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- XX -

La lectura de escrito tan melancólico aguó el contento del paseo del Comendador y de su sobrina. Apenas se hablaron ya hasta volver a casa.

Aquella crisis repentina del alma de Clara puso a don Fadrique taciturno.

Las ideas que acudían a su mente no eran para reveladas a su sobrina.

Pensaba el Comendador que el perpetuo roce del espíritu de doña Blanca con el de su hija, que la presión que ejercía en aquella joven de diez y seis años el severo y atrabiliario carácter de su madre, y que los terrores de que había cargado su conciencia, tenían a la pobre Clara en un estado de ánimo no muy distante del delirio. La carta a Lucía era la señal alarmante que Clara daba de aquel estado.

El Comendador, empero, aunque lleno de zozobra, decidió no intervenir aún en nada. La resolución de la crisis podía ser favorable si él no intervenía. Su intervención podía hacerla más peligrosa.

La sinceridad de Clara era evidente. De súbito, sin que el Padre Jacinto, ni nadie, se lo inspirase, había cambiado de propósito y se hallaba resuelta a ser monja. Harto se comprende que para las creencias del Comendador esta resolución era funesta: pero en virtud de esta resolución era casi seguro que D. Casimiro sería despedido. Iba a eliminarse un obstáculo; iba a descartarse un adversario.

Don Fadrique determinó, pues, aguardar con calma, sin dejar de estar a la mira.

Al mismo Padre Jacinto no le insinuó ningún aviso que pudiera servirle de regla de conducta. Se fió, por completo, de su buen natural, y le dejó seguir libremente sus propias inspiraciones.

La prudencia del Comendador se vio coronada del éxito al cabo de pocos días.

Doña Blanca, persuadida de que la súbita vocación de su hija era sincera y profunda, tuvo con D. Casimiro una conversación muy afectuosa y grave, y le dio sus pasaportes.

El Padre Jacinto ponderó el fervor de Clara y animó a doña Blanca para que a la mayor brevedad la dejase entrar de novicia en un convento de carmelitas descalzas que en la ciudad había.

Don Valentín se avino a todo sin chistar.

Clarita hubiera, pues, entrado en seguida en el convento, como lo deseaba y lo pedía: pero la crisis de su alma había influido poderosamente sobre su hermoso cuerpo. Sus ojeras eran más oscuras y extensas que de ordinario: había adelgazado mucho; la palidez de su rostro hubiera inspirado miedo, si su rostro no hubiera sido tan hermoso; su distracción y su embebecimiento parecían a veces más propios de un ser del otro mundo que de una criatura de este; y en su andar vacilante y en el brillo momentáneo de sus ojos, seguido siempre del prolongado adormecimiento de tan divinas luces, había como un mal agüero, como un anuncio fatídico, que no pudo menos de perturbar la férrea conciencia de doña Blanca, de doblegar bastante su inflexibilidad, y de aterrarla por último.

Las causas del cambio de Clara eran vagas y confusas: pero doña Blanca reconocía que de su modo de educar a Clara, de su involuntario y tenaz prurito de mortificarla y asustarla con los peligros del mundo y con su propia condición de pecadora, y de aquel duro yugo que desde la infancia había hecho pesar sobre la conciencia de su infeliz hija, provenía en gran parte la situación en que se hallaba. El motivo, o mejor dicho, la ocasión de exacerbarse el mal y de aparecer de repente con tan medrosos síntomas era para todos un misterio. Esto no obstaba para que doña Blanca empezase a temer que pudiera caer sobre ella el crimen de infanticidio por esquivar el delito de hurto.

Doña Blanca procedió, pues, con inusitada blandura y exquisita prudencia, pero sin desmentir su carácter y sin faltar a su más importante propósito.

No contenta con estar persuadida de la firme resolución que tenía Clara de tomar el velo, hízola prometer que profesaría. Y esto de suerte que la promesa no pareció arrancada por instigación de doña Blanca, sino a su despecho. Así se aseguraba doña Blanca de que su hija, renunciando al mundo, renunciaría a los bienes de D. Valentín, y no podría trasmitirlos a nadie.

Pero doña Blanca no quería matar a su hija. Atormentábase previamente con el remordimiento de que fuera al claustro desesperada y herida de muerte. Deseaba verla profesar, pero alegre, lozana, llena de vida: no apareciendo como una víctima, sino con el deleite, el gozo y la satisfacción de una esposa que vuela a los brazos de su gallardo y feliz prometido.

A fin de lograr que las cosas fueran así, doña Blanca puso a un lado su constante severidad: empezó a tratar a Clara hasta con mimo: y, anhelante de que recobrase la alegría y la salud, rompió el entredicho; abrió las puertas de su casa para Lucía, y consintió en que Clara volviese a salir con ella de paseo, aun a pesar del Comendador.

Doña Blanca, no obstante, antes de dar este permiso, preparó a su hija en contra de D. Fadrique, pintándosele como un monstruo de impiedad y de infamia, y recomendándole mucho que hablase con él lo menos posible.

Doña Blanca, entre tanto, se propuso seguir encastillada en su caserón, sin ver a nadie más que al Padre Jacinto, y a Lucía, si acaso.




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- XXI -

El Campo, N.º 9, 1 de abril de 1877

El destino de D. Casimiro es el más extraño y caprichoso entre los de cuantos personajes figuran en esta historia. En el tejido de su vida había puesto él un orden envidiable, y gastado poquísimo. Así es que, por más que D. Casimiro distase mucho de ser un águila en nada, había atinado a darse tan buena traza, con economía y juicio, que era un señor acaudalado para lo que entonces se usaba en Villabermeja. Esto se lo debía a sí mismo, y de ello podía estar con razón y estaba orgulloso. Lo que debió a la casualidad, a un conjunto de hechos para él inexplicables, fue el momentáneo encumbramiento a novio de su linda y rica sobrina la señorita doña Clara.

Con 56 años de edad, no pocos padecimientos y la facha que ya hemos descrito, D. Casimiro mismo, a pesar de su amor propio, que no era flojo, había hallado, allá en el centro de su conciencia, un si es no es inverosímil que le quisiesen casar con aquel pimpollo. El amor propio, no obstante, es ingeniosísimo, estando casi siempre su ingenio en razón inversa del ingenio de las personas; por donde D. Casimiro imaginó pronto que en su alma había de haber tan escondidos tesoros de bondad y de belleza, y que en sus modales y porte habían de transcender tal distinción hidalga y tal elegancia ingénita, que, descubierto todo por los ojos zahoríes de doña Blanca, bastó y sobró para que ella ansiase tener a D. Casimiro por yerno. Don Casimiro, pues, desde que empezó a ser novio de Clara, se puso más orondo y satisfecho que antes.

Terrible fue el desengaño cuando doña Blanca le despidió. El enojo interior de D. Casimiro no fue menos terrible; pero él era encogido y muy torpe para expresarse; doña Blanca hablaba bien y con autoridad e imperio, y el Sr. D. Casimiro se tragó su enojo, y recibió los pasaportes, hecho manso cordero.

Como sucede a todas las personas débiles y soberbias a la par, la ira de D. Casimiro se fue aglomerando después y poco a poco en el corazón, cuando se detuvo a considerar el chasco que se le daba y el desaire grandísimo que se le hacía.

Cierto que el rival por quien Clara le dejaba era Dios mismo; pero D. Casimiro no se aplacaba con esto.

-¿Si querrá ser monja -decía- para no casarse conmigo? Valiera más haberlo pensado con tiempo y no ponerme en ridículo ahora. Sin duda que para mí es menos cruel que me deje por tan santo motivo que no que me deje para casarse con otro mortal. Yo no hubiera consentido esto último. Nos hubieran oído los sordos. Yo hubiera tenido un lance con mi rival. Pero ¿contra Dios qué he de hacer?

Don Casimiro se consolaba algo con la imposibilidad de tener un lance con Dios, y hasta con la obligación piadosa en que se veía de resignarse.

Su encono contra doña Blanca y contra Clarita no se mitigaba, a pesar de todo. No había quedado perro ni gato, en diez leguas a la redonda, a quien D. Casimiro no hubiera dado parte de su ventura. Ahora, su caída y su desventura debían de ser e iban siendo no menos sonadas, y por desgracia harto más aplaudidas.

La vanidad del hidalgo bermejino recibía desaforados golpes. Pero ¿cómo vengarse?

-La venganza es el placer de los dioses -exclamaba a sus solas el dichoso hidalgo-; pero decididamente yo no soy un dios. ¿Qué me conviene hacer? Es refrán frailuno, y muy discreto, que la injuria que no ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada. Disimulemos, pues. También hay otro refrán que reza: cachaza y mala intención. Sigamos lo que prescriben dichos refranes. Lo primero que me importa es dejar ver que no me afligen los desdenes de Clarita. Si ella no me quiere, otra que vale tanto como ella, más que ella, estoy seguro de que me querrá. Voy a volver a pretender a Nicolasa. No es rica, pero es mejor moza que Clarita.

Sin desistir, por consiguiente, de vengarse, si se presentaba ocasión cómoda para ello, D. Casimiro resolvió enamorar estrepitosamente a Nicolasa, esperando que así daría picón a la futura carmelita, o probaría al menos que tenía por amiga una mujer de mucho mérito.

Nicolasa, en efecto, lo era. Hija del tío Gorico y de su primera mujer, alcanzaba fama en casi toda la provincia por su singular hermosura, discreción y rumbo. Caballeros, ricos hacendados y hasta usías o señores de título, menos comunes entonces que ahora, habían suspirado en balde por Nicolasa, la cual, con modesta dignidad, había respondido siempre en prosa aquello que dice en verso cierta dama de una antigua comedia nada menos que al Rey:


Para vuestra dama, mucho;
para vuestra esposa, poco.



Nicolasa excitaba y provocaba con sus risas, con sus ojeadas lánguidas y con su libertad y desenvoltura. Los hombres se prendaban de ella, la perseguían y se llenaban de esperanzas; pero, no bien querían propasarse para que se lograsen, Nicolasa se revestía de gravedad y entono, propios de la mejor heroína de Calderón, hablaba de la inestimable joya de su castidad y limpísima honra, y ponía a raya todo atrevimiento, todo desmán y todo propósito amoroso algo positivo que no llevasen por delante al padre cura.

Nicolasa había heredado de su madre ciertas prendas que valen más que los bienes de fortuna, porque los conservan, si los hay, y suelen proporcionarlos, si no los hay. Tenía don de mando y don de gentes, extraordinaria energía de voluntad y perseverancia en sus planes. Se había propuesto o ser una señorona principal o quedarse para vestir imágenes, y, sirviéndole esto de pauta, ajustaba a ella todos los actos de su vida.

Aunque el tío Gorico había contraído segundas nupcias, y Nicolasa tuvo madrastra en vez de madre, casi desde la infancia, lejos de contribuir esto a que se criase con menos mimo, había ocasionado lo contrario. La madre de Nicolasa había sido tremenda, dominante, feroz; una doña Blanca a lo rústico; mientras que Juana, la segunda mujer del tío Gorico, era la propia dulzura, sometida siempre a su marido, quien a su vez no hacía más que lo que a Nicolasa se le ocurría. Nicolasa lo podía y mandaba todo en casa de su padre, menos impedir que el tío Gorico dejase de beber bebida blanca.

Los preliminares amorosos de Nicolasa, que estaba entre los 20 y los 30 años de su edad, habían sido ya innumerables. Todos sus amores habían muerto al nacer. A los pretendientes encopetados los había Nicolasa despedido, apelando al cura. A los pretendientes de su clase, los había desdeñado cuando ya llegaban a lo serio y hablaban del cura ellos mismos.

Nicolasa, no obstante, como todas las mujeres frías, pensadoras y traviesas, había sabido retener en sus redes, en este crepúsculo de amor, que califican de platónico, a varios suspiradores perpetuos, de los que llaman en Italia patitos. Uno, sobre todo, pudiera servir de ejemplo portentoso por su pertinacia, resignación y fervor en las incesantes adoraciones. Tal era el hijo del maestro herrador, Tomasuelo.

Desde los 17 hasta los 25 años que ya tenía, estaba como en cautiverio agri-dulce. Jamás Nicolasa le dijo que le amaba de amor, y jamás le quitó la esperanza de que tal vez un día podría amarle. En cambio, le declaraba de continuo que le amaba más de amistad que a ningún otro ser humano; y cuando le declaraba esto, se le veía al chico hasta la última muela, sentía una beatitud soberana, y daba por bien empleados sus, para otras cosas, inútiles y perennes suspiros.

Y no se crea que Tomasuelo era canijo, ruin y tonto. Tomasuelo era listo, despejado y fuerte; el mozo más guapo del lugar; pero Nicolasa le había hechizado. Con un rayo de luz de sus ojos podía darle una dosis de aparente bienaventuranza que le durase una semana. Con una palabra sola podía hacerle llorar como si fuese un niño de cuatro años.

Las cadenas, en que Tomasuelo gemía y gozaba a la vez de verse cautivo, estaban suavizadas para el mozo, y en cierto modo justificadas para el público, con notable habilidad y profundo instinto. Tomasuelo podía entrar cuando se le antojase en casa del tío Gorico, ver a Nicolasa, requebrarla, mirarla con amor, acompañarla cuando salía; en suma, servirla y cuidarla, sin que nadie fuese osado a censurar lo más mínimo. Aunque entre Nicolasa y el hijo del herrador no había el más remoto grado de parentesco, Nicolasa había preconizado a Tomasuelo por su hermano. Dios naturalmente no le había dado objeto en quien poner amor fraternal; pero ella, que sentía con viveza y hondura este amor, se proporcionó a Tomasuelo para consagrársele. Con frases sencillas y con ánimo imperturbable, Nicolasa explicaba de esta manera sus extrañas relaciones con Tomasuelo; y, como Tomasuelo hacía gala de su adoración espiritual y se lamentaba resignado de no ser querido de otra suerte, todos en el lugar, lejos de censurar, se maravillaban de aquel purísimo y angélico lazo que estrechaba así dos almas.

Cuanto pretendiente se acercaba a Nicolasa era respetado por Tomasuelo, quien no le ponía el menor estorbo, durante los preliminares y coqueteos; pero, si más tarde se extralimitaba y dejaba ver que venía con mal fin, ya podía temer el enojo y las pesadas manos de aquel hermano adoptivo, celoso de la honra de su familia. Asimismo, Tomasuelo se ponía zahareño y poco agradable en su trato con todo aquel rival que por cualquier causa era despedido definitivamente y seguía importunando.

Don Casimiro había estado, antes del noviazgo con Clara, en un largo período de coqueteo con Nicolasa, la cual, con exquisita circunspección, había sabido ir templando y moderando la máquina de los efectos, a fin de no precipitar al hidalgo en declaraciones y demostraciones tales, que no tuviesen ya más salida que la de ponerle en la disyuntiva de prometer boda o de abandonar la empresa. Gracias a esta conducta, que pasa de hábil y raya en primorosa, D. Casimiro no había sido despedido; sus amores con Nicolasa habían sido como aurora, como amanecer poético de un día, que no llegó por haberse interpuesto el compromiso con Clarita. Roto ya este compromiso, don Casimiro pudo volver, previo el perdón de su inconsecuencia, pedido con humildad y concedido magnánimamente, al mismo punto en que lo había dejado: al amanecer, a la aurora.

Las cosas estaban dispuestas con tal arte que, en lugar de escamarse un pretendiente con Tomasuelo, lo primero que tenía que hacer era como impetrar el beneplácito de aquel espiritual hermano, tan celoso, vigilante e interesado en el bien de su hermanita. Don Casimiro obtuvo la confianza y venia de Tomasuelo, y lo consideró buena señal.

Abandonada la ciudad, y vuelto D. Casimiro a sus reales de Villabermeja, se puso a galantear a Nicolasa con la imprudencia y el ímpetu del despechado. Ella era harto discreta para no conocer que entonces o nunca: que la fortuna le presentaba el copete y que importaba asirle. Don Casimiro buscaba en Nicolasa refugio y compensación contra el desdén de Clarita. Don Casimiro estaba en su poder.

El Campo, N.º 9, 1 de abril de 1877

Nicolasa provocó la declaración seria y definitiva. Hecha esta, planteó los dos términos del fatal dilema: o promesa formal de casamiento, o despedida y nuevas calabazas ruidosas. Don Casimiro no pudo resistir y prometió casarse.

Espantoso día de prueba fue aquel en que supo este triunfo el platónico Tomasuelo. Hasta entonces no había tenido rival que fuese más dichoso que él. Ya le tenía. La amargura de los celos le acibaró el corazón: las lágrimas brotaron en abundancia de sus ojos.

Cuando vio a solas a Nicolasa, con los ojos encarnados de llorar y con voz trémula, le dijo:

-¿Con que cedes al amor de D. Casimiro? ¿Con que vas a casarte? ¿Con que me matas?

-Calla, tontito mío -contestó ella-. ¿A qué vienen esas quejas? ¿Te he engañado yo jamás?

-No; no me has engañado.

-¿Querías que dejase pasar tan buena proporción de ser señora principal y millonaria? ¿Tan mal me quieres, egoísta?

-No porque te quiero mal, sino porque te quiero a manta, lo siento y lo lloro.

Y Tomasuelo lloraba en efecto.

-Anda, no llores, majadero. ¡Si vieses qué feo te pones! ¿Quién ha visto llorar a un hombrón como un castillo?

-Pero, ¡si no puedo remediarlo!

-Sí puedes; haz un esfuerzo, ten valor y sosiégate. Ten en cuenta que, de aquí adelante, no sólo hallarás en mí a una hermana, sino a una madrina y a una protectora muy pudiente.

-Y a mí ¿qué se me da de todo eso? Nada. Lo que yo codiciaba era tu cariño.

-¿Y no lo tienes como antes, ingrato? Pues qué, ¿los buenos hermanitos dejan de amarse, aunque se case uno de ellos?

-No seas tramoyona, no me aturrulles. Ya sabes tú que la ley que yo te tengo no puede sufrir...

-Vamos, vamos; déjate de niñerías. ¿Quién crees tú que ocupa y llena el lugar más bonito, principal y escondido de mi corazón? Tú. Mi alma es tuya. Te la di toda con el amor que en ella se cría; con afecto de hermana. ¿Qué sombra puede hacerte que sea yo la mujer legítima de D. Casimiro? ¿Por eso hemos de dejar de querernos como hasta aquí, más que hasta aquí? Nos querremos cuanto tú quieras y cuanto sea posible quererse, sin ofender a Dios. ¿Supongo que tú no querrás ofender a Dios? Contesta.

-No, mujer: ¿cómo he de querer yo ofender a Dios? Pues qué, ¿no soy buen cristiano?

-Lo eres. Es una de las partes que más aprecio en ti. Por eso confío en que pienses que voy a ser esposa de otro y no desees nada. Sólo el deseo es ya pecado. Acuérdate de los mandamientos.

-Oye, ¿y está en mi poder no desear?

-Sí. Cállate; no digas nada a nadie, ni a ti mismo, cuando desees, y el silencio matará el deseo.

-Me matará a mí antes.

Tomasuelo lloró más fuerte que nunca. Las lágrimas caían a modo de lluvia, acompañadas por tempestad de sollozos.

-¡Por vida de los hombres endebles! -exclamó Nicolasa-. ¿Qué locura es esta? Cálmate por Dios y ten pecho ancho.

Nicolasa, con suma blandura, enjugó las lágrimas del mozo con el propio pañuelo de ella; luego le dio tres o cuatro palmaditas en el grueso y robusto cogote; luego le hizo unas cuantas muecas como remedando la desconsolada cara que ponía; y, por último, le pegó un afectuoso y archi-familiar tirón de las narices.

Tomasuelo no supo resistir a tanto favor y regalo. Como rayos de sol entre nubes, la alegría y la satisfacción aparecieron en sus ojos a través de las lágrimas. La boca de Tomasuelo se abrió, enseñando la blanca, completa y sana dentadura. No pudo sonreír, porque se quedó boqui-abierto y como traspuesto.

Nicolasa entonces repitió los cogotazos; añadió, al tirón de las narices, unos cuantos tirones de las orejas, y Tomasuelo pensó que se le llevaban al paraíso y que era el más feliz de los mortales.

En esta situación de ánimo convino en que Nicolasa debía casarse con D. Casimiro; en que él debía seguir siendo su hermano, sin pensar o sin decir al menos que pensaba en otra cosa; y concibió con claridad, más que por el discurso y las razones, por los blandos cogotazos y por los tirones de orejas, toda la suavidad, hechizo, consistencia y deleite del amor espiritual que a Nicolasa le ligaba.

Así venció Nicolasa los obstáculos todos y aseguró su proyectada boda con D. Casimiro.

La fama difundió al punto la noticia por toda Villabermeja: salvó luego su término y la llevó a la ciudad, y a los oídos del Comendador, de su familia y de los señores de Solís.

El Comendador había sido visitado por D. Casimiro y le había pagado la visita. No se habían hallado en casa y no se habían visto. La frialdad de sus relaciones no hacía necesario más frecuente trato.

No bien supo el Comendador el resuelto proyecto de boda entre D. Casimiro y Nicolasa, fue a Villabermeja, visitó a la chacha Ramoncica y tuvo una larga conferencia con ella, de cuyo objeto se enterará más tarde el curioso lector. Después de esto se volvió a la ciudad don Fadrique.




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- XXII -

Clara había vuelto a salir de paseo con Lucía y acompañada del Comendador y de doña Antonia, pero Clara estaba cambiada.

Su palidez y su debilidad eran para inspirar serios temores. Su distracción continua asustaba también al Comendador. Cuando éste le dirigía la palabra, Clara se estremecía como si la sacasen de un sueño, como si cortasen el vuelo remontado de su espíritu y le hiciesen caer de pronto del cielo a la tierra, a modo de pajarillo herido por el plomo allá en lo sumo del aire.

A pesar de la benignidad y dulce condición de Clara, D. Fadrique advertía con pena que aquella linda criatura esquivaba su conversación; casi no le respondía sino con monosílabos, y hasta procuraba que él no le hablase.

Con Lucía era Clara más expansiva, y Lucía seguía siéndolo siempre con el Comendador. Por medio, pues, de Lucía penetraba aún el Comendador en el espíritu de aquel ser querido y comunicaba algo con él.

Las nuevas que Lucía le daba eran en sustancia siempre las mismas, si bien más inquietantes cada vez.

-No lo comprendo, tío -decía Lucía-; pero a veces me doy a cavilar que a Clara le han dado un bebedizo. ¡Tiene unos terrores tan inmotivados! ¡Siente unos remordimientos tan fuera de razón!... No sé qué sea ello. Doña Blanca le ha puesto tan feroces escrúpulos en el alma, le ha hecho recelar tanto de su apasionada natural condición... que la infeliz se cree un monstruo y es un ángel. Tal vez imagina que la persiguen las furias del infierno, los enemigos del alma, una legión entera de diablos, y entonces no se considera en salvo sino acogiéndose al pie del altar. Es menester que avisemos a D. Carlos que venga pronto, a ver si liberta a Clara de este género de locura.

El Comendador y Lucía escribieron con la misma fecha a D. Carlos de Atienza, participándole la novedad de la despedida de D. Casimiro, de la resolución de Clara de retirarse a un convento y del estado poco satisfactorio de su salud. Don Carlos partió desatentado de Sevilla y estuvo en la ciudad a poco.

Con el mismo recato y disimulo de siempre D. Carlos volvió a ver a Clara en los paseos que esta daba con Lucía; pero la delicada salud de Clara le llenó de desconsuelo. Y más aún, si cabe, le atormentó y afligió el ver a Clara esquiva, tímida como nunca, apartándose de él y no queriendo apenas hablarle, aunque mirándole a veces con involuntarias amorosas miradas, que se conocía que ella dejaba escapar a su despecho, y con las cuales, más que amor, reclamaba piedad, conmiseración y hasta perdón por su inconsecuencia de dejarle, de haber alentado sus esperanzas y de matarlas ahora entrando en el claustro.

La desesperación de D. Carlos de Atienza llegó a su colmo. Con no poca amargura echaba la culpa de todo al Comendador.

-Para esto -decía- me obligó V. a que me ausentase. En esto han parado las promesas de arreglarlo todo en menos de un mes: en que Clara se me esté muriendo, y en que además haya dejado de amarme y quiera ser monja; en que acabe por tomar el velo... y luego la mortaja. Pero yo me moriré también. Yo no quiero sobrevivir. Me mataré, si no me muero.

El Comendador no sabía qué responder a tales quejas. Procuraba consolar a D. Carlos, que le juzgaba indiferente y extraño; que ignoraba que él tenía mayor necesidad de consuelo.

Iba D. Fadrique a buscarle en el padre Jacinto. Iba asimismo a buscar en él alguna luz sobre aquel misterio: pero ¡caso extraño!, el padre Jacinto, todo franqueza y jovialidad antes, se había vuelto muy grave, muy misterioso y muy callado.

Don Fadrique entrevía, no obstante, que el padre Jacinto aprobaba la resolución de Clara de ser monja. Esto le ponía fuera de sí, y a veces estaba a punto de romper con el padre Jacinto y de mirarle como a amigo desleal o como a fanático sin entrañas.

Con todo, en medio de sus tribulaciones el Comendador se reportaba y no perdía la calma. Había tomado sus medidas. Su conducta estaba prescrita y determinada con firmeza, y aguardaba sereno el resultado.

Este no tardó mucho en venir.

Era muy de mañana, cuando trajo mi criado desde Villabermeja una carta para D. Fadrique. Don Fadrique la leyó rápidamente, estando en la cama aún. Se levantó a escape, se vistió y se fue al convento de Santo Domingo en busca de su maestro.

El Padre acababa de levantarse y recibió a D. Fadrique en su celda. Sentados ambos, como en la otra celda de Villabermeja, hablaron de este modo.




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- XXIII -

-Padre Jacinto -dijo el Comendador con aire de jubiloso triunfo-; Clara es libre ya. No es menester que se case con D. Casimiro ni que sea monja.

-¿Cómo es eso, hijo mío?

-He dado por ella una suma igual a todo el caudal de D. Valentín.

-¿A quién?

-A D. Casimiro.

-¿Y con qué razón? ¿Con qué pretexto ha podido aceptarla?

-La ha aceptado con una razón que promete callar; por un motivo secreto.

-¡Válgame Dios, hijo mío! ¡Qué delirio! ¡Qué sacrificio inútil! Y dime... ese motivo secreto... ¡Confiar así a D. Casimiro la honra de una familia ilustre!...

-Yo no le he confiado nada.

-¿Pues de qué medio te has valido?

-De una mentira; pero mentira indispensable y con la cual nadie pierde.

-¿Puedo saber esa mentira?

-Todo lo va V. a saber.

El padre prestó la mayor atención. Don Fadrique prosiguió diciendo:

-De sobra sabe V. que Paca, la primera mujer del tío Gorico, fue una mala pécora.

-Es evidente. Dios la haya perdonado.

-La buena reputación de Paca no tiene nada que perder.

-Absolutamente nada.

-Pues bien. Hay la feliz coincidencia de que Nicolasa nació pocos meses después de mi ida de Villabermeja, cuando estuve allí de vuelta de la Habana.

-¿Y qué?

El Campo, N.º 9, 1 de abril de 1877

-He hecho creer primero a la chacha Ramoncica, con el mayor sigilo, que Nicolasa es hija mía. Le he dicho que un deber imperioso de conciencia me obliga a dotarla, ahora que ella se va a casar. La chacha entiende poco de números. Se ha espantado, no obstante, de la enorme cantidad que yo quería dar por dote; pero la he echado de espléndido y me he supuesto más rico de lo que soy. A las observaciones que la chacha me ha hecho, he respondido que mi resolución era irrevocable. He persuadido, por último, a la chacha de que no conviene que Nicolasa sepa los lazos que a ella me unen y que es más delicado y honesto que lo sepa sólo el sujeto que va a ser su marido. He logrado, pues, que la chacha se encargue de persuadir a D. Casimiro a que tome lo que libre, aunque misteriosamente, quiero dar y doy a su futura. No creo que la chacha haya tenido que hacer grandes gastos de elocuencia para convencer a D. Casimiro de que debe aceptar. Don Casimiro me ha escrito esta carta, donde me dice que acepta, me colma de elogios por mi generosidad, y me promete callar el motivo de la donación que le hago, y la misma donación, hasta donde sea posible.

El padre Jacinto leyó la carta que le entregó D. Fadrique. Luego sacó éste del bolsillo un paquete de papeles. Le puso sobre la mesa y dijo:

-Aquí están los papeles todos que se requieren para formalizar la donación, la cual deseo que se lleve a feliz término por medio de usted. Este es el poder más amplio, otorgado ante un escribano de esta ciudad, para que V. disponga, venda, enajene y haga lo que convenga con todo cuanto me pertenece. Estas son las cartas a los banqueros que tienen fondos míos, poniéndolos todos a la orden de usted. Esta, por último, es la lista, inventario, cuenta o como quiera llamarse, de lo que en poder de dichos banqueros tengo hasta ahora; y esta otra es la cuenta de lo que valen los bienes de D. Valentín, justipreciados por peritos. Escasamente llegará lo mío a cubrir el importe de lo que disfruta dicho señor; pero usted sabe que poseo algunas finquillas, y, si fuere menester, supliré la falta. Querido maestro, V. va a ser ejecutor fiel y pronto de mi decidida voluntad, de la cual pretendo que dé usted noticia y testimonio a doña Blanca, exigiéndole en cambio de mi parte la libertad de mi hija. Y digo exigiéndole la libertad de mi hija, porque si no le da libertad, si no procura quitarle de la cabeza tanto insano delirio, si no determina curarla de la mortal enfermedad de alma y de cuerpo, que su orgullo, su fanatismo y sus remordimientos, mil veces más odiosos que el pecado, han hecho nacer, yo me he de vengar, dando el más insolente escándalo que se ha dado jamás en el mundo. Espero que aceptará V. gustoso mi encargo.

-Le acepto -respondió el padre-; mas no sin condiciones. Yo no he de ser el instrumento de tu ruina, si tu ruina es inútil.

-¿Y por qué inútil?

-Porque Clara, a mi ver, no desistirá ya de tomar el velo.

-¿Cómo que no desistirá? Sobre Clara pesa el yugo férreo de su madre. Quitémosle ese yugo, y Clara volverá a vivir, y volverá a amar a su gallardo estudiante, y se casará con él, y será dichosa.

-Lo dudo.

-Yo no lo dudo. Lo que no me explico es cómo se ha vuelto V. tan tétrico.

-Me parece que es ya tarde -dijo el padre Jacinto, suspirando.

-Voto al mismo Satanás -replicó D. Fadrique-, no es tarde aún, si la dicha es buena. Vaya V. hoy mismo a ver a doña Blanca. Infórmela de todo. Convénzala de que es libre Clara; de que los bienes que de D. Valentín ha de heredar están ya pagados. Sepa doña Blanca que yo rescato misteriosamente a nuestra hija. Sepa también que si no admite ella el rescate, romperé todo freno; lo diré todo; seré capaz de una villanía; la deshonraré en público; leeré a D. Valentín cartas que aún de ella conservo; haré doscientas mil barbaridades.

-Vamos, hombre, modérate. En seguida iré a hablar con doña Blanca. Ella es madrugadora. Estará ya de punta y me recibirá. Aguárdame en tu casa, y allá acudiré a referirte mi entrevista.

-En casa aguardaré a V. Apresúrese, Padre, porque estoy devorado por la impaciencia.

Dicho esto, el fraile y D. Fadrique se levantaron y salieron juntos de la celda a la calle, por la cual caminaron en silencio, hasta que el uno entró en casa de su hermano y el otro en casa de doña Blanca Roldán.

Dando paseos por su estancia, despidiendo desabridamente a la curiosa Lucía, que asomó la rubia cabeza a la puerta, y preguntó, como de costumbre, qué había de nuevo, y lleno todo de agitación, esperó D. Fadrique más de hora y media.

El fraile llegó al cabo: pero, antes de que abriese los labios, columbró D. Fadrique, en lo melancólico que venía, que era portador de malas nuevas.

No bien entrado el fraile, cerró la puerta con llave el Comendador, para que nadie viniese a interrumpirlos, y en voz baja dijo, mientras él y su maestro tomaban asiento:

-Cuente V. lo que ha pasado. No me oculte nada.

-Hablaré en resumen porque ha sido larga la discusión. Doña Blanca ha celebrado tu generosidad. Dice que no atina a comprender cómo un impío es capaz de acción tan noble. Supone que es obra del orgullo; pero al fin la celebra. Mas no por eso te excita a que consumes el sacrificio. Afirma que será inútil, y te ruega que no le hagas. Doña Blanca considera que su hija tiene hoy una verdadera vocación; que Dios la llama a ser su esposa; que Dios la quiere apartar de los peligros del mundo; que Dios quiere salvarla; y que ella no puede, sin gravísima culpa, retraer ahora a su hija de tan santos propósitos.

-¡Hipocresía! ¡Refinamiento de maldad! -interrumpió D. Fadrique-. ¿Y V. no la ha amenazado con mi venganza? ¿No le ha dicho V. que estoy determinado a todo; que le arrancaré la máscara; que se acordará de mí; que la burla que de mí hace no quedará sin afrentoso castigo?

-Se lo he dicho todo; pero doña Blanca ha contestado que, si bien te cree un hombre sin religión, todavía te tiene por caballero, y que no teme de ti esas villanas e infames acciones con que en tu rabia la amenazas. Añade, no obstante, que, aun cuando se engañase, aun cuando tú te olvidases de la honra y te vengases así, lo sufriría todo antes de disuadir a su hija contra lo que la conciencia le dicta.

-Esa mujer está loca, Padre Jacinto. Esa mujer está loca, y creo que su locura es contagiosa; que a Clara y a V. los tiene ya enloquecidos, y que falta poco para que yo también lo esté. Pero, lo juro por mi honor, por Dios, por lo más sagrado; mi locura será de muy diversa índole. Soñará con mi locura. Pues qué, ¿imagina que soy yo un segundo D. Valentín? ¿Piensa que me someteré a sus monstruosos caprichos? ¿Entiende que soy necio y que voy a creer lo que a ella se le antoje hacerme creer? Clara tiene trastornada la cabeza y por eso quiere ser monja de repente. ¿Qué vocación ha de tener cuando me consta que estaba, que está aún, enamorada de ese muchacho rondeño, con quien podría ser felicísima? Aquí hay algún misterio abominable. Algo se ha hecho para infundir el delirio en Clara y perturbar su natural despejo. Yo ni puedo, ni quiero, ni debo consentir extravagancias tan criminales. ¿No comprende esa mujer de Satanás que la educación que ha dado a su hija, que esos terrores que le ha infundido son como un veneno? ¿Quiere saciar el odio que me tiene asesinando a su hija, porque también es mi hija?

-Comendador, ten sangre fría; mira que te engañas. Mira que Clara no siente hoy la vocación religiosa por causa de su madre.

-Me importa poco que sea hoy o ayer cuando su madre le ha dado la ponzoña. El corazón me dice que las rarezas, que los extravíos de Clara provienen del tormento espiritual que le está dando su madre desde que la niña tiene uso de razón. Esto es menester que acabe. Si Clara, cuando esté en completa tranquilidad y serenidad de espíritu, sanos su cuerpo y su alma, persiste en ser monja, que lo sea; yo no me opondré. Mi sacrificio habrá sido inútil. No exhalaré una queja. Que disfrute de todos mis bienes D. Casimiro. Pero mientras Clara esté enferma, casi fuera de sí, con una especie de fiebre continua, no he de sufrir que se tome ese estado febril por éxtasis místico, y esos ataques nerviosos por llamamientos del cielo. Es mi hija, voto a quince mil demonios, y no quiero que me la maten. Ahora mismo voy a ver a doña Blanca. Romperé la consigna para entrar. Romperé la cabeza a quien quiera oponerse a mi entrada. Si no la veo y la hablo, estallo como una bomba. No me detenga V., Padre Jacinto. Déjeme V. salir.

El Comendador había abierto la puerta, se había puesto el sombrero, y forcejeaba por salir con el Padre Jacinto, que procuraba detenerle.

-Quien está desatinado eres tú -decía el Padre-. ¿A dónde vas? ¿No calculas el escándalo de lo que te propones hacer?

-Déjeme V., Padre. Yo no calculo nada.

-Esto es una perdición. Dios te ha dejado de su mano. Oye cuatro palabras con reposo y haz luego lo que quieras. Carezco de fuerzas para detenerte.

El padre Jacinto cedió en su resistencia y el Comendador se paró a escucharle.

-Quieres ver a doña Blanca, y la verás, pero con menos peligro de lances y de escándalo. Pasado mañana va D. Valentín a la casería con el aperador, a vender unas tinajas de vino. Entonces podrás ver y hablar a doña Blanca. Para evitar mayores males, te llevaré yo mismo. Yo entretendré a Clara a fin de que hables a solas con doña Blanca y le digas cuanto tienes que decirle. Ya ves a lo que me allano. Ya ves a lo que me comprometo. Vas a sorprender desagradablemente a doña Blanca con tu inesperada visita. Vuestra conversación va a tener algo de un duelo a muerte; mas prefiero intervenir en él, ser cómplice en el delito de vuestro espantoso diálogo, a que sucedan cosas peores. Por las ánimas benditas, Comendador; aguarda hasta pasado mañana. Vendrás conmigo. Verás a doña Blanca. Por la amistad que me tienes; por la pasión y muerte de Cristo te suplico que te calmes para entonces, y trates de que sea lo menos cruel posible la entrevista que te voy a procurar.

El Comendador cedió a todo y agradeció al Padre Jacinto los consejos que le daba y la protección que le ofrecía.




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- XXIV -

El Campo, N.º 10, 15 de abril de 1877

Con febril impaciencia aguardó D. Fadrique el plazo que el Padre le había pedido.

No hay plazo que no se cumpla, y dicho plazo se cumplió al cabo. Cumpliéronse también los pronósticos del Padre. Don Valentín salió aquel día muy de mañana con el aperador para ir a la casería, de donde no pensaba volver hasta la noche.

El Comendador, que lo espiaba todo, se preparó para la entrevista prometida. El padre Jacinto no se hizo aguardar mucho tiempo y vino a buscarle.

Reconociendo que lo menos peligroso, lo menos ocasionado a males, era que se viesen ambos cómplices, por si lograban entenderse y convenir en algo acerca de la hermosa Clarita, no quiso el Padre hablar con doña Blanca y proponerle una conferencia con el Comendador. Tenía por seguro que se negaría, y que, ya sobre aviso, le haría más difícil, casi imposible, el hacer entrar al Comendador hasta donde ella estuviese. Así, pues, se resolvió por la sorpresa. Sabía las costumbres de la casa; sabía las horas de todo, y todo lo dispuso con sencillez y habilidad.

Antes de las diez de la mañana, una hora después del almuerzo, Clara se retiraba a su cuarto, y doña Blanca se quedaba sola en la sala donde estaba de diario.

El Padre se puso en marcha en punto de las diez, llevando al Comendador en pos de sí. Entraron en el zaguán, y el Padre dio dos aldabonazos.

La voz de una criada gritó desde arriba:

-¿Quién es?

-Ave María purísima. Gente de paz -contestó el padre.

La moza, que reconoció la voz, tiró del cordel, desde un balcón del piso principal, que daba al patio. Con este cordel se abría la puerta, sin bajar la escalera.

La puerta se abrió, y entraron el Comendador y el fraile, sin que los viese nadie, ni la misma criada que les había abierto, pues entre el patio, adonde daba el balcón en que se hallaba la criada, y la puerta de la calle, había otro zaguán, del cual arrancaba la escalera principal o de los señores.

No bien entró el padre Jacinto con su compañero, cerró de nuevo la puerta, y dijo en alta voz:

-Dios te guarde, muchacha.

-Dios guarde a su merced -contestó ella.

Entonces el Comendador y su guía subieron rápidamente la escalera. Ya en la antesala, donde tampoco había un alma, dijo el fraile a D. Fadrique señalándole una puerta:

-Allí está doña Blanca. Entra... háblale: pero ten juicio.

Don Fadrique, con ánimo decidido, con verdadero denuedo, se dirigió a la puerta señalada, entró, y la volvió a cerrar.

No bien desapareció D. Fadrique, llegó la criada:

-¡Hola! -dijo el padre Jacinto-. ¿Está doña Blanca sola?

-Sí, padre. ¿No entra su merced a verla?

-No; más tarde. Déjala tranquila. No entres ahora que estará ocupada en sus negocios. No la distraigamos. ¿Está Clarita en su cuarto?

-Sí, padre.

-Ea, vete a tus quehaceres, que yo voy a ver a Clarita.

Y en efecto, el padre Jacinto y la criada se fueron por su lado cada uno.

Entre tanto, D. Fadrique se hallaba ya en presencia de doña Blanca, sorprendida, pasmada, enojada de tan imprevisto atrevimiento. Sentada en un sillón de brazos, había levantado la cabeza al sonar el pestillo y la puerta que se abría, había visto que la volvía a cerrar quien había entrado, había reconocido al punto al Comendador, y aun casi inmóvil, silenciosa, le miraba de hito en hito, sospechaba si estaría soñando, y apenas si se atrevía a dar crédito a sus ojos.

El Comendador se adelantó lentamente dos o tres pasos.

No saludó de palabra: no pronunció una sola: no hallaba, sin duda, fórmula de saludo que no disonase en aquella ocasión: pero con el gesto, con el ademán, con la expresión de toda su fisonomía, mostraba que era un caballero respetuoso que pedía humildemente perdón de la astucia y de la audacia que se había visto obligado a emplear para llegar hasta allí. En su rostro se leían las disculpas que de palabra no daba. Si atropellaba respetos, lo hacía con razón suficiente. A par de estas cosas, se leía asimismo en el rostro varonil del Comendador la firme resolución de no salir de allí hasta que se le oyese.

El Campo, N.º 10, 15 de abril de 1877

Doña Blanca se hizo al punto cargo de todo esto. Conocía tan bien a aquel hombre, que no necesitaba a veces oírle hablar para penetrar sus intenciones y sus sentimientos. Doña Blanca comprendió que lo menos malo era oírle: que no podía echarle, sin exponerse a dar el mayor de los escándalos. No quiso, sin embargo, aparecer desde luego resignada. Se alzó de su asiento, y antes de que el Comendador hablase, le dijo:

-Váyase V., D. Fadrique: váyase V. ¿Qué palabras, qué explicaciones pueden mediar entre nosotros que no produzcan una tempestad, sobre todo si nos hablamos sin testigos? ¿Para qué me busca V.? ¿Para qué me provoca? No podemos hablarnos, apenas si podemos mirarnos sin herirnos de muerte. ¿Es V. tan cruel que desea matarme?

-Señora -contestó el Comendador-: si no creyese que cumplo un deber imperioso viniendo hasta aquí, no hubiera venido. Cuando penetro furtivamente en esta sala, es porque tengo razones suficientes para ello.

-¿Qué razones alega V. para venir a turbar mi reposo?

-El interés que me inspira un ser a quien me une estrechísimo lazo.

-Muy disimulado, muy oculto ha tenido V. ese interés durante diez y seis años. No se ha acordado V. de ese ser hasta que por casualidad ha tropezado con él en su camino. Ha sido menester que salga V. de paseo con una sobrina suya, y que esta sobrina tenga una amiga, y que esta amiga vaya con ella, para que el amor paternal, que vivía latente y ni siquiera sospechado allá en las profundidades de su magnánimo corazón, se revele de pronto y dé gallarda y briosa muestra de sí. Si el acaso no nos hubiese traído a vivir en la misma población, o si Clara no hubiese sido amiga de Lucía, aunque en la misma población viviésemos, su interés de V., su amor paternal, sus deberes imperiosos, confiéselo V., dormirían tranquilos en el fondo de esa envidiable y harto cómoda conciencia.

-Justo es que me moteje V. No debo defenderme. Confieso mi culpa. Voy, con todo, a tratar de explicarla y de atenuarla. Yo no podía sospechar que al lado de V., bajo el amparo de una madre cariñosa, corriese mi hija ningún peligro, hallase motivo para ser desventurada.

-Su desventura no proviene de mí solamente. Su desventura proviene del pecado en que fue concebida, y del cual ni V. ni yo, que somos los pecadores, podemos salvarla ni redimirla.

-Ella no es responsable, nadie es responsable de faltas que no comete. Esa transmisión es un absurdo. Es una blasfemia contra la soberana justicia y la bondad del Eterno.

-No llevemos la conversación por ese camino, señor D. Fadrique. Si a V. le parece blasfemia lo que yo creo, impiedad y blasfemia me parece a mí cuanto V. dice y piensa. ¿A qué, pues, hablar conmigo de Dios? Deje V. a Dios tranquilo, si por dicha cree en él, allá a su modo. La desventura de mi hija, llámela V. fatal, llámela como guste, procede de su nacimiento. Pues qué, ¿no ha reconocido V. mismo esa desventura, al querer librar de ella a mi hija, haciendo un gran sacrificio, que yo le agradezco, pero que juzgo ya inútil?

-Alguna verdad hay en lo que V. dice. Yo reconozco que Clara, sin culpa, estaba condenada por la suerte o a sacrificarse o a ser una usurpadora indigna.

-Estamos de acuerdo, salvo que donde V. dice por la suerte digo yo por el pecado, y no por el pecado de ella, sino por el pecado de otros. Esto es inicuo para V. que no acata los inescrutables designios de la Providencia. Esto es sólo misterioso para mí. Por eso es lo mejor no tocar tales cuestiones. Hablemos de aquello en que convenimos. Convenimos en que Clara estaba, sin culpa suya, condenada a una pena.

-Convenimos: pero convenga V. también en que yo la he libertado.

-Si la ha libertado V. habrá sido por una serie de casos fortuitos: porque vio V. a Clara y la reconoció; porque Clara es bonita, ya que, si hubiera sido fea, no se hubiera V. entusiasmado tanto, ni la vanidad de padre hubiera provocado con ímpetu el amor de padre; y porque en suma tiene V. bastante dinero que dar y halla usted un hidalgo con bastante poca vergüenza para tomarle sin motivo justificado.

-A mi vez suplico yo también a V. que no entremos en cuestiones inútiles. Yo no he venido aquí a discretear ni a filosofar.

-Yo no discreteo ni filosofo. Digo lo que es cierto. El pecado no fue un acaso: no fue algo independiente de nuestro libre albedrío. El que usted haya encontrado a Clara, el que ella sea bonita, por donde juzga V. que no debe casarse con D. Casimiro ni ser monja, y el que tenga V. más de cuatro millones, no son cosas que de su voluntad de V. han dependido. Para V. son casuales, aunque por Dios estuviesen previstas y preparadas como lo está cuanto ocurre en el universo.

-Vamos, señora, no apure V. mi paciencia. Tan casual será todo eso, como el haber yo encontrado a V. en Lima, el que fuese V. bonita, y el que yo no fuese un monstruo de feo. Lo que no fue casual, sino voluntario, fue la caída: pero tampoco es casual, sino voluntario el rescate. Será casual, no dependerá de mi voluntad, el tener cuatro millones: pero es voluntario, es mi voluntad misma el darlos. Clara, no por casualidad, sino por un acto libre, está ya rescatada del cautiverio, al cual, según V. juzga, y no sin razón, se hallaba sometida por otro acto, que no supongo que considere V. más voluntario, más reflexionado, más meditado y más deliberado con perfecta claridad en la conciencia.

Hasta este punto el diálogo había sido de pie. Doña Blanca ni se sentaba ni ofrecía asiento al Comendador. Este, después de un momento de pausa, porque doña Blanca no respondió al punto a su último razonamiento, dijo con serenidad:

-Mire V., señora: yo no quiero que disertemos, ni que divaguemos. Tengo, no obstante, mucho que hablar; y para que la conferencia sea breve, importa proceder sin desorden. El desorden no se evita sino con la comodidad y el reposo. ¿No le parece a V., pues, que sería bueno que nos sentásemos?

Doña Blanca siguió silenciosa, lanzó una mirada al Comendador, entre iracunda y despreciativa, y se dejó caer de nuevo en el sillón, como aplanada. Entonces se sentó el Comendador en una silla, y prosiguió hablando.

-Mi resolución -dijo- es irrevocable. Sea por lo que sea; por un capricho, porque Clara es bonita, porque he tropezado con ella casualmente en mi camino, por lo que a V. se le antoje, yo la he rescatado. Todo lo que herede ella por muerte de su marido de V., lo gozará ya, con años de anticipación, el que debiera heredarle, si Clara no viviese. Viva, pues, Clara. Vengo a pedir a V. su vida.

-A lo que viene V. es a insultarme. ¿Mato yo acaso a Clara?

-Lejos de mí el propósito de insultar a V. Sin querer, podría V. acaso matar a Clara, y esto es lo que vengo a evitar. Para ello estoy resuelto a apelar a todos los medios.

-¿Me amenaza usted?

-No amenazo. Declaro mi pensamiento sin rebozo.

-¿Y qué me toca hacer, según V., para evitar que Clara muera?

-Disuadirla de que sea monja.

-Eso es imposible. Yo no creo que entrar monja sea morir, sino seguir la mejor vida.

-Ya he dicho que no discuto, ni trato de teologías con V. Concedo, pues, que la vida del claustro es la mejor vida: pero es cuando hay vocación para seguirla: cuando no se va al claustro desesperada, casi loca, llena de desatinados terrores.

-Vuelvo a repetir a V. que me deje, señor D. Fadrique. ¿Para qué hablar? Nos atormentaremos y no nos entenderemos. Usted llama terrores desatinados al santo temor de Dios, desesperación al menosprecio del mundo, y locura a la humildad cristiana y al recelo de caer en tentación y de faltar a los deberes. Usted considera muerte la vida que en este mundo se asemeja más al vivir de los ángeles. ¿Cómo, pues, hemos de entendernos? Usted me honra más de lo que merezco, pensando que me acusa, al suponer que yo he inspirado a mi hija tales ideas y tales sentimientos.

-Por amor del cielo, mi señora doña Blanca: yo no sé por quién conjurar a V., en nombre de quién suplicarle, que no involucre las cosas, que no me oiga con prevención, que atienda al bien de su hija, y que no dude de que yo vengo aquí, la molesto con mi presencia y la mortifico con mis palabras, sin prevención también y sólo por el deseo de ese bien impulsado. ¿Cómo he de condenar yo el santo temor de Dios, el menosprecio del mundo, si es razonable, y la humildad cristiana, que nos lleva a desconfiar de nuestra flaca y pecadora naturaleza? Lo que yo condeno es el delirio. Concedería que Clara tomase el velo aun cuando no le tomase después de pensarlo reflexivamente; aun cuando lo tomase por un rapto fervoroso de devoción: pero lo que no concedo, lo que no consiento es que le tome en un arrebato de desesperación. Sería un suicidio abominable y sacrílego.

-¿Y de dónde infiere V. que Clara está desesperada? ¿Quién se lo ha dicho a V.? ¿Qué motivos tiene ella para desesperarse?

-Nadie me lo ha dicho. Basta mirar a Clara para conocerlo. Usted misma lo conoce. No disimule V. que lo conoce. Si no temiese V. hasta por su vida corporal, ¿no hubiera ya dejado que entrase en el convento? Al darle ahora la libertad que le da, ¿no lo hace V. excitada por el deseo de que su salud se mejore? En cuanto a los motivos de su desesperación, concretamente yo los ignoro; pero los percibo de cierta manera confusa. Usted la ha hecho dudar de sí más de lo que debiera: sin prever un resultado tan funesto, ha infundido V. en su espíritu que está predestinada a pecar si no busca asilo al pie de los altares. En suma, V. la ha envenenado con tal desconfianza, que ella, al sentir los latidos de su corazón juvenil y la lozanía de la vida en su verde primavera, al ver el fuego, si puro, ardiente de sus ojos, al oír la voz de la naturaleza que la incita a que ame, al soñar acaso con lícitas venturas, logradas en este mundo al lado de un ser de su misma humana condición, se ha figurado que era presa de impuras pasiones, se ha creído perseguida por los monstruos del infierno, y para no ser ella un monstruo, ha querido refugiarse en el santuario.

-Demos que todo eso sea exacto -replicó imperturbable doña Blanca-. Demos que los hechos son los mismos para V. y para mí. La diferencia subsistirá siempre en la manera de apreciarlos. Si Clara se va al claustro, no ya por puro amor de Dios, sino por temor de ofenderle, por considerarse sobrado frágil para resistir las tempestades del mundo y por miedo de sí misma y del infierno, Clara, a mi ver, no desatina: Clara procede con recto juicio y consumada prudencia. Los motivos de su vocación para la vida religiosa, si no son los más elevados, son buenos. Lejos de mí el tratar de disuadirla, aunque pudiese. A fin de que goce Clara una efímera e incierta dicha en la tierra, no he de oponerme yo a que tome el camino que más derechamente pueda llevarla al cielo. No por dar gusto a V. he de aconsejar yo a Clara, cuando la nave de su vida va a entrar ya en el puerto segurísimo y abrigado, que vuelva la proa y que se engolfe en el piélago borrascoso, donde puede zozobrar y hundirse con eterno hundimiento.

-Sí -interrumpió el Comendador, harto ya-: lo mejor es que se muera para que se salve.

-¿Y cómo negarlo? -respondió fuera de sí doña Blanca-. Más vale morir que pecar. Si ha de vivir para ser pecadora, para su eterna condenación, para su vergüenza y su oprobio, que muera. ¡Llévatela, Dios mío! Así me hubiera muerto yo. ¡Cuánto más me valiera no haber nacido!

-Los mismos furores de siempre. Está V. como atormentada de un espíritu maligno. Yo me lo sabía. Yo tengo la culpa de todo. Yo hubiera debido robar a mi hija de la casa de V., y criarla conmigo, y hacerla dichosa, y darle mi nombre.

-Bendito sea Dios porque no ha sido así. ¡Criada mi hija por un impío! ¿Qué hubiera sido de ella? ¡Debe de ser repugnante una mujer sin religión!

-No sé lo que será una mujer sin religión, ni hubiera sido mi propósito que mi hija no la tuviera. Lo que sé es que una mujer exaltada por el fanatismo religioso puede hacerse insufrible.

El Campo, N.º 10, 15 de abril de 1877

-¡Qué feliz sería yo si tal hubiera aparecido a los ojos de V. desde el principio! ¡Cuántos males se hubieran evitado! Pero V. pensaba entonces de otra manera, y me persiguió con constancia, me pretendió con terquedad, y no hubo medio de seducción, ni mentira, ni engaño, ni blandura de regaladas palabras, ni encarecimiento de amante que muere de amor, ni promesa de darme toda el alma, que V. no emplease para vencer mi honrado desvío. Llegó V. a alucinarme hasta el extremo de anhelar yo perderme por salvar a V. ¡Aquél sí que fue delirio! ¿Pues no llegué a soñar con que cayendo yo, iba a ganar su alma de V. y a sacarla de la impiedad en que estaba sumida? ¿Pues no me desvanecí hasta el punto de creer que incurriendo con V. en el pecado, había de levantarle y traerle luego conmigo en la purificación y en la penitencia? ¿De qué artificios no se vale el demonio para envolvernos en sus redes? Yo estaba ciega. Creí ver en V. un hombre extraviado que me enamoraba, que estaba prendado de mí, a quien por amor mío iba yo a cautivar el alma, haciéndola capaz de más altos amores. No advertí que ni siquiera era V. capaz del bajo y criminal amor de la tierra. Usted buscaba sólo la satisfacción de un capricho, un goce fácil, un triunfo de amor propio. Usted creyó que, una vez vencido mi desvío, que después de un instante de pasión y de abandono, todo sería paz: todo lo olvidaría yo por V., para que V. me hallase siempre sumisa, alegre, con la risa en los labios. Usted imaginó que yo iba a matar en mi alma todo remordimiento, toda vergüenza, toda idea del deber a que había faltado, todo temor de Dios, todo respeto a mi honra, todo sentimiento amargo de su pérdida, todo miedo a las penas del infierno, todo aguijón en la conciencia. Se equivocó V., y por eso le parecí insufrible. Era usted dueño de mi alma; pero, así como en tierra de valientes y generosos, que jamás olvidan lo que deben a su patria, sólo posee el feroz conquistador la tierra que pisa, así V. no me poseía sino cuando hasta de mí misma me olvidaba. Cuando no, me alzaba yo contra V., trataba de limpiar mi culpa con la penitencia, y luchaba siempre por libertarme. ¿Cuánto, no obstante, hubiera debido enorgullecer a V. cada una de sus victorias, aun siendo impío, sí hubiera V. acertado a comprender la grandeza sublime y tempestuosa de las grandes pasiones? Horribles eran aquellas frecuentes luchas, pero V., cuando triunfaba, triunfaba, no sólo de mí, sino de los ángeles que me asistían, de mi fe profunda, del cielo a quien yo invocaba; del principio del honor arraigado en mi alma, y de mi conciencia acusadora y severa contra mí misma. Usted, que sólo buscaba alegría y deleite, se fatigó de luchar. Así me liberté del cautiverio infame. Alabado sea Dios que lo dispuso. Alabado sea Dios que ha castigado después tan justamente mi culpa: pero, se lo confieso a usted, el castigo que más me ha dolido siempre, el que más me duele todavía, es el tener que despreciar al hombre que he amado. Ya lo sabe V. Usted me halla insufrible: yo le hallo a V. despreciable. Váyase de aquí. Salga de aquí o haré que le echen. ¿Quiere V. delatarme? ¿Quiere V. declararme culpada? Hágalo. No temo ya desventura ni humillación por grande que sea. Sépalo usted de una vez para siempre: me alegro de que Clara entre en un convento. No seré tan vil que por miedo de usted falte a mi deber inculcándole lo contrario. Ahora, márchese: salga de mi casa: déjeme tranquila.

Doña Blanca, puesta de pie otra vez, con ademán imperioso, señalando la puerta con la mano, expulsaba al Comendador. ¿Qué había de hacer, qué había de contestar este? Doña Blanca pareció frenética a los ojos del Comendador, lleno de piedad y casi de susto. Temió ser cruel y mal caballero si respondía. Guardó silencio. Vio el asunto perdido, al menos por aquel lado, y no quiso prolongar más el doble martirio.

Don Fadrique inclinó la cabeza y salió de la sala harto apesadumbrado. Apenas se vio en la antesala, bajó la escalera, abrió la puerta del zaguán, y se lanzó a la calle, respirando con delicia el ambiente, como quien se está ahogando y logra sacar la cabeza del agua en que se hallaba sumergido.




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- XXV -

A pesar de su optimista y regocijada filosofía; a pesar de su propensión natural a reír y a ver las cosas por el lado cómico, D. Fadrique estuvo todo aquel día meditabundo, callado, con una seriedad melancólica harto extraña en él.

A la hora de comer, apenas probó bocado; apenas si habló con su hermano, con su cuñada y con su sobrina, los cuales, cada uno por su estilo, le agasajaban mucho.

Don José era un señor excelente, que no hacía más que cuidar de su hacienda, jugar a la malilla en la reunión de la botica, y dar gusto a doña Antonia.

Esta señora tenía una pasta de las mejores: cuidaba de la casa con esmero, cosía y bordaba. Era buena cristiana; iba a misa todos los días y rezaba el rosario con los criados todas las noches: pero, en todo ello había algo de maquinal, de fórmula, costumbre o rutina, sin que doña Antonia se metiese en honduras religiosas. Sólo salía algo de sus casillas y mostraba cierto entusiasmo apasionado en favor de la Virgen de Araceli de Lucena (doña Antonia era lucentina) prefiriéndola a las otras Vírgenes y hallándola más milagrosa.

En cuanto a director espiritual, doña Antonia tenía a un capuchino fervoroso y elocuente, cuya fama eclipsaba entonces la del padre Jacinto, el cual, como más tibio en el predicar y en el reprender, no hacía tantas conversiones ni traía al redil tantas ovejas descarriadas como su cofrade barbudo.

Lucía tenía por confesor al padre Jacinto; y se llevaba tan bien con su madre, que las únicas discusiones que había entre ellas eran sobre los méritos de sus respectivos confesores. Por lo demás, como doña Antonia no tenía voluntad ni opinión, y de todo se le importaba lo mismo, francamente no era gran prueba de sumisión y deferencia en Lucía el no discutir nunca con su madre, salvo sobre el capuchino, y alguna que otra vez, aunque raras, acerca de la Virgen de Araceli. Lucía no era muy devota, y careciendo de otra Virgen predilecta, concedía pronto a su madre la superior excelencia de la suya.

La única causa de disidencia era, pues, el padre Jacinto, en quien Lucía hallaba superior entendimiento e ilustración: mas al cabo, como buena hija que era, y a fin de contentar a su madre, declaraba que el capuchino había reunido a un sinnúmero de malos casados, que andaban campando por sus respetos y viviendo aparte, engolfados en mil marimorenas, y había logrado que no pocos pecadores y pecadoras dejasen las malas compañías y peores tratos, e hiciesen vida ejemplar y penitente: de todo lo cual podía jactarse muchísimo menos el padre Jacinto. De donde infería Lucía que el capuchino era mejor director espiritual de los extraviados, y el padre Jacinto mejor director de los que estaban en el buen sendero o dentro del aprisco. El uno valía para vencer y reducir a la obediencia a los rebeldes; el otro para gobernar sabia y blandamente a los sumisos.

Con esto se aquietaba doña Antonia y vivía en santa y dulce paz con su hija, a quien había enseñado todas sus habilidades caseras, reconociendo la maestra, sin envidia y con júbilo, que casi siempre se le aventajaba ya la discípula. Lucía bordaba con todo primor, en blanco, en seda y en oro: hacía calados, pespuntes y vainicas como pocas; y en guisos y dulces nadie se le ponía delante que no saliera con la ceniza en la frente. Sólo resplandecía aún la superioridad de doña Antonia en las faenas de la matanza. Era un prodigio de tino en el condimentar y sazonar la masa de los chorizos, morcillas, longanizas y salchichas; en adobar el lomo para conservarle frito todo el año, y en dar su respectivo saborete, con la adecuada especiería, a las asaduras, que ya compuestas llevan siempre el nombre de pajarillas, sin duda porque alegran las pajarillas de quien las come, y a los riñones, mollejas, hígado y bazo, que se preparan de diverso modo, con clavo, pimienta y otras especies más finas, excluyendo el comino, el pimentón y el orégano.

El lector no ha de extrañar que entremos en estos pormenores. Convenía decirlos, y distraídos con la acción principal no los habíamos dicho.

El niño mayorazgo, hijo de don José y de doña Antonia, había ido, hacía poco, al Colegio de Guardias marinas de la Isla, con buenas cartas de recomendación de su señor tío.

Doña Antonia andaba siempre con las llaves de una parte a otra; ya en la repostería; ya en la despensa; ya en la bodega del aceite, ya en la del vino, ya en la del vinagre.

La casa tenía todo esto, como casa de labrador, a par que de señores; pues D. José, al trasladarse a la ciudad, había traído a ella muchos de sus frutos para venderlos con más estimación y darles más fácil salida.

Don José, cuando no hacía cuentas con el aperador, o bien oía a los caseros, que venían a verle y a informarle de todo desde las caserías, se largaba a la botica, donde había tertulia perpetua y juego por mañana, tarde y noche.

Resultaba, pues, que el Comendador, salvo a las horas de las tres comidas, y un rato de noche, cuando había tertulia, a la cual no faltaba jamás D. Carlos de Atienza, se hallaba en una grata y apacible soledad, no interrumpida sino por la rubia sobrina, la cual le buscaba siempre, preguntándole qué había de nuevo respecto a Clara.

Don José y doña Antonia, que estaban en Babia, nada sabían de los disgustos y cuidados del Comendador. Lucía los sabía a medias, distando infinito de presumir, a pesar de sus hipótesis, que Clara estaba ligada a su tío con vínculo tan natural.

Los criados de la casa y el público todo seguían desorientados en punto a D. Carlos de Atienza. Viéndole joven, elegante y lindo, que venía con frecuencia a la casa, y que cuchicheaba siempre con Lucía, supusieron con visos de fundamento que era su novio, y ya en la casa le apellidaban el novio de la señorita.

Tal era la situación de cada uno de los personajes secundarios de esta historia, cuando el Comendador, después de su entrevista con doña Blanca, se hallaba tan desazonado.

Durante la comida le colmaron de cuidados, creyéndole indispuesto. Doña Antonia supuso que tendría jaqueca y le excitó a que fuese a reposar. Don José, después de decirle lo mismo, se largó a la botica. Lucía, con más vivo interés, trató de informarse mil veces de la causa del disgusto de su tío, pero no consiguió nada.

El Comendador, a sus solas, no hacía más que pensar sobre su diálogo con doña Blanca, y concebir los más encontrados pensamientos, aunque siempre poco gratos.

Ya se le figuraba que dicha señora tenía un orgullo satánico, un genio infernal, y entonces se culpaba a sí mismo de no haberle robado a la hija; de haberla dejado en su poder para que la enloqueciera y la hiciera desgraciada. Ya imaginaba, por el contrario, que, desde su punto de vista, doña Blanca tenía razón en todo.

El Comendador entonces calificaba su persecución en pos de doña Blanca, y su victoria ulterior (que en otro tiempo había mirado como una ligereza perdonable, como una bizarría de la mocedad) de conducta inicua y malvada a todas luces, aun juzgada por su criterio moral, lleno de laxitud en ciertas materias.

El Campo, N.º 10, 15 de abril de 1877

-Por cierto que no merezco perdón -se decía D. Fadrique-. La maldita vanidad me hizo ser un infame. ¡Había tantas mujeres guapas cuando yo era mozo, a quienes cuesta tan poco otro tropiezo, una caída más o menos! ¿Por qué, pues, no siendo arrastrado por una pasión vehemente, que ni siquiera tengo esta excusa, ir a turbar la paz del alma de aquella austera señora? Tiene razón sobrada. Soy digno de que me aborrezca o me desprecie. Lo único que mitiga un tanto la enormidad de mi delito es la mala opinión que tenía yo entonces de casi todas las mujeres. No me cabía en la cabeza que ninguna pudiera (después sobre todo) tomar tan por lo serio los remordimientos, la culpa... En fin, yo no preví lo que pasó después. Si lo hubiera previsto... me hubiera guardado bien de pretender a doña Blanca. Aunque no hubiera habido otra mujer en la tierra... su corazón hubiera quedado entero para D. Valentín, sin que yo se le robara. Pero nada... ¡esta pícara costumbre de reír de todo... de no ver sino el lado malo! Me gustó... me enamoró... eso sí... yo estaba enamorado... y como creí que la gazmoñería era sal y pimienta que haría más picante y sabroso el logro de mi deseo, y que luego se disiparía, insistí, porfié, hice diabluras... sí... hice diabluras: creé dentro de su conciencia un infierno espantoso: por un liviano y fugitivo deleite dejé en su espíritu un torcedor, una horrible máquina de tormento que sin cesar le destroza el pecho, diez y siete años hace. ¡Como tengo este carácter tan jocoso!... Las cañas se volvieron lanzas. La burla fue pesada. Pero ¡Dios mío... si yo no podía sospecharlo! Aunque me lo hubieran asegurado mil y mil personas no lo hubiera creído. Lo repito, no cabía en mi cabeza. Yo no comprendía arrepentimiento tan feroz y tan persistente, simultáneo casi con el pecado. Yo no había medido toda la violencia de una pasión, que, a pesar del grito airado y fiero de la conciencia, que a despecho del sangriento azote con que el espíritu la castiga, rompe todo freno y sale vencedora. Cuando exclamaba ella casi rendida ya a mi voluntad, cayendo entre mis brazos, doblándose quebrantada al toque de mis labios, recibiendo mis besos y mis caricias, cediendo a un impulso irresistible y no obstante luchando: «¡Dios mío, mátame antes que caiga de tu gracia! ¡Prefiero morir a pecar!» cuando decía esto, que hoy ha repetido a propósito de su hija, no me inspiraba compasión, no me apartaba de mi mal propósito; antes bien era espuela con que aguijoneaba mi desbocado apetito. ¡Cuán hermosa me parecía entonces, al pronunciar, con voz entrecortada por los sollozos, aquellas palabras, a las cuales yo no prestaba sino un vago sentido poético, y en cuya verdad profunda yo no creía! Hasta la dulzura de su misma religión se maleaba y viciaba en mi mente, interpretada por mi concupiscencia, y quitaba a mis ojos todo valor a aquella desolación suya, a aquella angustia con que miraba y repugnaba la caída, sin hallar fuerzas para evitarla. Yo me atrevía a decidir que no era tan gran mal el que tenía tan fácil remedio. Yo me convertía en redentor del alma que cautivaba y en salvador del alma que perdía, parodiando la sentencia divina y diciendo en mi interior: «Levántate; estás perdonada, por lo mucho que has amado». ¡Ah, cielos! ¿Por qué ocultármelo? Procedí con villanía. Era yo tan bajo y tan vil, que no comprendí nunca el vigor, la energía de la pasión que sin merecerlo había excitado. Era yo como salvaje, que sin conocer un arma, la dispara y hiere de muerte. La grandeza y la omnipotencia del amor me eran tan desconocidas como la persistencia y el indómito poderío de una conciencia recta, que acepta el deber y le cumple, o jamás se perdona si no le cumple. ¿Será que soy un miserable? ¿Tendrán razón los frailes y los clérigos al sostener que no hay verdadera virtud sin religión verdadera?

De esta suerte se atormentaba D. Fadrique en afanoso soliloquio, en que volvía cien y cien veces a repetirse lo mismo.

El que no viniese el padre Jacinto a hablar con él inspiraba al Comendador la mayor inquietud. Varias veces se asomó al balcón de su cuarto, que daba a la calle, a ver si le veía salir de casa de doña Blanca. Varias veces salió a la calle y fue hasta el convento de Santo Domingo, aunque estaba lejos, a preguntar si el padre Jacinto había vuelto. El padre Jacinto no parecía en parte alguna.

A la caída de la tarde, estando D. Fadrique en su estancia, oyó pisadas de caballos que paraban cerca. Salió al balcón y vio apearse a D. Valentín, que volvía de la casería.

Llegó la noche y no parecía el padre Jacinto.

Don Fadrique echaba a volar su imaginación con vuelo siniestro. Hacía las suposiciones más extrañas y dolorosas. -¿Qué habrá sucedido? -se preguntaba.

A las ocho de la noche, por último, el Comendador vio aparecer al padre Jacinto bajo el dintel de la puerta de su cuarto.

Al verle, le dio un vuelco el corazón. El Padre traía la cara más grave y melancólica que había tenido en su vida.

-¿Qué es esto? ¿Qué pasa? -dijo el Comendador-. ¿Dónde ha estado V. hasta ahora?

-¿Dónde he de haber estado? En casa de doña Blanca, donde hice mal y remal en introducirte traidoramente. ¡Buena la has hecho! ¿Qué demonios te aconsejaron cuando hablabas? ¿Qué dijiste a la infeliz? ¡Vaya un berrinche que ha tomado! Está mala. ¡Dios quiera que no se ponga peor!

El Comendador se mostró consternado: se quedó mudo. El fraile añadió:

-Clarita es una santa. Allí la dejo cuidando a su madre. No sé para qué todas estas desazones. La chica está resuelta, firmemente resuelta. Todo es inútil. Bien hubiera podido evitarse tu endemoniada conversación con la madre. Tiempo es de evitar aún que te arruines a tontas y a locas.

El Comendador, recobrando el habla, respondió:

-Lo hecho, hecho está. Yo no gusto de arrepentirme. Yo no deshago mis promesas. Yo no me vuelvo atrás nunca. Lo que prometí a D. Casimiro y él ha aceptado, tiene que cumplirse. Pero, ¿qué enfermedad es esa de doña Blanca? ¿Sigue Clara poseída de su lúgubre locura? Voto a todos los demonios y condenados que hay en el infierno, que jamás hubiera yo podido soñar que iba a ser víctima de tan enrevesados sentimentalismos.

El Comendador se paseaba a largos pasos por la estancia. El Padre le miraba con pena y algo aturdido.

En esto, Lucía, que había visto entrar al padre, asomó la rubia y linda cabeza a la puerta, que había quedado entornada, y dijo con dulce ansiedad:

-Tío, ¿qué hay de nuevo?

-Nada, niña. Por Dios, déjanos en paz ahora, que vamos a tratar asuntos muy graves.

Lucía se retiró lastimada de inspirar tan poca confianza.




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- XXVI -

Cuando el Padre y el Comendador se quedaron solos de nuevo, cerró este la puerta e interrogó al Padre en voz baja sobre lo que había oído a doña Blanca; sobre lo que había hablado con Clarita; pero nada sacó en limpio.

El padre Jacinto parecía otro del que antes era. Mostrábase preocupado; buscaba evasivas para no contestar a derechas; sus misterios y reticencias daban a su interlocutor una confusa alarma.

Al fin tuvo D. Fadrique que dejar partir al fraile, sin averiguar nada más que lo que ya sabía.

Aquella noche no salió de su cuarto: no quiso ver a nadie: pretextó hallarse indispuesto para encerrarse y aislarse.

Se pasaron horas y horas, y, aunque se tendió en la cama, no pudo dormir. Mil tristes ideas le atormentaban y desvelaban.

Rendido de la fatiga, se entregó al sueño por un momento, pero tuvo visiones aterradoras.

Soñó que había asesinado a doña Blanca, y soñó que había asesinado a su hija. Ambas le perdonaban con dulzura, después de muertas: pero este perdón tan dulce le hacía más daño que las punzantes palabras que aquel día había escuchado de boca de su antigua querida. Esta y Clara se ofrecían a su imaginación, con la palidez de la muerte, con los ojos fijos y vidriosos, pero como triunfantes y serenas, subiendo lentamente por el aire, hacia la región del cielo, y entonando un antiguo himno religioso, que siempre había atacado los nervios y contrariado los sentimientos harto gentílicos del Comendador por su fúnebre ternura; por su identificación del amor y de la muerte, y por su misantrópica exaltación del ser del espíritu por cima de todo deleite, contento, esperanza, consolación o bien posible en la tierra.

Las mujeres, que iban subiendo al cielo, cantaban; y D. Fadrique oía, a través del ambiente tranquilo, los últimos versos del himno, que decían:


Mors piavit, mors sanavit
insanatum animum



Con estos dos versos en la mente se despertó D. Fadrique.

Apenas se hubo vestido, oyó que daban golpecitos a la puerta.

-¿Quién es? -preguntó.

-Soy yo, tío -dijo la dulce voz de Lucía-. Tengo que hablar con usted. ¿Puedo entrar?

-Entra -contestó el Comendador con bastante zozobra de que Lucía trajese malas noticias.

La cara de Lucía estaba demudada. Los ojos algo encarnados, como si hubiesen vertido lágrimas.

-¿Qué hay? -dijo D. Fadrique.

-Que doña Blanca está muy mala. Clara me escribe diciéndomelo, y me ruega que haga la caridad de ir a acompañarla.

-¿Y se sabe qué tiene doña Blanca?

-Yo, tío, no lo sé. El mal ha venido de súbito. La criada, que me trajo la carta de Clarita, dijo que su ama cayó enferma como herida por un rayo: que, eso es verdad, la señora estaba delicada, pero que al fin lo pasaba regular, como casi todos, cuando de repente, cual si hubiera tenido alguna aparición de los malos y hubiera peleado con ellos, cayó en tal postración, que ha sido menester ponerla en la cama, donde está aún con calentura.

Don Fadrique sintió un frío repentino, que discurría por todo su cuerpo y que hasta los huesos le penetraba. Imaginó que se le erizaban los cabellos. Se inmutó; pero con habla interior dijo para sí:

-En efecto, ¿habré sido tan brutal que la haya asesinado?

Notando después que Lucía no tenía más que decir y aguardaba respuesta, el Comendador hizo un esfuerzo para aparentar serenidad, y dijo a su sobrina.

-Ve, hija mía; ve a cumplir con ese deber de caridad y de amistad para con Clarita. Procura consolarla. ¡Ojalá que el padecimiento de doña Blanca no tenga peores consecuencias!

-Voy volando -replicó Lucía.

Y sin aguardar más, con la venia de su madre que ya tenía, bajó la escalera y se fue a la casa inmediata.




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- XXVII -

El Campo, N.º 11, 1 de mayo de 1877

La sobrina del Comendador tenía tan alegre carácter como su tío. Era, por naturaleza, tan optimista como él. Casi todo lo veía de color de rosa; pero, compasiva y buena, tomaba pesar por los males y disgustos de los otros, si bien procurando más consolarlos o remediarlos que compartirlos.

Con esta disposición de ánimo entró Lucía a ver a Clara. Apenas se vieron, se abrazaron estrechamente.

Clara, al contrario de Lucía, era melancólica, vehemente y apasionada, como su madre. Sobre esta condición del carácter, que era ingénita en ella, la educación severísima de doña Blanca, su continuo hablar de nuestra perversidad nativa, su concepto del mundo y del vivir como valle de lágrimas y tiempo de prueba, y su terror de la eterna condenación y de lo fácil que es caer en el pecado, habían difundido por toda el alma de Clara una sombra de amarga tristeza y de medrosa desconfianza. Por dicha, Clara carecía de aquel orgullo, de aquel imperio de su madre, y el lado oscuro y tenebroso de su espíritu estaba suavemente iluminado por un rayo celeste de humildad, resignación y mansedumbre.

Clara era mil veces más amante que su madre, y se abandonaba a la dulzura de amar, si bien con recelo siempre de pecar amando.

Ambas amigas se hallaban en un cuarto contiguo a la alcoba de doña Blanca.

El cuitado de D. Valentín no sabía qué hacer: andaba inquieto: bullía de un lado a otro, sin atreverse a entrar en la alcoba de su mujer para que no le despidiese a gritos, porque venía a turbar su reposo, y sin atreverse tampoco a no estar allí cerca para que su mujer no le acusase de indiferente, egoísta y desalmado, que no miraba con interés sus males y ni siquiera preguntaba por su salud. En esta perplejidad, D. Valentín entraba y salía, asomaba de vez en cuando la nariz a la alcoba, a ver si le veía doña Blanca y le decía que entrase; y, sin decidirse a entrar, mientras no alcanzaba la venia, preguntaba a Clara por su madre, ni en voz muy alta para que doña Blanca se incomodase, ni en voz muy baja para que fuera posible que doña Blanca le oyese y comprendiese que su marido cuidaba de ella y no era un hombre sin entrañas.

Este procedimiento prudentísimo no le valió sin embargo. Ya una vez, como repitiese con harta frecuencia lo de asomar la nariz a la puerta de la alcoba, doña Blanca había dicho:

-¿Qué haces ahí? ¿Vienes a molerme? Pareces un búho que me espanta con sus ojos. Déjame en paz, por Dios.

Poco después se descuidó algo D. Valentín, alzó la voz demasiado al preguntar a Clara por su madre, y esta exclamó desde la alcoba:

-¡Qué pesadilla de hombre! Se ha propuesto no dejarme descansar. ¡Si parece que está hueco! Valentín, habla bajo y no me mates.

Don Valentín salió entonces zapeado de la estancia en que se hallaban Clara y Lucía, y las dejó solas.

Aunque doña Blanca era buena cristiana, estos raptos de mal humor contra su marido se comprenden y explican como en cierto modo independientes de su voluntad. Doña Blanca no había encontrado en él ni un átomo de la poesía, ni una chispa de las sublimidades que había soñado hallar, en su inexperiencia, en el hombre a quien dio su mano, siendo aún muy niña. Luego, hacía diez y siete años, no veía ella en D. Valentín sino un hombre cuya serenidad era el perpetuo sarcasmo de las borrascas de su corazón; cuya unión con ella había hecho que lo que pudo ser un bien lícito, una felicidad santificada, fuese un pecado abominable; y cuya salud corporal parecía una burla de los achaques y padecimientos que a ella la atormentaban. Hasta la paciencia con que D. Valentín la sufría era odiosa a doña Blanca, cual si implicase bajeza, gana de no incomodarse por no molestarse, desdén o menosprecio.

En balde procuraba doña Blanca formar mejor opinión de su marido, a fin de respetarle, como reflexivamente conocía que era su deber: doña Blanca no lo lograba. Las mejores prendas de alma de D. Valentín, con intervención quizás de algún demonio astuto, se trocaban, en el alma de doña Blanca, en defectos ridículos. En balde pedía a Dios doña Blanca que le concediese, ya que no amar, estimar a su marido. Dios no la oía.

Zapeado, pues, D. Valentín, doña Blanca quedó sola en la alcoba, abismada, sin duda, en sus hondos y amargos pensamientos, y Clara y Lucía, casi al oído la una de la otra, hablaron así:

-¿Qué ha dicho el médico, Clara? ¿Qué tiene tu madre? -preguntó Lucía.

-El médico hasta ahora -respondió Clara-, no ha dicho más que lo que cualquiera de nosotros ve y comprende: que mi madre tiene calentura; pero la calentura es sólo síntoma de un mal que el médico desconoce aún. Anoche la calentura fue muy fuerte y nos asustamos mucho. Hoy de mañana ha cedido.

-Vamos, Clarita, ya veo que exageraste en tu carta, y me alarmaste sin motivo. Tu madre se curará pronto. Apuesto que la causa de toda su indisposición ha sido alguna rabieta que ha tenido con D. Valentín.

-Pues te equivocas. Mi madre no ha tenido la menor rabieta con nadie en todo el día de ayer. Papá estuvo en el campo.

-Entonces se concibe que no rabiase con él. ¿Y contigo no rabió?

-Hace días que mi madre está dulcísima conmigo. Te repito que ayer no se sofocó mamá con nadie: no riñó a ninguna criada: estuvo apacible y silenciosa.

Clara, si bien era una criatura de singular despejo, se forjaba la extraña ilusión de que una buena madre de familia tenía forzosamente que rabiar, y así no decía nada de lo dicho para censurar a su madre, sino candorosamente.

Lucía no insistió en buscar el origen del mal de doña Blanca; se inclinó a creer que este mal era pequeño, a fin de no tener que afligirse; y volviendo la conversación hacia otros puntos, preguntó a su amiga:

-Clara, ¿sigues firme en tu resolución de tomar el velo?

-Estoy más resuelta que nunca. Una voz misteriosa me grita en el fondo del alma que debo huir del mundo: que el mundo está sembrado de peligros para mí.

-Confieso que no te entiendo. ¿Qué peligros tendrá el mundo para ti, que para los demás no tenga?

-¡Ay, querida Lucía; el desorden de mi espíritu, los extraños impulsos de mi corazón, la violencia de mis afectos!

-Pero, muchacha, ¿qué violencia ni qué desorden es ese? Yo no hallo desordenado ni violento el que ames a D. Carlos, que es muy guapo y joven, y el que no gustes de D. Casimiro, que es viejo y feo. Esto me parece naturalísimo.

-Será natural, porque la naturaleza es el pecado.

-¿Dónde está el pecado?

-En desobedecer a mi madre, en engañarla, en haber atraído a D. Carlos con miradas amorosas y profanas, en complacerme en que guste de mí y en que me persiga, en desear que siga queriéndome hasta en este instante, cuando ya estoy decidida a no ser suya. En suma, Lucía, mi alma es un tejido de marañas y de enredos, que el mismo diablo trama y revuelve. Además, yo he prometido a mi madre que seré monja, y para que lo sea, ha despedido ella a D. Casimiro. ¿Cómo faltar ahora a mi promesa, burlarme de mi madre y hasta de Cristo, a quien he dado palabra de esposa? ¿Qué infamia me propones?

-Es verdad, hija mía: el caso es apurado: pero, ¿quién te mandó que dijeses que querías ser monja y que lo prometieses? ¿Por qué no declaraste con valor a tu madre que no querías a D. Casimiro, y que no querías ser monja tampoco?

-Bien sabe Dios -respondió Clara-, que deseo desahogarme contigo, depositar en tu amistoso corazón el secreto de mi infortunio, confiártelo todo: pero yo misma no me comprendo sino de un modo imperfecto; y lo que de mí misma comprendo está tan enmarañado, que no encuentro palabras para explicártelo. Siento la razón y causa de todas mis acciones, y no las percibo bien para exponerlas. Quiero, no obstante, sincerarme y tratar de probarte que no es absurda mi conducta. Voy a ver si lo consigo. Yo he amado, yo amo aún a D. Carlos de Atienza. Yo detesto a D. Casimiro. Esto es verdad: pero mi amor por D. Carlos y mi odio a D. Casimiro no han tenido jamás la suficiente energía para hacerme arrostrar la cólera de mi madre, declarándole que amaba al uno y odiaba al otro. Así, pues, te aseguro que durante meses he estado resignada a sofocar en mi alma el naciente amor a D. Carlos y a casarme con D. Casimiro para ser una hija obediente. Hubiera yo preferido a todo ser esposa de Cristo: pero me consideraba indigna. Para ser mujer de D. Casimiro me sentía con fuerzas. Yo esperaba vencer mi fatal inclinación a D. Carlos, y, logrado esto, ser modelo de casadas, cuidar al achacoso D. Casimiro, y hasta quererle, imponiéndome como deber el cariño. Hallándome de esta suerte, nuevos y extraños sentimientos han combatido mi alma y han hecho que mi espíritu dude más de sí. Me he llenado de terror. En mi humildad, no me he creído digna ni de ser mujer de D. Casimiro. Me he espantado de mi flaqueza, de la perversidad de mis inclinaciones, y entonces he pensado en refugiarme en el claustro. Juzgándome menos digna que antes de ser esposa de Cristo, he pensado en la infinita bondad de aquel Soberano Señor, padre de las misericordias, y he comprendido que, aun siendo yo indigna de todo, podía acudir a él y refugiarme en su seno, segura de que no me rechazaría, de que me acogería amoroso, purificándome y santificándome con su gracia.

-Tú me hablas de nuevos y extraños sentimientos, pero sin decir cuáles son -dijo Lucía-. Aquí hay un misterio que no me dejas penetrar.

-¡Ay! -exclamó Clara-, apenas si yo le penetro. ¿Cómo declarártele? Mira, Lucía, yo conozco que amo siempre a D. Carlos. Si me finjo en completa libertad de elegir mi vida, me parece que mi elección será ser mujer de D. Carlos. Su talento, su bondad, su delicada ternura, me hacen presentir que sería yo dichosa viviendo a su lado. Te lo confesaré. A pesar del horror que mi madre ha sabido inspirarme a la complacencia de los sentidos, la imagen material de D. Carlos, su porte, la gallardía de su cuerpo, la elegancia y pulcritud de su vestido, el fuego de sus ojos y la viva animación de su semblante y la frescura de su boca, me atormentan y me hieren y me distraen de mis piadosas meditaciones.

-Te lo repito, Clarita; en nada de eso veo yo la obra del diablo; en nada descubro influencias sobrenaturales; todo es naturalísimo. Y si, como tú afirmas, la naturaleza es el pecado, bien es menester o que Dios nos dé medios sobrenaturales para vencerla, o que nos perdone con muchísima generosidad cuando ella nos venza. ¿Dónde están esos sentimientos singulares que te perturban?

-Lucía, tú hablas con suma ligereza. Tus razones tienen no sé qué fondo de impiedad. Me da miedo. Mi madre no se engañaba. El trato, la conversación con tu tío debe de ser muy peligrosa.

-No disparates, Clara. A mi tío no se le ha ocurrido jamás darme lecciones de impiedad. Si lo que yo sostengo es poco piadoso, la culpa es completamente mía. Seré yo la que está endiablada. Pero dejemos a un lado esas cuestiones; vamos a lo que importa. Dime qué raros sentimientos te asaltan el alma, inspirándote esa humildad, esa desconfianza profunda, que te induce a tomar el velo.

-No acierto a decírtelo. Me falta valor.

-Ea... ánimo... di lo que es.

El Campo, N.º 11, 1 de mayo de 1877

-Mi madre no ha hecho más que hablarme de tu tío desde que apareció en esta ciudad..., desde que yo le vi y paseé con él una tarde. Me le ha pintado como pudiera haberme pintado a Luzbel, rodeado aún de hermosos fulgores de su primitiva naturaleza angélica, valeroso, audaz, inteligente como pocos seres humanos. Me ha hecho creer que ejerce tal imperio sobre las almas, que las atrae y las cautiva y las pierde, si gusta. En su mirada hay una luz siniestra que ciega o extravía. En su palabra, una música seductora que embelesa los entendimientos y ensordece la voz del deber en la conciencia. Según mi madre, tu tío es la maldad personificada, el dechado de la irreligión, un rebelde contra Dios, de quien conviene apartarse para no contaminarse. En resolución, cuanto mi madre ha dicho de tu tío debiera infundirme hacia él un odio, una aversión grandísima. Sé por mi madre que el Comendador es un réprobo. No hay esperanza de que se salve. Está condenado. Es como Luzbel. Y, sin embargo, lejos de producir en mí los discursos de mi madre el horror hacia el Comendador que ella deseaba, tal es mi perversidad, tan pecaminoso es mi espíritu de contradicción, que han avivado mis simpatías hacia tu tío. Yo no debiera decírtelo; yo no sé cómo tengo la desvergüenza de decírtelo. Apenas si a mi confesor le he dejado entrever algo de lo que siento en el negro abismo de mi corazón. Pero, si no te lo digo... ¿con quién me desahogo?... Lucía, tú eres mi mejor amiga... Yo quiero al Comendador de un modo inexplicable. Me siento arrastrada hacia él. Creo en todas sus maldades, porque mi madre me las ha dicho; y creo que Dios, a quien el Comendador es simpático, se las va a perdonar, como yo se las perdono. ¿No es una monstruosidad, no es una aberración este cariño hacia una persona casi desconocida? Yo me condenaba antes por mi inclinación a don Carlos, a despecho, a escondidas de mi madre. Ahora me sucede casi lo mismo que a ti; mi inclinación a don Carlos me parece natural. Lo diabólico, lo abominable es mi inclinación a tu tío. Es un sentimiento tan distinto que no destruye ni aminora mi afecto a D. Carlos. Esto prueba mi desordenada índole; mi pecadora y perturbada manera de ser. No sé con qué pretexto, bajo qué título, con qué nombre cariñoso he de acercarme a él, hablarle, llegar a su intimidad, y lo deseo. Cuantas cualidades detestables mi madre le atribuye, se me antoja que no lo son en él, porque es un ser de superior natural jerarquía y está exento de la ley común para los demás mortales.

Con la mirada fija, con el semblante, no risueño como le tenía de costumbre, sino triste y grave, y sin acertar a contestar palabra, oyó Lucía la inesperada confesión de Clara.

Después de unos instantes de silencio Clara prosiguió:

-Nada me respondes; nada observas; te callas; reconoces que soy un monstruo. Será amor de otro género, será un sentimiento indefinido, que carece de nombre en la clase e historia de las pasiones; pero yo quiero a tu tío y le quiero por esa misma pintura con que mi madre ha procurado que yo le aborrezca.

A este punto llegaba Clara, cuando vino a interrumpirla la voz de doña Blanca, que decía:

-¡Hija, hija!

Lucía y Clara se estremecieron. Aunque era imposible que doña Blanca las hubiese oído, imaginaron por un instante que milagrosamente las había oído y que iba a terciar en la conversación por estilo terrible.

-¿Qué manda V., mamá? -dijo Clara temblando.

-Agua. Dame un poco de agua. ¡Me ahogo!

Las dos amigas acudieron a la alcoba a dar agua a la enferma. Entonces notaron con pena y sobresalto que la fiebre había crecido. Las palpitaciones del corazón de doña Blanca eran tan violentas que se hacían perceptibles al oído.

-¿Qué siente V., señora? -preguntó Lucía.

-Una ansiedad... una fatiga... -respondió doña Blanca- el corazón me late con tanta fuerza...

Lucía posó suavemente la mano sobre el pecho de doña Blanca. Entonces notó con pena que los latidos de su corazón habían perdido el ritmo natural; eran desordenados y anormales; pero no dijo nada por no asustar a la paciente y a su hija.

El cuidado que requería doña Blanca no consintió que prosiguiese el diálogo entre Clara y Lucía.




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- XXVIII -

Tantos años de pesares y de tormentos habían ido destruyendo la salud de doña Blanca. Su tristeza sin tregua, su oculta vergüenza con la que de continuo tenía que verse cara a cara, sin poder hallar alivio comunicándola y confiándose a una persona amiga; sus luchas de compasión y de desprecio por su marido y de amor y de odio por el Comendador; su horror del pecado que creía sentir sobre ella y que le pesaba como lepra asquerosa e incurable; su orgullo ofendido; su temor del infierno, al que a veces se creía predestinada, y su preocupación incesante de la suerte de Clara, a quien amaba con fervor y a quien en ocasiones aborrecía, como vivo testimonio de su más grave falta y de su más imperdonable humillación, habían influido lastimosamente sobre todos los órganos de aquella vida corporal.

Doña Blanca hacía mucho tiempo estaba sujeta a frecuentes paroxismos histéricos. Había momentos en que le parecía que se ahogaba; un obstáculo se le atravesaba en la garganta y le quitaba la respiración. Entonces le daban convulsiones, que terminaban en sollozos y lágrimas. Después solía calmarse y quedar por algunos días tranquila, aunque pálida y débil.

El carácter violentísimo de aquella mujer, exacerbado por la continua contemplación de una desgracia, que hacía mayor su melancólica fantasía, la impulsaba a tratar a su marido, a su hija y a muchos de los que la rodeaban, con un despego, con una dureza cruel, de la que en el fondo del corazón, que era bueno, se arrepentía ella al cabo, no siendo fecundo este arrepentimiento sino en nuevos motivos de disgustos y de amargura.

La energía de las pasiones había así, poco a poco, fatigado materialmente el corazón de doña Blanca, excitándole a moverse con impulso superior a sus fuerzas. No padecía sólo de las palpitaciones nerviosas de que daba muestras en aquel instante. Tal vez (los médicos al menos lo habían afirmado) doña Blanca tenía una enfermedad crónica en aquel órgano tan importante.

A pesar de su cansancio, tal vez el excesivo ejercicio había agrandado y robustecido de una manera peligrosa aquel activo corazón.

Como quiera que fuese, doña Blanca hacía tiempo que estaba harta de vivir.

La única idea, el único propósito, el solo fin que en su vivir estimaba, era el de cumplir un deber terrible; el evitar que su hija heredase a D. Valentín.

Cuando su hija le prometió con solemne promesa entrar en el claustro, y cuando después supo, de boca del padre Jacinto, y más tarde de los labios del mismo don Fadrique, el rescate de Clara, si bien le rechazó y le juzgó inútil ya, se tranquilizó, creyendo su propósito cumplido en cualquier evento, y considerándose desligada del mundo; sin nada que hacer en él sino atormentarse, y sin razón alguna para desear, estimar y conservar la vida.

El reposo relativo del espíritu de doña Blanca, cuando pensó haber hallado la solución de su difícil problema, la hizo caer en una postración, en una atonía peligrosa. Por otro lado, no obstante, su imaginación, fecunda en atormentarla le ofrecía mil motivos de aflicción y de ira. La generosidad del Comendador humillaba su orgullo, y por más que trataba de empequeñecerla o de afear y envilecer sus causas fingiéndoselas vulgares, absurdas o caprichosas, dicha generosidad resplandecía siempre y la ofendía.

La voluntad de doña Blanca era de hierro; pocas personas más pertinaces y firmes que ella; pero su espíritu vacilaba y no se aquietaba jamás. La fuerza de cualquier encontrado pensamiento bastaba a descontentarla de lo que había hecho, y no bastaba a hacerle cambiar y a moverla a hacer otra cosa. No producía sino nueva mortificación estéril.

Así es que doña Blanca percibía vivamente la presión que había ejercido sobre el alma de su hija; que, sin querer, acaso la había hecho infeliz; y que su hija iba a encerrarse en un convento, no devota, sino desesperada. Las rudas acusaciones del Comendador, durante la fatal entrevista, acusaciones contra las cuales se había ella defendido con valor y tino, terminada aquella lucha de palabras, acudían a su mente con mayor fuerza, sin que las dijera el Comendador, sin que se pudieran rechazar merced al calor de la disputa, y labrando en su ánimo como una honda llaga.

El ardiente amor que el Comendador le había infundido, siendo causa de que ella se humillase, se había convertido en espantoso aborrecimiento; y sin perder este carácter, sin volver a su ser primero, porque ya no era posible, porque su alma tenía mucha hiel para poder amar, habíase recrudecido en su seno, durante la entrevista con el hombre que le inspiraba.

Todos estos dolores, tribulaciones y combates espirituales, no es de maravillar que produjesen en doña Blanca una enfermedad aguda, sobrexcitando sus males crónicos.

Poco después de la conversación entre Clara y Lucía, de que acabamos de dar cuenta, visitaron a la enferma los dos médicos mejores de la ciudad. Ambos convinieron en que su dolencia era de cuidado. Ambos reconocieron cierta alarmante alteración en la circulación de la sangre, que por la fiebre sola no se explicaba. El corazón tenía una actividad enfermiza y un excesivo desarrollo. El pulso era vibrante y duro. El lado izquierdo del pecho de la enferma se estremecía con las palpitaciones. Un vivo carmín teñía las mejillas de doña Blanca, de ordinario pálidas.

Los médicos auguraron mal de estos y otros síntomas; la principal dolencia estaba complicada con otras muchas. No hallando, pues, remedio eficaz por lo pronto, recetaron algunos paliativos, y entre ellos la digital en pequeñas dosis.

Aunque disimularon bastante la gravedad y el carácter poco lisonjero de sus observaciones y pronósticos, dejaron a las dos amigas en extremo afectadas.

Todo aquel día permaneció Lucía al lado de Clara, auxiliándola en sus faenas y cuidados: pero ya no era ocasión propicia para volver a las confidencias.

Si bien Clara no volvió a hablar del estado de su alma, sin duda pensaba en él, según lo preocupada que estaba. Lo que antes de confiarse a Lucía había ella percibido en imágenes vagas y como borrosas, había adquirido, en su propia mente, mayor ser, consistencia y determinada figura al formularse en palabras. Así es que, en medio del afán y del dolor que por su madre sentía, Clara se atormentaba con la idea de aquella inclinación hacia un sujeto, a favor del cual, por extraordinario hechizo, se trocaban en causas y motivos de simpatía y afecto todas las razones que para aborrecerle le daban.

Lucía, por su parte, también estaba meditabunda y triste en extremo. Su taciturna tristeza, dado su carácter regocijado, parecía superior a la pena que pudiera sentir por el mal de Doña Blanca, y aun al mismo disgusto que los devaneos mentales y los dolores fantásticos de su amiga debieran causarle.

Don Valentín, combatido por los opuestos sentimientos de la compasión y del terror que su mujer le inspiraba, seguía viniendo con frecuencia a informarse del estado de la paciente: pero, en vez de entrar en el cuarto y asomar la nariz a la alcoba, se quedaba fuera y asomaba sólo al cuarto la nariz, preguntando a su hija:

-¿Cómo está tu mamá?

Clara respondía: «Lo mismo», y D. Valentín se iba.

Fuera de la criada de más confianza, que ya venía a traer un recado, ya a dar algún auxilio indispensable, nadie más que el Padre Jacinto entraba en la habitación donde se hallaban Clara y Lucía.

Al anochecer subió de punto, llegó a su colmo la agitación febril de doña Blanca. El Padre Jacinto estaba acompañando a las dos amigas y asistiendo con ellas a la enferma.

Esta, que había estado por la tarde soñolienta y postrada, empezó a dar señales de vivísima exaltación: se quejó de que le dolía la cabeza: mostró en el semblante cierta movilidad convulsa; pronunció frases sin orden ni concierto. Lo que más repetía era:

-Vete, Valentín. Déjame; no me atormentes-. Sin duda la enferma tenía la alucinación de ver a D. Valentín, que allí no estaba.

Así permaneció doña Blanca hasta cerca de las diez. Entonces se agravó el mal: el delirio se declaró; estalló con ímpetu.

El cerebro sintió por completo la reacción del mal que la infeliz tenía en las entrañas. Los pensamientos todos, que durante años la atormentaban, y que hacía más de treinta horas habían cobrado mayor brío, se barajaron en tumulto; se rebelaron contra la voluntad, se hicieron independientes de ella, rompieron todo freno; y, buscando y hallando maquinal e instintivamente palabras adecuadas en que formularse, salieron del pecho en descompuestas voces.

El Campo, N.º 11, 1 de mayo de 1877

Doña Blanca se incorporó en la cama; miró con ojos extraviados a Lucía y a Clara y al fraile, y habló de esta manera:

-¡Vete, Valentín! ¿Por qué quieres matarme con tu presencia? Mátame con un puñal... con una pistola. Échame una soga al cuello y ahórcame. No seas cobarde. Toma la debida venganza.

-Sosiégate, doña Blanca -interrumpió el fraile, a quien ella se dirigía como si fuera D. Valentín-. Sosiégate: tu marido está fuera... Idos, muchachas -añadió, dirigiéndose a las dos amigas-. Dejadme solo con la enferma, a ver si logro que se sosiegue.

Clara y Lucía, como si estuviesen allí clavadas, no se movieron. Doña Blanca prosiguió:

-Ten valor y mátame. Tu honra lo exige. Es necesario que mates también al Comendador. Está condenado. Se irá al infierno y me llevará consigo.

-¡Madre, madre, V. delira! -exclamó Clara.

-No: no deliro -respondió doña Blanca-. Y tú, necio -añadió dirigiéndose al fraile-: ¿Eres ciego? ¿No la ves? -y señalaba con el dedo a su hija-. ¡Cómo se le parece! ¡Dios mío! ¡Cómo se le parece! Es un retrato suyo. ¡Apártate de mi vista, vivo testimonio de mi vergüenza!

Clara, llena de horror y de ansiosa curiosidad a la vez, oía a su madre y pugnaba por comprender todo el arcano tremendo. Al sonar las últimas palabras, que iban dirigidas a ella, se cubrió Clara el rostro con ambas manos.

-Bien puedes estar satisfecha -continuó doña Blanca-. Te tenía olvidada; pero, al cabo, se acordó de ti e hizo un gran sacrificio. Ya pagó de antemano lo que has de heredar de mi marido. Te rescató de Dios para entregarte al mundo. Quédate en el mundo. Tú no puedes ser monja. La mala sangre del Comendador hierve en tus venas. ¿Cómo dudar que eres la hija maldita de aquel impío?

Clara, al oír estas últimas palabras, dio un grito inarticulado, y cayó desmayada entre los brazos de Lucía.

Lucía sacó a Clara fuera de la alcoba, sosteniéndola por debajo de los brazos y tirando de ella.

Doña Blanca, entre tanto, no pudiendo resistir más a la honda emoción, extenuada, rendida, cayó de nuevo en la cama, con temblor convulso y rigidez de los tendones, lo cual fue cediendo con lentitud y dando lugar a un desfallecimiento profundo.

El Padre Jacinto acudió entonces a donde estaba Clara, que Lucía había recostado en un sofá.

Clara volvió en sí del desmayo; exhaló un suspiro y rompió a llorar con desatado y copioso llanto.

-¡Clara, amiga querida! -dijo Lucía.

-Cálmate, niña, cálmate -exclamó el Padre Jacinto.

-¡Dios santo y misericordioso! -dijo Clara-. Tu mano omnipotente me hiere y me sana al propio tiempo. ¡Pobre madre mía de mi alma! ¡Cuán infeliz has sido! Y él... ¡ay!, él... no puede ser impío y perverso como tú supones... ¡Ahora comprendo por qué y cómo yo le amaba!




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- XXIX -

La enfermedad siguió su curso ascendente. Tres días después de la escena que hemos descrito, doña Blanca estaba tan mal, que no había esperanza de salvarla.

Su hija y Lucía la habían cuidado, la habían velado con el mayor cariño y esmero.

Los accesos de delirio se habían renovado con largas intermitencias de postración.

La cabeza de doña Blanca se despejó al cabo por completo: pero su estado era digno de lástima: la respiración, corta y anhelante; la voz, alterada y ronca; imposibilidad de estar acostada: necesidad de estar incorporada.

Los médicos declararon al Padre Jacinto que había sobrevenido un grave impedimento a la circulación de la sangre en el mismo corazón; y que si crecía el impedimento, se seguiría la muerte.

El Padre dejó percibir a Clara aquel terrible pronóstico, con la mayor delicadeza que pudo, y confesó y administró a la paciente.

En aquel momento supremo, a las puertas de la eternidad, doña Blanca depuso la dureza de su genio, su orgullo y su amargura, y no guardó en el alma sino la fe vivísima, que hizo renacer en ella las esperanzas ultramundanas y abrió el manantial de las más puras consolaciones.

Doña Blanca llamó a D. Valentín, le abrazó y le suplicó que la perdonase. Don Valentín, muy afligido y lloroso, y no menos humilde, contestó que nada tenía que perdonar; que él era el culpado, pues no había sabido hacer dichosa a una mujer tan santa y tan buena.

El rostro macilento de doña Blanca se tiñó entonces de ligero rubor. Sus labios exhalaron un triste suspiro.

A Clara la llamó a sí doña Blanca: le dio un beso en la frente, y le dijo al oído con acento apenas perceptible:

-Di a tu padre que le perdono. Tú, hija mía, sigue los impulsos de tu corazón. Eres libre. Sé honrada. No te cases si no le amas mucho. Mira no te engañes. Lo sé todo... Me lo ha dicho el Padre Jacinto. Si le amas y merece tu amor, cásate con él.

Pocos instantes después exhaló doña Blanca el último suspiro, diciendo con ahogada y sumisa voz:

-¡Jesús me valga!

El dolor de Clara fue profundo. Silenciosamente lloró la muerte de su madre.

Lucía lloró también y trató de mitigar con su afecto el dolor de su amiga.

El Padre Jacinto, acostumbrado al espectáculo de la muerte y familiarizado con ella, cerró piadosamente los ojos y la boca de la difunta, que se habían quedado abiertos, puso sus manos en cruz, y la extendió en el lecho.

El débil D. Valentín, cuando vio muerta a su mujer, sintió por un lado una pena muy viva, porque todavía la amaba; pero, por otro lado, según aseguran malas lenguas, que siempre están de sobra, advirtió cierto alivio, cierto desahogo, cierto infame deleite en su alma, como si le quitaran un enorme peso de encima; como si le libertaran de la esclavitud. Tan opuestas pasiones, batallando dentro de su nerviosa y débil constitución, le hicieron romper en risa sardónica. Después se asustó de sí mismo; se creyó peor de lo que era, tuvo miedo del diablo; tuvo vergüenza de que Dios, que todo lo ve, viese la sucia fealdad de su conciencia, y se compungió y amilanó. Acudieron entonces a su memoria los amores pasados, los dulces días de la ilusión, el tiempo en que su mujer le quería; y todo ello enterneció por tal arte aquel pecho nada varonil, que el desgraciado se deshizo en lágrimas, dando sollozos, gemidos y hasta gritos, moviendo a gran compasión el verle y el oírle.

El Padre Jacinto llevó a D. Fadrique la noticia de la catástrofe.

Don Fadrique, retirado en su cuarto, aguardaba siempre con ansiedad noticias de la enferma. Esta vez, al mirar al Padre Jacinto, el Comendador leyó en su rostro lo que había ocurrido.

-Ha muerto -dijo el Comendador.

-Ha muerto -respondió el fraile.

El Comendador no replicó palabra. Inmóvil, de pie, callado, sintió un dolor mezclado de remordimiento. Dos gruesas y amargas lágrimas rodaron por sus mejillas.

-Te ha perdonado -dijo el Padre Jacinto.

-¡Ah, padre!... yo no me perdono... Me sería menos insufrible en la memoria el recuerdo de una afrenta no vengada... de una vileza en que yo hubiese incurrido... de una mancha en mi honor... En cualquiera otro caso me sería más fácil conciliarme conmigo mismo. Aunque Dios me perdone... yo no me perdono.




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- XXX -

A los seis meses de la muerte de doña Blanca, en pleno invierno, se reunían todas las noches en torno del hogar, en el piso alto de la casa del mayorazgo D. José López de Mendoza, a más de su mujer y de su hija Lucía, el Comendador D. Fadrique, el viudo D. Valentín, Clara y a veces el Padre Jacinto.

El joven D. Carlos de Atienza había estado dos o tres veces en Sevilla a ver a sus padres; pero en seguida se había vuelto. Tenía abandonada la Universidad; no pensaba en los estudios ni en la carrera. Habíase consagrado enteramente a idolatrar, a consolar, a adorar a Clarita, a quien ya veía sin dificultad, de diario.

Don Fadrique y el Padre Jacinto iban y venían a Villabermeja, pero estaban más tiempo en la ciudad.

La donación de los bienes de D. Fadrique se había hecho en toda regla y con el posible sigilo.

Don Fadrique vivía modestamente de su paga de oficial retirado. Habitaba, no obstante, en Villabermeja la casa del mayorazgo, alhajada con los preciosos muebles que trajo cuando vino.

El carácter de D. Fadrique no había cambiado, pero se había modificado. Su optimismo natural sufría interrupciones frecuentes. Negra nube de tristeza ofuscaba a menudo el resplandor de su abierta y franca fisonomía.

Aunque el dolor por la muerte de doña Blanca se había ido mitigando en todos aquellos corazones, Clara la recordaba con ternura melancólica, y el Comendador con cariño y con penoso arrepentimiento a la vez.

Sólo D. Valentín, que comía como un buitre, y que había engordado, y no hallaba quien le riñese ni quien le dominase, se creía en la obligación de llorar cuando menos ganas tenía. Entonces, la consideración de aquello a que se juzgaba obligado, y el ver que no le salían de adentro la aflicción y el lloro, le compungían de nuevo y producían en él el prurito y el flujo. Don Valentín era un mar de lágrimas dos o tres veces por semana.

Clara, viendo ya a todas horas a D. Carlos y a D. Fadrique, había penetrado la diferencia de los afectos que a ambos la ligaban, y cada día los hallaba más compatibles. El Comendador le inspiraba cada día más veneración, ternura y gratitud por su sacrificio generoso. Don Carlos le parecía cada día más agraciado, bello, enamorado, ingenioso y poeta.

Pasaron así algunos meses más. Vino la primavera. Llegó el verano. Solemnizose el primer aniversario de la muerte de doña Blanca con llanto y con misas y otras devociones.

El escrúpulo de faltar a la promesa de ser monja se borró al fin de la mente de Clarita. Su madre, al morir, la había absuelto de la promesa. El amor inspirado y sentido la excitaba a no cumplirla. El bueno del Padre Jacinto, confesor de Clarita, le aseguraba que la promesa era nula.

Clarita al cabo la anuló, haciendo otra promesa dulcísima para D. Carlos. Le prometió darle su mano, confesándole al fin que le amaba.

Una alambicada cavilación había detenido a Clara en dar el sí a D. Carlos. Clara juzgaba probable que D. Casimiro muriese sin sucesión y que alguna parte de los bienes del rescate viniese a ella: pero hasta esta duda, que, si bien delgada y sutil, la mortificaba, se disipó del todo.

Nicolasa, o mejor dicho la señora doña Nicolasa Lobo de Solís, esposa legítima de D. Casimiro, dio a luz un robusto infante.

Cuando el Comendador, al volver un día de Villabermeja, trajo esta noticia, fue Lucía la primera persona a quien se lo comunicó.

-Calle V., tío -exclamó la muchacha-; de seguro que el niño de D. Casimiro será un escomendrijo; parecerá un gazapillo desollado.

-No, sobrina -contestó el Comendador-: el recién nacido Solís es fuerte como un becerro.

Así era la verdad, según hemos sabido después. El primogénito de los Solises parecía, no un becerro, sino un toro.

Don Casimiro era el varón más bienaventurado de la tierra. Estaba lleno de satisfacción y de orgullo de verse tan amado de su mujer, y de tener por hijo a un Hércules tebano, sin pensar en el Saturnio y sin mirarse como Anfitrión, pues ignoraba la Mitología.

El tío Gorico, desde el casamiento de Nicolasa, había empezado a pugnar porque le llamasen Don Gregorio; habíase jubilado del oficio de Abraham y del de pellejero, y no se empleaba más que en beber aguardiente y rosoli, y en ponderar la ventura y la grandeza de su hija, sus virtudes y la vida beata que daba a su ilustre esposo.

El Campo, N.º 11, 1 de mayo de 1877

Después del bautismo de la criatura, iba el tío Gorico de casa en casa, refiriendo el júbilo de su yerno, quien ya se volvía hacia la cama donde estaba Nicolasa, ya hacia la cuna donde estaba el niño, y ya se paraba a igual distancia de la cama y de la cuna, y exclamaba, levantando las manos al cielo:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para ser tan dichoso?

En efecto la dicha pudo más que D. Casimiro, y pronto le hundió en la sepultura.

Aunque sea adelantar los sucesos, se dirá aquí que la viuda llevó una vida retirada, sin recibir ni tratar, durante un año, sino al platónico Tomasuelo, y que tuvo dos gemelos póstumos, los cuales, si el primogénito merecía llamarse Hércules, no merecían menos pasar por Cástor y Pólux.

La rectitud de la conciencia de doña Blanca y sus severos fallos, hallando un leal y decidido ejecutor en don Fadrique, daban así sus resultados naturales, proporcionando pingüe herencia a aquellos mitológicos angelitos, vástagos lozanos de la familia de Solís.

Como quiera que fuese, toda persona delicada y noblemente orgullosa no repara en las bajezas y bellaquerías del vulgo de los mortales y en la utilidad que proporcionan: no acepta jamás, sino en sentido irónico y de burla, la picaresca sentencia de la fábula:


   «Tómelo por su vida: considere
que otro lo comerá, si no lo quiere».



Así es que D. Fadrique se reía de las consecuencias de su desprendimiento, y no por eso dejaba de aplaudirse de haberle tenido. Lo que a él le importaba era que su pura y hermosa hija no disfrutase de nada que no fuese suyo o por lo que en compensación no hubiera él dado lo equivalente con usura.

La boda de Clara y de D. Carlos de Atienza se celebró al cabo en un bello día del mes de Octubre de 1795; año y medio después de morir doña Blanca.

Los padres de D. Carlos vinieron de Sevilla para asistir a la boda.

Los desposados se quedaron a vivir en la ciudad donde ha sido la escena de nuestra historia.

Durante el año y medio, que tan rápidamente hemos recorrido, el Comendador había vivido, ya en Villabermeja, ya en la ciudad en casa de su hermano; pero más en la ciudad que en Villabermeja.

El afecto hacia Clara le atraía a la ciudad; pero como Clara andaba muy distraída en sus amores y era muy dichosa, no consolaba tanto las melancolías del Comendador como su rubia sobrina.

Esta era la que llamaba al Comendador cuando se tardaba en volver de Villabermeja; la que más le escribía diciéndole que viniese, y la que le enviaba recados con el mulero y con el aperador para que dejase la soledad bermejina.

Como Lucía estaba ya enterada de todos los secretos de su amiga Clara, y como tampoco ocurrían cosas importantes, no había motivo ni pretexto para acudir a cada momento al tío, preguntándole, como en otro tiempo, qué había de nuevo. En cambio Lucía, libre ya de los cuidados en que la suerte de su amiga la había tenido, sintió despertarse en su alma la más viva curiosidad científica. La Astronomía y la Botánica, que antes la enojaban cuando había secretos de Clara que ansiaba penetrar, la entusiasmaban ahora extraordinariamente, y nunca se cansaba de oír las lecciones que su tío le daba, excitado por ella. No había lección que no le pareciese corta. No había misterio de las flores que no quisiese descubrir. No había estrella que no quisiese conocer.

La discípula ponía en grandes apuros al maestro, porque, si se trataba del movimiento de los astros, de su magnitud, de la distancia a que se hallaban de la tierra y de otras afirmaciones por el estilo, ella quería saber la razón y el fundamento de las afirmaciones, y D. Fadrique hallaba disparatado y hasta absurdo enseñar las matemáticas a una sobrina tan guapa, tan alegre y graciosa; y, por el contrario, si se trataba de flores, Lucía quería que le explicase su tío lo que era la vida y lo que era el organismo, y aquí el Comendador hallaba que no había ciencia que respondiese a las matemáticas y que explicase algo. Sin querer se encumbraba entonces a una filosofía primera y fundamental, y Lucía le escuchaba embebecida, y, como vulgarmente se dice, metía también su cucharada, porque de filosofía habla, en queriendo, y no habla mal, toda persona de imaginación y viveza.

En suma, Lucía se iba haciendo una sabia. Mientras más aprendía, más iba creciendo su afición y su empeño de saber. Las lecciones y conferencias duraban horas y horas.

El Comendador se acostumbró de tal suerte a aquel dulce magisterio, que el día en que no daba lección le parecía que no había vivido.

Sus días de Villabermeja fueron disminuyendo, y alargándose cada vez más los que pasaba con la discípula.

Siempre que volvía de Villabermeja, el Comendador traía a su discípula libros de su biblioteca, flores y plantas de su huerto, y pájaros que cazaba vivos. Lucía gustaba mucho de los pájaros, y, merced al Comendador, no había ya casta de aves en toda la provincia, ora de paso, ora permanentes, de que Lucía no tuviese un par de muestra en su pajarera.

Notado todo esto por Clara y D. Carlos, daba ocasión a bromas inocentes, pero que turbaban algo al Comendador y que ponían a Lucía colorada como la grana.

Los novios hablaban a Lucía con cierto retintín de su excesivo amor a la ciencia.

En fin, aunque el Comendador y Lucía no se hubieran dado, ni hubieran querido darse cuenta de lo que les pasaba, Clara y D. Carlos les hubieran hecho reflexionar, pensar en ellos mismos y despejar la incógnita.

El Comendador y Lucía, a pesar de la diferencia de edad, estaban perdidamente enamorados el uno del otro.

Lucía admiraba en su tío la discreción, la nobleza de carácter, el saber y la elegancia natural del porte y de los modales. Le encontraba hermoso de varonil hermosura, y no le parecía posible que hubiese otro tal hombre como él en todo el mundo.

A D. Fadrique le parecía Lucía tan bonita, tan buena y tan inteligente como Clara, que era todo cuanto él podía encarecer la alabanza, allá en su pensamiento. La alegría de Lucía concordaba además muchísimo mejor con el carácter del Comendador que la seriedad un poco triste que Clara había heredado de su madre.

El Comendador, que al fin no era una criatura inexperta, conoció pronto que amaba a Lucía y que de ella era amado; pero, pensando en su edad y en el idilio de D. Carlos, no se atrevía a declarar su amor, si bien le manifestaba con su constante solicitud en servir a Lucía.

Ella no atinaba, entre tanto, a comprender la timidez del Comendador, a quien juzgaba enamorado.

De aquí que se dijesen toda clase de requiebros y finezas, que literalmente podrían tomarse por efecto de amistad tiernísima, pero que ocultaban el fervoroso espíritu de verdadero amor.

Don Fadrique, a más de sus años, creía tener otro inconveniente que en su delicadeza no le permitía aspirar a ser amado de Lucía. Este otro inconveniente era su pobreza; pero Lucía, precisamente por esa pobreza y por el motivo que la había causado, amaba y admiraba más al Comendador. El descuidado desdén, la alegre calma y el nada trabajoso ni lamentado abandono con que D. Fadrique se había desprendido de más de cuatro millones, valían más de mil en la poética y generosa mente de Lucía.

Esta llegó a veces a preguntar a su tío (sabido es que tenía el defecto de ser muy preguntona) que por qué no se casaba.

Cuando el tío le contestaba que porque era viejo, Lucía le aseguraba que era mozo o que estaba mejor que los mejores mozos. Cuando el tío contestaba que porque era pobre, Lucía afirmaba que la paga de oficial retirado era más que suficiente; que además la chacha Ramoncica estaba poderosísima con lo que había ahorrado, e iba a dejarle por heredero; y que, por último, podía casarse con una rica.

Todo esto lo decía Lucía con mil rodeos y disimulos; pero el Comendador, si bien lo comprendía, juzgaba aún que ella podía engañarse y tomar por amor otros sentimientos de respeto y afección casi filial; por donde no hallaba justo ni honrado prevalerse tal vez de una alucinación de aquella linda muchacha para lograr lo que consideraba una felicidad para él.

En esta situación se hallaban Lucía y el Comendador la noche en que se celebró la boda de Clara y de D. Carlos en casa de D. Valentín.

El Comendador estuvo alegre, aunque hondamente conmovido, en aquella solemne ocasión, en que una persona tan querida de su alma se unía con lazo indisoluble al hombre que debía hacerla dichosa.

D. José y doña Antonia se volvieron temprano a su casa.

Lucía permaneció al lado de Clara hasta más tarde. También se quedó con ella el Comendador.

Juntos y solos volvieron ambos a la casa. La noche estaba hermosísima: la calle silenciosa y solitaria, el ambiente tibio y perfumado, el cielo lleno de estrellas y sin luna.

Lucía iba callada, contenta, pensando en la ventura de su amiga.

No estaba D. Fadrique menos soñador e imaginativo.

El tránsito de una casa a otra era cortísimo; pero, sin reflexionar, le alargaron ellos, parándose en medio de la calle y contemplando la bóveda inmensa del firmamento, como si quisiesen interrogar a las eternas luces, que allí fulguraban, sobre la suerte de los recién casados y quizá sobre la propia suerte.

Lucía, dando un suspiro, dijo al fin:

-¡No lo dude V.... serán muy felices!

-Alégrate sólo y no estés envidiosa -respondió el Comendador-; tú hallarás también un hombre que te merezca, que te ame y a quien ames tú con toda la energía de tu corazón.

-No, tío; no me amará -replicó Lucía-. Yo soy muy desgraciada.

Y Lucía suspiró de nuevo. El Comendador, a la dulce y escasa luz de los astros, vio entonces que corrían dos hermosas lágrimas por las mejillas de Lucía. La luz de los astros se quebraba en aquellos líquidos diamantes y daba reflejos de iris.

El Comendador no fue dueño de sí mismo. Acercó su rostro al de Lucía y puso los labios en una de aquellas lágrimas. Luego exclamó:

-¡Te amo!

Lucía no contestó palabra. Echó a andar hacia su casa; llamó, abrieron, y entró seguida del Comendador.

Al llegar a la escalera, se volvió y le dijo:

-Buenas noches, tío. Adiós, hasta mañana. Mamá me estará aguardando.

El Comendador puso la cara más afligida del mundo, viendo que tan secamente respondía la muchacha, o mejor dicho, no respondía a su repentina y vehemente declaración.

Ella se apiadó entonces, sin duda, y añadió sonriendo:

-Hable V. mañana con mamá...

-¿Y qué?... -interrumpió D. Fadrique.

-Y pida V. la licencia a Roma.

Dicho esto, muy avergonzada, pero muy satisfecha, Lucía subió a brincos la escalera, y dejó al Comendador no menos contento que ella iba.

Cuando supo Clara que Lucía y el Comendador habían decidido casarse, se alegró en extremo.

D. Carlos de Atienza compartió la alegría de su mujer, y recordando que debía una especie de satisfacción al Comendador, el cual se había creído aludido cuando le oyó leer el idilio contra el viejo rabadán, compuso otro idilio en defensa de un rabadán no tan viejo y en alabanza del amor de los rabadanes.

Este segundo idilio, que viene a ser como la palinodia del primero, se conserva aún en los archivos de Villabermeja, de donde mi amigo D. Juan Fresco me ha remitido copia exacta y fidedigna, que traslado aquí para terminar. El idilio es como sigue:

El Campo, N.º 11, 1 de mayo de 1877


En la vid con sus pámpanos lozana
relucen cual topacio los racimos.
Quita lluvia temprana
al alma tierra la aridez estiva,
y los frutos opimos
medran con nuevos jugos en la oliva
y en el almendro que entre riscos brota.
Recobra el claro río
el caudal que perdiera en el estío;
y el áspera bellota
se madura y endulza entre el pomposo
follaje, donde el viento
para las gentes de la edad primera
con fatídico acento
la voluntad de Júpiter dijera.
No como en primavera
el campo está de flores matizado;
que el labrador cansado
en las flores cifraba su esperanza,
y ora en cosecha sazonada alcanza
el premio de su afán y su cuidado.
Embalsama el membrillo con su aroma
el céfiro ligero;
y en el limón y en la madura poma
y en el sabroso pero,
el oro luce y el carmín asoma
que brillaron en rosas y alelíes;
mientras, por celos de su flor, empieza
a romper la granada su corteza,
descubriendo un tesoro de rubíes.
Con la otoñal frescura
nace la nueva hierba, y su verdura
la palidez de los rastrojos cubre.
Serena está la esfera cristalina,
y hacia el rojo Occidente el sol declina
en una hermosa tarde del Octubre.
Filis, la pastorcilla soñadora,
bella como la luz de la alborada,
abandonando ahora
su tranquila morada,
va de las ninfas a la sacra gruta;
y en vez de flores por presente lleva
un canastillo de olorosa fruta,
con que a vencer la resistencia prueba
que hacen a sus amores
las ninfas que en el suelo
a Cupidos traviesos y menores
dan vida y ser contra el Amor del Cielo.
No bien el antro con su planta huella,
donde reinan las sombras y el reposo,
con terror religioso
se estremece la tímida doncella.
Su presente coloca
de las silvestres ninfas en el ara,
y altas razones de prudencia rara,
que pone el Numen en su fresca boca,
con esmerada concisión declara.
«Ninfas, no os ofendáis de mi desvío;
no deis vuestro favor a los zagales
que cautivar pretenden mi albedrío.
Son como los rosales,
que lucen mucho en la estación florida
y dan amarga fruta desabrida.
De su orgullosa mocedad el brío
apetece y no ama;
y con enojo en sus palabras leo
que poética llama
ni ennoblece ni ilustra su deseo;
y que el conato, que imprimió natura
en todo ser viviente,
no se acrisola allí ni se depura
del cielo con la luz resplandeciente.
Ya sé que los Cupidos,
vuestros hijos queridos,
dan a la tierra su virtud creadora;
mas el Amor, que en el Empíreo mora,
esa misma virtud en ellos vierte,
y difunde doquier su vida arcana,
vencedora del mal y de la muerte.
Pues bien; la que se afana
los misterios ocultos y supremos
por saber de este Amor ¿lograrlo puede
con un zagal sencillo y sin doctrina?
Las que tesoro tal gozar queremos
¿no es mejor que busquemos
al varón sabio a quien el Dios concede
el vivo lampo de su luz divina?
Por esto, Ninfas, a mi Irenio adoro:
Como en arca sagrada,
guarda dentro del alma inmaculada
del Amor el tesoro;
y arde su llama bajo el limpio hielo
con que el tenaz trabajo de la mente
corona ya su frente,
como corona el cano Mongibelo.
Así Irenio recobra por la ciencia
lo que roba del tiempo la inclemencia.
¡Cuánto zagal con incansable mano
toca el rabel en vano
por carecer de gracia y maestría;
mientras que Irenio, con su blando tino,
y su plectro divino,
produce encantadora melodía,
y hace sentir al alma lo que quiere,
no bien la cuerda hiere!
Si el zagal inexperto
persigue al perdigón en la carrera,
o le pierde o le coge medio muerto:
Mas la diestra certera
pone Irenio prudente
en el oculto nido,
do el pájaro reposa con descuido,
y su pluma naciente
sin destrozar, sus alas no fatiga,
y le aprisiona al fin para su amiga.
Ni resplandece menos el ingenio
del doctísimo Irenio,
en componer cantares,
y en referir historias singulares.
Cuando me alcanza de la rama verde
la tierna nuez, la alloza delicada,
elige lo mejor, sin tronchar nada.
Cuando algún corderillo se me pierde,
él le busca y a casa me le lleva;
y de continuo me regala y prueba
su cariño sincero,
o haciendo con esmero
de los huesos de guinda
ya un barquichuelo, ya una cesta linda,
o enseñando a sacar a mi jilguero
el alpiste menudo
de entre mis labios con su pico agudo.
Tan sólo me perturba y me desvela
que Irenio a veces con el alma vuela
por donde de su amor terreno dudo.
Pero si Irenio de verdad me amara,
mayor triunfo sería
el lograr la victoria,
no de pastoras de agraciada cara,
sino de la poesía,
de la ciencia, del arte y de la gloria».
Irenio a Filis escondido oía;
y apareciendo y dándole un abrazo,
dijo con modestísima dulzura:
«Este amoroso lazo,
que labra mi ventura,
en vano, Filis, explicar pretendes
con tus alambicadas discreciones.
¡Ay, candorosa Filis! ¿No comprendes
que, a pesar del saber que en mí supones,
amor no te infundiera
tu rabadán si muy anciano fuera?
Cuando mi amor al del zagal prefieres,
por viejo no, por rabadán me quieres».






 
 
Fin de El Comendador Mendoza
 
 


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