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Miscelánea


Juan Valera






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La sacerdotisa de Irminsul

Aunque Julio César, después de una obstinada y sangrienta lucha, logró sujetar a la dominación romana toda o la mayor parte de la Galia, los habitantes de este país sufrían con pesar el yugo que se les había impuesto, y a veces durante la noche se oían por las selvas y bosques resonar los cánticos de guerra, que sobresaltaban a los romanos y les hacían redoblar su vigilancia.

Galerio, prefecto de las Galias, hacia fines del reinado de Augusto, había recibido repetidos avisos hasta de la misma Roma, en los que se le prevenía viviese muy apercibido, pues tramaban los galos con todo silencio una conjuración que tenía por objeto sorprender el campo atrincherado del Ejército romano y acabar con éste. Era Galerio hombre severo, adusto, valiente soldado, muy afecto a la disciplina militar, y honrado y de buen corazón. Por tanto, aunque adoptó en su campo las medidas más eficaces para evitar toda sorpresa, no se atrevía a emprender nada contra un pueblo que aún se mostraba obediente, y de cuyo delito no tenía más pruebas que las vagas noticias que había recibido. Lleno, empero, de sobresalto y cuidado, velaba las más de las noches, y recorría sin cesar el campo y sus alrededores, atento a descubrir la menor señal que aclarase sus sospechas.

Una noche en que, cubierto con el traje, armas y manto de un soldado, vagaba por las cercanías del campamento, vio con admiración que salía de él un hombre y se adelantaba silenciosa y apresuradamente con dirección al inmediato bosque. Tenía Galerio dada la más rigurosa orden para que ningún guerrero romano saliese de los atrincheramientos después de anochecido, y conociendo todos los soldados su severidad, no se había dado ejemplo de que alguno la quebrantase. Esto aumentaba más su extrañeza, y resolvió averiguar cuál era el intento del atrevido y qué motivo le impelía a desobedecer los preceptos de su general. Observó con cuidado la dirección que llevaba, y dando un largo rodeo, se apostó escondido en un sitio por donde necesariamente había de pasar. La luna brillaba en todo su esplendor, y así pudo distinguir con facilidad el rostro del culpable, en quien reconoció con sorpresa a un joven decurión llamado Pompilio, reputado por soldado valeroso, y en quien tenía gran confianza. Este descubrimiento aumentó su inquietud, y resolvió seguirlo a toda costa y ver adónde se dirigía. La claridad de la luna hacía muy difícil este proyecto, poniéndose a cada instante en riesgo de ser descubierto; sin embargo, no desistió, y se internó en el bosque, pisando con la mayor precaución.

Así anduvieron los dos más de una hora y al cabo llegaron a lo más intrincado de la selva, en donde había uno de esos colosales y toscos monumentos druídicos, cuyo objeto aún no han sabido explicar satisfactoriamente los más sabios anticuarios. Allí Pompilio recorrió con la vista el terreno; Galerio tuvo que arrojarse a tierra para ocultarse a sus miradas, y no viendo a nadie, se sentó en una roca, embozándose en el manto.

Pocos instantes habían pasado, cuando resonaron leves pisadas, acompañadas de una voz delicada, que con bajo, pausado y misterioso tono cantaba. Levantose Pompilio al oírla, y salió de la espesura una mujer joven y hermosa con el traje que usaban las nuevas profetisas druidas, cuyo colegio existía en la Isla de Francia. Al ver a Pompilio se arrojó en sus brazos con el mayor afán, y llegó a los oídos de Galerio, que aprovechó este momento para situarse donde pudiera ver sin ser visto, el ruido de los amorosos besos con que los dos se saludaban. Sentáronse los amantes en una roca, y aunque hablaban demasiado bajo para que el prefecto pudiese comprender su conversación, pareciole a éste que su descubrimiento estaba reducido a una intriga amorosa sin consecuencia, y pensó retirarse; mas fuele imposible hacerlo, porque aún no había dado un paso cuando, sobresaltados los amantes por el ruido que no pudo menos de hacer, se halló muy expuesto a ser visto, y tuvo por necesidad que permanecer, a su pesar, espectador de la amorosa conferencia.

Gran rato había pasado, y la impaciencia de Galerio no tenía ya límites, cuando un gran ruido de armas, o más bien como si golpeasen con espadas en una multitud de escudos, alborotó la selva. Levantose asustada la druida y exclamó, poniendo las manos en el pecho de su amante: «Vete, vete, o eres perdido», y desapareció.

Pompilio se puso también en camino apresuradamente, y el prefecto, no menos sobresaltado, trató igualmente de salir del bosque, contando, sin embargo, volver con gente armada y averiguar la causa del estruendo que había oído; pero embarazado con la turbación, perdió el camino, y al cabo de un cuarto de hora se halló completamente extraviado. En esto llegó a sus oídos un cántico guerrero entonado por muchas voces, y cuyas palabras contenían una multitud de imprecaciones contra los romanos. La luna se había ocultado entre dos nubes; las palabras del cántico proporcionaban a Galerio una prueba de la verdad de las noticias que había recibido, y deseando adquirir la certeza, se decidió a aprovecharse de la oscuridad y tentar la arriesgada empresa de acercarse al misterioso lugar donde quizá se celebraba una función de muerte. Hízolo así, en efecto, y a poco encontró varios bultos que caminaban en varias direcciones, como retirándose. No se detuvo por eso, y al cabo de algunos momentos descubrió una luz muy viva, y siguiéndola volvió a llegar a las cercanías del monumento de que ya se ha hecho mención, pero por distinto lado que anteriormente. Detúvose sin salir a un espacio despejado de árboles que allí había, y dirigiendo con atención sus curiosas miradas vio que al pie de una alta encina había un tosco altar de piedra, sobre el cual ardía una hoguera, y al que rodeaban varios druidas y la joven que había viste anteriormente. Ésta dirigía entonces la palabra a los sacerdotes, y en una especie de profecía prometía a los guerreros galos la victoria y la destrucción completa de los romanos, concluyendo con decirles que el dios, por su medio, señalaría el día de la venganza.

Galerio era valiente; los guerreros habían desaparecido, y sólo quedaban los sacerdotes y la profetisa; tomó una resolución desesperada, y presentándose a los conspiradores les apostrofó con resolución, dejándoles al pronto helados de terror.

Sin embargo, algo recobrado uno de los sacerdotes, dirigió a Galerio la palabra con tono altivo:

-Profano -le dijo-, ¿cómo te atreves a interrumpir los misterios de nuestro culto?

-No ignoro -respondió Galerio- cuáles son vuestros intentos, y sólo con una pronta sumisión podéis evitar el castigo que está próximo a caer sobre vuestras cabezas.

-Ese romano debe morir- dijo la profetisa.

-Si tu amante el decurión Pompilio te ha dicho que nadie sale de noche del campo romano, te ha engañado.

El efecto de un rayo no es más pronto que el que estas palabras causaron en la joven. Uno de los sacerdotes exclamó:

- ¡Impostor!

Pero la druida cayó de rodillas, gritando:

-¡Perdón! ¡Perdón!

-No lo habrá para ti si eres criminal- dijo el sacerdote.

Hubo unos instantes de silencio, que fueron interrumpidos por la llegada de una centuria romana, a cuya cabeza venía un tribuno, que, inquieto por la larga ausencia del general, había salido en su busca.

Galerio mandó que todos los presentes fuesen conducidos al campamento, en donde separadamente examinó a los sacerdotes y descubrió el pormenor de la conspiración, que logró desconcertar con su valor.

Los druidas pidieron a Galerio que les fuese entregada la criminal sacerdotisa para castigarla; pero el prefecto rehusó acceder a esta súplica y la envió a Roma con su amante Pompilio.

Ahora sólo resta añadir al lector que en este suceso estriba la acción de la tragedia titulada Norma y de la ópera que con el mismo título ha alcanzado tantos aplausos.

Granada, 1840.




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Adadus Calpe

No hace muchos días que, hallándome yo en una reunión de hombres doctos, cité a la persona cuyo nombre sirve de epígrafe a este articulillo, y la cité como a una, o tal vez la primera, de nuestras glorias científicas contemporáneas. Todos se miraron asombrados y me dijeron que no conocían a semejante persona ni tan extraño nombre.

-No lo dudo -dije yo-; pocos la conocen en España, y si yo la conozco es por una casualidad. La conocí en una gran ciudad de la América del Sur, y tuve la dicha de hacerme su amigo y de que me explicase algo de sus doctrinas. La fatalidad nos separó muy pronto, y no he vuelto a saber de ella.

-Pero ¿cuál es su verdadero nombre? -dijo uno de los que me escuchaban-, porque Adadus Calpe me parece seudónimo.

-Su verdadero nombre no lo sé, y aunque lo supiera no lo diría. Es un gran secreto. Baste saber que Adadus Calpe es el nombre con que le conocen sus innumerables discípulos. Bajo este nombre publica sus obras, que son muchas, impresas las más en los Estados Unidos.

-¿Y usted no ha leído o no posee alguna de sus obras?

-He leído un poco de algunas, porque no hubo tiempo para más. No poseo ninguna, porque Adadus Calpe sólo tenía consigo un ejemplar de todas ellas y no consintió en cedérmelas por nada del mundo.

-¿Cuáles son los títulos de las obras que usted ha leído o, por lo menos, hojeado?

-Los títulos son: Treinta noches en el mundo de los espíritus; De la vida dichosa, con algunas nociones de funifantasmagoría o arte de ahorcarse por gusto; Del origen de mal y de su remedio; Elementos de electrobiología; Idem macriobótica o ciencia de prolongar la vida; De la sabiduría antibabélica y del lenguaje primitivo; De las cuatro postrimerías del hombre. Y, finalmente, una disertación sobre el mejor y más fácil medio de libertar de los trabajos serviles a la raza humana, multiplicando, aclimatando entre nosotros y educando a los orangutanes de Borreo y a los chimpancés del Congo.

Un señor que presume de muy grave, que no sabe leer más que en su libro y que no cree en más filosofía que la que le enseñaron en el colegio, exclamó al punto, algo amostazado:

-Me parece que está usted inventando a su antojo, sabio, nombre y títulos de obras, pues es imposible que haya en el mundo hombre tan disparatado, nombre tan singular y títulos tan ridículos.

-¿Cómo que es imposible? -contesté yo, incomodado de que se dudase de mi veracidad- Sujetos hay en España (y nombré a algunos que han conocido como yo a Adadus Calpe, y no me dejarán mentir. El mismo Adadus se aparecerá, tal vez, por Madrid el día que menos se piense, y le probará a usted que no es desatinada su ciencia. En cuanto a los títulos de sus obras, ridículos o no, yo sostengo que son exactos, al menos en el fondo, pues tal vez no los recuerde bien palabra por palabra. Si usted quiere cerciorarse de que no me burlo, envíe a Nueva York por los libros mencionados. Allí, si no están todos ellos, estarán algunos de venta. Puesto que usted duda de la existencia real de Adadus Calpe, yo le diré que, en desquite, y por las mismas razones que ha dado usted, voy a dudar de Novoa, de Pujals de la Bastida y de otros sabios españoles que citó. Adadus Calpe, puesto que usted con sus dudas me obliga a hablar más desembozadamente, es un sabio español, natural de Cádiz, y aunque el mismo Adolfo de Castro le desconozca, yo afirmo que Adadus es gaditano y que ha nacido de muy ilustre familia, si bien por ser tan filósofo jamás se jacta de ello. Sé, sí, señor; sé su nombre y apellidos, pero no quiero, ni puedo, ni debo revelarlos.

-¿Qué dificultad hay para revelarlos? -dijo otro de los concurrentes, con marcada curiosidad:

-Muy grande -respondí-; ya he dicho que es un secreto de que no puedo disponer.

-Díganos usted, al menos, su edad- insistieron otros.

-También eso es difícil, ya que no imposible. Cuando le miraba yo sin intención, le juzgaba de treinta a cuarenta años; pero al mirarle atentamente, notaba en su entrecejo y en su frente espaciosa una huella tan profunda, que, por enérgico que fuese su pensamiento, no concebía que pudiera trazarla sino al cabo de muchos siglos de trabajo incesante. Estas arrugas tenían, empero, más profundidad espiritual que material, y los profanos, o no las percibían o no sabían ponderar su importancia. En cada una de ellas se escondía, como en un nido, multitud de meditaciones, de hipótesis y de antilogías. Allí estaban virtualmente todos los países del mundo que Adadus había recorrido, todos los infinitos libros que había leído, y todos los secretos que a la Madre Naturaleza había robado.

-¡Hombre! ¡Maravilloso sabio ha conocido usted en sus viajes! ¡Lástima que no se lo trajese usted consigo!

-Eso no podía ser. Lo que podía ser y yo temía era que él, por su poderosa fuerza de atracción electrobiológica, me arrastrase a seguirle en sus peregrinaciones.

-¿Y adónde iba cuando usted le conoció?

-A descubrir el Templo subterráneo del Sol, que está cerca del Cuzco; pensaba luego visitar las grutas misteriosas y el lago sagrado donde Manco-Capac y Mama-Oello se aparecieron por vez primera a los peruanos. Iba, por último, a subir a la cumbre de los Andes a ver si desde allí descubría el Paraíso terrenal, que, según su doctrina, está en aquellas regiones de América. Méjico, para él, es el antiguo Misrani, y el viaje de Moisés y de las doce tribus por el desierto, durante cuarenta años, fue desde Méjico a la Palestina.

-Estupendas noticias tenía ese sabio de los sucesos antiguos. Pero ¿qué fuerza de atracción electrobiológica era esa de que tanto temía usted dejarse arrastrar?

-Era tal y tan monstruosa, que cuando miraba a alguien magnéticamente, al punto le hacía sentarse, si estaba en pie, y dormirse, si estaba sentado. Si en la oscuridad sacudía los cabellos, se llenaba el aire de chispas, y eso que los cabellos eran postizos, porque gastaba peluca. ¡Imaginen ustedes qué rayos y qué relámpagos hubiera lanzado de sus cabellos propios! Pero en lo que hacía prodigios era en la electrobiología, que es, como si dijéramos, la perfección del magnetismo.

-Amigo mío -exclamó entonces un aficionado a las ciencias modernas-, me infunde usted el más vehemente deseo de saber algo de las doctrinas de ese hombre. ¿No podrá usted explicarlas?

-Sí -dijo otro-, refiera usted algunas de las conversaciones que tuvo usted con Adadus Calpe.

-Mucho me agradaría poder referirlas ahora mismo -contesté yo-; pero es empeño demasiado arduo. No las recuerdo muy bien y será menester que ponga en orden mis reminiscencias. Hecho esto, prometo a ustedes escribir tres o cuarto de los más profundos coloquios que tuve con aquel sabio andante y desconocido de su patria.

MENGANO.




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Antinomias críticas sobre la crítica literaria

Ya que tuvimos la fatal ocurrencia de dar a luz este raquítico engendro de nuestra imaginación titulado La Malva, fuerza es que lo alimentemos y no le demos muerte prematura.

Pero ¿cómo alimentarlo?

De política no queremos ni podemos hablar, y para hablar de salones y de bailes y de la hermosura y de las galas que las damas lucen en ellos, nos faltan tino, tiento, tacto, primor y melifluidad pedrofernandina.

Lo único que nos queda es la crítica literaria; pero como la crítica literaria es casi imposible en nuestro país, viene a resultar que no nos queda casi nada, y que nuestro periódico tendrá que fenecer, no sólo por falta de suscriptores, que con esto ya contábamos, sino también por falta de asunto.

El asunto de la crítica literaria es la literatura; y la literatura va desapareciendo. Ni las obras del señor Pirala, que sin querer hemos criticado injustamente, porque no caen bajo el dominio de la critica literaria; ni otras muchas producciones que no son obras del ingenio, sino ingeniaturas, y que no pasan de ser medios muy honrosos de ganarse la puchera o de matar el tiempo, el cual difícilmente se podría emplear en cosa peor; ni nuestro periodiquín, que más que periodiquín es una sandez periódica,e cosi via discorrendo, nada de esto es literatura, ni cosa que lo valga. De nada de esto hablaremos, por consiguiente.

Pero ¿podremos hablar de la verdadera literatura? That is the question, la cual se divide en varias. La primera es si hay o no en nuestra España de ahora una verdadera literatura; y el amor propio nacional, aunque no tuviéramos otras razones más poderosas, nos lleva a decir que sí. La segunda es si nosotros somos o no competentes para criticarlas; y el amor propio individual, aunque no haya otras razones más poderosas, también nos lleva a decir que sí. El diploma de crítico, ni se gana en la Universidad ni se reparte en ninguna academia. No hay más sino dárselo uno a sí mismogratis et amore. Provistos ya de este diploma, veamos qué otras dificultades se presentan.

Es la mayor de todas la amistad y convivencia de cuantos nos llamamos literatos, y el convenio tácito que se diría hemos hecho de no descubrir al vulgo nuestras faltas. Allí donde nos reunimos cuatro, allí criticamos y mordemos bien a los cuatro mil que están ausentes; pero al público no le decimos nada de todo esto, para que a su vez no nos descubran los criticados, quedando todos iguales.

Por ejemplo: voy yo por ahí diciendo que soy un admirable helenista. El vulgo me cree y los sabios no me desmienten. Si tal sabio descubriese que yo no sé la lengua griega, descubriría yo que él no sabe la arábiga, y que el de más allá no sabe la hebraica, y nada ganaríamos con quedarnos unos sin griego, otros sin hebreo y sin árabe esotros. De esta suerte hemos venido a formar, a semejanza de los antiguos colegios sacerdotales, donde se custodiaba y escondía la ciencia a los ojos profanos, una especie de colegio sacerdotal, donde se custodia nuestra ignorancia oculta, dejando que la poca ciencia que tenemos discurra libremente y con desenfado por esas calles y plazas; lo cual es más conforme a los adelantos y al liberalismo democrático de nuestra edad.

Es imposible, por tanto, censurar de ignorante a nadie. No queremos reírnos de los sabios para que no nos paguen en la misma moneda, y, sobre todo, para que no nos acusen de haber descubierto el indigno misterio de los iniciados. Conocidos son los horribles castigos que se imponían a los que divulgaban los misterios de Samotracia, de Eleusis o de otro punto por el mismo orden. Aquí también ha de haber castigos señalados para un crimen idéntico.

Pero ya que no nos riamos de los sabios, ¿no nos podríamos reír de la sabiduría, como hacen muchos?

¿No nos será permitido, ignorando la Economía política, burlarnos de ella? ¿No sabiendo de filosofía, decir que la filosofía son tiquis miquis incomprensibles; y no habiendo leído nunca más que la retórica de Hugo Blair y la poética de Horacio, mal traducidas, condenar toda obra que no se ajuste a aquellos preceptos?

Para responder debidamente a estas preguntas necesitamos más espacio. La suite, au prochain numéro... Estas cuestiones no caben en un artículo, y tendrán que ir desenvolviéndose en una serie de ellos.

Madrid, 1860.




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De «El Contemporáneo»

Los partidarios del Gobierno propagan, días ha, por Madrid y por toda España, que la oposición conservadora del Congreso se coliga o está dispuesta a coligarse con los progresistas y con los demócratas. Ni el Gobierno ni sus partidarios tienen pretexto alguno razonable para anunciar esta coalición, y, sin embargo, la anunciaron y la dan por cierta.

No es nuestro ánimo discutir aquí hasta qué punto sería culpable la minoría si tal hiciese, ni tampoco si es posible una coalición entre bandos tan opuestos por sus ideas, ora conservando cada uno las que siempre le sirvieron de norma en su conducta política, ora renegando de ellas, en parte o en todo, explícita o implícitamente, a fin de formar un solo y monstruoso partido, sin más credo político que negaciones.

Una coalición de las minorías, hecha de esta última manera, sería un plagio de la Unión Liberal, y es difícil, cuando no imposible, creer o imaginar siquiera que las minorías del Congreso vayan a plagiar una obra tan desacreditada. Más difícil y más imposible aún es creer o imaginar que alguna de las minorías, o que algunos de los individuos de que las minorías se componen, estén tan dejados de la mano de Dios que hasta gratis et amore, o dígase hasta sin el incentivo seductor del presupuesto, se resignen a hacer en la nueva Unión Liberal el papel tristísimo y desairadísimo de resellados.

Pero dirán algunos que no basta lo dicho a destruir todo fundamento de coalición. Nosotros no se lo negaremos.

Si por coalición ha de entenderse la suspensión de hostilidades entre las minorías y el convenio tácito de marchar juntas, cada una bajo su bandera, contra el común enemigo, la coalición tal vez sea posible, y si llegase a realizarse, nada habría en ella digno de censura, nada que no estuviese justificado y no tuviera precedentes honrosos en la historia parlamentaria de España y de otras naciones. Veamos, empero, si es cierto, como afirman los ministeriales, que esta coalición está formada o próxima a formarse, y veremos que no.

Los votos que los conservadores han dado, o con los progresistas, o hasta cierto punto conformes con ellos, en tres importantes votaciones, son el único indicio en que puede apoyarse la acusación de coalición, y este indicio no es bastante para pronosticarla, y mucho menos para declararla ya como tácitamente cumplida.

En la primera de las tres votaciones, en la de los dos millones para la señora infanta, aun prescindiendo de si es conveniente y constitucional discutir y alterar cada año el presupuesto de la Real Casa, hay una cuestión económica sobre la cual no podía la minoría conservadora ni pretender siquiera que hubiese conformidad entre sus individuos. Todos aman y respetan a sus reyes, pero no todos creían que, al votar aquel nuevo gasto, les daban una prueba de amor y de respeto. Así es que, sin convenirse en nada, votó cada cual según lo que le dictaba su conciencia. Ni uno votó contra los dos millones. Unos votaron en pro, y otros, los más, se abstuvieron de votar, coincidiendo en esto, casi se puede decir, con la mayoría de la mayoría.

En la cuestión del señor infante don Sebastián, hubiera sido hasta inmoral que la minoría se pusiese previamente de acuerdo. Era un litigio en el cual todos los representantes de la nación estaban llamados a ser jueces y a dictar sentencia, bien declarando al Estado deudor de una inmensa suma al señor infante, bien negando la validez de los derechos que éste alegaba. Aunque el litigio no era ordinario; aunque tenía en sí mucho de político, era al cabo un litigio, sobre el cual la justicia y no el espíritu de partido debía dar su fallo. La conciencia de los jueces no debía, pues, estar prevenida ni cohibida, sino exenta de todo convenio anterior, a fin de que votase cada cual según su leal saber y entender, y no según las aspiraciones o la conveniencia de los de su bando. Por eso hubo conservadores que votaron en pro de los intereses del señor infante, conservadores que votaron en contra, y conservadores que se abstuvieron de votar, coincidiendo también en esta ocasión, como en la precedente, con no escaso número de diputados de la mayoría.

Claro se ve que de la conducta observada por los moderados en estas dos primeras importantes votaciones: no es posible sacar como consecuencia legitima su alianza, no ya su fusión con los progresistas puros. Más verosímil parece que en la segunda votación se dejasen arrastrar los conservadores por la persuasiva elocuencia del señor Permanyer, diputado de la mayoría; y más verosímil parece una alianza tácita entre este señor, algunos otros de la mayoría y los conservadores, cuyos principios están muy en consonancia, si no son los mismos, que no la alianza tácita o expresa entre moderados y progresistas, tan distantes por opiniones y tendencias.

Pero ha habido recientemente en el Congreso una discusión de mayor trascendencia que las anteriores, y una votación, en la cual votaron los conservadores, no ya lo propuesto por los progresistas puros, sino lo propuesto y sostenido por el jefe de la democracia española, cuyas doctrinas ha combatido y combatirá siempre el partido conservador. Esto ha dado ocasión a muy diversos comentarios, y nosotros vamos también a hacer el nuestro.

Lo primero que hay que considerar es que quien vota contra una proposición, vota la proposición contradictoria, y que si es verdadera la proposición, la contradictoria tiene que ser absurda. Ahora bien como la proposición del señor Rivero era verdadera, esto es, era justa, estaba conforme con las leyes del Estado, votar en contra era votar algo contradictorio y opuesto a esas mismas leyes.

¿Es inconstitucional o no cohibir la libre acción de los partidos legales? Tal es la cuestión reducida a sus términos más breves; y como por la libre acción de los partidos legales no puede entenderse otra cosa sino aquella acción que la Constitución misma garantiza y concede, y no otra acción anticonstitucional e ilegítima, la cuestión puede formularse de este otro modo: ¿Es inconstitucional o no cohibir a los ciudadanos en el legítimo ejercicio de los derechos que la Constitución les otorga? ¿Es inconstitucional o no faltar a la Constitución? La respuesta es muy clara: es inconstitucional. Luego los moderados que votaron la proposición del señor Rivero votaron constitucionalmente y según la doctrina conservadora.

Algunos dicen que en las asambleas deliberantes no se votan las proposiciones por el sentido que en sí tienen, sino por la intención y propósito con que son presentadas y explicadas durante la discusión. Pero aun siendo esto así, que en manera alguna debiera serlo, porque es exponerse, para contrariar tal vez malos propósitos y peores intenciones, a estar votando perpetuamente proposiciones absurdas, todavía demostraremos que al votar los moderados, no el sentido de la proposición, ni la intención tampoco, ni el propósito que allá en el fondo de su alma pudiera tener el señor Rivero, pues sobre esto no hay voto ni juicio, sino toda la significación que a la proposición pudo darse después de oídos los discursos del señor Rivero y del señor Posada Herrera, votaron de acuerdo con las doctrinas del partido liberal-conservador que en el Congreso defienden y representan.

Sin aceptar los principios fundamentales del partido democrático; condenando los unos como perenne e irremediablemente incompatibles con la naturaleza de las sociedades humanas, que caerán al querer realizarlos en la anarquía o en la dictadura, y mirando los otros como aspiraciones generosas, que tal vez se logren en un futuro más o menos remoto, pero que en el día serían sólo causa de estériles y lamentables trastornos, si se quisiesen realizar, el partido moderado combate y ha combatido siempre con la democracia, oponiendo doctrinas a doctrinas, pero no ahogando su voz ni arrojándola del terreno legal de la libre y serena discusión de las ideas. El señor Castro y el mismo señor Rivero hicieron notar perfectamente, durante la discusión, que tal había sido siempre la doctrina y aun la conducta del partido moderado, citando en corroboración de ellos los tiempos en que gobernaban los señores Nocedal y Bravo Murillo.

Mientras la democracia se valga de la persuasión y del raciocinio, el partido moderado no comprende que se empleen otras armas para combatirla que la del raciocinio y la persuasión. Sólo a la violencia ha opuesto y opondrá la violencia, cuando estuvo o vuelva a estar confiada a su cuidado la salud y la tranquilidad de la patria.

La existencia del partido democrático en España se puede lamentar, pero se tiene que reconocer como un hecho. Aun creyendo firmemente que ese partido, luego que crezca y se dilate en nuestro país, ha de acarrearle muchos y grandes males, no parece justo condenarle a muerte por esta presunción. El Gobierno que así obrase obraría del mismo modo que el padre de familia que, teniendo un hijo mal conformado, le ahogase en la cuna o le echase de casa y le apartase de la sociedad de sus otros hermanos, presumiendo que iba a ser vicioso, infeliz o perverso, y que podría comunicarles sus vicios o envolverlos en su ruina. Bien se pueden condenar los principios fundamentales de la democracia; pero mientras la democracia no se salga de la esfera legal al sostenerlas, ni el ministro de la Gobernación, ni la mayoría, ni ninguna de las minorías tienen autoridad bastante para excomulgar a la democracia, para ponerla fuera de la ley, que es lo que pretendió hacer el señor Posada Herrera?

¿En qué se podrá fundar el señor Posada Herrera para dictar esta sentencia? ¿En su sentido común? No, porque su sentido común suele no ser el de los demás hombres, y aunque lo fuese, nunca es el sentido común criterio bastante para decidir una cuestión política, esto es, científica. Tanto valdría decidir por medio del sentido común si es el Sol o si es la Tierra la que está fija en el centro de nuestro sistema planetario. ¿Se podría fundar el señor Posada Herrera en su entendimiento? Tampoco nosotros, moderados, convenimos con él en condenar a la democracia; pero el fallo del entendimiento, aunque pudiera fundarse en la mayor evidencia, no da autoridad para poner fuera de la ley a quien se rebela contra ese fallo. El entendimiento del señor Posada Herrera no tiene mero y mixto imperio sobre el entendimiento de los otros. El entendimiento de todos los hombres juntos no tiene mero y mixto imperio sobre el entendimiento de uno solo.

El entendimiento sí que es autonómico y humanamente ilegislable y exento y libre del dominio que otro entendimiento cualquiera pretenda ejercer sobre él, salvo por medio de la persuasión.

Pero se nos dirá que el señor Posada Herrera se fundaba en las leyes, no ya sólo en su entendimiento, al poner a la democracia fuera de la ley.

¿Y quién ha dicho al señor Posada que la democracia no ha respetado las leyes? ¿Es acaso ella o son los tribunales los encargados de hacerlas respetar?

¿Qué fallo han dado los tribunales diciendo que la democracia no ha respetado las leyes y que debe, por tanto, considerarse ilegal?

Debe, además, recordar o entender el señor Posada Herrera que no hay ni puede haber ley humana positiva a la cual, si bien toda la voluntad debe estar sometida, no puede sustraerse el entendimiento. Toda voluntad humana debe humillarse y acatar y reverenciar la voluntad del legislador; pero no hay voluntad de legislador ante la cual tenga que humillarse el entendimiento. El entendimiento discute y hasta pone en duda la bondad y excelencia de las leyes humanas positivas, mientras la voluntad las cumple o debe sumisamente cumplirlas. Si no fuera así, si fuera como pretende el señor Posada, ni habría historia, ni progreso, ni movimiento en el mundo. Cualquier ley humana positiva que, en el principio de las sociedades semiselváticas, hubiera promulgado el legislador, tendría que subsistir aún, porque al avasallar las voluntades hubiera avasallado también los entendimientos, y nadie la habría discutido ni cambiado.

La única ley que avasalla el entendimiento, porque se hace una misma cosa con él, ora por medio de la fe, ora por medio de la razón, es la ley divina, ya sea natural, ya revelada. La ley divina, pues, es la única ley eterna e indiscutible. Las humanas, que son perecederas y caducas, están sujetas a la discusión y al libre examen del entendimiento.

No se puede negar que de esta discusión, que de este libre examen, pueden originarse, en ocasiones, una violenta subversión de las leyes y un cambio, o prematuro o retrógrado, o absolutamente pernicioso, en el orden establecido. Mas para evitar estos males hay también leyes que limitan el ejercicio de este libre examen y de esta discusión; hay también circunstancias extraordinarias en que, peligrando la salud del Estado, puede el Poder público y debe prescindir de las leyes, y limitar el ejercicio de los mencionados derechos por una razón más alta y más respetable que aquella en que se fundan los derechos mismos.

Si a éstos se hubiera atenido el señor Posada Herrera; si solamente hubiera tratado de confirmar la facultad que tiene todo Gobierno de defender el orden existente, hasta revistiéndose, en circunstancias extraordinarias, de una autoridad mayor que la que le conceden las leyes mismas, de una autoridad incompatible con el libre ejercicio de todos los derechos de los ciudadanos, creemos que los diputados del partido conservador hubieran estado de acuerdo con las doctrinas del señor Posada Herrera.

Pero el señor Posada Herrera quiso poner fuera de la ley a todo un partido político; partido cuya existencia lamentamos, pero cuya existencia no es posible sofocar mientras discuta dentro del círculo que la ley le marca y mientras no atente por medios violentos a cambiar el orden político para poner en su lugar como instituciones sus doctrinas o sus ensueños. En esto no podían convenir, y no convinieron, los diputados conservadores.

No basta un dicho del señor Posada Herrera para que creamos todos que los demócratas son anticatólicos por el mero hecho de ser demócratas.

Demócratas hay que son a han sido, o los puede haber, ateístas. Pero ¿habrá de cargar con esta culpa todo el partido democrático? Entonces serán también impíos e irreligiosos los demás partidos políticos, porque ha habido hombres impíos e irreligiosos en todos ellos.

¿Estará acaso en la esencia del credo democrático el ser anticatólico? En ese caso, el partido democrático será una secta de herejes, y la Iglesia, y no el señor Posada Herrera, que no es su Pontífice y que tal vez no sepa siquiera una palabra de Teología, debe excomulgarle.

Pues no faltaba más sino que pudiese el señor Posada Herrera no sólo poner fuera de la ley a un partido en masa, sino ponerlo también fuera de la comunión de los fieles. El día 3 de diciembre excomulgó este señor a los demócratas, y el día menas pensado excomulgará a los absolutistas o a los conservadores. No quedarán más ortodoxos en España que los individuos de la Unión Liberal mientras que el señor Posada Herrera sea unionista. Mas ¡ay de la Unión Liberal si el señor Posada Herrera la abandona! Volverá también contra ella esa tremenda facultad de excomulgar que le ha concedido, y la Unión Liberal será a su vez excomulgada.




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Apología de las corridas de toros

Un discreto artículo, escrito por estilo elegante, que El Reino publicó el día 10 condenando las corridas de toros y procurando rebatir cuanto en defensa de ellas hemos dicho, nos obliga a tomar de nuevo la pluma para defenderlas y defendernos. Pero téngase en cuenta, antes de todo, que nosotros no queremos demostrar que las corridas de toros sean útiles y buenas; nosotros no las hemos querido convertir en una especie de enseñanza para el pueblo, ni hemos querido hacer de ellas una institución política y religiosa de trascendencia grandísima, como lo eran los juegos olímpicos, ístmicos y píticos, a que el articulista de El Reino las compara. Nosotros nos hemos limitado a sostener que las corridas de toros son una diversión popular ni más ni menos profana ni más ni menos contraria a las buenas costumbres que la comedia, el baile, los títeres, el circo ecuestre, las riñas de gallos y otras funciones por el mismo orden. Sin duda que sería muchísimo mejor que la gente fuese menos aficionada a divertirse y que se quedase en casa estudiando, rezando o cumpliendo con sus obligaciones; pero, puesto que somos frágiles y gustamos de divertirnos, no nos parece que los toros sean una diversión más censurable que otra cualquiera. De este modo y con estas limitaciones hemos defendido los toros, y basta indicarlo así para que vengan a tierra los más de los argumentos que nuestro colega nos hace.

¿Cómo hemos de creer nosotros que las diversiones públicas tengan por objeto, según dice nuestro colega, «levantar el espíritu de los hombres, perfeccionar sus sentimientos y sus ideas, engrandecer su alma y ensanchar el horizonte de sus miras por las regiones de lo infinito y de lo absoluto»? Bueno y rebueno sería que tuviesen las diversiones tan noble y santo propósito; pero ni lo tienen ahora ni jamás lo han tenido. ¿Qué ensanche de miras, qué dilatación de horizontes, qué visión de lo infinito ni de lo absoluto ha de tener nadie después de ver a un saltarín hacer cabriolas, a la Nena bailar el jaleo, o a un titiritero brincar en la maroma? ¿Qué ideas ni qué sentimientos se le perfeccionarán a nadie después de haber oído una zarzuela de Camprodón o un vaudeville malo y peor traducido? Nadie tampoco, cuando sale de su casa y va al teatro o a otro espectáculo cualquiera, se propone perfeccionarse y adelantar en su educación moral e intelectual; lo que se propone es distraerse un rato si puede. A nadie se le ocurre decir: «Me voy al teatro a ver si me perfecciono y me corrijo y me abro nuevos horizontes y topo allí con lo infinito y lo absoluto.» Para hacerse sabio se va a la Universidad a oír a los maestros y catedráticos, y para hacerse bueno se va a la iglesia a oír misa y sermones, y para hacerse místico y descubrir esos horizontes divinos lo que conviene es la oración mental, el recogimiento, la penitencia y la conversación interior, y no irse a holgar por esos teatros, de fiesta en fiesta, de bureo en bureo.

«Nosotros -añade el articulista- preguntaríamos a los que se retiran al hogar doméstico después de haber presenciado una de esas luchas entre los hombres y las fieras: «¿Qué nueva idea lleváis hoy a vuestra casa a consecuencia de la función a que habéis asistido? ¿Qué perfeccionamiento sentís en vuestro ser?» La pregunta que hace el articulista de El Reino se parece a la que hace el Caballero de la Tenaza a una dama que le pedía un balcón para ir a los toros: «¿Qué piensas que se saca de una fiesta de éstas?» Y el mismo caballero responde, diciendo: «Cansancio y modorra y falta de dinero al que paga los balcones. Dala al diablo, que es fiesta de gentiles, y todo es ver morir hombres que son como bestias y bestias que son como maridos.» Pero nosotros, que no estamos amenazados de pagar el balcón a ninguna dama ni tenemos ese ensañamiento interesado contra las corridas de toros, no podemos decir que son gentílicas ni que siempre se ve en ellas morir hombres, cuando en todo lo que va de siglo habrán muerto cuatro o cinco en la plaza. Confesaremos, sin embargo, que no sentimos perfeccionamiento ninguno ni traemos casi nunca nuevas ideas cuando volvemos de los toros; pero lo mismo nos sucede cuando volvemos de la comedia, del baile, de la tertulia, de los títeres y de otras muchas partes. Gracias si al volver de la iglesia, o de la Biblioteca Nacional, o de una cátedra, nos sentimos algo mejores o un poco más instruídos que cuando entramos en ellas. Desengáñese nuestro poético adversario; si fuésemos a renegar, como nos aconseja, de toda festividad donde no recibiese el alma «mayor impulso hacia lo bueno y mayores y más vivas aspiraciones hacia un mundo superior, manantial de toda vida, foco de toda luz, centro de toda grandeza y origen de todo lo creado», iríamos a pocas partes, salvo al jubileo y al sermón y a oír lecciones de sana filosofía donde haya quien sepa darlas.

Los juegos olímpicos, que cita nuestro colega, no comprendemos que pudieran producir en nosotros esos divinos efectos. ¿Qué mayor impulso hacia el bien, qué mayores aspiraciones místicas nos había de infundir la contemplación de la lucha, del pancracio o del pugilato, y los atletas combatiéndose desnudos y dándose furibundas puñadas hasta verter sangre por las narices y la boca, y hasta cubrirse de cardenales y de contusiones horribles, y hasta caer y revolcarse en la arena, todo magullados y molidos? Lea el articulista cómo pinta Homero los juegos epitafios que dio Aquiles en honor de Patroclo, y, aun prescindiendo de los sacrificios humanos, verá si son bárbaros. Para colmo de elevación del alma a Dios, solía también hacer algún filósofo cínico tal cual indecencia o extravagancia mayúscula en los mencionados juegos, que el articulista de El Reino nos presenta como un dechado. Recuérdese, en prueba de lo que decimos, el espectáculo que dio en ellos Peregrino, el famoso, cuando se vistió o, mejor dicho, se desnudó de Hércules e imitó a Hércules, quemándose en una hoguera, como lo describe Luciano.

Pues no crea tampoco el articulista de El Reino que los famosísimos conciertos de Alemania al aire libre, en los jardines públicos, tienen siempre ese carácter de sublimidad y de moralidad que les atribuye. En dichos conciertos suele tenerse muy presente aquella sentencia en verso de Lutero que dice:


Wer liebt nicht Weib, Wein und Gesang,
Der bleibt ein Narr sein Lebenlang;

que es como si dijéramos:


   Quien no ama el canto, la mujer y el vino,
es durante su vida un gran pollino.

En verdad que a estos conciertos asisten honrados burgueses que se atiborran de tortas y de cerveza y que fuman en pipa mientras oyen la música, y excelentes matronas que hacen calceta, prestando siempre alguna atención al arte; pero allí acuden también las costurerillas alegres, y los estudiantes regocijados; y se come, y se bebe, y se retoza, y se suele pensar en todo menos en lo infinito y en lo absoluto, y se ven muchas cosas que nada tienen que ver con los horizontes ideales. Lléguese el articulista de El Reino a una joven pareja que salga de estos conciertos y pregúntele: «¿Qué perfeccionamiento sentís en vuestro ser?» La pareja es probable que le conteste a dúo con aquellos versos de Heine:


   Ich habe gerochen alle Gerüche
In dieser holden Erdenküche;

esto es, aunque mal y libremente traducido:


   He olfateado toda golosina
del mundo en la dulcísima cocina, etc.

El mundo sería para esta pareja una cocina y no un templo.

Añádase a esto el juego desenfrenado, que suele combinarse en Baden y en otros puntos con los referidos conciertos, y comprenderá nuestro entendido impugnador que no es todo oro lo que reluce, y que es rara, muy rara, la diversión pública que un moralista severo no pueda y deba condenar.

Achaques son de la decaída y pecadora naturaleza humana, y lo mismo se advierten sus deplorables síntomas en las corridas de toros que en cualquier otra diversión, incluso la del teatro, a pesar de la manía que ha entrado a varias personas de sostener que el teatro es una escuela de costumbres. Todo lo contrario han pensado muchos santos padres y muchos eminentes teólogos, y más veces se han prohibido las comedias y más se ha clamado contra ellas que contra los toros, aunque en balde siempre.

En España, donde ha sido el teatro tan grande, tan rico y en cierto modo tan católico, ha sido anatematizado y prohibido en diversas ocasiones. El padre Mariana lo censuró duramente, y en tiempo de Felipe II se prohibieron las comedias, pues, según el dictamen de doctos teólogos, «las que hasta allí se habían representado y solían representarse, con los dichos y acciones, meneos y bailes y cantares lascivos y deshonestos, eran ilícitas y era pecado mortal representarlas». En tiempo de Felipe IV, con ser este rey autor de comedias, también estuvieron las comedias prohibidas durante algún tiempo, y sólo se permitieron las que trataban de historias y vidas de santos. En él dicho reinado de Felipe IV hubo muchos prelados, como, por ejemplo, el arzobispo de Sevilla, que condenaban las comedias diciendo que con las tales representaciones andaba la gente vestida de lujuria. En tiempo de Carlos II también estuvieron las comedias más toleradas que consentidas, sujetas a censura muy severa y en algunas ocasiones prohibidas completamente. En el siglo pasado, reinando ya la familia de Borbón, siguió la misma persecución de los teólogos contra las comedias; pero el Consejo de Castilla consintió su representación, si bien con bastantes restricciones.

De lo dicho deducirá el articulista de El Reino que si los prelados y otros varones doctos y piadosos han censurado a veces las corridas de toros, no lo han hecho jamás con tanta perseverancia como con las comedias y que si ésta fuera razón para que las corridas se prohibiesen, más lo sería para que se prohibiesen las comedias y aun para que se convirtiese el mundo en una Tebaida. Nos censura, sin razón, por haber citado una bula del Papa en la que se consienten las corridas de toros Pues ¿cómo no la habíamos de citar, cuando se nos venían encima los místicos al uso asegurando que la Iglesia condenaba las corridas? ¿Acaso ignora El Reino que cierta gente farisaica ha dado en la flor de acusarnos de herejes y de impíos a cada momento, de suerte que apenas podemos ya despegar los labios sin citar alguna autoridad, y apenas podemos decir sobre algo esta boca es mía, sin exhibir bula o buleto que nos lo haga lícito?

«La religión no protege -dice El Reino- ni ha protegido nunca las corridas de toros.» Estamos de acuerdo. ¿Cuándo hemos dicho nosotros lo contrario? Tampoco la religión ha protegido las comedias, ni los títeres, ni los bailes, y no por eso deja de tolerarlos como un mal inevitable.

Dice El Reino que Carlos III prohibió las corridas de toros y que Isabel la Católica habló mal de ellas. Más veces se ha prohibido el teatro, y más veces se ha hablado mal de él, y con todo, no concluye.

El Reino dice, asimismo, que las corridas de toros son un espectáculo en que puede morir un hombre, un hermano nuestro. A estas razones hemos contestado ya que también se matan los acróbatas y los saltarines, y que hay otras mil industrias y profesiones en que se aventura tanto o más la vida que en la del torero. El buzo, que busca en el fondo del mar la perla que ha de coronar las sienes o ha de adornar la descubierta garganta de la hermosura; el albañil, que se encarama en lo alto de un andamio para terminar un edificio; el minero, que penetra en los lóbregos senos de la tierra en busca del oro, con que todo se compra, o del plomo mortífero, cuyos vapores penetran en las entrañas y le dan la muerte; el domador de fieras; el desbravador de caballos; el postillón de diligencias; en suma, mil y mil oficios que no citamos por no pecar de prolijidad, oficios a que el hombre se somete, no sólo para satisfacer una necesidad social, sino para complacer a veces la vanidad, el lujo o el capricho de otro hombre, son más ocasionados a dar la muerte que el oficio de torero. Que se supriman, pues, todos esos oficios por antifilantrópicos e inmorales. Pero, discurriendo tan filantrópicamente, vendríamos a parar en suprimir la vida, porque la vida trae consigo la muerte. Y viendo y obrando la vida se gasta, se consume, y al cabo nos morimos el día menos pensado, unos antes, otros después, unos de cornada de toro y otros de cornada de burro. Más desgracias hay en Madrid de resultas de los atropellos de los coches, que en toda España de resultas de las corridas de toros. ¿Y por esto hemos de suprimir los coches y obligar a todo el mundo a que ande a pie? Convénzase El Reino de que es exagerado por demás tanta filantropía.

Tiene razón El Reino al afirmar y lamentar que en las corridas de toros se dicen muchas palabras indecentes y groseras; se pronuncia demasiado la jota; ¿dónde no sucede lo propio en esta tierra de garbanzos? El hombre o la mujer de oídos delicados y púdicos no conseguiría dejar de oír tales cosazas no yendo a los toros; sería menester que no saliese por esas calles, plazas y plazuelas, o que, cuando saliese, se tabicase bien con cera los oídos, imitando al prudente Ulises. ¡Pues no es nada, cuando uno va de viaje, sobre todo si tiene asiento de berlina y puede escuchar la amena e interesante conversación que el mayoral y los zagales traen de continuo con las mulas! Aquello si que es jurar y maldecir, y lo demás es nada.

En resolución: en este mar del mundo en que nos hallamos engolfados hay muchos escollos y bajíos donde se expone a naufragar toda virtud; hay muchos peligros que la honestidad y la decencia tienen que arrostrar y combatir; hay un enjambre de cosas malas y un hormiguero de circunstancias pecaminosas que rodean al más cauto, al más precavido, al que más propende a huir de ellas. Entre todas estas cosas pueden indudablemente contarse las corridas de toros; no lo hemos negado nunca. Pero de esto a combatir las corridas de toros con singular furia, como si fuesen el extremo de lo malo, hay una distancia enorme, que marcaremos siempre y haremos sentir, a pesar de los sutiles y elevados discursos del articulista de El Reino.

Madrid, 1862.




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Notas de sociedad

Baile en casa de don Carlos Calderón. Representación dramática en casa de los duques de Medinaceli


La experiencia ha venido a demostrar a quien escribe este artículo que no hay género alguno de literatura más difícil ni que requiera calidades más raras y exquisitas que este, hoy en moda, de informar al público curioso de una fiesta, de un baile, de una reunión divertida que en una casa particular se ha celebrado. El escritor que acepta semejantes asuntos camina entre dos escollos, peligrosísimos ambos: o bien con su exagerada melifluidez y con sus encomios superlativos empalaga al letor, se pone algo en ridículo y de rechazo, ridiculiza también, a pesar suyo, a los mismos a quienes propende a ensalzar, o bien se expone a pasar por tibio o por avaro en las alabanzas, ya que no le tachen de censurar lo que no debe censurar rayando en grosero y desagradecido.

Debemos confesar aquí paladinamente que nadie ha sabido salvarse de estos escollos, que nadie ha logrado evitar, cuando no allanar estas dificultades, con más primor, con mejor fortuna y con tino más certero que el famoso Pedro Fernández, si no inventor, cultivador dichoso del mencionado género literario en España. Muchos hemos querido seguir sus huellas, muchos hemos tratado de competir con él; pero todo ha sido en balde. Hemos escrito nuestros artículos de frac negro y corbata blanca, sobre papel satinado y perfumado, esforzándonos en ser tan finos como el que más; pero la Musa del buen tono y de la elegancia no ha querido inspirarnos, y nuestras crónicas de los salones no han tenido aquel perfume, aquella leve fragancia de lirios, aquella dulzura delicada, blanda y amorosa que tenían las de Pedro Fernández y que halagaban la imaginación y la inocente vanidad de las hermosas damas en cuyo elogio él se extendía.

A pesar de lo desengañados que estamos; a pesar de la convicción profunda que tenemos de lo difícil y aventurado de la empresa, no podemos hoy dejar de acometerla de nuevo. La vida política del día, el Parlamento, los casinos, el Ateneo, los cafés y hasta las plazas y las calles, donde se discuten los negocios públicos, han alejado bastante de la sociedad femenina a los hombres más inteligentes. El papel de cavalier servant, el oficio de galanteador platónico, se va haciendo cada día más raro entre los sujetos de algún valer. Apenas si lo toman ya otros que no sean jovencitos imberbes o señores insignificantes. Este abandono en que la política deja a las damas justifica y aun explica por qué son neocatólicas y absolutistas la mayor parte de ellas. Y por cierto que tienen razón de sobra. Bajo el antiguo régimen podían y valían más. Hombres de mucha importancia consagraban a ellas sus servicios. Entonces se podía decir más a menudo: Pour plaire à ses beaux yeux.

J'ait la guerre aux rois, le l'aurais faite aux dieux; pero en el día de hoy consagran los hombres, o dicen que consagran, su vida a una idea, filosofan por demás, hablan de razas latinas y no latinas y se olvidan de lo más excelente y bueno de todas las razas, de la mitad más bella del género humano: de las mujeres.

Volvamos, pues, por ellas, aunque no sea más que para reconciliarlas con los periódicos, con el parlamentarismo y con todos estos asuntos de ahora, que son causa de que se las olvide y de que tratándolas menos, nos vayamos haciendo más rudos y vayamos perdiendo, si alguna vez lo tuvimos, aquel atildamiento caballeresco que sólo al lado de ellas se adquiere.

La ocasión no puede ser más a propósito para ensalzar hasta las nubes sin tocar en la hipérbole, la hermosura la elegancia y la discreción de las demás de Madrid. En el baile que tuvo lugar el sábado último en el lindísimo palacio del señor don Carlos Calderón y en la función dramática del domingo se han visto las muestras más claras de estas brillantes calidades.

Daremos antes alguna noticia del baile y hablaremos luego de la presentación, en la que habremos de extendernos más.

La casa del señor Calderón se abría por primera vez y por completo a la sociedad elegante de Madrid. Ya en el piso bajo habíamos tenido dos o tres bailes, pero los salones del piso principal aún no se habían abierto.

Son éstos lujosísimos, de una bella arquitectura, y adornados con el mejor gusto. Infinito número de bujías los inundaban de luz, y de armonía una bien acordada e invisible orquesta. No nos detendremos en describir los adornos, los muebles, la riqueza de aquellos suntuosos aposentos, los magníficos espejos que parecían duplicarlos, las sedas y molduras que revestían las paredes, las bonitas pinturas de los techos, las estatuas de bronce que sostenían los candelabros, las arañas de cristal y de metal dorado, las flores, las alfombras y las colgaduras. De todas esas cosas, más bien guardamos en la memoria el conjunto, la agradable impresión, que no los circunstancia dos pormenores. Somos igualmente ignorantes en el arte de la arquitectura que en el más humilde del tapicero, y no acertaríamos con los términos técnicos ni describiríamos nada con exactitud aunque en ello nos empeñásemos. Para hacer esto bien convendría estar tan nutrido en materia de muebles, de cortinas y demás requisitos de una habitación elegante como se muestra monsieur Feydeau en su novela Fanny. Baste, pues, consignar aquí que todas aquellas estancias estaban publicando la opulencia del dueño y su buen gusto, lo cual no es menos raro, y lo cual no siempre va unido con la opulencia. De lo que no puede dejar de hacerse aquí muy especial mención es del patio de la casa, parecido a los de Sevilla, si bien cubierto de una hermosa bóveda de cristal y participando de la naturaleza y condición de los aristocráticos jardines de invierno que tienen en sus soberbios palacios los grandes señores que habitan en las frías orillas del Neva. Los cierres de cristales que separan del patio las galerías del piso bajo y del piso principal suben hasta la bóveda y forman con ella un todo completo y armónico. Se diría que imita aquel recinto, aunque sea en pequeño, el alcázar cristalino, levantado por la Gran Bretaña en el centro de Hyde-Park para guardar y mostrar en él las más selectas producciones y los más primorosos trabajos del arte y de la industria. En el suelo del patio mismo que tan ligeramente hemos tratado de describir había varias fuentes y surtidores, cuyas aguas formaban iris con la refracción de la luz que en sus gotas transparentes se quebraba, deleitaban el oído con su murmullo apacible y refrescaban el ambiente. Vistosas plantas y galanas flores de entre trópicos completaban el adorno del mencionado patio, alzándose sobre una alfombra de verde igual y mullido césped. Cuatro candelabros grandísimos y una araña de bronce, que pendía de la bóveda de cristales, lo iluminaba todo con gas.

La galería del piso principal, que se extiende en torno del patio, era el lugar adonde acudían con preferencia los que no bailaban. Las puertas de cristales que caen al patio estaban abiertas y daban paso a los balcones, que era como hallarse en el patio mismo.

Ya que hemos caído en la tentación de pintar los primores de este palacio, no podemos echar en olvido el magnífico salón donde estaba la ceña y las habitaciones particulares del señor Calderón, abiertas a los fumadores. En estas últimas hay armarios para libros, armas formadas en panoplias y otros muebles y adornos que pueden estimarse por verdaderos objetos de arte. Sólo lamentamos y tenemos por abuso y por condescendencia, aunque generosa, reprensible, esto de dar cigarros y de consentir que en un baile se fume. Los que se aprovechan de esta generosidad y vuelven a los salones después de haber fumado no saben, de seguro, cuánto pierden, porque, si lo supieran, no lo harían. Las ropas y el aliento les huele entonces a tabaco de una manera harto enojosa, y esta peste se difunde en tomo de ellos y contrasta con el suave aroma que la mujer limpia y comme il faut suele esparcir por donde pasa. No sabemos cómo hay mujer a quien puedan enamorar después de esto. Indican asimismo con este mal oler a tabaco que prefieren el humo acre de aquel narcótico a los encantos de la conversación, de las miradas y de la hermosura de las damas, a quienes dejan por ir a fumar.

Ya que en los bailes haya salón donde se fume, debía haber a la puerta de dicho salón un portero que no consintiese la entrada en él sino a los viejos de sesenta años para arriba. En los mozos no debiera ser lícita esta falta de galantería. El que va allí hace como si dijera: «No me divierto; no me interesan esas mujeres; un cigarro me parece más interesante.» ¡Qué blasfemia! Y, sobre todo, ¡qué blasfemia tratándose del baile del señor Calderón, donde se hallan las más bellas y elegantes mujeres de Madrid, que es como si dijéramos del mundo todo! Pondremos aquí una lista, aun cuando sea incompleta, y el lector calculará el aspecto admirable que debían presentar aquellos salones. Allí estaban su alteza la infanta doña Isabel Fernandina, las señores y señoritas de Bernar, Riquelme, Patilla, Claramonte, Ceriola, Benalúa, Bailén, Barrot, Villalobos, Brunetti, Bohorques, Urbina, Monistrol, Roca de Togores, Soveral, Ferraz, Mariategui, Bayo, Cueto, Saavedra, Soriano, Bustillo, Chacán, Henestrosa, Díaz, Gil Delgado, Santoyo, Vinent, Hoyos, Infante, Miraflores, Concha, Tamames, Cimera, Sotomayor (don José), Fonseca, Velluti, Figuera, Uribarren, Samaniego, Padilla, Atienza, Olazábal, Arrangoiz, Gor, Malpica, Prendergast, Apodaca, Viluma, Echevarría y Mora; las vizcondesas de Armería y Manzanera; la baronesa de Hortega; las condesas del Real, Fuenrubia, Velle, Sástago, Nava de Tajo, Berberana, Torrejón, Cimera, Goyeneche y Campo Alange; las marquesas de Portugalete, Pezuela, Molins, Isasi, Duero, Habana, Javalquinto, Novaliches, Falces, Aranda, Heredia y Sotomayor, y las duquesas de Abrantes, Tetuán, de la Roca, Noblejas, Fernán-Núñez y Castro-Enríquez.

No hay que decir que la señora y la señorita de la casa, que son tan amables siempre, lo estuvieron por extremo aquella noche haciendo los honores de tan brillante función.

Pasemos ahora a la que dieron el domingo los duques de Medinaceli, y bien podemos decir, aunque los latines no vengan bien tratándose de estos asuntos, paula majora canamus. Bueno estuvo el baile del señor Calderón; pero la representación de que vamos a hablar hubo de vencerlo, porque se honró con la presencia de dos hermosas majestades: la de nuestra reina y la Poesía, a quienes fuimos todos a rendir culto y admiración en aquella casa. Sólo sentimos que siendo tan buenas artistas las señoras duquesas de Medinaceli y marquesa de Villaseca y las señoritas de Torrejón, Paz y Álvarez de Toledo, y teniendo además estas artistas apellidos tan castizos, tan españoles y tan ilustres, no desechen los vaudevilles traducidos del francés y no se empeñen en representar siempre originales de nuestros poetas contemporáneos o de los antiguos. ¿Quién mejor que la duquesa de Medinaceli haría el papel de la condesa Aurora en El castigo del penseque; de Diana, en El desdén con el desdén, o de la heroína de El perro del hortelano, de Lope? ¿Quién podría interpretar como la linda y discreta marquesa, su hermana, aquellas damas tan agudas de Calderón, aquellas ingeniosas y traviesas mujeres de Tirso? Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega y Serra tienen comedias lindísimas que pintan graciosamente las costumbres del día y que las ilustres actrices debieran también representar sin recurrir a traducciones. Decimos esto, no porque el que se den traducciones en el palacio del duque de Medinaceli nos parezca mal, sino porque nos parecería mejor que se diesen comedias originales. Dos príncipes extranjeros de la familia de Luis Felipe, un ayudante del emperador de Francia, que ha venido a traer el gran cordón de la Legión de Honor al príncipe de Asturias; un guardia noble del Papa, que ha traído el capelo a un cardenal español del Cuerpo diplomático extranjero residente en esta corte, y otras personas de distinción venidas de Francia e Italia asistieron a la representación y (¿por qué no hemos de confesarlo?) a nosotros nos pesaba de que una compañía dramática cuyos individuos se honran con los más gloriosos, antiguos y venerandos de nuestra historia, no representasen obras originales, dando quizá a entender a los ignorantes de nuestra literatura que no las tenemos buenas.

Fuera de esta observación que nos atrevemos a hacer, y que esperamos nos perdone la primera dama y empresaria del teatro, no hay nada que decir que no redunde en alabanza de ellos y de los demás actores y actrices. Aun esa leve faltilla de dar traducciones fue anteanoche subsanada con la representación de una graciosa comedia, de Serra, titulada El comer y el rascar... Hizo el primer papel de esta comedia la hermosa duquesa, y dio a conocer que es capaz de desempeñar papeles de mucho mayor empeño, papeles como los que hemos indicado que tan bien desempeñaría. Los señores Vega, hijos ambos del elegante poeta autor de El hombre de mundo; el señor Bulney, el señor Gonzalo Saavedra y el señor Huertas fueron los actores que tomaron parte en la representación de la comedia del señor Serra y de las otras dos traducidas, que también aquella noche se ejecutaron, a saber: Don Gasparito, o Los primeros amores, y El maestro de baile. Don Ventura de la Vega, hijo, hizo admirablemente el papel de Don Gasparito; pero compitió con él, y acaso se le adelantó, el señor Saavedra en el de maestro de baile, mostrándose un actor consumado en el género cómico y provocando la risa de los espectadores con sus jocosas piruetas, con el miedo y los apuros graciosísimos del extraño personaje que representaba. La señorita de Paz, que se prestó a hacer el papel de característica, nos ha confirmado en la alta idea que tenemos de su talento artístico. La marquesa de Villaseca hizo en Don Gasparito el papel de niña boba, acreditando el dicho de Cervantes de que para nada se ha menester más talento que para hacer bien este linaje de papeles. La marquesa fingió lindamente la bobería, por lo mismo que tiene tanta discreción e ingenio. Hizo, por último, la señorita de Torrejón en dos de las piezas el papel de criada con cierto desengaño y chiste de buena traza, que nos trajo a la memoria a la célebre actriz francesa Agustina Brohan.

El teatro donde se presentó este espectáculo es muy bonito. En la sala cabrán holgadamente doscientas personas. Allí estaban, como ya hemos dicho, su majestad la reina, que se mostró complacidísima de la función; su majestad el rey, los serenísimos señores duques de Montpensier, el infante don Sebastián y los nietos de Luis Felipe, de que ya hemos hablado. Se hallaban también, vestidos de uniforme, los generales duque de Valencia, marqués de Duero, de San Román y de Miraflores; los duques de Osuna, Alba, Abrantes, Ahumada, Bailén y Fernandina, y otros individuos de nuestra primera aristocracia. Asimismo asistieron algunos artistas y poetas, como los señores Romea, Arjona, Manuel del Palacio, el ya mencionado don Ventura de la Vega y el ilustre marqués de Molins.

Las damas que daban brillo a la reunión eran de las más celebradas en Madrid por su belleza y elegancia. Citaremos sólo, por no pecar de prolijos, a las marquesas de Aranda y de Heredia, a la condesa de Scláfani, a la señora de Quesada y a las señoritas de Osuna, Concha, Rubianes, Caballero, Ozores, Álvarez de Toledo y Abrantes.

Todos los aposentos del extensísimo palacio estaban abiertos y radiosamente iluminados. La concurrencia pudo discurrir y discurrió por ellos, después de terminada la representación, admirando los bellísimos cuadros y los objetos de arte que atesora. Hubo, por último, una cena espléndida, y la reunión acabó después de las tres.

No tenemos tiempo ni lugar bastante en nuestro periódico para detenernos en describir todas las circunstancias de esta agradable función que han dado los duques de Medinaceli. La introducción o prólogo, aunque valga poco, ha sido menos malo que el cuerpo de esta obrilla, si obrilla puede llamarse a esta desaliñada reseña. Pero por la prisa se nos perdonarán muchos defectos, y hasta el de no haber sido breves, ya que no hemos acertado a ser ingeniosos.

Repetimos que es difícil por demás este género de literatura. Para escribir en él se necesitan quintaesencias de elegancia, de que carecemos; para elogiar con delicadeza y sin cansar, pero como ella se lo merece, a la hermosa señora que recibió en su casa y agasajó anteanoche tan elegantemente a su reina, sería menester una inspiración que no nos acude.

Quédese, pues, esto aquí, y tratemos de estar mejor apercibidos pasado mañana, día en que tendremos que pintar el magnífico baile de trajes que se prepara en casa de los duques de Fernán-Núñez. Ojalá que entonces no nos suceda lo que ahora y nos quedemos también como abrumados por la dificultad de referir estas cosas, mucho más difíciles de referir, aunque infinitamente mucho más agradables de presenciar, que una sesión cualquiera de los Cuerpos colegisladores.




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Un poco de crematística

Meditación



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- I -

Cuando Virgilio, inspirado por los antiguos versos de la Sibila, por la esperanza general entre todas las gentes de que había de venir un Salvador, y tal vez por alguna noticia que tuvo de los profetas hebreos, vaticinó con más o menos vaguedad, en su famosa Égloga IV, la redención del mundo, todavía le pareció que esta redención no había de ser instantánea, por muy milagrosa que fuese, y así es que dijo: Suberunt priscae vestigia fraudis. (Quedarán no pocos restos de las pasadas tunanterías y miserias).

Si esto pudo decir el Cisne de Mantua, tratándose de un milagro tan grande, de un caso sobrenatural que lo renovaba todo y que todo lo purificaba, ¿qué extraño es que después de una revolución, al cabo hecha por hombres, y no por hombres de otra casta que la nuestra, sino por hombres de aquí, educados entre nosotros, haya aún no poco que censurar y no poco de que lamentarse? Pues qué, ¿pudo nadie creer con seriedad que la revolución iba en un momento a hacer que desapareciesen todos nuestros males, todos los vicios y los abusos que la produjeron? La revolución podrá, a la larga, si es que logra afirmarse, corregir muchos de estos males, vicios y abusos; pero en el día es inevitable que aparezca aún. Aparecerían, aunque los que combatieron en Alcolea en pro de la revolución hubieran sido unos ángeles del Cielo, de lo cual ni ellos presumen ni nadie les presta tal carácter, la condición y la virtud sobrehumanos.

Mediten bien lo que acabo de decir aquellos que vieron con júbilo la revolución, que la aceptaron y hoy se arrepienten, y aquellos también que siempre la tuvieron por un mal y que siguen con más ahínco teniéndola por un mal en el día de hoy. Medítenlo, y ya conocerán que no hay mal ahora que no se derive de los pasados, como se deriva de la premisa la consecuencia, como nace el retoño de la raíz de toda planta antigua si no se arrancó de cuajo y si no se extirpó, operación más difícil de lo que se piensa.

No es esto afirmar que el estado de nuestro país sea delicioso, envidiable y floreciente. Nada menos que eso. En nuestro país hay mucho desabrimiento, muchísimo mal humor y un disgusto enorme. Y no hay que rastrear demasiado ni que sumirse en oscuras profundidades para desentrañar la causa. La causa es que donde no hay harina, todo es mohína. El mal, fundamento de todos los males es entre nosotros la escasez de dinero, o, para valernos de término más comprensivo, la penuria o la inopia. En nuestra época nos dolemos más de este mal, porque la aspiración y el conocimiento del bien contrario están más difundidos, no porque el mal sea nuevo. De atrás le viene el pico al garbanzo, como dice el refrán. Sería, pues, una insolencia exigir de la revolución que renovara el milagro de pan y peces o que convirtiera las piedras en hogazas. ¿Qué ha de hacer la revolución sino lo que siempre se ha hecho? Esto me retrae a la memoria, el modo de saludar que suelen tener en algunos lugares de Andalucía, y que no puede ser ni más castizo ni más propio. Salen dos hidalgos a tomar el sol, muy embozados en sus capas, y se encuentran al revolver de una esquina.

-¡Hola, compadre! -dice el uno-. ¿Cómo vamos?

Y el otro contesta:

-Trampeando. ¿Y usted, compadre?

-Trampeando, trampeando también- replica el que hizo la pregunta.

Así nada tienen que echarse en cara, y se van juntos de paseo, en buen amor y compaña.

Contra un achaque tan inveterado no sé qué remedio pueda haber. El arte de producir oro, la Crisopeya, se ha perdido por completo, y va no tenemos más arte o ciencia en que cifrar nuestras esperanzas, a ver si nos saca del atolladero, que la Economía política. Dios ponga tiento en las manos de los que la saben y la aplican a la gestión de los negocios del Estado. Y no lo digo porque dude yo de la ciencia. ¿Cómo dudar cuando la ciencia es, ha sido y será, siempre mi amor, aunque desgraciado? Dígolo a tanto de que pudiera ocurrir con algunos economistas lo que con ciertos filólogos que estudian un idioma, pongo por caso, el chino o el árabe, tan por principios, con tal recondidez gramatical y tan profundamente, que luego nadie los entiende, ni ellos se entienden entre sí, ni logran entender a los verdaderos chinos y árabes de nacimiento, contra los cuales declaman, asegurando que son ignorantes del dialecto literario o del habla mandarina y que no saben su propio idioma sino de un modo vernáculo, rutinario y del todo ininteligible para los eruditos; pero lo cierto es que, por más que se lamenten, quizá con razón, no sirven para dragomanes.

Tal vez se explique esto de la manera que, yendo yo de viaje por un país selvático, acerté a explicar en qué consistía que cierto compañero mío, gran ingeniero, que se empeñó en guiarnos con su ciencia, no atinó nunca, y por poco nos hunde y sepulta en charcos cenagosos o nos pierde en bosques sombríos, donde nos hubieran devorado los lobos. Yo estaba siempre con el alma en un hilo, pero ni un instante dudé de la ciencia. Lo que yo alegaba era que aquella tierra era tan ruda aún, que no comprendía la ciencia y se rebelaba contra ella. Volvimos entonces a confiar la dirección de nuestro viaje al guía práctico y lego que antes nos había servido, y así llegamos al término que nos proponíamos.

Pudiera suceder, por último, que, constando la Economía política, si no me equivoco, de varias partes, como son: la creación de la riqueza, su circulación, su repartición y su consumo, hayamos por acá estudiado a fondo las partes últimas, y hayamos descuidado bastante el estudio de la primera, considerándola acaso como imposible de aprender, y exclamando humilde y cristianamente, con el poeta:


   Es el criar un oficio
que sólo lo sabe Dios
con su poder infinito.

Vivo yo tan seguro de esta verdad, que nunca he querido engolfarme en el mare magnum de la Economía política, teniendo por tan complicada toda esa maquinaria de las sociedades, que ni remotamente he caído en la tentación de querer averiguar cuáles son los resortes que la mueven y cuáles las bases sobre que se sustenta. Siempre he tenido miedo de que venga a acontecer al economista lo que al niño que, movido de curiosidad, rompe el juguete para ver lo que tiene dentro. Mi proposito, al describir estas líneas, no es, por tanto, discurrir económicamente sobre el dinero: dar lecciones sobre el modo más fácil de adquirirlo. ¿Quién sabe, dado que yo averiguase este modo, si, a pesar de mi acendrada filantropía, no me lo había de callar, al menos por unos cuantos años, aprovechándome de él para mi uso privado y el de algún que otro amigo muy predilecto? Mi propósito es sólo hablar del influjo que ejerce el dinero en las almas: esto es, que yo no trato aquí de Economía política, sino de Filosofía moral, exponiendo algunos pensamientos filosóficos acerca del dinero, ora nacidos de mi propia meditación, ora de la mente profunda de los sabios antiguos y modernos que he consultado.

No quiero, con todo, que se me tenga por tan ignorante de la ciencia económica que, al hablar y filosofar sobre el dinero, no sepa lo que es y confunda unas especies con otras. Hace un siglo que a nadie se le hubiera ofrecido ese pícaro escrúpulo que a mí se me ofrece ahora. Entonces la generalidad de los mortales creía saber a fondo lo que era dinero, y nadie veía ni la posibilidad de que sobre este punto naciesen dudas, equívocos ni disputas. Hoy, con la Economía política, ya es otra cosa. Tomos inmensos se han escrito para explicar lo que es el dinero y lo que no es. Sin duda que todas aquellas verdades, por palmarias, sencillas y evidentes que sean, que el interés de hombres poderosos o astutos ha tenido algunas veces empeño en encubrir o tergiversar, se han encubierto o han tergiversado, aunque siempre ha habido infinito número de pájaros en el mundo. De estas verdades, las que se refieren al dinero, al capital o a la riqueza son las que han ofrecido más estímulo a estas tergiversaciones y engaños; pero aunque no pueda negarse que los economistas, que ponen, por decirlo así, definitivamente en claro estas verdades, hacen un gran servicio al público, no puede negarse tampoco que la mayor parte de estas verdades son de las que se llaman de Perogrullo. Para quien ignora la burla que han hecho algunos hombres de la credulidad de sus semejantes, no es concebible, por ejemplo, que un sabio economista emplee gravemente medio tomo de lectura en demostrar que el dinero no es un mero signo representativo de la riqueza, sino que tiene y debe tener un valor en sí; que una peseta no sólo representa el valor de cualquier cosa que valga una peseta, sino que vale y debe valer lo mismo que cualquier cosa que valga una peseta, y que cuatro cosas que valgan a real cada una, y que, treinta y cuatro cosas que valgan a cuarto. Todavía han empleado más fárrago los economistas en demostrar otra verdad, de la cual es más inverosímil que nadie haya dudado nunca, y en cuya demostración parece absurdo, a los que no están iniciados en los misterios de la Economía política, que nadie se afane con formalidad. Es esta verdad que el dinero no es toda la riqueza, sino una parte de la riqueza. ¿A quién ha podido nunca caber en el cerebro que no es rico cuando no tiene dinero, y tiene trigo, olivares, viñas, casas, hermosos muebles, alhajas, telas, etc.? Si todos estos objetos los reduce mentalmente a dinero, los aprecia y los tasa, encontrará que tiene una riqueza, por ejemplo de dos millones de reales. Pero al hacer la tasación no hace más que determinar con exactitud el valor de lo que posee, adoptando una medida común, que es el dinero. Si en vez de los reales, de los escudos o de las pesetas fuesen los bueyes la medida, diríamos que tal propietario tenía una tierra que valía quinientos bueyes, y tal empleado un sueldo de veinte bueyes al año. La ventaja del oro o de la plata acuñados en moneda se deduce evidentemente de lo expuesto. ¡Bendito y alabado sea Dios, que nos ha hecho nacer en una época en que todo se averigua y se explica tan lindamente! Un buey es poco portátil, no cabe en el bolsillo, no pasa en todos los mercados, gasta en comer y se puede morir, y el dinero ni come ni se muere. Además, un buey puede ser más gordo o más flaco, más chico o más grande, más viejo o más joven, mientras que un escudo es siempre un escudo, goza de eterna juventud y tiene o debe tener el mismo peso y la misma ley.

Tal es la gran ventaja de que goza esta ciencia. Es tan clara, tan pedestre y tan sencilla, que los niños de la doctrina pudieran entenderla si quisiesen. Y, sin embargo (¡cosa por cierto admirable!), apenas dan un paso desde terreno tan firme y seguro, y desde lugar tan claro, suelen caer los economistas en un mar sin fondo o en el serio oscuro de la noche cimeriana. La Economía política pasa a escape, salta de la perogrullada al sofisma con una agilidad portentosa.

En esta misma cuestión de si los metales preciosos, el oro y la plata son mejores que los bueyes para moneda, ocurren dificultades y contradicciones imprevistas. Sirva de muestra lo siguiente. Si la deuda que el Estado español ha contraído y sigue contrayendo se estimase en bueyes, no se podría rebajar en un 5 por 100, en una vigésima parte, a no ser que las siete vacas flacas del sueño de Faraón procreasen infinitamente y llenasen el mundo todo de bueyes cacoquimios y encanijados; pero, estimada la deuda en pesetas, se ha hecho la rebaja con la mayor suavidad, de una sola plumada, y casi sin que nadie se percate de ello. Los bueyes, chico con grande, a no ser hijos de las vacas flacas, siempre serían bueyes; pero las pesetas nuevas no son como las antiguas, y el día en que la acuñación de la nueva moneda esté terminada podremos asegurar que en vez de deber, por ejemplo, veinte mil millones de reales, deberemos diecinueve mil, a no ser que la alteración de la moneda no rece con los acreedores del Estado y les sigamos pagando los intereses con arreglo a la ley antigua.

Pero, dejando a un lado esta cuestión, conste que, si bien aquí usamos de la palabra dinero en la acepción de capital o de riqueza, hacemos perfectamente la distinción de estas cosas, como la han hecho todos los hombres de todos los siglos, sin necesidad de que los economistas las adoctrinasen. La razón que nos lleva a llamar dinero a toda riqueza es que el dinero es una riqueza sin la que no se puede pasar. El dinero es, además, un valor que circula más fácilmente que todos los demás valores y que los representa y los mide. El dinero no es toda la riqueza, sino la parte móvil, líquida y más circulante de la riqueza. La sangre no es toda la vida en el cuerpo, y, sin embargo, no viviríamos si la sangre no circulara o si toda la sangre se nos escapase; aunque no es completamente exacta la comparación, porque no hay comparación completamente exacta. Nada hay en el cuerpo que pueda reemplazar a la sangre; pero en la sociedad hay algo que puede reemplazar al dinero, y este algo es el crédito, el cual no crea un átomo más de riqueza, pero pone en circulación y presta movilidad y casi ubicuidad a mucha parte de la riqueza que está parada e inerte. En suma: el dinero, aunque reemplazable por el crédito es una parte de la riqueza, y así, por esto, como por ser la parte más viva, más enérgica y más circulante, es un dolor que se pierda. La sociedad que no tiene dinero, o el individuo que no tiene dinero, ya están aviados. Después de largos estudios han deducido, pues, los economistas que el dinero es indispensable al hombre desde el momento que el hombre vive en sociedad, aguda sentencia cuya verdad resplandece más que la luz del mediodía.




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- II -

Sentadas ya estas bases, voy a discurrir y a filosofar un poco sobre las relaciones de dinero (y, en general, de toda riqueza) con las costumbres y con las más altas facultades del espíritu humano. Empezaré por combatir algunos errores.

El primero y más capital consiste en creer que en nuestros días es el dinero más estimado que en otras épocas. Nada más falso. En el día de hoy los hombres son como siempre; pero si alguna mudanza ha habido, ha sido favorable. Casi se puede afirmar que los hombres se han hecho más generosos. Fácil me sería acumular aquí una multitud de ejemplos históricos, desde las más remotas edades hasta ahora, a fin de probar que el interés ha dominado al mundo desde entonces, y su imperio, lejos de aumentar, decae. No quiero, sin embargo, hacer un trabajo erudito, sino una meditación filosófica.

Los poetas satíricos, los novelistas, los autores de comedias de todos los pasados siglos, han dado muestras de que en la época en que vivían se estimaba más el dinero que en la presente. Aun los mismos refranes, antiquísimos vestigios de lo que se llama sabiduría popular, vienen en apoyo de lo que digo: Por dinero baila el perro. Cobra y no pagues, que somos mortales. Dádivas ablandan peñas. Ten dinero, tuyo o ajeno. Quien tiene dineros, pinta panderos. Y así pudiera yo seguir citando hasta llenar un pliego de impresión. Pero aún citaré otro refrán que, por ser España un país tan católico, debe considerarse como la hipérbole más subida de que todo se logra con dinero, de que todo se compra y se vende, hasta lo más venerable y santo. El refrán dice: por mi dinero, Papa le quiero.

En los países de una cultura atrasada se advierte un fenómeno que, conforme nos vamos civilizando y puliendo un poca más, mengua, ya que no desaparece del todo. En este fenómeno la deshonra, el descrédito, la vehemente sospecha y aun el horror que rodea al que es pobre, el cual es aborrecido, cuando no es despreciado. El refrán antiguo español declara que El dinero hace al hombre entero; esto es, que el dinero es garantía de rectitud, de probidad y de entereza en quien lo tiene. Más lejos aún va otro refrán que dice: La pobreza no es deshonra, pero es rama de picardía. Nuestro inmortal Cervantes, haciéndose eco de este sentimiento general, afirma, no una sola vez que es dificilísimo que un pobre pueda ser honrado. El reverendo fray José de Valdivielso, en su Poema de San José, no acierta a concebir que el santo, padre putativo de nuestro divino Redentor y descendiente de reyes, pudiese ser pobre y vivir de un oficio mecánico; así es que asegura que San José era carpintero por distracción y no para ganarse la vida:


   Pues debió de tener juros reales
cual descendiente de señores tales.

Bien se puede apostar que a nadie se le ocurriría, en nuestro siglo, disculpar a San José de haber sido carpintero y suponer que tenía treses o billetes hipotecarios.

Ni por la nobleza de sangre se disculpaba la pobreza; antes de tener dinero ha sido en todos los siglos origen de hidalguía. Dineros son calidad, Más vale el din que el don, son refranes que corroboran mi aserto.

La profunda veneración que inspiran el dinero y quien lo posee ha sido siempre idéntica. Lo que ha disminuido algo es el horror o el desprecio al pobre y ciertas asechanzas de que el rico debía de verse en lo antiguo, perpetuamente circundando. El hombre prudente y discreto tenía, no hace muchos años, en todas partes, y en el día tiene aún, en no pocas, que hacer, si puede, un gran misterio del estado de su hacienda, sobretodo si es o era muy rico o muy pobre: si es muy pobre; para que no le desprecien, y si es muy rico, para que no le roben o le maten. De aquí, de esta espantosa disyuntiva entre ser despreciado o amenazado de muerte, nació aquella sentencia de los moralistas, que hoy en los países cultos nos parece tan necia y tan absurda, de que lo que había que desear era una medianía de fortuna, a fin de vivir feliz y tranquilo, ni envidioso ni envidiado. Porque, a la verdad, si el dinero es un bien mientras mayor sea el bien, debe ser más apetecible, y no se concibe la aurea mediocritas, celebrada por Horacio y por todos los poetas de otros tiempos, sino recordando que el hombre acaudalado estaba de continuo expuesto a que le matasen o maltratasen para robarle, ya el emperador o el príncipe bajo cuyo imperio vivía, ya la plebe codiciosa. Y cuando a la riqueza no iba unido un alto grado de poder, era más constante el peligro y casi imposible de conjurar. No creo yo que el odio profundo que tuvimos en la Edad Media a los judíos proviniese sólo de que eran el pueblo deicida, sino de que eran ricos. Las frecuentes matanzas de judíos que hubo en España acaso no hubieran llegado a realizarse si los judíos hubieran tenido la prudencia de quedarse pobres. Algo parecido puede afirmarse de los frailes de estos últimos tiempos, luego que perdieron el poder y conservaron la riqueza, si bien el escándalo ha sido menor, porque la dulzura de las costumbres, la mayor abundancia de dinero y de bienestar y el más concertado y político modo de vivir de los hombres han disminuido el aborrecimiento de los que no tienen a los que tienen.

Prueba de esta confianza de los que tienen es que ya en los países cultos nadie o casi nadie atesora. Pocos años ha, todos los que podían atesoraban. La literatura popular está llena de historias y leyendas de tesoros ocultos guardados por un dragón, por un gigante o por un monstruo terrible, que nada menos se necesitaba para que no los robasen. Estos tesoros estaban, o se suponía que estaban, tan hábilmente escondidos, que era menester un don sobrenatural para descubrirlos. De aquí se originó la idea de los zahoríes, que descubrían los tesoros. La ciencia de los zahoríes, perdiendo hoy su carácter poético y sobrehumano, ha llegado a transformarse en la Estadística, disciplina auxiliar de la Economía Política, con respecto a la cual viene a ser lo que es la Anatomía con respecto a la Fisiología. La Estadística es un verdadero primor de ciencia, y a fin de que de ella formen pronto los profanos el concepto que merece, podemos definirla la ciencia que nos cuenta los bocados. Por esta ciencia se averigua cuánta harina, cuánta carne, cuántas judías y cuántos garbanzos se devoran al año; lo que se gasta en ropa y en calzado; lo que se produce y lo que se consume. Todo esto sería más fácil de averiguar si la gente, temerosa de que le imponga el Gobierno más contribución, no disimulara un poco lo que gasta, aparentando darse aún peor trato del que suele.

Sin embargo, el afán de ocultar la riqueza y de disimular que se tiene algún dinero ha desaparecido casi del todo en nuestra edad. En las pasadas era tanto el peligro que corría el dinero, saliendo a relucir, que legítimamente tenía que ser usurero quien lo prestaba. El crédito, que pone en movimiento las fuerzas productivas, apenas era conocido entonces.

Hoy, por el contrario, el desenfado, la movilidad, la animación del dinero, que se presenta sin temor en todas partes, menos en España, y que se agita y circula, es lo que hace creer a los hombres poco pensadores que vivimos en un siglo metalizado; que ahora no se piensa ni se habla sino de dinero. ¡Qué error tan craso! Pues ¿por ventura es más reverenciada, más adorada la imagen que sale por las calles y plazas, aun cuando sea en muy devota procesión, y doblando todos a su paso la rodilla, que la divinidad misma, oculta siempre en el fondo del santuario, por temor de que la profane el vulgo con sus miradas, y hasta cuyo nombre es incomunicable y desconocido a cuantos no están iniciados en sus misterios?

Hay, asimismo, otras muchas razones para que en el día se estime menos el dinero. Es la primera que hay más. Es la segunda que con el crédito llega más fácilmente a todas partes. Es la tercera que produce menos intereses. (Ninguna de estas tres razones militan hoy en España. Los economistas explicarán por qué). Es la cuarta, y quizá la más poderosa, que nuestro siglo, como más civilizado que los anteriores, es también más espiritualista.

Y aquí no puedo menos de detenerme a condenar la ridícula manía de los que dan en acusar de materialista a nuestro siglo. ¿Qué siglo hubo nunca más espiritualista que el nuestro? La música es el arte más espiritual de todos, Y florece ahora con florecimiento extraordinario. Apenas hay tonto, el cual, si hubiera vivido dos o tres siglos ha, no hubiera gozado más que en comer, que no goce ahora, o por lo menos que no diga que goza, oyendo la música más sabia y alambicada. Juan Ruiz, arcipreste de Hita, afirma que sólo hay dos cosas esenciales que mueven al hombre, a saber: mantenencia y otra que no me atreveré a mentar, aunque el Arcipreste la mienta, escudado, con Aristóteles:


   Si lo dixiese de mio, seria de culpar,
dícelo grand filósofo; non so yo de reptar.

¡Tan materialista era el concepto que en el siglo XIV tenía un sacerdote católico, en la católica España, de los móviles esenciales de las acciones humanas! Fuera de estos móviles, no acertaba a descubrir otro móvil. ¡Cuánto han variado las cosas en el día! La música mueve también al hombre, y no hay quien no guste de ir al teatro Real.

Pero el espiritualismo de nuestro siglo es sintético y ésta es la causa de que algunos, que no lo comprenden, acusen de materialista a nuestro siglo. En los pasados, o no se hacía caso de la materia y se la dejaba a sus anchas como cosa perdida y dada al diablo, cayendo los que tal hacían en el molinosismo, o sea la maltrataba o castigaba como a súbdito rebelde, por donde venían las gentes a dar en el ascetismo más cruel. En nuestra época tratan las gentes de rehabilitar la materia en el buen sentido de la palabra, y la purifican cuanto pueden. La materia, al fin, es obra de Dios, y, aunque algo pervertida por el pecado, no es cosa tan abominable como se asegura. Al fin, ella ha de resucitar y ha de ir al Cielo, si bien transfigurada y gloriosa. Por eso no me parece mal que vayamos puliéndola, perfeccionándola, hermoseándola y sutilizándola en este mundo. Para pulirla suelen los hombres, en ciertos países adelantados, lavarse ya todos los días, costumbre rara, cuando no desconocida de la cristiandad, ciento o doscientos años hace, y contra la cual aún fulminan sus anatemas el piadoso señor Veuillot y otros santos padres. Por eso no se comprendía bien la significación del principio de aquella oda de Píndaro: Alto don es el agua. Antes al contrario, el agua era mirada con horror y con miedo, como causa de los mayores males, sobre todo, para las personas de cierta edad. De aquí el refrán hidrofóbico tan acreditado: De cuarenta para arriba, ni te cases, ni te embarques, ni te mojes la barriga. Un hombre de setenta años, cuando o donde no había o no ha caído en desuso este refrán, debe o debía de tener su piel cubierta de más estratificaciones que nuestro globo. Si en este descuido de la materia, que hubo en los siglos pasados, es en lo que consiste el espiritualismo, se debe preferir ser materialista. Pero se me antoja que el verdadero espiritualismo consiste en limpiarse, mondarse y purificarse, así el alma como el cuerpo. Un hombre limpio no es capaz de sentir tan bestiales apetitos como un hombre sucio. En muchos tratados de moral, escritos por frailes que de seguro se lavaban poco, he leído precauciones tan inauditas para evitar la tentación, que me pasman y me hacen imaginar que los hombres y las mujeres de entonces serían como la yesca, la pólvora y el fuego. Uno de estos autores aconseja que cuando haya que entregar algo a una mujer, se ponga lo que ha de entregarse en alguna mesa o en algún otro sitio, y no se dé con la mano, a fin de evitar el más ligero frote o casual tocamiento; y añade que las personas de diferente sexo, cuando estén más próximas, deben estar, por lo menos, a una distancia de cuatro varas. La efervescencia que supone este exceso de precaución provenía, sin duda, de la poca agua, la cual refresca, modifica y hasta espiritualiza.

Ello es lo cierto que la concupiscencia no es tan feroz en el día como en tiempos pasados. ¿Cuánto no sorprenden aquellos penitentes solitarios que después de crueles y largos ayunos, aún no podían domar y poner freno a ciertas malas pasiones, que representaban en su lenguaje místico llamándolas el asnillo? ¿Cuánto no espanta, por ejemplo, aquel San Hilarión, que no comía más que una docena de higos secos al día y tuvo que acortarse la ración en más de la mitad, porque se sentía muy bravo y emberrenchinado? En este sentido somos también más espiritualistas ahora. Mientras entonces el estudio de la Teología sobreexcitaba los sentimientos y encendía en amor el alma afectiva, amor que con facilidad podía torcerse a mala parte, hoy, estudiando los jóvenes briosos desde sus tiernos años negocios tan serios como la filosofía de Krause o la Economía política, se hacen por fuerza más morigerados y menos traviesos: adquieren una gravedad que les cae muy bien, y todo el fuego y lozanía de la imaginación se les va, no en coplas o requiebros a las muchachas, sino en ditirambos dulcísonos en prosa rimada, ora al libre cambio, ora al desestanco de la sal, ora a otro objeto del mismo orden, que allá en lo antiguo ni se sospechaba siquiera que pudiese ser blanco de tantos disparos poéticos y de raptos líricos tan maravillosos.

Estos síntomas de espiritualización se notan hoy por dondequiera. Ya, con la homeopatía, hasta los achaques de la materia se curan casi espiritualmente. No se toman remedios, sino se toman, por decirlo así, las virtualidades, el espíritu, la sombra vaporosa de los remedios. ¿Quién sabe si dentro de poco se inventarán también alimentos homeopáticos, de que ya son precursores el extracto de carne de Liebig y la Revalenta, y nos nutriremos con la virtualidad o la esencia eléctrica e imponderable de los pavos y de los jamones, en vez de nutrirnos del modo vulgar y grosero que ahora se usa?

Los recientes descubrimientos de los fisiólogos prueban la grosería con que la Naturaleza procede hasta hoy en esto de la nutrición. Asegúrase como verdad evidente que en menos de un mes mudamos por completo todos los átomos o moléculas de nuestro organismo y tomamos otros. El alma, el principio oculto de la vida, la virtud plasmante, la energía informante, la forma óntica, como la llama un sabio amigo mío, es sólo lo que permanece. Lo demás cambia sin cesar. La vida es, pues, no por estilo poético y figurado, sino con toda realidad, un río, un torbellino, un torrente impetuoso. Un caballero de regular corpulencia, que llegue a vivir setenta años y que pese seis o siete arrobas, puede asegurar que ha tenido asimilado y poseído como parte de su organismo, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte, unas cinco mil o seis mil arrobas de sustancias, las duales, si no están dotadas de gran densidad, tal vez formen un volumen de uno dos o tres kilómetros cúbicos. Pregunto yo: ¿para qué es este jaleo, esta mudanza, esta incesante transmigración de materia cuando la forma persiste; cuando, si tenemos una verruga, conservamos siempre la verruga? ¿No sería mejor, y no es posible que se descubra, el que no perdamos sustancias con tanta frecuencia y el que no tengamos tampoco que reponerlas de continuo? Ésta sí que sería economía, si llegara a descubrirse. ¿Qué es la vida más que un desenvolvimiento de calórico, un fuego, una llama? Y qué, ¿no podremos jamás sacar de un estado latente ese fluido imponderable y sutil si la combustión de muchas sustancias? ¿No llegaremos nunca a producir el fuego que mueva nuestras máquinas, sin tener que consumir toda la flora exuberante y gigantea de las edades primitivas y a conservar el calor vital sin destruir tantas formas y sin devorar tantos seres? Yo veo señales claras de que se acercan los tiempos de estas invenciones. La frenología y el magnetismo han venido a demostrar las armonías íntimas y misteriosas que enlazan el espíritu y la carne. La electrobiología es una ciencia que empieza ahora y que tiene aún que dar mucho de sí. Tal vez no esté muy lejos el dichosísimo y gloriosísimo día en que alimentados de un modo menos grosero, se volatilicen nuestros cuerpos y se sostengan en el aire, y lleguen a ser ubicuos y compenetrables, y hasta diáfanos y luminosos.

Por todas estas consideraciones y por otras que callo, a fin de no hacer muy prolija la digresión, tengo por cierto que nuestra edad, si peca por algo, es por neumatosis o sobra de espiritualismo.

Y, sin embargo, se me dirá en este siglo tan espiritualista se ama el dinero poco menos que sobre todo. Convengo en que hay este amor, pero no en que no lo haya habido siempre, y quizás más vivo. No voy a disculparlo ahora, pero sí a explicarlo.

Al compás que una sociedad vaya siendo más perfecta y bien organizada, el dinero irá adquiriendo una virtud más significativa (aproximándose a la infalibilidad) de que es inteligente, laborioso y precavido quien lo posee. El dinero representará entonces el talento, el trabajo y otras muchas virtudes. El no tener dinero significará, casi equivaldrá a ser holgazán, ignorante y para poco. No hemos llegado aún, por desgracia, a este grado de perfección social, y hay aún muchas personas que adquieren mal el dinero. Mas como el confesar que el mayor número lo adquieren mal, aun dado que esto fuera cierto, sería ocasionado a gravísimos peligros, y daría pretexto a los pobres para odiar a los ricos, todas las personas razonables y amigas del orden y del sosiego público debemos creer y creemos que no hay dinero mal adquirido, mientras un tribunal no pruebe lo contrario. Por donde legítimamente, y echando a un lado la mala pasión de la envidia, el ser rico significa, y tiene que significar, que vale más quien lo es que el que es pobre. En resolución: el dinero es y tiene que ser la medida exacta del valer de una persona.

Cierto que hay algunas rarísimas virtudes y prendas superiores al dinero, que no traen dinero, y que, en el momento en que se tuviesen o ejerciesen con el fin de adquirir dinero, dejarían de ser tales virtudes; pero tales virtudes tienen su precio en ellas mismas La virtud por excelencia es tan preciosa, que nada hay en la Tierra que pueda pagarla. Por esto me ha parecido siempre ridículo todo premio ofrecido a la virtud. Quien se pusiera a ser virtuoso para ganar el premio no sería virtuoso. Ni siquiera suelen ganarse con la virtud la fama y el respeto de los hombres, porque es difícil de averiguar si el virtuoso lo es por firmeza y rectitud de alma o por apocamiento, necedad o cobardía; y los hombres, como no sea la virtud muy manifiesta, procuramos siempre atribuirla a dichas cualidades negativas. Así es que, en casi todos los idiomas antiguos y modernos, la palabra bondad, apartada de su sentido recto, significa simpleza, como debbenaggine en italiano, euetheica en griego, bonhomie en francés, etc., etcétera. Pero como la virtud es y debe ser también superior a la vanagloria, el virtuoso no sólo debe serlo aun a trueque de ser pobre, sino a trueque de pasar por un solemne majadero.

Ciertas declamaciones y diatribas contra los vicios, la corrupción y el lujo me han parecido siempre más propias de la envidia o de la sandez que de un espíritu recto y juicioso. Cuando se dice, por ejemplo, el hombre de bien está arrinconado y desatendido y vive pobremente, y tal bribón habita en un palacio y da fiestas espléndidas; la mujer honrada anda a pie por esas calles, llenándose de lodo, y tal manceba va con sedas, encajes y joyas, en un soberbio coche; cuando esto se dice repito, yo no puedo menos de reírme en vez de conmoverme. Pues qué, ¿se quiere que la probidad se pague con palacios y la castidad con diamantes y trenes? Entonces los mayores galopines se harían probos para vivir a lo príncipe, y las suripandas echarían la zancadilla a Lucrecia y a Susana, a fin de conseguir por ese medio lo que por el opuesto logran ahora. La verdad es que el mundo anda menos mal de lo que se cree.

Mucho tiene que sufrir la virtud; pero si no tuviera que sufrir, ¿sería virtud? ¿Qué mérito tendría? Y sin duda que la piedra de toque en que se aquilata y contrasta el sufrimiento es esta duda en que deja el virtuoso a los demás hombres acerca de si su virtud es tontería, impotencia o amilanamiento y poquedad de espíritu. Hombres hay que no resisten a esta prueba. Han tenido valor para quedarse pobres, pero no lo tienen para pasar por tontos. Mujeres honradas ha habido que tienen valor para vivir con poco dinero; mas no para que crean que ha faltado quien se lo quiera dar. ¡Dios nos libre de esta gran tentación de evitar la nota de mentecatos y para poco! Dios nos libre a las mujeres honradas de esta gran tentación de evitar la nota de faltas de donaire y atractivo!

Fuera de estas excelencias y sublimidades de nuestro ser, apenas hay otra calidad en el hombre que no tenga por medida el dinero. La ciencia especulativa y la poesía más elevada se sustraen sólo a dicha medida. Ni la ciencia especulativa ni la poesía más elevada están por lo común al alcance del vulgo. Al sabio y al poeta, rara vez la fama puede consolarlos de ser pobres si lo son. Los pensamientos sublimes y la delicadeza y el primor del estilo son prendas que pocos saben estimar. La gloria es casi siempre tardía para este linaje de hombres. Pocos semejantes suyos aciertan a comprender lo que valen. Así es que su fama va cundiendo y acrecentándose por autoridad disputada y contradicha a menudo y tan lenta y pausadamente, que el sabio y el poeta suelen morirse sin gozar de aquel respeto y aun adoración que más tarde se tributa a su memoria.

El mismo sabio, y más aún el poeta, por excelente crítico que sea, no se puede consolar con la conciencia y seguridad de su valer, por los demás hombres desconocido o negado. No saben a punto fijo si el juicio que forman sobre ellos mismos está torcido por el amor propio.

Una obra de ingenio es harto difícil de juzgar, y la buena reputación que adquiere se debe a pocos sujetos entendidos que logran imponer su opinión, a veces al cabo de muchos años, cuando no de siglos. Los demás hombres se someten a esta opinión por pereza, o porque, habiendo ya muerto el autor de la obra, les importa poco que sea celebrado y ensalzado. La idea de que la fama de aquel autor redunda en honor de la patria o de la Humanidad toda, contribuye a que, contenidos por cierto egoísmo, sean pocos los hombres que tiren a destruirla. Por lo demás, la gloria de los grandes escritores suele ser póstuma y sumamente vana. De cada mil personas que citan, por ejemplo, a Homero como al primer poeta épico, diez a lo más, en los países cultos, le han leído, y de estas diez, nueve se han aburrido o dormido leyéndole; una sola ha gustado acaso de aquellas bellezas y excelencias.

La poesía, pues, en su más elevada acepción, así como la virtud en su acepción más elevada, tiene sólo la recompensa en ella misma, en la creación de lo ideal, en la fijación y depuración de la belleza, que aparece escasa, mezclada con elementos extraños, fugitiva en el mundo, y a quien el poeta aparta y sustrae de lo feo, y da una vida inmortal, a fin de que gocen de ella las pocas almas que por su propia hermosura son capaces de comprenderla.

Entiéndase, con todo, que, salvo las mencionadas archisublimes excepciones, nada es más falso en cierto sentido que aquello de que Honra y provecho no caben en un saco. Al contrario cuando el público no honra es cuando no enriquece, y siempre enriquece cuando honra. El más o el menos de enriquecer depende de circunstancias que nada tienen que ver con la honra. En los países ricos y prósperos, el buen poeta, que por la condición de su ingenio se hace popular y famoso, se hace también rico. Y, aparte el respeto que se le debe, Adam Smith se equivocó al suponer que los comediantes, cantores y bailarines ganaban mucho dinero en compensación del decoro que perdían en su oficio, el cual, si fuese más honrado, sería ejercido por más personas hábiles, y esta concurrencia haría bajar el precio. Los susodichos artistas están mucho mejor mirados en el día que en tiempo de Adam Smith, y no por eso abundan los buenos, ni se venden baratos sus servicios. Se venden caros, porque hay pocos que sean aptos para hacerlos, y porque la manera de pagarlos se presta a que subsista la carestía, compartiéndose la carga entre muchísimas personas.

Resulta de lo expuesto, y aun resultaría más claro si me extendiese cuanto pide la magnitud del asunto, que por la misma naturaleza de las cosas, y sin que deba nadie quejarse de ello, ni hacer un capítulo de culpas a nuestro siglo, ni a los pasados, ni a los hombres de ahora, ni a los de entonces, lo más universalmente respetado, amado y reverenciado es el dinero, y, por tanto, aquel que lo posee. Aun las mismas almas celestiales y puras, enamoradas del amor, de la gloria y de todo lo bueno y santo, andan también enamoradas del dinero, como medio excelente de que tengan buen éxito aquellos otros enamoramientos etéreos.

La generalidad de los hombres ama más el dinero que la vida. Cualquier persona, por poco simpática que sea, cuenta de seguro con unos cuantos amigos que aventurarían por ella la vida, que le harían el sacrificio de su existencia. ¡Cuántos salen al campo en duelo a muerte por defender a un amigo! Casi nadie, sin embargo, sacrificaría por un amigo su caudal, ni la vigésima, ni la centésima parte de su caudal. Se está un hombre ahogando, se está otro quemando vivo en una casa incendiada, y, dicho sea en honra de la Humanidad, rara vez falta quien por salvarle se aventure, se arroje a las ondas embravecidas o a las llamas. Sin embargo, el héroe salvador quizá ha rehusado algunos días antes dar una limosna de dos reales, a la persona salvada ahora tan generosamente. Viceversa, los agraciados estiman siempre más el sacrificio que se hace por ellos de una pequeña suma de dinero, que el de la vida misma. Y esto, por mil razones muy justas. La vida se sacrifica o se expone por cualquier cosa; el dinero, no. No hay pelafustán que no tenga una vida que exponer como cualquier otra vida; pero no todos tienen dinero que exponer o sacrificar. El funámbulo, el domador de fieras, el albañil subido en un andamio, el minero que penetra en una mina insegura, en fin, casi todos los hombres exponen su vida por cualquier cosa, por un miserable jornal, por una mezquina cantidad de dinero. ¿Qué hizo más Edgardo por Lucía de Lammermoor; qué hizo más don Suero de Quiñones por la señora de sus pensamientos, que lo que puede hacer y hace a cada instante, con menos estruendo, el último perdido por ganar unas cuantas pesetas? Por consiguiente, una considerable suma de pesetas vale más que los arrojos de Edgardo y que las bizarrías de don Suero.

Es evidente que el pobre, aunque puede amar, no puede expresar su amor de un modo tan claro y tan brillante como el rico. Así es que los ricos suelen ser más amados que los pobres, aun por las mujeres desinteresadas.

El dinero da asimismo mérito intrínseco, y el no tenerlo lo quita, lo merma o lo nubla. El dinero da buen humor, urbanidad, buena crianza, y, como diría cierto diplomático, soltura fina. Nada, por el contrario, ata y embastece más que la pobreza. El pobre es tímido y encogido, o anda siempre hecho una fiera. Toda palabra en boca del rico es una gracia, por donde la misma confianza que tiene de que sus gracias van a ser reídas y aplaudidas le da ánimo e inspiración para ser gracioso. El pasmo con que todos le miran, el gusto con que todos le oyen, hace que parezca gracioso aunque no lo sea. Pero lo es, y no cabe duda en que lo es. Yo, por ejemplo, he oído en boca de un señor muy rico todos los cuentecillos más groseros y sucios que refieren los gañanes de mi tierra, y que ya ni el atractivo de la novedad debieran tener para mí ni para nadie, y, sin embargo, me he reído como un bobo, me han hecho mucha gracia y los he encontrado llenos de aticismo en boca de dicho señor. Creo, además, que, en efecto, lo estaban, porque yo no me movía a reírlos ni a celebrarlos con falsa risa, ni por interés alguno. La seguridad, la superioridad, el magnetismo sereno que trae consigo el tener dinero, producían este fenómeno.

No se debe extrañar, pues, que las personas ricas sean amadas y admiradas. En el día las amamos con más desinterés que antes. Nunca, por ejemplo, ha habido menos hombres mantenidos por mujeres que en esta época, si se exceptúa bajo la forma legítima, aunque desairada, del coburguismo. En otras edades era frecuente, casi general, y no estaba mal mirado el coburguismo ilegítimo masculino, desde Ciro el Menor con Epiaxa, reina de Cilicia, señora, es de creer que ya jamona, a quien aquel héroe sacaba mucha moneda, hasta los galanes caballeros de la Corte de Luis XIV y Luis XV.

Lo que es el coburguismo femenino, legítimo o ilegítimo, sigue hoy como en las primeras edades del mundo, desde Raab y Dalila hasta la gallaxola y elegante Cora. Este coburguismo es más disculpable que el masculino. Lope de Vega lo disculpa, diciendo:


   No estaba pobre la feroz Lucrecia,
que, a darle don Tarquino mil reales,
ella fuera más blanda y menos necia.  10

Y Ariosto, con la leyenda El perro precioso, inserta en el Orlando, lo disculpa mucho más. Yo no lo disculpo, pero lo excuso, aunque no sea más que por el desinteresado amor y la admiración sincera que infunde el hombre rico, como no sea una bestia, aun en las almas más escogidas y nobles.

El hombre rico se hace en seguida gran conocedor de las bellas artes y de la literatura, y las protege, remedando a Lorenzo el Magnífico y a Mecenas; adorna y hermosea su patria con soberbios monumentos, como Herodes Ático, y hace, por último, otros cien mil beneficios.

Aunque no haya sido muy moral ni muy amante del orden antes de ser rico, luego que lo es, el mismo interés le presta por lo menos una moralidad y una religiosidad aparentes que no dejan de ser útiles.

Infiero yo de todo lo dicho que no debemos achacar a corrupción de nuestro siglo ni a perversidad del linaje humano este amor entrañable que todo él profesa al dinero. ¿Qué otra cosa ha de amar en la Tierra, si no ama el dinero, que las representa todas, las simboliza y las resume? Lo cierto es que casi todo lo útil, lo conveniente, lo práctico que se hace en el mundo se hace por este amor. El dinero es la fuerza motriz del progreso humano, la palanca de Arquímedes que mueve el mundo moral, el fundamento de casi toda la poesía y hasta el crisol de las virtudes más raras. La mayor parte de los hombres que desprecian o aparentan despreciar el dinero lo hacen por despecho y envidia; imitan a la zorra, diciendo: «No están maduras.» Los que aman con sinceridad la pobreza, los que la creen y llaman dádiva santa desagradecida, o son locos, o son santos: son Diógenes o San Francisco de Asís; a no ser que entiendan por pobreza cierta virtud magnánima que consiste en poseer y gozar todas las cosas con desdén y desprendimiento, como si no se poseyesen ni gozasen.

No hay nada en este mundo sublunar que proporcione más ventajas que el tener dinero. Los pocos inconvenientes que trae o son fantásticos o son comunes a toda vida humana, o se van allanando o disipando con la cultura.

Era antes el principal, como ya he dicho, el peligro de muerte en que se hallaba de continuo el acaudalado, como no ocultase mucho sus riquezas. Para ser impune, paladina y descuidadamente rico, era menester ser tirano, señor de horca y cuchillo, o algo por el mismo orden, que diese mucho poder y defensa. Este inconveniente va desapareciendo ya casi del todo.

Otro inconveniente que encuentran en el dinero los corazones extremadamente sensibles y los espíritus cavilosos es fantástico y absurdo. Consiste en el temor de ser amado por el dinero y no por uno mismo. Nada más ridículo que este temor. Ya hemos probado que el dinero es más que la vida. El dinero es, por consiguiente, una parte esencial de la persona. Un filósofo alemán diría que el dinero se pone en el yo de una manera absoluta. Más necio es, pues, atormentarse porque quieren a uno por el dinero que atormentarse porque quieren a uno porque es limpio, bien criado, elegante, instruido, etc., calidades todas que se adquieren artificialmente lo mismo que el dinero, que se deben al dinero en más o en menos cantidad. Acaso no sea yo mejor que el último mozo de cordel de Madrid, ora física, ora intelectual, ora moralmente considerado, y con todo, suponiéndome soltero, cualquier linda dama podría tener aún el capricho de enamorarse de mí sin que nadie lo censurara; pero si del mozo de cordel se enamorase, todo el mundo tendría esta pasión por una extravagancia o por una locura. Luego, en último resultado, lo que mueve a amar, a no ser extravagantísimo el amor, es el dinero, o algo que representa dinero o que se adquiere con dinero. Lo que yo he gastado en instruirme, pulirme, asearme y atildarme no es más que dinero.

Finalmente, la mayor y más envidiable ventaja que el dinero proporciona es la autoridad y respetabilidad que da a quien lo tiene, y la justa confianza que quien lo tiene inspira.




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- III -

De estas consideraciones sobre el influjo del dinero o de la riqueza en el individuo quisiera yo pasar a discurrir con mayor extensión sobre el influjo de la riqueza en la cultura y poder de las naciones; pero no haré más que consignar aquí algunos ligerísimos conceptos. Me arredra el temor de extraviarme, y la conciencia de mi poquísimo saber en Economía política, ciencia que al cabo, después de mucho cavilar, han venido todos los autores a coincidir con Aristóteles en que se trata del dinero, o, en general, de la riqueza, por donde la llama Crematística el sabio de Estagira. Y es mayor infortunio aún que el de mi propia ignorancia el de que,


   después de haber revuelto cien mil libros
de aquesta ciencia enmarañada y torpe,

adie logra saber a las claras lo que es la riqueza. Todas las definiciones son discordantes; y resulta que la ciencia empieza por no saber definir, determinar y declarar el objeto de la ciencia misma. Ni está más adelantada en la definición de las otras palabras científicas, como valor, precio, capital, industria y cambio; lo cual no es extraño, porque ignorándose aún lo que es riqueza, que es la idea o palabra fundamental, por fuerza se ha de ignorar o se ha de estar en desacuerdo sobre lo restante.

Malthus decía: «Después de tantos años de investigaciones y de tantos volúmenes de descubrimientos, los escritores no han podido entenderse hasta ahora sobre lo que constituye la riqueza, y mientras que los escritores que se emplean en este negocio no se entiendan mejor, sus conclusiones no podrán ser adoptadas como máximas que deban seguirse.»

Dedúcese de aquí, por sentencia y autoridad de Malthus, que no debemos seguir las máximas ni hacer caso alguno de cuantos economistas le precedieron en los siglos XVI, XVII Y XVIII, y en el primer tercio del presente. Todos estos economistas no sabían lo que decían, según Malthus; y cuenta que entre ellos están Smith, Say, Storeh, Ricardo, Gioja, Mac-Culloch y otras eminencias. No han adelantado más posteriormente otros sabios en dar estas definiciones. Stuard Mill desiste de definir lo que es riqueza, y dice que basta que en la práctica lo entendamos, con lo cual sigue adelante. Bastiat se enreda en sus Armonías con otros economistas rivales, y trata de probarles que son unos ignorantes o unos necios que desconocen lo que es el valor.

En efecto, uno de estos economistas se empeña en demostrar que el valor de una cosa consiste en el obstáculo vencido para producirla; de lo cual deduce que mientras más fácil se haga la producción, disminuyendo los obstáculos, menos valor tendrán las cosas; de modo que mientras más cosas haya seremos más pobres. Conviene, pues, crear obstáculos para la producción, a fin de que costando mucho el producir, valgan mucho también las cosas producidas y seamos ricos. Imposible parece que tales ideas se sostengan, y hasta que se impugnen con seriedad. Entre tanto, Bastiat, que está razonable en este punto, entiende luego el cambio, no como es, sino como debiera ser; y sobre este cambio modelo, ideal y fantástico levanta todo un edificio científico que trae enamorados a nuestros economistas. En el cambio, no cabe duda que debe darse siempre lo superfluo por lo necesario, y ganar, por tanto, todos los cambiantes. Pero ¿es esto lo que en realidad acontece? ¿No es, al revés, frecuentísimo el que por vanidad, por moda, por capricho o por extravagancia, demos lo necesario, no ya por lo superfluo, sino hasta por lo dañino? Se dirá que ambos cambiantes satisfacen una necesidad, y que en este sentido ganan. Pero si por necesidad se entiende un vicio, una manía, una mala costumbre, un apetito bestial, ¿cómo hemos de convenir? Pues qué, ¿ganan los chinos comprando opio para envenenarse con él? ¿Ganan y prosperan los jornaleros que de los cinco o seis reales que tienen de jornal emplean dos o tres en vino y uno en tabaco, matando quizá de hambre a sus mujeres y a sus hijos? ¿Gana el marido, débil o vano, que se empeña para que su mujer tenga palco en la Ópera? ¿Gana, en suma, el que no ahorra, el que consume más de lo que produce, el que sobre sus rentas gasta su capital, el que tiene habilidad para adquirir diez y tiene necesidad de consumir treinta o ciento? Claro está que no gana, sino que pierde, y al fin se arruina. Y lo que sucede con los individuos, ¿no puede suceder y no sucede también con las naciones? Así como hay individuos poco hábiles para producir y muy hábiles para gastar, ¿no puede haber y no hay naciones con las mismas cualidades? La holgazanería, el despilfarro y la ineptitud, ¿no pueden darse en una nación como se dan en un individuo?

Yo no temo que ninguna nación europea, por muy plagada que esté de los mencionados achaques, venga al fin a perderse y a destruirse, como se destruyeron y perdieron aquellos imperios colosales del centro de Asia; como se hundieron aquellas poderosas civilizaciones, asombro del mundo antiguo. Yo no temo que a Madrid, a Sevilla, a Lisboa o a Florencia les venga a suceder lo que a Sidón y Tiro, Susa, Ecbatana, Nínive, Bactra y Babilonia. Aunque consumiesen mucho más de lo que produjesen, el castigo se limitaría a largos períodos de forzada abstinencia y de lastimosos apuros, a que el atraso con relación a otros pueblos de Europa fuese mayor, y a que siguiesen arrastrándonos y llevándonos como a remolque las demás naciones. Pero tal es la fe que yo tengo en la virtud progresiva, en la energía vital de la civilización europea, que ni siquiera puedo concebir que muera una nación que esté en su seno poderoso y vivificante. Sin embargo, la abstinencia de que hemos hablado, los apuros, el ir a remolque y la vergüenza del atraso y de la inferioridad no dejan de ser rudo castigo.

Para discurrir, partiendo de un punto fijo, sobre estos asuntos tan difíciles, convendría primero explicarse el porqué de ciertos fenómenos que ofrece la moderna civilización europea, fenómenos, al parecer, contrarios a todo aquello que en las antiguas civilizaciones se notaba; de donde proviene el que haya dos sentencias que se dan por axiomáticas y que son enteramente contrarias a otras sentencias que poco ha pasaban por axiomáticas también.

En lo antiguo, y al decir en lo antiguo no vamos muy lejos (Miguel Montaigne y Maquiavelo pensaban así), la rudeza y la pobreza se creía que daban bríos y nervio a las naciones, mientras que la riqueza y la cultura las enervaban. Pobre era Alejandro y venció al rico Darío; pobres y rudos eran los romanos, y subyugaron a los ilustrados, cultos y ricos reinos de Macedonia, Siria y Egipto. Cuando los godos invadieron a Grecia, se refiere que intentaron quemar todas las bibliotecas; pero un astuto y discreto capitán de los godos hubo de persuadirlos de que con las bibliotecas los griegos se hacían afeminados, muelles y cobardes, y que así era conveniente dejarles los libros para tenerlos siempre bajo el yugo. De esta suerte las bibliotecas se salvaron.

En nuestros días, por el contrario, si una nación se propusiese debilitar a otra, procuraría hacerla ignorante y pobre. La ciencia y la riqueza, lejos de enflaquecer hoy a los pueblos, les dan energía y pujanza; pero, bien consideradas las cosas, no hay en esto la menor contradicción. En lo antiguo solía ser uno de los más usuales modos de adquirir riqueza el despojar a los vecinos por medio de la guerra. En el día de hoy, si bien estos despojos, estos robos violentos siguen haciéndose, no se hacen en tan grande escala. Las costumbres, más suaves, no lo consienten. La guerra, además, este modo de despojar violentamente una nación a otra, se ha hecho harto costosa. Los gastos de producción suelen en la guerra moderna ser mucho mayores que lo producido, si producido puede llamarse lo que se toma contra la voluntad de su dueño. De aquí, en primer lugar, que apenas se emprenda ya guerra alguna con el propósito de enriquecerse; y en segundo lugar, que los pueblos enriquecidos sean los que tienen más medio de hacer la guerra y más probabilidad de vencer. Antes los pueblos se hacían fuertes y guerreros a fin de enriquecerse; en el día los pueblos se enriquecen con el propósito de ser fuertes y guerreros. Sin duda que será un progreso más cuando los pueblos se enriquezcan sólo para ser más morales, más felices y más ilustrados; pero esto aún está lejos. La manía de dominar y de prevalecer sobre los demás no se curará en muchos siglos.

Sostienen hoy no pocos autores, Buckle entre otros, tan celebrados por todo el mundo, que la Economía política conspira de un modo incontrastable a que terminen las guerras sangrientas, a que la utopía de la paz perpetua venga a realizarse. Por esto, sin duda, y por otras razones no menos singulares, han llegado a tan loco extremo la admiración, la adoración y el fanatismo por la Economía política. Para Buckle, Adam Smith ha hecho más por la Humanidad que todos los sabios, que todos los profetas y que todos los genios inmortales que han nacido de madre y que han revestido carne humana en este pícaro mundo. Ni las leyes de Solón, de Numa y de Manú, ni todos los libros de filosofía, ni los mismos Evangelios, importan un pito comparados con La riqueza de las naciones. Según Buckle, La riqueza de las naciones es «el libro más importante que se ha escrito jamás; su publicación ha contribuido en mayor grado a la dicha del humano linaje que el talento reunido de todos los hombres de Estado y de todos los legisladores de quienes nos conserva la Historia un recuerdo auténtico».

Todo esto podrá ser verdad; pero también lo es que desde el año 1776, en que salió a luz por vez primera el libro divino, salvador, redentor y pacificador, las guerras han sido tan frecuentes como siempre y mil veces más espantosas que los millones de hombres que en ellas miserablemente han perecido. Cuando no hay guerra, hay una cosa tan mala, tal vez peor que la guerra: la paz armada. El dinero se gasta desatinadamente en sostener ejércitos inmensos, y los hombres más robustos, jóvenes y fuertes de Europa, apartados de todo trabajo útil, están siempre con las armas en la mano, acechándose, espiándose y amenazándose. Cierto que la Economía política y el libro maravilloso de Adam Smith no han puesto remedio a tanto mal. Si algo ha de ponerle remedio ha de ser la filosofía, la religión, mejor entendida que en otros siglos, y el exceso mismo del mal, que tal vez acabe por hacerlo imposible.

Los medios de destrucción se aumentan por tal arte, que es de temer que dentro de poco puedan matarse en un minuto millones de hombres, puedan dispararse en un segundo más bombas, balas y metralla que un siglo ha se disparaban en treinta o cuarenta años, y tales y tan estruendosos podrán ser los disparos, que el coste de uno solo baste a mantener durante un año a toda una familia. Horrorizados de tanto gasto y de tanta efusión de sangre, los hombres políticos clamarán, y claman ya muchos, por la paz y aun por el desarme, no porque Adam Smith y sus discípulos los hayan convencido. No creo yo que Napoleón III tenga el corazón de mantequilla y de jalea; pero el tremendo espectáculo del campo de batalla de Solferino, de tantos millares de cadáveres, hubo de oprimirle y angustiarle el corazón, decidiéndole a la paz, aun antes de cumplir su promesa de hacer libre a Italia hasta el Adriático. Adam Smith y todas sus teorías no tuvieron parte alguna en esta determinación.

Si algún pensamiento económico impide la guerra o la hace más difícil en lo venidero es independiente de la ciencia: no es menester haber leído a los economistas para concebirlo. El pensamiento es sencillo y claro: es el pensamiento de lo mucho que la guerra cuesta. Los gobiernos, además, tienen casi siempre que acudir a empréstitos para hacer la guerra. Los que prestan el dinero tienen interés en que el del dinero prestado sea lo más crecido posible, por donde, aun sin contar con otras causas, el papel de la Deuda baja y la fortuna pública padece.

Los que tienen que perder, los hombres acaudalados, son, por consiguiente, pacíficos, y como los que tienen dinero mandan en el día más que nunca y ejercen una influencia grandísima sobre la opinión, resulta que las guerras son condenadas por la opinión cuando no hay un fuerte estímulo de egoísmo que induzca a hacerlas, como, por ejemplo, abrir un nuevo mercado para los productos nacionales, introducir en algún país poco culto la libertad de comercio, las obras divinas de Adam Smith, el opio u otra droga peor, a cañonazos y a bayonetazos; entretener, y recrear, y embriagar al pueblo con gloria para que no se fastidie y se subleve, y tal vez deshacerse, siguiendo las doctrinas de algún economista, de aquella parte de la población que está de sobra, que no tiene cubierto preparado en el festín de la vida, que turba o rompe el justo equilibrio que debe haber entre el producto y el consumo, entre los que subsisten y los medios de subsistencia.

Además de la guerra material y sangrienta, ha tomado en nuestros días más auge que nunca otra guerra que trae a la Humanidad infinitos bienes y que la lleva en volandas, no ya por el camino real del progreso, sino por una trocha o atajo. Pero como no hay atajo sin trabajo, de esta otra guerra, que es la industrial y comercial, nacen temerosas perturbaciones, duros padecimientos, horribles desengaños y desconsoladoras ruinas. No me incumbe explicar esto ni hacer aquí la sátira del modo de ser de las sociedades modernas. Remito al lector a los socialistas, hijos legítimos de los economistas y sus más crueles y acérrimos adversarios. Aunque la Economía política no tuviese más pecado que el haber criado a sus pechos al socialismo, no podría ser absuelta del todo. Por lo demás, el socialismo, salvo que hasta hoy no es más que un conato, un desiderátum, una aspiración, es, según algunos, esto es, será, con respecto a la empírica y pedestre Economía política, lo que son las matemáticas sublimes con respecto a las cuatro reglas de la Aritmética. La ciencia social, o dígasela Sociología (¡híbrido y ridículo vocablo!), está aún por inventar, aunque sostengan lo contrario los positivistas. Lo malo es que los problemas que esta ciencia ha planteado y no ha resuelto, y la crítica audaz, inteligente y destructora con que ha hecho vacilar la fe en el orden social existente, tienen a los hombres todos llenos de recelo, dentro de cada Estado, presumiendo siempre que pueda sobrevenir la violencia a resolver los intrincados problemas de la ciencia novísima, a desgajar de sus cimientos todo el edificio de la sociedad con el fin de fundarlo sobre otros mejores y más sólidos. De aquí el que no haya sólo guerra o paz armada entre unos estados y otros, sino también guerra o paz armada, esto es, peligro y sobresalto constante dentro de cada Estado. En todo lo cual no parece que ha puesto remedio la Economía política, sino que ha venido a empeorarlo.

No crea el discreto lector que no conozco lo que podrá decir de mis divagaciones en este escrito. Sírvame de excusa el haberlo llamado meditación, y el ser la meditación sobre un asunto tan vasto y tan en relación con todos los asuntos como es el dinero. Para tratarlo a fondo y con la claridad, el orden y el método convenientes, me hubiera sido necesario escribir un grueso volumen. «Pero ¿por qué -se me dirá- has elegido tan vasto asunto, cuando no pensabas escribir ese grueso volumen, sino un artículo de periódico?» A lo cual respondo: que la falta de dinero, la penuria pública, los apuros del Tesoro, las lamentaciones que oigo por todas partes, la esperanza que muestran algunos de que los economistas nos van a salvar, la poca confianza que advierto en otros en la eficacia saludable de los economistas, los discreteos de todos, los medios que tantos proponen, convertidos en arbitristas, para llevarnos a puerto de salvación, y las diversas explicaciones que dan sobre las causas del grave mal que padecemos, todo me ha impulsado con irresistible vehemencia a meditar y discurrir sobre estos asuntos, en los cuales confieso mi escaso o ningún saber. Pero considerándome yo como vulgo, como profano, todavía he creído que, si no útil, al menos podría ser entretenido y curioso el exponer lo que cavila el vulgo, lo que alambica y divaga sobre el particular. Así es que me he hecho eco fiel del vulgo en esta meditación, adornándola con algunas sentencias morales sacadas de la lectura de los filósofos. No se extrañe, pues, que yo no pruebe nada, que yo no concluya nada, que no presida un pensamiento dominante a todo este escrito mío.

Mucho temo dilatarlo, haciéndome pesado; pero se me ocurren varias observaciones que no tengo valor para pasar en silencio.

Es la primera que, en el estado actual de la civilización, y aun estoy por afirmar que siempre, no acontece con las naciones lo que con los individuos, los cuales, como ya dijimos, pueden ser sabios, santos o poetas, y ser pobres. Una nación, si es inteligente y activa, por santa, por sabia y por heroica y poética que sea tiene que hacerse rica también. Si se queda pobre da marcadas y evidentes señales de que no es inteligente, o de que no es activa, o de que padece alguna enfermedad secular de que no ha logrado curarse.

Decía en 1629 el padre maestro fray Benito de Peñalosa y Mondragón, en un curiosísimo libro que dio a la estampa, que el ser España muy católica y muy monárquica y el tener otras tres excelencias más causaban su despoblación y su ruina. Lo mismo asegura Buckle, en perfecta consonancia con el padre Peñalosa, a quien ha adivinado y no leído. Nuestra religiosidad y nuestro amor y fidelidad a los reyes nos han traído tan perdidos y tan atrasados. En cambio, según el mismo Buckle, en Escocia ha habido y hay gran prosperidad y progreso. Allí aunque también tienen la desgracia de ser sobrado religiosos, han tenido la fortuna y la excelente cualidad de ser muy desleales a sus soberanos.

«Los escoceses -dice Buckle- han hecho la guerra a casi todos sus reyes, han decapitado a varios, han asesinado a otros y hasta han vendido a uno de ellos por cierta suma de dinero que les hacía mucha falta. Esta cordura de los escoceses les ha valido el progresar y, sobre todo, la gloria de que el salvador Adam Smith nazca entre ellos.»

La extraña doctrina que acabo de exponer, idéntica en Buckle y en Peñalosa, no puede refutarse o censurarse con ironía. Es menester desecharla con seriedad. No es asunto de burla. No. La riqueza, y la prosperidad, y la cultura, no acuden a los pueblos porque los pueblos abandonen a Dios y maten o vendan a sus príncipes.

En un individuo, tal vez la bondad y excelencia del carácter han sido obstáculo a la fortuna; en un pueblo, no queremos ni podemos creerlo. Por consiguiente, si España está hoy pobre y atrasada, culpa es, no de sus virtudes, sino de sus vicios; no de buenas cualidades, sino de malas.

Dan otros por causa de nuestro atraso y de nuestra pobreza la aridez y esterilidad del suelo, que ofrece pocos recursos; pero, aunque dicha aridez y dicha esterilidad fuesen ciertas, como una nación no vive sólo del suelo, sino del ingenio y de la laboriosidad de sus hijos, no podría esta falta ser origen del mal. En los siglos pasados y en los presentes hubo y hay naciones ilustres que han florecido en suelo estéril. El suelo del Ática es un ejemplo de esto, y a su esterilidad atribuye Tucídides el que allí viniese a formarse tan glorioso y próspero Estado, porque en los principios de la civilización griega los hombres huyeron de los terrenos fértiles, invadidos e infestados continuamente de ladrones y piratas, y vinieron a refugiarse en Ática para estar al abrigo de las depredaciones y devastaciones. Venecia, que fue tan poderosa y rica, tuvo también un origen semejante, y fue fundada en unas lagunas por gente fugitiva de los bárbaros invasores de Italia. La misma Escocia será todo lo pintoresca y linda que se quiera; pero no hay quien no convenga en que naturalmente es estéril, sin duda más estéril que España. Lo propio puede afirmarse de Holanda y de otros muchos países, si apartamos de ellos con la imaginación lo que por mejorarlos han hecho ya el arte y el ingenio.

Pensadores hay que se van al extremo opuesto y atribuyen la inferioridad soñada o verdadera de nuestra civilización a la abundancia de mantenimientos y a la facilidad de la vida para la gente pobre. Esto dicen que afloja todo resorte de acción y que hace al pueblo débil y propenso a la servidumbre, mientras que en los países donde el pueblo ha tenido que luchar mucho y que vencer grandes obstáculos para ganarse la vida, luego que los vence y vive es más digno y enérgico y menos sufrido de ninguna especie de yugo y de sujeción. Ponen por ejemplo de tal aserto la India y Egipto, y no se ha de negar que son ejemplos que tienen fuerza. Sostienen, además, que la causa del atraso de Irlanda y de su humillación han sido la abundancia y la baratura de las patatas. Más razón llevan, a mi ver, los que piensan así que los que atribuyen el atraso o, mejor dicho, el estancamiento, a la esterilidad del suelo; pero yo no me atrevo a dar la razón ni a unos ni a otros, y, sobre todo, en el caso particular de España. No creo que ni el clima, ni el suelo, ni la fertilidad, ni la exuberancia de la Naturaleza y de sus productos, sean ni hayan sido entre nosotros como en la India y en el antiguo Egipto, ni hayan podido nunca producir efectos semejantes.

Dicen otros pensadores, que piensan poco, que todo nuestro mal proviene de los malos gobiernos. Sentencia es ésta indigna de refutación. Ningún país, a no estar bajo el yugo de una tiranía invencible, tiene más gobierno que el que se da y merece. Cuanto hay en España de más enérgico, de más ilustrado, de más discreto, la ha gobernado ya. Apenas habrá quedado hombre de alguna nota en todos los partidos que no haya sido ministro. Si todos han sido inhábiles, fuerza es conjeturar que España no da más de sí.

No falta tampoco quien atribuya nuestro atraso al ningún amor al bienestar y al lujo; a que nos contentamos y conformamos con vivir mal, y, no sintiendo el aguijón del deseo de goces, no nos movemos al trabajo. Este raciocinio es absurdo por la falsedad de la premisa en que se funda. Todos los hombres, y peculiarmente los españoles, salvo algún extravagante, prefieren comer foie-gras y pavo trufado a comer chanfaina y revoltillos; vestir ricos paños y terciopelos, a vestir bayeta; vivir en un palacio, a vivir en una choza, y andar en coche, a andar a pie. No es una ciencia oculta el saber que hay coches, buena cocina, excelentes manjares, telas de seda, joyas de oro y pedrería y otros muchos deleitosos objetos, ni es menester tener un alma muy levantada para ambicionarlos. No hay nadie que no los ambicione. Si del deseo, del afán de ser ricos, dependiese la riqueza, España sería una de las naciones más ricas del mundo.

Síguese, pues, que no sabemos por qué es pobre España, a no ser que afirmemos, y a esto me inclino yo, que somos pobres por una calidad opuesta a la que acabamos de mencionar: por el amor al lujo, por el despilfarro, por el desorden, porque somos indiscretamente muy rumbosos y generosos, y, sobre todo, porque no sabemos gastar y gastamos sin discernimiento y sin lucimiento. De este defecto adolecen y han adolecido siempre en España los particulares y el Estado.

En tiempo de Felipe II, cuando estábamos en la cumbre de la prosperidad, cuando dominábamos y despojábamos tantas regiones, cuando


   La tierra sus mineros nos rendía;
sus perlas y coral, el Océano;

Campanella se pasma de que tanta riqueza se disipe sin saber cómo y de que siempre estemos sin un real y pidiendo prestado. Est -dice- adminatione dignum, quomodo consumatur tanta divitiarum vis, sine ullo emolumento; cum videamus Regem fere perpetua inopia laborare, atque etiam, ab aliis mutuo accipere. Lo mismo ocurría entonces entre los particulares que en el Estado. En ningún país se puede decir con más verdad que en España que no se sabe adónde se va el dinero. Al caer la dinastía austríaca, que se había enseñoreado de lo mejor del mundo, Madrid era (permítaseme lo vulgar de la expresión) un corral de vacas. ¿Dónde estaban los palacios, los templos, los monumentos, las estatuas? En parte alguna. ¿En qué gastamos las riquezas de América? ¿En qué empleamos el botín de los pueblos subyugados?

La inopia nos trabajaba entonces tanto o más que en el día, y la inopia nos humilló y nos hizo bajar de la altura en que nos habíamos puesto.

En el día de hoy, el movimiento ascendente de la civilización europea nos lleva en pos de sí, y no puede negarse que, en medio de mil disgustos, de mil apuros y de doscientas mil mortificaciones de amor propio nacional, España progresa y se mejora; pero buenos azotes le cuesta. La torpeza en el producir y la mayor torpeza en el gastar tienen la culpa de estos azotes.

Yo soy un librecambista teórico furibundo. Bastiat y Cobden me han convencido; pero en la práctica me asusto del libre cambio. ¿Qué hay en España que pueda competir libremente con los productos extranjeros? El vino, quizá; y con todo, salvo el vino de Jerez, los demás vinos españoles suelen ir a Francia, les echan un poco de zumo de moras, de alumbre y de raíz de lirio, y nos los vuelven a vender, dándonos una sola botella en el precio que recibimos por una, o dos, o tres arrobas. Esto es, que damos cincuenta o sesenta botellas por una del mismo líquido, con la ligera modificación del alquimista o boticario.

¿Qué mar de vino, qué río de aceite no tendrá que gastar cualquier rica dama andaluza para comprar un vestido de casa de Worth? ¡Pues si la dama es de Almería y tiene que comprarse el vestido de Worth con el producto del esparto! Entonces tendrá que mondar y desnudar centenares de leguas cuadradas para vestir su lindo y airoso cuerpo. De casi todos nuestros cambios, más o menos libres, puede decirse lo mismo. Hasta el precio del transporte nos es perjudicial, estableciendo natural y fatalmente un derecho protector en contra de nuestras voluminosas, groseras y pesadas mercancías. Y todo esto, sin contar con el fraude, con la burla, con lo que vulgarmente se llama primada. Por cuentecillas de vidrio de colores, por clavos y otras baratijas, tomaban los compañeros del capitán Cook cuanto había de bueno y exquisito en Otahiti. Algo de esto, aunque en menor proporción, ocurre siempre en los cambios entre un pueblo adelantado y otro más atrasado. A menudo se dan objetos que tienen un verdadero valor por otros que no tienen ninguno, sino el de la moda o el capricho. La sola palabra chic, abreviatura del nombre de un menestral borracho que bailaba el cancán primorosamente, ha producido a todas las industrias parisienses, legítimas e ilegítimas, un número considerable de millones.

Se dirá que éstos no son argumentos serios; que si la palabra chic es tan productiva, debemos inventar nosotros otra palabra que lo sea más; que en nuestras manos está echarle al vino, desde luego, todos los polvos y drogas que le echan en Francia, o descubrir, fabricar o confeccionar algunos primores por los cuales nos den tanto o más que lo que damos por los vestidos de Worth. Pero a esto se contesta que, aun siendo nosotros capaces de tales invenciones, no acertaríamos a darles valor, porque aún no tenemos el prestigio y la autoridad que se requieren. Además que, según aseguran muchos autores y pretenden haber demostrado, los españoles estamos dotados de una incapacidad invencible para todas aquellas artes e industrias que conducen a hacer más agradable, más cómoda, más dulce la vida. Personas muy religiosas y patrióticas, entre ellas un académico de la Historia, en su elegante discurso de recepción, han sostenido que esta ineptitud, calificada de sublime, es una prueba de nuestro gran ser, de nuestros pensamientos levantados y celestiales, de nuestro severo espiritualismo. Buckle coincide también en este pensamiento, como coincide con el padre Peñalosa, pero explicándolo todo a su manera. Según él, la causa principal de esto son los terremotos, frecuentísimos y terribles en España, los cuales nos traen siempre asustados y contritos y no acaban de quitarnos el temor de Dios, con lo cual no es posible el progreso. Se infiere, por tanto, que por culpa de los terremotos no tenemos chic, ni tenemos un sastre como Worth, ni una fabricadora de sombreros como madame Virot, ni un abaniquero como mister Alexandre; en suma: no sabemos hacer nada o casi nada primoroso. Nuestro orgullo, además, nos impide buscar salida para nuestras mercancías, encomiándolas, presentándolas y ofreciéndolas con insistencia. Casi todos los españoles tenemos por artículo de fe y por norma de nuestra conducta mercantil aquello de que el buen paño en el arca se vende, y cuanto paño fabricado nos parece bueno.

Deduzco yo de todo lo dicho que en España pudieran, por ahora, salir fallidas las leyes del libre cambio, porque al fin no hay ley ni regla sin excepción, y que, a no ser por otra ley más poderosa, la ley de afinidad europea, que nos hace seguir el movimiento ascendente de toda esta gran república o confederación de naciones, las agonías que pasamos pudieran convertirse en muerte. Entre tanto, es indudable para mí, y para todo el que no esté obcecado por vanas teorías, que España consume hoy mucho más de lo que produce. Y esto, no sólo el Estado, sino también la sociedad. En balde nos afanamos por enjugar el déficit. Es menester trabajar mucho más o gastar mucho menos. Es menester, sobre todo, no pedir prestado, no seguir trampeando.

Prescindiendo de la honra de España, que ha sido puesta en la picota y sacada a la vergüenza en muchas casas de contratación, las condiciones con que nos dan dinero son espantosas, judaicas, usurarias por modo heroico. Cada millón nos cuesta más de cuatro, que si hoy son nominales, podrán ser efectivos si por un milagro de la Providencia llegamos a salir de la miseria presente. Hacemos un contrato aleatorio; jugamos con nuestro porvenir; de suerte que, si alguna vez tenemos el gusto de mejorar de fortuna, este gusto se acibarará con el disgusto de deber realmente cuatro a quien no nos prestó más que uno; de proporcionarle una moderada ganancia de cuatrocientos por ciento en el capital. Entre tanto, los intereses que pagamos son por lo menos de un doce por ciento. Tal vez nos arreglemos por tal arte, que sean de un dieciséis o de un dieciocho.

Cualquier trato o negociación que se haga, o se haya hecho, o se esté haciendo, para obtener dinero, disimulará tal vez el sacrificio a los ojos profanos; pero no lo mitigará. Es seguro que el dinero que tomemos, por enrevesado que sea el método de tomarlo, nos ha de costar lo mismo o más que por el método sencillo y expeditivo de emitir treses. Transmitida la operación al idioma pintoresco del vulgo, será siempre tirar de los pies a un ahorcado.

Dicen los que entienden de Hacienda que es menester proporcionarse recursos y que no nos los podemos proporcionar con menos sacrificios. Si esto es así, Dios me libre de criticar al señor ministro de Hacienda. Lo único que yo diré y digo es que el artificio de tomar prestado de un modo tan ruinoso no es muy ingenioso, ni muy sutil, ni muy peregrino, y que si la ciencia de la Hacienda consiste en eso sólo, se puede suponer que no hay tal ciencia en la Hacienda y que el último patán puede hacer lo mismo que el profesor más hábil.

He vacilado y vacilo aún en publicar esta meditación harto rara; estos desordenados pensamientos míos, que la angustia en que vivimos y el terror que infunde en algunos corazones la ciencia económica española me han inspirado sin poderlo yo remediar. Repito, asimismo, que aquí no se aducen otras razones que las del mero sentido común más rastrero, y que desde la bajeza de este sentido común a la altura de la ciencia ha de haber una distancia infinita.

Todo esto lo reconozco y lo proclamo. Sin embargo, tal es el amor que tenemos a nuestros hijos, y la presente meditación es hija mía, que, aunque haya nacido enclenque y ruin, no he de atreverme a matarla. Más bien me atreveré a darle vida, aunque sea vida efímera y trabajosa, publicándola en un periódico, y exponiéndome por amor paternal a las iras o al menosprecio de los sabios, que tal vez hacen en este momento la felicidad de la patria. Tal vez murmuramos como murmuraba la chusma a bordo de las carabelas la víspera de aquella feliz y memorable aurora en que por vez primera aparecieron a los ojos espantados de los europeos las risueñas y fecundas costas del Nuevo Mundo. Tal vez murmuramos, como murmuraban los israelitas en el desierto porque no llegaban a ver la Tierra Prometida; y eso que el maná y las codornices que les daba su Moisés no costaban nada, y los millones que nos da nuestro Moisés cuestan mucho.

En fin: sea como sea, yo me atrevo a publicar esta endiablada meditación. Al cabo, no soy esparciata para dar muerte a mis hijos enfermizos, aunque tenga que ser esparciata y tengamos que ser esparciatas todos los españoles para tragar la salsa negra si siguen las cosas así.

Considere el pío lector que esta meditación es como un entretenimiento y nada más, y sea verdaderamente pío, que harto lo exige el caso. Lea mi meditación sobre el dinero como quien lee un libro de cocina cuando tiene hambre, y hallará en mi meditación algún consuelo y alivio.

Si por dicha, que no es de esperar, mi meditación no pareciese muy mala, tal vez me animaría yo a escribir otra sobre las contribuciones y los empréstitos de España, diciendo siempre lo que dice el vulgo y nada más de lo que dice el vulgo, sin meterme en honduras.

Madrid, 1870.






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La cordobesa

El editor de esta obra tuvo la bondad de encomendarme, un siglo ha, uno de sus artículos; y yo, como es natural, elegí la cordobesa, por ser la provincia de Córdoba donde he nacido y me he criado.

Mi extremada desidia me ha impedido hasta ahora cumplir mi palabra de escribirlo. Tal vez para cohonestar esta falta me presentaba yo un sinnúmero de dificultades y objeciones, por cuyo medio trataba de condenar el pensamiento del editor, a fin de justificar mi tardanza en contribuir a su realización con mi trabajo.

¿Qué diferencia esencial ni siquiera qué diferencia accidental notable puede haber o hay, pongo por caso, entre la cordobesa, la jiennense o la sevillana? Allá en lo antiguo quizá la hubiese, porque no eran tan fáciles las comunicaciones y era más fácil el vivir aislado y sedentario; pero en el día en que, no ya los hombres y mujeres de contiguas provincias, sino los de remotas naciones, longincuos países y apartadísimos reinos, se ven y visitan con frecuencia, ¿cómo ha de persistir esa variedad y distinción de tipos, dando ocasión a que se describan mujeres que por sus costumbres, creencias modos de sentir y de pensar, fisonomía, continente y traje, se diferencien hasta el punto de que las pinturas o descripciones que de ellas se hagan varíen por el asunto y no sólo por el estilo del que pinta o describe? Además, me decía yo, aunque el sello de casta y el de nacionalidad sean indelebles, sin que acierte a borrarlos o a confundirlos la continua convivencia y el íntimo comercio espiritual, en esta época en que tanto se escribe se lee y se viaja; en este siglo del vapor y la electricidad, del ferrocarril y del telégrafo, todavía no logro persuadirme de que haya también un sello de provincialidad, como hay sello de nación, de tribu o de casta. Lo peculiar y lo castizo, en lo que tienen de exclusivas estas calidades provienen de divisiones que hizo la Naturaleza misma, y no de las divisiones administrativas o políticas, esto es artificiales, como son las divisiones por provincias. Malagueñas o sevillanas habrá, sin duda, de casta y suelo más homogéneos con los de ciertas cordobesas, que los de muchas cordobesas entre sí. Una mujer de Cuevas de San Marcos, por ejemplo, debe parecerse más a otra de Belalcázar, y más se parecerá la de Casariche a la de Benamejí que la de Benamejí a la de Almodóvar.

Harto se me alcanzaba que entre la gallega y la mujer de Cataluña, y entre la manchega y la vizcaína, habían de mediar radicales diferencias; pero esto de que cada provincia, fuese la que fuese, había de tener un tipo especial, se me hacia difícil de creer. Sólo salvaba yo la monotonía de este libro y cifraba su variedad en el ingenio diverso de cada escritor, en el sesgo que atinase a dar al asunto y en lo singular de su estilo, pensamientos y sentimientos.

Nunca pensé que el editor desease que escribiésemos una reseña erudita, una serie de vidas de todas las mujeres célebres de cada provincia. Esto sería quizá, no sólo ameno, sino ejemplar y didáctico; pero no se trataba de esto, ni yo me hubiese comprometido a escribir mi artículo si de esto se tratase. No era obra histórica, ni biográfica, la que se trazaba y proyectaba, sino cuadro de costumbres y pintura al vivo o retrato fiel de lo que hoy se nota en cada provincia en los usos, cultura, ideas y demás prendas, condiciones y actos de las mujeres. Y siendo la cosa así, repito que no me percataba yo de nada o de casi nada que impidiese la monotonía de la obra por el objeto, aunque por el sujeto, o mejor diré por los sujetos, viniese a ser un jardín de flores, como la capa del estudiante, merced a la diversidad de estilos y a la idiosincrasia de cada escritor que en ella pusiese mano.

Así sobre poco más o menos, anda yo cavilando, cuando deberes de familia me llevaron al riñón de la provincia de Córdoba, a una dichosa comarca donde el color local provincial está difundido a manos llenas por la Naturaleza pródiga e inexhausta en sus varias creaciones. Y estando este color, este sello, este tipo en todo, ¿cómo, me dije yo, no ha de estarlo en la mujer la cual es blanda cera para recibir impresiones, y duro bronce para conservarlas sin que se desvanezcan?

Más de cinco meses pasé en mi lugar, y en este tiempo mudé por completo de parecer respecto al libro del señor Guijarro. No me quedaba excusa para no escribir el artículo. Estaba persuadido de que si la cordobesa que yo pintase no era un tipo sui generis, era porque yo no sabía pintar lo que estaba viendo de un modo claro. Me decidí, pues, desde entonces a hacer esta pintura confesando con ingenuidad que, si no sale original y nueva, la culpa será mía y no del modelo.

Una cosa me turba aún y dificulta mi propósito. Al ver y tratar a la cordobesa del día, acuden a mi imaginación las ya casi borradas especies que desde mi niñez y primera juventud, harto lejanas por desgracia, dormían o estaban sepultadas en mi mente, de la cordobesa del primer tercio de este siglo. La disparidad entre el recuerdo y la impresión presente me confunde un poco. El tipo cordobés femenino no ha desaparecido; pero ha habido cambio, si bien el cambio no ha sido de lo castizo a lo exótico. El cambio ha sido por interior desenvolvimiento de la propia esencia de la mujer cordobesa, la cual, como todas las esencias inmortales, permanece en su fundamento sustancial, si bien adquiere nuevas formas y nuevos accidentes. La cordobesa de este momento histórico no es la cordobesa del momento histórico anterior; pero es siempre la cordobesa, y siempre sigue realizando su esencia, como cada hija de vecina, exteriorizando la idea típica suya propia y presentando diversos aspectos en cada una de las diversas evoluciones con que la exterioriza.

Veo que me encumbro demasiado, y voy a descender y a hablar con más llaneza, dejando los raptos filosóficos para mejor ocasión.

Hoy se me presenta la cordobesa a la vista tal como es, mientras que la memoria me la retrae tal como era treinta o cuarenta años ha. De aquí se origina cierta confusión, algo como una antinomia, pero, si bien se estudia la antinomia, se resolverá con poco trabajo en una síntesis suprema. Esta síntesis, si acertase yo a crearla, sería un artículo primoroso. Es más: sin esta síntesis no es posible el artículo, porque yo no voy a pintar a la cordobesa muerta, parada, estacionaria, inerte, fósil sino a la cordobesa viva; en movimiento, en desarrollo, en progreso; desenvolviéndose, no con prestado impulso, sino según las leyes propias de su gran ser y de su rico y generoso organismo.

Para adquirir el concepto total de la cordobesa es menester estudiarla en sus diferentes clases y estados: desde la gran señora hasta la mujer del rudo ganapán, desde la niña hasta la anciana, desde la hija de familia hasta la madre o la abuela, y verla, y visitarla, ya en la antigua y espléndida capital del califato; ya en la Sierra, al norte del Guadalquivir, abundante en minas y en dehesas selváticas y esquivas; ya en la campiña ubérrima donde hay lugares populosos y hasta lindas ciudades, y donde la riqueza, el bienestar y la cultura son mayores. Pero si fuésemos analizando y examinando por separado todas estas cosas, no tendría fin ni término nuestro artículo, y así conviene tocar sólo puntos capitales y resumir y cifrar en dos o tres tipos todo lo que hay en la cordobesa de más característico y propio.

Claro está que en la provincia de Córdoba hay damas ricas que han estado o están en Madrid, que tal vez han ido a Baden o Biarritz algún verano; que hablan francés, que han paseado en el bosque le Boulogne, que conocen acaso varias cortes extranjeras, que leen las novelas de Jorge Sand y los versos de Lamartine en la misma lengua en que se escribieron, y que se visten con Worth, con Laferriére, con la Hongrina o con la Isolina. En todas estas damas subsiste aún la esencia de la mujer cordobesa; pero sería menester ahondar y penetrar demasiado para descubrir esta esencia al través de tantos aditamentos extraños y de tantas exterioridades postizas. Busquemos, pues, a la genuina cordobesa donde no tengamos necesidad de profundizar o de eliminar para hallarla; busquémosla en la lugareña, ya sea rica, ya pobre, ya señora, ya criada.

La lugareña es en extremo hacendosa, por pobre que sea, tiene la casa saltando de limpia. Los suelos, de losa de mármol, de ladrillo o de yeso cuajado, parecen bruñidos a fuerza de aljofifa. Si el ama de la casa goza de algún bienestar, resplandecen en dos o tres chineros el cristal y la vajilla y en hileras simétricas adornan las paredes de la cocina peroles, cacerolas y otros trastos de azófar o de cobre, donde puede uno verse la cara como en un espejo.

La cordobesa es todo vigilancia, aseo, cuidado y esmerada economía. Nunca abandona las llaves de la despensa, de las alacenas, arcas y armarios. En la anaquelería o vasares de la despensa suele conservar, con próvida y rica profusión, un tesoro de comestibles, los cuales dan testimonio, ya de la prosperidad de la casa, ya de lo fértil de las fincas del dueño, si son productos indígenas, y, como suele decirse, de la propia crianza y labranza; ya de la habilidad y primor de la señora, cuyo trabajo ha aumentado el valor de la primera materia con alguna preparación o condimento. Allí tiene nueces, castañas, almendras, batatas, cirolitas imperiales envueltas en papel para que se pasen, guindas en aguardiente, orejones y otras mil chucherías. Los pimientos picantes, las guindillas y cornetas y los ajos cuelgan en ristras al lado del bacalao, en la parte menos pulcra. En la parte más pulcra suele haber azúcar, café, salvia, tila, manzanilla y hasta té a veces, que antes sólo en la botica se hallaba. Del techo cuelgan egregios y gigantescos jamones, y, alternando con esta bucólica manifestación del reino animal, dulces andregüelas invernizas, uvas, granadas y otras frutas. En hondas orzas vidriadas conserva la señora lomo de cerdo en adobo, cubierto de manteca; pajarillas, esto es, asaduras, riñones y bazo del mismo cuadrúpedo, y hasta morrillas, alcauciles, setas y espárragos trigueros y amargueros, todo ello tan bien dispuesto, que basta calentarlo en un santiamén para dar una opípara comida a cualquier huésped que llegue de improviso.

La matanza se hace una vez al año en cada casa medianamente acomodada, y en aquella faena suele lucir la señora su actividad y tino. Se levanta antes que raye la aurora, y rodeada de sus siervas dirige, cuando no hace ella misma, la serie de importantes operaciones. Ya sazona la masa de las morcillas echando en ella, con rociadas magistrales y en la conveniente proporción, sal, orégano, comino, pimiento y otras especias; ya fabrica los chorizos, longanizas, salchichas y demás embuchados.

La mayor parte de esto se suspende del humero en cañas o barras largas de hierro, lo cual presta a la cocina un delicioso carácter de suculenta abundancia. Casi siempre se reciben en invierno las visitas en torno del hogar, donde arde un monte de encina o de olivo y pasta de orujo bajo la amplia campana de la chimenea. Entonces, si el que llega mojado de la lluvia o transido de frío, ya de la calle, ya del campo, alza los ojos al Cielo para darle gracias por hallarse tan bien, se halla mucho mejor y tienen que reiterar las gracias al descubrir aquella densa constelación de chorizos y de morcillas, cuyo aroma trasciende y desciende a las narices, penetra en el estómago y despierta o resucita el apetito. ¡Cuántas veces lo he saciado yo estando de tertulia, por la noche, en torno de uno de estos hogares hospitalarios! Tal vez la misma señora, tal vez alguna criada gallarda y ágil, descolgaba con regia generosidad una o dos morcillas y las asaba en parrilla sobre el rescoldo. Comidas luego con blanco pan, con un traguito de vino de la tierra, que es el vino mejor del mundo, y en sabrosa y festiva conversación, sabían estas morcillas a gloria.

Es injusta la fama cuando asegura que se come mal por allí. En mi provincia hay un sibaritismo rústico que encanta. Bien sabe mi paisana estimar, buscar y servir en su mesa las mejores frutas, empezando por la que se cría en su heredad, mil veces más grata al paladar y más lisonjera para el amor propio que la tan celebrada del cercado ajeno. Ni carece tampoco, en la estación oportuna, de cerezas garrafales de Carcabuey, de peras de Priego, de melones de Montalván, de melocotones de Alcaudete, de higos de Montilla, de naranjas de Palma del Río, y aun de aquellas únicas ciruelas, que se dan sólo en las laderas del castillo de Cabra; ciruelas, dulces como la miel, que huelen mejor que las rosas. En cuanto a las uvas, no hay que decir que son mejores ni peores en ninguna parte, porque son excelentes en todas: y las hay lairenes, pedrojiménez, negras, albillas, dombuenas, de corazón de cabrito, moscateles, baladíes, y de otros mil linajes o vidueños.

Las aceitunas no ofrecen menor variedad: manzanillas, picudas, reinas, gordales, y qué sé yo cuántas otras. La mujer cordobesa se vale para prepararlas de mil ingeniosos métodos y de mil aliños sabrosos; pero, ya estén las aceitunas partidas o enteras, rellenas u orejonadas, siempre interviene en ellas el laurel, premio de los poetas.

Pues ¿qué alabanza, qué encarecimiento bastará a celebrar a mi paisana, cuando despunta por lo habilidosa? ¡Qué guisos hace o dirige, qué conservas, qué frutas de sartén, y qué rara copia de tortas, pasteles, cuajados y hojaldres! Ya con todo género de especierías, con nueces, almendras y ajonjolí, condimenta el morisco alfajor, picante y aromático; ya la hojuela frágil, liviana y aérea; ya el esponjado piñonate, y ya los pestiños con generoso vino amasados; sobre todo lo cual derrama la que tanto abunda en aquellas comarcas, silvestre y cándida miel, ora perfumada de tomillo y romero en la heroica y alpestre Fuenteovejuna, que en lo antiguo se llamaba la Gran Melaría; ora extraída, merced a las venturosas abejas, del azahar casi perenne, que se confunde con el fruto maduro por todos los verdes naranjales, en las fecundas riberas del Genil y del Betis.

Sería cuento de nunca acabar si yo refiriese aquí circunstancialmente cuanto sabe hacer y hace la cordobesa en lo que atañe a pastelería y repostería. No puedo, con todo, resistir a la tentación de dar una somera noticia de lo más interesante. Hace la cordobesa gajorros, cilindros huecos, formados por una cinta de masa que se enrosca en espiral, para los cuales, a fin de que crujan entre los dientes y se deshagan luego con suavidad en la boca, es indispensable una maestría soberana así en el amasijo como en la fritura. La batata en polvo y las carnes de manzana, membrillo y gamboa que toda cordobesa prepara debieran ser conocidas y estimadas en las mesas de los príncipes y magnates. Con el mosto hace la cordobesa gachas, pan y arropes infinitos, ya de calabaza, ya de cabellos de ángel y ya de uvas, aunque entonces toma el nombre de uvate y deja el de arrope.

Quiero pasar en silencio por no molestar al lector y porque no me tilde de prolijo y tal vez de goloso los hojaldres hechos de flor de harina y manteca de cerdo en pella; los multiformes bizcochos entre los cuales sobresale la torta o bollo maimón; los nuégados, los polvorones, las sopaipas, los almíbares y las perrunas, exquisitas, a pesar de lo poco simpático del nombre que llevan. Pero ¿cómo no detenerse en el debido encomio de ciertas empanadas, en mi sentir, deliciosas y tan propias y privativas de por allá, que la mujer que no haya nacido cordobesa no poseerá jamás el quid divinum que para amasarlas se requiere, ni acertará a darles el debido punto de cochura? Estas empanadas son, en dicho sentido, incomunicables. Aunque en mayor escala, acontece con ellas lo que con el turrón de Jijona, que al instante se conoce la falsificación. Bien puede tener la más docta cocinera la receta auténtica, exacta, minuciosa, de estas empanadas; apuesto a que no las hace, si no es de mi provincia. A quien no ha comido de tales empanadas le parecerá abominable que, constando el relleno de boquerones o sardinas con un picadillo de tomates y cebollas, se tomen las empanadas con chocolate; pero así es la verdad y están buenas, aunque parezca inverosímil.

No es nuevo este arte de repostería y pastelería, ni su florecimiento entre las cordobesas. Según un escrito fehaciente, reimpreso y divulgado poco ha (la verdadera historia de La lozana andaluza), dicho arte florecía ya a principios del siglo XVI. Aquella insigne mujer, que era cordobesa, hacía con admirable perfección casi todo cuanto aquí hemos mentado, si bien el autor lo refiere de corrida, sin detenerse tanto como nosotros en el asunto. Probado deja, sin embargo, que ya entonces era parte este gran saber, en la educación de mis paisanas y que de madres a hijas ha venido transmitiéndose hasta ahora por medio de la tradición. Así es que cualquier cordobesa, si no es manca y tiene mediano caletre, podrá jactarse en el día, como ha más de tres siglos se jactaba la Lozana, si es que la modestia lo permite, de que sobrepuja a Platina De voluptatibus y a Apicio Romano De re coquinaria.

Con todo, acerca de lo último (en lo tocante a cocina propiamente dicha), no hay, hablando con franqueza, tanto de qué jactarse como en la parte de repostería. Este arte, incluyendo en él, aunque parezca disparatado, todo lo relativo a la matanza, es, en la provincia de Córdoba, un arte más liberal, menos entregado a manos mercenarias. Apenas si hay hidalga, por encopetada y perezosa que sea, que, según ya hemos dicho, no trabaje en estos negocios col seno e colla mano. Ya sazona el adobo; ya echa con su blanca diestra el aliño a las longanizas; ya rellena tal cual chorizo con un embutido de lata; ya pincha las morcillas para que se les salga el aire, valiéndose de una aguja de hacer calceta o de una horquilla que desprende de sus hermosos cabellos.

Suele, en verdad, venir a las casas, en los días de matanza, o en los que preceden a la Nochebuena, cuando se hacen mil golosinas, o durante la vendimia, para hacer el arrope y las gachas de mosto, o poco antes de Semana Santa, para solemnizarla con hojuelas, pestiños, gajorros y piñonate, alguna mujer perita, de tres o cuatro que hay siempre en cada lugar, la cual se pone al frente de todo; pero rarísima vez la señora abdica en esta mujer por completo y se sustrae a toda responsabilidad. Esta mujer no pasa de ser una ayudanta, una altera ego. Quien en realidad dirige es el ama. Y sólo cede el ama la dirección, o, para hablar con rigurosa exactitud, no la cede ni dimite, sino que comparte la responsabilidad y divide el imperio, cuando se da la feliz circunstancia de que haya alguna mujer que sea un genio inspirado, con misión y vocación singular para tales asuntos. Así sucedía en mi lugar con una mujer que llamaban Juana la Larga, la cual murió ya; y es muy cierto que ha dejado una hija heredera de sus procedimientos arcanos; pero el genio no se hereda, y la hija de Juana la Larga no llega, ni con mucho, a donde llegaba su madre: es mucho menos larga en todo, como lo reconocen y declaran cuantas personas, competentes han conocido a la una y a la otra.

Con la cocina, con el guiso diario, hay muy distinto proceder. Una señora cuidadosa y casera tendrá cuenta con lo que se guisa, irá a la despensa, dará órdenes; pero el verdadero guisar queda enteramente al cuidado de la cocinera. De aquí lo decaído del arte. La cocina cordobesa fue, sin duda, original y grande. Hoy es una ruina, como los palacios de Medina-Azahara y los encantadores jardines de La Almunia. Sólo quedan algunos restos; que dan señales, que son reliquias de la grandeza pasada: restos que un hábil cocinero arqueólogo pudiera restaurar, como ha restaurado Canina los antiguos monumentos de Roma.

Sería menester una pericia técnica de que carezco, para caracterizar aquí la cocina cordobesa, excelente aunque arruinada, y para definirla y distinguirla entre las demás cocinas de los diversos pueblos, lenguas y tribus del globo.

El lector me perdonará que hable casi como profano en esta materia trascendente.

Yo creo que, sin desestimar la cocina francesa, que hoy priva y prevalece en el mundo, hay restos y como raíces en la de Córdoba, que no deben menospreciarse. ¿Quién sabe si darán aún opimos frutos sin desnaturalizarse con injertos, sino conservando el ser castizo que tienen?

Las habas, a pesar del anatema de Pitágoras, que tal vez las condenó como afrodisíacas, son el principal alimento de los campesinos de mi tierra. El guiso en que las preparan, llamado por excelencia cocina, es riquísimo. Dudo yo que el más científico cocinero francés, sin más que habas, aceite turbio, vinagre architurbio, pimientos, sal y agua, pueda sacar cosa tan rica como dicha cocina de habas preparada por cualquier mujer cordobesa. Del salmorejo, del ajo blanco y del gazpacho, afirmo lo propio. Será malo; harán mil muecas y melindres las damas de Madrid si lo comen; pero tomen los ingredientes, combínenlos y ya veremos si producen algo mejor.

Por lo demás, el salmorejo, dentro de la rustiqueza del pan prieto,

...y los rojos pimientos y ajos duros,

de que principalmente consta, debe pasar por creación refinada en las artes del deleite, sobre todo si se ha batido bien y largo tiempo por fuertes puños y en un ancho dornajo. En cuanto al gazpacho, es saludable en tiempo de calor y después de las faenas de la siega, y tiene algo de clásico y de poético. No era más que gazpacho lo que, según Virgilio, en la égloga II, preparaba Testilis para agasajo y refrigerio de los fatigados segadores:

Allia, serpyllumque, herbas contundit olentes.

Dejo de hablar de la olla, caldereta, cochifrito, ajo de pollo y otros guisados, por no tener diverso carácter en Córdoba que en las restantes provincias andaluzas. Sólo diré algo en defensa de la alboronía, por haberse burlado de ella un agudo escritor, amigo mío, y por habernos suministrado la ciencia moderna un medio de justificarla, y aun de probar, o rastrear al menos, que la antigua cocina cordobesa fue una cocina aristocrática o casi regia, que ha venido degenerando. El sabio orientalista Dozy demuestra que la inventora de la alboronía, o quien le dio su nombre, fue nada menos que la sultana Borán, hermosa, distinguida y comme il faut entre todas las princesas del Oriente. Tal vez el creador de la alboronía dedicó su invención a esta sultana, como hacen hoy los más famosos cocineros, dedicando sus guisos y señalándolos, con el nombre de algún ilustre personaje. Así, hay solomillo a lo Chateaubriand, salmón a lo Chambord y otros condimentos a lo Soubisse, a lo Bismarck, a lo Thiers, a lo emperatriz, a lo reina y a lo Pío IX. Para mayor concisión se suprime el nombre de lo guisado y queda sólo el del personaje glorioso; por donde cualquiera se come un Pío IX o un Chateaubriand sin incurrir en antropofagia.

Sin duda, así como en vista del aserto irrefragable de Dozy, la alboronía viene de la sultana Borán, la torta maimón y los maimones, que son unas a modo de sopas, deben provenir del califa, marido de la susodicha Borán, el cual se llamaba Maimón, ya que no provengan del gran filósofo judío Maimónides, que era cordobés, y compatriota, por tanto, de los maimones, sopa, torta y bollo.

Fuerza es confesar, a pesar de lo expuesto, que estas cosas se han maleado. Son como los refranes, que fueron sentencias de los antiguos sabios y han venido a avillanarse; o como ciertas familias de clara estirpe, que han caído en baja y oscura pobreza. Lástima es, por cierto, que así pase; pues los primeros elementos son exquisitos para la cocina en toda la provincia de Córdoba.

Entre las jaras, tarajes, lentiscos y durillos, en la espesura de la fragosa sierra, a la sombra de los altos pinos y copudos alcornoques, discurren valerosos jabalíes y ligeros corzos y venados; por toda la feraz campiña abundan la liebre, el conejo, la perdiz y hasta el sisón corpulento, y toda clase de palomas, desde la torcaz hasta la zurita. No bien empieza a negrear y a madurar la aceituna, acuden de África los zorzales, cuajando el aire con animadas nubes. El jilguero, la oropéndola, la vejeta y el verderón alegran la primavera con sus trinos amorosos. El gran Guadalquivir da mantecosos sábalos y sollos enormes; y dan ancas de ranas y anguilas suaves todos los arroyos y riachuelos. Sería proceder en infinito si yo contase aquí los productos del reino vegetal, la flora de aquella tierra predilecta del Cielo, sobre la cual, según popular convencimiento y arraigada creencia, está verticalmente colocado, en el cenit, el trono de la Santísima Trinidad. Baste saber que las mil y tantas huertas de Cabra son un Paraíso. Allí, si aún estuviese de moda la mitología, pudiéramos decir que puso su trono Pomona; y extendiéndonos en esto, y sin la menor hipérbole, bien añadiríamos que Palas tiene su trono en las ermitas; Ceres, en los campos que se dilatan entre Baena y Valenzuela, y Baco, el suyo, en los Moriles, cuyo vino supera en todo al de Jerez.

La cordobesa mira con desdén todo esto, o bien porque le es habitual y no le da aprecio, o bien por su espiritualismo delicado. Sin embargo, algunas señoras se esmeran en cuidar frutas y en aclimatar otras poco comunes hasta ahora en aquellas regiones, como la fresa y la frambuesa. Asimismo suele tener la cordobesa un corral bien poblado de gallinas, patos y pavos, que ella misma alimenta y ceba; y ya logra verse, aunque rara vez, la desentonada y atigrada gallina de Guinea. El faisán sigue siendo para mis paisanas un animal tan fabuloso como el fénix, el grifo o el águila bicípite.

Donde verdadera y principalmente se luce la cordobesa es en el manejo interior de la casa. Los versos en que Schiller encomia a sus paisanas, pudieran con más razón aplicarse a las mías. No es la alemana la que describe el gran poeta: es la madre de familia de mi provincia o de mi lugar:


   Ella en el reino aquél prudente manda
reprime al hijo y a la niña instruye;
nunca para su mano laboriosa,
cuyo ordenado tino
en rico aumento del caudal influye.

¡Cómo se afana! ¡Cómo desde el amanecer va del granero a la bodega y de la bodega a la despensa! ¡Cómo atisba la menor telaraña y hace al punto que la deshollinen, cuando no la deshollina ella misma! ¡Cómo limpia el polvo de todos los muebles! ¡Con qué esmero alza en el armario o guarda en el arca o en la cómoda la limpia ropa de mesa y cama sahumada con alhucema! Ella borda con primor, y no olvida jamás los mil pespuntes, calados, dobladillos y vainicas que en la miga le enseñaban, y que hizo y reunió en un rico dechado, que conserva como grato recuerdo. No queda camisa de hilo o de algodón que no marque, ni calceta cuyos puntos no encubra y junte, ni desgarrón que no zurza, ni rotura que no remiende. Si es rica, ella y su marido y su prole están siempre aseados y bien vestidos. Si es pobre, el domingo y los días de grandes fiestas salen del fondo del arca las bien conservadas galas: mantón o pañolón de Manila rica saya y mantilla para ella; y para el marido una camisa bordada con pájaros y flores, blanca como la nieve, un chaleco de terciopelo, una faja de seda encarnada o amarilla, un marsellés remendado, unos zahones con botoncillos de plata dobles y de muletilla, y unos botines prolijamente bordados de seda en el bien curtido becerro. Sobre todo esto, para ir a misa o a cualquier otra ceremonia o visita de cumplido, se pone mi paisano la capa. Sería una falta de decoro, casi un desacato, presentarse sin ella aunque señale el termómetro treinta grados de calor. En efecto, la capa, como toda vestidura talar y rozagante, presta a la persona cierta amplitud, entono y prosopopeya. No es esto decir que en mi tierra no se abuse de la capa. Me acuerdo de un médico que nos visitaba en el lugar, siendo yo niño, el cual no la abandonaba jamás; iba embozado en ella y no se desembozaba ni aun para tomar el pulso, tomándolo por cima del embozo. Claro está que quien no se quita jamás la capa, menos se quita el sombrero, sino en muy solemnes ocasiones. Hombre hay que ni para dormir se lo quita, trayéndolo hacia la cara para defenderla del sol o de la luz, si duerme la siesta al aire libre; así como se lo lleva hacia el morrillo o cogote, sosteniéndolo con la mano, para saludar a las personas que más respete y acatamiento le merecen. Pero volvamos a nuestra cordobesa.

Pobre o rica se esmera como he dicho, en la casa. En algunas hay ya habitaciones empapeladas; pero lo común es el enjalbiego, lo cual será grosero y rustico si se quiere, mas alegra con la blancura y da a todo un aspecto de limpieza. La misma ama si es pobre, y si no la criada, enjalbega a menudo toda la casa incluso la fachada. Esta manía de enjalbegar llega a tal extremo, que una señora de mi lugar, algunos años ha, enjalbegaba su piano: el primero que apareció por allí. Ahora hay ya muchos y buenos, hasta de palo santo, y se cuentan por docenas las señoras y señoritas que tocan y cantan.

Los patios, en Córdoba y en otras ciudades de la provincia, son como los de Sevilla, cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y flores. En los lugares más pequeños no suelen ser tan ricos ni tan regulares y arquitectónicos; pero las flores y las plantas están cuidadas con más amor, con verdadero mimo. La señora, en la primavera y en las tardes y noches de verano, suele estar cosiendo o de tertulia en el patio, cuyos muros se ven cubiertos de un tapiz de verdura. La hiedra, la pasionaria, el jazmín, el limonero, la madreselva, la rosa enredadera y otras plantas trepadoras tejen ese tapiz con sus hojas entrelazadas y lo bordan con sus flores y frutos. Tal vez está cubierta de un frondoso emparrado una buena parte del patio; y en su centro, de suerte que se vea bien por la cancela, si por dicha la hay, se levanta un macizo de flores, formado por muchas macetas, colocadas en gradas o escaloncillos de madera. Allí, claveles, rosas, miramelindos, marimoñas, albahaca, boj, evónimo, brusco, laureola y mucho dompedro fragante. Ni faltan arriates todo alrededor, en que las flores también abundan; y para más primor y amparo de las flores, hay encañados vistosos, donde forman las cañas mil dibujos y laberintos, rematando en triángulos y en otras figuras matemáticas. Las puntas superiores de las cañas, con que se entretejen aquellas rejas o verjas, suelen tener por adorno sendos cascarones de huevo o lindos esmaltados calabacines. Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da música por la noche.

En el invierno, la cordobesa tiene buen cuidado de que plantas de hoja perenne hermoseen su habitación. Canarios o jilgueros recuerdan la primavera con sus trinos; y si el amo de casa es cazador, no faltan perdices y codornices cantoras en sus jaulas, y las escopetas y trofeos de caza adornan las paredes. En torno del hogar, casi en tertulia con los amos, vienen a colocarse los galgos y los podencos.

Todavía en las casas aristocráticas de los lugares suele haber uno como bufón o gracioso, que recuerda, si bien por lo rústico, al lacayo de nuestras antiguas comedias. Este gracioso posee mil habilidades: caza zorzales con silbato y percha, y jilgueros con liga o red, y pesca anguilas metiéndose en los charcos y arroyos y cogiéndolas con la mano. Alguno de éstos suele tener un poco de poeta: da los días a la señora en décimas y compone coplas en su elogio, y sátiras contra los rivales o contrarios de sus amos. Acompaña también y entretiene a los niños, y sabe una multitud de cuentos, que relata con animación y mucha mímica.

La criada del lugar no deja de saber también muchos cuentos, y los cuenta con gracia. Los sabe de asombros, de encantos y de amores; y todos éstos son serios. Para lo cómico y jocoso atesora una infinidad de chascarrillos picantes.

Siendo yo pequeñuelo, no me hartaba nunca de oír cuentos que me contaban las criadas de casa. El más bonito, el que más me deleitaba, era el de doña Guiomar, cuyo argumento, en lo esencial, es el mismo del drama indio de Kalidasa titulado Sakúntala. Los árabes, sin duda, trajeron este cuento y otros mil, en la Edad Media, desde el remoto Oriente.

La criada que descuella por lo lista amena y entretenida, se capta la voluntad y se convierte siempre en la acompañanta o favorita del ama, o de la niña o señorita soltera. Viene a asemejarse a la confidenta de las tragedias clásicas, y aun puede hacer el papel de Enona. De todos modos va con su ama a visitas, a misa y a paseo; le lleva y le trae recados, y procura tenerla al corriente de cuanto pasa en el lugar.

A esto de saber vidas ajenas y de murmurar, menester es confesarlo, hay una deplorable afición en las hidalgas y ricas labradoras de por allí.

Por lo demás, si hay algo de cierto en el mordaz proverbio que dice: Al andaluz hacedle la cruz, y al cordobés, de manos y pies, bien puede afirmarse que no reza con las mujeres; antes son víctimas las pobrecitas de los levantiscos, alborotados y amigos de correrla, que son generalmente los maridos. Ya dice uno que va al campo a ver las viñas o los olivares y a inspeccionar la poda, la cava u otra labor cualquiera; ya supone otro que va a cazar sub Jove frigido, tenerae conjugis inmenor; ya éste tiene que ir a negocios a la cabeza de partido, o a Córdoba, o a Madrid por motivos políticos; ya alega aquél que debe ir a Jerez a llevar muestra de vino, o a alguna feria, a ver si vende o compra ganado; en suma: jamás carece ninguno de pretexto para estar ausente de su casa la mitad del año. Si el marido es mozo y alegre, suele pasar, meses enteros lejos del techo conyugal. La tierna esposa, entre tanto, queda en la soledad y en el abandono, y si a menudo se ve asediada por los pretendientes, imita a Penélope y aun se le adelanta, pues al cabo su marido, ni fue a pasar trabajos y a aventurar la vida en la guerra de Troya, ni de fijo, salvo raras y laudables excepciones, se muestra más fosco y zahareño que Ulises con las Circes y Calipsos que en mesones, hosterías, fondas y otras partes se le aparecen.

Muy de maravillar y muy digna de alabanza es esta fidelidad resignada de la cordobesa. No negaré, con todo, que a veces agota la cordobesa la resignación y rompe el freno de la paciencia. Entonces estallan los celos como una tempestad. Me acuerdo de cierta parienta mía que supo que su marido tenía con todo sigilo a una muchacha en su casa de campo, adonde iba todas las tardes y aun se quedaba algunas noches, con pretexto de las labores. Apenas lo supo, mandó que pusiesen las jamugas a la burra, se hizo acompañar en otra burra por su confidenta, y, sin que su marido lo notase, se fue por aquellos vericuetos hasta llegar a la casería. Terrible fue la entrevista con la pecadora, a quien echó de allí a pescozones.

Debo advertir que en éste y otros casos se avivan los celos con poderosas razones económicas. Tal linaje de mancebas debe ser muy costoso, y remata en la perdición de pingües y desahogados caudales. No se origina el gasto, ni nace de las galas y dijes, coches y primores que hay que comprar a la muchacha, ni el boato y pompa con que es menester sostenerla; aunque todo es relativo y proporcional, y en algo de esto se gasta también. La hetera de lugar es menos exigente, pedigüeña y antojadiza que las Coras, las Baruccis, las Paivas y otras famosas heteras parisienses; pero aquéllas son solas, se diría que nacieron como los hongos, y la lugareña tiene un diluvio de parientes que se lanza y abate sobre la casa y la hacienda del mantenedor enamorado, como bandada de langostas hambrientas y voraces. Los primos, los sobrinos, los cuñados, la madre, las tías, todos en suma, se creen con derecho a cuanto hay: con derecho al trabajo, y, por consiguiente, con derecho a la asistencia y la holganza. El aceite sale de tu bodega, no por panillas, sino por arrobas; las lonjas de tocino vuelan de la despensa; las morcillas transponen; la manteca se evapora; los jamones se disipan. La parentela entera se alumbra, se calienta, come, bebe y hasta mora a costa tuya. Si tienes casas, las habitará alguien de la parentela, y no te las pagará; si eres cosechero de vino o aguardiente, menudearán las botas, botijas y botijuelas, y entrarán vacías y saldrán rebosando.

No se crea, no obstante, que, siendo tan lucrativo este oficio, se dedican muchas mujeres a él y abaratan el mercado con la competencia. En todo el territorio de Córdoba ha vivido siempre gente muy hidalga y harto difícil en puntos de honra. Colonia en lo antiguo de verdaderos ciudadanos romanos, y no de libertos, como otras, mereció y obtuvo el título de patricia; cuando la invasión mahometana, no vinieron a poblarla rudos y plebeyos berberiscos, sino, claros varones de pura sangre arábiga; los linajes más ilustres de Medina y de la Meca; los descendientes de los ansares, tabíes y muadjires. Y, por último, habiendo sido mi provincia, durante dos siglos, fronteriza con el reino de Granada, ha debido tener y ha tenido para custodia y defensa de sus lugares, fuertes, y para tomar el desquite a cualquier ataque, entrando en algarada por los dominios del alarbe, talando sus mieses y haciendo otras mil insolencias y diabluras, una población de hombres recios y valerosos,


   todos hidalgos de honra
y enamorados de veras,

como canta el viejo romance. Desde entonces no ha deslucido Córdoba su bien cimentada reputación; y no por vana jactancia, sino con sobra de motivo, lleva por mote, en torno de los rampantes leones de su limpio escudo: Corduba militae domus, inclyta fonsque sophiae. Lucano, Séneca, Averroes, Ambrosio de Morales, Góngora y mil otros dan testimonio de lo segundo. Acreditan lo primero, en multitud innumerable, los acérrimos y audaces guerreros que por todos estilos ha criado Córdoba, ya para pasmo y terror de los enemigos de España, como el Gran Capitán; ya para perpetua desazón y sobresalto constante de los españoles mansos, como el Tempranillo, el Guapo Francisco Esteban, el Chato de Benamejí, el Cojo de Encinas Reales, Navarro el de Lucena y Caparrota el de Doña Mencía.

No es, pues, llano el que haya por allí mucho marido sufrido, mucho padre complaciente y mucha interesada y fácil mujer. La que lo es se lo hace pagar caro, no tanto por la rareza, sino por lo que pierde. Sólo a fuerza de regalos y de espléndida generosidad, y deslumbrando con su lujo, se hace perdonar en ocasiones sus malos pasos. Aun así, es mirada con desprecio, y no suelen llamarla con su nombre de pila, sino con un apodo irónico, como, por ejemplo, la Galga, la Joya, la Guitarrica. Tal vez la designan con el nombre genérico del país de que es natural, como para designar su origen forastero: y de éstas he conocido yo a la Murciana, a la Manchega y a la Tarifeña.

Si alguna mocita soltera o alguna casada joven siente veleidades de dejarse seducir y sonsacar, hay con frecuencia un padre o un marido que la sana y endereza con una buena vara de mimbre. Ni debe estar muy seguro y descuidado el seductor, por mucho respeto que inspire. No basta a veces la inocencia, si es que infunde recelos algún galán. Cierto compañero mío de colegio, en el Sacro Monte, fue, años ha, a curar las almas en un lugar de mi provincia. Era gran teólogo, recto y virtuoso, pero bien hablado, elegantísimo, peripuesto y agradable; era hombre que en el siglo XVIII hubiera figurado, en una corte, como el más delicioso abate. Pues bien: en el pueblo la tomaron pon él, y, como vulgarmente se dice, le abroncaron. El bronquis que le dieron llegó hasta tirarle algunos tiros, pero con pólvora sólo, para asustarle. Él calculó que de la pólvora, si no surtía efecto, se podría con facilidad pasar a los perdigones, y se largó con la música y la teología a otra parte menos difícil.

Semejantes extremos son raros, por fortuna. La cordobesa no es coqueta sino muy prudente y sigilosa, ya nadie compromete. Aunque sea de la más humilde condición, acostumbra desahuciar al paciente enamorado, hablando de su honor, como las damas calderonianas. Cuando esto no basta, ni chilla, ni alborota, ni escandaliza, pero se defiende cual una Pentesilea, lucha como el ángel luchó con Jacob, en las tinieblas de la noche; y robusta, aunque angélica, suele echarle la zancadilla, derribarle, y hasta darle una soba, todo con muda elocuencia y en silencio maravilloso. Y no se extrañe esto, porque en la clase de muchachas pobres, y aun en algunas acaudaladas labradoras, es notable la robustez. Son más duras que el mármol, no sólo de corazón, no sólo en el centro, sino por toda la periferia. Cierto día hicimos una jira de campo con las más garridas y principales mozas del lugar. Una de ellas, creyendo el asiento más alto, se sentó de golpe sobre un montón de tejas. Eran de las macizas y mejores de Lucena. Tres vimos rotas. Ella nos dijo con encantadora modestia que ya, antes de la caída, lo estaban.

No se entienda, por lo dicho, nada que amengüe o desfigure en lo mínimo la esbeltez y gentileza de mis paisanas. Una cosa es la densidad y la firmeza, y otra el desaforado volumen. La moza, que desde niña trabaja, anda mucho y va a la fuente que está en el ejido, volviendo de allí con el cántaro lleno, apoyado en la cadera o con la ropa lavada por ella en el arroyo, es fuerte, pero no gorda. La fuente o el pilar era el término de mi paseo cotidiano, y allí me sentaba yo en un poyo, bajo un eminente y frondoso álamo negro. Al ver lavar a las chicas, o llenar los cántaros y subir con ellos tan gallardas, airosas y ligeras, por aquella cuesta arriba, me trasladaba yo en espíritu a los tiempos patriarcales; y ya me creía testigo de alguna escena bíblica como la de Rebeca y Eliezer; ya comparándome con el prudente rey de Ítaca, me juzgaba en presencia de la princesa Nausicaa y de sus amables compañeras. Nada de miriñaques ni ahuecadores en aquellas muchachas. El pobre vestido corto, sobre todo en verano, se ciñe al cuerpo y se pliega graciosamente, velando y revelando las formas juveniles, como en la estatua de Diana cazadora.

Por desgracia, las damas del lugar han adoptado, en cuanto cabe, casi todas las modas francesas, y van perdiendo el estilo propio de vestir y peinarse. Todas usaron ingentes miriñaques totales, y ahora usan el miriñaque parcial y seudocalípigo que priva. El día menos pensado abandonarán la mantilla y se pondrán el sombrerito. Todas se peinan, tomando por modelo el figurín, y suelen llamar a este peinado de cucuné o de remangué, a fin de darle, hasta en el nombre, cierto carácter extranjero. Las faldas, en vez de llevarlas cortas, las llevan largas, y van barriendo con la cola el polvo de los caminos. En resolución: es una pena este abandono del traje propio y adecuado.

A pesar de tales disfraces, la belleza, o al menos la gracia, el garbo y el salero son prendas comunes en mis paisanas. Tienen en el andar mucho primor, y más aún si bailan. Los rigodones, y el vals, y la polca se van aclimatando; pero el fandango no se desterró todavía. Hasta las señoritas salen a hacer una mudanza, si las sacan y obligan en cualquier fiesta campestre, y se mueven y brincan con gallardía y desenfado, y repiquetean con brío las castañuelas. Mujeres hay del pueblo que en esto de bailar y tocar las castañuelas, vencen a la Teletusa, celebrada por Marcial en aquel epigrama que principia:

Edere lascivos ad Botica crusmata gestus.

Si la mujer casada, como ya queda expuesto, es un modelo de paciencia conyugal, la soltera es casi siempre un modelo de novias. Puntualmente baja a la reja todas las noches a hablar con el enamorado, a lo que se llama pelar la pava. En cada calle de cualquier lugar de Andalucía se ven, de diez a una de la noche, sendos embozados, como cosidos a casi todas las rejas. Tal vez suspira él y exclama:

-¡Qué mala es usted!

Y ella responde:

-Pues no, ¡que usted!...

Y exhala otro suspiro.

Así se pasan horas y horas.

Tiene tal encanto este ejercicio, para el hombre sobre todo, que no pocos noviazgos se prolongan más que el de Jacob y Raquel, que duró catorce años, sólo por no perder el encanto de pelar la pava. Las pobres muchachas lo sufren con paciencia, pero languidecen y se ponen ojerosas.

Verdad es que luego, cuando se casan, no sucede, como en otras partes, que la mujer sigue sirviendo, trabajando y afanando. Aunque sea el novio un miserable jornalero, procura que su novia, no bien llega a ser su mujer, salga de todo trabajo, no vuelva a escardar ni a coger aceituna, y sea en su casa como reina y señora. Si está sirviendo, se despide y deja de servir; y ya no cose, ni lava, ni plancha, ni friega, ni guisa sino para su marido y para sus hijos. El hombre, salvo en raras ocasiones, es quien trabaja, busca o granjea o garbea lo necesario para el sostén de toda la familia.

La cordobesa, sea de la clase que sea, es todo corazón y ternura; pero sin el sentimentalismo falso y de alquimia que ha venido de extranjis. Nadie (vergüenza es confesarlo) ha pintado a la cordobesa del pueblo, verdaderamente enamorada y apasionada, como el novelista Mérimée. Su Carmen es el tipo ideal de la humilde y baja de condición, aunque sublime por el alma. Como reza el dístico del poeta griego, que sirve de epígrafe a la novela, Carmen sabe morir y amar; es admirable cuando se entrega por amor y cuando por amor muere; tiene dos horas divinas: una, en la muerte; otra, en el tálamo.

De atrás le viene al garbanzo el pico, según el decir vulgar. Desde muy antiguo es la cordobesa espejo, luz y norte de enamoradas. Sus ojos, como los de Laura, inspiran platónicos y casi místicos afectos, y hacen que un moro, como Ibn Zeidún, escriba canciones más finas que las de Petrarca, merced a la princesa Walada, que era asimismo poetisa.

Los amores de dos mujeres cordobesas han tenido un inmenso influjo bienhechor en el mundo: han contribuido, casi han sido causa de las más preciadas glorias para España, y de acontecimientos tan providenciales, que sin ellos la actual civilización europea no se explicaría. Sin Zahira, enamorada de Gustios no hubiera nacido Mudarra; los siete infantes de Lara no hubieran tenido vengador; la flor de la caballería castellana hubiera perecido antes de abrir el cáliz; acaso no hubiéramos poseído al Cid, pues a no inspirarse en la espada de Mudarra y cobrar aliento con ella, no hubiera muerto al conde Lozano ni dado principio a tanta hazaña imperecedera. Si doña Beatriz Enríquez no se enamorara en Córdoba de Colón, consolándole y alentándole, Colón se hubiera ido de España; hubiera muerto en un hospital de locos; no hubiera descubierto los nuevos orbes, cuya existencia había columbrado y vaticinado más de mil cuatrocientos años antes un inspirado cordobés, y para cuyo descubrimiento le dio ánimo y bríos aquella apasionada e inmortal cordobesa. Véase, pues, de cuánto son y han sido capaces mis paisanas.

Imposible parece que, siendo tan buenas, las descuiden y abandonen los pícaros hombres. Además de las peregrinaciones de que ya hemos hablado, las dejan para irse al Casino, donde se pasan las horas muertas. Razón le sobraba al gran Donoso al tronar tanto contra el Casino en su elocuente libro Sobre el Catolicismo. Es verdad que siempre ha habido Casino; sólo que antes, para los ricos se llamaba la casilla, y estaba en la botica, y para los pobres, el casino estaba en la taberna. Pero en el día, ni las boticas ni las tabernas han acabado, y todo lugar, por pequeño que sea, pulula, hierve en casinos. Cada bandería, cada matiz político tiene el suyo. Hay Casino conservador, Casino radical, Casino carlista, Casino socialista y Casino republicano. Las infelices mujeres se quedan solas. ¡No sé cómo hay mujer que sea liberal! Todas debieran ser absolutistas, y muchas lo son en el fondo.

La única compensación que trae a la mujer el liberalismo novísimo es que debilita bastante la autoridad conyugal y paternal, que antes era terrible y hasta tiránica. A la vara se la llamaba el gobierno de una casa; pero a la mujer briosa, como lo es la cordobesa, más le duele cuando la desdeñan que cuando la pegan; más la quebranta un desaire que una paliza.

De todos modos, la mujer cordobesa, como las demás españolas, conserva siempre un manantial purísimo de consuelo para sus sinsabores y disgustos; este manantial es la religión cristiana. No hay cordobesa que no sea profundamente religiosa.

Entre los hombres ha cundido la impiedad. El soldado licenciado, de retorno a su casa, ha solido traer algún ejemplar del Citador;los periódicos se leen, y no todos son piadosos; y por último, no falta estudiante que vuelve de la Universidad inficionado de Krause y hasta de Hegel, y que echa discursos a los rústicos, a ver si los hace panteístas y egoteístas.

La mujer no entiende, ni quiere entender, tan enrevesados tiquis miquis, y sigue apegada a sus antiguas creencias. Ellas son el bálsamo para todas las heridas de su corazón; ellas lo llenan de esperanzas inmarcesibles; ellas abren en su ardiente imaginación horizontes infinitos, dorados por la luz divina de un sol de amor y de gloria.

Hasta para menos elevadas exigencias y para más vulgares satisfacciones es la religión un venero inagotable. Casi todo honesto mujeril pasatiempo se funda en la religión. Si no fuese por ella, ¿habría romerías tan alegres como la de la Virgen de Araceli y la de la Virgen de la Sierra de Cabra? ¿Habría Niño Jesús que vestir? ¿Habría procesión que ver? ¿Habría paso de Abrahán, Descendimiento, judíos y romanos, apóstoles y profetas, encolchados, ensabanados y jumeones, hermanos de cruz y demás figuras que salen por las calles en Semana Santa? Nada de esto habría. No tendría la mujer jubileos y novenas, ni oiría sermones, ni adornaría con flores ningún altar, ni engalanaría ninguna Cruz de Mayo, ni se complacería tanto en el mes de María. Las golondrinas, que ahora son respetadas porque le arrancaron a Cristo con el pico las espinas de la corona, serían perseguidas y muertas, y no acudirían todos los años a hacer el nido en el alero del tejado o dentro de la misma casa, ni saludarían al dueño con sus alegres píos y chirridos. Todo para la mujer estaría muerto y sin significado, faltando la religión. La pasionaria perdería su valor simbólico; y hasta el amor al novio o al marido o al amante, que ella combina siempre con el presentimiento de deleites inmortales, y que idealiza, hermosea y ensalza con mil vagos arreboles de misticismo, se convertiría en cualquier cosa, bastante menos poética.

Tal es, en general, la mujer de la provincia de Córdoba. Si entrásemos en pormenores, sería este escrito interminable. En aquella provincia, como en todas, hay mil grados de cultura y de riqueza, que hacen variar los tipos. Hay además las diferencias individuales de caracteres y de prendas del entendimiento.

He omitido un punto muy grave. Voy a tocarlo, aunque sea de ligera, antes de terminar el artículo. Este punto es filológico: el lenguaje y el estilo de la cordobesa.

La cordobesa, por lo común (y entiéndase que hablo de la jornalera o de la criada, y no de la dama elegante e instruida), aspira la hache. Tiene además notable propensión a corroborar las palabras con sílabas fuertes antepuestas. Cuando no se satisface con llamar tunante a cualquiera, le llama retunante; y no bastándole con Dios, exclama: «¡Rediós!» En varios pueblos de mi provincia, así como en muchos de los pueblos de la de Jaén, es frecuentísima cierta interjección inarticulada que se confunde con un ronquido. La cordobesa, por último, adorna su discurso con mil figuras e imágenes, lo salpimienta de donaires y chistes, y lo anima con el gesto y el manoteo.

El adverbio a manta se emplea a cada instante para ponderar o encarecer la abundancia de algo. Las voces mantés, mantesón, mantesala y mantesonada, mantesería y mantesonería, salpican o llenan tanto todo coloquio como en Málaga la de charrán y sus derivados. Más singular es aún el uso del gerundio en diminutivo, para expresar que se hace algo con suavidad y blandura. Así, pues, se dice: «Don Fulano se está muriendito. La niña está deseandito casarse o rabiandito por novio.»

En la pronunciación dejan un poco que desear las cordobesas. La zeda y la esese confunden y unimisman en sus bocas, así como la ele, la erre y la pe. ¿Quién sabe si sería alguna maestra de miga cordobesa la que dijo a sus discípulas: «Niñas, sordao se escribe con ele y precerto con pe.» Pero si en la pronunciación hay esta anarquía, en la sintaxis y en la parte léxica, así las cordobesas como los cordobeses, son abundantes y elegantísimos en ocasiones, y siempre castizos, fáciles y graciosos. No poca gente de Castilla pudiera ir por allá a aprender a hablar castellano, ya que no a pronunciarlo.

Sin adulación servil, aseguro que la cordobesa es, por lo común, discreta, chistosa y aguda. Su despejo natural suple en ella muy a menudo la falta de estudios y conocimientos. Sus pláticas son divertidísimas. Es naturalmente fecunda y espontánea en lo que dice y piensa. Amiga de reír y burlar, embroma a los hombres y les suelta mil pullas afiladas y punzantes, pero jamás se encarniza.

¿Qué otra cosa he de añadir? Una cordobesa es avara y otra pródiga; pero todas son generosas y caritativas. Cordobesa hay que lee todavía libros antiguos, devotos los más, que pertenecieron a su bisabuela, y que están como vinculados en la casa; verbigracia: La perfecta casada, del maestro León; el Menosprecio de corte y alabanza de aldea, y el Monte Calvario, de fray Antonio de Guevara, y hasta las Obras completas (cerca de veinte volúmenes en folio) del venerable Palafox. No lo digo fantaseando: he conocido lugareña cordobesa que tenía y leía estos y otros libros por el estilo. Otras leen novelas modernas de las peores. Otras no leen nada.

Mujeres hay que han estado en Sevilla o en Madrid, que han ido a Málaga y han visto la mar; y mujeres hay que jamás salieron de su pequeña villa, y se forman de Madrid idea tan confusa como la que yo me formo de las ciudades que puede haber en otro planeta. Casi ninguna está descontenta de su suerte. La buena pasta es muy común. El orgullo, además, la excita a menospreciar lo que no está a su alcance: y el amor de la patria, encerrado dentro de los estrechos límites del pueblo en que nacieron y se criaron, se hace más intenso, enérgico y vidrioso, y las mueve a amar con delirio a aquel pueblo y a aquella sociedad, prefiriéndolos a todo, a revolverse casi con furor contra cualquiera que pretenda censurarlos.

Si hubiera yo de seguir contando y pintando circunstanciadamente las cosas, escribiría un tomo de quinientas seiscientas páginas. Demos, pues, punto aquí; y gracias a que este artículo no peque por largo, ya que tenga el lector la suficiente indulgencia, vagar y calma para leerlo todo sin enojo, fatiga ni bostezo.

Madrid, 1872.




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Sobre la conservación de los monumentos árabes de Granada

En el año de 1872 acabé de publicar mi traducción de la preciosa obra del alemán Adolfo Federico de Schack titulada Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia. Entonces estaba yo persuadido, y aún sigo con la misma persuasión, de que en ningún libro anterior al traducido por mí habían sido descritos la Alhambra y el Generalife con tanto conocimiento, buena crítica, elocuencia y entusiasmo. Después de la publicación de mi obra, han salido a luz varios trabajos importantes sobre el mismo asunto, limitado y concreto, a que nos referimos aquí. Entre estos trabajos resplandecen dos que completan cuanto sobre la Alhambra y el Generalife y demás monumentos arábigogranadinos puede decirse. Me refiero a la obra de los hermanos Oliver y Hurtado y al detenido y atinado Estudio descriptivo de los monumentos árabes de Granada, Sevilla y Córdoba, por don Rafael Contreras. Ambos libros son del año pasado de 1875, y a ellos y a mi traducción de Schack remito a los curiosos y a los aficionados que quieran saber cuánto valen aún los monumentos arábigogranadinos. Lo que yo pudiera decir aquí acerca de ellos sería eco debilitado de la elocuencia de Schack, de la erudición de los Oliver y del buen gusto y pericia técnica de Contreras.

Otro cuidado más grave y melancólico es el que me mueve hoy a escribir sobre dichos monumentos. El temor de que no se restauren, de que no se conserven y de que acaben de arruinarse.

Ora sea porque las fábricas arquitectónicas de los mahometanos españoles eran más elegantes y graciosas que sólidas y duraderas, ora por otras causas largas de exponer aquí, es lo cierto que hasta las ruinas de ellas van desapareciendo o han desaparecido ya de la faz de nuestra tierra. Ni vestigios quedan de los suntuosos edificios con que la brillante dinastía de los Beni-Abbad hermoseó a Sevilla. ¿Dónde están en Córdoba los alcázares del califa? ¿Dónde Medina-Zahara, a la que prodigaron los Beni-Humeyas todo el lujo y toda la pompa del Oriente? Todo se ha desvanecido, se ha disipado como un sueño.

Restos importantes quedan aún de la grandeza y esplendor de Ninrud, Korsabad, Nínive y Babilonia; aún pueden restaurarse a ciencia cierta los palacios portentosos de Sennacherib y de Asurnasirpal; pero de las moradas de los califas cordobeses, hasta el lugar se ignora. Schack termina su obra con tristes consideraciones, semejantes a las que acabamos de hacer. Luego corona su trabajo con estas poéticas frases:

«Como se divisa sobre las olas la única torre de una ciudad que en el mar se ha sumergido, así descuella la Alhambra en medio de la avenida furiosa que ha anegado y hundido los otros monumentos. Sus muros, no obstante, caen piedra a piedra a los golpes de la destrucción. Es una creencia popular entre los orientales que la luciente estrella Soheil o Canopo posee fuerzas mágicas y que el brillo del imperio de los árabes ha sido obra suya. En tiempo de Abderrahmán aún se alzaba dicha estrella en el horizonte de la España del Norte, y resplandecía con viva luz roja sobre los refulgentes alcázares y sobre los vistosos alminares; pero al compás que esta estrella va lentamente inclinándose hacia el Sur por la precesión de los equinoccios, los maravillosos edificios desaparecen uno a uno. Aún se levanta dicha estrella sobre las espumas del mar en las costas meridionales de Andalucía, y baña con amortiguado fulgor las ruinas y almenas del último palacio árabe. Cuando se pierda por completo para Europa, el palacio árabe será también un montón de ruinas.»

Canopo, a lo que aseguran los astrónomos, se levanta aún sobre el horizonte de Cádiz casi un grado y veinte minutos. Sin ponernos a averiguar cuánto tardará en ocultarse, pusimos esta nota al pie de nuestra traducción, y como fin de nuestra tarea:

«Debemos esperar que esta predicción astrológica y poética no ha de llegar a cumplirse. El hábil restaurador don Rafael Contreras, que es joven aún, podrá luchar muchos años contra el maligno influjo de Soheil, y cuando Contreras pague el inevitable tributo que a la Naturaleza debemos, de presumir es que nos deje dignos sucesores de su celo y de su arte. Entre tanto, nos complacemos en afirmar que le debe mucho la Alhambra. Lo que importa ahora es que algún ministro de Hacienda, necesitado de dinero, como todos los que lo son en España, poco ingenioso y menos fecundo en recursos, y sin afición al arte arábigohispano, ni a las bellezas naturales, no venda las casas y torres del recinto de la Alhambra, y no convierta aquello en un barrio moderno y prosaico; y que él u otros no distraigan el agua que riega los bosques y alamedas que rodean la fortaleza y le prestan extraordinario hechizo, acabando por transformar aquel edén en un cerro pelado, como hay tantos en nuestra patria.»

El elogio que en esta nota hicimos de Contreras está plenamente justificado. Desde que se encargó de la restauración y conservación de la Alhambra ha hecho trabajos inconcebibles, si se atiende al poco dinero de que ha podido disponer.

En el patio de los Leones se han restaurado más de mil arabescos, que se hallaban en completa ruina: el elegante alero de madera tallada se ha reconstruido en dos de sus lados, y no pocas inscripciones karmáticas, interpretadas por el citado restaurador, se han conservado admirablemente.

Las galerías traslúcidas y los alamíes del patio de los Arrayanes han sido reparados también.

La puerta antigua del alcázar ha sido descubierta.

En la sala de Embajadores se han hecho muy notables obras de ornamentación.

Y, por último, la sala de los Divanes, donde reposaba el sultán después del baño, que es acaso lo más poético y misterioso del alcázar, ha sido casi por completo restaurada, con extraordinario primor y exactitud minuciosa. Puede afirmarse, pues, que desde el año 1869, en que la Alhambra se declaró monumento nacional y se entregó al cuidado y dirección de don Rafael Contreras, quien desde 1847 se empleaba ya en atender y conservar aquel edificio, la Casa Real de los reyes nazaritas desafía la ausencia de la estrella Soheil y parece que renace.

Digna es también de la mayor alabanza la Comisión de Monumentos de Granada, bajo cuya inspección se han hecho todos estos trabajos, así como otros no menos importantes para dar firmeza a los torreones que pudieran cuartearse y hasta hundirse por hallarse sobre laderas muy escarpadas.

Todo esto, y más aún que, por no ser prolijos, no mencionamos aquí, se ha hecho con la corta suma de treinta mil pesetas anuales que ha dado hasta ahora el Ministerio de Fomento.

Queda, sin embargo, muchísimo por hacer; y la cultura moderna, la buena fama de nuestro país, y hasta nuestro interés bien entendido, exigen que en la restauración y conservación de la Alhambra se emplee mucha mayor cantidad. El Estado debiera dar por lo menos cien mil pesetas, de cuyo buen empleo respondería y daría cuenta exacta la Comisión de Monumentos de Granada.

Dentro del mismo palacio de la Alhambra, aún hay mucho que pide restauración, como, por ejemplo, la rauda o enterramiento de los reyes. Tal vez para sostener el terreno, algo movedizo e inseguro en algunas de las laderas que dan sobre el Darro, convenga hacer obras de mucho coste. Y, por último, hay fuera del palacio otros preciosos monumentos, que es lástima y vergüenza que no se restauren.

Entre las muchas torres que hay de trecho en trecho en el fuerte muro que cerca el recinto de la Alhambra, se distinguen dos, hacia la parte más próxima al Generalife, las cuales, aunque tienen en lo exterior el aspecto de torres defensivas, son en lo interior, o, mejor dicho, eran, dos lindos palacios en miniatura, donde el arte arquitectónico de los árabes y la lozana fantasía oriental del sabio moro que las hizo, derramaron a manos llenas toda la riqueza de adornos, toda la delicadeza y esmerada prolijidad y todo el encanto maravilloso, que tanto nos seducen en la sala de Embajadores o en la de las Dos Hermanas. Las mencionadas torres se llaman torre de las Infantas y torre de la Cautiva. Esta última lleva dicho nombre por suponerse que la célebre doña Isabel de Solís estuvo en ella prisionera; pero, a pesar de tan romántica tradición, no se ha de negar que la torre de las Infantas es mucho más hermosa. Copiaremos aquí la descripción que el señor Contreras hace de ella:

«Allí hay -dice- todas las comodidades que exige la vida oriental: un zaguán con techo muy raro de bóvedas de arista; la entrada, a un costado, para que no se descubra desde fuera el interior del edificio; nichos a modo de alacenas para la centinela de eunucos o esclavos; pequeño cuarto de guardia; ingreso y sala principal, con fuente en el centro; a derecha, izquierda y frente se pasa por hermosos arcos lobulados a las alcobas para los divanes, perfectamente abrigadas y cómodas; y en el segundo piso, otras estancias más reservadas todavía, para vivienda de las mujeres. A principios de este siglo se hundió el techo de estalactitas geométricas que tenía la sala principal, así como las ocho ventanitas por las cuales recibía luz. Había en el segundo cuerpo cuatro ajimeces, de los cuales se conservan los dos más grandes y los claros de los pequeños. ¡Qué ornato tan bien repartido! Cartelas, tableros de agramil, fajas y frisos del mejor gusto. Todo sencillo y elegante. Faltan las ventanas de los arcos del extremo del eje central, el pavimento y muchos mosaicos.»

Tales son las torres que, después del palacio mismo, y antes de todo lo demás, debieran conservarse y restaurarse.

Varias veces, desde 1870 hasta ahora ha trabajado quien escribe este artículo para impedir que se vendan, como bienes nacionales, terrenos en lo interior de la Alhambra. Personas de más influjo y valimiento, y aun algún representante diplomático de naciones amigas, muy aficionado al arte oriental, se han empeñado con los sucesivos ministros de Hacienda y han logrado evitar el daño.

En el día no se piensa en vender nada, pero se quiere devolver la Alhambra al Real Patrimonio, lo cual ofrece inconvenientes gravísimos. Es un presente muy singular. Su majestad el rey, como amante que es de las artes, no querrá que la Alhambra se hunda; y así, el devolverla a su Real Patrimonio es como imponerle la obligación de gastarse al año, de sus rentas particulares, las cien mil pesetas que para la restauración nosotros pedimos; gasto que honraría mucho al rey, pero que no tiene necesidad ni obligación de hacer, ni le traería ningún singular provecho, porque la Alhambra no debe ni puede tener otro uso que el de estar abierta al público, por su importancia histórica y artística, para estudio, contemplación y deleite de propios y de extraños, y para ser visitada y admirada por viajeros, artistas y poetas.

Los gastos que aquello requiere, y que pagaría con usura al país la mayor afluencia de extranjeros que acudiría a visitar la Alhambra, no deben limitarse a la conservación y restauración del mismo Alcázar, sino al cultivo, conservación y repoblación del ameno y frondoso bosque que rodea la fortaleza y que le presta su mayor hechizo. Es un dolor que aquellos bosques y jardines, que parecen aún sueño de paraíso y mansión de hadas, estén tan descuidados como están. Las laderas, sobre todo, que dan hacia el valle del Darro, necesitan repoblarse de árboles, hasta para contener el terreno y dar mayor firmeza a los cimientos de torres como la de Comares, que con tal audacia se levantan al borde de aquella rápida pendiente.

En lo interior de la fortaleza, no ocupado por el palacio árabe ni por el de Carlos V, hay, por último, mucho que mejorar. Casi todo el espacio comprendido entre la iglesia de Santa María y las ruinas de la torre del Agua, y entre las torres de los Siete Suelos y de las Cabezas y la torre de los Picos, forma un erial feísimo, lleno de escombros y de inmundicias, que desfigura en gran manera lo restante. Es como enorme mancha en un rico chal de Cachemira, o como gruesa y negra verruga en un bello rostro. Convendría, pues, limpiar un poco todo aquello, y engalanarlo algo, que no sería difícil ni muy costoso, con jardines y alamedas como los que hay delante del palacio de Carlos V.

Por último, cuando buenamente se pudiese, importaría que el Estado volviese a adquirir los terrenos, vendidos ya desde hace tiempo a personas particulares, dentro del recinto de la fortaleza. En uno de estos terrenos, que forma hoy un bonito jardín, aún se conserva un mihrab o pequeña mezquita, que sería una verdadera joya si estuviese bien restaurada. Desgraciadamente, la han pintado del modo más chapucero y ha perdido en gran parte su hermosura; pero no sería difícil restaurarla bien si volviese a adquirirla el Estado.

Para todo esto, y aun para ir aumentando el Museo de antigüedades arábigas que empieza a formarse en la Alhambra, y donde ya hay objetos de mucho mérito, creemos que habría bastante con la consignación de cien mil pesetas, económica y discretamente administrada por la Comisión de Monumentos y por el señor Contreras.

De cualquier modo, y aunque en vista de los apuros de nuestra Hacienda no sea posible dar tanto, conviene mucho que se aumente la miserable consignación de las treinta mil pesetas, si no queremos que aquel encanto de la Alhambra y de sus jardines se desvanezca y se destruya. Conviene asimismo que sea el Estado y no el Real Patrimonio quien haga este gasto. El Estado tiene obligación de hacerlo, y el Real Patrimonio, no. Para su majestad el rey no puede proporcionar la conservación de la Alhambra mayor deleite que para cualquiera de sus súbditos; y para España en general no es sólo cuestión de honra, sino de utilidad y provecho, la conservación y mejora de sitios tan bellos y de monumentos tan admirables, que atraen y seguirán atrayendo a Granada a multitud de viajeros de todas las naciones.

Madrid, 1876.



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