Componiendo «Camino de Perfección»
Gonzalo Sobejano
En tanto no se coleccionen los artículos de Pío Baroja que éste no recogió en ninguno de los tomos misceláneos por él mismo preparados, puede ser de cierta utilidad llamar la atención sobre algunos de ellos y reimprimirlos si se cree fundadamente que el hacerlo aporte luz al conocimiento de su obra.
Pío Baroja publicó a fines de 1901 dos artículos con el título común de «Nietzsche íntimo», el primero aparecido el lunes 9 de septiembre en El Imparcial, y el segundo, el lunes 7 de octubre en el mismo periódico. No se trata en rigor de artículos olvidados, puesto que han sido aludidos alguna vez y aun brevemente comentados por quien esto escribe. Pero si la existencia de tales dos artículos no es desconocida, su texto sigue siendo de difícil acceso para la mayoría de los lectores. Pensé reproducirlos en Nietzsche, en España, como otros documentos remotos o de embarazosa consulta; pero aquel volumen había crecido tanto que no admitía añadimientos1.
Pienso que esos artículos pueden servir al lector para asomarse con más exactitud a un momento en la gestación de Camino de perfección, una de las mejores novelas de Baroja. No repetiré lo que el curioso puede hallar en Nietzsche, en España. Allí fueron comentados dichos artículos como testimonios críticos de un cambio de Baroja en la valoración del filósofo alemán y como revelaciones de una experiencia de lectura incorporada a Camino de perfección en lo que esta novela significaba en su mensaje2.
Lo que ahora estimo de probable utilidad es otra cosa: dar a conocer en su integridad este texto de casi prehistoria barojiana, examinar la transcripción que Baroja hizo de unos fragmentos epistolares de Nietzsche, traducidos para él por su amigo suizo Paul Schmitz, y, en fin, comprobar la relación literal de algunos pasajes de la publicación periodística y de la novela. El tipo de curiosidad que promueve esta nota es, por lo tanto, «textual».
En las fechas arriba indicadas publica Baroja el díptico aludido, cuyo texto, sin más que corregir las erratas evidentes, reproduzco a continuación:
PÍO BAROJA. |
Como el lector
habrá notado, estos artículos de Baroja constituyen
una breve antología del primer tomo (en aquellas fechas
primerísimo) del epistolario de Nietzsche: un muestrario de
cartas que se dicen traducidas por Paul Schmitz («Lo fue leyendo y traduciendo. Yo transcribo
aquí algunas de las cartas...»
, I, 46). Pero
Schmitz no hubo de ser el autor único de la versión.
Aunque Baroja no conocía el alemán, tampoco parece
creíble que Schmitz, en 1901, conociese el español
hasta el punto de poder trasladar a este idioma textos como los de
Nietzsche con tal naturalidad y soltura. No hago esta
observación al azar, sino después de un cotejo
minucioso de los originales y de la traducción. Esta se
distingue por su naturalidad y su fluidez (en ocasiones, a costa de
la exactitud), y es improbable que un suizo alemán como Paul
Schmitz pudiera traducir tan ágilmente -aun admitiendo que,
por conducto de otro idioma de su patria, un helvético se
encuentre siempre más cerca del castellano que un
alemán de Alemania.
No faltan errores
en la versión, pero son pocos y de dudoso origen. Por
ejemplo: En I, 63, donde debiera leerse 'pesimismo
dionisíaco' «eines dionysischen
[Pessimismus]»
, se lee «pesimismo divinísimo»
; pero
debe de tratarse de una errata. Algo semejante cabe decir de la
transcripción del hombre del rebaño como «anthropos
a musas»
(I, 133) para reproducir las palabras griegas
aducidas por Nietzsche, las cuales, puestas en tipos latinos, son:
'anthropos ámousos'.
Aquí es todavía más presumible la culpabilidad
del cajista. No, en cambio, en otros errores. Tal es el caso de:
«Los hombres que no creen en esta
predestinación del individuo, aciertan
también...»
(I, 107), para lo que correctamente
traído del alemán sería: 'Los hombres que no
reflexionan ni tienen sentimientos morales nada saben de esa
predestinación...' («Gedankenlose und unmoralische Menschen wissen
nichts von einer solchen Absichtlichkeit des
Schicksals»
). Y tal es el caso de: «Mis afirmaciones gratuitas y mi
literatura...»
(II, 71), para lo que en el original es:
«Meine sehr
problematische Nachdenkerei und
Schriftstellerei»
, y en un castellano
más preciso debería ser: 'Mis problemáticas
meditaciones y mi literatura...'.
Fallos graves de
la traducción son los dos siguientes. Donde pregunta
Nietzsche si las situaciones y el encadenamiento de las mismas, a
pesar de otras deficiencias señaladas en el
Parsifal, no son de una suprema poesía, nuestro
texto asevera (no pregunta, sino asevera) que aquellas situaciones
y su encadenamiento «no son de una alta
poesía»
(II, 170), lo cual es casi lo contrario. Y
pocas líneas más abajo (II, 197-8) escribe Baroja:
«El cambiar palabras y nociones que no
están bien fijadas no me parece muy honrado...»
,
donde habría de leerse: 'Pero en el fondo, el cambiar
palabras y nociones ya fijadas no es muy honrado...' («Im Grunde aber ist die
Vertauschung solcher Worte und Begriffe, die einmal fixiert sind,
nich recht ehrlich»
). Ahora bien,
todavía en estos casos cabría pensar en una
defectuosa lectura del tipógrafo: ¿un signo de
interrogación olvidado, un «no»
fantasmático?
Fuera de lo que acabo de señalar, la traducción es fiel y fácil. Cierto que puede extrañar, e incluso hacer pensar en el intermedio momentáneo del francés, el siguiente indicio. Cuando Nietzsche habla del hombre del rebaño, lo llama también «Philister»; cuya correspondencia sería 'filisteo', pero lo que encontramos es «philistin» (I, 122), vocablo francés en grafía y sufijo. Aquí, sin embargo, hemos de tener en cuenta que para los españoles de aquella época la forma 'filisteo', en esa acepción de hombre del rebaño, no estaba consolidada. Unamuno y Ortega contribuyeron a fijarla. Un; escritor tan culto como Leopoldo Alas ponía en boca de un personaje de Su único hijo (1890), para colmo una joven germana, Marta Körner, el término flestin (de «filistín», no de «filisteo»)3´.Podría ser, por lo tanto, proposición de Baroja, y no mero galicismo del suizo. Porque la mano de Baroja se advierte a cada momento.
Sólo quien
por largo tiempo y continuado esfuerzo alcanzó experiencia
en el arte de traducir puede comprender la gravedad del perpetuo
dilema: ¿traer al autor al lenguaje del lector, llevar al
lector al lenguaje del autor? Ortega, comentando este planteamiento
de Schleiermacher, era razonable partidario del segundo
extremo4.
La versión de Schmitz y Baroja se sitúa en el extremo
opuesto. Más que una asimilación hacia el idioma
traducido, es en todo instante una reducción o
allanación al español. Demostrarlo sería
prolijo porque casi todos los fragmentos vertidos responden a tal
norma, pero de ello doy fe como actuario del proceso.
Indicaré sólo unos pocos ejemplos de la
allanación de Baroja, y digo de Baroja porque me parece
sumamente difícil admitir que Schmitz se encontrase en
aptitud de realizarla. Así, donde Nietzsche cuenta que cada
mañana, durante el servicio militar, tenía que
limpiar su caballo con el cepillo y la carda («das Pferd mit Striegel
und Kardätsche zu putzen»
), el texto
afirma que pasaba el tiempo «almohazando
los caballos»
(II, 96); o cuando Nietzsche habla de la
mirada interior («[das] innere Auge»
),
aparece simplemente «la
lectura»
(II, 168); o cuando invita Nietzsche a su
destinatario a figurarse a los representantes de una ópera
de Wagner rezando y temblando «mit verzüskten
Hälsen»
(con los cuellos estirados en
arrobo), dice la traducción: «en
éxtasis, con los ojos en blanco»
(II, 164), lo
cual es una muy familiar trasposición. Y así en otros
muchos casos.
Por lo dicho, estimo que esta antología de confidencias nietzscheanas deben entenderse como una traducción «en colaboración». Generosa pero trabajosamente leería Schmitz a su amigo cartas y más cartas mientras Baroja escuchaba, corregía y ponía en castellano sencillo lo que más llamaba su atención. Cabe, pues, incluir a Pío Baroja entre los muy primeros traductores de Nietzsche al español, no porque él conociese el idioma del filósofo, pero sí porque supo adaptar la versión primera de su acompañante a un lenguaje apropiado, corriente y liso.
La traducción aquí recordada guarda además un interés ejemplar: es modelo de traducción hablada, conversada, vivida. Un amigo lee a otro un libro escrito en una lengua sólo accesible al primero; ambos, en tanto conversan, van escogiendo los textos que al segundo le parecen más curiosos, y éste solícitamente lima la versión, por fuerza algo cruda, del primero. No todos los textos se llegan a conocer en su idioma de origen ni en traducciones editadas y divulgadas. Existe también un modo de entablar privadamente ese conocimiento mediante versión hecha y discutida de palabra. Y de este tipo de aprendizaje nos proporciona el caso Schmitz-Baroja uno de los testimonios más sugestivos: la traducción conversada no tiene lugar en una biblioteca, en un estudio ni en un café, sino al aire libre, entre arrayanes, mariposas y murmullos del agua, y de esa traducción, repito, emerge una selección de preferencias. Lo que Baroja, seleccionando y glosando fragmentos del epistolario de Nietzsche, trata de mostrar, es -en pocas palabras- la moralidad superior del inmoralista, su profunda honradez, su capacidad de compasión, el valor heroico puesto en la defensa de lo verdadero, la generosidad hacia los otros, el pudor de sus sentimientos, el denuedo para arrostrar la enfermedad, aquella versatilidad aparente que no era sino resolución jurada de abrazar toda verdad nueva, y en fin, la consecuencia con que Nietzsche impugnó siempre el cristianismo5.
Precisamente sobre las creencias y tendencias cristianas en contraste con la buscada plenitud de la vida estaba componiendo Pío Baroja, por las mismas fechas en que «traducía» a Nietzsche, su Camino de perfección.
El efecto que la
lectura del epistolario de Nietzsche tuvo sobre Baroja fue
importante. Ni Vidas sombrías ni La casa de
Aizgorri, los dos primeros libros del escritor, publicados
ambos en 1900, contienen indicio alguno que delate la presencia de
Nietzsche. En cambio, al final del tercer libro, Aventuras,
inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), tal
presencia se insinúa: hace allí breve
aparición, un relojero alemán, partidario de
Nietzsche y del sentido trágico de la vida, en quien ha de
verse un trasunto de Paul Schmitz. En el capítulo XIV de
Camino de perfección (1902) vuelve a aparecer
Schmitz, con el nombre de Max Schultze, acompañando a
Fernando Ossorio en el cementerio de El Paular y haciéndole
ver a Nietzsche no como el glorificador del egoísmo que
Ossorio-Baroja detestaban hasta entonces, sino como un sujeto
moral, puro, delicado, irreprochable. A partir de ahí
Fernando Ossorio intentará vencer en sí mismo la
tendencia depresiva cristiana y adoptar la actitud vitalista
ascendente, y ése es su verdadero «camino de
perfección»
6.
A partir de esta novela, y aún más de la siguiente,
El mayorazgo de Labraz (1903), la influencia de Nietzsche
en Baroja irá afirmándose hasta por lo menos 1910,
fecha de César o nada.
Todo esto fue objeto de examen en otra parte7, y no es preciso insistir. Lo que aquí importa es poner de relieve en qué manera conciertan los textos de «Nietzsche íntimo» y de Camino de perfección y hasta qué punto aquella lectura de Nietzsche en el monasterio de El Paular repercute en un motivo fundamental de esta novela: el contrapunto muerte-vida dentro de un marco que realza ambos extremos, el huerto cerrado de una casa de religión.
He aquí los pasajes correspondientes del artículo y de la novela (menciono ésta por la edición de Obras completas de Pío Baroja, tomo VI, Biblioteca Nueva, Madrid, 1948):
NIETZSCHE, ÍNTIMO | CAMINO DE PERFECCIÓN |
Es el camposanto del monasterio tranquilo, reposado, venerable; huerto con arrayanes y cipreses en donde palpita un recogimiento solemne; un silencio sólo interrumpido por el murmullo de una fuente que canta invariable y monótona su eterna canción no comprendida. (I, 5-9) | Era huerto tranquilo, reposado, venerable. Un patio con arrayanes y cipreses en donde palpitaba un recogimiento solemne, un silencio sólo interrumpido por el murmullo de una fuente que cantaba invariable y monótona su eterna canción no comprendida. (C. XIII, pp. 40-41) |
Los cipreses oscuros, inmóviles, soñadores, como si ellos guardasen el alma huraña de los monjes, perfilan sus agudas cimas verdes sobre la dulce serenidad del cielo inmaculado. Se oye a veces vagamente un grito largo, lastimero, quizás el canto lejano de un gallo. En las avenidas cubiertas de losas de granito, donde descansan las viejas cenizas de los cartujos muertos en la paz del claustro, crecen altas yerbas y musgos amarillentos y verdosos. (I, 10-17) |
Como contraste de aquel brillo y
movimiento, los cipreses levantaban las rígidas y
altas pirámides de sus copés y
permanecían inmóviles, oscuros,
exaltados, como si ellos guardasen el alma huraña
de los monjes; y sus agudas cimas verdes, negruzcas, se
perfilaban sobre la dulce serenidad del cielo
inmaculado. Se oía a veces vagamente un grito largo, lastimero, quizá el canto lejano de un gallo. En las avenidas cubiertas de losas de granito, donde descansaban las viejas cenizas de los cartujos muertos en la paz del claustro, crecían altas hierbas y musgos amarillentos y verdosos. En medio del huerto, en el aéreo pabellón con puertas y ventanas ojivales, caían los chorros de agua en la pila redonda y cantaba la fuente su larga canción misteriosa. (C. XIV, p. 42) |
Un perfume acre, adusto, se desprende de los arrayanes recortados de los verdes cipreses; las mariposas blancas revolotean voluptuosas al sol, cruzan el cielo algunos gavilanes... y sigue cantando la fuente invariable y monótona su eterna canción no comprendida. (I, 18-22) | Comenzó a anochecer; el viento silbaba dulcemente por entre los árboles. Un perfume acre, adusto, se desprendía de los arrayanes y de los cipreses; no piaban los pájaros, ni cacareaban los gallos..., y seguía cantando la fuente, invariable y monótona, su eterna canción no comprendida... (C. XIV, p. 43) |
-¡Nietzsche! ¡No
hable usted mal de Nietzsche! -me dijo mi amigo-.
No lo conoce usted; no lo puede usted
conocer. -Lo confieso, lo conozco mal, por traducciones; sin embargo, sé de él bastante para que su figura me sea repulsiva; su desprecio por la piedad y por la compasión, antipático; su egotismo y su entusiasmo por la fuerza, desagradables. -Es que no hay tal cosa. A Nietzsche hay que saber leerle entre líneas. Es difícil de representarse un hombre de naturaleza más ética; difícil hallar un hombre tan puro, tan delicado, de conducta tan irreprochable. Precisamente tengo aquí el primer tomo de las cartas de Federico Nietzsche, coleccionadas por dos de sus discípulos. (I, 23-36) |
[...] Yo tuve una
sobreexcitación nerviosa, y me la curé andando mucho
y leyendo a Nietzsche. ¿Lo conoce usted? -No. He oído decir que su doctrina es la glorificación del egoísmo. -¡Cómo se engaña usted, amigo! Crea usted que es difícil de representarse un hombre de naturaleza más ética que él; dificilísimo hallar un hombre más puro y delicado; más irreprochable en su conducta. Es un mártir (C. XIV, p. 43). |
El texto
periodístico pudo ser redactado inmediatamente antes de su
publicación en septiembre-octubre de 1901, o bien poco
después de la excursión a El Paular, que debió
de ocurrir en la primavera o en el verano del mismo
año8.
Camino de perfección apareció como libro a
principios de 1902, pero había ido publicándose por
partes en el periódico La
Opinión9.
Ignoro, y no puedo comprobar ahora, cuál de los dos textos
es el anterior, pero no es éste el punto que aquí me
interesa aclarar. De todos modos, parece indudable la superioridad
del texto de la novela, en el que, aparte ciertas variaciones
exigidas por el género narrativo (como el cambio del
presente al pretérito, y algunas transiciones), se percibe
una más refinada voluntad de expresión: los cipreses
levantando «las rígidas y altas
pirámides de sus copas»
, «exaltados»
, con sus cimas «negruzcas»
, o la eliminación de
los epítetos convencionales «recortados»
(para arrayanes) y
«verdes»
) (para cipreses).
Lo que me parece oportuno poner de manifiesto, para concluir, es el hondo efecto que aquellas lecturas en el cementerio de El Paular dejaron en el autor de Camino de perfección. Como columnas sustentadoras del edificio de esta novela, deben considerarse, a mi juicio, dos escenas temática y ambientalmente muy parecidas. Una se desarrolla en esos capítulos XIII-XIV: Fernando Ossorio, primero a solas, y luego con Schultze, en el cementerio de El Panlar. La otra tiene lugar en el claustro de la catedral de Tarragona, con Fernando y Dolores como protagonistas, en el capítulo LIX, penúltimo de la obra. Encarna Fernando Ossorio, como es bien sabido, el tipo del artista decadente y del cristiano torturado por una preocupación mística artificial y morbosa. Lleno de la excitación de quien perdió el contacto con la Naturaleza, su alma padece una perpetua insatisfacción. La decisión de abandonar el laberinto de la capital y ponerse en camino por los campos y los pueblos de España significa un principio de compenetración con la verdad de la tierra. Pero ni Toledo ni Yécora, las dos estaciones más largas de su peregrinaje, le traen la salud anhelada; por el contrario: exacerban sus delirios. Sólo en las dos escenas aludidas se produce en Fernando la revelación de su agonía como una pugna entre la religión cristiana y la libre vitalidad natural, junto con el presagio, casi la convicción, de que la muerte de aquélla es necesaria para la plenitud de ésta. Y, aunque la herida cristiana resulte incurable ya para él, en el hijo de su carne soñará hacer valedero su proyecto.
El duelo muerte-vida, o religiosidad-vitalidad, se manifiesta supremamente en esas escenas del claustro de El Paular y del claustro de la catedral de Tarragona. Un claustro, o patio enclaustrado, es un espacio al mismo tiempo cerrado y abierto, divinal y natural. Rodeando el patio, las galerías cierran éste por los cuatro lados, pero se abren hacia él entre las columnas. El huerto, cercado así, es siempre un centro de retiro, un rectángulo de olvido, pero también tierra fecunda que eleva su ímpetu -fuentes, hierbas, árboles, mariposas o pájaros- hacia el cielo donde el sol brilla y por donde las nubes pasan.
La escena del
cementerio de El Paular ofrece la oposición en su aspecto
más elemental: la muerte cohabita con la vida e
invisiblemente la engendra. En el solemne reposo del camposanto, el
cadáver del obispo había ido descomponiéndose
bajo sus ornamentos, arrullado por el murmullo de la fuente, y del
pus de sus úlceras brotaron las blancas corolas de las
flores, cuya sustancia evaporada se depositaría en una nube:
«¡Qué alegría la de
los átomos al romper la forma que los aprisionaba, al
fundirse con júbilo en la nebulosa del infinito, en la senda
del misterio donde todo se pierde!»
(C. XIII, página 41). Este poema del
cadáver del obispo antecede a la conversación de los
dos amigos, y aunque esta conversación dentro de la novela
sólo envuelva una fugaz alusión a Nietzsche, sabemos
que en la realidad que sirvió de abono a la ficción,
lo que hubo fue una lectura compartida de sus cartas, precisamente
en aquel recinto sereno donde descansaban las cenizas de los
cartujos y donde sin cesar sonaban el chorro del agua y el rumor de
la arboleda.
En otro claustro,
en el de la catedral de Tarragona, es donde la lectura de Nietzsche
descubre tácitamente la profunda huella que hubo de dejar en
la sensibilidad del autor de Camino de perfección y
en el ánimo de su protagonista. Ahora Fernando y la mujer
amada contemplan los románicos capiteles de aquellos
claustros en un hermoso día de primavera, cerca del
Mediterráneo, y ambos admiran aquel jardín «lleno de arrayanes»
, con sus
pájaros piadores volando desde la copa de un ciprés
«alto, escueto y negruzco»
hacia el brocal del pozo, con sus limoneros, sus nubes errantes y
su cielo azul (C. LIX,
página 127). Pero comienzan a cruzar por el claustro algunos
canónigos, suenan campanas, se oye el órgano y un
rumor de rezos y de cánticos, y es entonces cuando la
oposición vida-muerte aparece en un aspecto, ya no natural,
sino histórico, de civilización problemática;
como un desafío entre la moral cristiana milenaria y la
nueva y eterna inocencia de la vida:
Cesaba el rumor de los rezos. Cesaba el rumor de los cánticos. Cesaba la música del órgano, y. parecía que los pájaros piaban más fuerte y que los gallos cantaban a lo lejos con voz más chillona. Y al momento estos murmullos tornaban a ocultarse entre las voces de la sombría plegaria que los sacerdotes en el coro entonaban al Dios vengador. Era una réplica que el huerto dirigía a la iglesia y una contestación terrible de la iglesia al huerto. En el coro, los lamentos del órgano, los salmos de los sacerdotes lanzaban un formidable anatema de execración y de odio contra la vida; en el huerto, la vida celebraba su plácido triunfo, su eterno triunfo. |
(C. LIX, p. 127) |
Hacer que prevaleciese la libre y pujante energía de la vida por encima de las tentaciones de la pasión mística era el ideal nuevo de Pío Baroja mientras componía y daba a conocer Camino de perfección en 1901, meses después de la muerte de Nietzsche y del estreno de Electra, meses antes de la aparición de La voluntad.