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Componiendo «Camino de Perfección»

Gonzalo Sobejano





En tanto no se coleccionen los artículos de Pío Baroja que éste no recogió en ninguno de los tomos misceláneos por él mismo preparados, puede ser de cierta utilidad llamar la atención sobre algunos de ellos y reimprimirlos si se cree fundadamente que el hacerlo aporte luz al conocimiento de su obra.

Pío Baroja publicó a fines de 1901 dos artículos con el título común de «Nietzsche íntimo», el primero aparecido el lunes 9 de septiembre en El Imparcial, y el segundo, el lunes 7 de octubre en el mismo periódico. No se trata en rigor de artículos olvidados, puesto que han sido aludidos alguna vez y aun brevemente comentados por quien esto escribe. Pero si la existencia de tales dos artículos no es desconocida, su texto sigue siendo de difícil acceso para la mayoría de los lectores. Pensé reproducirlos en Nietzsche, en España, como otros documentos remotos o de embarazosa consulta; pero aquel volumen había crecido tanto que no admitía añadimientos1.

Pienso que esos artículos pueden servir al lector para asomarse con más exactitud a un momento en la gestación de Camino de perfección, una de las mejores novelas de Baroja. No repetiré lo que el curioso puede hallar en Nietzsche, en España. Allí fueron comentados dichos artículos como testimonios críticos de un cambio de Baroja en la valoración del filósofo alemán y como revelaciones de una experiencia de lectura incorporada a Camino de perfección en lo que esta novela significaba en su mensaje2.

Lo que ahora estimo de probable utilidad es otra cosa: dar a conocer en su integridad este texto de casi prehistoria barojiana, examinar la transcripción que Baroja hizo de unos fragmentos epistolares de Nietzsche, traducidos para él por su amigo suizo Paul Schmitz, y, en fin, comprobar la relación literal de algunos pasajes de la publicación periodística y de la novela. El tipo de curiosidad que promueve esta nota es, por lo tanto, «textual».


Dos artículos de Baroja sobre Nietzsche

En las fechas arriba indicadas publica Baroja el díptico aludido, cuyo texto, sin más que corregir las erratas evidentes, reproduzco a continuación:


   En el camposanto del viejo monasterio del Paular
pasábamos las horas de siesta mi amigo el doctor Paul
Schmitz y yo, hablando, discutiendo, dejando en pleno
libertinaje a la imaginación y al sueño.
   Es el camposanto del monasterio tranquilo, reposado,  5
venerable; huerto con arrayanes y cipreses en donde pal-
pita un recogimiento solemne; un silencio sólo interrumpido
por el murmullo de una fuente que canta invariable y monó-
tona su eterna canción no comprendida,
   Los cipreses oscuros, inmóviles, soñadores, como si  10
ellos guardasen el alma huraña de los monjes, perfilan sus
agudas cimas verdes sobre la dulce serenidad del cielo
inmaculado. Se oye a veces vagamente un grito largo, las-
timero, quizás el canto lejano de un gallo. En las avenidas
   cubiertas de losas de granito, donde descansan las viejas  15
cenizas de los cartujos muertos en la paz del claustro,
crecen altas yerbas y musgos amarillentos y verdosos.
Un perfume acre, adusto, se desprende de los arrayanes
recortados, de los verdes cipreses; las mariposas blancas
   revolotean voluptuosas al sol, cruzan el cielo algunos  20
gavilanes... y sigue cantando la fuente invariable y
monótona su eterna canción no comprendida.
   -¡Nietzsche! ¡No hable usted mal de Nietzsche! -me
dijo mi amigo-. No lo conoce usted; no lo puede usted cono-
cer.  25
   -Lo confieso, lo conozco mal, por traducciones; sin
embargo, sé de él bastante para que su figura me sea repul-
siva; su desprecio por la piedad y por la compasión, anti-
pático; su egotismo y su entusiasmo por la fuerza, desagra-
dables.  30
   -Es que no hay tal cosa. A Nietzsche hay que saber
leerle entre líneas. Es difícil de representarse un hombre
de naturaleza más ética; difícil hallar un hombre tan puro,
tan delicado, de conducta tan irreprochable. Precisamente
tengo aquí el primer tomo de las cartas de Federico  35
Nietzsche, coleccionadas por dos de sus discípulos.
   Me enseñó el libro, cuyo título es «Friedrich
Nietzsches gesammelte Briefe. Erster Band Herausgegeben
von Peter Gast und Dr. Arthur Seidl»; hojeé las páginas
y se lo entregué a mi amigo.  40
   Estas cartas -dijo él- dan idea de lo que es
Nietzsche, esclarecen muchos de los puntos oscuros que
se han encontrado en sus obras.
   Vi en mi amigo cierto afán de hacer prosélitos para
lo que él creía bueno y justo, y le pedí la lectura del  45
libro. Lo fue leyendo y traduciendo. Yo trascribo aquí
algunas de las cartas coleccionadas, que dan idea del
carácter de Nietzsche, del poeta-filósofo tan discutido
en nuestro tiempo.
   En una carta del 29 de julio de 1888 que Nietzsche  50
dirige al Dr. Karl Fuchs, entre otras cosas, dice lo
siguiente:
   «Si alguna vez llega usted a ocuparse de mí -ya sé
que le falta a usted tiempo para eso, mi querido amigo-
tenga usted la prudencia, que por ahora no ha tenido nadie,  55
de caracterizar mi personalidad, de describirla, sin
querer aquilatarla ni valorarla. De esta manera, además
de encontrarse en una neutralidad agradable, se puede
abandonar los artificios de la retórica y sorprender el
espíritu más sutil. Hasta ahora no he sido caracterizado  60
ni como psicólogo ni como escritor -poeta inclusive-
ni como inventor de una nueva clase de pesimismo- pesimismo
divinísimo, nacido de la fuerza; pesimismo que tiene la
gloria de sujetar el problema de la vida con energía,
como a una res por los cuernos- ni he sido carac-  65
terizado por inmoralista, que es la forma más alta que ha
alcanzado la probidad intelectual, en cuya forma puede
tratarse la moral como ilusión, después de afirmar esa
probidad intelectual como instinto de un carácter necesario.
No es indispensable, ni es de desear siquiera, que el  70
que trate de mí tome mi partido; al contrario, es mejor
que tenga la curiosidad que se experimenta, por ejemplo,
al contemplar un vegetal raro, unida a cierta resistencia
irónica para mis ideas. Tal es la actitud que me parece
la más inteligente hacia mi persona».  75
Estas cartas de Nietzsche realizan los deseos
del filósofo mejor que cualquier biografía; están dirigidas
en su mayor parte a íntimos amigos, las escribió sin
pensar en imprimirlas, manifiestan y revelan de un modo
involuntario las interioridades del alma, del autor de  80
Zarathoustra (sic); comprenden la vida de Nietzsche
desde sus años de estudiante hasta que le invadió la
cruel enfermedad que paralizó las funciones de su cerebro.
   Leyéndolas se llega a la convicción de que el des-
precio de las nociones morales, de que Nietzsche hizo gala,  85
el intento suyo de destruirlas directamente (ved el
libro «Más allá del bien y del mal») nace de su absoluta
moralidad, de que para él estas ideas eran inútiles como
dogmas, puesto que el cumplimiento de los preceptos morales
más alto constituía una necesidad en su naturaleza.  90
   En el año 1867, cuando tenía veintitrés años, escribía
Nietzsche al barón de Gersdorff, uno de sus compañeros y
amigos de colegio: «Hay hombres piadosos que creen que
todos los sufrimientos y desdichas que padecen están
preparados deliberadamente para ellos, con el fin de que  95
esta idea, aquel buen propósito, el conocimiento de más
allá, se despierte en sus espíritus. A nosotros nos faltan
antecedentes para creer tal cosa, pero está en nuestras
atribuciones el aprovechar y el extraer la quintaesencia
de esos sufrimientos; hacer que cada desdicha pequeña o  100
grande sirva para nuestra perfección y disciplina. La pre-
destinación del individuo no es, pues, ninguna fábula si se
interpreta de esta manera. Tenemos que aprovechar el destino
intencionadamente. Por sí mismos, los acontecimientos no
son más que cáscaras vacías. Lo trascendental es nuestro  105
estado interior; el valor de un hecho es el que nosotros
le queremos dar. Los hombres que no creen en esta predesti-
nación del individuo aciertan también, pues respecto a
ellos no influyen las desdichas. Debemos y queremos aprender
con estas desdichas y cuanto más aumente nuestro saber en  110
cosas morales y más se complete, tanto más los acontecimientos
formarán a nuestro alrededor un círculo completo».
De su profesión de catedrático, tenía Nietzsche un con-
cepto alto y levantado. Al mismo amigo, barón de Gersdorff,
comunica su nombramiento de profesor de Filología clásica  115
en Basilea en el año 1869:
   «Toda profesión tiene sus desventajas y sus ligaduras;
la cuestión es saber si estas ligaduras son de hierro o de
hilo. Respecto a mí, me encuentro todavía con valor para
romper estas cadenas y para probar la vida inquieta y aza-  120
rosa. No me noto, hasta ahora, la joroba obligada de todo
profesor. Zeus y las Musas me impiden el ser «philistin»
anthropos a musas»), hombre del rebaño, creo que me costaría
trabajo el serlo.
   Cierto es que yo me he acercado a una clase de «philisti-  125
nes», a la clase de los especialistas. Es muy natural que
la concentración diaria de la inteligencia sobre cuestiones y pro-
blemas particularísimos produzca el entorpecimiento de las facul-
tades y la pérdida de excitabilidad del sentido filosófico en su
misma raíz. Espero que llegaré a arrostrar este peligro  130
más tranquilo y seguro que la mayoría de los filólogos.
Está en mí profundamente arraigada la serenidad filosófica;
me han sido demostrados con demasiada claridad los verda-
deros y esenciales problemas de la vida y de la inteligencia
por el gran «mistagogo» Schopenhauer para que pueda temer  135
una apostasía ignominiosa de mis ideas. Penetrar en mi
ciencia con espíritu nuevo; inculcar a mis oyentes la gravedad
schopenhaueriana que caracterizaba a aquel hombre sublime,
esos son mis deseos y esperanzas. Quisiera ser algo más que
un maestro de buenos filólogos...  140
   Si tenemos que vivir, vivamos de tal modo que los demás
bendigan y conceptúen nuestra vida como útil y beneficiosa
cuando nosotros felizmente estemos libertados de ella».
Contraste extraño ofrecen las ideas que expone el filó-
sofo en una carta del 18 de septiembre de 1871, con las  145
defendidas después por él, principalmente, en su libro
«Así hablaba Zarathoustra» (sic):
   «Acentúa -dice- siempre por los actos tu armonía
íntima con el dogma del amor y de la compasión. Es el
puente sólido que puede tenderse aún sobre tales abismos».  150
   Nietzsche ha negado después las ideas que tuvo en esta
época en que era catedrático de Basilea. Sacrificó siempre
a lo que conceptuaba como nueva verdad, su convicción anterior
sin escrúpulo alguno.
   La idea de que el filósofo se debe a sí mismo y debe a  155
la humanidad la expresión de la verdad absoluta, le hacía
considerarse como sujeto al error y le obligaba a rectificar
sus ideas. Hay indudablemente en esto verdadera grandeza
moral, y si la humanidad progresa es por pensadores de tal
índole, inconsecuentes y variables, no por aquellos que se  160
petrifican en el sistema que una vez aceptaron y que creen
fuerza de carácter lo que es orgullo y presunción.
En esto, como Schopenhauer, Nietzsche iba hasta las
últimas consecuencias; y fueran los resultados de sus explora-
ciones filosóficas, sociales o antisociales, reaccionarios  165
o disolventes, ante la convicción de haber encontrado la
verdad, Nietzsche lo sacrificaba todo. En lo íntimo del
poeta-filósofo, del que se jactaba de ser «inmoralista»,
latía el alma de un puritano.

*  *  *

   Y mientras mi amigo leía las cartas y comentaba entu-  170
siasmado el inmoralismo y el anti-cristianismo de Nietzsche,
yo pensaba en la vida tranquila y exenta de preocupaciones
de los viejos cartujos que yacían bajo las losas de granito,
y mientras tanto seguía cantando la fuente invariable y
monótona su eterna canción no comprendida.  175

- II -


Por los libros que se han escrito en Alemania, acerca
de Nietzsche, se deduce que la idea que se tuvo sobre la
personalidad de aquel filósofo varió hasta el extremo.
   Comenzó a conocerle el mundo científico por su libro
«El origen de la Tragedia». Se supo poco después de la apa-  5
rición de esta obra, qua el autor pasaba su vida enfermo,
que padecía graves perturbaciones digestivas y estaba amena-
zado por terrible ceguera.
   Luego cuando fueron apareciendo sucesivamente sus obras,
preñadas de amenazas contra los intereses religiosos y mora-  10
les, establecidos con base de la sociedad; la figura del
filósofo, siempre oculta en el misterio, alejada de sus
contemporáneos, se convirtió en la de un ogro sombrío y
misantrópico; el público transformó un pobre enfermo afligido
por crueles sufrimientos en un Mefistófeles.  15
Fuera de Alemania, en donde para conocer a Nietzsche
se tenía que recurrir a traducciones, el carácter del poeta-
filósofo se identificó con los tipos creados por su fantasía.
Zoroastro fue Nietzsche, y Nietzsche fue también el
«super-hombre». Aquel escritor terrible, de mirada sombría y  20
fija, de aspecto de soldadote brutal, el que deseaba parecerse
más a César Borgia que a Cristo; el que había lanzado al
rostro de la sociedad anatemas de la clase del «Crepúsculo
de los Dioses» por su figura y por sus ulteriores escritos
legitimaba estas suposiciones. Era él, el «superhombre»,  25
la fiera voluptuosa y carnívora, sin más leyes que sus
fueros ni más pragmáticas que su voluntad.
   Y son extrañas las paradojas de la Naturaleza. ¿No es
cierto? Aquel hombre, de aspecto aterrador y de mirada sombría,
era íntimamente un sentimental, una alma de Dios, tímida y  30
piadosa.
   A su amiga Malvida de Meysenburg, conocida en Alemania
por sus «Memorias de una idealista», en una carta fechada en
Basilea en el año 87, le escribe lo siguiente:
«Desearía hacer a los hombres diariamente algo bueno.  35
Este otoño me encontraba dispuesto a empezar mi
vida, preguntándome por las mañanas: ¿A quién podría yo hacer
algo bueno? A veces encontraba una buena acción que realizar.
He dado con mis escritos muchos pesares a algunos hombres
y quisiera repararlos de cualquier modo.  40
   «A pesar de esto pienso con alegría que he llegado
a ser en los últimos años más rico en amor... Cuando me falta
la posibilidad de dar una alegría a los que me quieren, y creo
que no puedo hacer nada por ellos, entonces me siento más
miserable y más desvalido que nunca...  45
«No sufrimos exclusivamente en lo físico, todo se liga
con crisis intelectuales...
El secreto de la salud para nosotros es llegar a conse-
guir dureza en la epidermis, a causa de nuestra gran vulnera-
bilidad interior y de nuestra capacidad para sufrir. Por lo  50
menos exteriormente no aparezcamos como susceptibles e impre-
sionables».
   Esta última frase podría explicarnos de dónde nace
la impasibilidad predicada y aconsejada por él. Por estetismo,
nuestros filósofos y poetas modernos han cantado la impasi-  55
bilidad.
   En su admirable soneto a la Belleza, Baudelaire dijo:
   «Je hais le mouvement qui deplace les lignes
   Et jamais je ne pleure et jamais je ne ris».
   En Nietzsche había dos personalidades: una el compasivo,  60
el bueno, el hombre de corazón, el que unía la piedad santa
con el más alto y levantado vuelo del espíritu; el otro, el
luchador implacable, el polemista, el crítico, el que llegó
a condenar la compasión como indigna e inmoral debilidad.
   Este segundo Nietzsche fue el que por último predominó;  65
la lectura de los enciclopedistas franceses, la influencia
de las doctrinas del gran Darwin, hizo que Nietzsche impla-
cable matara a Nietzsche piadoso. Sin embargo, a veces, como
los fantasmas, el sentimental aparecía.
   «No puedo vivir sin el sentimiento de ser útil -escribía  70
a Malvida de Meysenbug-. Mis afirmaciones gratuitas y mi
literatura, hasta ahora no me han hecho más que ponerme en-
fermo... Mientras era hombre de ciencia de verdad, estuve
sano».
   Nietzsche sospechaba indudablemente que el equilibrio  75
de sus facultades mentales estaba roto. El mismo dice en
una de sus cartas del año 1885 que «el que un filósofo esté
enfermo, es ya un argumento en contra de su filosofía».
   Aquel hombre que comprendía la relación de las enfermeda-
des de un autor con la clase de sus obras, quizás dudaba de  80
sí mismo; aquel hombre débil fue en su juventud robusto:
pudo cumplir con el servicio militar en un regimiento de
artillería de campo, servicio que en Prusia es penosísimo.
   De este período de su vida habla en una carta dirigida
al barón Gersdorff en 1867:  85
   «Estoy en el segundo regimiento del cuarto cuerpo
de artillería montada. Comprenderás cuán violento es para mí
este cambio de vida que me aleja de mis ordinarias ocupa-
ciones y de mi cómoda existencia. Sin embargo, sufro estas
penalidades con ánimo tranquilo y experimento cierta satis-  90
facción por tal mudanza de la suerte. Ahora que tengo nece-
sidad de practicar un poco el ascetismo, comienzo a sentir
una verdadera gratitud por nuestro Schopenhauer. En las pri-
meras cinco semanas, además del ejercicio, tenía que encar-
garme de la limpieza de las cuadras. Por la mañana, a eso  95
de las cinco y media, ya estaba almohazando los caballos
y recogiendo el estiércol del suelo. Ahora estoy ocupado
desde las siete hasta las diez y media de la mañana, y
luego desde las once y media hasta las seis de la tarde.
La mayor parte de este tiempo la pasamos haciendo ejer-  100
cicios a pie».
   En estas cartas de su juventud se nota siempre, en
medio de candideces y de infatuaciones de adolescente, el
asomo de la vanidad que en los últimos años de su vida se
convirtió en una egolatría delirante. Nietzsche es siempre,  105
en el trascurso de su vida, el hijo del pastor protestante,
que de niño inventó para sí unos ascendientes fantásticos,
los nobilísimos condes de Nietzky, y que decía a su hermana
con gravedad: Un conde de Nietzky no debe mentir.
   Estando en el servicio, un accidente le obligó a aban-  110
donar para siempre el regimiento. Cuenta en una carta del
22 de junio de 1868 que marchando una vez jinete sobre su
Balduin, quiso hacer saltar a su caballo, el cual le tiró
al suelo, en donde sufrió una contusión en el pecho.
Formósele en el lugar del golpe un tumor, que los médicos  115
sajaron, y como quedara resentido de la enfermedad tuvo que
abandonar el servicio definitivamente.
   En el año 70 tomó parte en la guerra franco-prusiana;
no parte activa, porque aunque hubiese querido no le hubiesen
dejado, siendo como era en aquella época profesor de la Uni-  120
versidad de Basilea.
   Se encuentran en sus cartas algunos relatos de los
episodios vistos por él. Nietzsche trabaja en las ambulancias
con gran celo y gran abnegación, y por una de esas paradojas
que forman las ideas y actos de este filósofo, que después  125
debía ser apóstol de la fuerza y enemigo de la piedad, cae
enfermo de disentería y de difteritis cuidando heridos, y
esto mina su salud ya para siempre.
   En un artículo anterior he señalado las variaciones de
criterio de Nietzsche acerca de diversas cuestiones. Respecto  130
a Wagner, al principio sintió indiferencia por él, fue luego
admirador entusiasta y después enemigo. En las primeras cartas
de Nietzsche en que se habla de Wagner se ve que el filósofo
se coloca en una actitud escéptica respecto al músico. Se lee
en una carta de 1866: «No teniendo a mi disposición ningún  135
piano en Kosen he estudiado poco, en cambio encontré la parti-
tura de "Las Valkyrias", de Wagner, acerca de las cuales no
me atrevo a adelantar ningún juicio. Las indiscutibles bellezas
de la obra están contrabalanceadas por iguales defectos:
+a, + (- a) = o».  140
   Al conocer personalmente al autor de «Lohengrin», Nietzsche
cambió de opinión acerca de sus obras. El filósofo era impre-
sionable y de una sensibilidad exquisita, el músico seductor
en su trato; Nietzsche se sintió fetichista por algún tiempo,
hasta que rompió su ídolo con la publicación del «Caso  145
Wagner» y volvió a profesar sus primeras ideas acerca del
célebre maestro alemán.
   En sus cartas se van descubriendo las etapas de estos
cambios de sus opiniones respecto al arte wagneriano, al cual,
en un tiempo en que no lo había rechazado aún, lo compara con  150
el brillante y barroco de Bernini, y concluye por consi-
derarlo falso y efectista. Transcribiré una carta del año 1878,
en que Nietzsche juzga el Parsifal:
   «Ayer envió Wagner a mi casa el Parsifal. En la pri-
mera impresión me ha parecido más de Liszt que de Wagner.  155
Yo, que estoy muy acostumbrado a lo helénico, que es siempre
universalmente humano, encuentro esto reducido exclusivamente
a lo cristiano y a lo temporal; la psicología de esta obra
es fantástica; no hay en ella carne, pero en cambio hay
sangre en abundancia -especialmente en la Sagrada Cena-;  160
además no puedo sufrir las mujeres histéricas. Creo que
lo que es soportable en la lectura, no debe serlo en la
representación. Figúrese usted nuestros actores rezando,
temblando, en éxtasis, con los ojos en blanco. El interior,
del San Graal no debe de hacer un gran efecto en el teatro,  165
ni tampoco lo del cisne herido. Todas estas bellas inven-
ciones pertenecen a la epopeya, son recursos buenos para
la lectura, pero no para ser utilizados en la escena. El
libro parece traducción de un idioma extranjero; las situa-
ciones y su encadenamiento no son de una alta poesía.  170
¿No es esto una última provocación de la música?».
   En las cartas de Nietzsche desde muy temprano se ve
que es enemigo del cristianismo; su enemistad aumenta con
los años, hasta decir en 1888, con relación a su obra
Umwertung aller Werte, no publicada todavía, y que se  175
espera en Alemania con gran curiosidad:
   «Hay muchas cosas que no son actualmente más libres
que lo han sido hasta ahora. El imperio de la tolerancia
se ha trasformado por importantes evoluciones en una sen-
cilla cobardía, en una debilidad de carácter. Ser cristiano  180
desde ahora es indecoroso».
   El hombre que escribió esto no escondía su escepti-
cismo en su juventud. En una carta del año 1866 dice al
barón de Gersdorff:
   «Hoy he asistido a un sermón, en que se trataba de  185
este tema: «La fe que ha vencido al mundo». Con un tono
insoportable y altanero ha tratado el predicador de todos
los pueblos que no son cristianos, y de una manera muy
desleal ha sustituido la palabra cristianismo cuando le
convenía por otra, sustitución que daba un sentido exacto  190
a sus afirmaciones. Efectivamente, si se cambia la frase:
el cristianismo ha vencido al mundo; por otra: el sentimiento
del pecado -o mejor dicho, un deseo metafísico- ha vencido
al mundo, la afirmación para nosotros no tiene nada de
extraña; pero si somos consecuentes, entonces hemos de decir  195
que los indios son también cristianos, y que los verdaderos
cristianos son indios. El cambiar palabras y nociones que
no están bien fijadas no me parece muy honrado...
   Si el cristianismo quiere decir creencia en un aconte-
cimiento, en un personaje histórico, no tengo nada que ver  200
con este cristianismo; pero sí quiere indicar un deseo de
redención, entonces puedo estimarlo altamente y hasta no pa-
recerme mal que quiera disciplinar a los mismos filósofos,
los cuales están en muy corto número al lado de la inmensa masa
de los que necesitan redención y han sido hechos además de la  205
misma materia que los otros hombres».
   En todos los problemas filosóficos que Nietzsche trató,
fue cambiando de opiniones y evolucionando de una manera
rapidísima; sólo su idea anticristiana perseveró en él.
   Para Nietzsche la única misión de los pueblos es servir  210
a sus genios, adorarlos, sacrificar ante ellos todo lo sacri-
ficable; esta es la moral buena; la mala es la moral cris-
tiana, la ascética, la de la piedad, porque conserva una mul-
titud de existencias inútiles, porque perpetúa lo miserable
y lo repulsivo.  215
   Esto se comprende fácilmente en un hombre como Nietzsche,
helenista entusiasta, enamorado de la belleza y de la serenidad
griega, que considera la religión de Cristo como la defensa
de los deformes y de los tristes; se comprende en un hombre
genial, enamorado de los espectáculos de luz y de colores,  220
que vivía en un país protestante, rígido, sombrío, austero.
   Y sin embargo, a pesar de su helenismo, de su entusiasmo
por la belleza y por la fuerza, a pesar de haber dicho en una
de sus cartas con un orgullo lujurioso: «¿Hubo alguna vez un
hombre que tuviera una posición más atrevida que la mía frente  225
a las cosas?», a pesar de querer atrincherarse en la egolatría,
este filósofo que cantaba la crueldad, era tímido en la vida,
caritativo y piadoso, y ante los dolores ajenos sentía su
corazón de hombre rebosando piedad, la piedad dulce de la
moral de los esclavos tan denigrada por él, la piedad de las  230
almas humildes y de los pobres de espíritu.


PÍO BAROJA.                





La traducción de Schmitz y Baroja

Como el lector habrá notado, estos artículos de Baroja constituyen una breve antología del primer tomo (en aquellas fechas primerísimo) del epistolario de Nietzsche: un muestrario de cartas que se dicen traducidas por Paul Schmitz («Lo fue leyendo y traduciendo. Yo transcribo aquí algunas de las cartas...», I, 46). Pero Schmitz no hubo de ser el autor único de la versión. Aunque Baroja no conocía el alemán, tampoco parece creíble que Schmitz, en 1901, conociese el español hasta el punto de poder trasladar a este idioma textos como los de Nietzsche con tal naturalidad y soltura. No hago esta observación al azar, sino después de un cotejo minucioso de los originales y de la traducción. Esta se distingue por su naturalidad y su fluidez (en ocasiones, a costa de la exactitud), y es improbable que un suizo alemán como Paul Schmitz pudiera traducir tan ágilmente -aun admitiendo que, por conducto de otro idioma de su patria, un helvético se encuentre siempre más cerca del castellano que un alemán de Alemania.

No faltan errores en la versión, pero son pocos y de dudoso origen. Por ejemplo: En I, 63, donde debiera leerse 'pesimismo dionisíaco' «eines dionysischen [Pessimismus]», se lee «pesimismo divinísimo»; pero debe de tratarse de una errata. Algo semejante cabe decir de la transcripción del hombre del rebaño como «anthropos a musas» (I, 133) para reproducir las palabras griegas aducidas por Nietzsche, las cuales, puestas en tipos latinos, son: 'anthropos ámousos'. Aquí es todavía más presumible la culpabilidad del cajista. No, en cambio, en otros errores. Tal es el caso de: «Los hombres que no creen en esta predestinación del individuo, aciertan también...» (I, 107), para lo que correctamente traído del alemán sería: 'Los hombres que no reflexionan ni tienen sentimientos morales nada saben de esa predestinación...' («Gedankenlose und unmoralische Menschen wissen nichts von einer solchen Absichtlichkeit des Schicksals»). Y tal es el caso de: «Mis afirmaciones gratuitas y mi literatura...» (II, 71), para lo que en el original es: «Meine sehr problematische Nachdenkerei und Schriftstellerei», y en un castellano más preciso debería ser: 'Mis problemáticas meditaciones y mi literatura...'.

Fallos graves de la traducción son los dos siguientes. Donde pregunta Nietzsche si las situaciones y el encadenamiento de las mismas, a pesar de otras deficiencias señaladas en el Parsifal, no son de una suprema poesía, nuestro texto asevera (no pregunta, sino asevera) que aquellas situaciones y su encadenamiento «no son de una alta poesía» (II, 170), lo cual es casi lo contrario. Y pocas líneas más abajo (II, 197-8) escribe Baroja: «El cambiar palabras y nociones que no están bien fijadas no me parece muy honrado...», donde habría de leerse: 'Pero en el fondo, el cambiar palabras y nociones ya fijadas no es muy honrado...' («Im Grunde aber ist die Vertauschung solcher Worte und Begriffe, die einmal fixiert sind, nich recht ehrlich»). Ahora bien, todavía en estos casos cabría pensar en una defectuosa lectura del tipógrafo: ¿un signo de interrogación olvidado, un «no» fantasmático?

Fuera de lo que acabo de señalar, la traducción es fiel y fácil. Cierto que puede extrañar, e incluso hacer pensar en el intermedio momentáneo del francés, el siguiente indicio. Cuando Nietzsche habla del hombre del rebaño, lo llama también «Philister»; cuya correspondencia sería 'filisteo', pero lo que encontramos es «philistin» (I, 122), vocablo francés en grafía y sufijo. Aquí, sin embargo, hemos de tener en cuenta que para los españoles de aquella época la forma 'filisteo', en esa acepción de hombre del rebaño, no estaba consolidada. Unamuno y Ortega contribuyeron a fijarla. Un; escritor tan culto como Leopoldo Alas ponía en boca de un personaje de Su único hijo (1890), para colmo una joven germana, Marta Körner, el término flestin (de «filistín», no de «filisteo»)3´.Podría ser, por lo tanto, proposición de Baroja, y no mero galicismo del suizo. Porque la mano de Baroja se advierte a cada momento.

Sólo quien por largo tiempo y continuado esfuerzo alcanzó experiencia en el arte de traducir puede comprender la gravedad del perpetuo dilema: ¿traer al autor al lenguaje del lector, llevar al lector al lenguaje del autor? Ortega, comentando este planteamiento de Schleiermacher, era razonable partidario del segundo extremo4. La versión de Schmitz y Baroja se sitúa en el extremo opuesto. Más que una asimilación hacia el idioma traducido, es en todo instante una reducción o allanación al español. Demostrarlo sería prolijo porque casi todos los fragmentos vertidos responden a tal norma, pero de ello doy fe como actuario del proceso. Indicaré sólo unos pocos ejemplos de la allanación de Baroja, y digo de Baroja porque me parece sumamente difícil admitir que Schmitz se encontrase en aptitud de realizarla. Así, donde Nietzsche cuenta que cada mañana, durante el servicio militar, tenía que limpiar su caballo con el cepillo y la carda («das Pferd mit Striegel und Kardätsche zu putzen»), el texto afirma que pasaba el tiempo «almohazando los caballos» (II, 96); o cuando Nietzsche habla de la mirada interior («[das] innere Auge»), aparece simplemente «la lectura» (II, 168); o cuando invita Nietzsche a su destinatario a figurarse a los representantes de una ópera de Wagner rezando y temblando «mit verzüskten Hälsen» (con los cuellos estirados en arrobo), dice la traducción: «en éxtasis, con los ojos en blanco» (II, 164), lo cual es una muy familiar trasposición. Y así en otros muchos casos.

Por lo dicho, estimo que esta antología de confidencias nietzscheanas deben entenderse como una traducción «en colaboración». Generosa pero trabajosamente leería Schmitz a su amigo cartas y más cartas mientras Baroja escuchaba, corregía y ponía en castellano sencillo lo que más llamaba su atención. Cabe, pues, incluir a Pío Baroja entre los muy primeros traductores de Nietzsche al español, no porque él conociese el idioma del filósofo, pero sí porque supo adaptar la versión primera de su acompañante a un lenguaje apropiado, corriente y liso.

La traducción aquí recordada guarda además un interés ejemplar: es modelo de traducción hablada, conversada, vivida. Un amigo lee a otro un libro escrito en una lengua sólo accesible al primero; ambos, en tanto conversan, van escogiendo los textos que al segundo le parecen más curiosos, y éste solícitamente lima la versión, por fuerza algo cruda, del primero. No todos los textos se llegan a conocer en su idioma de origen ni en traducciones editadas y divulgadas. Existe también un modo de entablar privadamente ese conocimiento mediante versión hecha y discutida de palabra. Y de este tipo de aprendizaje nos proporciona el caso Schmitz-Baroja uno de los testimonios más sugestivos: la traducción conversada no tiene lugar en una biblioteca, en un estudio ni en un café, sino al aire libre, entre arrayanes, mariposas y murmullos del agua, y de esa traducción, repito, emerge una selección de preferencias. Lo que Baroja, seleccionando y glosando fragmentos del epistolario de Nietzsche, trata de mostrar, es -en pocas palabras- la moralidad superior del inmoralista, su profunda honradez, su capacidad de compasión, el valor heroico puesto en la defensa de lo verdadero, la generosidad hacia los otros, el pudor de sus sentimientos, el denuedo para arrostrar la enfermedad, aquella versatilidad aparente que no era sino resolución jurada de abrazar toda verdad nueva, y en fin, la consecuencia con que Nietzsche impugnó siempre el cristianismo5.

Precisamente sobre las creencias y tendencias cristianas en contraste con la buscada plenitud de la vida estaba componiendo Pío Baroja, por las mismas fechas en que «traducía» a Nietzsche, su Camino de perfección.




Muerte y vida en los claustros

El efecto que la lectura del epistolario de Nietzsche tuvo sobre Baroja fue importante. Ni Vidas sombrías ni La casa de Aizgorri, los dos primeros libros del escritor, publicados ambos en 1900, contienen indicio alguno que delate la presencia de Nietzsche. En cambio, al final del tercer libro, Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), tal presencia se insinúa: hace allí breve aparición, un relojero alemán, partidario de Nietzsche y del sentido trágico de la vida, en quien ha de verse un trasunto de Paul Schmitz. En el capítulo XIV de Camino de perfección (1902) vuelve a aparecer Schmitz, con el nombre de Max Schultze, acompañando a Fernando Ossorio en el cementerio de El Paular y haciéndole ver a Nietzsche no como el glorificador del egoísmo que Ossorio-Baroja detestaban hasta entonces, sino como un sujeto moral, puro, delicado, irreprochable. A partir de ahí Fernando Ossorio intentará vencer en sí mismo la tendencia depresiva cristiana y adoptar la actitud vitalista ascendente, y ése es su verdadero «camino de perfección»6. A partir de esta novela, y aún más de la siguiente, El mayorazgo de Labraz (1903), la influencia de Nietzsche en Baroja irá afirmándose hasta por lo menos 1910, fecha de César o nada.

Todo esto fue objeto de examen en otra parte7, y no es preciso insistir. Lo que aquí importa es poner de relieve en qué manera conciertan los textos de «Nietzsche íntimo» y de Camino de perfección y hasta qué punto aquella lectura de Nietzsche en el monasterio de El Paular repercute en un motivo fundamental de esta novela: el contrapunto muerte-vida dentro de un marco que realza ambos extremos, el huerto cerrado de una casa de religión.

He aquí los pasajes correspondientes del artículo y de la novela (menciono ésta por la edición de Obras completas de Pío Baroja, tomo VI, Biblioteca Nueva, Madrid, 1948):

NIETZSCHE, ÍNTIMO CAMINO DE PERFECCIÓN
     Es el camposanto del monasterio tranquilo, reposado, venerable; huerto con arrayanes y cipreses en donde palpita un recogimiento solemne; un silencio sólo interrumpido por el murmullo de una fuente que canta invariable y monótona su eterna canción no comprendida. (I, 5-9)      Era huerto tranquilo, reposado, venerable. Un patio con arrayanes y cipreses en donde palpitaba un recogimiento solemne, un silencio sólo interrumpido por el murmullo de una fuente que cantaba invariable y monótona su eterna canción no comprendida. (C. XIII, pp. 40-41)
     Los cipreses oscuros, inmóviles, soñadores, como si ellos guardasen el alma huraña de los monjes, perfilan sus agudas cimas verdes sobre la dulce serenidad del cielo inmaculado. Se oye a veces vagamente un grito largo, lastimero, quizás el canto lejano de un gallo. En las avenidas cubiertas de losas de granito, donde descansan las viejas cenizas de los cartujos muertos en la paz del claustro, crecen altas yerbas y musgos amarillentos y verdosos. (I, 10-17)      Como contraste de aquel brillo y movimiento, los cipreses levantaban las rígidas y altas pirámides de sus copés y permanecían inmóviles, oscuros, exaltados, como si ellos guardasen el alma huraña de los monjes; y sus agudas cimas verdes, negruzcas, se perfilaban sobre la dulce serenidad del cielo inmaculado.
     Se oía a veces vagamente un grito largo, lastimero, quizá el canto lejano de un gallo. En las avenidas cubiertas de losas de granito, donde descansaban las viejas cenizas de los cartujos muertos en la paz del claustro, crecían altas hierbas y musgos amarillentos y verdosos. En medio del huerto, en el aéreo pabellón con puertas y ventanas ojivales, caían los chorros de agua en la pila redonda y cantaba la fuente su larga canción misteriosa. (C. XIV, p. 42)
     Un perfume acre, adusto, se desprende de los arrayanes recortados de los verdes cipreses; las mariposas blancas revolotean voluptuosas al sol, cruzan el cielo algunos gavilanes... y sigue cantando la fuente invariable y monótona su eterna canción no comprendida. (I, 18-22)      Comenzó a anochecer; el viento silbaba dulcemente por entre los árboles. Un perfume acre, adusto, se desprendía de los arrayanes y de los cipreses; no piaban los pájaros, ni cacareaban los gallos..., y seguía cantando la fuente, invariable y monótona, su eterna canción no comprendida... (C. XIV, p. 43)
     -¡Nietzsche! ¡No hable usted mal de Nietzsche! -me dijo mi amigo-. No lo conoce usted; no lo puede usted conocer.
     -Lo confieso, lo conozco mal, por traducciones; sin embargo, sé de él bastante para que su figura me sea repulsiva; su desprecio por la piedad y por la compasión, antipático; su egotismo y su entusiasmo por la fuerza, desagradables.
     -Es que no hay tal cosa. A Nietzsche hay que saber leerle entre líneas. Es difícil de representarse un hombre de naturaleza más ética; difícil hallar un hombre tan puro, tan delicado, de conducta tan irreprochable. Precisamente tengo aquí el primer tomo de las cartas de Federico Nietzsche, coleccionadas por dos de sus discípulos. (I, 23-36)
     [...] Yo tuve una sobreexcitación nerviosa, y me la curé andando mucho y leyendo a Nietzsche. ¿Lo conoce usted?
     -No. He oído decir que su doctrina es la glorificación del egoísmo.
     -¡Cómo se engaña usted, amigo! Crea usted que es difícil de representarse un hombre de naturaleza más ética que él; dificilísimo hallar un hombre más puro y delicado; más irreprochable en su conducta. Es un mártir (C. XIV, p. 43).

El texto periodístico pudo ser redactado inmediatamente antes de su publicación en septiembre-octubre de 1901, o bien poco después de la excursión a El Paular, que debió de ocurrir en la primavera o en el verano del mismo año8. Camino de perfección apareció como libro a principios de 1902, pero había ido publicándose por partes en el periódico La Opinión9. Ignoro, y no puedo comprobar ahora, cuál de los dos textos es el anterior, pero no es éste el punto que aquí me interesa aclarar. De todos modos, parece indudable la superioridad del texto de la novela, en el que, aparte ciertas variaciones exigidas por el género narrativo (como el cambio del presente al pretérito, y algunas transiciones), se percibe una más refinada voluntad de expresión: los cipreses levantando «las rígidas y altas pirámides de sus copas», «exaltados», con sus cimas «negruzcas», o la eliminación de los epítetos convencionales «recortados» (para arrayanes) y «verdes») (para cipreses).

Lo que me parece oportuno poner de manifiesto, para concluir, es el hondo efecto que aquellas lecturas en el cementerio de El Paular dejaron en el autor de Camino de perfección. Como columnas sustentadoras del edificio de esta novela, deben considerarse, a mi juicio, dos escenas temática y ambientalmente muy parecidas. Una se desarrolla en esos capítulos XIII-XIV: Fernando Ossorio, primero a solas, y luego con Schultze, en el cementerio de El Panlar. La otra tiene lugar en el claustro de la catedral de Tarragona, con Fernando y Dolores como protagonistas, en el capítulo LIX, penúltimo de la obra. Encarna Fernando Ossorio, como es bien sabido, el tipo del artista decadente y del cristiano torturado por una preocupación mística artificial y morbosa. Lleno de la excitación de quien perdió el contacto con la Naturaleza, su alma padece una perpetua insatisfacción. La decisión de abandonar el laberinto de la capital y ponerse en camino por los campos y los pueblos de España significa un principio de compenetración con la verdad de la tierra. Pero ni Toledo ni Yécora, las dos estaciones más largas de su peregrinaje, le traen la salud anhelada; por el contrario: exacerban sus delirios. Sólo en las dos escenas aludidas se produce en Fernando la revelación de su agonía como una pugna entre la religión cristiana y la libre vitalidad natural, junto con el presagio, casi la convicción, de que la muerte de aquélla es necesaria para la plenitud de ésta. Y, aunque la herida cristiana resulte incurable ya para él, en el hijo de su carne soñará hacer valedero su proyecto.

El duelo muerte-vida, o religiosidad-vitalidad, se manifiesta supremamente en esas escenas del claustro de El Paular y del claustro de la catedral de Tarragona. Un claustro, o patio enclaustrado, es un espacio al mismo tiempo cerrado y abierto, divinal y natural. Rodeando el patio, las galerías cierran éste por los cuatro lados, pero se abren hacia él entre las columnas. El huerto, cercado así, es siempre un centro de retiro, un rectángulo de olvido, pero también tierra fecunda que eleva su ímpetu -fuentes, hierbas, árboles, mariposas o pájaros- hacia el cielo donde el sol brilla y por donde las nubes pasan.

La escena del cementerio de El Paular ofrece la oposición en su aspecto más elemental: la muerte cohabita con la vida e invisiblemente la engendra. En el solemne reposo del camposanto, el cadáver del obispo había ido descomponiéndose bajo sus ornamentos, arrullado por el murmullo de la fuente, y del pus de sus úlceras brotaron las blancas corolas de las flores, cuya sustancia evaporada se depositaría en una nube: «¡Qué alegría la de los átomos al romper la forma que los aprisionaba, al fundirse con júbilo en la nebulosa del infinito, en la senda del misterio donde todo se pierde!» (C. XIII, página 41). Este poema del cadáver del obispo antecede a la conversación de los dos amigos, y aunque esta conversación dentro de la novela sólo envuelva una fugaz alusión a Nietzsche, sabemos que en la realidad que sirvió de abono a la ficción, lo que hubo fue una lectura compartida de sus cartas, precisamente en aquel recinto sereno donde descansaban las cenizas de los cartujos y donde sin cesar sonaban el chorro del agua y el rumor de la arboleda.

En otro claustro, en el de la catedral de Tarragona, es donde la lectura de Nietzsche descubre tácitamente la profunda huella que hubo de dejar en la sensibilidad del autor de Camino de perfección y en el ánimo de su protagonista. Ahora Fernando y la mujer amada contemplan los románicos capiteles de aquellos claustros en un hermoso día de primavera, cerca del Mediterráneo, y ambos admiran aquel jardín «lleno de arrayanes», con sus pájaros piadores volando desde la copa de un ciprés «alto, escueto y negruzco» hacia el brocal del pozo, con sus limoneros, sus nubes errantes y su cielo azul (C. LIX, página 127). Pero comienzan a cruzar por el claustro algunos canónigos, suenan campanas, se oye el órgano y un rumor de rezos y de cánticos, y es entonces cuando la oposición vida-muerte aparece en un aspecto, ya no natural, sino histórico, de civilización problemática; como un desafío entre la moral cristiana milenaria y la nueva y eterna inocencia de la vida:

Cesaba el rumor de los rezos. Cesaba el rumor de los cánticos. Cesaba la música del órgano, y. parecía que los pájaros piaban más fuerte y que los gallos cantaban a lo lejos con voz más chillona. Y al momento estos murmullos tornaban a ocultarse entre las voces de la sombría plegaria que los sacerdotes en el coro entonaban al Dios vengador.

Era una réplica que el huerto dirigía a la iglesia y una contestación terrible de la iglesia al huerto.

En el coro, los lamentos del órgano, los salmos de los sacerdotes lanzaban un formidable anatema de execración y de odio contra la vida; en el huerto, la vida celebraba su plácido triunfo, su eterno triunfo.


(C. LIX, p. 127)                


Hacer que prevaleciese la libre y pujante energía de la vida por encima de las tentaciones de la pasión mística era el ideal nuevo de Pío Baroja mientras componía y daba a conocer Camino de perfección en 1901, meses después de la muerte de Nietzsche y del estreno de Electra, meses antes de la aparición de La voluntad.







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