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El Campo, N.º 5, 1 de febrero de 1877

Las resoluciones de doña Blanca Roldán eran irrevocables y efectivas. Ella sabía darles cumplimiento con calma persistente.

Una mañana, después de oír misa con D. Valentín, estuvo doña Blanca a visitar a doña Antonia y a felicitarla por la venida de su cuñado; y fue con tal tino, que no se hallaba el Comendador en casa.

Ni antes ni después de esta visita se dejaron ver doña Blanca y D. Valentín de sus vecinos y amigos. Retirados siempre en el fondo del antiguo caserón en que vivían, y pretextando enfermedades, no recibían visitas, a pesar de lo difícil y odioso que es negarse a recibir, estando en casa, cuando se vive en un pueblo pequeño.

En balde intentó repetidas veces Lucía sacar a paseo a Clara. Siempre que envió recado, le contestaron que Clara estaba mal de salud o muy ocupada y que le era imposible salir.

Lucía fue ella misma a ver a Clara, y sólo dos veces pudo verla, pero en presencia de su madre.

Estas pruebas de retraimiento y hasta de desvío estaban suavizadas por una extremada cortesía de parte de doña Blanca; aunque bien se dejaba conocer que si esta señora ponía de su parte cuantos medios le sugería su urbanidad a fin de no dar motivo de agravio, preferiría agraviar, si por agraviado se daba alguien, a cejar un punto en su propósito.

Fuera del día en que visitó a doña Antonia, no ponía doña Blanca los pies en la calle sino de madrugada, para ir a la iglesia, a misa y demás devociones. Don Valentín la acompañaba casi siempre, como un lego o doctrino humilde, y Clara la acompañaba siempre, sin osar apenas levantar los ojos del sueldo.

Lucía, cavilando sobre las causas de aquella poco menos que completa ruptura de relaciones, llegó a temer que doña Blanca hubiese averiguado los amores de Clara con D. Carlos de Atienza, la presencia de éste en la ciudad y la entrada y protección con que contaba en su casa.

Doña Clara no hablaba a solas ni escribía a su amiga: por los criados nada podía averiguarse, porque los de doña Blanca eran forasteros casi todos, y o no tenían confianza en la casa, o hacían una vida devota y apartada, imitando y complaciendo así a sus amos.

Sólo podía afirmarse que la única persona que entraba de visita en casa de D. Valentín era su cercano pariente D. Casimiro.

De esta suerte se pasaron diez días, que a don Carlos, a Lucía y al Comendador parecieron diez siglos, cuando al anochecer, en una hermosa tarde, el Comendador estaba en el patio de la casa sólo con su sobrina. Esta traía con su tío una conversación muy animada, mostrándole las plantas y las flores que en arriates y en multitud de tiestos adornaban aquel patio, contiguo, como ya hemos dicho, al de la casa de D. Valentín. Salvando el muro divisorio, la voz de ambos interlocutores podía llegar al patio inmediato. La voz llegó, en efecto, porque en medio de la conversación sintieron Lucía y el Comendador el ruido de un pequeño objeto pesado que caía a sus pies. Lucía se bajó con prontitud a recogerle, y no bien le tuvo en la mano, dijo a su tío toda alborozada y en voz baja:

-Es una carta de Clarita. ¡Qué buena es! Me quiere de veras. Menester es conocerla como yo la conozco, para estimar lo que vale esta fineza de su amistad. ¡Burlar por mí la vigilancia de su madre! ¡Escribirme furtivamente! Calle V.... tío... si parece imposible. ¡Por mí, esa infeliz, que es una santa, ha faltado a su deber de obediencia filial! ¿Y cómo, dónde, a qué hora habrá podido escribirme? Vamos... si le digo a V. que es un milagro de cariño. Y la picarita ¿con qué angustia habrá estado espiando la ocasión de echarme la carta, segura de que yo la recogería? ¡Benditas sean sus manos!

Y diciendo esto, había desatado el papel de la china en que venía liado con un hilo, y se diría que quería comérsele a besos.

-Ven a leer esa carta -dijo el Comendador- donde haya luz y donde no vengan a interrumpirnos. En el despacho no hay nadie y ahora acaban de encender el velón. Ven, que es ya de noche y aquí no verás.

Lucía fue al despacho con su tío, y con acento conmovido, casi al oído del Comendador, leyó lo siguiente:

El Campo, N.º 5, 1 de febrero de 1877

«Mi querida Lucía: De sobra conoces tú lo mucho que te quiero. Considera, pues, cuánto me afligirá verte tan poco y no poder hablarte. Mi madre lo exige, y una buena hija debe complacer a su madre. No creas que mi madre ha sospechado nada de mis desenvolturas con D. Carlos de Atienza. Me echo a temblar al representarme en la mente que hubiera podido sospecharlo. Nadie sabe, más que tú, el Comendador y yo, que D. Carlos me pretende: pero Dios sabe mi pecado, del que estoy arrepentida. Ha sido enorme perversidad en mí dar alas a ese galán con miradas dulces y profanas sonrisas... casi involuntarias... te lo juro. No por eso me pesan menos en la conciencia. Algo he hecho yo, o arrastrada por mi maldad nativa, o seducida por el enemigo común de nuestro linaje, para alborotar a ese mozo, hacerle abandonar su Universidad y sus estudios y moverle a venir aquí en persecución mía. En medio de todo, harto tengo que agradecer a Jesús y a María Santísima, que se apiadan de mí, a pesar de lo indigna que soy, y disponen que no se solemnice mi falta con el escándalo. Favor sobrenatural del cielo es sin duda el que siga oculto el móvil que ha impulsado a D. Carlos a venir aquí. La gente cree que vino y está aquí por ti. ¡Cuánto debo agradecerte que cargues con esta culpa! Si yo no hubiera sido atrevida, si yo no hubiera animado a don Carlos, si yo hubiera tenido la severidad y el recato convenientes, no me vería ahora en tan amargo trance. ¡Ay, mi querida Lucía! El corazón humano es un abismo de iniquidad... y de contradicciones. Quieres creer que, si por un lado me desespero de haber dado ocasión para que D. Carlos haya venido persiguiéndome, por otro lado me lisonjea, ¡me encanta que haya venido, y advierto que si no hubiera venido sería yo más desgraciada! En medio de todo... no lo dudes... yo soy muy mala. Estoy avergonzada de mi hipocresía. Estoy engañando a mi madre, que es tan perspicaz. Mi madre me juzga demasiado buena... y vela por mí, como el avaro por su tesoro, cuando el tesoro está ya perdido. No acierto a decírtelo para que no te enojes, y no obstante, quiero decírtelo. No cumpliría con un deber de conciencia si no te lo dijese. La causa de que mi madre me aparte de ti es tu tío. A mí me pareció un caballero muy fino y bueno: pero mi madre asegura, ¡qué horror!, que no cree en Dios. ¿Es posible ¡hija mía!, que hiera el demonio con tan abominable ceguedad los ojos de algunas almas? ¿Se comprende que la copia, la imagen, la semejanza, renieguen del original divino que les presta el único valor y noble ser que tienen? Si ello es cierto, si el Comendador está obcecado en sus impiedades, ármate de prudencia y pide al cielo que te salve. Procura también traer a tu tío al buen camino. Tú tienes extraordinario despejo y don de expresarte con primor y entusiasmo. El Altísimo, además, se vale a menudo de los débiles para sus grandes victorias. Acuérdate de David mancebo, que era un pastorcillo sin fuerzas y venció y derribó al gigante en el valle del Terebinto. ¿Cuántas hermanas, hijas, madres y esposas, no han logrado convencer a sus descarriados maridos, hermanos, hijos o padres? A gloria parecida debes aspirar tú, y Dios te premiará y te dará brío para alcanzarla. En cuanto a mí, aun siendo tan niña, soy una miserable pecadora, y bastante tarea tengo con llorar mis locuras y apaciguar la tempestad de encontrados sentimientos que me destrozan el pecho. Dame la última y mayor prueba de amistad. Persuade a D. Carlos de que no le amo. Dile que se vuelva a Sevilla y me deje. Convéncele de que soy fea, de que gusto de D. Casimiro, de que mi ingratitud hacia él merece su desprecio. Yo debiera haberle hablado en este sentido; pero soy tan débil y tan tonta, que no hubiese atinado a decírselo, y tal vez le hubiera inducido estúpidamente a que creyese todo lo contrario. Por amor de Dios, Lucía de mi alma, despide por mí a D. Carlos. Yo no puedo, no debo ser suya. Que se vaya: que no disguste por mí a sus padres: que no pierda sus estudios: que no motive un escándalo cuando se sepa que vino por mí y que yo soy una malvada, provocativa, seductora, quién sabe... Adiós. Estoy apuradísima. No tengo a nadie a quien confiar mis cosas, con quien desahogar mis penas, a quien pedir consejo y remedio. Espero con ansia la llegada del Padre Jacinto, que es el oráculo de esta casa. Sé que lo que yo le diga caerá como en un pozo, y que sus consejos son sanos. Es el único hombre que tiene algún imperio sobre mi madre. ¿Cuándo vendrá de Villabermeja? Adiós, repito, y ama y compadece a tu Clara».




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- XI -

Esta carta inocente, tan propia de una niña de diez y seis años, discreta y educada con devoción y recogimiento, gustó mucho al Comendador; pero también le dio no poco que pensar. No entraremos nosotros en el fondo de su alma a escudriñar sus pensamientos, y nos limitaremos a decir que tomó tres resoluciones, de resultas de aquella lectura.

Fue la primera buscar modo de ver y de hablar a la severísima doña Blanca: la segunda, sondear bien el ánimo de D. Carlos para conocer hasta qué punto amaba de veras a la niña y merecía su amor: y la tercera, tratar con el Padre Jacinto y proporcionarse en él un aliado para la guerra que tal vez tendría que declarar a la madre de Clarita.

A fin de conseguir lo primero, en vez de escribir pidiendo una audiencia, que con cualquier pretexto y muy políticamente se le hubiera negado, discurrió D. Fadrique levantarse al día siguiente de madrugada, aguardar en la calle a doña Blanca cuando ella saliese para acudir a la iglesia, e ir derecho a hablarle, sin miedo alguno.

Así lo hizo el Comendador. Doña Blanca, antes de las seis, apareció en la calle con Clarita y don Valentín. Iban a misa a la iglesia Mayor. Apenas los vio salir don Fadrique, se acercó muy determinado, y saludando cortésmente, con sombrero en mano, dijo:

-Beso a V. los pies, mi señora doña Blanca. Dichosos los ojos que logran ver a V. y a su familia. Buenos días, amigo D. Valentín. Clarita, buenos días.

Don Valentín, al oírse llamar amigo tan blandamente y por una voz conocida y simpática, no se pudo contener; no reflexionó, se dejó llevar del primer ímpetu cariñoso y se fue hacia D. Fadrique con los brazos abiertos. Por dicha, no obstante, D. Valentín tenía la inveterada costumbre de no hacer la menor cosa, sin mirar antes a su mujer para notar la cara que ponía y si le retraía de consumar o le alentaba a que consumase su conato de acción. A pesar, pues, de lo entusiasmado que iba a abrazar a D. Fadrique, el instinto le indujo a que mecánicamente volviera la cara hacia doña Blanca, antes de llegarse a dar el abrazo. Indescriptible es lo que vio entonces en los fulminantes ojos de su mujer. Casi no se puede describir el efecto que te produjo aquella mirada. Creyó don Valentín leer en ella el más profundo desdén, como si le acusase de una humillación estólida, de una bajeza infame; y creyó ver, al mismo tiempo, la ira y la prohibición imperiosa de que llevase a cabo lo que se había lanzado a ejecutar. El terror sobrecogió de tal suerte el ánimo de D. Valentín, que se paró, se quedó inmóvil de súbito, como si se hubiera convertido en piedra. Sólo con voz apagada y apenas perceptible exhaló, por último, como lánguido suspiro, un

-Buenos días, Sr. D. Fadrique.

-Buenos días -dijo también Clara, no con más aliento que su padre.

Doña Blanca miró de pies a cabeza al Comendador, y con reposo y suave acento, sin alterarse ni descomponerse en lo más mínimo, le habló de esta manera:

-Caballero: Dios, que es infinitamente misericordioso, tenga a V. en su santa guarda. No por amor suyo, de que V. carece, sino por el mundano honor de que V. se jacta y por los respetos y consideraciones que todo hombre bien nacido debe a las damas, ruego a V. que no nos distraiga del camino que llevamos, ni perturbe nuestra vida retirada y devota.

Y dicho esto, hizo doña Blanca al Comendador una ceremoniosa y fría reverencia, y echó a andar con sosegada gravedad, siguiéndola D. Valentín y llevando delante a Clara.

Don Fadrique pagó la reverencia con otra: se quedó algo atolondrado, y dijo entre dientes:

-Está visto: es menester acudir a otros medios.

No bien la familia de Solís se hubo alejado treinta pasos del Comendador, vio éste que doña Blanca se volvía a hablar con su marido.

Es evidente que el Comendador no oyó lo que le decía: pero el novelista todo lo sabe y todo lo oye. Doña Blanca, que trataba siempre de usted y con el mayor cumplimiento a su señor marido, cuando le echaba un sermón o reprimenda, le habló así, mientras Clara iba delante:

-Mil veces se lo tengo dicho a V., señor don Valentín. Ese hombre, que V. se empeñó en introducir en casa, allá en Lima, es un libertino, impío y grosero. Su trato, ya que no inficione, mancha o puede manchar la acrisolada reputación de cualquiera señora. Yo tuve necesidad poco menos que de echarle de casa. Motivos hubo, en su falta de miramientos y hasta de respeto, para que en otras edades bárbaras, olvidando la ley divina, alguien le hubiera dado una severa lección, como solían darlas los caballeros. Esto no había de ser: era imposible... Nada que más repugne a mi conciencia: nada más contrario a mis principios: pero, hay un justo medio... Delito es matar a quien ha ofendido... pero es vileza abrazarle. Señor don Valentín, V. no tiene sangre en las venas.

Todo esto lo fue soltando, despacio y bajo, casi en el oído de D. Valentín, su tremenda esposa doña Blanca.

Fueron tan duras y crueles las últimas frases, que don Valentín estuvo a punto de alzar bandera de rebelión, armar en la calle la de Dios es Cristo y contestar a su mujer lo que merecía: pero el olor de mil flores regalaba el olfato; la gente pasaba con alegre aspecto; el día estaba hermosísimo, la paz reinaba en el cielo; un fresco vientecillo primaveral oreaba y calmaba las sienes más ardorosas; la familia de Solís iba al incruento sacrificio de la misa: Clara marchaba delante tan linda y tan serena; ¿cómo turbar todo aquello con una disputa horrible? Don Valentín apretó los puños y se limitó a exclamar con acento un si es no es colérico:

-¡Señora!...

Luego añadió para sí, cuidando mucho de que no lo oyese doña Blanca:

-¡Maldita sea mi suerte!

Y no bien lanzada la exclamación, se asustó don Valentín de la blasfema rebeldía contra la Providencia que su exclamación implicaba, y se tuvo un instante por primo hermano del propio Luzbel.

Como se ve, el éxito del Comendador en este primer intento de reanudar relaciones amistosas con la familia de Solís, no pudo ser más desgraciado.




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- XII -

No se arredró por eso nuestro héroe.

Aguardó un rato en medio de la calle a fin de que no pudiese decir ni pensar doña Blanca que él la seguía, y al cabo se fue a la Iglesia Mayor, a donde sabía que la familia de Solís se había encaminado.

Don Fadrique no iba allí, sin embargo, con el intento de acercarse a doña Blanca otra vez y de sufrir nueva repulsa, sino a fin de hallar a D. Carlos, quien, a su parecer, no podía menos de estar en la Iglesia, ya que no había otro medio de ver a Clara.

En efecto, D. Fadrique entró en la Iglesia y se puso a buscar al poeta, a la sombra de los pilares y en los sitios donde menos se nota la presencia de alguien. Pronto le halló, detrás de un pilar y no lejos del altar mayor. Parecía D. Carlos tan embebido en sus oraciones o en sus pensamientos, que nada del mundo exterior, salvo Clara, podía distraerle ni llamarle la atención.

Llegó, pues, D. Fadrique hasta ponerse a su lado. Entonces advirtió que Clara estaba no muy lejos, de rodillas, al lado de su madre; que don Carlos la miraba, y que ella, si bien fijos casi siempre los ojos en su libro de rezos, los alzaba de vez en cuando rápidamente, y miraba con sobresalto y ternura hacia donde estaba el galán, declarando así que le veía, que se alegraba de verle, y que tenía miedo y cierto terror de profanar el templo y de pecar gravemente, engañando a su madre y alentando a aquel hombre, de quien decía que no podía ser esposa.

No ha de extrañarse que todo esto se viera en las miradas de Clarita. Eran miradas trasparentes, en cuyo fondo fulguraba el alma como diamante purísimo que por maravilla ardiese con luz propia en el seno de un mar tranquilo.

El Comendador estuvo un rato observando aquella escena muda, y se convenció de que ni doña Blanca ni don Valentín recelaban nada de los amores de la niña. Calculó, no obstante, que su presencia allí podría atraer hacia él la mirada de doña Blanca, excitar de nuevo su ira, hacerle reparar en el gentil mancebo que estaba a su lado y darle a sospechar lo que no había sospechado todavía.

Entonces, si bien con pena de interrumpir aquellos arrobos y éxtasis contemplativos, tocó en el hombro a D. Carlos y le dijo casi a la oreja:

-Perdóneme V. que te distraiga de sus devociones y que turbe la visión beatífica de que sin duda goza: pero me urge hablar con V. Hágame el favor de venir conmigo, que tengo que hablarle de cosas que le importan muchísimo.

Sin aguardar respuesta echó a andar D. Fadrique, y D. Carlos, si bien con disgusto, no pudo menos de seguir sus pasos.

Ya fuera de la iglesia, salió D. Fadrique al campo; don Carlos fue en pos de él; y cuando se hallaron en sitio solitario, donde nadie podía oírlos ni interrumpir la conversación, D. Fadrique se explicó en estos términos:

-Vuelvo a pedir a V. perdón de mi atrevimiento en obligarle a abandonar la iglesia, y más aún en mezclarme en asuntos de V. sin título bastante para ello. Apenas conozco a V. Esta es la séptima o la octava vez que le hablo. A Clarita la he visto hoy por segunda vez en mi vida. Sin embargo, el bien de Clarita y el de V. me interesan mucho. Atribúyalo V. a un absurdo sentimentalismo; al afecto que profeso a mi sobrina Lucía, que llega a VV. de rechazo: a lo que V. quiera. Lo que le ruego es que me crea un hombre leal y franco y no dude de mi buena voluntad y mejores propósitos. Quiero y puedo hacer mucho en favor de usted. En cambio aspiro a que oiga V. mis consejos y a que los siga.

Don Carlos oyó al Comendador atentamente y con muestras de respeto y deferencia. Luego le contestó:

-Señor don Fadrique, por V. y por ser V. el tío de la señorita doña Lucía, tan bondadosa y excelente, estoy dispuesto a oír a V. y hasta a obedecerle, en cuanto esté de mi parte, sin considerar el provecho que por mi obediencia V. me promete.

El Campo, N.º 5, 1 de febrero de 1877

-No me he explicado bien -replicó D. Fadrique-. Yo no prometo premios en pago de obediencia: lo que quiero significar es que de seguir usted ciertos consejos míos se ha de alcanzar naturalmente lo que de otra suerte se malogrará acaso con gran pesar de todos.

-Aclare V. su pensamiento -dijo D. Carlos.

-Quiero decir -prosiguió D. Fadrique- que este modo que tiene V. de enamorar a Clarita no va, días hace, por buen camino. Hasta ahora nadie sospecha en esta pequeña ciudad sus amores de usted, gracias a mi sobrina. Como ella estuvo, dos meses ha, en Sevilla, donde V. la conoció, y usted ha venido luego aquí, y V. va a su casa de tertulia todas las noches, y habla V. mucho con ella, y no pocas veces en secreto; y como mi sobrina es joven y graciosa y linda, si el amor de tío no me engaña, todos creen que ha venido V. por ella, que V. la enamora, que V. es su novio. ¿Quién había de imaginarse que chica tan mona y en tan verdes años se limitaría a hacer el triste y poco airoso papel de confidenta? Por esto, pues, se desorientan los curiosos, y sus amores de V. siguen secretos: pero Lucía lo paga. Confiese V. que es mucha generosidad.

-Yo... Señor don Fadrique...

-No se disculpe usted. No hablo de ello para que usted se disculpe, sino para narrar los sucesos como son en sí. En este lugar creen todos que V. ha venido, abandonando a sus padres, su casa y sus estudios, para pretender a Lucía: pero este engaño no puede durar. Imagine V. el alboroto, los chismes, las hablillas a que dará V. ocasión y motivo el día en que se sepa, como no podrá menos de saberse, que V. pretende a Clarita, a quien todos creen ya prometida esposa de D. Casimiro Solís.

-Eso no será nunca mientras yo viva -exclamó don Carlos con grandes bríos.

-Tratemos de impedirlo -continuó con calma don Fadrique-. Yo le ayudaré a V. cuanto pueda, y repito que algo puedo: pero toda la energía de usted y toda la prudencia que yo emplee serán inútiles, si desoye V. mis advertencias y consejos.

-Ya he dicho a V. que deseo seguirlos.

-Pues bien, amigo D. Carlos, es menester que usted se persuada de que Clarita, de cuyo amor hacia V. estoy convencido, está criada con tan santo temor de Dios y con tan grande, y hasta si usted quiere exagerado e irracional respeto a su madre, que por obedecerla, por no darle un disgusto, por no rebelarse, será capaz de casarse con D. Casimiro, aunque se muera de amor por V. al día siguiente de casada, aunque su vestido de boda sea la mortaja con que la entierren.

-Pero si Clara dice a su madre que no ama a D. Casimiro...

-Clara no se atreverá a decirlo.

-Si declara a su madre que me ama...

-Antes morirá que confesar a su madre ese amor.

-Y si tanto miedo tiene a su madre, ¿no podrá huir conmigo?

No creo que dé jamás tan mal paso. De todos modos, aunque tan mal paso fuese posible, no se debía apelar a él sino apurados antes otros medios más prudentes y juiciosos. Reitero, con todo, mi afirmación. Creo capaz a Clarita de morir de dolor; pero no la creo capaz de prestarse al escándalo de un rapto.

-Entonces, ¿qué quiere V. que yo haga?

-Lo primero, volver a Sevilla con sus señores padres, y dejar a doña Clara tranquila con los suyos.

-Bien se conoce que V. no ama. A su edad de usted...

-Dale... con la tontería... Caballerito poeta... yo no soy ni viejo ni rabadán... ni me parezco en nada al del idilio. Váyase V. a Sevilla hoy mismo. Salga V. de esta ciudad antes de que doña Blanca se percate de que hay moros en la costa. Yo velaré aquí por los intereses de usted. Y si peligran, si es menester apelar a medios violentos, cuente V. también conmigo... hasta para el rapto. A poco me aventuro prometiéndoselo a usted, porque doy por firme que no se dejará robar Clarita.

-¿Y por qué, para qué he de irme a Sevilla?

-¿Pues no se lo he dicho a V. ya? Porque aquí no hace V. sino perjudicarse, sin gusto y sin ventaja. Estoy seguro de que no logrará V. más que ver a Clara en la iglesia, con más angustia que deleite por parte de la pobre muchacha. Y esto mientras doña Blanca no descubra nada. El día en que descubra doña Blanca su juego de V., será para Clarita un día tremendo y V. no volverá a verla. Váyase V., pues, a Sevilla.

-¿Y qué ganaré con irme?

-Que yo trabaje con tranquilidad en favor de usted. Usted me estorba para mis planes. Si V. se queda, precipitará la boda de D. Casimiro y hará que se envíe a escape por la licencia a Roma. Si usted se va, no afirmo yo que evitaré la boda de Clara con el viejo rabadán y conseguiré que sea para Mirtilo; pero, o yo he de valer poco, o he de lograr que se nos dé tiempo y... quién sabe... Nada prometo. Sólo ruego a V. que se vaya. Váyase V. hoy mismo.

El interés que el Comendador le mostraba, su empeño de que se fuese, la decisión con que se entrometía en sus asuntos, todo chocaba a D. Carlos y le tenía desconfiado y descontento.

El Comendador apuró todas las razones, empleó todos los tonos, pero singularmente el de la súplica; D. Carlos le contestó varias veces de mal humor, y fue menester la prudente superioridad del Comendador para calmar y contener a D. Carlos y evitar que llegase a ofender a quien le aconsejaba y casi le mandaba.

Por último, tanto rogó, prometió y dijo D. Fadrique, que D. Carlos hubo de someterse y salir aquel mismo día para Sevilla, si bien ofreciendo sólo ausencia de poco más de un mes: hasta que llegasen las vacaciones de verano. En cambio, exigió y obtuvo de D. Fadrique que le había de escribir dándole noticias de Clara, y avisándole del menor peligro que hubiese, para volar en seguida donde estaba ella.

Don Carlos, aunque no era tímido ni torpe, no había obtenido jamás que Clara recibiese carta suya, y menos aún que le escribiese. Pero ¿qué mucho, si ni siquiera de palabra Clara le había dado a entender que le amaba? Clara le amaba, sin embargo. Bien sabía el galán que era falso, de puro modesto, aquello de que


...Amistosa y compasiva,
quiere que el zagal viva,
mas amarle no quiere.

Clara le amaba, y a su despecho, contra su voluntad, había declarado su amor; pero sólo con los ojos, por donde se le iba el alma en busca del bizarro y gracioso estudiante, sin que todos sus escrúpulos religiosos y filiales fuesen bastante poderosos para detenerla.

Don Fadrique pudo convencerse, en el largo coloquio que tuvo con D. Carlos, de que su pasión por Clara era verdadera y profunda. Del amor de Clara por el poeta rondeño estaba más convencido aún. Con este doble convencimiento, de que se alegraba, precipitó más la partida de D. Carlos, y antes de mediodía consiguió que saliese del pueblo con dirección a Sevilla.

Don Carlos salió a caballo con un su criado; y don Fadrique, a caballo también, se unió con él en el ejido, y le acompañó más de una legua, dándole esperanzas y hablándole de sus amores. Al llegar a una encrucijada, D. Fadrique se despidió cariñosamente del joven, y tomó el camino de Villabermeja con el intento de conferenciar con el padre Jacinto.

La sencillez y la modestia de este santo varón no habían dejado ver a D. Fadrique la inmensa importancia que durante su larga ausencia había adquirido.

Como predicador, gozaba el Padre de extraordinaria nombradía por toda aquella comarca. Era igualmente celebrado por los tres estilos que tenía de predicar. En el estilo llano o de homilía encantaba a la gente rústica y ponía la religión y la moral a su alcance, amenizando tan graves lecciones con chistes y jocosidades, que un severo crítico condenaría, pero que eran muy del caso para que los zafios campesinos se aficionasen a oírle y se deleitasen oyéndole. En sermones de empeño, en días de gran función, el Padre Jacinto era otro hombre; echaba muchos latines, ahuecaba la voz y esmaltaba su discurso de un jardín de flores, de un verdadero matorral de adornos exuberantes, que también gustaban a los discretos y finos de aquellos lugares. Y tenía, por último, el estilo patético de la Semana de Pasión y de la Semana Santa, durante las cuales los sermones, más que hablados, eran en Villabermeja, y siguen siendo aún, cantados, sin que gusten de otra manera. Sermón de Semana Santa, sin lo que llaman allí el tonillo, no gusta a nadie ni se tiene por sermón. Cuando en el día va a Villabermeja un cura forastero, tiene que aprender el tonillo. En este tonillo fue el Padre Jacinto un dechado de perfección, que nadie ha superado hasta ahora. Al oírle, aunque sea reminiscencia gentílica, dicen que se comprendía cómo Cayo Graco se hacía acompañar por un flautista cuando pronunciaba en el Foro sus más apasionadas arengas. El Padre Jacinto predicaba también en el Foro, o dígase en medio de la plaza pública, durante la Semana Santa. Allí se hacían todos los pasos a lo vivo, y el Padre los explicaba en el sermón conforme iban ocurriendo. Así, había sermón que duraba tres horas y siempre sin dejar el tonillo, lo cual no obstaba para que el Padre expresase los más varios afectos, como piedad, dolor y cólera. Cuando aparecía el pregonero en el balcón de las Casas Consistoriales y leía la sentencia de muerte contra Jesucristo, ha quedado en la memoria de los bermejinos el furor con que el Padre se volvía contra él, gritando:

«Calla, falso, ruin, necio y miserable pregonero, y oirás la voz del ángel que dice:».

Y entonces salía un ángel muy vistoso por otro balcón de la plaza, y cantaba el inefable misterio de la Redención, empezando:

«Esta es la sentencia que manda cumplir el Eterno Padre...» y lo demás que tantas veces hemos oído los que somos de por allí.

Pero, volviendo al Padre Jacinto, diré que su mérito como predicador era quizás lo de menos. Su gran valer fue como director espiritual. Se pasaba horas y horas en el confesonario. Desde el convento bermejino tenía con frecuencia que ir al convento de la ciudad cercana, donde tenía no pocas hijas de confesión entre el señorío. Era además hombre de consejo y tino en los negocios mundanos, y acudían todos a consultarle cuando se hallaban en tribulación, apuro o dificultad. En suma, el Padre Jacinto era un gran médico de almas, aunque duro y feroz a veces en los remedios. Gustaba de aplicarlos heroicos, como suelen hacer los demás médicos de los lugares, que tal vez recetan a un hombre el medicamento que convendría recetar a un caballo. A pesar de esto, tenía el Padre tal autoridad y discreción; era tan ameno en su trato y tan resuelto valedor y defensor de las mujeres, que gozaba de inmensa popularidad entre ellas, y era fervorosamente reverenciado, así de las jornaleras humildes, como de las encopetadas hidalgas.

Aunque tocaba en los setenta años, estaba firme y robusto aún, si bien había perdido ciertos ímpetus juveniles, que le habían hecho famoso, llevándole en ocasiones a imitar al Divino Redentor, más que en la mansedumbre, en aquel arranque que tuvo cuando hizo azote de unos cordeles y echó a latigazos a los mercaderes del templo. El Padre Jacinto había sido un jayán y había sacudido el polvo a algunos desalmados y pecadores contumaces, sobre todo cuando eran maridos que se emborrachaban, gastaban el dinero en vino y juego y daban palizas a sus mujeres.

Contra esta clase de hombres había sido duro de veras el Padre Jacinto. Ya no tenía aquellos arrestos de la mocedad; pero su virtud y su fuerza moral, unida al recuerdo de la física, infundían gran respeto entre los rústicos.

Tales eran las cualidades principales y la brillante posición del antiguo maestro del Comendador, con quien éste iba ahora a consultar y tratar negocios arduos, y de quien esperaba obtener poderoso auxilio.




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- XIII -

El Campo, N.º 6, 16 de febrero de 1877

No bien llegó el Comendador a Villabermeja y dejó el caballo en su casa, se dirigió al convento, que distaba pocos pasos, y como era la hora de la siesta, halló en su celda al Padre Jacinto, el cual no dormía, sino estaba leyendo, sentado a la mesa.

Mis lectores deben de formarse ya, por lo expuesto hasta aquí, cierta idea bastante aproximada de la condición del mencionado fraile. Fáltame añadir, para que sea completo el retrato, que era alto y seco; que veía y oía bien; que tuteaba a todo el género humano, y que se preciaba de no tener pelillos en la lengua, esto es, de decir cuanto se le ocurría, con una franqueza que tocaba y hasta pasaba a menudo sus límites, entrando con banderas desplegadas por la jurisdicción y término de la desvergüenza. Sólo con D. Fadrique se mostraba el Padre respetuoso y deferente, suponiendo que él tenía, sin poderlo remediar, un afecto por su antiguo discípulo, que le hacía sobrado débil.

-Muchacho -dijo a D. Fadrique, apenas le vio entrar-, ¿qué buen viento te trae por aquí de improviso?

-Maestro -contestó el Comendador-, he venido expresamente para consultar a usted.

-¿Para consultarme a mí? ¿Y sobre qué? ¿Qué hay que tú no sepas mejor que yo y mejor que nadie?

-Mi consulta es de suma importancia.

-Vamos... ¿de qué se trata?

-Se trata... se trata... nada menos que de un caso de conciencia.

Al oír caso de conciencia, el Padre miró fijamente al Comendador, con aire de incredulidad y de recelo, y exclamó al cabo:

-Mira, hijo mío, si es que te aburres en estos lugares y quieres chancearte y divertirte, toma una tabla y dos cuernos, y no te diviertas ni te chancees conmigo. Ya está duro el alcacer para zampoñas.

-¿Y de dónde infiere V. que me chanceo o que me burlo? Hablo con formalidad. ¿Por qué no he de exponer yo a V. formalmente un caso de conciencia?

-Porque todo hombre de cierta educación, criado en el seno de la sociedad cristiana, aunque haya perdido la fe en Nuestro Señor Jesucristo, tiene la conciencia tan clara como yo, y no hay caso que no resuelva por sí, sin necesidad de consultarme. Si tuvieses fe, podrías acudir a mí en busca de los consuelos que da la religión. No acudiendo para esto, ¿qué podré yo decirte que ignores? La moral tuya es idéntica a la mía, aunque en sus fundamentos discrepe. Y al fin, harto lo conoces tú, no hay caso de conciencia, meramente moral, cuya solución no sea llana para todo entendimiento un poco cultivado. Sin duda que Dios, para ejercitar nuestra actividad mental y aguzar nuestro ingenio, o para dar precio a nuestra fe, ha circundado de tinieblas los grandes problemas metafísicos: los ha envuelto en misterios, impenetrables a veces: pero en lo tocante a la moral, en lo que atañe al cumplimiento de nuestros deberes, no hay misterio alguno: todo está claro como el agua. El soberano Señor, en su infinita bondad y misericordia, no ha querido, a pesar de nuestras maldades, que nadie tenga que ser un Séneca para saber perfectamente cuál es su obligación, ni mucho menos que nadie tenga que ser un héroe estupendo para cumplirla. Ni para conocerla te falta entendimiento, ni para cumplir con ella debe faltarte voluntad. ¿Qué es lo que buscas, pues, en mí?

-Mucho pudiera argumentarse contra lo que usted dice: pero no quiero disputar, sino consultar. Quiero convenir en que la moral no es ninguna reconditez y en que no es tan arduo cumplir con ella.

-Se entiende -interrumpió el Padre-, para todos aquellos pueblos donde la luz del Evangelio ha penetrado. Tú imaginas que el natural discurso ha bastado a los hombres para formar la ley moral: yo creo que han necesitado de la revelación: pero tú y yo convenimos en que, una vez presentada esa ley, la razón humana la acepta como evidente. Es gran bellaquería suponer esa ley oscura y vaga, y forjarse casos terribles, conflictos espantosos entre los sentimientos naturales y el sencillo cumplimiento de un deber. Esto equivaldría a suponer la necesidad de ser un pozo de ciencia y de sentirse capaz de sobrehumanos esfuerzos para ser persona decente. Ya tú comprendes que esto sería disculpar y dar casi la razón a los tunos. Al fin y al cabo, no todos los hombres son sabios ni tienen las fibras de hierro y el corazón de diamante. Realzar así la moral es hacerla poco menos que imposible, salvo para algunos seres privilegiados y de primera magnitud más profundos que Crisipo y más constantes que Régulo.

-Mucho tiene que ver el caso que quiero presentar con todo lo que está V. diciendo. No es curiosidad ociosa, sino interés muy respetable, el que me induce a resolver una duda.

-Imposible... tú no puedes dudar.

-Déjeme V. que acabe. Yo no dudo sobre el caso... Tengo formado mi juicio... que me parece de no menor certidumbre que este otro: dos y tres son cinco. Mi duda está en si V., por razones que se fundan en la inexhausta bondad divina, tiene la manga más ancha que yo, o si por razones de la ley positiva, en que cree, la tiene más estrecha. ¿Me entiende V. ahora?

-Te entiendo muy bien; y desde luego te declaro que no he de tener la manga ni más ancha ni más estrecha que tú. Lo mismo calificaremos ambos un pecado, una falta, un delito; y lo mismo marcaremos y determinaremos la obligación que de él nazca. Las razones teológicas tienen que ver con la penitencia, con la expiación, con el perdón, con la gloria o el infierno, allá en el otro mundo; y en esto para nada tienes tú que meterte ahora. Veamos, pues, ese caso, ya que quieres consultarme.

-Desde luego, V. convendrá en que lo robado debe devolverse a su dueño.

-Indudable.

-Y cuando por efecto de un engaño, algo que pertenece a uno viene a pertenecer a otro, ¿qué debemos hacer?

-Debemos poner fin al engaño para que lo que posee alguien sin derecho pase a manos de su señor legítimo.

-¿Y si al poner fin al engaño resultan males evidentemente mayores?

El Campo, N.º 6, 16 de febrero de 1877

-Aquí importa distinguir. Si tú tienes que hablar, no debes decir jamás mentira por inmensos que sean los males que de decir la verdad resulten. Condenada está la mentira oficiosa, como la perniciosa. No debes mentir ni por salvar la vida del prójimo, ni por salvar la honra de nadie, ni por el bien de la religión: pero yo me atrevo a sostener que debes callar la verdad cuando nadie la inquiere de ti y cuando de decirla resultan más males que bienes. Pensar algo en contra es delirio. Lo sostengo sin vacilación. Voy a explanar mi doctrina en breves palabras. Tú cometes un pecado. Eres, por ejemplo, mentiroso. Los males que nazcan de tu pecado debes remediarlos hasta donde te sea posible y lícito, esto es, sin cometer pecado nuevo para remediar el antiguo. Dios, para hacernos patente la enormidad de nuestras culpas, consiente a veces en que nazcan de ellas males, cuyos humanos remedios son peores. Tratar tú de evitarlos o de remediarlos entonces, no es humildad, sino soberbia, orgullo satánico: es luchar contra Dios; es tomar el papel de la Providencia; es dar palo de ciego; es querer enderezar el tuerto que tú mismo hiciste, torciendo y ladeando lo que está recto y tirando a trastornar el orden natural de las cosas.

-Hablando con franqueza -dijo el Comendador-, la doctrina de V. me parece muy cómoda. Veo que tiene V. la manga más ancha de lo que yo pensaba.

-Vete a paseo, Comendador -repuso el Padre bastante enojado-. En ninguna ocasión pasé yo por complaciente. Me diriges la acusación más dura que a un confesor puede dirigirse. Un santo ha dicho: non est pietas, sed impietas tolerare peccata, y yo disto mucho de ser impío. Todo proviene, sin duda, de que tú confundes las cosas. Aquí no hablamos de penitencia, de expiación, de castigo de la culpa. Sobre este punto no tengo que decirte yo lo que exigiría de un penitente para absolverle. Aquí hablamos sólo de la obligación de satisfacer el agravio que nace del pecado o del delito. Y a esto he respondido con sencillez. El pecador o delincuente debe ir hasta donde le sea posible y lícito. Si ha de cometer nuevos pecados, si ha de hacer nuevas maldades y desatinos, mejor es que lo deje y no se meta a remediar el mal que ha hecho. Pues qué, ¿estaría bien, por ejemplo, que tú hirieses a uno, y luego, sin saber de cirugía, tratases de curarle y le acabases de matar? Dices tú que la tal doctrina es cómoda. ¿Dónde está la comodidad? Aunque yo te excuse de poner el remedio, no te libro de la penitencia, del remordimiento y del castigo. Antes al contrario, lo cómodo es lo otro: remediar el mal de mala manera, y creerse ya horro y darse ya por absuelto. Así un criado torpe te romperá un día el vaso más precioso de los que has traído de la China, le pegará luego chapuceramente con cola, y se quedará tan fresco como si no te hubiese causado el menor perjuicio. Lo que debe hacer el criado es andar siempre muy cuidadoso para no romper el vaso, y si le rompe, sentir mucho su falta, y ya que no puede ni componer bien el vaso ni comprarte otro nuevo e igual, sufrir con humildad la reprimenda que tú le eches.

-Me complazco en ver que estamos de acuerdo en lo general de la doctrina. En la aplicación a casos particulares es en lo que veo que cabe mucha sutileza. Contra la opinión de V., el buen camino se presenta muy anublado y confuso. ¿Cómo determinar a veces hasta dónde es posible y lícito lo que quiero hacer para reparar el daño?

-Es muy sencillo. Si para repararle causas otro daño mayor, deja subsistir el primero, que es más pequeño; y esto aunque en el segundo daño que causes no haya pecado de tu parte. Habiendo nuevo pecado, nueva infracción de la ley moral en el remedio, aunque este segundo pecado sea menor que el primero que cometiste, no debes cometerle. Dios, si quiere, remediará el mal causado.

-De suerte que no hay más que cruzarse de brazos: dejar rodar la bola.

-No hay más que dejarla rodar, ya que deteniéndola puedes hacer que todo ruede. Las Sagradas Letras vienen en mi apoyo con no pocos textos. David dijo: Abyssus abyssum invocat; Salomón, Est processio in malis; el profeta Amós, Si erit malum quod Dominus non fecerit? con lo cual da a entender que Dios permite u ordena el mal como pena del pecado y escarmiento de las criaturas; y el mismo Salomón, antes citado, dice de modo más explícito que no podemos añadir ni quitar de lo que Dios hizo para ser temido: non possumus quidquam addere nec auferre quæ fecit Deus ut timeatur.

-A pesar de los textos, a pesar de los latines, me repugna esa cobarde resignación.

-¿Cómo cobarde? ¿Dónde viste tú que para con Dios haya cobardía? La resignación a su voluntad no implica, por otra parte, el que te aquietes y te llenes de contentamiento de ti propio. Sigue llorando tu culpa; desuéllate el alma con el azote de la conciencia y el cuerpo con unas disciplinas crueles; haz de tu vida en el mundo un durísimo purgatorio; pero resígnate y no trates de remediar lo que sólo de Dios debe esperar remedio. Hasta el sentido común está de acuerdo en esto, miradas las acciones humanas por el lado de la utilidad y conveniencia, las cuales, bien entendidas, concuerdan con la moralidad y con la justicia. ¡Qué atinado es el refrán que reza: no siento que mi hijo pierda, sino que quiera desquitarse! Si malo es jugar, peor es aún volver a jugar; reincidir en el pecado para remediar el mal del pecado. Pero a todo esto, tú no hablas sino de generalidades, y el caso de conciencia no parece.

-Voy al caso -dijo el Comendador.

-Soy todo oídos -repuso el fraile.

-¿Qué debe hacer el que no es hijo de quien pasa por su padre, según la ley, y usurpa nombre, posición y bienes que no son suyos?1

-¡Hombre... tú eres famoso! ¿Después de tanto preámbulo te vienes con una preguntilla tan baladí? Prescindo ahora de la dificultad o imposibilidad en que ese hijo postizo estaría de probar el delito de su madre. Yo no sé de leyes; pero la razón natural me dicta que contra la fe de bautismo, contra la serie de actos y documentos oficiales que te han hecho pasar hasta hoy por un hijo de un determinado y conocido López de Mendoza, no pueden valer testimonios sino de un orden excepcional y casi imposible. Doy, con todo, de barato que posees tales testimonios. Creo, decido que no debes valerte de ellos. ¿Sabes los Mandamientos de la Ley de Dios? ¿Sabes que el orden en que están no es arbitrario? Pues bien: ¿qué dice el séptimo?

-No hurtar.

-¿Y el cuarto?

-Honrar padre y madre.

-Es, pues, evidente que para quitarte de encima el pecado contra el séptimo ibas a pecar contra el cuarto, deshonrando a tu madre y a tu padre, que padre sería siempre el que te tuvo por hijo, te crió, te alimentó y te educó, aunque no te engendrara.

-Tiene V. razón, Padre Jacinto. Y, sin embargo, los bienes que no son míos ¿cómo sigo gozando de ellos?

-¿Y quién te dice que goces de ellos? Pues qué, ¿es tan difícil dar sin expresar la causa por qué se da? Dalos, pues, a quien debes. Ya los tomarán... En el tomar no hay engaño. Y si, por extraño caso, hallares a alguien en el tomar inverosímilmente escrupuloso, ingéniate para que tome. Lejos de oponerme, pido, aplaudo la reparación, siempre que para llevarla a cabo no sea menester hacer mayor barbaridad que la que remedie.

-Está bien... pero si no es el hijo, sino la madre culpada... ¿qué debe hacer la madre culpada?

-Lo mismo que el hijo... no deshonrar públicamente a su marido... no amargarle la vida... no desengañarle con desengaño espantoso... no añadir a su pecado de fragilidad el de una desvergüenza cruel y sin entrañas.

-La madre, no obstante, no tiene medios de devolver bienes que por su culpa van a pasar o han pasado a quien no corresponden.

-Y si no los tiene, ¿qué se le ha de hacer? Ya lo he dicho. Que se resigne. Que se someta a la voluntad de Dios. Todo eso lo debió prever antes de pecar, y no pecar. Después del pecado, no le incumbe el remedio si implica pecado nuevo, sino la penitencia. ¿Has expuesto ya todo el caso?

-No, padre: tiene otras complicaciones y puntos de vista.

-Dilos.

-¿Qué piensa V. que debe hacer el hombre pecador, cómplice de la mujer, en aquel delito cuya consecuencia es el hurto, la usurpación de que hemos hablado?

-Lo mismo que he dicho del hijo y de la madre.

-¿Y si posee bienes para subsanar el daño causado a los herederos?

-Subsanar ese daño, pero con tal recato, discreción y sigilo, que no se sepa nada. En el libro de los Proverbios está escrito: Melius est nomen bonum quam divitiae multæ. Así es que por cuestión de intereses no se debe perjudicar a nadie en su buen nombre.

El historiador de estos sucesos escribe para narrar y no para probar. No decide, por lo tanto, si el Padre Jacinto estaba atinado o no en lo que decía, si hablaba guiado por el sentido común o por la doctrina moral cristiana, o por ambos criterios en consonancia completa; y no se inclina tampoco a creer que dicho Padre tenía una moral burda y grosera y el atrevimiento y la confianza de un rústico ignorante. Quédese esto para que lo resuelva el discreto lector. Baste apuntar aquí que el Comendador mostraba una satisfacción grandísima de ver que su maestro, como él le llamaba, pensaba exactamente lo que él quería que pensase.

El Padre Jacinto, desconfiado como buen lugareño, no advertía el interés vivísimo con que su antiguo discípulo le interrogaba, y temiendo siempre una burla, una especie de examen hecho por el Comendador para pasar el rato, volvió a hablar un tanto picado, diciendo:

-Me parece que estoy archi-cándido. ¿A dónde vas a parar con tanta preguntilla? ¿Quieres examinarme? ¿Piensas retirarme la licencia de confesar, si no me crees bien instruido?

-Nada de eso, maestro. Yo ignoro si está usted o no de acuerdo con sus librotes de teología moral; pero está V. de acuerdo conmigo, lo cual me lisonjea, y lo está también con mis propósitos, lo cual me llena de esperanza. Yo buscaba en usted un aliado. Contaba siempre con su amistad, pero no sabía si podía contar también con su conciencia. Ahora comprendo que su conciencia no se me opone. Su amistad, por consiguiente, libre de todo obstáculo, vendrá en auxilio mío.

El Padre Jacinto conoció al fin que se trataba de un caso práctico, real y no imaginado, y se ofreció a auxiliar al Comendador en todo lo que fuese justo.

Aguardando, pues, una revelación importante, quiso tomar aliento haciendo una pausa, y trató de solemnizar la revelación yendo a una alacena, que no estaba lejos, y sacando de ella una limeta de vino y dos cañas, que puso sobre la mesa, llenándolas hasta el borde.

-Este vino no tiene aguardiente, ni botica, ni composición de ninguna clase -dijo el Padre al Comendador-. Es puro, limpio y sin mácula. Está como Dios le ha hecho. Bebe y confórtate con él, y cuéntame luego lo que tengas que contar.

-Bebo al buen éxito de mis planes -contestó el Comendador, apurando el vino de su caña.

-Así sea, si Dios lo quiere -replicó el fraile, bebiendo también, y se dispuso a atender a D. Fadrique con sus cinco sentidos.




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- XIV -

La celda no tenía mucho que llamase la atención. Sobre la mesa o bufete, que era de nogal, había recado de escribir, el Breviario y otros libros. Dos sillones de brazos, frente el uno del otro, con la mesa de por medio, y donde se sentaban nuestros interlocutores, eran de nogal igualmente. A más de los dos sillones, había cuatro sillas arrimadas a la pared. Los asientos todos eran de enea. Un Ecce-Homo, al óleo, a quien cuadraba el refrán de a mal Cristo mucha sangre, era la única pintura que adornaba los muros de la celda. No faltaban, en cambio, otros más naturales adornos. En la ventana, tomando el sol, se veían dos floridos rosales; dentro del cuarto, cuatro macetas de brusco; y colgadas en la pared cinco jaulas, dos con perdices cantoras, y tres con colorines, excelentes reclamos. Otro bonito colorín, diestro cimbel, asido a la varilla saliente que estaba fija a una tabla de pino, volaba a cada momento hasta donde lo consentía el hilo largo que le aprisionaba, y volvía con mucho donaire a posarse en la varilla.

Los jilgueros cantaban de vez en cuando y animaban la habitación.

Arrimadas a un ángulo había dos escopetas de caza.

El Campo, N.º 6, 16 de febrero de 1877

Y, por último, en una alcobita que apenas se descubría, por hallarse la pequeña puerta casi tapada del todo por una cortina de bayeta verde, estaba la cama del buen religioso. La alacena de donde este sacó el vino y que era bastante capaz, servía de bodega, ropero, despensa, caja o tesoro y biblioteca a la vez.

Todo, aunque pobre, parecía muy aseado.

El Padre Jacinto, con el codo sobre la mesa, la mano en la mejilla y los ojos clavados en D. Fadrique, aguardaba que hablase.

Don Fadrique, en voz baja, habló de este modo:

-Aunque yo no soy un penitente que vengo a confesarme, exijo el mismo sigilo que si estuviese en el confesionario.

El Padre, sin responder de palabra, hizo con la cabeza un signo de afirmación.

Entonces prosiguió D. Fadrique:

-El hombre de que he hablado a V., el pecador causa del engaño y del hurto, soy yo mismo. La ligereza de mi carácter me había hecho olvidar mi delito y no pensar en las fatales consecuencias que de él habían de dimanar. El acaso... ¿qué digo el acaso?... Dios providente, en quien creo, me ha vuelto a poner en presencia de mi cómplice y me ha hecho ver todos los males que por mi culpa se originaron y amenazan originarse aún. Dispuesto estoy a remediarlos y a evitarlos, de acuerdo con la doctrina de V., hasta donde me sea posible y lícito. Es un consuelo para mí el ver que está V. en concordancia conmigo. Yo no he de buscar remedio peor que la enfermedad; pero hay una persona que le busca, y es menester oponerse a toda costa a que le halle. Sería una abominación sobre otra abominación.

-¿Y quién es esa persona?- dijo el Padre.

-Mi cómplice -contestó el Comendador.

-¿Y quién es tu cómplice?

-Usted la conoce, V. es su director espiritual. Usted debe tener grande influjo sobre ella. Mi cómplice es... Cuenta, maestro, que jamás he hecho a nadie esta revelación. Al menos nadie pudo jamás tildarme de escandaloso. Pocas relaciones han sido más ocultas. La buena fama de esta mujer aparece aún, después de diez y siete años, más resplandeciente que el oro.

-Acaba: ¿quién es tu cómplice? Haz cuenta que echas tu secreto en un pozo. Yo sé callar.

-Mi cómplice es doña Blanca Roldán de Solís.

El Padre Jacinto se llenó de asombro, abrió los ojos y la boca y se santiguó muy de priesa media docena de veces, soltando estas piadosas interjecciones:

-¡Ave María Purísima! ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento! ¡Jesús, María y José!

-¿De qué se admira V. tan desaforadamente? -dijo el Comendador, pensando que el Padre extrañaba que tan virtuosa y austera matrona hubiese nunca sucumbido a una mala tentación.

-¿De qué me admiro?... muchacho... ¿De qué me admiro?... Pues ¿te parece poco? Bien dicen... Vivir para ver... El demonio es el mismo demonio. Miren... y no lo digo por ofender a nadie... ¡miren con qué ramillete de claveles te acarició y te sedujo nuestro enemigo común!... Con un manojo de aulagas. Suave flor trasplantaste al jardín de tus amores... ¡Un cardo ajonjero! Hermosa debe de haber sido doña Blanca... todavía lo es; pero ¡hombre!, ¡si es un erizo! Yo... perdóneme su ausencia... no la creía impecable, pero no la creía capaz de pecar por amor.

Don Fadrique respondió sólo con un suspiro, con una exclamación inarticulada, que el padre creyó descifrar como si dijese que diez y siete años antes doña Blanca era muy otra, y que además la misma dureza de su carácter y la briosa inflexibilidad de su genio hacían más vehemente en ella toda pasión, incluso la del amor, una vez que llegaba a sentirla.

Repuesto un poco de su pasmo, dijo el padre Jacinto:

-Y dime, hijo, ¿qué trata de hacer doña Blanca para remediar el mal? ¿Qué proyectos son los suyos que tanto te asustan?

-¿Quién sería el inmediato heredero de su marido si ella no tuviese una hija? -preguntó el Comendador.

-Don Casimiro Solís -fue la respuesta.

-Pues por eso quiere casar a su hija con don Casimiro.

-¡Pecador de mí! ¡Estúpido y necio! -exclamó el Padre todo lleno de violencia y dando en la mesa unos cuantos puñetazos-. ¿Quieres creer que soy tan egoísta que el egoísmo me había cegado? Yo no había visto en el plan de doña Blanca ninguna mala traza. Me parecía natural que casase a Clarita con su tío. Yo no miraba sino a mi pícaro interés; a que nadie se llevase a Clarita lejos de estos lugares. Es menester que lo sepas... Clarita me tiene embobado. Por ella, no más que por ella aguanto a su madre. Lo que yo quería, como un bribón de siete suelas, es que se quedase por aquí... para ir a verla y para que ella me agasajase, como me agasaja ahora, cuando voy a casa de su madre, sirviéndome, con sus blancas y preciosas manos, jícaras de chocolate y tacillas de almíbar. Se me antojó que Clarita era una muñeca para mi diversión. Yo no caí en nada... no me hice cargo... pensé sólo en que, ya casada, haría una excelente señora de su casa, y me recibiría al amor de la lumbre, y yo le llevaría flores, frutas y pajaritos de regalo. ¡Si vieses qué corza he hecho venir para ella de Sierra Morena! Es un primor. La tengo abajo en el corral... y se la iba a llevar mañana. Nada... ¿has visto qué bárbaro?... sin dar la menor importancia a lo del casamiento. Ahora lo comprendo todo... ¡Qué monstruosidad! ¡Casar a aquel dije con semejante estafermo! Ya se ve... ella no lo repugna... no lo entiende... ¿quién diablo sabe?... pero yo lo entiendo... y me espeluzno... me horrorizo.

-Razón tiene V. de horrorizarse... Ella lo repugna... lo entiende... pero cree que no debe resistir a la autoridad materna.

-Eso será lo que tase un sastre. ¡Pues no faltaba más! Obedecerá a su madre; pero antes obedecerá a Dios. Diligendus est genitor, sed præponendus est Creator. Es sentencia de San Agustín.

-Además -dijo el Comendador-, Clarita ama a otro hombre.

-¿Cómo es eso? ¿Qué me cuentas? ¿Qué mentira, qué enredo te han hecho creer? Si amase a un galán, Clara me lo hubiera confesado.

-Ella misma ignora casi que le ama; pero me consta que le ama.

-Vamos, sí, ya doy en ello; ciertas miradas y sonrisas con un estudiantillo... Me las ha confesado. Está arrepentida... ¡Con un estudiantillo!... ¿Pues se había de ir Clarita a correr la tuna?

-Padre Jacinto, V. chochea.

-¡Desvergonzado! ¿Cómo te atreves a decir que chocheo?

-El estudiantillo no es de esos que van con el manteo roto y con la cuchara puesta en el sombrero de tres picos, pidiendo limosna, sino que es un caballero principal, un rico mayorazgo.

-¿De veras? Ya eso es harina de otro costal. De eso no me había dicho nada aquella cordera inocente. Oye... ¿y es buen mozo?

-Como un pino de oro.

-¿Buen cristiano?

-Creo que sí.

-¿Honrado?

-A carta cabal.

-¿Y la quiere mucho?

-Con toda su alma.

-¿Y es discreto y valiente?

-Como un Gonzalo de Córdoba. Además es poeta elegantísimo, monta bien a caballo, posee otras mil habilidades, es muy leído y sabe de torear.

-Me alegro, me alegro y me realegro. Le casaremos con Clarita, aunque rabie doña Blanca.

-Sí, querido maestro, le casaremos... pero es menester que seamos muy prudentes.

-Prudentes sicut serpentes... Pierde cuidado. Harto sé yo quién es doña Blanca. Es omnímodo el imperio que ejerce sobre su hija. El respeto y el temor que le infunde exceden a todo encarecimiento. Y luego, ¡qué brío, qué voluntad la de aquella señora! A terca nadie le gana.

-No soy yo menos terco... y no consentiré que Clara sea el precio del rescate de nadie: que sobre ella, que no tiene culpa, pesen nuestras culpas; que doña Blanca la venda para conseguir su libertad. Sin embargo, importa mucho la cautela. Doña Blanca, llevada al extremo, pudiera hacer alguna locura.

Después de esta larga conversación, y perfectamente de acuerdo el Comendador y el padre Jacinto, el primero se volvió a la ciudad en aquel mismo día para que su ausencia no se extrañase.

El padre Jacinto quedó en ir a la ciudad al día siguiente de mañana.

Los pormenores y trámites del plan que habían de seguir se dejaron para que sobre el terreno se decidiesen.

Sólo se concertó el mayor sigilo y circunspección en todo y disimular en lo posible la íntima amistad que entre el fraile y el Comendador había, a fin de no hacer sospechoso y aborrecible al fraile a los ojos de doña Blanca.

Se convino, por último, en que, a pesar de la gravedad de la situación, no era ninguna salida de tono, ni tenía una inoportunidad cómica o censurable, que el padre Jacinto llevase a Clarita la corza y se la regalara.




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- XV -

Al volver aquella noche a la ciudad, el Comendador tuvo que sufrir un interrogatorio en regla de su sobrina, que era la muchacha más curiosa y preguntona de toda la comarca. Tenía además un estilo de preguntar, afirmando ya lo mismo de que anhelaba cerciorarse, que hacía ineficaz la doctrina del padre Jacinto de callar la verdad sin decir la mentira. O había que mentir o había que declarar: no quedaba término medio.

-Tío -dijo Lucía apenas le vio a solas-, V. ha estado en Villabermeja.

-Sí... he estado.

-¿A qué ha ido V. por allí? ¡Si le traerán a usted entusiasmado los divinos ojos de Nicolasa!

-No conozco a esa Nicolasa.

-¿Que no la conoce V.?... ¡Bah!... ¿Quién no conoce a Nicolasa? Es un prodigio de bonita. Muchos hidalgos y ricachos la han pretendido ya.

-Pues yo no me cuento en ese número. Te repito que no la conozco.

-Calle V. tío... ¿Cómo quiere V. hacerme creer que no conoce a la hija de su amigo el tío Gorico?

-Pues digo por tercera vez que no la conozco.

-Entonces, ¿qué hay que ver en Villabermeja? ¿Ha estado V. para visitar a la chacha Ramoncica?

El Comendador tuvo que responder francamente.

-No la he visitado.

-Vamos, ya caigo. ¡Qué bueno es V.!

-¿Por qué soy bueno?... ¿Porque no he visitado a la chacha Ramoncica, que me quiere tanto?

-No, tío. Es V. bueno... En primer lugar porque no es V. malo.

-Lindo y discreto razonamiento.

-Quiero decir que es V. bueno, porque no es como otros caballeros, que por más que estén ya con un pie en el sepulcro, de lo que dista V. mucho, a Dios gracias, andan siempre galanteando y soliviantando a las hijas de los artesanos y jornaleros. Ahora no... por el noviazgo; pero antes... bien visitaba D. Casimiro a Nicolasa.

-Pues yo no la he visitado.

-Pues esa es la primera razón por la que digo que es V. bueno. Nicolasa es una muchacha honrada... y no está bien que los caballeros traten de levantarla de cascos...

-Apruebo tu rigidez. Y la segunda razón por la cual soy bueno, ¿quieres decírmela?

-La segunda razón es que no habiendo ido usted ni a ver a Nicolasa ni a ver la chacha Ramoncica, ¿a qué había V. de haber ido tan a escape como no fuese a ver al padre Jacinto y a tratar de ganarle en favor de Mirtilo y de Clori? ¿Vaya que ha ido V. a eso?

-No puedo negártelo.

-Gracias, tío. No es V. capaz de encarecer bastante lo orgullosa que estoy.

-¿Y por qué?

-Toma... porque, por muy afectuoso que sea usted con todos, al fin no se interesaría tanto por dos personas que le son casi extrañas, si no fuese por el cariño que tiene V. a su sobrinita, que desea proteger a esas dos personas.

-Así es la verdad -dijo el Comendador, dejando escapar una mentira oficiosa, a pesar de la teoría del padre Jacinto.

Lucía se puso colorada de orgullo y de satisfacción, y siguió hablando:

El Campo, N.º 6, 16 de febrero de 1877

-Apostaré a que ha ganado V. la voluntad del reverendo. ¿Está ya de nuestra parte?

-Sí, sobrina, está de nuestra parte; pero, por amor de Dios, calla, que importa el secreto. Ya que lo adivinas todo, procura ser sigilosa.

-No tendrá V. que censurarme. Seré sigilosa. Usted, en cambio, me tendrá al corriente de todo. ¿Es verdad que me lo dirá V. todo?

-Sí -dijo el Comendador, teniendo que mentir por segunda vez. Luego prosiguió:

-Lucía, tú has dicho una cosa que me interesa. ¿Qué clase de amoríos das a entender que hubo o hay entre don Casimiro y esa bella Nicolasa?

-Nada, tío... ¿No lo he dicho ya? Fueron antes del noviazgo con Clarita. Don Casimiro no iba con buen fin... y Nicolasa le desdeñó siempre; pero de esto informará a V. mejor que yo el padre Jacinto. Yo lo único que añadiré es que el tal D. Casimiro me parece un hipocritón y un bribón redomado.

-No es malo saberlo -pensó el Comendador.

-¡Ah!, diga V., tío. Ya sé que se fue a Sevilla don Carlos. Envió recado despidiéndose y excusándose de no haberlo hecho en persona por la priesa. Es evidente que V. le ha hablado al alma y le ha convencido para que se vaya, asegurándole que esto convenía al logro de nuestro propósito. ¿No es así, tío?

-Así es, sobrina -respondió el Comendador-. Veo que nada se te oculta.




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- XVI -

El Campo, N.º 7, 1 de marzo de 1877

Cuando ocurrían los sucesos que vamos refiriendo, no había tantas carreteras como ahora. Desde Villabermeja a la ciudad puede hoy irse en coche. Entonces sólo se iba a pie o a caballo. El camino no era camino, sino vereda, abierta por las pisadas de los transeúntes racionales e irracionales. Cuando había grandes lluvias, la vereda se hacía intransitable; era lo que llaman en Andalucía un camino real de perdices.

Poseía el Padre Jacinto una borrica modelo por lo grande, mansa y segura. En esta borrica iba y venía siempre, como un patriarca, desde Villabermeja a la ciudad y desde la ciudad a Villabermeja. Un robusto lego le acompañaba a pie. En el viaje que hizo a la ciudad, al día siguiente de su largo coloquio con el Comendador, le acompañó, a más del lego, un rústico seglar o profano, para que cuidase de la corza.

Seguido, pues, de su lego, de la corza y del rústico, y caballero en su gigantesca borrica, el Padre Jacinto entró sano y salvo en la ciudad a las diez de la mañana. Como el convento de Santo Domingo está casi a la entrada, no tuvo el Padre que atravesar calles con aquel séquito. En el convento se apeó, y apenas se reposó un poco, se dirigió a casa de D. Valentín Solís, o más bien a casa de doña Blanca. El cuitado de D. Valentín se había anulado de tal suerte, que nadie en el lugar llamaba a su casa la casa de D. Valentín. Sus viñas, sus olivares, sus huertas y sus cortijos eran conocidos por de doña Blanca, y no por suyos. Aquella anulación marital no había llegado, con todo, hasta el extremo de la de algunos maridos de Madrid, a quienes apenas los conoce nadie sino por sus mujeres, cuya notoriedad y cuya gloria se reflejan en ellos y los hacen conspicuos.

Pero dejemos a un lado ejemplos y comparaciones que pueden tomar ciertos visos y vislumbres de murmuración, y sigamos al Padre Jacinto, y penetremos con él en casa de doña Blanca, donde tan difícil era entrar para el vulgo de los mortales.

Merced a la autoridad del reverendo, y siguiéndole invisibles, todas las puertas se nos franquean.

Ya estamos en el salón de doña Blanca. Clara borda a su lado. Don Valentín, a respetable distancia y sentado junto a una mesa, hace paciencias con una baraja. Don Casimiro habla con la señora de la casa y con su hija.

Los lectores conocen ya a D. Casimiro, como si dijéramos de fama, de nombre y hasta de apodo, pues no ignoran que para D. Carlos, Lucía, Clara y el Comendador, era el viejo rabadán. Veamos ahora si logramos hacer su corporal retrato.

Era alto, flaco de brazos y piernas y muy desarrollado de abdomen; de color trigueño, poca barba que se afeitaba una vez a la semana, y los ojos verde-claros y un poquito bizcos. Tenía ya bastantes arrugas en la cara, y el vivo carmín de sus narices no armonizaba bien con la palidez de los carrillos. En su propia persona se notaba poco esmero y aseo; pero en el traje sí se descubrían el cuidado y la pulcritud que en la persona faltaban, lo cual denotaba desde luego que D. Casimiro más se cuidaba la ropa por ser ordenado, económico y aficionado a que las prendas durasen, que por amor a la limpieza. Iba vestido muy de hidalgo principal, si bien a la moda de hacía quince o veinte años. Su casaca, su chupa, sus calzones y medias de seda no tenían una mancha, y, si tenían alguna rotura, esta se hallaba diestra y primorosamente zurcida. Gastaba peluca con polvos y coleta, y lucía muchos dijes en las cadenas de sendos relojes que llevaba en ambos bolsillos de la chupa. Su caja de tabaco, que él mostraba de continuo, pues no cesaba de tomar rapé, era un primor artístico, por los esmaltes y las piedras preciosas que le servían de adorno. Al hablar usaba D. Casimiro de cierta solemnidad y pausa muy entonada; pero su voz era ronca y desapacible, asegurándose provenir esto en parte de que no le desagradaba el aguardiente, y más aún de que, en su casa y despojado de las galas de novio o de pretendiente amoroso, fumaba mucho tabaco negro.

La expresión de su semblante, sus modales y gestos, no eran antipáticos; eran insignificantes; salvo que no podía menos de reconocerse por ellos en D. Casimiro a una persona de clase, aunque criada en un lugar.

Se advertía, por último, en todo su aspecto, que don Casimiro debía de padecer no pocos achaques. Su mala salud le hacía parecer más viejo.

Dado a conocer así somera, y no favorablemente, por desgracia, podemos ya lisonjearnos de conocer a cuantas personas ocupaban la sala, cuando entró en ella el Padre Jacinto.

Doña Blanca, Clarita, D. Valentín y D. Casimiro, se levantaron para recibirle, y todos le besaron humildemente la mano. El Padre estuvo sonriente y amabilísimo con ellos; y a Clarita le dio, como si no fuese ya una mujer, como si fuese una niña de ocho años, y con la respetabilidad que setenta bien cumplidos le prestaban, dos palmaditas suaves en la fresca mejilla, diciéndole:

El Campo, N.º 7, 1 de marzo de 1877

-¡Bendito sea Dios, muchacha, que te ha hecho tan buena y tan hermosa!

-Su merced me favorece y me honra -contestó Clarita.

Doña Blanca se lamentó del mucho tiempo que el Padre había estado sin venir de Villabermeja, y todos le hicieron coro. Se trató de que el Padre tomase algo hasta la hora de comer, y el Padre no quiso tomar nada, salvo asiento cómodo. Desde su asiento habló de mil cosas con animada y alegre conversación, resuelto a aguardar allí a que D. Casimiro se fuese y a que D. Valentín y doña Clara despejasen, para hablar a solas con doña Blanca.

Doña Blanca adivinó la intención del fraile, entró en curiosidad, y pronto halló modo de despedir a D. Casimiro y de echar de la sala a D. Valentín y a Clarita.

Verificado ya el despejo, dijo doña Blanca:

-Supongo y espero que, después de tan larga ausencia, honrará V. nuestra mesa comiendo hoy con nosotros.

El Padre Jacinto aceptó el convite y doña Blanca prosiguió:

-He creído advertir que estaba V. impaciente por hablarme a solas. Esto ha picado mi curiosidad. Todo lo que V. me dice o puede decirme me inspira el mayor interés. Hable V., Padre.

-No eres lerda, hija mía -contestó este-. Nada se te escapa. En efecto, deseaba hablarte a solas. Y lo deseaba tanto, que dejo para después de tu comida, que acepto gustoso, dejo para sobremesa la aparición de un objeto que traigo de presente a nuestra Clarita, y que le va a encantar. Figúrate que es una lindísima corza, tan mansa y doméstica, que come en la mano y sigue como un perro. Pero vamos al caso: vamos a lo que tengo que decirte. Por Dios, que no te incomodes. Tú tienes el genio muy vivo, eres una pólvora.

-Es verdad: yo soy muy desgraciada, y los desgraciados no es fácil que estén de buen humor. Usted, sin embargo, no tiene derecho a quejarse del mío. ¿Cuándo estuve yo, desde que nos tratamos, desabrida y áspera con V.?

-Eso es muy verdad. Convendrás, con todo, en que yo no he dado motivo. Yo no soy como otros frailes que se meten a dar consejos que no les piden, y quieren gobernar lo temporal y lo eterno, y dirigirlo todo en cada casa donde entran. ¿No es así?

-Así es. Más bien tengo yo que lamentarme de que usted me aconseja poco.

-Pues hoy no te quejarás por ese lado. Tal vez te quejes de que te aconsejo mucho y de que me meto en camisón de once varas.

-Eso nunca.

-Allá veremos. De todos modos, tengo disculpa. Tú sabes que Clarita es mi encanto. Me tiene hecho un bobo. ¿Quién ignora mi predilección hacia las mujeres? Menester ha sido de toda mi severidad para que allá cuando mozo no me quitaran el pellejo los maldicientes. Hoy, hija mía (alguna ventaja ha de traer el ser viejo), con treinta y cinco años en cada pata, puedo, sin temor de censura, quereros a mi modo y trataros con la íntima familiaridad que me deleita. Te confieso que para querer a los hombres tengo que acordarme a menudo de que son prójimos y queremos por amor de Dios. A las mujeres, por el contrario, las quiero, no ya sin esfuerzo, sino por inclinación decidida. Sois dulces, benignas, compasivas y muchísimo más religiosas que los hombres. Si no hubiera sido por vosotras, lo doy por cierto, hubiérase perdido hasta la huella de la primitiva cultura y revelación del Paraíso, y los hombres jamás hubieran salido del estado salvaje. Si yo fuera un sabio había de componer un libro demostrando que todo este ser de la Europa del día, que todos estos adelantamientos sociales, de que el mundo se jacta, se deben, en lo humano, principalmente a las mujeres. Calcula, pues, cuán alto y lisonjero es el concepto que tengo de vosotras. Pues bien; en los últimos años de mi vida, tu hija Clara ha venido a sublimar mucho más aún este concepto de mi mente. En mi mente tenía yo como un tipo soñado de perfección, al cual ninguna de las mujeres que he conocido se acercaba ni en diez leguas. Clarita ha ido más allá. ¡Qué inocencia la suya, tan rara por su enlace con la discreción y el despejo! ¡Qué fe religiosa tan sana y atinada! ¡Qué amor a su madre y qué sumisión a sus mandatos! Clara es una santita en este mundo, y al verla hay que alabar a Dios, que la ha criado, a fin de dejarnos rastrear y columbrar por ella lo que serán en el cielo los angelitos y las bienaventuradas vírgenes.

-Mucho lisonjean mi orgullo de madre -interpuso doña Blanca- esos encomios de Clarita que oigo en boca de V.; pero mi amor a la justicia me induce a creerlos exagerados. Yo me los explico de cierto modo, que voy a tener la sinceridad de declarar a V. En el puro amor que en general profesa V. a las mujeres, hay algo del antiguo caballero andante, algo del hechizo que tiene para todo ser fuerte dar protección a los débiles y desvalidos. En el concepto superior a la realidad que de las mujeres V. forma, hay gran bondad e instintiva poesía. Todos estos nobles sentimientos de V. se han empleado, durante una larga y santa vida, en lugareñas, jornaleras unas, e hidalgas o ricachas otras, pero toscas las más, en comparación con Clara, criada en grandes ciudades, con otro barniz, con otra más elevada cultura, con mayor delicadeza y refinamiento. Ventajas tales, meramente exteriores y debidas a la casualidad, han sorprendido y alucinado a V., y le han hecho pensar que lo que está en la superficie está en el fondo; que modales más distinguidos, mayor tino y mesura en el hablar, y ciertas atenciones y miramientos que nacen de más esmerada educación, y que llegan a tenerse maquinalmente, gracias a la costumbre, son virtudes y excelencias que brotan del centro mismo de un alma que se eleva sobre las otras.

-No, hija mía; nada de eso basta a explicar mi predilección por Clarita.

-¿Cómo que no basta? Sea V. franco. ¿No quiere V. y estima casi tanto a Lucía?

-Las comparaciones son odiosas, y las del cariño más. Supongamos, a pesar de todo, que estimo y quiero a Lucía casi tanto. Eso probaría sólo que Lucía vale casi tanto como Clara.

-Y que ambas están educadas con más esmero.

-Bueno... ¿Y qué?... Concedo que así sea. ¿Quién te ha negado el poder de la educación? Lo que yo niego es que la educación valga hasta ese punto sobre un espíritu estéril e ingrato; y lo que niego también es que su influjo no pase de la superficie y no penetre en el fondo, y no mejore el ser de las personas. Es, pues, evidente que Clara debe mucho a Dios, y luego a ti, que la has educado bien; pero esto que debe a ti no es superficial y externo; los modales, las palabras, las atenciones y los miramientos no son signos vanos. Cuando no hay en ellos afectación, es porque brotan del alma misma, mejor criada por Dios o por los hombres que otras almas sus hermanas. Cierto que yo no he visto ni conocido más gente en mi vida que la de esta ciudad y la de Villabermeja; pero adivino y veo claramente que ha de haber duquesas y hasta princesas cuyo barniz no me engañaría ni me alucinaría. Yo conocería al momento que era falso y de relumbrón, y que en el fondo eran aquellas damas más vulgares que tu cocinera. Conste, por consiguiente, que no me alucino al encomiar a Clarita.

-¿Y no provendrá la alucinación -dijo doña Blanca- de la cándida y espontánea propensión de Clarita a hacerse agradable?

-Sin duda que provendrá; pero esa misma propensión, siendo espontánea y cándida, prueba la bondad de alma de quien la tiene.

-¿V. no sabe, Padre, que eso se califica con un vocablo novísimo en castellano, y que suena mal y como censura?

-¿Qué vocablo es ese?

-Coquetería.

-Pues bien; si la coquetería es sin malicia, si el afán de agradar y el esfuerzo hecho para conseguirlo no traspasan ciertos límites, y si el fin que se propone una mujer agradando no va más allá del puro deleite de infundir cordial afecto y gratitud, digo que apruebo la coquetería.

Doña Blanca y el padre Jacinto se tenían mutuamente miedo. Ella temía la desvergüenza del fraile, y el fraile el genio violentísimo de ella. De este miedo mutuo nacía el que se tratasen por lo común con extremada finura y con el comedimiento más exquisito y circunspecto, a fin de no terminar cualquier coloquio en pelea o disputa.

Llevada de esta consideración, doña Blanca no impugnó la defensa de la coquetería; dio por satisfecha su modestia de madre, y acabó por aceptar como justos y merecidos los encomios de su hija Clara.

Luego añadió:

-En suma, mi hija es un prodigio. En las alabanzas de V. no toma parte sino la justicia. Me alegro. ¿Qué mayor contento para una madre? Imagino, con todo, que tan lisonjero panegírico bien se podía haber pronunciado en presencia de testigos. Lo que sigilosamente tenía V. que decirme no ha salido aún de sus labios.

El padre Jacinto se paró a reflexionar entonces, al verse tan directamente interrogado, y casi se arrepintió de haber venido a tratar del asunto de la boda de Clarita, dejándose llevar de un celo impaciente, sin ponerse antes de acuerdo con el Comendador, según habían concertado; pero el Padre Jacinto no era hombre que cejaba una vez dado el primer paso, y después de un instante de vacilación, que no dejó percibir a ojos tan linces como los de su interlocutora, dijo de esta manera:

-Allá voy, hija; ten calma, que todo se andará. Mi encomio de Clarita estaba muy en su lugar, porque de Clarita voy a hablarte. Me consta, como su director espiritual que soy, que te obedecerá en todo; pero dime, ¿no consideras tú que para algunas cosas, de la mayor importancia, convendría consultar su voluntad?

-¿Y quién ha informado a V. de que yo no la consulto cuando conviene?

-¿Has preguntado, pues, a Clara si quiere casarse tan niña?

-Sí, Padre, y ha dicho que sí.

-¿Le has preguntado si aceptará por marido a D. Casimiro?

-Sí, Padre, y también ha dicho que sí.

-¿Y no serán parte el temor y el respeto que inspiras a tu hija en esas respuestas?

-Creo que no merezco sólo inspirar a mi hija respeto y temor, sino también cariño y confianza. Prevaliéndose, pues, mi hija del cariño y de la confianza, que debo inspirarle, hubiera podido contestar que no quería casarse con D. Casimiro. Nadie la ha violentado para que diga que quiere. Querrá, cuando lo dice.

-Es cierto: querrá cuando lo dice. No obstante, para que una decisión de la voluntad sea válida, importa que la voluntad esté previamente ilustrada por el entendimiento acerca de aquello sobre lo cual decide. ¿Crees tú que Clarita sabe lo que quiere y por qué lo quiere?

-Acaba V. de hacer el encomio más extremado de mi hija, y ahora me induce a pensar que la tiene por tonta, por incapaz de sacramento. ¿Cómo quiere V. que una mujer de diez y seis años ignore los deberes que el santo matrimonio trae consigo?

-No los ignora... pero no me vengas con sofismas... una niña de diez y seis años no sabe toda la transcendencia del sí que va a dar en los altares.

-Por eso tiene a su madre para iluminarla, aconsejarla y dirigirla.

-¿Y tú la has iluminado, aconsejado y dirigido según tu conciencia?

-La menor duda sobre eso, la mera pregunta que me hace V. es una ofensa terrible y gratuita. ¿Cómo presumir, sospechar, ni por un instante, que había yo de aconsejar a mi hija en contra de lo que mi conciencia me dictase? ¿Tan mala me cree V.?

-Perdona; me expliqué con torpeza. Yo no creo, ni puedo creer que hayas aconsejado a tu hija contra tu conciencia; pero sí puedo creer que en tu entendimiento cabe error, y que, llevada tú de algún error, induces a tu hija a dar un paso deplorable.

-Extraño muchísimo los razonamientos de V. en el día de hoy. ¡Qué diferentes de lo que eran antes! ¿Qué cambio ha habido en usted? Seré yo víctima de un error, y en virtud de ese error daré malos consejos y tomaré funestas resoluciones; pero usted lo sabía, tiempo ha, y nada había dicho en contra cuando no había aún compromiso alguno contraído. ¿Cómo ha venido de pronto a hacerse patente a los ojos de V. ese error que antes no percibía? ¿Qué luz del cielo le ha ilustrado a V. el alma? ¿Qué santo o qué ángel bendito ha bajado a la tierra a descubrir a V. lo bueno y a distinguirlo de lo malo?

El Campo, N.º 7, 1 de marzo de 1877

Doña Blanca, según se ve, iba ya perdiendo su aplomo y su dificultosa dulzura. El Padre Jacinto empezaba también a amostazarse, pero hizo un esfuerzo heroico, y en vez de seguir adelante y de excitar la tempestad, procuró calmarla por cuantos medios se le ocurrieron.

-Tienes razón que te sobra -contestó con mucha humildad-. Yo debí disuadirte a tiempo de que concertaras esa boda. Del error que noto en ti, confieso que he participado. Por lo menos, ha sido en mí un descuido atroz, una ligereza imperdonable, el no hablarte antes, como te estoy hablando hoy. Pero si yo erré, con reconocerlo ya y con apartarme del error, te induzco a que me imites, aunque te dé armas en contra mía. Lo que afirmas probará mi inconsecuencia, mas no prueba nada contra mi consejo.

-¿Cómo que no prueba nada? Quita a su consejo de V. toda la autoridad que de otra suerte hubiera tenido. Consejo dado tan de repente... hasta pudiera sospecharse... que no se funda en pensamiento propio del consejero.

Doña Blanca, al pronunciar esta última frase, lanzó al Padre una penetrante y escrutadora mirada. El Padre, que no era tímido, se cortó un poco y bajó los ojos. Serenándose al instante, repuso:

-No se trata aquí de más autoridad que de la autoridad de la razón. Para darte el consejo, válganme la amistad y el cariño que tengo a tu persona y a los de tu familia: para que le aceptes o le deseches, no pretendo que valga sino el ingenio, que pido a Dios me conceda, para llevar el convencimiento a tu alma.

-Está bien. ¿Quiere V. decirme qué razones hay para que Clara no se case con D. Casimiro? Usted es el confesor de Clara. ¿Ama Clara a otro hombre?

-Por lo mismo que soy su confesor, si Clara amase a otro hombre, y ella me lo hubiera confiado, no te lo diría, sin que ella me diese su venia, que yo sabría pedir y exigir en caso necesario. Por dicha, para nada tiene que entrar aquí la cuestión de si Clara ama o no a otro hombre.

-No me venga V. con rodeos y sutilezas. Yo he educado a mi hija con tal rigidez y con tal recogimiento que no tengo la menor duda de que no ha tenido amoríos. Clara no ha mirado jamás con malicia a hombre alguno.

-Así será. Pero ¿no podrá mirarle el día de mañana? ¿No podrá amar, si no ama aún?

-Amará a su marido. ¿Por qué no ha de amarle?

-Vamos, señora -dijo el Padre Jacinto, ya con la paciencia perdida-: no amará a su marido porque su marido es feo, viejo, enfermizo y fastidioso.

-Quiero suponer -contestó doña Blanca con el reposado entono que tomaba cuando más tremenda se ponía-, quiero suponer que las caritativas calificaciones de V. cuadran perfectamente al sujeto, a la persona de mi familia, a quien V. honra con ellas. Su exquisito gusto de V. en las artes del dibujo halla feo a D. Casimiro; sus conocimientos de usted en la Medicina le han hecho comprender que está el pobre mal de salud; y la amenidad y discreción, que en V. campean, es natural que le induzcan a fastidiarse de todo ser humano que no sea tan ameno y tan ingenioso como V., cosa, por desgracia, rarísima; pero V. no me negará que mi hija, menos instruida en las proporciones y bellezas de la figura del hombre, puede no hallar feo a D. Casimiro, como no le halla; menos docta en ciencias médicas, puede creerle más sano; y menos chistosa que V., puede muy bien hallar en D. Casimiro algún chiste y no aburrirse de su conversación. Y por otra parte, aunque mi hija viese en D. Casimiro los defectos que V. señala, ¿por qué no había de amarle? Pues qué, ¿una mujer de honor, una buena cristiana, ha de amar sólo la hermosura física, y el desenfado en el hablar? ¿Será menester buscarle para marido, no a un caballero de su clase, honrado, temeroso de Dios, virtuoso y lleno de atenciones y buenos deseos de hacerla dichosa, sino a algún saltimbanquis robusto, a algún truhán divertido, que provoque en ella con sus chocarrerías una risa indecorosa y un regocijo poco honesto?

-Mira, doña Blanca -dijo el fraile, que jamás abandonaba el tuteo, aunque se incomodara-; no creas que se necesite ser un Apeles o un Fidias para conocer que es feo D. Casimiro. Su fealdad es tan patente y somera que no hay que ahondar mucho para descubrirla. Y en cuanto a su ruin salud y escasa amenidad te aseguro lo mismo. Sin haber cursado Medicina, sin ser un Hipócrates ve cualquiera que D. Casimiro está por demás estropeado. Y sin haber estudiado el Examen de ingenios de Huarte, se descubre en seguida que el de D. Casimiro es romo y huero. Yo no pretendo que busques para Clarita a Pitágoras y a Milón de Crotona en una pieza; pero ¿qué diablura te lleva a darle por marido a Tersites?

El Padre Jacinto se abstenía de echar latines cuando hablaba a las mujeres; pero no podía menos de citar en romance, siempre que se dirigía a damas de distinción, hechos, personajes y sentencias de la antigüedad clásica y de las Sagradas Escrituras. Por lo demás, era tan claro el sentido de lo que decía, que doña Blanca, aunque no hubiera sabido más o menos confusamente la condición de los personajes citados, no hubiera tenido la menor duda sobre lo que el fraile quería significar. Así es que le respondió:

-Reverendo Padre, esos son insultos y no consejos; pero jamás me enojaré con usted. Lo único que afirmo es que todos los defectos que pone V. a mi futuro yerno han de estar menos al descubierto de lo que V. supone ahora, cuando antes de ahora no los ha conocido usted. Y si los conocía, ¿por qué antes no me los dijo? Repito que alguien ha venido a ilustrar su claro entendimiento de usted. Alguien le induce a dar este paso. No hay que disimular. Sea V. leal y franco conmigo. Usted ha hablado con alguien acerca de la proyectada boda de Clarita. Sus consejos de V. no son consejos, sino un mensaje solapado.

El Padre Jacinto era fresco de veras; pero con doña Blanca no había frescura que valiese. El pobre fraile estaba sofocado, rojo hasta las orejas. Por él hubiera podido inventarse aquella frase con que se denota que a alguien le han dado una buena descompostura: tenía encarnadas las orejas como fraile en visita.

Hasta su lengua, que por lo común estaba tan suelta, se le había trabado un poco y no atinaba a contestar.

Doña Blanca, notando aquel silencio, le excitaba a que se explicase, y añadía:

-No me cabe duda. Está V. convicto y casi confeso. Usted desaprueba hoy lo que ayer aprobaba, porque un enemigo mío le ha llenado la cabeza de ideas absurdas. Atrévase V. a negar la verdad.

Interpelado, acusado con tan desmedida audacia y con tan ruda serenidad, el padre Jacinto sacó fuerzas de flaqueza, puso a un lado la causa de su inusitada timidez, que era sólo el recelo de perjudicar los intereses de Clara y de su amigo y antiguo discípulo; y ya libre de estorbos, contestó tan enérgica y sabiamente, que su contestación, la réplica a que dio lugar y todo el resto del diálogo tomaron un carácter distinto y solemne, por donde merecen capítulo aparte, el cual será de los más importantes de esta historia.




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- XVII -

El padre Jacinto, sin alterarse, imitando el entonado reposo de su ilustre amiga, contestó lo que sigue:

El Campo, N.º 7, 1 de marzo de 1877

-Ya he confesado con ingenuidad que debí aconsejarte antes. No lo hice, no porque aprobase tu plan, sino porque llevado de ligereza vergonzosa y de indiferencia villana y grosera, no advertí todo el horror de la boda que tienes concertada. ¿Debo el advertirlo ahora a mi propio espíritu, o bien al de otra persona que me ha ilustrado? Punto es éste que podrá interesarte sabe Dios por qué, y que podrá afectar mi reputación de hombre entendido; pero en nada altera el valor de mis consejos. No quiero ni puedo justificar mi inconsecuencia. Puedo y debo, con todo, mitigar un poco la rudeza de tu acusación, y lo haré al exponer las razones en que fundo mis consejos de ahora. Sentiré expresarme con impropiedad, aunque espero de tu buena fe que no me armes disputa sobre las palabras, si entiendes la idea y la sana intención con que la expreso. Tal vez está educada Clara con rigidez que raya en extremos peligrosos. Temiendo tú que un día pueda caer, le has exagerado los tropiezos. Temiendo tú que la nave pueda zozobrar e irse a pique, has ponderado los escollos y bajíos que hay en el mar del mundo, el ímpetu y violencia de los vientos que combaten la nave y hasta su fragilidad y desgobierno. Esto tiene también sus peligros. Esto infunde una desconfianza en las propias fuerzas que raya en cobardía. Esto nos hace formar un concepto de la vida y del mundo mucho peor de lo que debe ser. ¿Cómo ha de negar un creyente que de resultas de nuestros pecados el mundo es un valle de lágrimas; que el demonio tiende su red de continuo para perdernos, que nuestra flaca condición es propensa al mal y que es necesario el favor del cielo para no caer en las tentaciones? Todo esto es innegable, pero conviene no exagerarlo. Una vez muy exagerado, o hay que huir al desierto y hacer la vida ascética de los ermitaños, y entonces todo va bien, porque la belleza y la bondad que no se ven en la tierra, se esperan, se presienten y casi se ven ya en el cielo en éxtasis y arrobos, o hay que dar, faltando el amor divino, faltando la caridad fervorosa, en un desesperado desprecio de uno mismo y en tal desdén y odio a todo lo creado y a nuestros semejantes, que hacen a quien así vive odioso y enojoso a sí y a los demás seres. Hija, no sé si me explico, pero tú eres perspicaz y me irás entendiendo. Otro grave peligro nace también de tu método de educar. La conciencia se halla con él más apercibida y precavida para la lucha; pero al mancharlo todo, se mancha; al inficionarlo todo, se inficiona; al presentir en todo un delito, una impureza, provoca y hasta evoca las impurezas y los delitos. Clarita tiene un entendimiento muy sano, un natural excelente: pero, no lo dudes, a fuerza de dar tormento a su alma para que confiese faltas en que no ha incurrido, pudiera un día torcer y dislocar los más bellos sentimientos y convertirlos en sentimientos pecaminosos: pudiera concebir del escrúpulo de su conciencia, inquisidora del pecado, el pecado mismo que antes no existía. No tengo que asegurarte que yo por mil motivos no he procurado relajar la rigidez de los principios que has inculcado a Clarita, si bien mi modo de ser me lleva, por el contrario, a la indulgencia: a ver en todo el lado bueno, y a tardar muchísimo en ver el lado malo, y a no descubrirle sino después de larga meditación. Así es que al principio, contrayéndonos al asunto de la boda, no vi sino el lado bueno. Vi que D. Casimiro es un caballero de tu clase, honrado, religioso, prendado de Clarita y deseando hacerla feliz. Vi que casándose con ella, seguiría ella aquí y no se la llevarían lejos de su madre y de nosotros que la queremos tanto. Vi que con su mucha hacienda y la de su marido haría un bien inmenso en estos lugares, empleándose en obras de caridad. Y vi en la misma austeridad con que está educada la garantía de que para Clarita no podía ser el matrimonio el medio de satisfacer y aun de santificar, merced a un lazo sagrado e indisoluble, una pasión violenta, profana y algo impía, ya que consagra al hombre cierta adoración y culto que a sólo Dios se debe, y una ilusión caduca, efímera, que se disipa tanto más pronto cuanto más vivo y ardiente es el resplandor con que la fantasía la finge y colora. Todo esto vi, y por haberlo visto trato de cohonestar, ya que no disculpe, el no haberme opuesto antes a la boda. Imaginaba yo, además, que Clarita no la repugnaba. Clarita nada me ha dicho después, pero mis ojos se han abierto, y ahora comprendo que la repugna con repugnancia invencible, allá en el fondo de su alma. Ahora comprendo que Clarita no ve sólo en el matrimonio un voto de devoción y sacrificio. Clarita quiere amar y que el matrimonio sancione y purifique su amor. El matrimonio, por lo tanto, no puede ser para ella el mero cumplimiento de un deber social, un acto de abnegación, un padecimiento a que hay que resignarse, una penitencia, una prueba, un castigo. El profundo respeto que te tiene, la ciega obediencia con que se somete a tu voluntad, la creencia de que casi todo es pecado, no consentirán que ella confiese nunca ni a sí misma lo que te digo; pero yo no dudo ya que lo siente. Ahora bien; ¿es merecedora Clarita de esa penitencia? ¿Es digna de ese castigo? ¿Qué derecho tienes para imponérsele? Y si es prueba, ¿quién te da permiso para poner a prueba su bondad? ¿Por qué, si lo grave y áspero de un deber, como es el del matrimonio, puede mezclarse y combinarse con lícitos contentos que aligeren la cruz y con satisfacciones y gustos que suavicen la aspereza del camino, quieres tú sólo para tu hija la aspereza del camino y la pesadumbre de la cruz, y no también la permitida dulzura?

Doña Blanca escuchó impasible, y al parecer muy sosegada, todo el sermón del buen fraile. Al ver que no seguía, dijo después de un instante de silencio:

-Aun conviniendo en que casarse con un hombre de bien, lleno de afecto y de juicio, fuese una penitencia, fuese una cruz, Clarita la debiera llevar y resignarse. La mujer no ha venido al mundo para su deleite y para satisfacción de su voluntad y de su apetito, sino para servir a Dios en esta vida temporal, a fin de gozarle en la eterna. Y usted convendrá conmigo, si en estos días no ha tratado con gentes que han perturbado su razón y le han apartado del camino recto, que el modo mejor de servir a Dios es, en una hija, el obedecer a sus padres. Usted mismo reconoce que el santo sacramento del matrimonio no fue instituido para santificar devaneos. Cierto que es mejor casarse que quemarse; pero aún es mejor casarse sin quemarse, a fin de ser la fiel compañera de un varón justo y fundar o perpetuar con él una familia cristiana, ejemplar y piadosa. Este concepto puro, cristiano y honestísimo del matrimonio no es fácil de realizar; mas para eso he educado yo tan severamente a Clarita; para que con la gracia de Dios tenga la gloria de realizarle en vez de buscar en el casamiento un medio de hacer lícito y tolerable el logro de mal regidos deseos y de impuras pasiones. Más pudiera decir en mi abono, acerca de este asunto, pero no se trata aquí de una discusión académica. Yo carezco de estudios y de facilidad de palabra para discutir con V. sobre la cuestión general de si el matrimonio ha de ser un estado tan difícil y estrecho como otro cualquiera que se toma para servir a Dios, y no un expediente mundanal para disimular liviandades. Aquí debemos concretarnos al caso singular de Clarita, y para ello vuelvo a lo dicho: necesito, exijo que sea V. leal y sincero. ¿Quién envía a V. a que me hable? ¿Quién le aconseja para que me aconseje? ¿Quién le ha abierto los ojos que tenía V. tan cerrados y le ha hecho ver que Clarita, si no ama, amará? Vamos, respóndame V. ¿Por qué disimularlo o callarlo? Hay un hombre que ha hablado a V. de todo eso.

-No lo negaré, ya que te empeñas en que lo declare.

-Ese hombre es el Comendador Mendoza.

-Es el Comendador Mendoza -repitió el fraile.

Tal declaración, aunque harto prevista, dejó silenciosos y como en honda meditación a ambos interlocutores, durante un largo minuto que les pareció un siglo.

Doña Blanca, aunque sin precipitar sus palabras, mostrando ya en lo trémulo de la voz y en el brillo de los ojos, viva y dolorosa emoción mal reprimida, habló luego así:

-Todo lo sabe V. y me alegro. Quizás hice mal en no decírselo yo misma la vez primera que me arrodillé ante V. en el tribunal de la penitencia. Sírvame de excusa que ya mi mayor delito había sido varias veces confesado, y la consideración de que cada vez que le confieso de nuevo hago sabedora a una persona más del deshonor de quien me ha dado su nombre. Todo lo sabe V., sin que yo se lo haya dicho. Bendito sea Dios que me humilla como merezco, sin que yo, tan culpada, cometa la nueva culpa de infamar a mi pobre marido. Pues bien: sabiéndolo V. todo, ¿cómo se atreve a aconsejarme lo que me aconseja? ¿Cómo quiere apartarme del camino que llevo, único posible para una reparación, aunque incompleta? Si contra su parecer de V., si contra la ley del decoro, manchásemos la conciencia de Clara, descubriéndole su origen, ¿qué piensa V. que haría ella? ¿No la despreciaría V. si no buscase la reparación? Y para ello, sin hacer pública la infamia de su madre y de aquel a quien debe venerar como a padre, ¿qué otro recurso tiene Clara sino entrar en un convento o dar la mano a D. Casimiro? ¿Por qué, dirá V., ha de pagar Clara la falta que no cometió? Harto la pago yo, Padre. Los remordimientos, la vergüenza me asesinan. Pero Clara también debe pagarla. Si esto parece a V. inicuo, vuélvase usted impío y blasfemo contra la Providencia y no contra mí. La Providencia, en sus designios inescrutables, con ocasión de mi culpa, ha puesto a mi hija en la alternativa o de sacrificarse o de ser falsaria y poseedora indigna de riquezas que no le pertenecen.

-No he de ser yo, por cierto -interrumpió el fraile-, quien disimule o atenúe lo difícil de la situación y la verdad que hay en lo que dices. Convengo contigo. Sé la nobleza de alma de Clara. Si ella supiera quién es... pero no, mejor es que no lo sepa.

-¿Qué piensa V. que haría si lo supiese?

-Sin vacilar... Clara se retiraría a un convento. Tu plan de casarla con D. Casimiro le parecería absurdo, malo, no ya siendo feo y viejo D. Casimiro, sino aunque fuese precioso y estuviese ella prendada de él. Con ese casamiento ni se remedia el mal nacido del embuste o la falsía, ni se despoja tu hija de bienes que no son suyos.

-Es, sin embargo, la única reparación posible, aunque incompleta, ignorando Clara el motivo que hay para la reparación. Convengo en que entrando Clara en un claustro el mal se remediaría mejor; menos incompletamente. Pero ¿cómo la hija de un ateo ha de tener vocación para esposa de Jesucristo?

Al pronunciar estas últimas palabras, el rostro de doña Blanca tomó una expresión sublime de dolor; sus mejillas se tiñeron de carmín ominoso como el de una fiebre aguda; dos gruesas lágrimas brotaron de repente de sus ojos.

El Padre Jacinto vio a doña Blanca transfigurada; reconoció en ella un corazón de mujer que antes no había sospechado siquiera bajo la aspereza de su mal genio; y le tuvo lástima, y la miró con ojos compasivos. Ella prosiguió:

-He meditado en largas noches de insomnio sobre la resolución de este problema, y no veo nada mejor que el casamiento de Clara con D. Casimiro. No piense usted que me falte valor para otra cosa. No me falta valor; me sobra piedad. Mil veces, ansiosa de que me matase, he estado a punto de revelar mi pecado al hombre a quien ofendí cometiéndole. Yo misma hubiera puesto gustosa el puñal en su mano; pero, le conozco, ¡infeliz!, hubiera llorado como un niño; yo le hubiera muerto de pena, en vez de recibir el merecido castigo; él, con mansedumbre evangélica, me hubiera perdonado; y mi duro pecho y mi diabólico orgullo, lejos de agradecer el perdón, hubieran despreciado más aún al hombre que me le otorgaba. Manso, pacífico, benigno, Valentín hubiera apurado un cáliz de hiel y veneno al oír mi revelación; no hubiera sido mi juez inexorable, sino hubiera acabado de ser mi víctima; y yo, réproba, llena de satánica soberbia, hubiera ahogado el manantial de la compasión y de la ternura con desdén, hasta con asco de una resignación santa, que el demonio mismo me hubiera pintado como enervada flaqueza. Mi deber era, pues, callar: hacer lo menos amarga posible la vida de este débil y dulce compañero que el cielo me ha dado: disimular, ocultar, hasta donde cabe... mi falta de amor... mi injusta, impía, irracional, involuntaria falta de estimación. Así se explican el engaño y la persistencia en el engaño: pero la vileza del hurto no cabe en mí. Mi alma no la sufre. ¿Pretende quizás ese ateo malvado que me envilezca yo con el hurto? ¿Qué razón, qué derecho, qué sentimiento paternal invoca, quien tan olvidado tuvo, durante años, el fruto de su amor... y de la cólera divina? Usted dice bien: lo mejor sería que Clara se sepultase en un claustro; se consagrase a Dios. Yo he hecho lo posible por disgustarla del mundo, pintándosele horroroso; pero en ella han podido, más que mis palabras, la confianza juvenil, el brío maldito de la sangre, el deleite y la exuberancia de la vida. ¿Qué arbitrio me queda sino casarla con D. Casimiro? ¿Por qué la compadece usted? Pues qué, ¿no sale ganando? La hija del pecado no debiera tener bienes, ni honra, ni nombre siquiera, y todo esto conservará y de todo podrá gozar sin remordimientos, sin sonrojo.

En la última parte de su discurso, doña Blanca estuvo hermosa, sublime como una pantera irritada y mortalmente herida. Se había puesto de pie. Al fraile se le figuraba que había crecido y que tocaba con la cabeza en el techo. Hablaba bajo, pero cada una de sus palabras tenía punta acerada como una saeta.

El Padre Jacinto conoció que había confiado por demás en su serenidad y en su elocuencia. Se hizo un lío, y no supo decir nada. Se encontró tan apurado, que la vuelta de Clarita al salón le quitó un peso de encima y le dio tregua para poder replicar en momentos más propicios y después de meditarlo.

Doña Blanca, no bien entró su hija, supo dominarse y recobrar su calma habitual.

Un poco más tarde vino el benigno D. Valentín, y todos fueron a comer como si tal cosa.

El Padre Jacinto echó la bendición al empezar la comida, y rezó al sentarse y al levantarse.

Ya de sobremesa, tuvo efecto la grata sorpresa de la corza. Clarita la halló encantadora. La corza se dejó besar por Clarita en un lucero blanco que tenía en la frente, y se comió cuatro bizcochos que ella misma le dio con su mano.

Don Valentín se maravilló, simpatizó y hasta se enterneció con la mansedumbre de aquel lindo animalejo.

Cuando, terminado todo, salió el Padre Jacinto de casa de doña Blanca, se apresuró a ir a ver al Comendador, quien le aguardaba impaciente, no habiéndole visto al llegar de Villabermeja, porque el fraile había adelantado más de una hora su venida a la ciudad. Excusándose de esto y de su precipitación en dar pasos sin consultar al Comendador, el Padre Jacinto le relató cuanto había pasado.

Don Fadrique López de Mendoza no era de los que condenan todo lo que se hace cuando no se les consulta. Halló bien lo hecho por su maestro, y lo aplaudió. Hasta la turbación y mutismo final del fraile le parecieron convenientes, porque no habían traído compromiso; porque no se había soltado prenda. Ya hemos dicho que el Comendador era optimista por filosofía y alegre por naturaleza.




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- XVIII -

El Campo, N.º 8, 16 de marzo de 1877

Después de haberse enterado de la conversación entre el fraile y doña Blanca, el Comendador se abstuvo de tomar una resolución precipitada. Se contentó con rogar a su maestro que no se volviese a Villabermeja, que siguiese frecuentando la casa de doña Blanca y que tratase de desvanecer todo recelo en dicha señora, prometiéndole no hablar con Clarita de la proyectada boda ni decirle nada en contra de los deseos de su madre.

El Comendador quería meditar y meditó largamente sobre el asunto. Sus meditaciones (ya hemos dicho que el Comendador era descreído) no podían ser muy piadosas. Era también el Comendador alegre, frío y sereno, y nada podían tener de apasionadas sus meditaciones. Su espíritu analítico le presentaba, sin embargo, todas las dificultades del caso.

No cabía la menor duda. La criatura lindísima y simpática que a él debía el ser, estaba condenada o a vivir como usurpadora indigna de lo que no le pertenecía, o a casarse con D. Casimiro, o a ser monja. Uno de estos tres extremos era inevitable, a no causar un escándalo espantoso o a no realizar un difícil rescate.

Doña Blanca tenía razón, salvo que para tenerla no era menester mostrarse tan hosca y tan poco amena con todo el género humano, empezando por su infeliz marido.

Para D. Fadrique había un ideal económico más fundamental que el político. Este ideal era que toda riqueza, todos los bienes de fortuna llevasen a ser un día, cuando la sociedad tocase ya en la perfección deseada, signo infalible de laboriosidad, de talento y de honradez en quien los había adquirido: que el ser rico fuese como innegable título de nobleza, ganado por uno mismo o por el progenitor que le ha dejado los bienes.

Bien sabía D. Fadrique que este término estaba aún remotísimo; pero sabía además que el mejor modo de acercarse a él era el de hacer todo negocio suponiéndole ya llegado; esto es, como si no hubiese riqueza mal adquirida en la tierra. Lo contrario sería conspirar a que prevaleciese el villano refrán de que quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón, y contribuir a que la vida, la historia, el desenvolvimiento civilizador de la sociedad sean una trama inacabable de bellaquerías.

Fundado en estos principios, desechaba de sí D. Fadrique el pensamiento de que en cada lugar del mundo habría de seguro un enjambre de madres en el caso de doña Blanca y una multitud de hijas o de hijos en el caso de Clarita, para los cuales el problema moral de tan difícil solución que atormentaba a doña Blanca era como si no fuese, dejándolos disfrutar de la hacienda que la suerte y la ley les otorgaban, sin el menor escrúpulo y con la mayor frescura. Desechaba también la idea, algo cómica, pero más que posible, de que el mismo don Casimiro, por circunstancias análogas, podría tener menos derecho que Clarita a la herencia, aunque toda fuese vinculada; de que D. Valentín, su padre o su abuelo podrían también no haber tenido derecho, y de que sólo Dios sabe, aunque tal vez el diablo no lo ignore, por qué arcaduces subterráneos y por qué intrincados caminos ha venido a cada cual lo que por herencia disfruta. En estos casos la fe debe salvar; pero en el caso de doña Blanca no había fe que valiese contra la evidencia que ella tenía. Cerrar los ojos, vendárselos y remedar fe, era una infamia. Don Fadrique, condenando en su corazón y en su inteligencia serena los furores de doña Blanca, la aplaudía y ensalzaba de que pensase con rectitud y con nobleza. Vaya a quien vaya, merézcale o no, tenga derecho o no le tenga derecho aquel a quien un bien se destina, son cosas que importan poco ante la superior consideración de que ese bien me consta que no es mío y de que sólo le gozo por engaño, por delito y por mentira.

Como D. Fadrique era persona de mucho seso y sentido común, aunque se hallaba en época de reformas, sistemas y ensueños de toda clase, no pensó en condenar la herencia. Sin el grandísimo deleite de dejar ricos a nuestros hijos, se perdería el mayor estímulo para el trabajo, para el buen orden, para la aplicación y para aguzar y ejercitar el ingenio. Don Fadrique reconocía, no obstante, que si estaba lejos aún el día en que sea casi imposible adquirir mal lo que uno mismo adquiere, estaba aún mucho más lejos el día en que sea casi imposible heredar mal lo que se hereda. El modo de no empujar hacia más hondo porvenir la aurora de ese día, era dar buen ejemplo en contra. La razón de doña Blanca salía siempre triunfante de cada laberinto de reflexiones en que D. Fadrique se abismaba.

Había un mal moral que pedía remedio. Hasta aquí iba D. Fadrique de acuerdo con la idea de doña Blanca. ¿Era el remedio peor que el mal? El remedio era duro; pero D. Fadrique comprendía que no era peor que la enfermedad, y que era menester aplicarle no habiendo otro.

El remedio podía aplicarse de dos maneras. O casando a Clarita con D. Casimiro, y esto era fácil, o haciéndola tomar el velo. Esto segundo, a pesar de lo mundano, impío y anti-religioso que era D. Fadrique, le parecía mil veces mejor. Comprendía, no obstante, que para que Clarita entrase en un convento sin saber ella por qué, era necesario que alguien le infundiese la vocación. Tal trabajo no podía tomarle su madre. Sólo el padre Jacinto podría persuadir a Clarita a que se retirase al claustro.

Para un hombre lleno del espíritu del siglo XVIII, alimentado con la lectura de los enciclopedistas, creyente en Dios, pero hablando siempre de la naturaleza, no hay que exponer aquí cuán horrible aparecía el sacrificio de la hermosura, de la vida, del brío juvenil, sintiendo ya sin duda fervorosamente el amor y reclamándole, en aras de un sentimiento misterioso, de un objeto, a su ver, impalpable y hasta incomprensible. Al Comendador se le antojaba esto una nefanda monstruosidad; pero la prefería a ver, a imaginar a Clara entre los secos brazos de D. Casimiro; y en su orgullo de hidalgo y en su afán de no verse él mismo mentiroso y fullero y de no pensar menos noblemente que una mujer fanática y desatinada, lo prefería todo a que Clarita se alzase en su día con los bienes de D. Valentín.

El punto final de las meditaciones de D. Fadrique era siempre el mismo, por cuantas sendas y rodeos tratase de llegar a él. No quería a Clara poseedora de lo que le constaba que no era suyo; no la quería mujer de D. Casimiro; no la quería monja tampoco, y no quería dar escándalo ni amargar la vida de D. Valentín con afrentoso desengaño. Era, pues, indispensable que él fuese el libertador, el rescatador de Clarita.

A pesar de tener preocupado el ánimo con estas cosas, el Comendador ejercía tanto dominio sobre sí que nada dejaba notar.

Paseaba con Lucía por las huertas o charlaba con ella y procuraba esquivar sus preguntas inquisitoriales.

El Campo, N.º 8, 16 de marzo de 1877

Así transcurrieron ocho días. Durante ellos se informó el Comendador, con el mayor secreto y diligencia, del valor exacto de todos los bienes de D. Valentín. Pasaban de cuatro millones de reales.

Bastante se apesadumbró, no debemos ocultarlo, de que D. Valentín hubiese llegado a ser tan rico. El Comendador tenía poquísimo más capital, sumando el valor de algunas finquillas que había comprado cerca de Villabermeja, y lo que tenía en varias casas de banca en la Gran Bretaña y en Madrid. Su decisión, a pesar de la pesadumbre, fue firme, con todo.

El Comendador sabía y estimaba cuánto vale el dinero. La vanidad de haberle adquirido diestra y honradamente le daba para él mayor hechizo. Pero ¿en qué mejor podía emplearse el caudal, la ganancia y el ahorro de toda una vida activa, el fruto del brío, del trabajo y del ingenio, que en salvar a un ser tan querido y que tan digno era de serlo?

Suponiéndose ya el Comendador despojado de cuatro millones, se miraba reducido a la triste condición de un hidalgo labriego, que o tendría que salir otra vez a buscar fortuna o tendría que acomodarse a vivir mal y humildemente en Villabermeja. Esto no le arredró.

Eliminadas, pues, varias soluciones, el problema quedó claro y sencillo. La única dificultad que había que vencer era la de pasar a poder de D. Casimiro, de modo tan natural, que apartase toda sospecha, una suma de cuatro millones, y hacer valer y constar, como era justo, este sacrificio cerca de doña Blanca, para que la terrible señora reconociese a su hija por libre de toda obligación y por apta para recibir, en su día, los bienes todos de D. Valentín, como devolución y no como herencia.




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- XIX -

La familia de Solís continuaba incomunicada con sus vecinos.

Sólo entraban en aquella casa D. Casimiro y el fraile. Este, a pesar de sus consejos, había sabido ingeniarse, volver a la gracia y recobrar la confianza de aquella adusta señora. No es tan llano desechar a un director espiritual, a quien se tiene por santo o poco menos, aunque este director nos contraríe, y sobre todo haga cosas opuestas a nuestro modo de pensar. La mayor falta del padre Jacinto, lo que apenas acertaba a explicarse doña Blanca, era que aquel virtuoso varón, aquel hijo de Santo Domingo de Guzmán fuese tan íntimo amigo de un hombre a quien debía más bien llevar a la hoguera, si los tiempos no estuviesen tan pervertidos y la cristiandad tan relajada.

Doña Blanca no se calló sobre este punto, y varias veces manifestó al fraile su extrañeza, pero el fraile le contestaba:

-Hija mía, piensa lo que se te antoje. Yo no quiero calentarme la cabeza explicándotelo. Bástete saber que yo tengo a D. Fadrique por muy amigo, aunque incrédulo, como él me tiene por muy amigo, aunque fraile. Cavilando en ello me asusto y prefiero no cavilar. No quiero dar por seguro que haya en las almas humanas algo que, a pesar de la radical oposición de creencias, sea lazo de unión amistosa y constante y fundamento de alta estimación mutua.

-Vaya si hace V. bien en no cavilar -contestaba doña Blanca-. No cavile V., no venga a caer en herejía al cabo de sus años, fantaseando algo más esencial, más sublime que la creencia religiosa.

-No caeré en herejía -replicaba el fraile, que ya hemos dicho que era muy desvergonzado-: no caeré en herejía cuando tú no caíste. Nunca mi amistad será más inexplicable que lo fue tu amor.

Con esto doña Blanca exhalaba un suspiro que tenía su poco de bufido, y se amansaba y se callaba.

Por lo demás, el padre Jacinto era leal y no abusó de su derecho de hablar en secreto con Clarita para excitarla en contra de la boda con D. Casimiro.

Sólo una noticia se atrevió a dar a Clarita por instigación de D. Fadrique: que D. Carlos, amonestado por el Comendador, se había vuelto a Sevilla con sus padres.

De esta suerte Clarita hubo de tranquilizarse y no sobresaltarse de no ver a D. Carlos por la mañana en la iglesia. A quien vio varias veces, casi en el mismo lugar en que D. Carlos se colocaba, fue al Comendador, cuya maldad su madre le había ponderado, y que ella se inclinaba irresistiblemente a creer bueno.

El Comendador, como en desagravio de haber tenido olvidada tantos años aquella prenda de su amor, no se contentaba con disponerse a hacer por ella un gran sacrificio, sino que ansiaba verla y admirarla, aunque fuese a distancia.

Así iban lentamente los sucesos, cuando una mañana, en que Doña Antonia había tenido una de sus jaquecas y no se hallaba con gana de salir, Lucía fue a paseo sola con el Comendador. Ambos llegaron a la fuente o nacimiento del río que ya conocemos. Sentados a la sombra del sauce, oyendo el murmullo del agua, hablaron de las estrellas, de las flores, de mil diversas materias, hacia donde el tío procuraba llevar la atención de su sobrina para distraerla de su curiosidad sobre los asuntos de Clara.

Lucía, no llegando a distraerse lo bastante, dijo por último:

-Tío, V. va a hacer de mí una sabia. A veces me habla V. del sol y de lo grande que es y de cómo atrae a los planetas y cometas; y a veces me describe los abismos del cielo, y me señala las más hermosas estrellas, y me declara sus nombres y la inmensa distancia a que están de nosotros, y el tiempo que tardan los rayos alados de su luz en herir nuestras pupilas. Todo esto me deleita y pasma, haciéndome concebir más adecuado concepto del infinito poder de Dios. También me ha explicado V. misterios extraños de las flores, y esto me ha interesado más, infundiéndome en el alma superior idea de la bondad y sabiduría del Altísimo. Pero, desechando el disimulo, recelo que V. no me instruye tanto sino para no responder a mis preguntas sobre sus proyectos de V. acerca de Clarita. Tal sospecha, lo confieso, me quita las ganas de oír las lecciones de V., que de otro modo me entusiasmarían; tal sospecha disminuye el valor de dichas lecciones, que se me figuran interesadas y maliciosas: más que medio de enseñarme, me parecen medio de embaucarme.

-La malicia la pones tú, sobrina -respondió el Comendador-. Yo procedo con la mayor sencillez. Cuanto hay que saber de Clarita lo sabes mejor que yo. ¿Qué puedo añadir a lo que tú sabes?

-Oiga V., tío, aunque niña, no soy tan fácil de engañar. Aquí hay varios puntos oscuros, inexplicables, y yo no sosiego hasta que todo me lo explico.

-Pues ya estás aviada, hija mía, si no te sosiegas hasta que halles la explicación de todo. Condenada estás a desasosiego perpetuo.

-No confundamos las especies. Yo me aquieto sin explicación sobre muchos puntos en que usted, por desgracia, no se aquieta. No hablo de eso. Hablo de materias más llanas y más al alcance de mi inteligencia. En estas requiero explicación, y sin explicación no hay reposo. ¿Qué diablo de palabra enrevesada fue aquélla de que se valió V. el otro día para significar una suposición que se forja uno para explicar las cosas, y que se da por cierta, cuando las explica?

-Esa palabra es hipótesis.

-Pues bien; yo no hago más que forjar hipótesis a ver si me explico ciertas cosas. ¿Quiere usted que le exponga alguna de mis hipótesis?

-Exponla.

El Comendador respondió aparentando serena indiferencia al dar aquel permiso; pero se puso colorado, y tuvo miedo de que Lucía, por arte mágica o poco menos, hubiese adivinado el lazo que unía a Clara con él.

Lucía, prevaliéndose del permiso y animada con lo poco de turbación que en su tío advirtió, expuso así una de sus hipótesis:

-Pues, señor, yo me cegué al principio por exceso de vanidad. Pensé que el cariño de tío que V. me tiene le llevaba, para complacerme, a mirar con interés a Clori y a Mirtilo, y a procurar el buen fin de sus amores. Ya he variado de opinión. Ya la hipótesis es otra. El interés de V. es demasiado para ser de reflejo. Noto también que es muy desigual; menos que mediano por Mirtilo; inmenso por Clori. ¡Ay tío, tío! ¿Si querrá V. jugar una mala pasada al pobre zagal? Todo se sabe. Pues qué, ¿cree V. que no ha llegado a mí noticia que se ha hecho V. devoto (¡ojalá fuese de buena ley la devoción!) y que toditas las mañanas de madrugada va V. a la iglesia Mayor a misa primera?

-Sobrina, no disparates -interrumpió el Comendador.

-Yo no disparato. Hallo extraña, para explicada sólo por una simpatía cualquiera, esa devoción de V., y recelo que la santita que se la infunde ha cautivado a V. con más dulces cadenas que las de la piedad.

-Te repito que no disparates -volvió a decir el Comendador poniéndose muy serio-. Confieso que es difícil de explicar el extraordinario cariño que Clarita me infunde. Aseguro, no obstante, por mi honor, que nada tiene de lo que tú imaginas. Si me quieres tú un poco, y si me respetas, te suplico, y si crees que puedo mandarte, te mando que apartes de ti ese pensamiento. Yo quiero a Clarita, aunque entre ella y yo no median los vínculos de la sangre, del mismo modo que te quiero a ti, que eres mi sobrina: con amor casi paternal, con el amor que es propio de los viejos.

-¡Pero si V. no es viejo, tío!

-Pues aunque no lo sea. No amo a Clarita de otro modo. Y si esto sigue pareciéndote raro, no caviles ni busques más hipótesis para explicártelo satisfactoriamente.

-Está bien, tío. Suspenderé mis tareas de forjar hipótesis.

-Eso es lo más prudente.

-Ya que no valen las hipótesis, ¿vale hacer preguntas?

-Hazlas.

-¿Persiste V. en favorecer los amores de Mirtilo?

-Persisto y persistiré mientras Clara crea yo que le ama.

-¿Espera V. triunfar de la tenacidad de doña Blanca e impedir la boda con D. Casimiro?

-Lo espero, aunque es difícil.

-¿Me atreveré a preguntar de qué medios va usted a valerse para vencer esa dificultad?

-Atrévete: pero yo me atreveré también a decirte que esos medios no tienes tú para qué saberlos. Confía en mí.

-Aunque V., tío, está tan misterioso conmigo, que todo se lo calla, voy a portarme con generosidad: voy a revelar a V. mis secretos. Sé que D. Carlos de Atienza le escribe a V. También a mí me ha escrito. Pero V. no ha hecho lo que yo. Usted no ha puesto al pobre desterrado en comunicación con Clara; yo sí. Yo he escrito a Clara tres cartas nada menos, y a fuerzas de súplicas he logrado que el padre Jacinto se las entregue. En mis cartas copio a Clara algunos parrafitos de los que me ha escrito D. Carlos.

-Ese secreto le sabía en parte. El padre Jacinto me había dicho que había entregado tus cartas.

-Pues, ¿vaya que no sabe V. otra cosa?

-¿Qué?

-Que Clara me ha contestado. La contestación vino ayer por el aire, como la carta primera que juntos leímos.

-¿Tienes ahí la nueva carta?

-Sí, tío.

-¿Quieres leerla?

-No lo merece V.; pero yo soy tan buena que la leeré.

Lucía sacó un papel de su seno.

Antes de leer, dijo:

-En verdad, tío, esto me pone muy cuidadosa y sobresaltada. Clara, en los días que lleva de soledad, ha cambiado mucho. ¡Hay en su carta tan singular exaltación, tan profunda tristeza, tan amargos pensamientos!...

-Lee, lee -dijo el Comendador con viva emoción. Lucía leyó como sigue:

El Campo, N.º 8, 16 de marzo de 1877

«Amada Lucía: Mil gracias por todo cuanto estás haciendo por mí. Sería yo desleal si te ocultase nada de lo que siento. Ni al padre Jacinto me he confiado hasta ahora; pero a ti todo te lo confío. En mí sé pasa algo de extraño, que no acierto a entender. Quiero aún a don Carlos. Y, no obstante, conozco que no debo darle esperanzas, que no debo casarme con él nunca; que me toca obedecer a mi madre, la cual anhela mi boda con don Casimiro. Pero lo singular es que ha entrado en mi alma, en estos días, un sentimiento tan hondo de humildad, que hasta de D. Casimiro me hallo indigna. A solas conmigo he penetrado en el fondo de mi conciencia y me he perdido allí en abismos tenebrosos. Cuando mi madre, que es buena y me ama, encuentra en mí no sé qué levadura, no sé qué germen de perversión, no sé qué mancha más negra del pecado original que en las demás criaturas, razón tendrá mi madre. Sí, Lucía; quizás en este pecho mío, en apariencia tranquilo, bajo la inocencia y superficial sencillez de mis pocos años, van adquiriendo ya ser y vida vehementes y malas pasiones, como nido de víboras bajo apiñadas rosas. Lo conozco: mi madre tiembla por mí; recela de mi porvenir y tiene razón. Yo me examino, me estudio y me asusto. Descubro en mí la propensión, difícil de resistir, a todo lo malo. Veo mi maldad nativa y mi inclinación al pecado por instinto. ¿Cómo comprender de otra suerte que yo, educada con tanto recogimiento y en tan santa ignorancia de las cosas del mundo, haya tenido la diabólica malicia de ponerme en relaciones con D. Carlos, de hacerle creer que le amaba, mirándole sólo (figúrate con qué perversidad le miraría), y de atraerle hasta aquí obligándole a que me siguiera, y todo con tan infernal disimulo que mi madre nada sabe? Todavía, si es posible, hay en mí algo peor. Lo noto, lo percibo y no sé, ni quiero, ni me atrevo a examinarlo. Lo que sí te declararé es que para mí el mundo ha de ser más peligroso que para otras mujeres, por naturaleza mejores. Lo que no hay en mí por naturaleza debo pedirlo por gracia al cielo. En él cifro mi esperanza. Procede, pues, que yo me aparte del mundo y busque el favor del cielo. Ya sabes tú cuánto he repugnado hasta aquí entrar en religión. No me juzgaba merecedora de ser esposa de Cristo. En esto no he variado, sino para juzgarme aún menos merecedora. En lo que sí he variado es en reconocer que por mala que sea una persona jamás debe desesperar de la bondad de Dios. Su divina majestad, si hago una vida santa, si me arrepiento, si me mortifico durante el noviciado, me dará fuerzas y merecimientos después para tomar el velo, sin que sea insolente audacia tomarle. Nada he dicho aún a nadie de esta reciente resolución; pero estoy decidida. Hablaré de esto al padre Jacinto para que él hable a mi madre, la convenza de que me conviene y quiero ser monja, y en vista de mi resolución desengañe a D. Casimiro. Desengaña tú, desde luego, al infeliz D. Carlos. No te niego que le he querido, que le quiero aún; pero no se lo digas. Dile que quiero a otro, que en mi corazón hay un inmenso vacío, donde reinan pavorosas tinieblas. No basta D. Carlos a llenar ni a iluminar este vacío, y si Dios no le llena y le ilumina me moriré de miedo, y lo menos doloroso que ocurrirá será que le llene mi perturbada imaginación con espectros horribles que surgen de mi atribulada conciencia. Adiós».



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