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Ideas literarias y americanistas de Juan León Mera, Valera y Rubió a través de sus cartas mutuas

Trinidad Barrera





Juan León Mera (1832-1894), prolífico escritor ecuatoriano de la segunda mitad del siglo XIX, no llegó nunca a traspasar las fronteras de su patria y, en pocas ocasiones incluso, abandonaría su reducto provinciano (Ambato o Baños). Sin embargo, gracias a su pluma, su nombre logró situarse a mucha distancia de su sociedad progenitura. Con su obra poética y narrativa su fama creció y le proporcionó reconocimientos y honores; pero quizá fueran las cartas mutuas cruzadas entre él y dos ilustres intelectuales de la época, Juan Valera y Antonio Rubió y Lluch, lo que contribuyó más poderosamente a la difusión de su obra y de su pensar.

Gracias a sus misivas accedemos a una extensa visión de su patria, de su cultura, de los asuntos históricos del pasado americano, así como de su presente, sus preferencias literarias e ideológicas y su concepto de americanismo. Su involuntario sedentarismo fue compensado con la escritura, de la que forma parte el intercambio epistolar, fecundo en un doble sentido: por un lado, su persona y obra se divulgaban fuera de los límites ecuatorianos, en España y paralelamente en otras repúblicas americanas, gracias a la iniciativa de don Juan Valera, fomentada por Rubió, que Mera potenciaría con sus respuestas; por otro, Ecuador, su cultura y su literatura, podrían dejar de ser esas «eternas desconocidas», si de esa manera se lograba «corregir los errados conceptos que de ella se tiene».

Cuando Mera inicia estas epístolas -ya al final de su vida- cuenta con el espaldarazo y la seguridad que significaba el hecho de que Valera se hubiese ocupado de su persona y obra, en cuatro de sus Nuevas Cartas americanas (julio de 1889)1. La respuesta de Mera no se hizo esperar y a lo largo de seis misivas (15 de noviembre 89, 22 de noviembre 89, 1 de diciembre 90, 20 de diciembre 90, 1 de febrero 90 y 30 de marzo 90)2 aclarará conceptos y disentirá o corrobora ideas o comentarios esbozados por el crítico español. Los lazos entre España y sus recién perdidos dominios de Ultramar se estrechaban así, si no en lo político, al menos en lo cultural y amistoso. Vínculos que fueron aludidos por Mera en «Carta a D. Antonio Flores» como «liga pacífica de las inteligencias y de las excitaciones de los afectos de familia»3.

En honor a la verdad debemos decir que, cuando el escritor ecuatoriano se convierte en uno de los «americanos distinguidos» por la pluma de Valera, no era ni mucho menos un desconocido aquí en España. En 1872 había sido nombrado miembro correspondiente de la Academia Española de la Lengua; en 1888, socio correspondiente de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras4 y en 1887 se había publicado en Barcelona su largo poema indiano La virgen del sol acompañado de Melodías indígenas.

Pero quizá el origen de su resonancia en España, radique en los recelos que despertó la lectura de la primera edición de su Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana (1868) -sobre todo por su capítulo XIX- de la que se hizo eco un periódico de entonces, La Época, punto de partida de las Cartas que le dirigió Valera. El fruto de las epístolas que se cruzaron fue evidente: las segundas ediciones de sus principales obras se hacen aquí y, aún, se publican como primeras ediciones las recopilaciones de piezas menores que vieron la luz por vez primera y de forma dispersa en periódicos ecuatorianos. Nos referimos a Cumandá, Madrid, Fernando Fe, 1891 (2.ª edición); Poesías, Barcelona, Establecimiento Tipográfico Artes y Letras, 1891 (2.ª edición, corregida y aumentada) y Ojeada, Barcelona, Cunil Sala, 1893 (2.ª edición con los apéndices de las Cartas que aquí nos ocupan), por un lado; y por otro, sus artículos humorísticos y costumbristas Tijeretazos y plumadas, Madrid, Ricardo Fe, 1903, y Novelitas ecuatorianas, Madrid, Ricardo Fe, 1909. La nómina es larga y permite sospechar que la propaganda suscitada por estas cartas estaría en relación con dichas ediciones.

A partir de 1888, Juan Valera (1827-1905) mirará de forma sistemática hacia las letras hispanoamericanas (de 1855 son sus primeras impresiones). En sus Cartas, escritas entre 1888 y 1900 -la primera serie es de 1889-, se muestra seguidor de las ideas que Feijoo vertiera en su «Mapa intelectual y cotejo de naciones» y «Españoles americanos». Su intencionalidad está bien clara: reparar equívocos, indagar el desenvolvimiento de las letras americanas, y divulgar libros que le lleguen del otro lado del Atlántico, ya que aún los canales de comercialización son escasos:

«mi intención y propósito, que no era otro que el de dar a conocer, hasta donde alcanzasen mis fuerzas, las obras literarias de los hispanoamericanos, entre sus hermanos los españoles».


(Carta IV, p. 165)                


Dichos propósitos se apoyan en una idea incuestionable desde su punto de vista: la unidad entre las letras españolas e hispanoamericanas. La base de la unidad es la lengua:

«yo afirmo, porque lo creo, que son ustedes españoles, porque son de nuestra raza, porque hablan nuestro idioma».


(Carta II, p. 150)                


Aunque dentro de esa unidad llega a admitir que:

«seguirán ustedes siendo europeos trasplantados, y sus repúblicas, con relación a los Estados de Europa, a modo de mugrones, lo cual no es de negar que cada uno de estos mugrones llegue a ser o ya sea vid más lozana, robusta y fructífera que la vieja cepa de que brotó».


(Carta II, p. 143)                


Su correspondencia, como es habitual en él, se desliza con frecuencia hacia otras materias distintas a las literarias, y en total pueden ser resumidas a tres las cuestiones esenciales que toca:

  1. La crítica literaria y estética de las obras de Mera, desde una intencionalidad esencialmente difusora.
  2. El examen del proceso literario ecuatoriano a través de las referencias que Mera da en su Ojeada.
  3. La defensa de la conquista española y su paralelo menosprecio por las civilizaciones indígenas.

A este último punto dedica la mayoría de sus páginas, tomando como eje de referencia las manifestaciones que Mera hiciera en su Ojeada. Ya en su Primera Carta dice:

«Sin declamación ni sentimentalismo, aun suponiendo al español de entonces, y sobre todo al aventurero que iba a América, vicioso, depravadísimo, ignorante y cruel, todavía queda el peor de estos españoles muy por debajo de los indios salvajes o semisalvajes, en vicios, depravación, crueldad o ignorancia».


(p. 138)                


Su defensa de la conquista española corre pareja a su desconfianza del «soñado progreso y creciente civilización de los indios de América cuando llegaron por ahí los españoles» (carta II, p. 141). Y a ese punto está dedicada in extenso su carta II: el estandarte de la civilización y la cultura estarían en Europa, las civilizaciones precolombinas no aportaron nada a la civilización que allí llevaron los españoles; dichas civilizaciones, en sí, significaron poco o nada; apunta la decadencia de los indios cuando los españoles pisaron aquellas tierras y los defiende por haber conservado la raza india, a diferencia de los colonizadores anglosajones, para terminar afirmando que:

«no se puede tolerar en silencio que afirmen Vds. que llevó España ahí la barbarie, que destruyó el saber indígena, y que (con palabras de Vd.) "el célebre Colón mostró la manera de atravesar el Océano, mas no la de trasladar a esas regiones las simientes de la civilización y las producciones de las grandes inteligencias"».


(p. 151)                


La carta III gira en torno a dos temas: la conquista, de nuevo, con ideas en apoyo de lo ya expresado, y la literatura. En el tratamiento de la primera cuestión encontramos poca novedad respecto a lo anterior: insiste en la gran labor de los españoles allí contrastándola con la de sus pares, los ingleses, en el Norte, y enumera todas las cosas positivas que España llevó a América: desde una fauna y una flora hasta uñas técnicas agrícolas, y lo que es más importante: la religión. Uno de los pocos puntos de este tema sobre el que ambos estaban de acuerdo.

El tema de la conquista y las civilizaciones aborígenes es -como se ve- el centro fundamental de las cartas valerinas quizá por la polémica que la cuestión en sí albergaba, ya que, como es sabido, la herida se había vuelto a abrir a propósito de la independencia: guerra de reconquista para unos, mientras que para otros, guerra civil de emancipación. Las palabras de Valera, en este sentido, fueron calurosamente contestadas por Rafael Merchán, quien con su «Carta al señor don Juan Valera sobre asuntos americanos» argumentará a lo largo de sesenta y cinco páginas una defensa de las civilizaciones precolombinas, con el apoyo de historiadores, eruditos, americanistas y críticos de todas las épocas, para terminar concluyendo:

«la impresión que deja el estudio de los adelantos de los Aztecas, Incas y Chibchas, no es la de que fueran razas incapaces de elevarse por sí mismas a mayor grado de cultura, inertes para todo progreso, como las tribus africanas [...] yo sí admito la desigualdad de las razas, porque la veo en el mundo [...] Ni Livingstone, ni Stanley, ni Hartman, ni Serpa Pinto han desentrañado ideal alguno en el Continente oscuro; pero los Americanos sí los tenían, como lo prueban sus instituciones y sus obras, y su fe en un Dios desconocido, a semejanza del de los Atenienses; y toda raza que posee ideal elevado, aunque no sea el más elevado, está en vía de perfección»5.


El segundo punto rebatido por Merchán es el de la conducta de los conquistadores, de todo punto injustificable, según el cubano. Frente a estos disentimientos, señala también la importancia que adquieren estas Cartas como mensajeras divulgadoras de cultura:

«Uno de los grandes beneficios que está usted haciendo con ellas es que nos está dando a conocer unos a otros a los hispanoamericanos... Debido a sus Cartas, hasta la prensa extranjera más refractaria a nuestras cosas, empieza a sospechar que vivimos»6.


para, al fin, lamentarse, oportunamente, del olvido por parte de Valera, de las letras cubanas.

El autor de Pepita Jiménez en su cuarta y última carta ya conoce el eco del libro de Merchán y zanja la cuestión resumiendo en cuatro puntos sus ideas esenciales acerca de los españoles, la conquista y el expolio de las civilizaciones pasadas, de acuerdo con la línea que había mantenido siempre, porque, en definitiva, dice, el resultado arroja un saldo favorable:

«que valía bien poco lo que nosotros destruimos en América en cambio de lo que en América fundamos, creamos e importamos».


(p. 167)                


Por ello, aunque sin la acritud de la Pardo Bazán, no es arbitrario aducir, como ella, que en estas cartas más que otra cosa hay «una continua y noble vindicación de España en su papel histórico de descubridora, conquistadora y colonizadora de lo que se llamaron sus Indias».

El segundo gran tema de las cartas valerinas es el literario. Aunque en la Carta I empieza y concluye dedicando unos elogios a Cumandá, como la pieza del ecuatoriano que más le ha agradado, no es ése, de momento, el propósito urgente de sus líneas, sino el tema al que aludimos anteriormente. Habrá, pues, que esperar a las Cartas III y IV para que el crítico literario aparezca al descubierto. Su repaso a la literatura virreinal ecuatoriana arroja un saldo escaso hasta llegar a mediados del siglo XVIII, con la labor de los jesuitas ecuatorianos en el exilio y, más tarde, la gran figura de Olmedo. El referente de sus observaciones literarias es la Ojeada, de Mera, por lo que sus opiniones en este terreno no pueden elevarse a carácter general, sino tomarlas en un valor restringido, más como comentario a la obra de Mera en sí, que como análisis del proceso literario ecuatoriano. La comparación con España no se hace esperar:

«La pintura que hace usted de los vicios de la poesía en el Ecuador y en toda la América meridional es tan atinada y viva que no parece sino que pueda aplicarse a los malos poetas que también abundan por aquí». (p. 158)

Sin embargo, el equilibrio y mesura que caracterizó, en líneas generales, la crítica valerina, le delata pronto y así, el juicio que Mera emite sobre sus contemporáneos y paisanos del Parnaso nacional, le parece excesivo y sólo explicable por los fueros «ultraconservadores y fervientemente católicos» que le guiaban. La ponderación de Valera es evidente, su crítica es suave y de finos modales, prefiere la defensa al ataque y su amable bondad, al emitir los juicios, se deja advertir tanto aquí como en la Carta IV cuando comenta dos novelas de Mera: Entre dos tías y un tío y Cumandá. Si alguna vez señala algún defecto, como, por ejemplo, la inverosimilitud de la heroína Cumandá, es siempre con un propósito constructivo y lo aderezará con la enumeración de varias cualidades, empleando un tono altamente elogioso.

Valera fue uno de los pioneros de la crítica sobre la literatura hispanoamericana. Puntualmente nos fue dando noticias sobre esta literatura. Su papel resonador fue, a veces, buscado intencionadamente por algunos escritores americanos que le enviaban sus obras pidiéndole consejos u opinión, y estamos de acuerdo con Bermejo Marcos cuando asegura que «el mayor interés de don Juan al escribirlas estribaba no en hacer un mero juicio crítico, sino en el más generoso de acercar a los lectores y escritores de ambos lados del Atlántico»7.

Como dice Valbuena, sus Cartas americanas hicieron posible el hispanoamericanismo de hoy al enarbolar los principios que levantaron el entusiasmo por estos temas, a finales de siglo8.

Mera se incluye dentro del grupo de americanos que envían sus obras a Valera -así lo confiesa al principio de la Carta I-, de ahí los comentarios que éste le dedicara, más extensos a propósito de la Ojeada, obra que le daría pie a emitir sus juicios sobre la conquista, siguiéndole en importancia Cumandá y Entre dos tías y un tío. La respuesta de Mera no se demoró en tiempo y sí en extensión. Sus seis misivas fueron publicadas por primera vez en la Revista Ecuatoriana, Quito, tomo II, números 13, 14 y 15 (1889, 1890) y en ellas, como contrapartida, sobresalen las mismas cuestiones que vimos en el crítico español, aunque en algunos puntos sus posturas fueron irreconciliables. Mera -como Valera- parte del principio de unidad moral de las letras hispanoamericanas y españolas: «Estas y aquellas forman juntas el acervo literario de una gran familia» (Carta I, p. 507), lo cual no justifica dos graves males que vuelve a reiterar en la Carta V: el desconocimiento, por parte española, de las letras hispanoamericanas (y no así al contrario) y por parte del mundo occidental, de sus individualidades geográficas e históricas.

Su orgullo de ecuatoriano hará que a lo largo de sus páginas se centre especialmente en proporcionar información del desarrollo histórico y cultural de esta nación, con objeto de paliar estos significativos errores. También pasará revista a otras muchas cuestiones, complementarias entre sí, para, finalmente, esbozar un extenso fresco de los múltiples problemas que le preocupan como criollo, ecuatoriano y escritor.

Los temas que analiza pueden ser agrupados de la siguiente forma:

Origen, historia y civilización americana (C. II).
HISTORIAConquista (C. I, III y IV).
Civilizaciones aborígenes y su cultura (C. II, III y IV).
Historia contemporánea- problema indígena (C. IV);
- civilización actual (C. III, V y VI);
- mestizaje (C. I y V).
LITERATURA (C. V y VI).
AUTOBIOGRAFÍA (C. VI).

En la última de sus Cartas aparece palpablemente su preocupación americanista: «Sean Vds. más americanos, piensen como americanos, sientan como americanos» (p. 587) es la proclama a sus compatriotas y, precisamente, este último punto es el que nos interesa aquí ya que la exégesis de todos estos temas desbordarían los límites de esta comunicación.

Mera es heredero de la propuesta que Andrés Bello esbozara años antes al orientar a través de sus Silvas la visión cultural del continente americano hacia una conciencia general americana. La originalidad, como la postula el caraqueño y la ratifican los sucesores románticos, sólo podría alcanzarse «mediante la representatividad de la región en la cual surgía, pues ésta se percibía como notoriamente distinta de las sociedades progenitoras, por diferencia de medio físico, por composición étnica heterogénea, y también por diferente grado de desarrollo respecto a lo que se visualizaba como único modelo de progreso, el europeo»9. Su americanismo cultural fue recogido en las sucesivas generaciones románticas por Echeverría, Juan María Gutiérrez, Mera o Zorrilla de San Martín. La preocupación de Mera fue paso necesario para las posteriores teorías de Rodó ya que éste, como aquél, se encaminó también a mostrar un gran cariño por el pasado literario de América y sus tradiciones, así como por el esfuerzo de cualquier americano hacia la originalidad.

Y es precisamente en las misivas cruzadas entre Mera y Rubió10 (quien le reconoce en su carta del 15 de febrero de 1892 «su sello de marcada originalidad y de independencia en el pensar», p. 590) donde aparecen diáfanas las cuestiones literarias y el americanismo urgente de entonces. Con el antecedente de las cartas cruzadas entre Valera y el ecuatoriano, y la polémica de Merchán, el escritor catalán procura soslayar el espinoso tema de la conquista, pero Mera no dejará de aludir a él, aunque desde una postura más mesurada: «ni americanismos ni españolismos serán óbices a nuestra unión y armonía fraternales ni a la legítima satisfacción que nos causan las gloriosas tradiciones de familia» (p. 611).

Indudablemente esta correspondencia, a diferencia de la anterior, se centra en una reflexión sobre cuestiones literarias orientadas hacia el concepto de americanismo en relación con la obra del autor de Cumandá. Si su interés por el pasado literario americano y ecuatoriano le llevó a escribir la Ojeada, su búsqueda de lo americano singular estaba refrendada por su producción poética indianista, así como por su novela Cumandá o sus cartas, del mismo modo que su interés por la historia o la sociedad del momento le llevaron a las Novelitas. Es decir, su concepción americanista se va gestando a lo largo de toda su creación y es posible recomponerla poco a poco, a través de sus escritos. Americanismo enraizado en lo hispánico, no lo olvidemos: «Mi propósito ha sido, pues, traer elementos nuevos a la literatura, sin repudiar en manera alguna aquellos que son como su base y armazón absolutamente indispensable» (pp. 600-601). Su propósito de originalidad para la literatura americana puede ser resumido en los siguientes conceptos:

  1. Tratar asuntos americanos de manera americana: en la historia de los indios, la conquista, la colonia, la independencia, etc., hay -según él- creencias, costumbres y teatros admirables que se prestan a dar novedad a esta literatura sin caer en el convencionalismo indígena.
  2. Pintar y desenvolver cosas americanas con el instrumento de la lengua española, su lengua.
  3. Reconocer la herencia indígena como propia.

Es decir, un americanismo de cuño romántico: paisajista/histórico e indianista, que habla de la literatura americana o sudamericana, aunque hunda sus raíces formales y lingüísticas en lo hispánico. Ya en el último capítulo de su Ojeada se había preguntado sobre la posibilidad de dar un carácter nuevo y original a la poesía sudamericana para responder afirmativamente, desde un tono conciliador, que «la unidad de la lengua y de la forma, la homogeneidad, diremos así, del elemento de que nos servimos para expresar lo que deseamos dar a conocer, nada tiene que ver con la variedad de carácter que podemos imprimir a las obras que escribimos» (p. 426).

Americanismo, que el propio Mera -tras el cerco que le establece Rubió- limita a los géneros narrativo, descriptivo y parcialmente a lo lírico y que califica imposible o inconveniente en los asuntos religiosos, filosóficos, morales o determinados sucesos históricos. Dicha matización está hecha a propósito de los comentarios que le hiciera Rubió sobre un excesivo americanismo en La Virgen del sol y Melodías indígenas. El escritor catalán no encuentra en las Melodías un verdadero carácter indígena, por su parecido con las obras europeas de carácter local histórico, ya sea bajo las formas del idealismo arcádico, neoclásico o del romanticismo feudal, trovadoresco u oriental, además de ser peligroso -sobre todo en los imitadores- aclimatar, de ese modo, el lirismo indígena.

Rubió disiente de Valera cuando cree necesaria la búsqueda de un sello especial y distintivo en las obras poéticas hispanoamericanas, pues la naturaleza, su historia y su heroísmo así las favorecen, pero siempre que se tenga la precaución -insiste- de evitar el fervor incásico, pues para él no existe verdadera poesía indígena si no se expresa en su lengua propia, el quichua. Cosa, por lo demás, improbable para un escritor, hermano de los españoles, por su origen, religión y lengua.

Los tres se muestran de acuerdo en algo esencial en aquellos años: «Españoles e hispanoamericanos formamos todavía un solo dominio literario»11. Por eso avisa contra lo que puede ser un peligro:

«La sinceridad, de la cual se deriva naturalmente el concepto de la independencia literaria, del nacionalismo literario, en cuanto sean las formas históricas en que se presente el alma colectiva, no se ha de confundir con el problema de la originalidad absoluta. La imitación también puede ser un sincero y fecundo estímulo creador [...] El nacionalismo literario que proclamase una originalidad absoluta incompatible con el sentimiento de la solidaridad humana, una independencia total de las demás literaturas, acabaría por asfixiarse dentro de sus propias fronteras»12.


Estamos de acuerdo con Anna Wayne Ashhurst cuando afirma que «la polémica que sostuvo con Juan León Mera constituye una verdadera contribución a la crítica de la literatura hispanoamericana porque en ella, y en artículos subsiguientes, intentó ayudar a Mera y a todos los escritores americanos a descubrir precisamente qué es el americanismo»13.

A partir del último capítulo de la Ojeada, Mera reitera en toda ocasión su credo americanista, americanismo que hunde sus raíces en el suelo americano pero también en el hispano y que se apoya en el concepto de tradición, fuerza que debe impulsar a las generaciones futuras: «contribuir de alguna manera a la formación del buen gusto de nuestros jóvenes compatriotas» es uno de los objetivos de este libro (aunque sus reiterados reparos a ciertos aspectos del progreso son harto elocuentes, de acuerdo con su mentalidad conservadora, y restan fuerza a su credo de futuro, Carta III y V). Su preocupación americanista, a través de su correspondencia, no debe limitarse exclusivamente a lo literario, pues creemos que en su desvelo por la historia de América, la conquista, la independencia, el problema del indio, la inmadurez del artista americano, el estado de la civilización actual en su patria, etc., se encuentra presente también su interés, mientras que a lo largo de su propia creación literaria ponía en práctica buena parte de sus teorías.





 
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