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Obras completas


Augusto Ferrán y Forniés






La España Moderna
Revista Ibero-Americana


Año V


Escrita por BARRANTES, CAMPOAMOR, CÁNOVAS, CASTELAR, ECHEGARAY, GALDÓS, MENÉNDEZ Y PELAYO, PARDO BAZÁN (Doña Emilia), PALACIO VALDÉS, PI Y MARGALL, THEBUSSEM Y VALERA. La parte extranjera estará redactada por BOURGET, CANTÚ, COPPÉE, CHERBULIEZ, DAUDET, DOSTOYUSKY, GLADSTONE, GONCOURT, RICHEPIN, TOLSTOY, TURGUENEF Y ZOLA.

Precios de suscrición, pagando adelantado:

En España, seis meses, 17 pesetas; un año, 30 pesetas.- En las demás naciones europeas y americanas, y en las posesiones españolas, un año, 40 francos, enviando el importe a esta Administración en letras sobre Madrid, París o Londres.

Las suscripciones, sea cualquiera la fecha en que se hagan, se sirven a partir de los meses de Enero y Julio de cada año.

Se remite un tomo de muestra gratis a quien lo pida por escrito al Administrador de LA ESPAÑA MODERNA, Cuesta de Santo Domingo, 16, pral.

Novelas y caprichos

Precioso libro que contiene los siguientes

ARTÍCULOS

Sopas de ajo (cuento), por el Doctor Thebussem.- El collar de perlas (cuadro árabe), por Manuel del Palacio.- Virtudes premiadas (novela), por J. Octavio Picón.- El poder de la ilusión (poema), por Ramón de Campoamor.- El mechón blanco (cuento), por Emilia Pardo Bazán.- Tisis poética (leyenda), por José Zorrilla.- Chucho (agua-fuerte), por A. Palacio Valdés.- La risa del payaso (cuento), por Emilio Ferrari.- El novenario de ánimas (cuento), por Narciso Oller.- Placidez (cuento), por Eugenio Sellés.- La condesa de Palenzuela (cuento), por Antonio de Valbuena.

Contiene más de 200 grabados, y es el libro más bonito e interesante que ha visto la luz en España.

Precio: tres pesetas.

Personajes ilustres

Jorge Sand, Víctor Hugo, Balzac, Alfonso Daudet Sardou, Dumas (hijo), G. Flaubert, Chateaubriand, Goncourt, Musset, Sthendal, Teófilo Gautier y Sainte Beuve, por Zola, a peseta cada uno.- El P. Luis Coloma, por E. Pardo Bazán, dos pesetas.- Núñez de Arce, por M. Menéndez y Pelayo, una peseta.- Ventura de la Vega, por Juan Valera, íd.- J. E. Hartzenbusch, por A. Fernández Guerra, íd.- Cánovas, por R. de Campoamor, íd.- Alarcón, por E. Pardo Bazán, íd.- Zorrilla, por I. Fernández Flórez, íd.- Martínez de la Rosa, por M. Menéndez y Pelayo, íd.- Ayala, por J. O. Picón, íd.- Tamayo, por F. Fernández Flores, íd.- Trueba, por R. Becerro de Bengoa, íd.- Lord Macaulay, por Gladstone, íd.- Concepción Arenal, por Pedro Dorado, ídem.- Heine, por T. Gautier, íd.- Ibsen, por L. Pasarge, íd.- Taine, por Bourget, 0,50 céntimos.- Bretón, por Molins, una peseta.- Campoamor, por E. Pardo Bazán, íd.- Fernán-Caballero, por Asensio, íd.- Zola, por Maupassant, íd.

COLECCIÓN DE LIBROS ESCOGIDOS

A tres pesetas tomo.


1. -LA SONATA DE KREUTZER, por Tolstoy.
2. -EL CABECILLA, por Barbey d'Aurevilly.
3. -MARIDO Y MUJER, por Tolstoy.
4. -RECUERDOS DE MI VIDA, por Wagner.
5. -DOS GENERACIONES, por Tolstoy.
6. -QUERIDA, por Goncourt.
7. -EL AHORCADO, por Tolstoy.
8. -HUMO, por Turguenef.
9. -LAS VELADAS DE MÉDAN, por Zola.
10. -EL PRÍNCIPE NEKHLI, por Tolstoy.
11. -RENATA MAUPERIN, por Goncourt.
12. -EL DANDISMO, por Barbey d'Aurevilly.
13 y 14. -JACK, por Daudet.
15. -EN EL CÁUCASO, por Tolstoy.
16. -NIDO DE HIDALGOS, por Turguenet.
17. -ESTUDIOS LITERARIOS, por Zola.
18. -MISS ROVEL, por Cherbuliez.
19. -MI INFANCIA. Y MI JUVENTUD, por Renán.
20. -LA MUERTE, por Tolstoy.
21. -GERMINIA LACERTEUX, por Goncourt.



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Prólogo [de Gustavo Adolfo Bécquer]


I

Leí la última página, cerré el libro y apoyé mi cabeza entre las manos.

Un soplo de la brisa de mi país, una onda de perfumes y armonías lejanas besó mi frente y acarició mi oído al pasar.

Toda mi Andalucía, con sus días de oro y sus noches luminosas y transparentes, se levantó como una visión de fuego del fondo de mi alma.

Sevilla, con su Giralda de encajes, que copia temblando el Guadalquivir, y sus calles morunas, tortuosas y estrechas, en las que aún se cree escuchar el extraño crujido de los pasos del Rey Justiciero; Sevilla, con sus rejas y sus cantares, sus cancelas y sus rondadores, sus retablos y sus cuentos, sus pendencias y sus músicas, sus noches tranquilas y sus siestas de fuego, sus alboradas color de rosa y sus crepúsculos azules; Sevilla, con todas las tradiciones que veinte centurias han amontonado sobre su frente, con toda la pompa y la gala de su naturaleza meridional, con toda la poesía que la imaginación presta a un recuerdo querido, apareció como por encanto a mis ojos, y penetré en su recinto, y crucé sus calles, y respiré su atmósfera, y oí los cantos que entonan a media voz las muchachas que cosen detrás de las celosías, medio ocultas entre las hojas de las campanillas azules; y aspiré con voluptuosidad la fragancia de las madreselvas, que corren por un hilo de balcón a balcón, formando toldos de flores; y torné, en fin, con mi espíritu a vivir en la ciudad donde he nacido, y de la que tan viva guardaré siempre la memoria.

No sé el tiempo que transcurrió mientras soñaba despierto. Cuando me incorporé, la luz que ardía sobre mi bufete oscilaba próxima a expirar, arrojando sus últimos destellos que, en círculos, ya luminosos, ya sombríos, se proyectaban temblando sobre las paredes de mi habitación.

La claridad de la mañana, esa claridad incierta y triste de las nebulosas mañanas de invierno, teñía de un vago azul los vidrios de mis balcones.

Al través de ellos se divisaba casi todo Madrid.

Madrid, envuelto en una ligera neblina, por entre cuyos rotos jirones levantaban sus crestas oscuras las chimeneas, las buhardillas, los campanarios y las desnudas ramas de los árboles.

Madrid sucio, negro, feo como un esqueleto descarnado, tiritando bajo su inmenso sudario de nieve.

Mis miembros estaban ya ateridos; pero entonces tuve frío hasta en el alma.

Y, sin embargo, yo había vuelto a respirar la tibia atmósfera de mi ciudad querida, yo había sentido el beso vivificador de sus brisas cargadas de perfumes, su sol de fuego había deslumbrado mis ojos al trasponer las verdes lomas sobre que se asienta el convento de Aznalfarache.

***

Aquel mundo de recuerdos lo había evocado como un conjuro mágico, un libro.

Un libro impregnado en el perfume de las flores de mi país; un libro, del que cada una de las páginas es un suspiro, una sonrisa, una lágrima o un rayo de sol; un libro, por último, cuyo solo título aún despierta en mi alma un sentimiento indefinible de vaga tristeza.

¡La soledad!

La soledad es el cantar favorito del pueblo en mi Andalucía.




II

Aquel libro lo tenía allí para juzgarlo.

Como cuestión de sentimiento, para mí ya lo estaba.

Sin embargo, el criterio de la sensación está sujeto a influencias puramente individuales, de las que se debe despojar el crítico, si ha de llenar su misión dignamente.

Esto es lo que voy a hacer, si me es posible.

Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.

Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.

La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.

La segunda carece de medida absoluta; adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas.

La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece.

La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso.

Cuando se concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.

Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.

La una es el fruto divino de la unión del arte y de la fantasía.

La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión.

Las poesías de este libro pertenecen al último de los dos géneros, porque son populares, y la poesía popular es la síntesis de la poesía.




III

El pueblo ha sido, y será siempre, el gran poeta de todas las edades y de todas las naciones.

Nadie mejor que él sabe sintetizar en sus obras las creencias, las aspiraciones y el sentimiento de una época.

Él forjó esa maravillosa epopeya celeste de los dioses del paganismo, que después formuló Homero.

Él ha dado el ser a ese mundo invisible de las tradiciones religiosas, que puede llamarse el mundo de la mitología cristiana.

Él inspiró al sombrío Dante el asunto de su terrible poema.

Él dibujó a Don Juan.

Él soñó a Fausto.

Él, por último, ha infundido su aliento de vida a todas esas figuras gigantescas que el arte ha perfeccionado luego, prestándoles formas y galas.

Los grandes poetas, semejantes a un osado arquitecto, han recogido las piedras talladas por él, y han levantado con ellas una pirámide en cada siglo.

Pirámides colosales, que, dominando la inmensa ola del olvido y del tiempo, se contemplan unas a otras y señalan el paso de la humanidad por el mundo de la inteligencia.

Como a sus maravillosas concepciones, el pueblo da a la expresión de sus sentimientos una forma especialísima.

Una frase sentida, un toque valiente o un rasgo natural, le bastan para emitir una idea, caracterizar un tipo o hacer una descripción.

Esto y no más son las canciones populares.

Todas las naciones las tienen.

Las nuestras, las de toda la Andalucía en particular, son acaso las mejores.

En algunos países, en Alemania sobre todo, esta clase de canciones constituven un género de poesía.

Goethe, Schiller, Uhland, Heine, no se han desdeñado de cultivarlo; es más, se han gloriado de hacerlo.

Entre nosotros no: estas canciones se admiran, es verdad, se aplauden, se repiten de boca en boca. Trueba las ha glosado con una espontaneidad y una gracia admirables; Fernán-Caballero ha reunido un gran número en sus obras; pero nadie ha tocado ese género para elevarlo a la categoría de tal en el terreno del arte.

A esto es a lo que aspira el autor de La Soledad.

Estas son las pretensiones que trae su libro al aparecer en la arena literaria.

El propósito es digno de aplauso, y la empresa más arriesgada de lo que a primera vista parece.

¿Cómo lo ha cumplido?




IV

«Al principio de esta colección he puesto unos cuantos cantares del pueblo, para estar seguro al menos de que hay algo bueno en este libro.»



Así dice el autor en el prólogo, y así lo hace.

Desde luego confesamos que este rasgo, a la vez de modestia y confianza en su obra, nos gusta.

Sean como fueren sus cantares, el autor no rehuye las comparaciones.

No tiene por qué rehuirlas.

Seguramente que los suyos se distinguen de los originales del pueblo; la forma del poeta, como la de una mujer aristocrática, se revela, aun bajo el traje más humilde, por sus movimientos elegantes y cadenciosos; pero en la concisión de la frase, en la sencillez de los conceptos, en la valentía y la ligereza de los toques, en la gracia y la ternura de ciertas ideas, rivalizan, cuando no vencen, a los que se ha propuesto por norma.

El autor de La Soledad no ha imitado la poesía del pueblo servilmente, porque hay cosas que no pueden imitarse.

Tampoco ha escrito un cantar por vía de pasatiempo, sujetándose a una forma prescrita, como el que vence una dificultad por gala, no; los ha hecho sin duda porque sus ideas, al revestirse espontáneamente de una forma, han tomado ésta; porque su libre educación literaria, su conocimiento de los poetas alemanes y el estudio especialísimo de la poesía popular, han formado desde luego su talento a propósito para representar este nuevo género en nuestra nación.

En efecto, sus cantares, ora brillantes y graciosos, ora sentidos y profundos, ya se traduzcan por medio de un rasgo apasionado y valiente, ya merced a una nota melancólica y vaga, siempre vienen a herir alguna de las fibras del corazón del poeta.

En ellos hay un grito para cada dolor, una sonrisa para cada esperanza, una lágrima para cada desengaño, un suspiro para cada recuerdo.

En sus manos la sencilla arpa popular recorre todos los géneros, responde a todos los tonos de la infinita escala del sentimiento y las pasiones. No obstante, lo mismo al reír que al suspirar, al hablar del amor que al exponer algunos de sus extraños fenómenos, al traducir un sentimiento que al formular una esperanza, estas canciones rebosan en una especie de vaga e indefinible melancolía que produce en el ámino una sensación al par dolorosa y suave.

No es extraño.

En mi país, cuando la guitarra acompaña La Soledad, ella misma parece como que se queja y llora.




V


   Las fatigas que se cantan
son las fatigas más grandes,
porque se cantan llorando
y las lágrimas no salen.



Entre los originales, este es el primer cantar que se encuentra al abrir el libro. Él da el tono al resto de la obra, que se desenvuelve como una rica melodía, cuyo tema fecundo es susceptible de mil y mil brillantes variaciones.

Si la dimensión de este artículo me lo permitiera, citaría una infinidad de ellos que justificasen mi opinión; en la imposibilidad de hacerlo así, transcribiré algunos que, aunque imperfecta, puedan dar alguna idea del libro que me ocupa:


   Si yo pudiera arrancar
una estrellita del cielo,
te la pusiera en la frente
para verte desde lejos.


    Cuando pasé por tu casa
«¿quién vive?» al verme gritaste,
sólo con la mala idea
de, si aún vivía, matarme.


    Compañera, yo estoy hecho
a sufrir penas crueles;
pero no a sufrir la dicha
que apenas llega se vuelve.



En estos cantares, el autor rivaliza en espontaneidad y gracia con los del pueblo: la misma forma ligera y breve, la misma intención, la misma verdad y sencillez en la expresión del sentimiento.

En los que sigue varía de tono:


   Antes piensa y luego habla;
y después de haber hablado,
vuelve a pensar lo que has dicho,
y verás si es bueno o malo.


    Levántate si te caes,
y antes de volver a andar,
mira dónde te has caído
y pon allí una señal.


    Yo me he querido vengar
de los que me hacen sufrir,
y me ha dicho mi conciencia
que antes me vengue de mí.



Una sentencia profunda, encerrada en una forma concisa, sin más elevación que la que le presta la elevación del pensamiento que contiene. Verdad en la observación, naturalidad en la frase: estas son las dotes del género de estos cantares. El pueblo los tiene magníficos; por los que dejamos citados se verá hasta qué punto compiten con ellos los del autor de La Soledad:


   Los mundos que me rodean
son los que menos me extrañan;
el que me tiene asombrado
es el mundo de mi alma.


    Lo que envenena la vida,
es ver que en torno tenemos
cuanto para ser felices
nos hace falta y no es nuestro.


    Yo no sé lo que yo tengo,
ni sé lo que a mí me falta,
que siempre espero una cosa
que no sé cómo se llama.


    ¡Ay de mí! Por más que busco
la soledad, no la encuentro.
Mientras yo la voy buscando,
mi sombra me va siguiendo.


    Todo hombre que viene al mundo
trae un letrero en la frente
con letras de fuego escrito,
que dice: «Reo de muerte».



La poesía popular, sin perder su carácter, comienza aquí a elevar su vuelo.

La honda admiración que nos sobrecoge al sentir levantarse en el interior del alma un maravilloso mundo de ideas incomprensibles, ideas que flotan como flotan los astros en la inmensidad.

Esa amargura que corroe el corazón, ansioso de goces, goces que pasan a su lado y huyen lanzándole una carcajada, cuando tiende la mano para asirlos; goces que existen, pero que acaso nunca podrá conocer.

Esa impaciencia nerviosa que siempre espera algo, algo que nunca llega, que no se puede pedir, porque ni aun se sabe su nombre; deseo quizá de algo divino, que no está en la tierra, y que presentimos no obstante.

Esa desesperación del que no puede ahuyentar los dolores, y huye del mundo, y los tormentos le siguen, porque sus torturas son sus ideas, que, como su sombra, le acompaña a todas partes.

Esa lúgubre verdad que nos dice que llevamos un germen de muerte dentro de nosotros mismos; todos esos sentimientos, todas esas grandes ideas que constituyen la inspiración, están expresados en los cuatro cantares que preceden, con una sobriedad y una maestría que no puede menos de llamar la atención.

Como se ve, el autor, con estas canciones, ha dado ya un gran paso para aclimatar su género favorito en el terreno del arte.

Veamos ahora algunas de las que, también imitación de las populares, que constan de dos o más estrofas, ha intercalado en las páginas de su libro:



   Pasé por un bosque y dije
«aquí está la soledad...»
y el eco me respondió
con voz muy ronca: «aquí está».

   Y me respondió «aquí está»
y entonces me entró un temblor
al ver que la voz salía
de mi mismo corazón.





    Tenía los labios rojos,
tan rojos como la grana...
labios ¡ay! que fueron hechos
para que alguien los besara.

    Yo un día quise... la niña
al pie de un ciprés descansa:
un beso eterno la muerte
puso en sus labios de grana.





    Allá arriba el sol brillante
las estrellas allá arriba;
aquí abajo los reflejos
de lo que tan lejos brilla.

    Allá lo que nunca acaba,
aquí lo que al fin termina:
¡y el hombre atado aquí abajo
mirando siempre hacia arriba!



La primera de estas canciones puede ponerse en boca del Manfredo, de Byron; Schiller, no repudiaría la segunda si la encontrase entre sus baladas, y con pensamientos menos grandes que el de la tercera ha escrito Víctor Hugo muchas de sus odas.

Pero nos resta aún por citar una de ellas, acaso una de las mejores, sin duda la más melancólica, la más vaga, la más suave de todas, la última: con ella termina el libro de La Soledad, como con una cadencia armoniosa que se desvanece temblando, y aún la creemos escuchar en nuestra imaginación:



   Los que quedan en el puerto
cuando la nave se va,
dicen al ver que se aleja:
«¡quién sabe si volverán!»

    Y los que van en la nave
dicen mirando hacia atrás:
«¡quién sabe cuando volvamos
si se habrán marchado ya!»






VI

«En cuanto a mis pobres versos, si algún día oigo salir uno solo de ellos de entre un corrillo de alegres muchachas, acompañado por los tristes tonos de una guitarra, daré por cumplida toda mi ambición de gloria, y habré escuchado el mejor juicio crítico de mis humildes composiciones».

Así termina el prólogo de La Soledad. ¿Con qué otras palabras podía yo concluir esta revista, que pusieran más de relieve la modestia y la ternura del nuevo poeta?

Yo creo, yo espero, digo más, yo estoy seguro que no tardarán mucho en cumplirse las aspiraciones del autor de estos cantares.

Acaso, cuando yo vuelva a mi Sevilla, me recordará alguno de ellos días y cosas que a su vez me arranquen una lágrima de sentimiento semejante a la que hoy brota de mis ojos al recordarla.

G. A. Bécquer






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Prólogo del autor

He escrito estos versos en el estilo sencillo y espontáneo de las canciones populares, las cuales he intentado imitar.

Si me he separado algunas veces del carácter peculiar de este género de poesías, no lo puedo atribuir más que a mi predilección por ciertas canciones alemanas, entre ellas las de Enrique Heine, que en realidad tienen alguna semejanza con los cantares españoles.

Al principio de esta colección he puesto unos cuantos cantares del pueblo, de los muchos que tengo recogidos, para estar seguro al menos de que hay algo bueno en este libro.

En cuanto a mis pobres versos, si algún día oigo salir uno solo de ellos de entre un corrillo de alegres muchachas, acompañado por los tristes tonos de una guitarra, daré por cumplida toda mi ambición de gloria y habré escuchado el mejor juicio crítico de mis humildes composiciones.






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Cantares del pueblo




I


    Yo tengo una lima sorda,
que me lima el corazón:
suspirando me anochece,
llorando me sale el sol.




II


ArribaAbajo    Yo conocí un castillito
más alto que las estrellas;
luego le he visto caer
hasta el rape de la tierra.




III


ArribaAbajo    Te tengo comparadita
con las piedras de la calle,
que las pisa todo el mundo
y no se quejan de nadie.




IV


ArribaAbajo    A ninguna en este mundo
he querido más que a ti;
el que tú no lo conozcas
ese es mi mayor sentir.




V


ArribaAbajo    Mientras más caricias me haces
más en confusión me pones,
porque tus caricias son
vísperas de tus traiciones.




VI


ArribaAbajo    Todo lo vence el querer,
todo lo alcanza el dinero,
todo acaba con la muerte,
todo llega con el tiempo.




VII


ArribaAbajo    Corre, ve y dile a tu madre
que no hable mal de mí,
que pérdidas y ganancias
todas caerán sobre ti.




VIII


ArribaAbajo    Si en la calle me encontrares
y no te pudiera hablar,
háblale a mi sombra, que ella
por mí te contestará.




IX


ArribaAbajo    Causa de mi perdición,
quiero apartarme de ti:
la mujer que quiere a dos
no puede tener buen fin.




X


ArribaAbajo    Hice yo un hoyo en la tierra
y enterré mis pensamientos;
por no descubrirme a nadie
tormentos le di a mi cuerpo.




XI


ArribaAbajo    Yo tengo comparadita
la mujer con el caballo,
si no tiene buen jinete
no se la quita el resabio.




XII


ArribaAbajo    Se encontraron y se hablaron,
y dijo el tiempo al querer:
esa soberbia que tienes
yo te la castigaré.




XIII


ArribaAbajo    Vengo yo a verte y me dicen
que he perdido la vergüenza;
no considera ninguno
la pasión que a mí me ciega.




XIV


ArribaAbajo    Los mocitos de mi barrio
dicen que no soy valiente;
contéstales tú, morena,
que me he atrevido a quererte.




XV


ArribaAbajo    Yo me he puesto en oración
por ver si Dios me revela
si este querer tuyo y mío
es fingido o es de veras.




XVI


ArribaAbajo    Aquel que tiene dinero
todo el mundo le quería,
y en llegándole a faltar
no le dan los buenos días.




XVII


ArribaAbajo    Caballo que se desboca
dime, ¿qué remedio tiene?
El tirarle de las riendas,
que él se parará si quiere.




XVIII


ArribaAbajo    Siempre me echabas achaques
para no salirme a hablar;
lo que es tiempo, te sobraba;
te faltaba voluntad.




XIX


ArribaAbajo    Mi cama son duras piedras,
mi cabecera un ladrillo,
y a las paredes me agarro
creyendo que estoy contigo.




XX


ArribaAbajo    En el querer no hay venganza,
y te has venerado de mí;
si no hay castigo en la tierra
del cielo te ha de venir.




XXI


ArribaAbajo    Cuando esté en la sepultura
y de gusanos roído,
mis huesos tendrán letreros
diciendo que te he querido.




XXII


ArribaAbajo    Cualesquiera que me viera
dirá que no tengo pena,
y tengo mi corazón
como una bayeta negra.




XXIII


ArribaAbajo    Rómpase el velo que cubre
el celeste firmamento,
para que aprendan los hombres
de los ángeles del cielo.




XXIV


ArribaAbajo    Yo pensé que un querer bien
ya se podría olvidar,
y es callejón tan estrecho
que el que entra no sale más.




XXV


ArribaAbajo    Yo no sé lo que le ha dado
esta serrana a mi cuerpo,
que hago por olvidarla
y en viéndola me arrepiento.




XXVI


ArribaAbajo    Yo que me vi publicado
y encima con tantas penas,
he tomado la venganza
contra mi persona mesma.




XXVII


ArribaAbajo    Me siento sobre mi cama
y repaso mi memoria;
yo hablo con las paredes,
y no hallo quien me responda.




XXVIII


ArribaAbajo    Tierra, ¿cómo no te abres
y te sales de tu centro,
y tragas a esta mujer
de tan malos pensamientos?




XXIX


ArribaAbajo    Si un Divé1 me diera el mando
como se lo dio a la muerte,
yo quitaría del mundo
a quien me estorba quererte.




XXX


ArribaAbajo    De lo que yo hago contigo
no se puede espantar nadie,
porque me hago los cargos
que eres carne de mis carnes.




XXXI


ArribaAbajo    Más bien consiento en morirme
que no en publicar mis penas,
porque brocales de fuego
salen del alma y me queman.




XXXII


ArribaAbajo    Yo me arrimé a un pino verde
por ver si me consolaba;
y el pino, como era verde,
de verme llorar, lloraba.




XXXIII


ArribaAbajo    Cuando hables de mi persona
no digas que me has querido,
di que fue un capricho sólo
que los dos hemos tenido.




XXXIV


ArribaAbajo    Porque te vi desde lejos
por eso te quiero tanto;
haces bien en no acercarte,
de cerca pierde lo falso.




XXXV


ArribaAbajo    Paloma que vas volando
y en el pico llevas hilo,
dámelo para coser
tu corazón con el mío.




XXXVI


ArribaAbajo    Ya se me quitó la venda
que tan ciego me tenía,
y he llegado a conocer
que vendado más veía.




XXXVII


ArribaAbajo    Desgraciado el arbolito
que solo en el campo nace:
todas las aves del mundo
contra sus ramas combaten.




XXXVIII


ArribaAbajo    Yo pensé que era yo solo
serrana, a quien tú querías,
y te diviertes con otro
todas las horas del día.




XXXIX


ArribaAbajo    Una niña me engañó
y me llevó junto a un trigo.
¡Cuándo volverá la niña
a gastar bromas conmigo!




XL


ArribaAbajo    Me quisistes y te quise;
me olvidaste y te olvidé;
los dos tuvimos la culpa,
tú primero y yo después.




XLI


ArribaAbajo    Pierde pan y pierde perro
quien da pan a perro ajeno;
yo no te quiero dar nada
por no perder más que el perro.




XLII


ArribaAbajo    Anoche ensoñé un ensueño
que yo tengo por verdad:
en estando un hombre ausente
otro ocupa su lugar.




XLIII


ArribaAbajo El diablo, por su avaricia,
se condenó y fue al infierno,
y a ti, por avariciosa,
te va a suceder lo mesmo.




XLIV


ArribaAbajo    Una me dijo que sí,
otra me dijo que no:
la del sí, quería ella;
la del no, quería yo.




XLV


ArribaAbajo    Arbolillo, te secaste
teniendo el agua en el pie,
en el tronco la firmeza
Y en la ramita el querer.




XLVI


ArribaAbajo    Agua menudita llueve
y ya corren las canales;
ábreme la puerta, cielo,
que soy aquel que tú sabes.




XLVII


ArribaAbajo    Hace ya muy largos años
que te hablo y no me comprendes;
no te echo la culpa a ti,
sino es a mi mala suerte.




XLVIII


ArribaAbajo    Yo creí que con el tiempo
mis penas se acabarían,
y se me van aumentando
como las horas del día.




XLIX


ArribaAbajo    Esta sí que es calle angosta,
calle de temor y miedo;
quiero entrar y no me dejan,
quiero salir y no puedo.




L


ArribaAbajo    Hermanita de mi vida,
qué quieres que yo te cuente,
si el quitarme de tu vera
es quitarme a mí la muerte.




LI


ArribaAbajo    Yo no sé lo que he de hacerme
atento de tu querer,
si lo deje por la mano
o si me pierda por él.




LII


ArribaAbajo    Anda diciendo tu madre
que yo tengo mala lengua;
lo que yo he hecho contigo
no lo sabe ni la tierra.




LIII


ArribaAbajo    Yo no sé lo que me has dado
que me has quitado el sentido:
me he puesto ya muchas veces
a olvidarte y no he podido.




LIV


ArribaAbajo    Yo le respondí al verdugo
con palabras muy sensibles:
quítame pronto la vida,
que olvidarla es imposible.




LV


ArribaAbajo    A un oscuro calabozo
me traían la comida;
más lágrimas derramaba
que bocaditos comía.




LVI


ArribaAbajo    Yo sembré en un peñascal
creyendo que era en un llano;
me salió la tierra mala
y fue preciso segarlo.




LVII


ArribaAbajo    Mi querer y tu querer
son dos quereres en uno;
y siempre estamos riñendo
por si es mío o por si es tuyo.




LVIII


ArribaAbajo    En libertad, me querías,
y ahora, preso, me aborreces:
desgraciado aquel que cae
en las manos de los jueces.




LIX


ArribaAbajo    Por causa de esa serrana
mi cuerpo se echó a perder:
el que siembra en mala tierra,
¿qué es lo que espera coger?




LX


ArribaAbajo    El carrito de los muertos
ha pasado por aquí:
llevaba la mano fuera,
por eso la conocí.




LXI


ArribaAbajo    Me fui a misa a la Victoria,
me encomendé a la Humildad,
que estas fatigas me alivie
que no las puedo aguantar.




LXII


ArribaAbajo    Flamenca, te lo he pedido
por la salud de tu madre,
que no pases por mi puerta,
que se redoblan mis males.




LXIII


ArribaAbajo    Compañerito del alma
en el cementerio entré,
y levantando la losa
me encontré con tu querer.




LXIV


ArribaAbajo    Al pasar por una calle
vi yo un acompañamiento:
¡pobrecillo de mi alma
cómo llevará su cuerpo!




LXV


ArribaAbajo    Ya no quiero querer más
quiero seguir tu opinión;
que un querer con mucho extremo
es causa de perdición.




LXVI


ArribaAbajo    No digas, donde te pongas,
que agua tienes de bautismo;
te escupirán a la cara
por lo que has hecho conmigo.




LXVII


ArribaAbajo    Veinticinco calabozos
tiene la cárcel de Utrera;
veinticuatro llevo andados
y el más oscuro me queda.




LXVIII


ArribaAbajo    Ábrase la sepultura,
que me quiero meter dentro;
que un hombre de mis hechuras
se compara con los muertos.




LXIX


ArribaAbajo    Ven acá, mujer del mundo,
conviértete a la razón;
ningún hombre puede ser
tan cabal como el reló.




LXX


ArribaAbajo    La víbora ponzoñosa
en medio de su bravío,
venga y coma de mis carnes
si yo te quiero fingido.




LXXI


ArribaAbajo    Cuando dos quieren a una
y los dos están presentes,
el uno cierra los ojos
y el otro aprieta los dientes.




LXXII


ArribaAbajo    A aquel que tiene la culpa
de que penas pase yo,
a pedazos se le caigan
las alas del corazón.




LXXIII


ArribaAbajo    Dondequiera que te pongas
me tendrás que venerar,
porque yo he sido, queriendo,
la piedra fundamental.




LXXIV


ArribaAbajo    En medio de mi fatiga
por querer, quise dormirme,
que el que vive como yo
cuando duerme es cuando vive.




LXXV


ArribaAbajo    ¿Qué importa que no te vea
si ya tengo un gran alivio?
Yo tengo mi corazón
todas las horas contigo.




LXXVI


ArribaAbajo    Cuanto más hables más pierdes,
y a ti te obliga el callar;
que el hierro que yo te he echado
a la cara te saldrá.




LXXVII


ArribaAbajo    En la raíz del querer
nació mi madre gitana,
y yo, como soy su hijo,
vengo de la misma rama.




LXXVIII


ArribaAbajo    Hablas muy mal de lo bueno
y Dios te ha de castigar;
cuando de lo bueno hablas,
de lo malo ¿qué será?




LXXIX


ArribaAbajo    Tus ojos son dos ladrones
que a un tiempo roban y matan,
la sepultura es tu pecho
y la salvación tu alma.




LXXX


ArribaAbajo    Tengo mi cuerpo metido
en confusiones muy grandes,
que en un camino me encuentro
con dos veredas iguales.

    Con dos veredas iguales,
y me paro en la mejor;
si tomo la que no quiero
ha de ser mi perdición.

    Ha de ser mi perdición,
pero la cuenta me hago,
que me pierdo por mi gusto
y a nadie le causo daño.




LXXXI


ArribaAbajo    No me espanta que al dormir
te hable con el deseo;
son mis fatigas tan grandes
que estoy durmiendo y te veo.

    Que estoy durmiendo y te veo
que estás a la vera mía,
y me despierto llorando
que me ahogan las fatigas.




LXXXII


ArribaAbajo    Anda y pregúntale a un sabio
cuál de los dos pierde más,
el que come de sus carnes
o el que publica su mal.

    El que publica su mal
por el pronto siente alivio,
y el que come de sus carnes
se da tormento a sí mismo.




LXXXIII


ArribaAbajo    Por si acaso yo no muero
y me quieres encontrar,
vete a la iglesia mayor
y comiénzame a llamar.

    Y comiénzame a llamar
que yo te responderé,
porque pediré licencia
al poderoso Divé.

    El poderoso Divé
la licencia me dará,
por lo bien que te he querido
hasta el juicio final.

    Hasta el juicio final
fatigas tendré por verte,
y ahora que más te quiero
de mí se acuerda la muerte.

    De mí se acuerda la muerte,
cosa que no debe ser,
que me aparten de tu vera
y me quiten tu querer.




LXXXIV


ArribaAbajo    En el querer no hay saber,
lo tengo experimentado;
de lo que siempre he huido
un Divé me ha castigado.

    Si un Divé me ha castigado
una fue y dos no será,
que ya me he mirado en mí
y veo lo que el querer da.

    Si esto es lo que el querer da,
yo no quiero más querer;
que tú me dieras mal pago
a mí se me emplea bien.

    A mí se me emplea bien,
pero un consuelo tenía,
que si dejas mi querer
sabrás lo que son fatigas.

    Sabrás lo que son fatigas,
y un Divé me ha de otorgar
que con los brazos abiertos
me has de venir a buscar.



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