivido, se cree obligado, por amor y por justicia, a recordarnos, siempre que puede, al pobre Julio, que murió antes de que su gran talento fuese reconocido por el vulgo, a quien se desprecia uno a uno, y a quien se mima, se corteja y se teme en masa,   —291→   como se desprecia una gota de agua y se teme al océano.

Edmundo de Goncourt escribió después de morir su hermano (1870), cinco libros: La fille Elisa, Les frères Zenganno (alegoría de sus trabajos y vida íntima), La Faustin, Cherie y La casa de un artista en el siglo diecinueve. En todas estas obras parece que subsiste el espíritu del hermano muerto, que ayuda al que vive en sus trabajos de arte, de poesía, de observación, de investigación. También se ve a menudo la tristeza de Edmundo, que se queja entre líneas, con suma discreción y delicadeza, de la soledad de su vida artística. Como él no puede hacer que vuelva a la tierra el alma de Julio a llenar con sus inspiraciones las páginas de los libros nuevos, ganoso de hacerle hablar, de hacerle decir algo al público que ahora presta la simpática atención tanto tiempo negada neciamente, el hermano cariñoso ha recogido en un tomo de 326 páginas las cartas que Julio y él escribieron a multitud de amigos, y muchas de Julio solo. En este punto hay quien sospecha un piadoso engaño; hay quien cree que Edmundo, reservando para sí los libros que todavía puede escribir, atribuye al hermano muerto mayor parte de la que le corresponde en la que probablemente fue tarea común. De todas suertes, el libro es digno de atenta lectura y tiene unidad, a pesar de la variedad infinita de los asuntos y de la poca importancia presente de muchas de las materias sobre que versa no pequeña parte de la correspondencia   —292→   publicada. En España, donde apenas se leen las historias de los historiadores y las novelas de los novelistas, menos se ha de atender a estos libros curiosos, que revelan la vida íntima, el corazón y hasta los caprichos de un escritor querido y admirado. Aquí no hay todavía libros de esta clase, y tal vez se tuviera por impertinente al que se atreviera a publicarlos. Cuando alguien publica aquí cartas, es porque las ha escrito pensando en el público.

En las de Julio de Goncourt no hay ningún aliño falso, ninguna preparación que les quite el encanto de dulce abandono y de la espontaneidad franca y sincera. En esta correspondencia, o, mejor, cartas sueltas, cuya contestación ignoramos, hay, como en las de Flaubert a Jorge Sand, publicadas el año pasado, un gran interés psicológico, y sobre todo artístico. Sin valer tanto, ni con mucho, como las de Flaubert al autor de Indiana, revelan, sin embargo, secretos de la vida estética del artista moderno, del gran artista, se entiende, no de ese que linda con el bohemio y hace de sus vicios y desórdenes, por lo menos, un cuartel de su escudo nobiliario de genio.

El psicólogo, el fisiólogo, el crítico, el artista, el público, lo mismo que quien lee nada más por sentir interés y admirar bellezas y llorar y reír, pueden sacar provecho de las cartas de Goncourt.

Van las primeras dirigidas a un amigo de la juventud y aun de la adolescencia, Luis Passy; y si bien son las   —293→   menos notables, tienen gran utilidad y mueven vivo interés, porque en ellas se ve el despertar de un alma de artista y un estilo noble y pintoresco, agudo y fresco, que empieza a ensayarse.

Desde las que escribe a los diecisiete y dieciocho años se adivina el ingenio que ha de huir de lo vulgar y trillado, que no ha de tropezar con las preocupaciones comunes, y que desde sus primeras obras ha de mostrarse superior a esa «élite de hombres vulgares» que pasan por genuinos representantes de las letras y del talento en todos los países, sólo porque son la fiel imagen de la medianía ambiente y el reflejo exacto de la necedad indígena, de la vulgaridad nacional y amada como tradición gloriosa. El experimentado en la vida de los hechos intelectuales y sociales puede ver ya en las cartas de Julio de Goncourt a Luis Passy el calvario que se le prepara al hombre nervioso, al artista delicado, al corazón dulce y noble, al talento penetrante y escogido... En cada página, en cada carta, se ve una escaramuza contra la vulgaridad, la grosería, la hipocresía o la necedad...; y esto siempre anuncia una guerra en que acaban por vencer los críticos campanudos, pero correctos, los políticos hueros, pero solemnes, los beatos hipócritas, pero circunspectos, los necios trascendentales, pero numerosos.

Más adelante, cuando Julio es ya el escritor, si no famoso, conocido de los buenos y muy estimado por los mejores, sus cartas representan casi siempre la doble   —294→   personalidad literaria de los autores de Germinie Lacerteux. Aureliano Scholl, Gavarni, Flaubert y Zola son los corresponsales más interesantes, unos por ser quien son, otros por la índole de las relaciones que tuvieron con los Goncourt.

En estas cartas se ve la lucha del ingenio fuerte, digno y serio, con la autoridad mojigata e ignorante, con la crítica presuntuosa y sin gusto, con el público injusto y frío y sordo, con la envidia socarrona y cazurra, con las propias ansias y con las tristes larvas del cerebro, enfermo de pensar y sentir. Se ve también los consuelos del arte, de la idealidad poética, del amor pasajero y burlón, de la amistad sincera, de la simpatía genial; y, por último, se ve esa monótona morfología de la vida, repetida constantemente en la literatura y en la realidad, ese aparecer de las ilusiones que se creen luego muertas, cuando no hacen más que ir cambiando, y que después mueren heladas; esas primeras aprensiones de la muerte, que nos toca y enfría desde lejos, como el extremo de una sombra larga de la tarde; y por fin viene el mal cierto, la muerte misma, y el silencio que sigue a todo.

Sí; las cartas de Julio de Goncourt son, como otras muchas colecciones de esta índole, una verdadera novela del género autobiográfico y naturalista. Con muy pocos variantes podría hacerse de este libro la historia artística de un alma delicada, tierna, que pasa de las caricias de una madre ciega de amor a las caricias de   —295→   una musa no menos ciega y exclusiva, musa nerviosa que va matando con sus abrazos, que chupa la savia de la vida, que tiene celos del ambiente y no se lo deja respirar a su amante, que ha de respirar sólo las emanaciones de su amor, de su poesía; musa que al fin deja caer sus galas y su túnica y se presenta sin más atavío que los huesos colgantes de la muerte. Sígame el lector algún tiempo por este camino de la caída de un poeta muerto por el amor del arte, que algo nos harán sentir y meditar estas cartas, expresión fiel de un espíritu amable y grande, que son como las huellas de un destino que iba a dar, como todos, al cementerio.

***

Después de leer estas cartas pensaba yo, sin poder remediarlo, en muchos jóvenes españoles, a quien no falta talento, que rabian porque en ocho días no logran una reputación y miran con malos ojos a los maestros porque hacen mucha sombra. Estos muchachos listos van al arte por adquirir fama y dinero, si es posible, no por vocación irresistible. El que la tiene, el que no piensa en el éxito, sino en la belleza, por más que no publique ditirambos del idealismo, sabe esperar, sabe resignarse a no ser oído, y encuentra una complacencia íntima y voluptuosa en disgustar a los necios y a los envidiosos.

En las cartas de julio de Goncourt se ve la lucha   —296→   del ingenio original, valiente y digno, con la sordera de la ignorancia ambiente, con la indiferencia afectada de los charlatanes de los periódicos, encumbrados gracias a la buena administración de la empresa que se procuró muchos suscritores; se ve la lucha del espíritu innovador, sincero y fuerte, con los apóstoles del cliché retórico y con los arúspices del sentimentalismo oficial, manifestación asquerosa del cinismo más torpe.

Si los Goncourt hubieran querido adular a los caciques de la crítica bulliciosa, y seguir el mal gusto, y repetir fórmulas gastadas, y emplear recetas conocidas, no tendríamos en esta colección de cartas las huellas de tantos desaires, de tanto silencio desdeñoso, de tanta frialdad irritante e injusta.

La fama de los Goncourt, como artistas, comenzó por donde comienza la del que estima en mucho más las voces de su conciencia literaria que los aplausos del vulgo; comenzó por ser rumor que corrió entre unos pocos, que eran los mejores. Mientras los gacetilleros recibían con desdeñosa indiferencia las novelas de los Goncourt, Víctor Hugo y Jorge Sand escribían a los hermanos revolucionarios cartas cariñosas en que se veía, al par que la sincera expresión de un entusiasmo reflexivo, el reconocimiento de una nueva tendencia literaria que no sabían apreciar los miopes. Mientras algunos majaderos, idólatras de la blague y por lo demás idealistas, condenaban el estilo y los procedimientos de los Goncourt en nombre de la eterna belleza, y de   —297→   los modelos vivos como Víctor Hugo y Jorge Sand, estos dirigían a los autores que despreciaban los pigmeos, cartas como esta:

«¿Cómo hablaros por escrito de vuestro libro? Preciso sería conversar; sois dos, y no hacéis más que un poderoso escritor que me encanta; sois artistas, filósofos, poetas; sois dos ingenios de donde sale un talento ligero, vario, fino, delicado, vivo; sois la forma, el color, el relieve, la luz y la sombra. Y todo esto lo lanzáis en un libro conmovedor, burlón y vigoroso. Yo me acerco a vosotros por las ideas, pero me separo por las opiniones. Me chocan a veces vuestros rasgos, pero casi siempre me encantan...»

Esto lo escribía Víctor Hugo con motivo de Maniette Salomón; más expresivo es todavía lo que con ocasión de la obra maestra de los Goncourt les decía:

«1.º de junio, 1865.

»He leído Germinie Lacerteux. Vuestro libro, señores, es implacable como la miseria. Tiene esta gran belleza: la verdad. Vais al fondo; ese es el deber, y también el derecho... Valor, señores; habéis hecho un libro hermoso, y bueno además. Me dicen que hago mal escribiendo a mis amigos; que esto lastima a mis enemigos; que mi alegría por el buen éxito de otros hace mal efecto en el público. Lo siento, pero es un defecto, del que no me corregiré jamás; y es tan así, que, terminada la lectura de vuestro libro profundo y útil, que me encantó,   —298→   vuelvo a leerlo de muy buen grado. -Víctor Hugo».

He ahí cómo hablaba el pontífice del idealismo romántico a los Goncourt, Bautistas del naturalismo.

Pues Sainte-Betive, el crítico meticuloso y semiclásico, oráculo en su tiempo, decía hablando de la misma novela a sus autores, en carta hasta ahora inédita: «...Me siento atado a esta narración sencilla, verdadera, que no engaña con lisonjas, tan conforme a la realidad, sin un rasgo lanzado al azar, sin nada convencional. Sería preciso, para juzgar bien este libro, una poética del todo distinta de la antigua, apropiada a las producciones de un arte nervioso, de nuevos resortes.»

En cuanto a Jorge Sand, escribía desde su retiro:

«Señores, no os conozco. Soy una salvaje. No me ando en cumplimientos, ni siquiera soy cortés. Creedme, pues, lo que os digo. Vuestro libro es muy hermoso, y tenéis un grande, enorme talento. ¡Qué mundo tan espantoso me habéis puesto ante los ojos! (el mundo literario que se pinta en el libro a que Jorge Sand se refiere.) ¿Es realmente así? No lo conozco. En mi tiempo no me parecía tan feo. Pero está tan bien pintado, tan bien presentado, conmueve tanto, que debe de ser cierto todo eso... ¡Ah, Dios mío! ¡Los cobardes, los imbéciles, los miserables! ¡Qué sátira tan fuerte y nerviosa!... Tenéis el pulso vigoroso; vuestra indignación es elocuente, sin énfasis... Yo sé que todo eso es la nueva escuela. Se quiere decir todo, describir todo, no   —299→   dejar nada en la sombra... Todo eso es deslumbrador...; pero a veces es demasiado... Ya veréis cómo llegáis a sacrificar como en los buenos cuadros. Pero no hay prisa; sed jóvenes, es un defecto bueno.»

Así animaban los grandes apóstoles del romanticismo a los precursores, e iniciadores también, del naturalismo. Repasando estas cartas, ¿qué pensarían los Goncourt de los idealistas del boulevard, de los Caliban del Fígaro y otros Pitágoras de asfalto que les desdeñaban... y todavía desdeñan, a pesar de la reacción, hoy tan favorable en Francia, al naturalismo de los verdaderos naturalistas37?

Sí; todavía hoy, hace pocos meses por lo menos, se trataba en cierta parte de la prensa a Goncourt mayor con una benevolencia irritante, en que el fingido menosprecio era una elipsis perpetua.

Muchas veces la falta de buen éxito, la ausencia de un gran triunfo tantas veces merecido, entristeció la vida de los grandes artistas gemelos; pero en muchos momentos debió animarlos también a persistir, sin cambiar su obra por otra, menos suya, esclavos de la voz de la amistad discreta, el recuerdo de aquellas cartas de Víctor Hugo y de Jorge Sand.

Y por si estas no bastaran, vinieron a reforzar el valor de estos mártires del arte puro, serio y concienzudo,   —300→   la amistad y el consejo de los dos mejores novelistas que heredaron a Balzac: de Flaubert y de Zola. El libro de que trato nos presenta una correspondencia continuada con el autor, Madame Bovary, y otra de si menos numerosa, no menos elocuente, mantenida con el autor de Germinal.

¡Cuánto enseñan, cuánto hacen sentir estas cartas sinceras, llenas de la pasión noble del amor al arte! Allí se ven los chispazos eléctricos de la simpatía artística; allí se ve una amistad caliente y cierta, brotando de la armonía de dos almas en la región desilusionada de lo bello, allí se ve a los verdaderos grandes espíritus de la literatura nueva francesa intimando poco a poco, después de admirar y excitar y amar todos ellos el genio de la generación pasada.

Porque esta es la verdad. Si para los Goncourt tuvieron Víctor Hugo y Jorge Sand frases de cariño y de admiración, y los Goncourt para los grandes románticos admiración y respeto, lo mismo puede decirse de Flaubert, que escribió durante gran parte de su vida a Jorge Sand, llamándole siempre «mi querido maestro», y que decía de Víctor Hugo que era el único literato verdadero que quedaba...

En España también hay amistad estrecha entre los Galdós, los Peredas, los Pardo Bazán, etc., que representan, a mayor o menor altura, si no el naturalismo, tendencias en general muy semejantes; también respetan y aman estos señores las glorias románticas...; pero   —301→   la recíproca no es cierta. Sólo dos grandes idealistas, Castelar y Echegaray, inspirándose en la gran tolerancia que les da su genio, tienen palabras de aplauso y animadoras para los que, altos o bajos, siguen el rumbo nuevo, no con furor de sectarios exclusivistas, sino reclamando su parte de sol, sin negar la que toca a los demás, sobre todo a los viejos.

Las Cartas de Julio de Goncourt se prestan a consideraciones de muchos géneros; pero resuelto a no prolongar la serie de artículos destinados a este asunto, corto aquí la materia y termino recomendando este libro a los que quieran estudiar la historia del arte contemporáneo por dentro, por el alma.



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ArribaAbajoFrontaura

Se ha publicado una nueva edición de Las Tiendas, libro original y en prosa de Carlos Frontaura.

Carlos Frontaura, antes de ser conservador, fue un escritor de mucha gracia. Las brujas de Macbeth le hablaron un día al oído, diciendo: ¡Salud, Macbeth (Frontaura); salud, Thane de Glamis (alias gobernador de Salamanca); salud, Thane de Cawdor!, o como diría cierto periódico muy erudito y mal pagador:

1 Witch-All Hail, Macbeth-Hail to thee Thane
of Glamis!

2 Witch-All Hail, Macbeth-Hail to thee Thane
of Cawdor!



y el Sr. Frontaura se dejó seducir y... no mató a nadie; pero ahorcó él ingenio para dedicarse a su ambición.

El director de El Cascabel no llegó a Ministro, cuanto y más a Rey; le sucedió lo que a muchos literatos   —304→   verdaderos, que se cansan de cobrar poco y se meten a políticos. El verdadero literato rara vez es buen político, de los que se usan. Para un Castelar, que es buen literato38 y buen político, hay mil escritores que en cuanto se meten en política de once varas se achican, pierden pie y... se resellan. Sí; el primer acto del escritor al meterse en política suele ser eso: resellarse. Se sabe que el artista, cuando quiere ser hombre de partido, casi siempre salta hacia atrás. El porqué de esto, ya lo han explicado muchos pensadores, entre ellos Mad. Staël en su Ensayo sobre la literatura. (Véase el periódico que paga mal, que debe de estar enterado.) Ello es que Frontaura se hizo muy reaccionario y muy místico, como si dijéramos. El Cascabel, que había sido la alegría del mundo y todo malicia, empezó a palidecer como si estuviera opilado, y a publicar varios desahogos de flato religioso en forma de endechas cristianas. Por cierto que in illo tempore era yo un adolescente bastante buen católico, aunque muy liberal; y con un seudónimo envié dos o tres poesías místicas a El Cascabel, que me las publicó en seguida. Mucho se lo agradecí en aquella edad de la inocencia literaria; pero hoy confieso que lo mismo yo que El Cascabel tocábamos el violón... como suele decirse. Una cosa es la piedad y otra los periódicos satíricos. Por allí no se iba a ninguna parte. Yo me corregí a tiempo. A los pocos   —305→   años ya no escribía este bardo versos místicos ni profanos. Pero El Cascabel que es de quien se trata, continuó en la mala senda cultivando la noche serena, de fray Luis... en traje de pierrot, género de moda de que abominaba, con razón, Cervantes. Cuando ya estaba místico en último grado el Sr. Frontaura y se esperaba que se metiese en la Trapa de un día a otro, le vimos con destino a su destino. En vez de entregarse a Dios, se había entregado al Sr. Cánovas. Era Gobernador.

Cuando volvió D. Carlos de su ínsula, o no sé si desde allí, escribió una comedia mediana, de lenguaje muy pasadero, pero con unas pretensiones éticas que daban ganas de llorar. Se llamaba la comedia Las tres rosas, o cosa por el estilo.

Y a pesar de todo esto, Frontaura había sido, y tal, vez para sus adentroscontinuaba siendo, un hombre de ingenio, un literato verdadero con mucha malicia, con mucha sal y con más gusto que muchos señores que ahora le miran como cosa anticuada.

El caballero particular es una zarzuela que tiene gracia verdadera, espontánea, sin necesidad de recursos heroico-bufos.

Y más, mucho más me gusta En las astas del toro que hace reír de todo corazón, que es un modelo del género de que después tanto se ha abusado, pero que en sus justos límites es muy legítimo por muy nacional, muy original y muy regocijado.

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Todavía, cuando de tarde en tarde veo En las astas del toro, en día de buen humor, gozo con la franca alegría de los quince años y bendigo al autor de aquellas escenas que, sí, señores, son clásicas a su manera.

Las Tiendas es un libro que, como ustedes saben, se publicó en El Cascabel artículo tras artículo. Tiene los defectos que son consecuencia del delito de haber nacido de ese modo; monotonía, redundancia, falta de composición artística...; Pero ¡qué soltura, qué verdad, qué chiste! Sí, señores, sí; en Las Tiendas, de Frontaura, hay gracia, y naturalidad, y observación. ¡Pudo su autor haber escrito tantas cosas así, y aun mejores!

¡Frontaura! Nuestros literatos jóvenes apenas le conocen. Tal vez a muchos les parezca extraño que yo le alabe aquí.

Entre la inquietud y las veleidades del político y la debilidad de carácter del interesado, hicieron del autor de El Cascabel uno de tantos escritores de esos que sobreviven a su popularidad. ¡Qué cosa tan triste!... ¡Cuántas culpas de todos!... El vulgo que olvida, el escritor que se cansa, las necesidades prosaicas que apuran, la crítica ligera, que ayuda a enterrar una fama hablando de decadencia y agotamiento con crueldad fría, con precipitación censurable, sin saber acaso el mal que hace... ¿De quién es la culpa?... se puede preguntar con el ruso Herzen. ¡Sabe Dios! De muchos.

Pero Frontaura no es viejo todavía. Podrá estar cansado, pero yo creo que su ingenio puede resucitar.   —307→   Hace pocos días vi enLa Ilustración Española un artículo suyo, «Leyendo la Correspondencia», escrito a vuelapluma, sin pretensiones, casi sin argumento... ¿qué importa?; allí estaba el Frontaura escritor de buena cepa, el observador sagaz, el satírico gracioso, el hombre del mundo... de mundo grande, el de la calle, el de la lucha por la existencia. En el descuido no fingido de aquellos pocos renglones, en la sencillez del asunto en la facilidad de la forma, se adivinaba al literato propiamente tal... que se dedica a otras cosas.

Se me figura que si hoy se le pregunta a Frontaura: «¿Usted qué es ahora?» Contestará: «¿Yo?, cesante» (si está cesante, que yo no lo sé de fijo), en vez de decir: literato. Sí; de seguro se considera más cesante que escritor.

Si no hubiera habido en el mundo gobiernos civiles, más o menos superiores, ni ética, ni fines económicos, como dicen en las escuelas, a estas horas sería acaso Frontaura un gran escritor de costumbres, como también se dice en las escuelas, y aun fuera.

NOTA. Ni yo trato a Frontaura, ni me ha regalado su libro, ni esto es más que justicia pura.



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ArribaAbajoEstilo fácil

No hablo de la difícil facilidad de que habló un clásico, sino de la fácil facilidad con que ya escribe todo el mundo. En cada capital de provincia, y hasta en muchos pueblos que se contentan con ser cabeza de partido (como Romero Robledo), hay una o media docena de chicos dispuestos, escritores públicos, que menean la pluma con un desenfado (así se dice) capaz de avergonzar a cualquiera. Escriben periodiquitos, satíricos como ellos solos, y sin que nadie se meta con ellos, empiezan a insultar al mundo entero, como si cada vecino honrado les hubiese hecho alguna perrería. Pero no hay tal perrería; todo el vinagre de esas publicaciones humorísticas es falsificado; es un recurso artístico para lucir el estilo fácil y maleante, como dice todavía La Época siempre que habla de Velisla.

En una estadística, que debe de estar muy mal hecha, he leído que se publican en España... no recuerdo   —310→   ahora qué número de periódicos satíricos; pero, en fin, menos de veinte. ¡Absurdo! Sólo en una provincia que yo conozco bien, salen a luz ocho o nueve periódicos graciosos y picaritos. Contando todos los de la Península, deben de ser más de doscientos. Los títulos de tales papeles suelen ser por este estilo: El Palo, La Porra, El Agua va, El Otra te pego, La Jeringa, El Látigo, El Pincho, La Bomba, El Trabuco, etc., etc.; algo que haga daño, que cause explosión o levante ampolla por lo menos. No debe juzgarnos la Europa (ni la América) por lo que dicen estos malhumorados colegas. El desprecio de todo lo divino y lo humano que se nota en los citados papeles no es síntoma general de la vida decadente; es, como dejo dicho, el artificio necesario para escribir con desenfado.

El estilo fácil, según aquí se entiende, no se llama así porque en él se transparente la espontaneidad y abundancia del ingenio, la gracia y soltura con que el escritor encuentra la forma literaria más propia de su idea; el estilo fácil que se usa, es fácil... porque está al alcance de cualquiera, porque así puede escribir quien tenga ganas de meterse en literaturas de once varas.

El estilo fácil en los últimos tiempos; que son las últimas semanas, ha llegado a tal extremo, que un escritor despreocupado no vacila en decir (yo acabo de leerlo), condució y satisfaciera. Yo diré aquí, como en el Don Juan Tenorio un personaje muy discreto, que si es broma, puede pasar; pero que llevada a ese extremo,   —311→   ni nos puede probar nada, ni se la hemos de perdonar al humorista. Se puede ser mal intencionado, escéptico, satírico, despreciar todas las convenciones sociales (como se dice también), cualquier cosa, menos maltratar la conjugación de los verbos irregulares.

Otros, sin ir tan lejos, sin romper por todo, rompen por bastante, y escriben cláusulas sin verbo y manejan el vocabulario de las tabernas con una cansadísima monotonía.

En mi humilde opinión, este desaliño no debía estar permitido sino a quien hubiera demostrado previamente que sabía gramática y retórica.

Otra observación humilde: no crean nuestros segundos y terceros escritores, humorísticos que la facilidad y la gracia están en repetir cien y cien frases e interjecciones vulgares, v. gr.: «Hombre, hombre, vamos a ver, ¿conque esas tenemos? ¿Qué mil diablos se propone el señor tal? Porque al demonio se le ocurre; porque es lo que yo digo; el demonio me lleve si no...» Señores, estas maneras de decir, y otras por el estilo y no menos cargadas de mitos infernales, no constituyen por sí solas fuerza de expresión, ni facilidad, ni gracia, ni muestra de ingenio. Si ustedes ven en algún escritor satírico de verdad algo semejante, no crean que por tales giros y familiaridades se le alaba, sino a pesar de ellos. La única disculpa: que tamañas confianzas de lenguaje pueden tener, es la naturalidad con que las emplea el escritor verdadero, tal vez a pesar suyo, o sin   —312→   darse cuenta de ellas, y aun así no hay disculpa, si hay abuso de la licencia.

Los que creen que está el quid de la sátira y de la bis en escribir, como si dijéramos en manga con mucha frescura, debieran comprender que la imitación de esos descuidos y expansiones es ridícula e intolerable.

Pongan la mano sobre su conciencia -como hace Balaguer siempre que llega el caso- los muchos escritores picarescos y maleantes de la Península y de Ultramar quien aludo, y confesarán que mis observaciones pecan de cualquier cosa menos de inoportunas. El estilo fácil es una de las válvulas por donde respira hoy con más aliento la gran neurosis de la tontera nacional. Y por esta vez no canso más.



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ArribaAbajoLa Zarzuela

Juro ante Dios y todos los testigos que ustedes quieran que no voy... a pronunciar un discurso; ni siquiera el que pronunció Balaguer en el Ateneo el año 82, recordando otro que pronunció el año 64. Tampoco voy a hacer generoso alarde de una erudición de enciclopedista de carrera abreviada. Pienso, sí, citar a los chinos, pero confesando que mis datos son de segunda mano, porque, lo digo sin rubor, yo no he dado la mano a ningún chino hasta ahora. Yo no sé chino. Es más, creo que no lo sabe nadie. Desde que leí en Max-Müller que esto: Ba, bà, bà, bâ, significaba en la lengua de Confucio: «La favorita del Rey abofeteó al primer Ministro», me escamo en cuanto se trata de lingüística chinesca, y me digo: ¿Conque chino, eh? ¡Ba!, ¡ba!, ¡ba!, ¡ba!

Y paso al Sr. Ba...rbieri. Este notable y respetable compositor ha salido, desde las columnas de El País, a la defensa de la zarzuela (en general), atacada (en la misma graduación), por un crítico de La Monarquía, que firma P. P. Gil. La polémica se me antoja interesante, por el asunto y por los contendientes. El Sr. P. P. Gil no parece tonto, aunque en etimologías y prefijos griegos no esté tan fuerte como el Sr. Barbieri, y sí más bien a la altura del Diccionario de la Academia. En cuanto al famoso músico, maneja la pluma que ya, ya. P. P. Gil dice que la zarzuela es cosa fea, y Barbieri sostiene que no, que hay zarzuelas malas (¡ya lo creo; pero mire usted que dramas y comedias!), mas que la zarzuela per se, en una bendición de Dios.

Yo, sin que nadie me lo pida (y aquí está la gracia), voy a dar mi opinión; o, mejor dicho, mis opiniones, porque tengo dos.

Si la zarzuela consiste en un género dramático en que alternan el canto y el recitado, el Sr. Barbieri habla como un libro al sostener que la zarzuela es de todos los tiempos y de todos los países. Ya alude él a griegos y romanos, de modo que no puedo yo meter baza en la erudición clásica. Pero tócame (este tócame siempre es de efecto en tales casos), tócame añadir, y esto casi estoy seguro de que no lo ha dicho Balaguer, ni el año 82 ni el 64, ni en año de gracia alguno, que el drama y la comedia chinos (ya apareció aquello), son zarzuelas también; que lo mismo le sucede al drama indio; y más diré, que zarzuelas son, y muy zarzuelas, el Rabinal Achi, drama guatemalteco, y el Apu Olantay, drama inca (aunque de este último no puedo asegurarlo).   —315→   Pero en cuanto al antiguo teatro mejicano no cabe duda; y sin contar con los documentos modernos que lo prueban, ahí está Acosta, en su célebre Historia natural de Indias, que nos dice que los juegos consagrados a Ketzalcohualt (pueden ustedes cambiar la ortografía, porque este no ha de enfadarse como el Sr. Rentz) en Cholula, consistían, entre otras cosas, en la imitación de la tos del caballo, y en los berridos, gruñidos, bufidos, graznidos, bramidos, etc., etc., de multitud de animales, imitados a la perfección. ¿Quién no reconoce en esta pastoral americana el mismo género que cultivan multitud de apreciables cantantes indígenas? Sí; los famosos gallos de nuestros tenores de zarzuela deben de traer su origen del teatro de los antiguos toltecas y aztecas.

Aquí contengo los ímpetus de mi erudición de segunda mano (pero no de manos puercas, como otras), no sin pararme a indicar que el protagonista del drama chino (Cing-mo, el primer actor; Vico, como si dijéramos), es el que se canta toda la obra, y que si él se muere en el curso de la representación (de cansancio o por voluntad del autor), le sustituye el fu mo, o segundo actor, y así sucesivamente, como sucede en el mando de un barco, hasta llegar al pei-lao, o sea el barba, al padre viejo, como si dijéramos, a Donato Jiménez. Y se me ocurre que entre nosotros debiera observarse igual costumbre. ¿Da un gallo un tenor?, pues otro al puesto; darle por muerto al primero, y adelante.   —316→   Así sucede con los espadas en los toros, y con los protagonistas en China.

De todo esto, y de otras muchas cosas que omito, pero que diré si se me hurga, resulta que P. P. Gil no tiene razón. No tiene razón, históricamente hablando, como dicen Cánovas, ese recién casado, y La Época, su paraninfo.

Pero prescindamos por un momento de que en el mundo ha habido, o hay, respectivamente, aztecas, peruanos, chinos, japoneses, indios y griegos... Coloquémonos per accidens delante de una de las zarzuelas que se usan por acá, en cualquiera de nuestros teatros... y confesaremos, diga lo que quiera la historia, que no se puede parar allí.

No suele ser mala nuestra zarzuela por ser híbrida. No es eso.

No es que de dos cosas buenas se haya hecho una mala.

Es que de dos cosaspeores se ha hecho una pésima.

Sin embargo, hay algo más detestable que las zarzuelas corrientes, y son los dramas entres actos y en verso, originales de don... Fulanito.

Ahora ya va pasando la racha. Pero yo me acuerdo de aquellas temporadas en que Cavestany era un genio, y Santero otro, y Novo y Colson otro; y Herranz tres o cuatro, y Retes cinco o seis... ¡Todo aquello era sin música, pero era horrible!

¡La música! Se la calumnia demasiado.

  —317→  

Pongan ustedes en solfa El Ángel caído, de Santero (o como se llame; cosa de ángeles es); El Casino, de Cavestany, El Chilperico o El Sisenando, o lo que sea, de Sánchez de Castro (que ahora es preceptista); El Archimillonario, de Novo y Colson; El Garbanzo negro, de Rubí, hijo (según dicen), y no quedarán peor que están...




CANTADO


   ¡No, no quedarán
peor de lo que están,
peor de lo que están...
pan!
¡Ustedes lo verán!,
¡rataplán!...



(Hablando, y con formalidad). Y demás de esto, que no todas las zarzuelas son malas.

Las hay que hacen pasar un buen rato de verdad.

¿Quién, que no sea un D. Hermógenes, no se ha reído de buena gana oyendo y viendo Los sobrinos del capitán Grant (v. gr.)? ¿Y quién duda que en ciertas zarzuelas antiguas hay elementos melodramáticos (en el sentido riguroso y propiamente etimológico de la palabra) que interesan de veras y se acercan mucho a la genuina música dramática?

Hay quien abomina de la tal música dramática, como la concibe, v. gr., Wagner; un crítico francés,   —318→   Bertha, decía hace poco en un artículo a favor de Mozart y contra el autor del Tannhauser, que la moderna tendencia de la ópera a representar la expresión suprema dramática, era signo de decadencia, como en la escultura griega lo había sido el prurito de producir el tipo andrógino. Sí Bertha, Hanslich, el profesor de estética musical de Viena, y otros así tienen razón... P. P. Gil vencerá a Barbieri.

Pero si, en efecto, el desiderátum de la expresión dramática está en la música, la que vaya ganando la ópera, a su modo lo ganará la zarzuela porque eso de que alterne el recitado con la música, no es óbice para la belleza y la naturalidad artística, siempre y cuando que se obedezca a lo que el Sr. Barbieri indica, a la ley que manda decir con el canto lo principal (como hacen los chinos), y dejar lo accesorio39 y prosaico para la declamación.

Pero, suceda lo que suceda, ya verán ustedes cómo no se escriben zarzuelas buenas, lo que se llama buenas.

Y suponiendo que se escribieran, ya verían ustedes cómo no habría quien las cantase. A no ser algunos de nuestros actores de los teatros de verso, que son los más peritos en eso de cantar cuando declaman. (También esto lo hacen los chinos y los japoneses.)



  —319→  

ArribaAbajoEspaña en Francia

«Le Naturalisme en Espagne», por Alberto Savine. -París, E. Giraud et compagnie, editeurs.



I

Hace pocos meses una ilustre escritora española visitaba en París a varias notabilidades de las letras francesas, y de aquellas visitas salía con el desencanto repetido de saber que nuestros literatos apenas son conocidos en aquel gran centro intelectual que se llama cerebro de Europa, y que no tiene conciencia de esta humilde extremidad que se llama España. Edmundo de Goncourt, capaz de inventar el Japón, si no lo hubiera, con todas sus lacas y dioses de colorines; capaz de contar todos los besos que dio Luis XV a sus queridas, ignoraba que en España hubiera gente de pluma con el suficiente meollo para caer en la cuenta de lo que debe ser la novela contemporánea. Zola no sabía de Galdós sino que era un imitador de Dickens, bien que el autor de Germinal no tiene pretensiones de erudito, y tampoco sabía, hace años, quién era Niebuhr.

  —320→  

[...], sin necesidad de ir a París, ya me tenía tragado eso, como se dice, y desde mi casa me hubiera atrevido a asegurar que en Francia, donde son perfectamente conocidos Romero Robledo y Frascuelo, pocas personas tenían noticias de la mayor parte de nuestros literatos. Creo firmemente que esto no debe darnos pena muy honda, pues si a penar fuéramos, la pena negra sería el ver que en España sucede algo parecido; y no debe extrañarnos que un novelista francés no sepa de los novelistas castellanos, cuando hay crítico, o lo que sea, que habla todas las semanas de todo lo que sucede, y ni por incidencia se acuerda de decir que un Galdós, un Pereda o un Alarcón acaban de publicar un libro.

Las causas de estas pretericiones son muy diferentes en Francia y en España. Aquí lo que hace callar a esos críticos, o lo que sean, es la envidia, y de los franceses puede jurarse que no nos envidian nada; a no ser algunos gascones, que tal vez nos envidiarán a Lagartijo.

Francia nunca tuvo, a pesar de sus pretensiones de Ática moderna, el espíritu de asimilación artística que caracteriza el siglo de oro de la literatura alemana; las generaciones contemporáneas, sobre todo, desprecian, en general, u olvidan todo lo que no sea de París; y en crítica, en teatro, en novela, hasta en filosofía, son pocos los escritores franceses que piensan más que en el parisién cuando trabajan. Repásese la prensa diaria de París que es literaria propiamente, y no, como en otras   —321→   partes, sólo de nombre; repásense las revistas, los catálogos de librería, y se verá al literato francés olvidado casi siempre de lo extranjero. Así como para el artista el bourgeois es un ser inferior, para el parisién el provinciano y el extranjero valen menos que el transeúnte de los boulevares. Cuando la Revue des Deux Mondes, u otra por el estilo, se decide a presentar al público a un poeta o a un novelista extranjero, suele hacerlo con la mayor ligereza del mundo, ignorando lo más de lo que debía saber, y sin miedo de decir mil despropósitos, casi casi tomando a gracia los adefesios que en cierto modo prueban la superioridad del distraído ateniense. Escritor que registrará mil papeles para no equivocarse en un detalle insignificante si se trata de las letras clásicas o francesas, escribirá sin documentos suficientes -y sin escrúpulos- si ha de hablar de un ruso o de un español. Yo lo he dicho ya una vez, y he de repetirlo, aunque el Sr. Savine (autor del folleto de que voy a escribir), se enfade y califique de rodomontade la frase40: los franceses suelen hablar de los literatos extranjeros como si fueran animales raros que se exponen en el Jardín de Plantas, o ejemplares de tribus... como algunas que también se han expuesto en algún jardín por el estilo. Hay crítico de esos de París que se presenta al público con un poeta español o un novelista ruso, como Vasco de Gama sale a las tablas en La Africana,   —322→   acompañado de Sélika y Nelusko, para que el sacro Concilio vea qué gente se usa más allá del Cabo.

Este desdén de los literatos franceses de ahora respecto de lo extranjero en general, nace, en parte, de orgullo nacional, y en parte de ligereza y pereza de espíritu. Perdonémosles este pecado, no venial, en gracia de las muchas virtudes del ingenio francés, fuente perenne de grandes ideas y chorro continuo de vistosas novedades.

Por lo que toca a España, la ignorancia de los franceses es ya materia de lugares comunes, de vulgaridades repetidas hasta la saciedad por nuestro exaltado patriotismo literario.

«¡Estos franceses -se dice todos los días- creen que en España no hay más que toros y pronunciamientos!», y la indignación patriótica coge el cielo con las manos.

Alguna disculpa tienen los franceses, señores patriotas. Los toros no lo son todo en toda España...; pero lo son casi todo.

Un francés quería recorrer toda Andalucía y tomó el tren y llegó a Bobadilla el día en que un toro se escapó en la misma estación y despejó el andén de indígenas, y extranjeros; vino el francés a Madrid huyendo... y en la calle se encontró con otro toro suelto... y volvió a Francia y no dijo nada a nadie: no quiso juzgar de ligero; y hace días emprendió su segundo viaje a España, y se quedó en Vitoria.. «Esta raza es otra,   —323→   se dijo, estos hombres que hablan en lengua aglutinante y conservan el amor de lo prehistórico, serán más serios...» y se fue a la plaza, y un toro le hizo dar vueltas por el aire en el tendido... ¡Ah, señores patriotas! Cuando este francés, repuesto del susto, escriba en París sus impresiones de viaje, ¿será de extrañar que los dedos se le antojen toros? ¿Podremos quejarnos de que si le preguntan si ha visto a Galdós, a Valera, a Núñez de Arce, conteste... -¡Señores... no he visto más que cuernos!

El Sr. Savine no es el francés del toro. Este literato que ahora habla de lo que llama él naturalismo español, ha probado varias veces que conoce la literatura española y que tiene dotes de crítico.

Escuchémosle por tanto, con atención, y veamos qué es eso que él llama el naturalismo en España.




II

M. Savine consagra hace mucho tiempo especial atención a la literatura española, y la conoce mejor que muchos paisanos nuestros que ostentan el título de críticos y no saben, por ejemplo, lo que vale Narciso Oller, de quien Savine es traductor y admirador sincero. También ha traducido el escritor francés de quien hablo El Comendador Mendoza, de Valera, La Atlántida, de Verdaguer, y tiene en prensa, además de otras varias   —324→   traducciones (por ejemplo, La cuestión palpitante)41, estudios acerca de los nuevos novelistas españoles. En suma, es M. Savine persona competente, y no de los que hablan a la ligera de las cosas de España. Comienza el folleto de que trato por un breve capítulo en que se examinan los orígenes históricos del naturalismo español y en que se habla de lo que llama el autor «el fin de la novela idealista». En una y otra materia se muestra perspicaz el crítico, si bien deficiente y a veces inexacto. Así, por ejemplo, no se acuerda de Tirso al hablar del realismo antiguo de España; y aunque Tirso escribía para el teatro y en la forma seguía el rumbo de los demás poetas de este género, es, sin duda, después de Cervantes, el mejor realista español de aquellos tiempos. Al hablar de los antecedentes más próximos, cita a Larra con menos admiración de la que merece, y se diría que le pospone al Solitario y al Curioso parlante, sobre los que estaba a más de cien codos; bien es verdad que era romántico puro, idealista de sangre, si vale hablar así, y aunque en la forma procuraba ser llano, natural y corriente, su humorismo y su pesimismo eran de índole genuinamente romántica. Fígaro era el primer escritor de su tiempo; veía horizontes que sus contemporáneos en España no columbraban siquiera. Por eso me parece que M. Savine no está en lo cierto cuando dice que imitaba a Pablo Luis   —325→   Courier. Valía más Fígaro que el traductor de Dafnis y Cloe. Con esto, y con añadir que, en mi concepto, el crítico francés desdeña injustamente a la Avellaneda y ensalza demasiado a Fernán Caballero, queda concluido el capítulo de cargos. En todo lo demás veo acertado y oportuno al folletista, a pesar de la brevedad con que tiene que tratar asunto que necesita mucho espacio. En cuanto al fin de la novela idealista, tal vez M. Savine se apresura un poco y la da por muerta antes de estarlo, y tal vez se la puede ver rediviva en gran parte de esas otras novelas que el crítico atribuye al naturalismo. No puede asegurarse que Valera haya renunciado a escribir nuevos libros de gracia y profunda observación en que siempre será él, D. Juan, el principal personaje; ni menos se puede augurar que será eterno el silencio de Alarcón, quien en el Prólogo de sus Obras completas (en el cual la sinceridad del autor raya en paradisíaca), medio promete una segunda campaña de Escándalos y Niños de la Bola. Bien venidas serían, aunque fuesen más idealistas que Tirante el Blanco o Palmerín de Inglaterra.

Tampoco es absolutamente exacto lo que asegura M. Savine respecto de la crítica idealista; cierto es que los más de los que se han metido a insultar al naturalismo son personas de escasas y malas letras, literatos de ocasión, pésimos romancistas, gacetilleros y revisteros de salones; pero no ha faltado quien supiera herir a la nueva escuela en la parte flaca; y así, mucho de   —326→   lo que contra ella han escrito Menéndez Pelayo y González Serrano es acaso más serio y fundado que cuanto en París decían años hace contra Flaubert, Zola y Goncourt los Sarcey, Brunétière y tantos otros.

Hecha esta salvedad, felicito a M. Savine por la franqueza y valentía con que desprecia las necedades y por la sagacidad que demuestra al omitir hasta el nombre de algunas notabilidades de similor que debían llamar la atención de un extranjero por lo mucho que de ellos se habla y por la publicidad que tienen las tonterías que las tales notabilidades dicen. Se ve que el crítico francés no consulta la lista del timbre de los periódicos para juzgar a los críticos; prefiere leerlos, y los conoce en seguida, y hasta sabe compararlos a sus similares de Francia. Siendo esto así me extraña que el traductor de Valera anuncie la traducción de ciertas quisicosas de uno de esos gacetilleros anticuados.

El capítulo segundo trata de los novelistas que llama Savine naturalistas antes de la evolución. Es notable el rápido estudio de Pereda, y me envanece ver a tan experto crítico, como demuestra serlo M. Savine, coincidir casi por completo con el juicio que sucesivamente y durante muchos años he ido exponiendo en mis humildes trabajos de crítica. ¡Lástima, que el folleto se haya publicado antes de que su autor hubiera podido apreciar la última obra de Pereda, Sotileza, que es, una de las más realistas, al modo especial y muy español del realismo de este escritor insigne!

  —327→  

Para M. Savine, lo que él llama la evolución, aparece determinada en La Desheredada, de Pérez Galdós. Lo mismo creo; y aunque considero que el Pérez Galdós anterior a la evolución vale más, muchísimo más de lo que Savine parece creer (sobre todo por lo que toca a los Episodios nacionales, en que no hay nada de imitación de Erckman-Chatrián, sino algo muy superior); a pesar de esto, digo, creo también que el gran Pérez Galdós se nos muestra en La Deshereda, y que desde entonces hay en este novelista, el mejor de España después de Cervantes, el propósito serio y constante de escribir en el sentido naturalista, comprendiendo esto como sólo puede comprenderlo un gran artista, reflexivo, concienzudo, que ha visto con evidencia la necesidad de estudiar, como el arte estudia, la vida social de España, penetrando en la realidad y no fantaseando meramente vicios y virtudes. M. Savine me honra citando muy por largo lo que hace mucho tiempo escribí acerca de la gran novela del querido maestro, y declara el crítico francés que en todo aquello está conforme conmigo... Conque es claro que en este punto no será mucho que yo apruebe su juicio. Y esto a pesar de que en otro pasaje, y al presentarme a sus lectores, dice que soy un polemiste quinteux et injuste, dont l'esthétique semblait composée plutôt de penchants et d'aversion que de principes solides. Como estas espinas van entre flores, declaro que me han lastimado poco. Además, crea M. Savine que este polemista injusto   —328→   tiene la conciencia libre y tranquila. De las obras de Galdós posteriores a La Desheredada, hace el crítico también análisis breves, pero muy sesudamente pensados, dando una lección a los que aquí no han sabido ver las bellezas y la profundidad de libros como Tormento y La de Bringas.

Por último, examina el folleto las novelas y obra críticas de Emilia Pardo Bazán y de algunos jóvenes más o menos naturalistas que siguen las huellas de Galdós, en concepto de M. Savine, y también me parece justo lo que dice de Oller, Armando Palacio, Picón y otros. La mucha competencia que el escritor francés reconoce a La cuestión palpitante de la ilustre coruñesa, es una prueba de que M. Savine ve con ojos de lince y sabe buscar el mérito donde se encuentra, no en apariencias deslumbradoras.

En fin, merece plácemes el diligente y muy ilustrado autor de El naturalismo en España, por la buena intención de su obra y por la habilidad del desempeño.





  —329→  

ArribaAbajoPalique

Las Cortes suspenden sus trabajos. Esta noticia, que habrá sorprendido a muchos diputados en traje de baño, sobre la fresca arena de la playa y muy lejos de la candente arena politica, me ha hecho a mí pensar que yo también debía suspender mis tareas, tan incompatibles con el calor como puede serlo el modus vivendi o el arroz de Valencia, parlamentariamente considerado.

Y no es que falte materia. No pasan dos días sin que llegue un libro a mi apartado rincón, que es casi casi el rincón de Asturias desde el cual D. Pelayo, «hizo a España volver de su desmayo», según el padre Isla. En este rincón hay una cartería, y el estafetero, hombre íntegro, incapaz de extraviar un mal periódico contra la voluntad de su dueño, divide a los autores, tanto nacionales como extranjeros, en dos clases: los que mandan sus libros certificados y los que los mandan sin certificar.

  —330→  

Los primeros le parecen hombres serios, prevenidos, cautos, dignos de consideración y aprecio; los otros, gentecilla de poco más o menos, ligeros, superficiales. Un libro entregado al correo sin certificar, no puede ser cosa buena, y poco debe importar que se pierda, según el jefe de la cartería. Él no se queda con ninguno42; pero se explica que otros sean menos escrupulosos y dejen que se extravíe un volumen que no trae más garantía que un sello de perro chico.

En cambio, cuando llega un certificado, mi estafetero me lo anuncia poco menos que a cañonazos. Primero una esquelita por un propio: «El señorito tiene aquí un certificado; ¿quiere que se lo envíe y devolverme el sobre con la firma, el recibí, la fecha y lo de 'sin fractura', o prefiere pasar a recogerlo?» ¡Qué de precauciones, miramientos y requisitos para que el certificado cumpla su destino, y los intereses particulares y la responsabilidad del Estado queden en su sitio!

Yo, más ecléctico que mi estafetero, no dividiré a los autores como él, pues yo sé que el genio no admite clasificaciones; pero sí aconsejo a todos los señores que tengan el propósito de hacer llegar a mis manos un libro, que lo envíen certificado.

Mas como es indudable que me he apartado de mi asunto, vuelvo a él, si puedo.

Decía que, a imitación de los padres de la patria,   —331→   me proponía descansar de mis tareas, y que no era porque faltase asunto para la crítica. En efecto, no falta. No sólo hay quien siga teniendo la fe sencilla de que en España se leen libros, sino que hay quien piensa que hasta se leen en verano. Yo sigo recibiendo tomos llenos de letras compactas...; mi obligación es leerlos..., pero imitando a mis legítimos representantes, digo: -Ahí queda eso por ahora; me echo al agua: yo me volveré a abrir más adelante y hasta me declararé en sesión permanente si ustedes quieren; pero hoy -¡por Cristo vivo!- ¡tregua de Dios!

Recuerdo que hace poco tiempo hablaba a ustedes de las traducciones, y que anunciaba continuar en el mismo tema. Pues bien; nada de lo dicho. Suspendo esa materia, si no precisamente allá para el invierno, para cuando me sienta más retórico que estos días.

Un crítico, aunque sea indigno, es hombre, y necesita pensar alguna vez en algo que no sean las ocurrencias literarias de los demás.

Mas ¡ay!, como mis arreos son las cuartillas y mi descanso el llenarlas de tinta, lo que yo llamo suspender mis tareas no puede ser un reposo absoluto. No me es permitido más que cambiar de postura para trabajar. Quiero decir, que de todos modos tengo que escribir, si bien me es lícito, por vía de vacaciones, hablar de lo primero que me venga a la pluma. Y aun este lujo no me lo permitiré muchas veces.

  —332→  

¿De qué hablaré yo? De Política. ¿Por qué no?

Hay en política mucha materia neutral; y además la política tiene aspectos que son por completo ajenos a la política... menuda.

Que los españoles somos punto menos que ingobernables, es una tesis que lo mismo puede sostenerla un monárquico que un republicano. Unas veces nos dejamos tratar a puntapiés y Constituciones internas, y entonces no somos gobernables, porque dejarse pisotear43, no es dejarse gobernar. Otras veces somos ingobernables porque queremos declararnos en cantón a domicilio.

Otra tesis política que puede admitir cualquiera, es esta: los españoles, padres e hijos, somos unos holgazanes.

Dejando a los hijos, hablemos sólo de los padres de la patria. En cuanto sudan un poco, se disuelven como si fueran requesón.

Cuando el Gobierno se acuerda de suspender las sesiones, ya ellas se han ido consumiendo por falta de número, o sea tuberculosis parlamentaria.

A la mayor parte de los procuradores y percuradores les coge la suspensión a doscientas leguas del Congreso. Y todo por hacer calor. Si hoy las naciones se conservan por las artes de la paz, se rigen por la persuasión, etc., etc., necesario, que nosotros hagamos nuestras tareas pacíficas con la misma formalidad con que nuestros mayores hacían la guerra.

  —333→  

Si nosotros salvamos el país deliberando, aguantemos el calor y deliberemos, como lo aguantaban nuestros antepasados cuando salvaban el país cascándose las liendres en el mes de agosto.

Es fama que el día de la batalla de las Navas hizo un calor que se asaban los pájaros; y si por esta consideración Alfonso VIII hubiera vuelto grupas para refrescarse en la Zurriola o en el Sardinero, a estas horas acaso estaríamos sin reconquistar.

Y puede que estuviéramos mejor.

Es indudable que nosotros no tomamos tan en serio nuestras batallas parlamentarias como los antiguos sus batallas campales.

Diputados hay en mi provincia, y en otras, que jamás han entrado en fuego, ni siquiera han visto al enemigo.

Es más; los conozco yo tales, que en cuanto se aprueba su acta salen para el lugar de su destino, es decir, para el pueblo a trabajar el distrito para otra vez, o a servir de agente de negocios al cacique grande que queda en Madrid y necesita en la tierra un administrador político general.

A pesar de estos y otros muchos males, yo opino como un amigo mío, ilustre literato y diputado nuevo, que no ha mucho me escribía: «La política no está ni más ni menos corrompida que lo demás».

Tal creo. Gracias a Dios, como decía el otro, todo está corrompido.

  —334→  

Únicamente el toreo va tirando.

Y, por consiguiente, aún hay patria,

Ahora noto que también me he cansado de hablar de política, o lo que sea.

Otro día hablaremos de... música, de ortopedia, de cualquier cosa.

¡Oh! ¡Quién fuera Fernández Bremón, a quien es lícito dilucidar los negocios de la Sublime Puerta y lamentar todas las defunciones notables del reino!

Pero el Bremón nace.



  —335→  

ArribaAbajoEl testamento de Alarcón

El Sr. Alarcón publica su testamento.

Pero no hay que asustarse.

No es que se crea en peligro de muerte. Está sano, a Dios gracias y para bien de las letras. Tampoco ha dictado o escrito su última voluntad por miedo a los terremotos.

Y si ha sido por eso, yo le aseguro que no tiene que temer.

Los terremotos no se repetirán tan pronto.

Ello fue que se dijo que el señor marqués de Pidal había sido llamado y elegido para entrar en la Academia Española, y la tierra... se estremeció. No es el caso para menos.

Yo creo, es más, me atrevo a asegurar que el globo que pisamos no volverá a temblar... hasta que entre en la Academia el señor conde de Toreno.

El testamento del ilustre novelista es puramente literario. Viene a ser, o es, sin necesidad de venir, el prólogo que va a preceder a la edición, de las obras completas de escritor tan notable.

  —336→  

Es un documento muy curioso y que verán con deleite todos los amantes de nuestra historia intelectual. Por ese testamento se sabe al principio que el Sr. Alarcón no piensa escribir más novelas, aunque, a Dios gracias, un poco más adelante dice que si se le antoja escribirá aunque sean ciento, en uso de su indiscutible derecho.

Dios le oiga a usted, ¡y ojalá escriba, si no cien novelas, por lo menos otra docenita! El arte se lo pide con mucha necesidad. Y yo se lo pido por aquella teoría de balística del general del cuento, a ver si llegan dos cañonazos, si no alcanza uno.

En cuanto a lo de que tenga el Sr. Alarcón derecho indiscutible para escribir todas las novelas que quiera, todos estamos conformes, incluso el Sr. Villaverde, gobernador de Madrid.

Ahora, si después de escribirlas quiere publicarlas, como parece natural... ya es otra cosa. Es decir, publicarlas puede, pero la policía se reserva el derecho de denunciarlas, recogerlas en Correos y en las librerías, sin perjuicio de que los Tribunales vengan después diciendo que las novelas son inocentes.

Por lo menos todo esto le ha sucedido al Sr. López Bago, novelista y además novel en achaques de gobernadores enérgicos y morales.

Y esto no es política.

Desde que los gobernadores se meten a idealistas y atacan el naturalismo poco menos que rompiendo los   —337→   escaparates de las librerías, los gobernadores pasan a ser materia literaria, sujeta a la censura de la crítica.

Lo que yo extraño es cómo el Sr. López Bago, que antes de ser naturalista fue conservador, no conoce mejor a sus antiguos correligionarios.

De fijo conoce mejor a sus correligionarios antiguos el Sr. Villaverde, que antes de conservador fue... ¿novelista? No, liberal.

Pero volvamos otra vez al Sr. Alarcón y a su testamento.

En él nos cuenta la historia interna y externa, que diría un legista, de todos sus libros.

Resulta que al Sr. Alarcón le parecen bastante buenos casi todos, en lo cual no hace más que seguir la corriente general, y por lo que a mí toca, tengo una verdadera satisfacción al ver que en algo estamos conformes el autor de El Escándalo y yo. Tal vez, si fuéramos a juzgar a otros novelistas que aún me gustan más que el Sr. Alarcón, él no fuera ya de mi parecer, pero bueno es que en algo estemos de acuerdo. Quedamos en esto: en que Alarcón ha escrito muy buenos libros. Pero, ¿son perfectos?

En esto vuelven a separarse nuestras opiniones respectivas. El Sr. Alarcón se inclina a creer que El Escándalo, por ejemplo, no tiene pero; por lo menos, él no se encuentra.

  —337→  

Y dirán ustedes a todo esto, si no han leído el testamento del Sr. Alarcón:

-¡Este Clarínestá calumniando al ilustre novelista! ¿Cómo Alarcón ha de decir?...

Permítanme ustedes que les interrumpa. Yo no calumnio a nadie. El Sr. Alarcón dice, en La Ilustración Española y Americana, que él no cree en la modestia, que es una hipocresía tratándose de literatos, y, en efecto, lo prueba. No prueba que la modestia sea una hipocresía, sino que él no cree en ella.

¡Ea, que ya está cansado de que censuren los críticos o Aristarcos, como él dice, sus novelas, y de callarse como un muerto! Y en vez de encomendarse a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como suele hacerse en los testamentos, se encomienda a su cólera y cierra a epíteto limpio con los críticos que se permitieron encontrar defectos en su Escándalo, y a este quiero, a este no quiero, los descalabra a todos; es más, los llama cursis; a otros, o a los mismos, estudiantones (¡miren qué tacha!) y les echa en cara que no han conocido más mujer que la propia; lo cual no es deshonra, porque así debe ser, a lo menos según la doctrina cristiana que el Sr. Alarcón profesa.

De lo que dice el Sr. Alarcón contra los críticos -a quienes también llama mentecatos y puercos- puede deducirse que, en opinión del novelista, nadie puede decir lo que es verosímil en materia de caracteres femeninos y costumbres sociales, sin haberla corrido y   —339→   haber estado en la guerra de África de testigo y haber asistido a no recuerdo qué sala de armas, donde el Sr. Alarcón se preparaba, o mucho me equivoco (a juzgar por cierta epístola suya), a matar moros con florete.

En suma, que, según Alarcón, sólo puede juzgarle a él como novelista la gente que él llama fina, cierta clase, la que figura en las revistas de salones de Asmodeo y Almaviva, por ejemplo.

Los demás somos gente zafia, estudiantones, que sólo tratamos criadas y pubileras; y siendo así, ¿cómo hemos de saber si Fabián Conde, que es un aristócrata, es o no un majadero? ¿Quién le mete a hablar de los jesuitas a quien nunca ha estado en una bombonera?

Y para que se sepa todo, el que quiera pintar bien una sala, un baile, los caracteres de la concurrencia... debe procurar ¡qué diablo!, estar en amores con el ama de la casa. Así hacen los genios.

Así hacía Balzac (debe creer Alarcón).

Así hacía Shakspeare44, que, como se sabe, estaba haciendo de amante, más o menos tiempo, de todas aquellas reinas y princesas que tan bien pinta en sus dramas.

Esta teoría del Sr. Alarcón se comprenderá mejor estudiándola como complemento de su famoso discurso acerca de: «La moralidad en el arte».

Lo malo es que, según la estética del ilustre autor de El Sombrero de tres picos, el Sr. Pérez Galdós, v. gr., tiene   —340→   que dejarse de escribir novelas. Porque Galdós es de costumbres morigeradas, se acuesta temprano, trata pocas marquesas y duquesas... y ni siquiera tiene esa «su señora» de que habla con desprecio el Sr. Alarcón, aludiendo a las de los críticos.

De modo que, hablando ahora con un poco de formalidad, es una lástima que el Sr. Alarcón se entretenga en escribir esas puerilidades por vía de venganza, cuando podía enriquecer el caudal de nuestra novela contemporánea con nuevos Sombreros de tres picos, Niños de la bola y Pródigas, un poco menos ideales, como él llama a las cosas imposibles.

¿Qué consigue el Sr. Alarcón insultando a los críticos, y, lo que es peor, hiriendo de soslayo a quien no lo es? Ni siquiera conseguirá que le paguen con injusticias las de él. No se dirá, por mucho que Alarcón insulte a los censores, que sus novelas son vulgares, sosas, frías, sin interés. Se dirá siempre que Alarcón es uno de nuestros primeros novelistas, a pesar de que tiene defectos que la crítica está en el deber de señalar.

Ahora empiezo yo a explicarme esta frase, que oí no sé cuándo:

-¡Alarcón tiene un ingenio... digno de que lo tuviera otro!



  —341→  

ArribaAbajoEl teatro y la novela

La mayor parte de los que hoy escriben de crítica literaria con algún fundamento, reconocen que el teatro decae, y que para volver a su florecimiento necesitará transformarse.

La forma de este teatro nuevo, que tanto desean algunos, no se ha encontrado; nadie se ha atrevido a decir cómo ha de ser; se reconoce generalmente que sólo el genio que dé con ella podrá resucitar el interés puramente artístico de las tablas.

En el teatro hay que distinguir, sobre todo, al hablar de su general decadencia, entre el arte y el espectáculo. El teatro, como espectáculo, no decae; por el contrario, en el movimiento de la cultura popular se nota que esta diversión penetra más y más en las necesidades artísticas del pueblo. Pero como obra literaria, pocas veces satisface a los hombres de gusto lo que en estos días producen los dramaturgos contemporáneos. Aplaudimos a los poetas dramáticos relativamente, y el   —341→   entusiasmo que en el vulgo causan tales o cuales autores, lo toma quien se cree, por lo menos, aficionado al arte, como señal de la común y (pudiera decirse) plebeya ignorancia, entrando, por supuesto, en esta plebe gran parte de la clase media y otra no exigua del gran mundo.

Por esta diferencia entre el espectáculo que el público protege y el arte que ya no satisface a los inteligentes, se explica el buen éxito de muchos dramas y comedias cuya lectura es un desencanto, y que, aun representados, dejan frío al que entiende de literatura, es decir, al que sabe sentir, pero además pensar por cuenta propia y juiciosamente en estas materias. El espectáculo ha entusiasmado a gran parte del público, a la mayoría, con la cual votan los periodistas amigos del autor y otros gacetilleros bonachones (vulgo hecho literato por medio de la prensa diaria), y el autor puede creerse, tiene derecho a creerse un genio, porque así se lo llaman cien papeles de la capital y de las provincias. Las causas de que el espectáculo haya producido tal efecto, pueden ser muchas; no pudiendo enumerarlas todas, citaré algunas de las más frecuentes. Si la obra es de gran aparato o va acompañada con música sensual, o lleva el atractivo de una actualidad maliciosa, la aplaude, y hace que viva meses y meses, el público más iliterato, el que todos llamamos vulgo. Pero si el autor ha sabido lisonjear la vanidad del vulgacho más insignificante en este respecto, del que se cree inteligente   —343→   porque lleva camisa limpia y ha visto mucho; si sabe ponerse al nivel de aquellas cabezas que la banalidad (como dice un escritor español que escribe a ratos en francés) ha medido por un rasero, entonces el buen éxito se lo fabrican en palcos y butacas; y como estamos en tiempo de libertad y de igualdad y no se reconoce autoridad ni nada a la persona de gusto que protesta contra la ovación se la llama envidiosa, y la fama del poeta vuela, y, si hace falta, se recibe con palio en su pueblo natal al autor del portento. Mas como el espectáculo puede durar días y días, pero al fin ha de dejar el puesto a otro, lo que queda es el libro, el drama representable, no representado; y entonces el gran público, el del buen éxito, ya se ha disuelto, ya está aplaudiendo a otro genio de moda, y el primor del que anduvo bajo palio, olvidado, porque la crítica verdadera, los aficionados inteligentes, el buen gusto ilustrado, no había aplaudido, y en el arte el que tiene memoria, el que conserva las obras dignas de tal honor, es este público: no el otro; el pequeño, no el grande.

El espectáculo era cosa brillante, y brilló; pero también era pasajero, y pasó. Cuando las personas que pueden hacerlo juzgan bueno un drama, queda, pasa a las generaciones siguientes con aureola de gloria, aunque el éxito de su espectáculo no haya sido una apoteosis, ni nada parecido. En cambio, otros dramas con apoteosis por razón de su espectáculo, se olvidan   —344→   muy pronto. Un drama nuevo se representó trece noches, a su autor no le levantaron estatuas, y, sin embargo, Un drama nuevo se representa siempre, y gusta y gustará, no se sabe hasta cuándo. Consuelo tuvo un triunfo que, comparado con otros de ahora, fue una derrota, y sin embargo, Consuelo se admira más cada día. Pues pregúntese a los partidarios más ardientes de ciertas maravillas escénicas recientes, y ellos mismos tendrán que confesar que no confían en la duración como en el efecto del momento. Las obras que no admira el público capaz de juzgar rectamente, no duran; las ha aplaudido el sentimiento, que no tiene memoria. La memoria está en el cerebro es compañera de la inteligencia.

Con la novela sucede lo contrario; no tiene espectáculo, es todo arte; el gran público, mejor, el público grande, no la lee siquiera, o la lee y no la entiende, (hablo de la novela artística, no del folletín estupendo, que va reemplazando sin ventaja a los romances de ciego); pero, en cambio, las personas de gusto, las que reflexionan y saben de estas materias, reconocen que la literatura de la actualidad presente, la más propia de la cultura que alcanzamos, es la novela. No tiene espectáculo que brille; la novela más, escandalosa no llega a producir el ruido de un drama que se aplaude; pero poco a poco va abriéndose camino, y cuando ya nadie recuerda ni el nombre de la composición teatral que tanto se aplaudió, el mismo día que se publicó... Gloria,   —345→   por ejemplo, la novela, toda arte y nada más que arte, sigue deleitando a los inteligentes. Pepita Jiménez, El niño de la bola, La Desheredada, Pedro Sánchez, tuvieron por coetáneos dramas que yo no he de nombrar, de los que se habló en su día (su día... ¡uno!) mucho más que de los libros respectivos de Valera, Alarcón, Galdós y Pereda; y ahora, ¿qué hay de esos dramas? Ni el recuerdo. Si algún cómico de provincias los resucita, se quejan los abonados.

Todo esto es verdad. Pero como el artista desea disfrutar el aplauso que merece su producción, oler el incienso, paladear la alabanza, los novelistas de todos los tiempos han envidiado y envidian a los poetas del teatro sus triunfos ruidosos.

No se resignan a que, siendo su arte más espiritual, más alto, más sublime, el propio de nuestra época, el teatro -por ser arte, más espectáculo- se lleve el oropel, los triunfos rimbombantes. Hay que perdonar esta debilidad a los novelistas, artistas al fin.

Balzac, el mayor genio de la novela, se enamoró de sus productos teatrales. Flaubert no contuvo su comezón de brillar en el teatro hasta ser silbada, o poco menos, una comedia suya; este éxito le causó mucha pena. Daudet tiene un teatro abundante, que está eclipsado por sus novelas, pero acaso, a él no le agrade esto, y hace poco le han dado un disgusto sus Reyes en el destierro, convertidos en drama. Zola ha consagrado la mitad o más de sus excelentes trabajos críticos a censurar   —346→   el teatro y a los dramaturgos modernos; anhela la forma nueva del drama y fácilmente se adivina que sería para él la mayor gloria encontrarla en su cerebro. Además, muchas de sus novelas han pasado a los escenarios de París con su beneplácito y, a veces, con su colaboración... Todos los novelistas miran con envidia los triunfos teatrales.

En España ostensiblemente no se ha emprendido nada que anuncie este prurito. Pero yo sé, y lo saben muchos, que Galdós vería con gran placer sus creaciones dramáticas y cómicas expresadas en forma representable. Valera dice en alguna parte que el teatro es la más perfecta forma artística, por que reúne todos los medios de que puede usar el hombre para expresar belleza, y ha escrito un teatro de bolsillo que contiene cosas excelentes...

Sí, no cabe duda; a pesar de que el teatro decae y la novela prospera, por ahora los novelistas tienen motivo para envidiar, por lo que respecta al favor del público, a los poetas dramáticos.

Pero este fenómeno, cuyas causas muy de prisa he indicado, debe corregirse; debe procurarse que el espectáculo no tenga más valor para los ojos del público que el arte.

La crítica seria debe trabajar en este sentido. Va siendo hora de que la forma adecuada de la idea artística contemporánea ocupe el lugar que la pertenece en la atención de los pueblos cultos.

  —347→  

¡Qué tristes reflexiones no estarán haciendo a estas horas los autores de Pedro Sánchez y La Tribuna, novelas recientes de que se habló apenas y que contienen tantas bellezas que estudiar y admirar detenidamente!

Para ellos un suelto displicente, un articulejo anónimo, o el silencio absoluto.

Y la apoteosis, como se dijo ya, para dramas que morirán bien pronto, entre otras razones, porque ni siquiera están escritos en castellano.



  —349→  

ArribaAbajoRipios aristocráticos

(Venancio González)


Don Venancio González es un político muy respetable que, cuando es ministro, lo hace tan mal como todos los ministros. No tiene otro defecto, que yo sepa, y el señalado es común a todos los españoles, la mayor parte de los cuales ya han tenido cartera y ahora tienen cesantía y han gobernado mal. Los pocos que faltamos, ya mandaremos y lo haremos como los otros. De modo que mi amigo***, al tomar por seudónimo el nombre y el apellido del distinguido constitucional, no se propuso molestarle, como creo que consta ya en papel impreso.

Así, pues, cuando yo hablo de Venancio González, sépase que me refiero al escritor que se oculta (mientras no hace falta dar la cara), bajo, o, mejor, detrás de esas dos palabras vulgares, que separadas dicen bien poco: González, nada; Venancio, poco más que nada y que unidas tienen en el turno pacífico de los partidos   —350→   un representante serio que no ha hecho versos, que yo conozca.

Venancio González, el mío, el crítico, acaba de publicar la segunda edición, según me han dicho, de los Ripios aristocráticos. Aquí tengo un ejemplar que me ha regalado el autor, publicado con mucho lujo (el ejemplar, es claro), por Fernando Fe. Los Ripios aristocráticos son muy conocidos y no necesitan que yo diga su argumento. Se trata de darles una soberbia paliza a todos los poetas aristocráticos. Y, en efecto, se les da. Con esto no quiere decir Venancio González que la aristocracia no pueda producir buenos poetas, porque eso sería un disparate, y Venancio González no disparata nunca. Lo que hace es oír crecer los disparates de los demás.

Hace poco discutían, o cosa así, El Siglo Futuro y mi amigo el joven novelista D. José Ortega y Munilla, qué valía más: si tener genio o saber gramática.

La verdad es que todo se necesita.

Es como si se preguntara qué vale más, si tener genio o tener educación.

Claro que el genio es cosa más exquisita y rara que la educación (aunque tampoco esta abunda mucho, no vayan ustedes a creer); pero el genio, como todos, necesita estar bien educado.

Figúrense ustedes un genio, mal criado en visita. Pues nada; con el aquel de ser genio, se le antoja hacer excavaciones en las narices, como quien busca botones,   —351→   o hierro viejo en las ruinas de Pompeya, o si esto de las narices les parece a ustedes demasiado feo, figúrense ustedes que el genio levanta un pie mal calzado y se lo planta a ustedes debajo de los ojos, sobre el sofá. (Esto me ha pasado a mí, no con un genio, sino con un literato, catedrático, por más señas, que me presentaron en el Ateneo de Madrid.) ¡Grandísimo puerco!..., (como diría Alarcón, que llama puercos a los críticos). ¿Qué hacen ustedes? Claro, aunque sea más genio que Platón y el niño Shaw juntos, lo que hacen ustedes es decirle: -¡Hombre, geniazo, apéese usted!... ¡Váyase a la cuadra! etc., etc.

Pues lo mismo sucede con la gramática. La gramática... (y bien sabe Dios que no me gusta hacer frases), pero lo cierto es que la gramática es la buena crianza de la literatura. Debía ser cosa corriente, que supieran todos, pero, amigo, no lo es; va siendo la gramática también cosa muy rara, y con la escasez, es natural, aumenta su valor. Pura economía. En cambio los genios van abundando que es un primor. Desde que el Ateneo de Madrid se ha ido a la calle del Prado, han salido de allí tres o cuatro genios... todos sin gramática, por supuesto. De modo que dentro de poco tendrá razón El Siglo Futuro; valdrá más saber gramática que tener genio.

Los poetas aristócratas de Venancio González no tienen genio (ni aun del barato), ni saben gramática. Y Venancio sabe mucha gramática y tiene mucho ingenio,   —352→   y el ingenio es más castizo que el genio, y más seguro. Es moneda que se falsifica menos.

Venancio González podría ser, si tomara en serio el oficio, uno de los críticos más notables de España. Burla burlando y todo, ha demostrado en sus Ripios aristocráticos y en una larga y famosa campaña periodística, grandes, originales, serios estudios del genio del idioma (este sí que tiene genio), conocimientos variados de literatura, un buen gusto, verdaderamente excepcional entre nosotros, pues el buen gusto es lo que menos, se suele ver por esos críticos de Dios; y además de todo esto y sobre todo esto, Venancio González ha probado que sabe escribir con gracia, con soltura, que es un escritor satírico tal como los piden nuestra lengua y nuestra raza. Es muy español en sus chistes y en sus picardigüelas lícitas de autor maleante (palabreja académica, por desgracia, pero que es buena); y con decir que es muy español, queda dicho que es muy poco académico.

El Sr. Cañete ha tomado muy a mal que González se haya burlado de los versos del conde D. Leopoldo Augusto de Cueto; pero ¡qué Cuetos, ni vericuetos!, Venancio, en cuanto ve un ripio blasonado, lo coge y lo mete en su colección, y está en su derecho.

-¡Pero, hombre, que también se mete con el duque de Rivas!...

¡Pues ya lo creo! Y hace perfectamente. Que es hijo o sobrino (no recuerdo), del ilustre poeta que escribió   —353→   Don Álvaro. ¡Que lo sea! «Esto de ser poeta me quedó en el vinculo», parece decirnos con título, y se pone a escribir cursilerías en papel satinado, sin ver que nobleza obliga y que la fortuna de ser hijo de tal padre, le obligaba a él a no escribir en verso ni por casualidad.

Decía Catón (Don Marco Porcio) que cada cual debe procurar aumentar la hacienda que heredó, y dejarla a sus hijos, no sólo completa, sino mejorada; y este señor duque de Rivas, que recibió del otro tan pingües rentas poéticas, ¿qué ha hecho de ellas? Desbaratarlas. Sus descendientes dirán con orgullo algún día: «El duque de Rivas, el poeta, fue nuestro abuelo»; y les contestará la envidia: «Sí, el bueno... Y el malo; con que váyase lo uno por lo otro». Y como dijo Rubí, en una comedia muy mala, como casi todas las suyas:


   Si hubo un Guzmán el Bueno
también los hay de Alfarache.



Venancio González tiene siete mil veces razón para poner en ridículo los versos malos de la nobleza más o menos apergaminada; como tendrá razón mañana también para poner en solfa los versos de los académicos y los de la plebe que escriba disparates. ¿Que mucha gente pone el grito en el cielo al ver el desenfado de mi amigo? Mejor. Eso es lo que hace falta; que les duela.

En España, la crítica siempre anduvo mal. Salvas   —354→   honrosas excepciones, siempre alabó al poderoso o al rico, o al que daba tes más o menos danzantes. Hasta hubo críticos que se vendieron por una media bota de Jerez (verdad que era de González Bijas). Pues ahora la dichosa crítica anda peor. Sigue habiendo excepciones honrosas; pero ¡son tan pocas! Una de ellas es Venancio González, y hay que aplaudirle de todo corazón, y animarle para que siga así.

Y más, yo le suplico que, con seudónimo o sin él, dedique a descubrir fealdades literarias sin miramientos, que no le faltará quien le defienda aunque él no lo necesita. Hay más que ripios en nuestras letras; hay caquexia, necedad inveterada, hipocresía; hay famas usurpadas, hay conspiraciones contra autores insignes, y contra escritores humildes, pero francos. Contra todo eso hay que levantarse en cruzada generosa, o si no quieren ustedes que sea cruzada... En fin, que hacen falta en el Parnaso los del orden.

Concluyo, no porque los Ripios aristocráticos no merezcan un estudio largo y hasta minucioso, sino porque este artículo debe ser corto, por exigencias materiales.

En resumen: Venancio González no es un gacetillero desfachatado, como ha venido a decir Cañete; es un escritor correcto, fácil, gracioso, franco, que tiene dentro de sí un hombre noble, de buena fe, valiente, y un crítico de gusto45 delicado. Detesta el estilo cursi, soso y seudoclásico de algunos o muchos académicos, y deja   —355→   correr la pluma con libertad, saliéndose de la calle de Valverde, pero no de la gramática y la retórica.

Y Ripios aristocráticos es un libro excelente, de una crítica salada, sana, franca, profunda a su modo, no en las palabras, en la idea del autor; un libro que hace reír a carcajadas, como los de Pereda. ¡Envidiable privilegio de poquísimos escritores contemporáneos!

¡Ah! Se me olvidaba; Venancio González es carlista, y yo republicano.

Y sin embargo, uña y carne en esta materia.

-¡Unémonos, unémonos!..., como decía un correligionario mío, que hablaba mal, pero ni era marqués, ni publicaba versos.



  —357→  

ArribaAbajo¿Y la poesía?


I

Hay muchos que juzgan el mundo por lo que sucede en el barrio en que ellos viven.

No falta, por ejemplo, quien dice que el sistema representativo está perdido, inservible, porque en España no se puede votar sin un botiquín de campaña.

Ya hay críticos que dicen: «¿poesía?, déjese usted de eso; se acabó la poesía. Ahora prosa, prosa y nada más que prosa».

Estos son críticos de barrio. Por lo que pasa en España juzgan el mundo entero.

Sí; hay poesía: y prueba de ello es que, en muchos países, a los maestros que se fueron o se van, reemplazan poco a poco jóvenes de gran inspiración, llenos de pensamiento y hábiles y abundantes en el empleo de la forma.

Así, no profeticemos tristezas ni años de hambre para el mundo entero.

En Francia, en Portugal, en Italia, sin alejarnos de   —358→   la vecindad, encontramos poetas jóvenes, vigorosos, que piensan y sienten, y que dentro o fuera de escuela literaria o filosófica determinada, escriben con arranques de energía espontánea; y aunque algunos alambican, retuercen y hasta dislocan el estilo y buscan en la idea y en la pasión la quinta esencia, aun esto lo hacen con fuerza y gracia, sin sugestión extraña.

En nuestra tierra ya es otra cosa; la poesía decae de tal manera, que amenaza próxima muerte, y lo que es más triste, muerte sin sucesión.

Da mucha pena pensar lo que será la poesía española el día que Campoamor y Núñez de Arce, que no son jóvenes, se cansen de producir poemas.

Ni un solo nombre, ni uno solo, puede hablarnos de una esperanza.

Campoamor y Núñez de Arce van a ser, no se sabe por cuánto tiempo, los últimos poetas castellanos, dignos, por la idea y por el estro, de tal nombre.

Desde ellos se cae en el pozo de la vulgaridad ramplona, del nihilismo más desconsolador, de la hojarasca más gárrula y fofa.

¡Y Campoamor tiene, sesenta y cinco años y está cansado!

Y el mismo Núñez de Arce, más joven, se desanima al verse tan solo, y trabaja poco, y muy de tarde en tarde publica un poema que es un nuevo triunfo para él, pero que no revela nuevos caminos, ni anuncia más que la gloria, ya consolidada, de su autor.

  —359→  

Campoamor y Núñez de Arce, que nunca se encuentran ni se buscan, son dos reyes solitarios sin súbditos. Los dos aspiraron a fundar escuela, pero a estas horas ya deben de estar convencidos de que estaban criando cuervos o grajos, a juzgar por las canciones de los discípulos. Al autor de los Pequeños poemasno le costó gran trabajo convencerse de que sus imitadores eran unos majaderos. Al principio hasta les daba de comer y les repartía destinos. Le inundaron la casa y hubo que barrerlos. Hoy apenas hay ya pequeños poetas.

Núñez de Arce, que toma muy en serio la literatura, dio también más importancia a los discípulos, y los apadrinó con entusiasmo. A mí me parecía imposible que una noble pasión cegara al insigne poeta hasta el punto de hacerle esperar algo bueno de aquellos muchachos que no tenían nada en la cabeza, ni en el corazón, ni siquiera en el hígado. Se les llenó del desprecio que como literatos merecían, y ni uno de ellos supo escupir un poco de hiel en forma de yambo, ni siquiera de endecasilabo escultural, que es el metro que prefieren. El que más, acertó a alquilar gacetilleros en los periódicos cursis para echárselos a las pantorrillas a la crítica implacable y burlona. A ningún discípulo de esos dos notables poetas se les ocurrió tener una idea, una forma, y menos una pasión suya. Ni siquiera tuvieron esa especie de imaginación fría con que muchos hombres de talento vivo y vario consiguen parecerse a los poetas, imaginación con que se inventan creencias   —360→   filosóficas y religiosas, aventuras, llagas del alma y otras falsedades, amenas cuando están bien manejadas.

Ni un solo ingenio se presentó a imitar con éxito mediano las tristezas, las alegrías, las locuras sublimes del genio legítimo.

La juventud actual no tiene un solo poeta verdadero en España.

De las dos grandes fuerzas ideales que se disputan el mundo civilizado, ninguna tiene en España un poeta que pueda decir que es suyo. En este punto, ni Campoamor ni Núñez de Arce, que valen tanto, pueden ser citados. Campoamor y Núñez de Arce son católicos; si se les pregunta a la tradición cristiana, a la tradición filosófica y a la tradición social si los quieren por representantes suyos en la poesía, dirán que no, y mil veces lo han dicho, porque Campoamor es un católico que pasa la vida diciendo herejías en versos irreprochables, y Núñez de Arce vacila constantemente entre la duda y la fe, y la ira que demuestra contra lo que le hace dudar, no se convierte jamás en acendrado amor a lo que anhela creer.

No; no hay en España ahora un poeta que cante la vida antigua, el mundo que se va, el cielo que se oscurece, lo que adoró la España de tantos siglos. La tradición no tiene más poetas que El Siglo Futuro.

Y a la vida nueva, a la libertad, al pensamiento independiente, al espíritu reformista, emprendedor y activo   —361→   de la sociedad moderna les sucede lo mismo; no tienen en nuestra poesía representante genuino. Campoamor es paradójico, es revolucionario a su modo en la retórica; tal vez el fondo último de sus ideas es de negación de la fe antigua, pero no es revolucionario de los usos, sino de las ideas; podrá no amar el mundo que muere, pero tampoco ama el que nace; es un conservador más verdadero de lo que parece; es un escéptico respecto del progreso; no cree en él, es misántropo si se le apura; piensa en sí mismo, y a veces en Dios, por lo que a él mismo le importa. Campoamor no es altruista en sus versos, aunque tal vez lo sea en la vida real, en que positivamente es muy bueno.

Núñez de Arce, que ha dicho a Voltaire: «Maldito seas»; que se ha burlado del transformismo, que siente dudar de la fe de sus padres, no es tampoco, ni quiere ser, el poeta del libre examen, el que rompe toda relación de dependencia con creencias tradicionales y vive en plena libertad con la musa.

Y no hay más.

Los otros, los que escriben versos sin deber escribirlos, podrán ser muy liberales o muy tradicionalistas, pero no son poetas.

Insistiré en esta materia, porque toda verdad es fecunda, aunque sea amarga, y conviene por muchos conceptos reconocer la pobreza poética de España en estos días.



  —362→  
II

Sé que muchos jóvenes de los que se dedican a escribir versos piensan que les tengo mala voluntad. Otros creen que se trata de hacerse notar a costa de ellos, diciendo perrerías de sus canciones, y, por último, no falta quien achaque esta persecución al propósito del sectario que aborrece la poesía y quiere que no se escriban más versos en España. No hay nada de eso.

A mí me parece ridículo pretender acabar con la literatura rimada. Cuando aparecen verdaderos poetas, no hay cosa mejor que sus versos; y no me refiero a esos grandes luminares que se llaman Goëthe, Víctor Hugo, Musset; no, aunque no valgan tanto, todavía pueden ser dignos de admiración y el mejor ornamento del Parnaso, como diría Cañete. Pero en España, ahora, en estos míseros días, no hay más poetas que escriban en español que Núñez de Arce y Campoamor46; los demás no son poetas, no son hombres de ingenio, no tienen intención, ni fuerza, ni gusto; Grilo, Velarde, Ferrari y Shaw, que gozan su fama respectiva entre la gente cursi que lee algo, son, los tres primeros, hombres vulgarísimos, y el último un niño que sólo promete ser un Grilo de arte mayor.

Esta es la verdad lisa y llana. La generación nueva,   —363→   la que nació a la vida pública bajo la Restauración, no ofrece grandes esperanzas; pero a lo menos en otros ramos de la actividad intelectual tiene representantes que algo valen, y algunos, poquísimos, que valen mucho. Pero en poesía lírica no tiene nada, absolutamente nada.

Lo cual no quita que en el Ateneo y en los periódicos se descubra un Espronceda o un Zorrilla cada pocos meses.

Pasma ver cómo aplauden gacetilleros y ateneístas las más insignes vulgaridades, como si fueran chispazos de inspiración lozana, original y fuerte. No ha mucho que un poeta de esos leía, y publicaba después en un libro, un poema que contiene más dislates que palabras, más vulgaridades que dislates, y carece de sentimiento, de idea, de estilo y hasta de gramática. Pues no faltó quien dijera y repitiera en letras de molde que todo aquello era obra de Benvenuto Cellini y que aquello era cincelar... ¡Cincelar, Dios mío, lo que no es más que raspar la pared con un vidrio para dar escalofríos a las personas nerviosas!

Es el caso que estos elogios los escribe, por lo común, la misma pluma que el resto de la semana se está empleando en delatar alcantarillas rotas, focos de irregularidades y demás inmundicias más o menos municipales. ¿Quién manda a esos ediles, y no curules, meterse donde no les llaman, y llamar poeta y Benvenuto a cualquier señorete que coge y descubre que sabe encontrar   —364→   consonantes, y enjaretar despropósitos que coloca en la Edad Media o en la moderna, o en la eternidad misma, si se le antoja? ¿Por qué han de creer los que no saben nada, que para escribir de materia artística sobra todo lo que sea saber algo? ¿Por qué han de pasar por críticos esos que hacen alarde tosco y rústico, digno de los Britos y Blases de Tirso, de ignorar el griego y el latín, y de creer que nadie conoce tan recónditas clerecías? Porque hay gentes así, y porque los tales escriben en periódicos de circulación grande, estamos como estamos, y puede a muchos parecer atrevimiento y hasta amanerada desfachatez osar decir, como yo oso -y tres más-, que fuera de los autores citados al principio, aquí no escribe versos en español ningún verdadero poeta.

Por otros caminos van los pocos jóvenes que en literatura valen algo; y aunque Menéndez Pelayo ha escrito, entre otros medianos, muchos versos bien sentidos, de forma clásica verdaderamente correcta, tampoco se puede decir que el admirable joven, el pasmo santanderino, sea ni se tenga por poeta en la acepción en que lo son los Hugo, los Zorrilla, etc., etc. Por lo demás, sus poesías valen más, por supuesto, que las de esos ignorantuelos sin gracia, ni delicadeza, ni gusto, ni intención, ni vigor, ni sentimiento, que el Ateneo y los gacetilleros elevan a las nubes, mientras se ríen del que ellos llaman traductor detestable de Horacio, y que por cierto no es tal traductor.

  —365→  

Así como decía con mucho tino y juicio Fernanflor que no tenemos ópera nacional por la sencilla razón de que no la tenemos, faltan en nuestra juventud los poetas por la razón sencillísima de que faltan; y si se puede jurar (que sí se puede) que no hay ninguna ópera española digna de universal admiración, también se puede decir que ninguno de los que escriben en verso, entre los jóvenes literatos españoles, es ni siquiera artista en la acepción rigorosa de la palabra.

Pero no se tome esto como signo general de los tiempos. Portugal tiene poetas jóvenes, tiene uno, por lo menos, que vuela con todo el aliento necesario para llegar al cielo; en Francia, donde tanto habla la crítica de cierto orden de amaneramiento, decadencia y falta de ideal, también hay jóvenes de fantasía brillante, de gusto delicado, estilo fuerte y propio, maestros de la rima y del color, que escriben libros de poesías en que podrá verse, si se quiere, la enfermedad de un alma, el cansancio de un pueblo, el abuso de la vida, pero sin que pueda negarse originalidad, sentimiento, idea clara y profunda, ingenio sutil, no enclenque. En la historia de la poesía francesa podrán ser un día estos poetas los representantes de una decadencia; podrá decirse de ellos, en cierto modo, lo que se dijo de la baja latinidad, pero no se les negará importancia, ni genio, ni que fuesen la expresión fiel en el arte de su tiempo y de su tierra.

Y de nuestros rimadores barbilindos, a veces bobalicones,   —366→   ¿qué se dirá? Nada absolutamente. En sus versos nihilistas no se revela más que la lucha por el consonante; no son creyentes, no son escépticos, no aman la tradición, no la desprecian, no la embellecen, no la satirizan, no buscan nada, nada encuentran, viven en el limbo; por ellos no sabrá nadie lo que la juventud sentía en España en el último cuarto del siglo XIX, cuando se nos moría el cuerpo, robusto un día, de la fe, y nacía débil, sietemesino, callado como un muerto, ridículo47 por la forma, el pensamiento libre, sin oír en sus sueños reparadores de la infancia el arrullo de las canciones48 de un poeta. ¡Poeta del libre pensamiento! Tal vez hay uno; pero ese habla en el Congreso y le mide las estrofas el conde de Toreno ¡oh dioses inmortales!, con una campanilla.





  —367→  

ArribaCuestión de palabras


Ad Quintilium liberalis (a Quintilius el de «El Liberal»)


I

Muy señor o dómine49 mío: Sin insultarle a usted, ni nada de eso, y deseando que tampoco me insulte usted a mí, si por acaso me contestase, que no lo espero, voy a tomar en cuenta su primer artículo en pro de la Academia Española y contra Miguel Escalada. No supongo que usted me pregunte quién me da vela en este entierro, pues yo me la tomo, ni más ni menos que usted, pon el perfecto derecho de todo español a quien le andan a vueltas con la lengua. En cuanto a lo de no insultarnos, lo digo porque sería una vergüenza que por unas malas preposiciones inseparables acabáramos riñendo, cuando ni siquiera nos conocemos, y viniéramos a parar en aquello de que yo no llego a la altura de su desprecio de usted, ni usted llega   —368→   a la suela de los zapatos de mi altivo desdén, etc. Cada cual llega adonde puede, y es quien es; y desde ahora le advierto que si, por casualidad, le picara algo de lo que tengo que decirle, aunque no espero que le pique, no me importa que usted jure no conocerme, porque yo tampoco sé quién es usted; y pata. Ruégole, eso sí, que en ningún caso compare mis pobres libros con el Quijote, porque eso, puesto que sea chiste, ya lo ha gastado Juan Fernández. Por lo demás, no crea usted en el desprecio de los que andan hablando de él por los periódicos. A lo menos yo, cuando desprecio de veras a una persona, o lo que sea, la desprecio como Dios manda, sin acordarme ni de despreciarla ni de pensar en ella50.

No quiero hablar de usted apenas, porque el diablo las carga; y me voy derecho al bulto, o sea al Diccionario de la Academia, del cual dirá usted, en el fondo del corazón: «ahí me las den todas». Con esto consigo librarme del riesgo de molestarle a usted, y además tratar de un asunto que interesa al público más que saber si Escalada es o no infalible y si Quintilius puede o no equivocarse.

De modo que ni siquiera he de pararme a meditar si ha querido usted o no hacer un epigrama al hablar de «el docto académico que disfraza su amenísimo ingenio con el seudónimo de Juan Manuel Fernández».   —369→   A primera vista, parece así, como que ese académico, cuando usa el seudónimo Juan M. Fernández, se las compone de manera que disfraza el ingenio, esto es, que entonces no se conoce que tiene ingenio amenisísimo. No; y, en rigor, eso es lo que usted dice, y puede que acierte. Tampoco me importa a mí averiguar si dice usted bien o mal cuando escribe que hablará de los artículos de Escalada «cuando no tenga cosa de mayor importancia en que perder el tiempo». Cualquiera pensaría que usted habitualmente se pasa, la vida perdiendo el tiempo, sólo que en cosas de mayor importancia. No lo entiendo. Pero no importa. Vamos al Diccionario, y vamos pronto. Y para que no me tiente más el diablo, pongo aquí, si no la cruz, un número romano.




II

Dice usted, Quintilius, que el Diccionario hace perfectamente en conceder un lugar a las partículas llamadas inseparables, y que Escalada hace muy mal en criticar al Diccionario porque se lee en él: «Ab, del latín ab»; y en añadir de su cosecha: «¡Claro, como que es latín puro!» Según Quintilius (y dispénseme este si unas veces hablo con él y otras con el público, a pesar de ser esta una epístola que a Quintilius le dirijo o enderezo), según Quintilius, abes una palabra castellana, y de rechazarla por ser latín puro, como dice bien Escalada,   —370→   habría que rechazar también estas otras: anterior, citerior, exterior, etc., etc., porque conservan su forma latina pura. El argumento no es muy poderoso, porque interior, citerior, etc., significan algo, y ab, así como está aquí, ab, sin más, en castellano no significa nada. De modo que el caso ya no es igual. Pero dejando esto, que no tiene vuelta, las partículas inseparables tomadas de otras lenguas para modificar el sentido de una palabra, ¿son palabras castellanas, aunque como preposiciones, o lo que sean, separadas, no sean españolas también? Según Quintilius, sí, son palabras españolas, porque entran a modificar el simple (o el compuesto, señor); v. gr.: in-continenti, re-in-cidir.

Yo creo, sin ofender a nadie, que aunque vengan a modificar el simple, no por eso son palabras españolas, serán cachos o pedazos de palabras, que no es lo mismo. Según la teoría de Quintilius, el Diccionario debía incluir también las estirpes y aún las raíces, aunque sean tales que por sí solas no tengan hoy significación; y debía incluir las desinencias de las partes de la oración declinables, pues estas últimas también modifican el sentido, y las primeras, las estirpes, suministran a la palabra algo más importante, que una modificación, lo más esencial de la palabra misma. Quintilius defiende mal su causa diciendo que esas partículas inseparables extrañas al idioma, son españolas: no lo son; pero sin serlo pueden figurar en el Diccionario, con fines técnicos, para reflejar en él, hasta donde sea posible, la historia   —371→   etimológica. Y otra prueba de que esas partículas (que no todas son partículas acaso) inseparables y no españolas, no son castellanas, es que... algunas de ellas ni siquiera se pueden escribir tal como son, en español, v. gr., præ no se puede escribir como es; habría que decir pre que no es lo mismo; upo (hupo o hipo) preposición griega, hay que escribirla con h en castellano, porque así se sustituye el espíritu áspero, y en cuanto a la úpsilón unos la leen como u española y otros como i. ¡Vaya unas palabras españolas que ni siquiera se pueden escribir como ellas piden! Pero como todo esto va contra la defensa de Quintilius, más bien que contra el Diccionario mismo, no insisto más.

Quiero dar por bueno, Sr. Quintilius, que el Diccionario hace bien en indicar esas partículas inseparables y en tratar de ellas aparte. Dice usted que con esto sigue el ejemplo de los mejores Diccionarios. Buenos los he visto yo donde, lo que es partículas extranjeras, o se incluían, a no ser en apéndices dedicados a estudiar las llamadas raíces (mal llamadas) o estirpes del idioma y su relación con las palabras derivadas y las compuestas. En estos tratados especiales, y también en las gramáticas (como usted dice bien, sólo que sin venir a cuento), es donde conviene encontrar tales partículas, siempre y cuando no se las tome por propias palabras españolas. Quedamos en eso; en que hace bien el Diccionario en indicarlas. Y ahora empieza Cristo a padecer. ¡Ah, Sr. Quintilius! ¡en mal hora se metió usted   —372→   a defender las partículas inseparables del Diccionario!




III

Si el Diccionario cree (pase ahora, y siempre, el tropo) que debe estudiar las preposiciones inseparables, tomadas de otras lenguas, y que entran en composición para formar vocablos castellanos, ¿por qué no incluye en sus columnas (las del Diccionario), todas las preposiciones que reúnen estas condiciones, a saber: ser griegas o latinas, inseparables en castellano, y de hecho parte de vocablos españoles? Sí, señor Quintilius; doy por bueno que hace bien en admitir esas partículas, pero entonces, ¿por qué no las admite? ¿Por qué acoge unas y desecha otras? Por pura arbitrariedad. Mejor, por puro descuido; porque el Diccionario no es, hasta ahora, un libro escrito con verdadera unidad de pensamiento; porque, como a mí propio me decía un ilustre académico, que sabe de veras griego y latín, el Diccionario es muy grande y no hay quien lo lea entero, sobre todo teniendo otras cosas que hacer. Este es el misterio. Se va a ver demostrado que la Academia, en esto de las partículas, o, mejor, preposiciones inseparables de que se trata o sigue más criterio que el de no seguir ninguno. Prueba al canto, como dice Quintilius.

Empiezala Academia por el segundo cañonazo, esto es, por ab.

  —373→  

Y dice: «Ab (del latín ab), prep. insep. que denota», etc. (Ya volveremos a lo que denota.) Pues si con tanto aparato nos habla de ab, ¿por qué no habla antes de a, que también es preposición inseparable y denota, etc., etc.?) ¿Porque no está tomada del latín, sino del griego? No, por eso no; porque también incluye preposiciones inseparables tomadas del griego, v. gr., peri//, y hace bien, porque sería una arbitrariedad, dado el sistema, no incluir las partículas griegas, que sirven para formar palabras castellanas tomadas directamente del griego.

El mismo derecho que peri// y ab, tiene a. ¿Será porque con ab se componen muchas palabras españolas y con a, partícula griega privativa, se componen pocas? Tampoco debe de ser por esto porque sería una barbaridad, hablando mal y pronto. Aparte de que a, como tal partícula griega y con tal sentido, entra en bastantes vocablos españoles, v. gr.: acéfalo, acromático, afasia, afonía, afono, ateísmo, ateo, etc., etc.; aparte de esto, sería absurdo aplicar aquí un criterio puramente cuantitativo, y sería renovar la cuestión ociosa del sofista: ¿cuántos granos de trigo se necesitan para hacer un montón de trigo? Pero no haya miedo no es este criterio el del Diccionario, porque, absurdo y todo, sería un criterio, y el Diccionario no tiene, en tal materia, ni eso. En efecto, ya veremos cómo prescinde también de otras partículas inseparables que entran en composición para hacer muchas voces, v. gr., dia (día)   —374→   para (para) kata (cata), etc., en griego, y cis juxta, infra, præ, etc., en latín; y en cambió incluye citra, que no le sirve más que para una sola palaba compuesta, y ob, que no le sirve para muchas. En suma, en este punto no hay regla ninguna; ni el ser latinas las partículas, pues las admite griegas, ni el servir para muchos vocablos, pues prescinde de las que entran a componer muchísimos, y admite otras que sirven para pocos y hasta para uno solo. ¿No he dicho bien, Sr. Quintilius, al decir que el Diccionario, en este punto que a usted le parece tan interesante, no tiene más criterio, bueno ni malo, que el de no tener ninguno, que es pésimo?

Pero volvamos a nuestra a, que aún está el rabo por desollar. Al hablar de a como preposición castellana dice en la última acepción: «También se usa como prefijo de vocablos compuestos. Acoger, avenir». Por lo pronto, se ve que no se trata aquí de nuestra a a, prep. insep. privativa; bueno, conste por si acaso. Pero además, al decir eso que dice nuestro Diccionario, ya que a veces da tanta importancia al origen de las palabras y sus elementos, ¿no podría añadir que esa a prejija suele ser ad, de que habla más adelante, suprimida la d por razones fonéticas? El mismo Diccionario, en multitud de vocablos en que a representa ad en composición, tiene buen cuidado de advertirlo: ¿por qué no lo dice ahora, que es cuando mejor vendría? Aquí sí que hay sistema. El Diccionario tiene el sistema del   —375→   capricho;. de las varias formas que pueda tener una preposición, no se presta atención más que a una en a (delante de consonantes, y en composición) y a ad, que son la misma cosa en composición; sólo atiende a ad y en a(delante de consonantes) y ab, que son la misma cosa, sólo atiende a ab. Se me dirá que en este sentido a (que no es griega, sino latina) no sirve para hacer vocablos castellanos en vez de ab; es cierto. Pero es el caso que ab, que según el Diccionario es inseparable, resulta a los pocos renglones separada, pues se dice: «Empléase aislada (este aislada es peor que el sola de Escalada, señor Quintilius) en locuciones latinas que tienen uso en nuestro idioma. Ab æterno, ab initio». Corriente, ya estudiaremos después la gracia de estas locuciones latinas que tiene uso en nuestro idioma. Pero demos ahora por hecho que este disparate no lo es; admitamos que ab æterno y ab initio, sin dejar de ser latín, son castellano, especie de hipótesis gramatical muy divertida.

Pues siendo así, y resultando que ab inseparable puede separarse, el Diccionario debió indicar a (por ab delante de consonantes) pues si se dice (ab æterno, ab initio, ab ovo el Diccionario lo pone más adelante) también se dice y no menos a menudo, y aun más que ab æterno y, sobre todo, que ab ovo esto otro: a nativitate, a priori, a posteriori, etc., etc. Aquí a es lo mismo que ab, sólo que se suprime la b porque sigue consonante.

Resumen de todo lo anterior:

  —376→  

Que el Diccionario, ya que quiere hilar delgado en materia de preposiciones y partículas extranjeras, debió incluir antes de ab, todo esto:

A. (del griego a) part. insep. privativa. (Ésta sobre todo).

A. (del latín a, por ad, delante de consonante en composición) part. insep.

A. (del latín a, por ab, delante de consonante) part. que no se usa en composición, pero sí para hacer el milagro de hablar en latín y en español a la vez.

Todo esto exigía la lógica.

Y dejemos ya la a, pero no ab (porque esto nunca se acaba).

Ab dice el Diccionario que denota más comúnmente separación, como en abjurar; plenitud de acción, como en absorber... ¡Alto el carro! Si denota plenitud de acción en absorber, no cabe decir: «Tal objeto absorbió parte del agua que estaba en el vaso». Si el objeto ese quiere cumplir como bueno, tiene que sorberse todo el líquido: vamos, que no cabe absorber un poco. Y si no significa eso plenitud de acción, ¿qué significa? El mismo Diccionario, después, donde define el verbo absorber, no habla de plenitud de acción... hasta que llega a la acepción figurada de la palabra «fig. consumir enteramente».

¡Oh, señar Quintilius, no neguemos que Tello manda bastante en la Academia! Lo que hay aquí es, que el Diccionario no define el significado de las palabras   —377→   compuestas por la modificación que en ellas causa el significado de la partícula, sino el de la partícula por el que el uso ha dado al compuesto. Y para este viaje no necesitábamos alforjas.

Pero aún no se ha concluido la materia que suministra este ab, a quien yo me atreveré a llamar voquible.

¿Conque ab æterno y ab initio son locuciones latinas que tienen uso en nuestro idioma? Pues de aquí se saca que, en adelante, el que no sepa latín no puede hablar en castellano. Ya lo saben la mayor parte de los españoles; ellos que no saben hablar ni leer siquiera latín, no saben hablar su propia lengua. Prueba al canto. El que no sepa leer latín, si se encuentra con ab æterno, no sabe leerlo; y si encuentra ab a-eterno lee: a-e ter no, que es una barbaridad. El que, en el mismo caso encuentra ab initio, no lee ab inicio que es como se debe leer; sino ab initio, con t, como suena en español. Además de no saber decirlo, no sabe lo que significa el mísero español de mi cuento. ¡Qué! ¿Tan fácil es saber qué significa abinitio? Pues ahí está el amenísimo y disfrazado ingenio de Juan Fernández que no lo sabe, pues dice desde ab initio, que es como decir desde el principio.Y dicen que es académico.

¡Conque ya ve la Academia si ofrece peligros eso de que el latín se use en castellano. Otro reparo: como los latines no han de hacerse españoles por ser más o menos largos, sino por ser vulgares, conocidísimos, por   —378→   usarse en nuestro idioma, también serán frases españolas todas esas que andan en poder de los Pedro Sánchez de café y de los críticos baratos, v. gr.: Quos Deus vult perdere, etc.,pauperum tabernas, etc., homo sum, etc., homo homini lupus, Cum subit illius tristissima noctis imago, y media epístola Ad Pissones.

Por este camino se vuelve a la unidad del lenguaje, en mal hora perdida en la torre de Babel. La Academia ha inventado su volapuk especial. Pero, así como antes de la torre babilónica todos hablaban lo mismo y se entendían, este nuevo lenguaje universal va a tener la ventaja de que lo hablen todos y ninguno lo entienda.

Y basta por hoy, y aún dudo que no sobre: señor Quintilius, estoy empezando, como quien dice.

Falta casi todo, y eso que no pienso hablar más que del tema por usted propuesto: las preposiciones inseparables, no castellanas, según las usa, o no las usa, la Academia.

Falta lo mejor, lo óptimo. Faltan sapos y culebras. Así como usted se propone, Sr. Quintilius, zurrarle la badana, figuradamente, a mi querido amigo Miguel Escalada (que crea usted que es duro), yo pienso servirle a usted de antífona, pero refiriéndome nada más que a las preposiciones de que hemos hablado. Yo también necesito mi tiempo, no para perderlo en otras cosas, sino para ganarme el pan de cada día. Crea usted que en el fondo de mi alma desprecio las preposiciones,   —379→   inseparables o no; pero ya que ustedes les dan tanta importancia, sea. Si vales bene est, ego valeo.






Carta segunda


I

Muy señor mío: Con los mejores modos y huyendo en cuanto pueda de digresiones, voy a continuar examinando las partículas inseparables tomadas del latín o del griego (así dice la Academia), que el Diccionario oficial incluye, y también algunas de las que excluye. Pero quiero proceder con método, hasta cierto punto; es decir, hasta que me canse. Yo soy uno solo, Clarín, y puedo ser metódico. La Academia no puede tener método en su Diccionario, porque este no es obra de uno solo, ni de varios, sino de todos los académicos.

«¡Vaya una razón de pie de banco, dirá usted! ¿Conque un sabio solo (llamémonos así todos), y aun varios, pueden ser metódicos, pero todos los sabios de una docta corporación reunidos no pueden tener método? ¡Qué atrocidad!» No se precipite usted, Sr. Quintilius, que no soy yo quien opina así; es la Academia quien dice en el prólogo de la última edición del Diccionario (pág. IV) lo que sigue: «Compuesta (la obra), no por un académico solo, ni por varios, sino por toda la Corporación, de temer es que aún adolezca de faltas de método, casi   —380→   inevitables en labor de muchas personas con igual señorío».

¿Ve usted? Pues... ¡buena burra hemos comprado!, como se dice vulgarmente. ¿Conque los académicos (los que llevan la palabra) se disculpan, como los gallegos del cuento, con que iban solos? No, al revés; hacen alarde de ser muchos para disculparse de hacerlo mal.

Si entre muchos con igual señorío no pueden tener método, y en materia de Diccionario el método es indispensable -¡quién lo duda!- resulta que se estorban los académicos unos a otros, que aquello es una anarquía, y... que sobra la Academia.

No soy yo quien saca la consecuencia; es una consecuencia que se saca ella sola. Además, lo del mismo señorío parece una pulla, y la creo muy oportuna. Es lo que yo digo. ¿Cómo han de ser tan padres de la lengua Catalina, y el marqués de Pidal, Barrantes y Arnao, como Castelar y Tamayo, Marcelino Menéndez y Juan Valera, v. gr.? -Ya que la Academia tiene que ser tal como es, debía haber desigualdad de señorío, dos clases de académicos (o Académicos) a saber: internos y externos; internos los buenos, los capaces de conservar el idioma, y externos los malos estos con la obligación única de no parecer por allí en su vida. Y si querían cobrar dietas, que las trabajaran, sí, señor, que las trabajaran en calidad de escribientes temporeros en las oficinas del Estado. ¡Se podían hacer tantas cosas útiles con los académicos inútiles!- Por lo demás, lo que, yo   —381→   voy a probar, después de todo, es lo mismo que prueba la Academia con las palabras copiadas: que allí nadie se entiende, que todos se meten a conservar el idioma como si fueran peras de invierno... y... ¡es claro!, todos tienen los mismos derechos, y pragmáticas que la cortesía obliga a respetar... ¿Quién se atreve, por ejemplo, a enmendarle el vocablo a Cánovas, ni siquiera a Cheste? Me figuro yo el siguiente diálogo (y usted dispense, Sr. Quintilius; pero, aunque parece que no, vamos entrando en materia. Y sobre todo, el público no sólo vive de preposiciones inseparables).

Dice Cánovas:

-Ceñore, propongo que la palabra perigeo cinifique en aelante: al reedor é Cánovaz.

Protestas tímidas en algunos sillones (vacíos).

Cheste.- Señores: Eso me parece un rasgo de genio, pero es un disparate, siquiera sea un disparate ilustre.

Cánovas.- Puez oiga ozté; y lo que dice el Diccionario al apuntar la etimología de perigeo, ¿no ez un dizparate también?

Coro de Catalinas.- Sí, señor; pero es un disparate etimológico.

Cánovas.- Lo que yo digo, ceñore, ez que lo mizmo cinifica perigeo alrededor de la tierra que alrededor de Cánovaz, y diciéndolo de ezta manera; el azurdo cervía pata darme luztre a mí, y por carambola a laz inztitucione.



  —382→  
II

Pero déjome de diálogos, y voy a ser metódico, no se me vaya a tomar a mí por una corporación. Diálogo... perigeo. Apunte usted estas dos palabras para luego, que han de venir a colación cuando el método lo exija.

Las preposiciones griegas que en español se convierten en inseparables cuando se aprovechan para componer palabras nuestras, son muchas y de varias clases; el Diccionario incluye algunas, tratando de ellas en artículo aparte, y olvida otras, las más, como dije antes, sin criterio alguno en tal selección. Al probar esto con hechos, tengo que seguir un orden. ¿Cuál? Para que no diga Quintilius que no cito con muertos, voy a remontarme al primer libro que se imprimió en griego; fue en Milán, allá por los años de 1476. Se trata de la Gramática de Constantino Lascaris, gramático que después de la toma de Constantinopla pasó a Italia y enseñó griego a la hija del duque de Milán. (¿Eh, soy yo erudito?)

Pues bueno; el Sr. de Lascaris dice, sin quitar ni poner:

Tón de protheséon (proceséon no significa la procesión, señor Tejado) oktokaideka ousón, ex eisi monosyllaboi, en, eis, ex, syn, pros, pro; duodekaideka de dysillaboi   —383→   ana, kata, dia, meta, para, anti, epí, peri, anfi, apo, hypo, hyper.

Todo esto quiere decir, que de las dieciocho preposiciones (griegas), seis son monosilábicas, a saber: en, eis, ex, sun (sin), pros, pro, y doce de dos sílabas, ana, kata, dia, meta, para, anti, epi, peri, anfi, apo, upo (hypo), huper (hyper).

Vamos ahora a ver cuáles de estas preposiciones admite el Diccionario que entren en composición de palabras españolas; todas las que estén en este caso es claro que tienen el mismo derecho que peri (peri//) para ser registradas por la Academia en artículo aparte. -Para evitar confusiones, dejo algunas de las preposiciones monosilábicas que son iguales o muy semejantes a otras latinas. Comienzo por suv (sun, syn; cum, en latín, en español, con).

El Diccionario no habla de sin (que es nuestro sun) no le consagra artículo como a peri. -El sin de que trata el Diccionario es el nuestro, el español, que significasine en latín, y es preposición separativa, todo lo contrario de nuestro syn griego, que significa con. ¿Es que: no hay palabras compuestos de syn en castellano?

¡Sabe Dios cuántas! El Diccionario, a los pocos renglones de hablar de syn, sin acordarse del griego para nada, escribe: Sinagoga (del griego suvagwgh; de suvagw, reunir) y después sinalefa, sinapismo, síncope, sincretismo, sincróniro... y aquí es donde por vez primera   —384→   se hace cargo de que estas palabras se forman con sun, sin, suv y dice: de suv con, y krovoo tiempo; y después vienen sindéresis y síndico, y aquí vuelve a decir lo de sun, sin, suv, con. Detrás aparecen sinécdoque, sinéresis, sinfonía, sinoco, sínodo, sinónimo, etc., etcétera51, y el Diccionario repite lo de sin, con (suv) cuando le da la gana; y cuando no, se calla y copia la palabra entera griega sin descomponerla. Y todo ello sin criterio fijo; porque no sólo no recuerda el suv=concuando la palabra es doblemente compuesta; aun en aquellas voces en que no hay más que suv (sin) y el simple, se abstiene de descomponer y analizar cuando le parece bien. O haber citado el sin, con, por separado una sola vez, la primera que se encontrase, o ponerlo siempre que el caso fuera igual. Pero no, señor; el Diccionario hace lo que quiere, y se acabó. Algún malicioso podría creer que los académicos se abstenían de analizar el vocablo cuando no sabían si el sin, primera sílaba, era o no era la preposición suv. Pero tampoco debe de ser esto, porque hay varias palabras en que no puede caber duda al más zote de que se trata de la preposición syn y las voces son compuestos de sun y el simple, y, sin embargo, el Diccionario no las descompone. Nada, nada, que no hay más que lo dicho: arbitrariedades, falta de método, porque son todos los que trabajan. (¡Qué han de ser todos!)

Este sun, syn, con, sólo rige dativo (datiké moné suntasetai)dice Lascaris (don Constantino) (porque   —385→   hay otro.) Por lo cual la Academia no se embrolla, gracias a la igualdad de significado de la preposición. Ya la veremos en otras.

No sucede lo que con sun (sin)con pros, la cual gueniké, kai datiké, kai aitiatiké syntassetai, es decir, rige, o se construye con genitivo, dativo y acusativo. Pues ya puede regir todo lo que quiera, porque el Diccionario no le hace caso, y prescinde de ella como si no rigiera nada... ni entrase en composición de palabra alguna admitida. Si entra tal, y el Diccionario le reconoce al decir: «Prosodia, de pros, hacia, y odé, canto», y aunque no explícitamente viene a reconocerlo en prosopopeyay otras palabras. De modo que, como siempre, omite el artículo correspondiente a esta preposición, porque le da la gana. Pero volvamos a la prosodia para ver qué modo tiene de señalar la etimología el Diccionario: de pros, hacia, y odé, canto. No se ve la tostada ni se ve la prosodia. Canto y hacia, júntense como se quieran, no dan, ni aproximadamente, la idea de prosodia. Lo de odéestá bien; odé significa cantus, carmen, canción, poesía, pero pros significa muchas más cosas que hacia, y para explicar el significado de prosodia por su etimología hay otros sentidos de pros mucho más adecuados. Y ahora habla Theil, autor a quien citaba el mismo Quintilius, si no recuerdo mal, y que yo cito, porque, su gramática tiene la autoridad de ser un extracto de la famosa del ilustre Rafael Kuchner.

Theil, dice que, con genitivo, pros significa un movimiento,   —386→   una tendencia que tiene su punto de partida delante de un objeto, y añade: «se emplea sobre todo (con genitivo) cuando se trata de determinar la posición de un lugar: oikein pros notou anemon, habitar hacia el Sur: en latín se dice: ab Oriente ab Occiden te habitare».

Bueno, este es el hacia de la Academia; pero, ¿qué tiene que ver la prosodia con esto? Pros significa también ante, a favor de, y una relación de causa, de versión, de creación, todo esto sin salir del genitivo. Con dativo significa permanencia, reposo ante un objeto o cerca de él; también significa atención a una cosa, ocuparse de ella, y, por último, relación de dependencia.

Con acusativo, proo significa el objeto; la dirección, el movimiento hostil o amistoso hacia un objeto, el tiempo aproximado, la conformidad al punto de vista, la causa el fin propuesto, etc., etc. ¿No ve claro el señor Quintilius que, entre tantas acepciones apuntadas, la de hacia es de las más lejanas de lo que puede significar pros en prosodia? Me he detenido en esta palabra, como lo haré en diálogo y perigeo y otras, porque prueba la falta de atención con que se ha tratado esta materia de las etimologías en cuanto a la preposición. La Academia coge una preposición griega, y entre los muchos, significados que puede tener, toma el primero que encuentra, y lo aplica a diestro y siniestro. ¿Es, esto formalidad?

Y basta de pros y vamos a pro.

  —387→  

Pro, dice el Diccionario, del latín pro. De modo que del progriego tampoco se acuerda. ¿Es que no incluye palabras que se compongan con el pro griego? No, señor; es, como siempre, que no le da la gana acordarse del tal pro hasta que truene. Es decir, ni siquiera cuando descarga el primer trueno, que es este (el primero, claro; porque confuso, sordo, hay antes otro). Problema del gr. problema, de proballo, lanzar hacia adelante. -Aquí, como se ve, ya era ocasión de estudiar el pro, separado de ballo, pero el Diccionario no quiere. No oye el primer trueno. Viene Proceleasmático, y tampoco; como si cantara. El Diccionario no oye. Se necesita que la Academia mire a las estrellas, para que conozca que está tronando. En efecto, llega a Proción, estrella muy notable, y aquí se hace cargo, y dice: del gr. Prokyon; de pro, delante, y kion, perro... Después viene procítico de proklino, inclinar hacia adelante, y vuelta a callar. Y así discurriendo, como dice Valera, la Academia, sigue con pro el mismo método que con sun y con pros; el de no seguir ninguno.

¿Por qué, en igualdad de circunstancias, analiza unas palabras compuestas y otras no? ¿Por qué analizar, v. gr., prólogo y no prolepsis? ¿Por qué dice propileo, v. gr.: propylaion, pórtico, vestíbulo; de pro delante y pylé, puerta; y en cambio se calla en propóleos, y no suelta más prenda que esta: «Propóleos, m., del latín propólis, del gr. própolis. Betún con que las abejas bañan las colmenas o vasos antes de empezar a   —388→   obrar». Por no explicarse la Academia, por no descomponer y analizar ese propólis, me quedo yo lleno de dudas en punto a la legitimidad con que del propólis latino y del própolis griego, se sacó propóleos con el significado de betún con que las abejas, etc., etc.

Por lo pronto, el marqués de Abrantes y Raimundo de Miguel no sabían que el latín propolis significaba propóleos, pues dicen sólo que es un aceite con que las abejas, etc., etc., Se ve que el propóleos no le han inventado los académicos, ni ahora aparece por primera vez en el Diccionario; pero lo que yo pregunto es esto: ¿por qué propóleos, si en griego y en latín es propolis? ¿Es porque se forma la palabra con el genitivo? No. ¿Es porque?... En fin, expondré mis confusiones para que me las resuelva quien pueda. Si en griego hay una palabra igual a propoleos, sin necesidad de recurrir a propolis, de ella parece que debe de venir nuestro betún de abejas. En efecto, abro el Diccionario greco-latino de Leopold (Lexicón græco-latinum manuale ex optimis libris concinnatum, Lipsiae, 1869) que es autor de los más recomendables, si no el más, en nuestros días, como aseguran ilustres profesores y no me negará Quintilius; pues bien, en Leopold encuentro (pág. 795) propóleos on, suburbanus... y nada más.

No puede ser esto. ¿Qué tiene que ver suburbanus con el betún o aceite que las abejas, etc., etc.? Sigo leyendo: propoleuóleó: sumpropolos, ministro...

Tampoco puede ser esto: sigo: propolios on, ante   —389→   tempus canescens... tampoco puede ser esto. Sigo: propolis, eos, e; ¡ya está!, esto es; en efecto, tenemos propolis y el genitivo propoleos (con omega) luego esto es... ¡Ay!, tampoco. Porque eso no significa aceite ni betún, sino, como ello mismo lo dice, pars urbis proxima ad aditum, parte de la ciudad próxima a la entrada... y nada más, nada de aceite ni betún.

Luego aún no ha parecido nuestro propoleos. Propoloson, significa famulus, minister, y aunque hay criados, fámulos que dan betún a las botas y ministros que se dan charol... no es tampoco el propoleos que buscamos. Y en Leopold no hay más palabras que tengan forma igual o parecida a la que se quiere.

Dejemos al Sr. Dr. E. F. Leopold. Al fin su lexicón es un manual, y aunque optimis libris concinnatum, ello es que no contiene todas las palabras, aunque sí las propiamente clásicas. Él mismo lo dice: Itaque omnia quidem verba, quæ apud classicos, qui vocantur, scriptores reperientur, cum significationibus suis recepta et exposita sunt: verum quæ è lexicis tantum vetustis et glossariis, ut Pollucis, Hesychii, Suidæ, aliorum proferuntur, non a certo adhibita auctoribus, ea in hac quoque altera editione sunt praetermissa...»

Bueno; en vista de que el señor Leopold no admite las palabras de los léxicos y glosarios de autores vetustos, vamos nosotros a ver si en esos autores parece el propoleos, betún de abejas. Confieso que de los que cita Leopold no tengo a la mano más que a uno, a Suidas,   —390→   compilador griego que se cree vivió hacia el siglo XI. De él no se sabe nada a punto fijo, ni siquiera si es el autor del Lexicón que lleva su nombre. Pero, sea o no sea, vamos allá. Abro, después de limpiarle el polvo, Suidæ Lexicon greco-latino; busco, busco... y nada, no parece nuestra palabreja. Encuentro muchas de las que ya hemos visto en Leopold; pero la nuestra no, no hay tal propoleos, ni propolis, betún.

Y me voy con la música a otra parte: Thesaurus græcæ linguæ ab Henrico Stephano constructus. Busco, busco... y tampoco parece mi betún.

Pero... ¡al fin!, llego a un lexicón greco-latino publicado en Basilea hace muchísimo tiempo, y compuesto con auxilio de otros trabajos filológicos escritos per G. Bedacum, J. Tusanum, E. Gesnerem (auctorem damnatum), H. Junium, R. Constantinum (auctarem damnatum), M. Hopperum (auctorem damnotum), etc., y, encuentro lo que busco, o poco menos, en ese repertorio donde hay tantos autores condenados.

Y leo, propolis ios, (ios, no eos.)femenino. Crasior materia et viscosa infandamentis opera quæ apes instituunt.

Propolis, Plinio. (Y según Miguel, Celso.)

¡Gracias a Dios! Ya tenemos nuestro betún explicado, aunque sea por autores condenados. Pero ¡horrible duda! ¿Por qué si es propolis propolios femenino, la Academia convierte el propolis en propoleos masculino? ¿Por qué no dijo propolios a lo menos? ¡Pues apenas   —391→   va diferencia de uno a otro! Diciendo propóleos no hay más remedio que sacar la palabra de propolis propoleos, compuesta de pro y polis, poleos, ciudad.

Y de la ciudad y sus compuestos, no puede salir el betún con que limpia la Academia; y así, aunque recordemos que poleos en la forma dórica es polios, nada tenemos adelantado, porque no salimos de la ciudad, y por aquí no asoma el betún.

Nada de lo dicho significa que yo niegue la legitimidad del propoleos, de la Academia, sino que digo que por no explicarse, da ocasión a todas estas confusiones. De mi humilde investigación resulta que, cuando más, debía decirse propolis o propolios. Claro que me equivocaré; pero, ¿por qué no se explica la Academia? Y no se me venga con que las sinodales de Zaragoza hablan de propoleos, porque no se trata de eso, sino de exponer la etimología de la palabreja, y justificar su forma actual. En fin, veremos si Quintilius u otrus nos lo explica todo.

Otras cosas vienen detrás, que ni Dios (y usted perdone) las explica. Pero no adelantemos los acontecimientos, como decían antes las novelas. Por hoy basta.

En la carta próxima, que procuraré que sea la última, y en la que hemos de ver lo mejorcito (v. gr., díptero, diálogo, perigeo, etc., etc.), comenzaremos por la preposición ana. Esta tampoco la tiene el Diccionario, y eso que habla de otro ava griego. Pero tienen ojos y no ven.





  —392→  
Carta tercera y última


I

Muy señor mío: «Ana, dice el Diccionario de ustedes, del griego ava, repetición, cifra de que usan los médicos para denotar que ciertos ingredientes han de ser de peso o partes iguales».

Por partes vamos a ir nosotros, si usted no lo toma a mal, para librarnos de las confusiones a que el Diccionario nos invita con esas pocas palabras. Por lo pronto, se ve que que el ava griego del Diccionario no es la preposición inseparable española, tomada del griego, que buscamos. Si fuera esta, diría como peri/ y en otras: preposición inseparable, del griego ava. Y esto, a saber, que para el Diccionario no se trata de la preposición, lo confirma lo que dice después: «Cifra que usan los médicos en sus recetas», etc.

Conste que no se trata de nuestra preposición. Falta esta, como tantas otras. Bien; pero es el caso... que ese mismo ava del Diccionario... es preposición también, aunque él no lo diga. Según él lo dice, parece un sustantivo: parece que ava en griego significa repetición.

El Diccionario no debe de estar muy seguro de lo que es, porque ni lo llama sustantivo, ni adjetivo, ni preposición, ni nada. No hay ninguna inicial ni abreviatura   —393→   de las que indican la condición gramatical de la palabra, según la naturaleza etimológica de esta. ¿Qué es ana? Una cifra. Pero, y una cifra, ¿qué es? -Sustantivo. Pues este ava de la Academia no es sustantivo, ni parte alguna declinable... ni indeclinable. Pero significando una cifra y viniendo de ava repetición, debe de ser un nombre sustantivo... Pues no hay tal cosa; no es cierto que ava en griego signifique repetición, como parece decir, y, en efecto, dice el Diccionario. Lo que hay es que ava es preposición52 de acusativo (según Leopold también es caso de dativo en los poetas épicos y líricos y en los coros trágicos, y aun de genitivo, pero esto no nos importa aquí), y esta preposición, que ya veremos lo que significa cuando entre en composición en el mismo grupo, puede significar una relación de dirección hacia un lugar superior, y también de repetición, como en latín re-retro, v. gr., anablastano, regermino. De modo que el Diccionario, que enab y en peri, y en otras palabras del mismo orden pone todos los pelos y señales para que se sepa que se trata de partículas o preposiciones inseparables en español y tomadas del latín o del griego, otras veces, en caso igual, calla; y calla cuando más falta hacía explicarse para saber qué diablo de palabra era ese ava y para comprender que no significaba en griego repetición, así sin más, sino que... sino que vea usted la que se debió haber dicho:

Ana, prep. del griego; ava, prep., y después distinguir:   —394→   en composición significa (1, movimiento ascendente; 2, repetición). Y después podría venir lo de la cifra, y ya se comprobaría por qué se llamaba así la tal cifra y, lo que importa más, lo que era ana.

Por supuesto que este ava, preposición griega, lo encontramos en muchísimas palabras del Diccionario, y él mismo lo confiesa; unas veces sí y otras no, según su costumbre.

Y también, según su costumbre, hace a la tal preposición significar lo que mejor le parece, hasta el punto de que una vez la traduce, siendo preposición, fíjese usted, por un adjetivo.

Véase la clase: Anacardo de ava, semejante, y cardia, corazón. ¿Qué propiedad de lenguaje es esa? ¿Cómo ana ha de significar semejante? Lo que hay es que el anacardo, árbol de la India, tiene, según el Diccionario, el fruto acorazonado, y por eso le plantó al ava el semejante, y es claro que ava significa, según dice Leopold correctamente, relación de causa, modo (esto es) et ratione. Pudo decir: ava, a modo de.

Muchas cosas pudo decir, pero no semejante. En otra parte ava significa de nuevo, y más abajo contra. Eso es engañar al público. No es así como se explican las cosas. Ana sí puede significar contra; pero no... no es eso lo que quiere decir cuando se trata de anacronismo. Dice la Academia: Anacronismo, de ana, contra, y cronos, tiempo. Siendo así, anacronismo debe significar contratiempo; ello mismo lo dice. Pues, no, señor;   —395→   significa, según la Academia, «Error, que consiste en suponer acaecido un hecho antes o después del tiempo en que sucedió».

Y, en efecto, anacronismo no significa contratiempo, si bien tampoco significa exclusivamente el error de que habla la Academia, sino otras muchas cosas que no siempre son errores (pues lo «anacrónic» o no se refiere sólo al pensamiento), y que no se reducen a atribuir lo acaecido en un tiempo a otro. Y prueba de que es así, es que la Academia dice antes: «Anacrónico, que adolece de anacronismo»; y todos saben que se llaman anacrónicas muchas cosas que no adolecen de ningún error, porque no pueden errar, porque no tienen con qué. Si la Academia hubiera explicado bien el anacronismo, no hubiera estado tan mal traducir ana por contra en esta ocasión.

En otra parte ana ya no significa semejante, un adjetivo y sino cambio, un sustantivo. Y es lo que ya dije más atrás: el Diccionario hace significar a las palabras que entran en composición lo que le conviene que signifiquen, para explicar lo que él sabe que significa el compuesto. Esto unas veces; otras, en lugar de seguir su capricho traduciendo preposiciones por sustantivos y adjetivos, se atiene al significado literal de una de las acepciones de la preposición, y aunque le pegue al simple como a un Cristo dos pistolas, se lo encaja. Pero dejome de reflexiones.

Dice el Diccionario: «Anagrama, del gr. ana, cambio,   —396→   y gramma, escritura». ¡Qué gana de hacerlo mal! Eso significaría entonces cambio de escritura. Y no hay tal; dejando ya lo de ava, cambio, que pudo decirse con más propiedad, hay que notar que gramma (gramma) no significa escritura, sino letra, quod scriptum est. Pues eso es escritura, dirá alguno, quod scriptum est; no señor, escritura tiene su modo de decirse en griego: se dice grammatei/a (grammateia), eso, eso significa escritura. ¿Y quién duda que la acepción principal y más corriente de anagrama es cambio (pase el cambio) de letras? Cambio de lugar, por supuesto.

Después, el Diccionario admite muchas palabras griegas que empiezan por ana, y no dice si en efecto se componen de nuestra preposición y debía decirlo, porque si no, se puede entender que cuando él no lo apunta, no hay tal composición, y, sin embargo, si la hay muchas veces, aunque otras no, siquiera pueda parecérselo al que no sepa griego ni por el forro. Y los maliciosos, vuelta a maliciar si no se explicará la Academia en tales casos por no saber cómo explicarse.




II

Todo lo anterior, Sr. Quintilius, está escrito hace muchas semanas, y al volver hoy a tan enojosa materia, hágolo sin gusto, y sólo por terminar estas cartas en mal hora comenzadas. No es porque crea que la cuestión se ha hecho vieja, como puede hacerse La gran vía o cualquier asunto de esos de mucho ruido y pocas   —397→   nueces; sino porque creo que es el asunto demasiado poco ameno para tratado minuciosamente en los periódicos diarios. Y así, para concluir luego, voy a abreviar lo más que pueda. Me creerá usted bajo mi palabra (y si no, no tiene más que ir a verlo), que lo mismo que sucede en el Diccionario con las preposiciones estudiadas hasta aquí, pasa con todas las demás, lo mismo con las que omite que con las pocas que incluye. Pondré sólo algunos ejemplos.

Día. Esta preposición inseparable no consta en el léxico oficial. Pero constan palabras españolas compuestas con ella, v. gr., diálogo, diacústica (de día, por, dice el Diccionario), y acústica.

Aquí tiene Quintilius otro ejemplo que prueba que la Academia no sigue, para incluir u omitir preposiciones, el criterio que él la atribuía piadosamente. Deténgome en dialecto.

El Diccionario: Dialecto (del gr. dialego, hablar). No hay tal cosa. Dialego no significa hablar, sino conversar, que no es lo mismo; en latín colloquor y no loquor. Pero he dicho mal: dialego no significa nada de eso, sino secerno, discerno, deligo; lo que significa colloquor es dialegomai.

Ya irá viendo Quintilius que la Academia traduce con poca exactitud. Veamos otro ejemplo de esto mismo. «Díptero, escribe, de dis, dos, y pteron, ala». Dis no significa dos, señora Academia; dis significa siempre, dos veces; es, lo mismo bis en latín. Decir que dis   —398→   significa dos, es como decir que simul en latín significa uno. No hay modo de cohonestar este disparate. Quintilius tendrá que reconocer que traducir dispor dos, siendo tan fácil decir dos veces, es una falta mayúscula. Pero, claro, como los dípteros tienen dos alas... se dijo la Limpia: pues dis, dos. Así se acaba pronto; pero no se hace bien.

Ya se dijo que peri/ es una preposición que la Academia incluye en su Léxico, pero en mal hora. Dice: Peri (del gr. peri/ ) preposición que significa alrededor de. -No puede estar más claro: «significa alrededor de». Según lo cual, perigeo debe de significar alrededor de la tierra...; y en efecto, la Academia dice: «Perigeo, de peri, alrededor, y ge, tierra». Luego alrededor de la tierra. ¿Y cabe mayor disparate? No; tan grande es, que la misma Academia, olvidando la etimología señalada tan puntualmente con traducción tan absurda, dice: Punto en que un planeta se halla más próximo a la tierra. Podrá esto no estar bien, allá los cosmógrafos; pero al fin, no es el absurdo a que la etimología traducida académicamente conduce: alrededor de la tierra.

Y para que vea Quintilius que formal es su defendida, a los cuatro renglones dice el Diccionario: «Perihelio, del griego, peri, cerca de; y helios, sol». ¡A buena hora cae de su burro, más o menos gris, la esplendorosa Corporación! ¿Conque peri junto al sol significa cerca de, pero junto a la tierra significa alrededor? Si el Diccionario hubiera comenzado por no decir que peri significaba alrededor de, sin más, se hubiera ahorrado estas pruebas de su falta de formalidad. Y para no incurrir en peri sologias, no hablo más de esto.

Ni de nada.

Dejo en el tintero, convirtiéndolo en soto, cuantos gazapos greco-latinos me proponía cazar más adelante. Usted, Sr. Quintilius, me creerá bajo mi palabra, repito, si le digo que en lo que dejo sin notar en materia de preposiciones, así griegas como latinas, se observan los mismos defectos por parte de la Academia.

Yo tengo muchas más cosas que hacer que andar cogiendo preposiciones inseparables por el rabo. Respecto de la cuestión general, y casi casi filosófica a que aludía en mi extravagante53, debo anunciarle que no la trataré ya en carta particular dirigida a usted, sino en uno de mis próximos folletos literarios. Si usted tiene gusto en leer lo que se me ocurra, le enviaré con mucho placer un ejemplar del opúsculo correspondiente (y eso que es una mala costumbre la de regalar libros), siempre y cuando que yo averigüe cómo se llama usted, y a dónde hay que dirigirse. Y nada más. Perdone usted, perdonen los lectores, y Dios perdone al Diccionario.