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De la perversión moral de la España de nuestros días

Con motivo del libro «Todo el mundo», de don Santiago De Liniers



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- I -

Cuenta la Historia que, después de la comida, el Duque y Don Quijote se fueron a dormir la siesta, y Sancho acudió a dar conversación a la Duquesa, que estaba con sus dueñas y doncellas. La Duquesa obligó a Sancho a sentarse junto a sí en una silla baja, rogándole que se sentase como gobernador y hablase como escudero.

Sancho declaró allí que él tenía a su amo por loco, menguado y mentecato. Y la Duquesa le contestó, en mi sentir con mucha discreción:

-Pues Don Quijote de la Mancha es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza, su escudero, le conoce, y con todo eso le sirve y le sigue, y va atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser él más loco y tonto que su amo.

Aplicando esto al caso presente, digo yo, bastante atribulado: «Si en esta nación de dieciocho millones de habitantes hay seis u ocho mil tunos, entre militares y civiles, sin fe ni honra, sin idea noble, sin patriotismo y sin virtud de ninguna clase, los cuales, para medrar, y robar, y disfrutar, hacen mil infamias, y, sin embargo, gobiernan siempre por turno y saquean y destruyen la tierra, es consecuencia precisa, o bien que el resto de los españoles, hasta completar los dieciocho millones, es de idiotas, o bien que todos son tan pillos y tan viles como los seis u ocho mil que descuellan, brillan y mandan.»

Todavía, si gimiésemos bajo el yugo de una tiranía firme y estable, sostenida por alguna milicia extranjera, al servicio del tirano, podríamos explicar este fenómeno, asegurando que los españoles sufrían por fuerza tanta bellaquería y tanta maldad; pero ni aquí hay tirano, ni milicia extranjera, ni estabilidad en los que mandan, sino pronunciamientos y cambios harto frecuentes, en pos de los cuales, dado siempre el supuesto, no salen jamás a relucir los varones virtuosos y verdaderamente amantes de su patria, sino siempre los tunos y los pícaros, que para determinar algo no pasan de seis u ocho mil, como ya he dicho.

Esta consideración da más fuerza al argumento. Los personajes que figuran tienen que ser la flor y nata de España. ¿Cómo será lo demás si la flor y nata es como el señor De Liniers la describe? Todo hombre que conserve un resto de pudor debe echar a correr y huir de esta cloaca inmunda, y sacudir el polvo de sus zapatos al pasar la frontera; toda mujer honrada debe hacer lo propio, cuidando de no volver la vista, para no quedar convertida en estatua de sal.

Tal es la primera reflexión que se me ocurre después de haber leído el nuevo libro del señor De Liniers. Apelo a cuantos lo lean con imparcialidad para que declaren si la más capital afirmación que de todo él se deduce es otra que la expuesta, a saber: que los hombres políticos de todos los partidos que alternan en el Poder desde hace cuarenta años son la más indigna y despreciable turba de galopines. Ahora bien: o el señor De Liniers está lleno de negra misantropía, y calumnia sin querer a los seis u ocho mil ciudadanos más notables y egregios del país, o es menester afirmar que todos los que no son esos seis u ocho mil ciudadanos que despuntan son cobardes y tontos o son más corrompidos y más abyectos que los mandones, o tienen a la vez todas sus malas cualidades, y sobre ellas la incapacidad más monstruosa.

El libro del señor De Liniers está escrito de manera que no es una sátira contra este o aquel pícaro que medra con la política; contra este o aquel aventurero audaz y sin vergüenza que tal vez se alista en un partido o en varios y logra elevarse y hacer fortuna. Por el contrario, las afirmaciones y diatribas del señor De Liniers tienen tal carácter de generalidad, que condenan a cuantos aquí se elevan o se distinguen. El señor De Liniers, siempre en sentido irónico, ha escrito un arte de elevarse en España por medio de la política, del cual se infiere que esta elevación ha de ser a costa de una larga serie de vilezas apenas concebibles. El que pone la mira en la cumbre y aspira a trepar a ella, empieza desde su primera juventud a cometer atrocidades. Se nota, además, en los personajes que el señor De Liniers nos describe, un encarnizamiento, un ahínco, un desvelo criminal para elevarse por la política, como si se tratase de conquistar todos los deleites y todos los bienes; de nadar en la opulencia; de ser un Creso o, cuando menos, un Rothschild.

Distan tanto de la verdad estas pinturas, que yo, por mi parte, declaro que, dando por lo pronto por evidente que algunos de los personajes políticos de primera magnitud que he conocido hicieron picardía sobre picardía para llegar a la altura, es menester confesar que todos ellos fueron ilusos, disparatados e ignorantes de las cosas del mundo, por lo cual se llevaron el chasco más solemne. Creyeron, sin duda, que iban a ser unos Sardanápalos, y vivieron y murieron como unos pobres estudiantones. ¿Por qué no citar ejemplos? Pastor Díaz vivió siempre con la mayor modestia, casi en la pobreza. Fui muy su amigo, y jamás se atrevió a convidarme a comer, por temor de matarme de hambre. Vivió en compañía de su excelente y cariñosa madre, de la que no se avergonzaba, como supone el señor De Liniers que ha de avergonzarse el personaje político, y cuándo Pastor Díaz murió, no dejó un real, y fue menester vender sus libros para pagar el pobre entierro, Ríos Rosas, de quien también me honraba yo con la amistad, jamás estuvo en la abundancia. En 1867 le visitaba yo en París, cuando él estaba allí emigrado; y como en su cuartito apenas cabían la cama, tres sillas, la mesita de escribir y el lavabo, nos íbamos a la calle para poder hablar con anchura. En España vivía Ríos Rosas como un ermitaño, en la última casa del barrio de Salamanca. Es verdad que siempre tenía el coche del tranvía a la puerta. Con todos estos despilfarros no extraño que al morir no dejase sino siete duros en su cómoda.

Sería interminable la lista de los personajes políticos que he conocido que vivieron y murieron sin dejar de estar a la cuarta pregunta, como suele decirse. Y el que llega a ministro tiene al cabo sus treinta mil realitos de cesantía; pero el que no llega, tiene el día y la noche.

Este país es pobrísimo; la gente de levita y de cierta educación no tiene en qué emplearse; de cada diez o doce señores de levita, sobramos, sin duda, nueve u once; nuestra tierra es estéril, y no puede sustentar tanto caballero. Todo esto es verdad; pero ¿qué culpa adquiere porque seamos tan pobres el que ha nacido en el seno de nuestra menesterosa clase media, y en lugar de ponerlo a oficio y de criarlo robusto para que vaya a cavar con un azadón al hombre ha recibido de sus padres el don funesto de una educación literaria más o menos esmerada? ¿Qué quiere el señor De Liniers que haga este infeliz? Si se consagra a la política, ¿no es natural que aspire a ocupar un día los primeros puestos? ¿Por qué formar a nadie por tan natural y legítima ambición un capítulo de culpas? Por lo demás, ese furor por llegar, ese incesante trabajo de intriga para elevarse, apenas existe sino en la fantasía atrabiliaria del señor De Liniers.

Tal vez sería mejor que hubiese en España una clase gobernante rica, aristocrática y menos necesitada. Pero ¿son los seis u ocho mil tunos, descamisados y plebeyos, y subidos luego a mayores, los que se oponen a que exista esa clase? Si esa clase existe y carece de espíritu de clase, ¿es culpa de los pícaros? ¿Cuántas veces no han tratado los pícaros de infundir a esa clase el espíritu colectivo que ha menester y no lo han conseguido? ¿Dónde, además, sin envidia y sin bajeza, se ha hecho jamás más lado y se ha recibido mejor en cualquier partido a toda persona distinguida por su nacimiento o por su posición? No negamos el mérito de ciertos duques, marqueses y condes de antiguo cuño, cuyos nombres es inútil citar aquí; pero tampoco se puede negar que todo otro sujeto con igual mérito hubiera necesitado diez veces más esfuerzo para elevarse a donde ellos, en fama, en dominio o en influjo, se han elevado.

Conviene, además, advertir que en la vida política, aun para los que se encumbran, no son todos triunfos y goces. Debe de ser rarísimo el hombre político que en veinte años de vida está más de cinco con empleo y menos de quince cesante. Si ponemos el término medio, y es mucho poner, de los sueldos que ha disfrutado en cuarenta y ocho mil reales, tendremos que toda su actividad política le ha valido doce mil reales anuales. Confiese, pues, el señor De Liniers que parece inverosímil que, impulsado nadie por tan mezquino incentivo, haga tanta infamia como él supone que es costumbre hacer. Y no hay de nuestra parte exageración en esto. De no ser bandidos o ladrones, no es probable que nuestros hombres políticos más afortunados (prescindiendo de la cesantía de ministros, si llegan a serlo) saquen más de la política que los mencionados doce mil reales un año con otro.

Hay que tener en cuenta, además, que los provechos ilícitos se ponderan mucho o se fingen a menudo por la mordacidad o por la envidia. Sobre esto nada hay más gracioso que aquello que se refiere de un sujeto elocuente, gracioso, de buen humor, discreto y ameno, pero que siempre había vivido en los mayores apuros pecuniarios.

Era una vez ministro, y las gentes aseguraban que aquel Ministerio estaba vendido al oro inglés. Nuestro ministro, bajo el peso de la tremenda acusación, y quizá apremiado por las necesidades de su familia y por los acreedores que durante largos períodos de cesantía habría tenido que proporcionarse, dicen que exclamaba, paseándose a largos pasos por su despacho y tenders ad sidera palmas: «¿Dónde estás, oro inglés, que no te veo?» Con la cual broma contestaba a la ridícula calumnia y se desahogaba al mismo tiempo cómicamente de la molestia que le causaban sus apuros.

No se sigue de todo lo dicho que en España no haya corrupción. No afirmo yo que seamos todos mártires o santos. Así como podría extender larga lista de los probos, así también podría formar otra de los que han hecho su negocio sin escrúpulo. Pero esta segunda lista no excedería en proporción a la que se pudo formar en España en otra época cualquiera, o la que puede formarse fuera de España en cualquier nación de Europa, en la época presente. De ello se infiere que la corrupción es propio defecto de la pecadora y decaída naturaleza humana, común a todos los siglos y países, desde que Adán y Eva pecaron, es lo que llamaría Hegel las impurezas de lo real. Siendo asimismo muy de tener en cuenta que aquellos a quienes más señala hoy la opinión publica como poco escrupulosos en punto a incautaciones o dislocaciones de metálico o de cosa que lo valga, o de signos que lo representen, son, por lo general, no los adalides y más ilustres personajes sino las partes de por medio.

Estas reflexiones o, mejor dicho, refutaciones, han acudido en tropel a mi mente, y con el mismo desorden con que han acudido van aquí estampadas; pero así para dar idea del libro del señor De Liniers como para impugnar sus asertos, conviene proceder con método y reposo, y voy a ver si lo consigo.

Tal vez pecaré de cansado, pero el asunto lo merece. El libro del señor De Liniers está escrito con notable ingenio y chiste, y suscita dudas de suma gravedad que importa poner en claro. Para ello antes de empezar con las dudas, es menester dejar sentado aquello en que todos convienen.

Todos convienen en que España, social, política y económicamente considerada, está bastante mal. Salvo Turquía, quizá no haya en Europa otro pueblo que en esto nos gane. En punto a estar mal, somos potencia de primer orden.

Sobre las causas de este malestar se disputa mucho. Dicen unos que proviene todo de lo poco que llueve, y otros, de los resabios que dos o tres siglos de fanatismo y de absolutismo nos han dejado en la sangre; y otros, de que nuestro gran ser, nuestra propia excelencia, nuestra hidalguía heroica, se opone a que medremos en esta edad en que el medio principal de elevarse es el industrialismo. Nuestra condición algo especulativa, mística y extática, nos incapacita (¡oh sublime incapacidad!) para las torpes artes del deleite. Así es que apenas hay español que guise bien; ni que encienda una lámpara sin que dé tufo, se apague o salte el tubo; ni que agarre en la mano una alhaja delicada sin hacerla pedazos; ni que fabrique o confeccione alguna de esas fruslerías que tanto valen a los franceses, alemanes o suizos. Ello es que, desde la suela de los zapatos hasta el sombrero, todo cuanto llevamos encima está hecho fuera de España. Nuestros muebles, nuestras camas, las sábanas con que nos cubrimos de noche, la pluma con que escribimos, el cuchillo con que partimos nuestra comida, la vasija en que nos lavamos, casi todo es francés, alemán o inglés, adquirido con el producto de nuestra tierra, por más que llueva poco.

Contra esto habría un remedio, si fuera posible: vivir ut prisca gens mortalium; convertirnos en Cincinatos o cosa por el estilo; pero no lo consiente la misma naturaleza de las cosas y las circunstancias de la edad que vivimos. La cultura material, merced a la facilidad de comunicaciones, lo invade y quizá lo corrompe todo. Hace veinte años, para un joven estudioso que llegaba a Madrid del fondo de su provincia, cada paso que daba era una revelación corruptora. ¿Qué efecto no produciría en su ánimo, por mediano paladar que tuviese, un simple Chateaubriand con trufas que comiera en casa de Lhardy, cuando hasta entonces no había gustado sino de vaca estofada y ropa vieja? Los nombres exóticos de los guisos transpirenaicos se agolparían en montón a su memoria para hacerle desdeñar la alboronía, el puchero, el salmorejo y la pepitoria, que habían sido siempre su mayor regalo. Hoy ya no es menester que el joven venga a Madrid. Algo, aunque poco, de la cultura culinaria, se infiltra y penetra hasta en los lugares. Esta lenta divulgación de las artes del deleite es un mal espantoso. Pero ¿cómo evitarlo?

Nunca me olvidaré de que cuando el ferrocarril de Andalucía no llegaba más que a Despeñaperros, había allí un fondín, donde los pasajeros descansaban y comían antes de tomar coches, caballos, mulos o diligencias. Era dueño del fondín un digno sucesor y cofrade de Juan Palomeque, el Zurdo, tan celebrado por Cervantes. El fondista, no ya ventero, andaluz muy jaque, muy hablador y muy comunicativo, venía a hablar con los viajeros, solía sentarse a su lado sin ceremonia, en mangas de camisa y con el velludo pecho descubierto, y encomiaba siempre en términos hiperbólicos el buen trato que se daba en su casa. Pero cuando él se llenaba de entusiasmo; cuando apuraba toda su elocuencia; cuando se conocía la sinceridad fervorosa de su admiración, sin trastienda, sin recámara, sin propósito de dar valor a su establecimiento, sino por sentirlo así, era cuando hablaba de un plato que en ciertas ocasiones solía servir a sus huéspedes, hecho con pechuga de gallina, jamón, leche, harina de flor y nuez moscada. Nunca terminaba el encomio sin añadir, para ilustración de su atento auditorio, que el plato se llamaba croquetas.

Imagine, pues, el lector, si en una época en que hasta en una venta de Despeñaperros se hacen ya croquetas, es posible volver a aquellos tiempos en que


   no había venido al gusto lisonjera
la pimienta arrugada, ni del clavo
la adulación fragante forastera,

y en que


   ...con rojos pimientos y ajos duros,
tan bien comió el señor como el esclavo.

La difusión del lujo data en España de hace treinta o cuarenta años. Yo recuerdo aún cuando en casa de los principales ricachos andaluces de los lugares comían todos en el plato de en medio, y cuando apenas había un vidrio en las ventanas; pero ¡qué mucho, si en Madrid los vidrios eran verdes y llenos de burbujas, y no mayores que una cuartilla de papel! Hace cuarenta años casi nadie tenía chimenea en Madrid, sino brasero; cada portal era un muladar; y en las casas, fuera de los palacios de los grandes, apenas había más que sillas de Vitoria y esteras de esparto. Si la décima parte de los habitantes de Madrid hubiera tenido entonces el capricho de lavarse, hubiera faltado el agua para beber y para cocer los garbanzos.

Entonces era un prodigio, una rareza, haber ido a Francia o a Italia. Hoy, gracias al perverso ferrocarril, cualquier perdido va a París, y hasta lleva a su mujer en su compañía. ¡Infeliz del que tiene a su mujer en París tres o cuatro meses y ella le toma el gusto a aquello! Ya todo le parecerá cursi como no venga de París; todo cursi, incluso su cara y legítima mitad. ¿Cómo retrotraer, pues, a esta señora a la sencillez montaraz del Siglo de Oro, para poder exclamar en su alabanza con el profano:


Sed potanta ferens infantibus ubera magnis
et saepe horridior glandem ructante marito?

Si del influjo de la cultura material pasásemos al de la intelectual, fuerza nos sería convenir en que no es menos perturbador y, por lo pronto, funesto. Sin meternos en honduras; sin dilucidar aquí si la moderna civilización es tuerta o derecha, va por buen camino o se ha extraviado; sin resolver nosotros si el mundo se ha dado a todos los diablos o sigue su marcha gloriosa y progresiva en ascensión constante hacia el bien, es lo cierto que cuando un pueblo, casta o tribu se ha parado en el desarrollo de su civilización indígena y castiza, se ha quedado atrasado, como, vulgarmente se dice, y luego se pone en íntimo y frecuente contacto con naciones o castas de gente más adelantada, este contacto es peligrosísimo, a menudo deletéreo y a veces hasta mortal. Si el desnivel de las civilizaciones que se tocan es muy grande, o si la raza más atrasada no tiene bastante brío para encaramarse de un salto al nivel de la raza más adelantada, o el Estado perece, como quizá perecerá Turquía dentro de poco, o la raza se extingue como acontece con los habitantes de Polinesia, a quienes la tristeza y el fastidio, sin necesidad de malos tratos van consumiendo y matando hasta que no quede uno.

No temo yo que España, aunque el desnivel no es pequeño, perezca como Estado, a semejanza de Turquía, o se quede sin hijos, como no pocas islas del mar del Sur; pero la crisis por que pasamos es terrible de veras, y aún serían menester muchos disgustos, muchas perturbaciones y muchas fatigas para que salgamos de ellas triunfantes.

Vistas así las cosas, no cabe duda en que el malestar de España es grande y cierto; pero debe atribuirse a la Naturaleza misma, a leyes fatales o providenciales de la Historia y a todo el mundo, y no a un grupo exiguo de ambiciosos, de aventureros y de necios, que a sí propio se llama todo el mundo, según el señor De Liniers.

Examinemos ahora su libro con alguna detención.




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- II -

Al exponer las principales ideas del libro del señor De Liniers, y al tratar de refutarlas, me propongo hacer de un modo implícito una tímida apología del grupo exiguo de ambiciosos, de aventureros y de necios; esto es de los personajes políticos más notables. Y haría yo su apología, aunque los tales personajes políticos me fuesen menos simpáticos que al señor De Liniers, porque si diese crédito a las acusaciones, toda la nación quedaría muy malparada; y esto me aflige mucho, y ni lo quiero ni lo puedo creer. Cierto es que hay graves males que saltan a los ojos; pero cuando la culpa no es del conjunto y ser de las cosas mismas, y superior, por tanto al influjo de la voluntad humana, la culpa está muy repartida y no cae sólo sobre el grupo exiguo, según el señor De Liniers pretende.

Daré varias razones de por qué la culpa no es sólo del grupo exiguo:

Primera. Porque si el grupo exiguo peca empleándose en la política para medrar, no es menos pecado el de los varones probos, el del resto de los dieciocho millones de españoles, en no pensar en la política, y en ejar, por desidia, por cobardía o por complicidad, que el grupo exiguo, mande siempre. Contra esto puede objetarse que hay un partido que no ha podido mandar nunca, y que en él está lo bueno, lo santo y lo virtuoso. Pero se replica con dos argumentos: es uno que dicho partido será menor en numero o más tonto, cuando no llega nunca a mandar, y es otro que todos los tránsfugas del grupo exiguo, idos de él por despecho de no figurar o de no medrar bastante, han sido recibidos con los brazos abiertos y colocados en eminente lugar por el partido de los santos y de los buenos.

Segunda. Porque el grupo exiguo no se procrea a sí mismo, sino que permanece y dura reclutando a los más listos o dichosos de entre los aspirantes. Esto supone una turba de aspirantes lo menos de cien mil. Los que no entran en el grupo exiguo no es por falta de ganas sino por falta de habilidad. Luego ya tenemos aquí una ralea evidentemente más vil que el grupo exiguo. La vileza de esta ralea será tanto mayor cuanto mayor capítulo de culpas contra el grupo exiguo se formule; y

Tercera. Porque si los del grupo exiguo y los aspirantes a formar parte de él se consagran a la política, es porque no tienen otro recurso, lo cual no es culpa de nadie o es culpa de todos. Ya lo hemos dicho: sobramos las nueve décimas partes de los señores de levita que hay en España. Pero ¿de qué suerte disminuir esta clase media? Tal vez convendría que los exámenes fuesen muy rigurosos en los institutos y universidades, a fin de que los chicos de cortos alcances o poco estudiosos se desesperasen y se dedicasen a alguna faena mecánica; pero si consideramos que en España presumimos casi todos de hidalgos, se verá, que esto es imposible. Lo más que se lograría es que no hubiese tanto título profesional; pero sin dicho título la gente de levita seguiría de levita, y, desprovista de título profesional, se dedicaría con más furor a la política. Correríamos, además, un grave peligro. Los que estudian o hacen como que estudian en las universidades, cobran, por lo menos, cierta afición a la literatura, y ya que no sepan de leyes, suelen darse a las musas y entretienen el hambre escribiendo versos, o se enamoran de las bellezas del estilo y hacen o procuran hacer discursos elocuentes y floridos, y artículos o libros, como el señor De Liniers, o como yo; pero la gente que no es de carrera, ni presume de literata, suele meterse en las profundidades de la Hacienda, como trasquilado por iglesia. Resultaría, pues, de la severidad en las universidades una enorme plaga de hacendistas, que sería, a mi ver, la calamidad más horrible. Nótese bien que los políticos romancistas son ya, aun con tener la manga tan ancha, los examinadores de las universidades, los que se consagran con más ahínco a la Hacienda.

Otros mil arbitrios se imaginan para aligerar de gente esta clase media o enlevitada. Todos me parecen infructuosos. El restablecimiento de las comunidades religiosas, por ejemplo, no tendría mucho éxito en este punto, por lo autonómicos e individualistas que nos vamos volviendo, y, sobre todo, porque el conocimiento, el sentimiento o el presentimiento de que hay foie-gras induce a despreciar la chanfaina, por abundante y bien condimentada que la finja o la fantasee la imaginación más viva.

En suma: una ley fatal, ineludible, arrastra a la política a esta superabundante clase media letrada o enlevitada. No ya sólo el abogado sin pleitos, sino el que quiere tenerlos y es capaz de tenerlos, se lanza a la política para adquirir notoriedad y fama y clientela. No digo nada de los literatos. Si el literato no es político, tendrá que ser un portento para llamar la atención. Y aunque la llame, ¿ganará escribiendo para vivir, salvo si es autor dramático, como no defienda con su pluma los intereses de un partido político? Si mañana o el otro van a empadronar al señor De Liniers, ¿dirá que es literato? Lo declaro con entera sinceridad: el señor De Liniers pudiera decirlo, porque escribe linda, primorosa y discretamente; pero no lo dirá, porque la Policía tendría derecho a sospechar, si lo dijese, que se valía de malas artes para sostener a su familia. El señor De Liniers dirá, probablemente, que es propietario. Luego casi todos los que no lo son tendrán que ser periodistas, empleados o, por lo menos, cesantes; esto es, políticos siempre. Yo, por mí parte, confieso con humildad que no he ganado aún con la literatura, durante toda mi vida, lo que necesito para vivir durante seis meses; y aun así, si algo he ganado, ha sido escribiendo de política en la Redacción de un periódico.

Y no se me diga que es sólo por nuestra incapacidad o flojera. Depende mucho del mezquino valor o precio en el mercado de aquello que producimos, comparado con lo que en otros países producen. Aunque sea negocio particular mío, voy a poner como ejemplo el que yo quiera obsequiar a mi mujer con un vestido bueno de Worth, para baile. No es menester que el vestido tenga encajes riquísimos, ni salga de los límites de lo bueno, para que cueste ocho mil reales. Ahora bien: yo he tenido la dicha de escribir una novela titulada Pepita Jiménez, que ha sido celebrada, que ha tenido gran éxito. ¿Podré comprar el vestido de Worth con el producto total de Pepita Jiménez? En manera alguna. Pepita Jiménez no ha llegado a valerme ocho mil reales. Si algún consuelo fuese la común miseria, me lo daría el considerar que en el mismo desnivel se halla entre nosotros el propio terrateniente. Pongamos uno que va a comprar el vestido de Worth con el producto de sus viñedos. A no ser en Jerez, en ninguna otra parte de España podemos lisonjearnos de vender el vino, uno con otro, más caro que a diez reales la arroba. Se necesitan, pues, ochocientas arrobas de vino. Cada fanega de tierra de viña regular podrá producir, por término medio, cien arrobas al año. Luego son indispensables ocho fanegas. Pero como labrar estas ocho fanegas (cava, bina, rebina, azufrado, viñador, vendimia, mugrones, poda, etc., y contribuciones) quizá costará seis mil reales, resulta que el producto líquido de las ocho fanegas no es más que de dos mil, y que es indispensable ser propietario de treinta y dos fanegas de buena viña, y emplear todo el producto en el vestido, si uno se quiere dar ese gusto y mostrarse galante. Si en vez de viñas posee el que va a comprar el vestido una de esas tierras que lo que producen es esparto, necesitará tal vez consumir la producción de una legua cuadrada de terreno por cada metro cuadrado o no cuadrado de la tela que envuelva el cuerpo de su mujer y que le arrastre formando cola. Por último, si el marido elegante y generoso es rentista, como no le pagan el cupón, tendrá que vender treses para comprar el vestido; y suponiendo que el día de la venta la cotización es favorable y que el Interior está a trece, tendrá, para adquirir el vestido, que desprenderse de un capital de sesenta y un mil quinientos treinta y ocho reales de vellón, más dos o tres perros chicos.

Queda, pues, demostrado, si no me engaña el amor propio, que somos unos miserables. El politiqueo del grupo exiguo y de los que aspiran a entrar en él es ley ineludible por ahora. Estas circunstancias excitan mucho a la perversión. Veamos, sin embargo, cómo, a pesar de tan malas circunstancias, la perversión no es grande.

Como prueba de la perversión, empieza el señor De Liniers por sostener que en otras edades, en que la palabra patriotismo aún no se había inventado, este sentimiento, creador de generosas y grandes acciones, vivía en muchas almas, mientras que en esta edad, en que la palabra patriotismo ha salido a relucir y se ha puesto en moda, no hay ya verdaderos patriotas.

La escuela políticoclerical española es muy aficionada a estos argumentos, que pudiéramos llamar filológicos. Para demostrar, pongo por caso, cuán propio de nuestro ser es el catolicismo, he ido yo decir con formalidad a alguien de la mencionada escuela que, cuando se le pregunta a un español cómo está de salud, y él no está muy bien, responde siempre No estoy muy católico; prueba de que el catolicismo es nuestra esencia, nuestra naturaleza, todo en nosotros. Por desgracia, a esto se puede contestar que cuando dos hidalgos, embozaditos en sus capas, salen, por ejemplo, a tomar el sol y hacer tiempo se encuentran, al volver de una esquina, en un lugar de Andalucía, y los dos se sienten regular de salud (en su estado normal, como si dijéramos), casi siempre se saludan y empiezan la conversación d esta manera:

-¿Cómo va, compadre?

-Trampeando, compadre. ¿Y usted?

-También trampeando.

La palabra trampeando para designar el estado normal no es menos usada que la de no estar muy católico para designar el andar algo malucho; conque sáquese la consecuencia.

El más razonable de estos discreteos epigramáticopiadosos, fundados en la filología, es, sin duda, el que distingue la filantropía de la caridad, y se burla de la primera para realzar la segunda. En efecto: la caridad y la filantropía son dos virtudes harto diferentes. La caridad es el amor de Dios, y por el amor de Dios, el de los hombres; la filantropía, por el contrario, es el amor de la Humanidad, no ya por amor de Dios, sino a pesar de los dioses mismos, si es necesario. En la filantropía hay mucho de impiedad, de rebelión, de soberbia titánica contra los eternos decretos. Por esto la Fuerza, cuando en la tragedia de Esquilo manda a Vulcano que ate a Prometeo a la roca firmísima con cadenas de diamantes, dice que aquel castigo es para que el titán aprenda a magnificar la tiranía de Júpiter y se deje de ser filántropo.

El patriotismo es palabra nueva; no es palabra antiquísima, como lo es filantropía; y el patriotismo, además, no está en oposición con ninguna virtud teologal ni con ningún sentimiento religioso. Siempre ha habido patriotismo y se ha llamado amor de patria o algo semejante. La novedad del vocablo patriotismo implica, no obstante, que ya que la idea que representa, no sea nueva, es más frecuente ahora que en otras edades. Si no hubiese ahora más patriotismo, no se hubiera formado nuevo vocablo para significar el mencionado sentimiento. Yo infiero, al revés del señor De Liniers, que la novedad del vocablo implica, no la ausencia del sentimiento, sino su mayor consistencia y ser en nuestro siglo.

Otros sentimientos generosos podrían ser, en siglos pasados, causas de grandes proezas, extraordinarias bizarrías y costosos sacrificios; pero si al héroe o al mártir no se le llamaba patriota, era, sencillamente, porque no era patriota. Véanse, si no, los ejemplos de patriotismo antiguo que aduce el señor De Liniers. Apenas hay uno solo de estos ejemplos donde no se pueda disputar y aun negar que el patriotismo haya entrado por algo. Carlos V haría a España poderosa y temida por amor a la gloria, por amor a su dinastía, por ambición, y hasta, si se quiere, por cierto afecto que pudiera tener a los españoles, cuyo rey era; pero no por amor a su patria, que no era España. Felipe V sería todo lo bueno que se quiera suponer y haría mil primores; pero era francés, y por patriotismo nada pudo hacer en favor de España. «Nadie se ha atrevido todavía a llamar gran patriota a Pelayo», dice el señor De Liniers, y tiene razón. Pelayo no podía ser patriota. Lo primero que se necesita para ser patriota es tener patria, y Pelayo no la tenía. Puede suponerse que la fundó, como Rómulo a Roma, Dido a Cartago o el conde don Enrique a Portugal. Pero éstos no se llaman patriotas, como no se llama amante de una mujer al que es su padre. Trasládese el señor De Liniers a la época de don Pelayo, y piense en el patriotismo posible entonces. ¿Qué patria amaba don Pelayo? ¿Era España antes que él más que una expresión geográfica? ¿Qué patria quería restaurar? ¿La España sometida al Imperio romano, la España dividida en colonias griegas, cartaginesas y fenicias, y repúblicas de gente indígena, enemigas entre sí, la España dominada por diversas razas del Norte que humillaban a los hispanolatinos y con el litoral de Oriente sujeto al Imperio de Bizancio, o la España de los últimos tiempos de la monarquía visigoda, tan poco convencida de su nacionalidad autonómica que bastaron seis o siete mil árabes para que acabasen con ella antes de que llegase el famoso y proverbial moro Muza? Don Pelayo, si, como el nombre lo indica, era más latino que godo, se movería a sus hazañas por amor a los de su casta y religión, lo cual, si es patriotismo, es patriotismo harto confuso y vago; si era de la nobleza visigoda, el sentimiento de su dignidad, la ambición y el amor de la gloria pudieron entrar por mucho en su propósito; pero llamar patriotismo al sentimiento que le impulsó es algo impropio aun dentro del sentido de la estricta realidad histórica. Esto no obsta para que nosotros, vistas las cosas de cierto modo poético y legendario, prestemos a don Pelayo las ideas y sentimientos de hoy, y le hagamos amar la patria como si ya hubiese existido, como si no estuviese aún entre los futuros contingentes, haciéndole decir con Quintana:


   ¿No hay patria, Veremundo? ¿No la tiene
todo buen español dentro del pecho?

En suma: para no involucrar las cuestiones, yo creo que por patriotismo o amor de la patria debe entenderse el amor de un ciudadano por la república, Estado o reino a que pertenece; amor que tal vez le lleva hasta sacrificarse. Así, pues, si Carlos V o Felipe V no pueden llamarse patriotas sin que se ría la gente de oírlo, bien pueden llamarse, y se llaman, patriotas los numantinos y los saguntinos que murieron por Numancia y Sagunto, patria de ellos, y los trescientos de las Termópilas que murieron por Esparta, y los decios, que por Roma se votaban a los dioses infernales y se lanzaban a morir en lo más recio de la pelea, y aquellos magnates cartagineses o aquellos emperadores aztecas que por Cartago o por Méjico se hacían sacrificar a los ídolos a fin de tenerlos propicios.

Para que haya patriotismo es menester que haya patria; que el que lo sienta forme parte de la ciudad, se reconozca individuo de la asociación política y la ame. El patriotismo es, pues, una virtud o un sentimiento de los libres, y no de los siervos o esclavos. Por eso, apenas hay patriotismo en los siglos medios entre la plebe. Un puñado de normandos conquista a Inglaterra; otro puñado de moros conquista a España. Un aventurero audaz y robusto basta a veces a poner en fuga, apalear o matar enjambres de villanos, fundando imperios o reinos y haciendo posibles los portentos de los libros de caballerías. En cambio, medio millón de franceses, impulsados por uno de los mayores genios militares de que habla la Historia, vinieron a España en este siglo y mordieron el polvo antes de poner el yugo a un pueblo capaz ya de ser patriota.

El patriotismo no sólo implica libertad, sino también, por muy extraño que parezca, cierta cultura. En lo antiguo, cuando la patria se limitaba por los muros de la ciudad, como en Atenas, Roma y Esparta, no necesitaba el ciudadano saber mucha geografía; pero en la Edad Moderna, mientras no se forman grandes nacionalidades y son del pueblo conocidas, ¿cómo ha de ser el pueblo patriota si ignora que es la patria? Todavía dudo yo mucho de que el montañés de Calabria se crea muy compatriota del gondolero veneciano y se considere ligado a él por los lazos del una misma nación y Estado, que llaman Italia. En tiempos de Felipe II, dudo igualmente de que un catalán o un gallego, como no fuese hidalgo o letrado, entendiese que España era patria común de todos y se juzgase conciudadano del andaluz o del extremeño. Los que hacían entonces las grandes proezas eran pocos; los demás vegetaban sin patriotismo y sin virtud política. Y los pocos que hacían las grandes proezas, bien puede disputarse si estaban muy seguros de que las hacían por amor de la patria o para servir al rey y a la religión, ganar honra y provecho, y medrar, garbear y buscar lances y aventuras. En la plebe apenas había patriotismo; apenas había, no diré amor, sino conciencia de la patria, a no entenderse por patria el lugar o comarca donde se ha nacido, y no todo el cuerpo de la república, unido sólo por el lazo personal del monarca, que era rey de Castilla, de León, de Córdoba, de Murcia y demás retahíla.

Otra prueba de que el patriotismo era, hasta hace poco, sentimiento aristocrático y no divulgado, es la facilidad y escaso miramiento con que se incorporaban o segregaban estados para dotes de princesas o heredades de príncipes sin que ninguna idea, de nacionalidad lo cohonestase, ni por medio del sufragio universal, aunque sea falsedad hipócrita, tratase nadie de justificarlo y legalizarlo. ¿Qué patriotismo singular y zamorano quiere, por ejemplo, el señor De Liniers que nazca en los de Zamora, no bien don Fernando I deja aquella ciudad como señorío a una de sus hijas? ¿Qué patriotismo habían de tener los de Nassau o los de Hesse-Cassel? Pues no digo nada de los de Hamburgo, que ha sido un Estado, que ha sido una patria hasta 1866.

Aunque una nación sea grande y tenga historia gloriosa, la ignorancia y la servidumbre hacen que el pueblo olvide dicha historia y pierda el patriotismo. Si alguien lo conserva es la clase privilegiada, la aristocracia, compuesta de los únicos que merecen llamarse ciudadanos. Ejemplo maravilloso de esto fue el Imperio griego al caer en poder de los turcos. Más de doscientos cincuenta mil hombres mandaba el sultán. Nadie sostenía al último paleólogo sino cuatro mil guerreros selectos y fieles, de sus más allegados, y otros tantos mercenarios y extranjeros, que lo abandonaron al fin; pero entonces el emperador de Bizancio sintió que representaba a la vez la gloria y la grandeza de griegos y de romanos, y peleó y murió con los suyos, como los trescientos de las Termopilas y como los decios de Roma. Pocas catástrofes registra la Historia más trágicamente sublimes que la toma de Constantinopla y la caída del con tan harta frecuencia llamado Bajo Imperio; pero esto no se debió, por cierto, al patriotismo del vulgo.

El patriotismo divulgado es propio de nuestra edad, en que hay más ilustración, más libertad y más conciencia en el pueblo de la dignidad humana y del ser colectivo de la sociedad política. Si se habla, pues, tanto de patriotismo, es porque lo hay y no para encubrir que no lo hay. Casi estoy por afirmar, lamentándolo, que en España tenemos plétora de patriotismo. Demos de barato que los españoles son, por lo común, más amigos de echarse a la vida airada que trabajar en paz en sus casas, pero todavía se me concederá que por algo debe de haber entrado el deseo del engrandecimiento de la patria y de establecer en ella el gobierno que más le conviene o de libertarla de la tiranía, en la gloriosa guerra de la Independencia; en las dos guerras civiles, que han durado once años, y en las guerras de Méjico, de Marruecos, de Santo Domingo y del Pacífico, en que nos hemos arruinado y en que tal vez ha muerto de muerte violenta medio millón de españoles. ¿Cree, además, el señor De Liniers que no sólo los que han muerto peleando, sino los que murieron en el patíbulo o fusilados por causas políticas, eran todos unos tunos y dieron o expusieron la vida por garbear o medrar? Sólo bajo el poder de Fernando VII el Deseado fueron a la horca o murieron retorcido el pescuezo por el garrote o fusilados por razones políticas unos seis mil de nuestros conciudadanos. Si añadimos los deportados, los expatriados, los enviados a presidio, los muertos de miseria y los suicidados de rabia y desesperación en los calabozos, la cifra sube a muchos miles. ¿Cómo suponer que tanta víctima se aventuró y expuso con el único intento de ver si lograba formar parte del grupo exiguo? Convénzase el señor De Liniers: mucho de patriotismo, extraviado si se quiere, debe de haber habido en todo esto.

Después de caer sobre el patriotismo, cae el azote satírico del señor De Liniers sobre la opinión pública, que no es, según él, la opinión de todo el mundo, sino la opinión del grupo exiguo; esto es, lo que conviene a unos cuantos tunantes. Contra esta burla hay los mismos argumentos ya expuestos. Si no hay otra opinión que la de unos cuantos pícaros periodistas, ¿por qué los hombres de bien no fundan también periódicos y llevan la opinión pública por mejores caminos? ¿Los pícaros periodistas podrían, además, sostener sus periódicos sin suscriptores? Luego no son los periodistas, sino los suscriptores también los que concurren a crear la opinión pública. De donde se deduce que en España, y en el día, la opinión pública la forman, como en cualquier otro país y en cualquier otra época, los que más valen y saben, los que opinan algo.

Por desgracia, esta opinión pública no suele mostrarse como debiera, ni en las urnas electorales ni por otros medios que hay dentro de la legalidad. De esto tiene la culpa el grupo exiguo. Los españoles nos hallamos tan mal de todo, que no hay Gobierno de que no murmuremos, después de votarle los diputados que pide.

La murmuración y el clamoreo inerme van subiendo de punto mientras más dura un Gobierno, o dígase situación. Todos acuden a los militares, única fuerza organizada y activa, para que liberten a la patria de aquella plaga, para que la saquen del cautiverio. Ora los lisonjean, ora los insultan, diciéndoles que merecen enaguas en vez de uniforme, y rueca en vez de espada, porque no se pronuncian, y ora las damas más elegantes y bonitas los enternecen, conmueven y entusiasman, para que nos salven de la anarquía, de la irreligión y de otra multitud de calamidades. Yo, digo la verdad, hallo pavorosa y vitanda toda revolución violenta, y detesto, sobre todo, un motín de soldados; pero si no disculpo, explico y atenúo bastante la falta de los generales que con tanta frecuencia suelen pronunciarse en España. No el grupo exiguo, sino media nación o más, los empujan siempre a que la armen, salvo el decir a poco que son jenízaros o pretorianos. Sin duda que la ambición y el deseo de hacer gran papel pueden inducir a los generales a que se pronuncien; pero ¿cómo negar, en vista de tantas excitaciones, que no pocos de estos adalides lleguen a creer de buena fe que Dios suscita en ellos redentores y salvadores, como aquellos jueces de Israel que suscitaba Dios para salvar a su pueblo del yugo de los amorreos o de los filisteos?

Cuanto dice el señor Liniers contra los motines o pronunciamientos militares es chistoso, y lo sería más si el asunto no fuese tan grave; pero el chiste y la sátira están fundados en algo sofístico y propenden a probar una cosa evidentemente falsa: que un grupo exiguo se pronuncia o despronuncia de continuo, perturbándolo todo. No es así. Cómplices e instigadores de todo pronunciamiento son siempre gran multitud de paisanos. Todavía no ha triunfado un solo motín militar que no haya tenido a su lado, empujándolo, a un partido político, a mucha parte de la nación, a lo que, en realidad, y no en sentido irónico, puede llamarse opinión pública en cualquier país.

Otro capítulo consagra el señor De Liniers a los hombres serios. El resultado final de todos sus estudios sobre este punto es que para ser hombre serio en España se requiere una dosis infinitesimal de vergüenza y amor propio y orgullo a discreción. Esto, para hacer gracia, confesamos que excede ya los límites de lo cómico. Y si esto es la ruda enunciación de una verdad, tendremos que repetir con otras palabras lo mismo que ya hemos expuesto. Si en España, para pasar por hombre serio, basta con ser presumido, soberbio y desvergonzado, esto es, un detestable pillo, ¿qué serán en España los hombres jocosos o burlescos? Serán unos idiotas, y todo el conjunto de la nación no podrá menos de ser una estúpida canalla. Sin embargo, el señor De Liniers no se contenta con pintarnos en caricatura tan cruel al hombre serio. Va más allá. Nos describe también los grandes caracteres, que salen no más lisonjeados.

Su libro consta de tres partes. Como es didacticoirónico, enseña al hombre lo que debe saber para vivir correctamente en la patria, en la sociedad y en la familia. De la sátira política a que da lugar este método ya hemos dicho lo más esencial. La sátira contra las costumbres no es menos agria y dura.

De este modo hiperbólico y violento de escribir se originan varios males.

Mal para el autor, el cual, siendo un mozo de talento, agudo, buen observador y gracioso, hace un libro menos divertido y ameno de lo que hubiera podido ser pues, al cabo, lo cómico está en las debilidades y miserias que no traspasan ciertos límites y que no llegan a una perversidad consumada, lo cual no hace reír ni divierte a nadie.

Males para la sociedad: que este afán de pintar sus vicios, atribuyéndolos todos a un grupo exiguo, no corrige ni mejora a nadie, antes empeora y pervierte estimulando el odio, la envidia y otras malas pasiones contra los pocos que, si no han sido más capaces, han sido, por lo menos, más felices; y que, al leer libro semejante, alguien que no acepte el sofisma de que todos son buenos, menos un puñado de hombres que tienen embaucados y supeditados a los demás, formará de la pobre España, que está muy mal, sin duda, el concepto más bajo y humillante que puede imaginarse.

Jamás he leído nada con mayor disgusto y enojo que una colección de artículos que publicó contra España la Gaceta de Augsburgo, estando yo en Alemania. De ellos resultaba que nuestros generales eran unos ambiciosos, ignorantes y sin conciencia; nuestros oradores, unos charlatanes que deslíen un átomo de idea en un piélago turbio y revuelto de palabras huecas y resonantes; nuestros hombres de Estado, unos presumidos que no quieren más que medrar y mantenerse en el Poder o tomarlo por cualquier medio, bueno o malo, etcétera, etc. En resolución: los artículos de la Gaceta de Augsburgo eran como compendio profético del libro del señor De Liniers. Mi enojo, no obstante, tuvo que disiparse cuando noté que el cachazudo alemán autor del artículo nada decía sin autoridad y texto.

Había tomado todas las invectivas de los periódicos de cada partido contra los prohombres de los partidos contrarios, y así había hecho su obra, tiznando lastimosamente a todo el mundo verdadero; porque, desengáñese el señor De Liniers, es mucha sutileza metafísica para creída por nadie eso de que haya un grupo exiguo de galopines que, a ciencia y paciencia de todo el mundo, se atribuya la influencia, el valer y el poder que a todo el mundo pertenece.

El libro del señor De Liniers puede producir muchos efectos contrarios a los que el señor De Liniers se propone. Pondré aquí algunos.

La empleomanía es un mal gravísimo, nacido de nuestra pobreza, de la abundancia de clase media, sin oficio ni beneficio, y hasta de los enormes tributos que agobian a la nación. Pues muchos de los contribuyentes que dan al Estado la mitad o más de la mitad del producto líquido de su capital y trabajo, nada hallan más natural que desear que algo de eso que dan vuelva, cuando no a ellos, a sus hijos, sobrinos o ahijados bajo la forma de sueldo o de otros provechos oficiales. Contra el deseo de sueldo milita aún el pudor de desempeñar mal un puesto por falta de capacidad o de estudios, y contra el deseo de provechos, el temor de ser castigado o infamado al menos; pero si se afirma y se repite que los que desempeñan los puestos son ignorantes y tontos, y que tienen vergüenza infinitesimal, y que a mansalva se puede hacer lo que se quiera, el pudor y el temor de que liemos hablado acabarán por extinguirse. No habrá nadie que no se juzgue capaz y digno de ser empleado. El reloj de la oficina ganará el sueldo por él. La administración bien montada es una maquina que casi anda sola.

Por último, el libro del señor De Liniers, o lo que hay en él de más sustancial, puede llegar a las clases ínfimas, a lo que llaman cuarto estado. ¿Qué sentimiento moralizador producirá en los individuos de ese cuarto estado el creer que hay un grupo exiguo de tunantes que explota el país, le chupa el jugo y vive rico y colmado de honores a expensas de todos? Lo primero que hará el vulgo será ensanchar el grupo exiguo por un procedimiento dialéctico bastante justificado. «Toda esta gente nueva -dirá-, que se ha elevado por la política reciente, y va en coche, y se llama Peñón-Tajado y Casa-Francisco o Casa-Diego, ¿por qué ha de ser distinta de lo que fueron en su origen los señores antiguos?» «La única diferencia -añadirá- consiste en que éstos han hecho para sí lo que para los otros hicieron los padres, abuelos o tatarabuelos.» Regla general, pues: toda riqueza, toda distinción, heredada o conquistada, ha sido mal adquirida y con poco trabajo. Dada la regla general, la consecuencia es evidente: la cocinera te sisará con menos escrúpulo de conciencia; el administrador de tus bienes, que sabe el diablo cómo los adquiriste o los adquirió mi padre, tratará de dejarte pobre y de enriquecerse él; tu cochero, en vista de que tu coche y tus caballos son, como afirma el señor De Liniers, un milagro de química administrativa que se obra en el secreto de la vida privada, tratará también de ser milagrero y te matará los caballos de hambre; el jornalero que lleves a cavar a tu hacienda calculará que tú, en la secretaría, te ganas o te ganaste el dinero charlando y fumando y mano sobre mano, y querrá imitarte y ganar del mismo modo su jornal, y algunos, más alentados y briosos, soltarán el azadón y tomarán el trabuco y se echarán al camino, diciendo el antiguo refrán de Quien roba al ladrón tiene cien años de perdón.

Para mí es de toda evidencia que este modo de explicar el malestar social y político que nos aqueja, atribuyéndolo a la perversión moral de los que más se distinguen, tiene las contras ya referidas: obliga y mueve al entendimiento discursivo a creer que esa perversión moral se extiende sobre todo el cuerpo de la república, como lepra asquerosa, y contribuye, en realidad, a que dicha lepra se extienda, en vez de curarla.

Creo, por último, que el malestar puede y debe explicarse de otra suerte: tiene causas más hondas. Hasta la misma perversión moral, si la hubiese y fuese tan horrible como de la lectura del libro del señor De Liniers puede conjeturarse, sería un síntoma de la enfermedad, y no la enfermedad misma, y menos sus causas.

Las causas están patentes y bastan a explicarlo todo. Nuestro atraso en la cultura material es harto grande aún para que no podamos vivir sino a duras penas, como las demás naciones cultas de Europa, y, sin embargo, sentimos la necesidad de vivir como ellas.

Y el contacto de la moderna civilización ha injertado en la nuestra, castiza y propia, pero atrasada y enteca en su desarrollo, tal fermento de doctrinas nuevas, de utopías audaces y de ciencias de última moda, que no es de maravillar la agitación y desasosiego de todo el ser de esta nación desaventurada. El pensamiento antiguo, casi ciego y olvidado de sí mismo, lucha por un lado; la idea nueva por otro. ¡Cuánto no tienen que afanar y sudar, acaso en balde, los que procuran la paz, la transacción y el equilibrio!

Añádanse a esto algunas faltas nacidas de nuestra condición natural de españoles y algunos extravíos que surgen fatalmente de las entrañas de nuestra historia y se explicará todo.

No bien sentimos alivio en nuestra miseria, no bien tenemos algunos apuros menos, ya queremos meternos en todo: carecemos de paciencia para aguardar mejor época; nos acordamos de Otumba, Lepanto y Pavía, y nos lanzamos en empresas locas.

Dentro tampoco atinamos a vivir tranquilos. Con terquedad heroica y ruidosa sostenemos por las armas nuestras ideas, y las guerras civiles duran años.

Nuestras invectivas son feroces y provocan a odio y rebelión; pero nuestras alabanzas son tan pomposas, estupendas y exageradas, que, por espíritu de contradicción, provocan a la invectiva.

Lo confieso con franqueza: yo gusté más que nadie de la evolución de 1868; pero cuando oía decir que Europa nos contemplaba pasmada y en éxtasis, que nuestra elocuencia y nuestra sabiduría tenían asombrado al mundo, y que no había más que desear que aquello, me daban ganas de hacerme reaccionario; así como ahora, cuando oigo decir a algún ministro o a algún ministerial que debemos eterna gratitud a este Gobierno porque nos ha traído el orden y la paz y otros mil bienes y gustos, y pienso en que no se pagan los treses y en que pagamos la mitad o más de lo que producen nuestros áridos terrenos, y en que todo está tan mal como siempre, cuando no peor, no sé lo que me daría gana de ser si no fuera porque acudo al razonamiento, calmante y más que sabido, de la viejezuela de Siracusa. Sea como sea, no infiero nunca lo que infiere el señor De Liniers, a pesar de su claro ingenio, del cual, por otra parte, da mil pruebas en su bien escrito y entretenido libro. Lo que yo infiero es que somos más infelices y disparatados que perversos. La esperanza, con todo, es lo último que se pierde. A veces imagino que nuestros males, aunque profundos, no son difíciles de curar. Tal vez se curen con diez o doce años de paz interior y exterior, sin pronunciamientos ni guerras civiles y con un Gobierno menos que mediano. Pero ¿será posible esa paz? ¿Será posible y viable ese Gobierno menos que mediano?

Lo que sin duda alguna repito es que no se remedian los males de la patria infamando en masa a cuantos, por suerte o por mayor capacidad, toca dirigir sus negocios. Los malos repúblicos no se corrigen con sátiras como las del señor De Liniers; antes se ríen y aun se aprovechan de todo. Nadie es tan aficionado a contar escándalos y a hablar de los chanchullos de los otros como aquellos que tienen fama de haber chanchulleado. Lo que ansían es que se afirme la creencia de que todos hacen lo mismo. El señor De Liniers trabaja, pues, sin querer, en favor de ellos. Los personajes políticos del género que describe el señor De Liniers se parecen en este punto a las mujeres galantes, las cuales no gustan sino de tiznar a las demás mujeres y hacerlas pasar por unas perdidas.

Recuerdo que cuando se divulgó, hace años, cierto soneto de un amigo mío, titulado Los belenes, precisamente entre las mujeres galantes fue donde el soneto alcanzó más favor y aplauso. Todas pedían con ansia el soneto, y lo leían con fruición. Había en el soneto diez o doce nombres propios citados; pero esto nada importaba. Cuando el nombre de alguna de las que pedían el soneto figuraba en él, se borraba y se ponía en lugar suyo el nombre de otra, a fin de que ella lo leyese sin darse por aludida.

Ni a este recurso hay que apelar con el libro del señor De Liniers, que no cita nombre alguno. Nadie se tomará la molestia de darse por aludido, y los ambiciosos, necios y tunantes hallarán consolación y deleite con la lectura de un libro que trata de probar que cuanto aquí sobresale, se distingue y adquiere poder e influencia, es de la misma condición desaforada e indigna.

No es posible que la caquistocracia se entronice y dure cuarenta años en una nación libre, a no suponer lo contrario de lo que supone el señor De Liniers: que el grupo exiguo consta, de santos y discretos, arrinconados y oprimidos por una inmensa mayoría de malvados y de tontos.

Madrid, 1876.






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Diciembre

En esta tarea me ha cabido en suerte hacer el retrato o semblanza del mes que más me gusta. Por esto mismo desespero de salir airoso. Son tantas las cosas que del mes de diciembre hay que decir, y acuden tan en tropel a la imaginación, que no hallo modo de concertarlas y prestarles forma clara y concisa para que el lector no se canse.

Basta apelar a cierta erudición de tercera o cuarta mano para poder afirmar que este mes corresponde, sobre día más o menos, al Panca de la India, al Thir de los persas, al Canun de Siria, al Audineo de Macedonia y al Poseidón de Grecia. Parece que se llama diciembre porque entre los antiguos romanos se empezaba a contar por marzo, y diciembre era el décimo mes. Pero dejémonos de bachillerías arqueológicas y vamos al canto llano.

Diciembre, para todo católico español, tiene el doble carácter de ser el primero y el último de los meses. En la sociedad civil es el último; en la Iglesia, el primero.

Se sabe de fijo que Dios creó la luz en un domingo; pero no sé yo que conste en qué domingo la creó. Supongamos, no obstante, que fue en el primer domingo de Adviento, y tendremos que, tanto el año como el Universomundo, empiezan en uno de los primeros días del mes de diciembre.

Mi suposición no es arbitraria. En el primer domingo de Adviento se anuncia en la Iglesia la venida de la verdadera luz sobrenatural. No es, pues, inverosímil que la luz natural la precediese, como prefigurándola, y que en aquel día se abriesen los siglos y empezase a correr el tiempo, manando esta forma del mudar, como la llaman los krausistas, del seno de la eternidad inmutable.

En diciembre hubieron de empezar el tiempo y el mundo, y en diciembre, si no me equivoco, han de terminar ambos, cerrándose el curso de los siglos con los más severos exámenes. La Iglesia, no sólo anuncia en el primer domingo de Adviento la primera alegre venida de Cristo como Salvador y como Hombre, sino también la segunda venida pavorosa, como Juez, en el día del Juicio.

Véase, pues, si el mes de diciembre no es un mes extraordinario por lo favorecido, por lo rico en sucesos, y por lo relleno de misterios.

No atinaré a decir por qué; más barrunto que este mes no fue menos glorioso y festivo entre los pueblos gentílicos de la antigüedad que lo es ahora entre los pueblos cristianos. Creo, además, que los chinos y los japoneses y otras naciones paganas del día han de darle igual importancia. Lo que me aflige es que, para probarlo y hacer el merecido encomio del mes de diciembre, se requiere revolver, compulsar y citar muchísimos libros, con lo cual me fatigaría yo demasiado y aburriría al público. Quédese, por tanto, este docto trabajo para cuando escriba yo un grueso volumen, que bien puede escribirse, sobre las excelencias del mes de diciembre, y limitémonos ahora en el artículo a meras conjeturas.

Meras conjeturas, digo, al hablar de cosas enrevesadas y hondas; pero como yo sé, y cualquiera sabe tantísimo de lo somero, llano y liso que ocurrió, ocurre o puede ocurrir en diciembre, se me antoja que escribiré de este mes y aun llenaré más páginas de las que se me piden, sin consultar autor ninguno, sino sacándolo todo del tesorito de mi memoria y de mi pobre fantasía.

Lo que no me decido a traer aquí como alabanza, no vaya a sonar aquí como vituperio, es el que en este mes estén cerradas las velaciones. Yo, profano, me pregunto: ¿Qué motivo hay para que en diciembre no pueda la gente casarse como Dios manda, o dígase con todos los requisitos? Los días que preceden al Nacimiento de nuestro divino Redentor deben ser días de penitencia, y por lo mismo, tal vez sería conveniente que muchos se casasen entonces. No debo tampoco atribuir el que se cierren las velaciones a ninguna consideración astrológica. El que entre el sol en este mes en la casa o signo de una constelación ominosa a los casados, no es razón seria para que en este mes no se velen. No creo que se haga el horóscopo de la velación como el del nacimiento. Y, por último, tampoco quiero presumir que esta prohibición de velaciones tenga un origen gentílico por estar diciembre consagrado a Vesta, quien con Diana y Minerva compone la trinidad de diosas, crudas y hasta duras de cocer, que se resistieron siempre al poder de Venus, conservándose en estado honesto. Por el contrario, está averiguado que los romanos y los griegos, antes de hacerse cristianos, se pasaban todo este mes en multitud de fiestas, que no brillaban por la honestidad, como las faunales, en torno de los dioses de las selvas; las laurentales, en honor de aquella pastora, Laurencia, a quien, por lo generosa y regocijada, llamaron Loba, la cual crió a Rómulo, y las juvenales, para celebrar la primera vez que los intonsos mancebitos se afeitaban el bozo.

Prueba esto, según buena filosofía, que desde las edades más remotas los hombres han sido aficionados a divertirse en todos los meses del año, y sobre todos los meses, en el de diciembre. Como el Sol se va inclinando hacia Capricornio, hiriendo más de soslayo nuestro hemisferio, acortando el día, alargando la noche y trayendo frío, nieve y hielo, las gentes que presumen de civilizadas, o que lo son, quieren vencer a la Naturaleza y mostrar que están exentas de su servidumbre, divirtiéndose más en este mes que en los otros.

De aquí que le consagren a Vesta, la más antigua de las divinidades, el fuego del hogar. En torno suyo se reunió y se fundó la familia. Por él empezó todo dulce consorcio humano. ¡Sublime invención fue la del fuego! Y yo doy por seguro que se inventó en diciembre. Egregio personaje y digno de toda alabanza fue el primero que, tiritando de frío, alalo o antropisco, agitó con mano firme un leño seco contra otro leño seco e hizo brotar la vividora llama. Aquella llama encendió la inspiración en el espíritu y dio ser a las artes. El que la encendió hizo más que todos los sabios modernos. Fue el verdadero Prometeo. Fue el primer sacerdote de Vesta. Luego encomendó a sus hijas que cuidasen del fuego del hogar, y ellas fueron las primitivas vestales. Mucha poesía hay en todo este despertar de la cultura humana. Pero ¡cuánto hemos adelantado después! Pasando por el eslabón y el pedernal, la yesca y la pajuela, hemos llegado hasta el fósforo de cerilla sin humo. Cada cual lleva hoy en su bolsillo a la propia Vesta y a Agni. La vestal puede ya distraerse, descuidarse, irse de bureo y dejar que el fuego se apague sin la menor extorsión.

¿Cómo extrañar que en un principio el fuego, Agni, fuese un dios? «Antes de todos los otros dioses es menester invocar a Agni -dice el Rig-Veda-. Pronunciemos su nombre venerando antes que el de los otros mortales. ¡Oh Agni, sea quien sea el dios a quien honramos con nuestro sacrificio, a ti se dirige siempre el holocausto!»

¿Quién no descubre en este texto sagrado el origen y fundamento del utilísimo arte de guisar? ¿Qué significa el dirigirse siempre a Agni con todo sacrificio, sino asar lo que está crudo? La cocina, pues, se inventó también en diciembre, porque hubo de seguir inmediatamente a la invención del fuego. Claro está que en un principio todo era asado; pero poco a poco se fueron inventando las calderas, los peroles, las sartenes, los pucheros y las ollas y hubo caldo, y hubo fritura, y hubo salsas distintas, y se llegó a los prodigios de Carême.

Desde diciembre dichoso en que se inventó el fuego del hogar, este mes es bendito, porque en él se disfruta mejor que nunca de tal fuego. En este punto yo, pese a quien pese, desdeño los caloríferos, las estufas y otras complicadas invenciones, y me atengo a lo antiguo, y ensalzo, sobre todo otro modo de calentarse, el de las patriarcales chimeneas de campana, como las hay en las casas de los lugares. Un monte de leña arde en la piedra del centro. En mi tierra suele ser de olivo o de encina. A veces un puñado de secos sarmientos o de olorosas matas de romero y tomillo aviva la llama. La pasta de orujo la hace más luminosa y refulgente. En torno de la lumbre se sientan, y se agrupan los señores de la casa, las visitas, tal vez los mismos criados, y hasta los gatos y los perros. La gente se anima con el grato calor. La conversación se hace viva y jocosa. Se refieren mil cuentos y chascarrillos. Y, por último, la vista de las morcillas, longanizas y chorizos, pendientes al humo, que es lo primero con que topan los ojos, si por dicha se elevan al cielo, excita el apetito al más desganado. ¡Cuántas veces no se descuelga improvisadamente alguna de aquellas morcillas, frescas aún en diciembre, y se asa y se come allí sin ceremonia, bebiendo luego un traguito de vino! ¿No es esto mejor que el té, de que tanto se abusa en las tertulias de la corte? Pero si la magnificencia del amo de la casa no se extiende hasta dar cotidianamente morcilla, nunca faltan castañas o bellotas que asar al rescoldo. Todo esto es bucólico o idílico. Cuando pienso en ello, me entran deseos de tocar la zampoña o el caramillo y de componer un flamante Observatorio rústico que eclipse al de don Francisco Gregorio de Salas.

¡Ah corte! ¡Ah confusión! ¿Quién te desea?

Razón tenía Villegas en entusiasmarse tanto y en sentir ciertos ímpetus y arranques de beber buen vino y de retozar con Lesbia


   al son de las castañas
que saltan en el fuego.

El fuego del hogar es, en suma, en las noches de diciembre, lo mejor que puede imaginarse. Sólo para un uso me repugna: para calentar la cama con ascuas metidas en una maquinilla de cobre o de hierro. ¿Hay nada más grato ni más sibarítico que calentar con el propio cuerpo, dar unos cuantos tiritones e ir luego entrando en calor? Con el de la cena y el de buen vino de Montilla se logra esto maravillosamente, y más si se comparte entre dos el trabajo, según nos enseñó con su ejemplo el santo rey David, cuando ya estaba muy entrado en años.

Otro gran deleite de diciembre es ir a tomar el sol. Nada más hermoso que el sol de diciembre, en un día sereno, y muchos lo son bajo el cielo de Andalucía. No suelen estar allí los campos cubiertos de nieve como en el Norte, sino frescos, lozanos y alfombrados de blanda hierba menuda, en vez de la seca, blanquecina y polvorosa paja que en verano y otoño los cubre. El follaje de muchos árboles de hoja perenne reverdece y luce más entonces, nutrido y lavado por la reciente lluvia. En los sitios repuestos y resguardados del temporal suelen florecer en pleno diciembre las violetas. Yo las he cogido en dicho mes en las laderas de la Alhambra, detrás de las torres de las Infantas y de la Cautiva, y en otros muchos sitios.

Los campos no están desiertos en este mes, sino animados por no pocas faenas agrícolas. ¿Cuándo se cava mejor una viña que en diciembre? En diciembre está en toda su fuga la molienda de la aceituna. En diciembre se suelen podar los olivos.

Diciembre es también el mes de los cazadores. Los zorzales no han emigrado aún del todo. Nunca mejor que entonces se persiguen los jabalíes de Sierra Morena, los corzos y los ciervos, las nutrias del Guadalquivir y las raposas de la campiña. Entonces hay abundancia de perdices, y no faltan sisones, avutardas, chochas, ortegas, patos silvestres y otra multitud de aves.

Aunque se me tilde de fanático partidario del mes de diciembre, diré que todo me gusta más en este mes: hasta las vidas de los santos a quienes este mes la Iglesia conmemora. ¿Quién más simpático y admirable que San Francisco Javier, Alejandro Magno de la palabra divina, con cuya blandura y mansedumbre conquistó y domeñó, más gentes y pueblos bárbaros y remotos que el otro macedón con el rigor de la espada? ¿Qué santo de más bríos que San Ambrosio, que impuso penitencia al propio emperador y le echó de la Iglesia? ¿Quién más arriscado que San Francisco, que antes de la conversión quería jugarse los ojos, después de haber jugado y perdido hasta la ropa que llevaba puesta? ¿Quién más útil a la nación española en los siglos heroicos de la Reconquista, que Santo Domingo de Silos? ¿Qué santo más amigo del método experimental, de no fiarse sino al testimonio de los sentidos, como los positivistas de ahora, que Santo Tomás, apóstol, por quien se dijo ver y creer? ¿Quién abrió la áspera senda de las heroicidades cristianas, regándola el primero con su sangre, sino San Esteban protomártir? ¿Quién durmió en su vida en el seno del Dios-Hombre, y tuvo por madre a su madre, y, encumbró más alto el vuelo de la inspiración, y reveló más hondos y soberanos misterios que el Águila de Patmos? ¿Quién más valiente defensor de la libertad de la Iglesia que el arzobispo canturiense? ¿Y quién, por último, como San Silvestre, que convirtió a Constantino, hizo que la Iglesia triunfase y tuviese paz, y animó con su espíritu el gran Concilio en que se formó el Credo? Todas éstas son glorias del mes de diciembre. Todo esto se celebra en mi mes.

En diciembre, además, se celebra el más fausto de los acontecimientos para los piadosos españoles: la llegada del cuerpo de Santiago a Galicia. Desde entonces el Santo Apóstol tomó esta tierra por suya, y ya en realidad, ya en la mente devota y guerrera de nuestros generosos antepasados, se apareció en cien y cien batallas, combatiendo al frente de ellos contra los moros, montado en un caballo blanco y contribuyendo a victorias tan estupendas como las de Clavijo y Las Navas.

Por último, en diciembre se celebra la Purísima Concepción de la Virgen María, libre de toda mancha de pecado, como templo y morada que había de ser el Verbo Divino.

Pero ¡qué mucho, si fue en diciembre cuando llegó la plenitud de los tiempos, y Dios, no contento ya con comunicarse a sus criaturas y repartir con ellas sus bienes por naturaleza y por gracia, quiso unirse y se unió en unión personal con el ser humano, cumpliendo todo el plan y propósito del Universo y de la Historia, y llamando a sí con mayor fuerza de amor y ciñendo con más estrecho lazo las cosas todas!

La Nochebuena, la noche en que el mundo y el linaje humano logran tanta ventura, ¿cómo no ha de solemnizarse con toda clase de diversiones y placeres? Cuantas ciudades, villas y aldeas hay en España compiten en esta noche por alabar estrepitosamente el nacimiento de Cristo. La zambomba y el pandero resuenan por todas partes donde hay una vivienda, desde Deva a Calpe y desde Trafalgar hasta Rosas. La mitad de los españoles oye la misa del Gallo, y todo el que tiene que cenar, cena lo más y mejor que puede. Un hambriento en Nochebuena es la antítesis más aflictiva que ha podido soñar el vulgo. No hay población que no produzca o luzca en Nochebuena sus más famosos artículos gastronómicos: Jijona, su turrón; su mazapán, la imperial Toledo; Córdoba, sus empanadas; Ronda, sus peros; Montalván, sus melones; sus roscos, Loja; Lucena, sus hojaldres; Écija, sus tortas de manteca y sus bizcochos de yema; Morón, sus tortillas de azúcar o polvorones; Adra, su miel de prima; su miel de azahar, Palma del Río, y su miel de tomillo y romero, la Alcarria; Sevilla, sus aceitunas; sus ciruelas, Yelbes; sus higos, Montilla y Málaga; sus dulces bellotas y sus ricos embuchados, Extremadura; Baena, sus alfajores; Doña Mencía, su piñonate; Cabra, sus carnes de manzana y de membrillo; y así por el estilo, cada pueblo su cosa, porque sería cuento de nunca acabar el mentarlas todas aquí.

El comercio trae de tierras extrañas muchos licores y vinos para los caprichosos y opulentos magnates; pero los pobres y desvalidos no se quedan sin beber en tan alegre noche. El aguardiente está barato en España. Los rosolíes y las mistelas se hacen con primor en las casas particulares. ¿Y quién, como no esté en la miseria, no tiene, si es cordobés, para vino de los Moriles; si manchego, para Valdepeñas; si gaditano o sevillano, para manzanilla, dulce moscatel o jerez seco; y así discurriendo por todas las comarcas y regiones de la Península?

Lo esencial en la Nochebuena es la sopa de almendra; pero esta sopa, tan esencial como poco sustancial, no sirve a menudo sino de pretexto para cenar más suculentos o gratos manjares. Como suele cenarse después de las doce, se mezclan el pavo y el besugo, platos sin los cuales una cena de Nochebuena perdería todo su carácter.

Madrid, el día de Nochebuena, sobre todo visto por la plaza Mayor y calles adyacentes, es un inmenso emporio, una exposición y un bazar de municiones de boca. Allí viene y se vende cuanto hay de grato a un paladar español y castizo. Trevélez y Galicia envían allí sus jamones; los maragatos traen los mejores peces del mar Cantábrico; y de todas partes acuden pavos lucios, macizos y apetitosos en numerosas piaras. ¿Qué fruta española, desde el limón hasta la castaña, faltará en la plaza Mayor en aquel día, como haya podido conservarse? La uva de Lanjarón, que parece acabada de vendimiar, se mira al lado de la batata; la azofaita y el madroño, junto a la peruana chirimoya; y el plátano de Canarias, o la tangerina de Valencia, no lejos del melón invernizo.

Los confiteros se esmeran y se afanan para aquel día, o mejor dicho, para aquella noche, e inventan, condimentan y producen un enjambre de turrones, jaleas, confites y bizcochos de diversos gustos y formas.

Desde Lhardy, Fornos, los Dos Cisnes y la Pastelería Suiza, hasta el último bodegonero, todos despliegan en aquel día y en los siguientes una actividad febril, y apenas dan abasto. Se diría que la voracidad humana se eleva a su grado superlativo. Se pensaría que, para remedar groseramente a Dios, que se une a la Humanidad, la Humanidad quiere unirse a la Naturaleza viva y orgánica, engulléndosela toda.

Para tan colosal empresa se requieren muchos gastos. Los recursos ordinarios no suelen bastar. Es menester acudir al empréstito o al aguinaldo. El aguinaldo en Madrid suele darse y recibirse en dinero: en provincias se suele dar y recibir aún en especias.

En edades más católicas que la presente se solía dar a los empleados una paga de Navidad, por donde venía a convertirse el año en año de trece meses. Este benévolo abuso se ha suprimido ya casi del todo. La mal llegada paga de Navidad ha tomado la mezquina condición de un adelanto, si suave y regalado al principio, con dejos amarguísimos más tarde, cuando convierte al frío enero en un mes enorme, infinito, feroz, que dura cuarenta días, semejantes a cuarenta siglos.

Los plácidos o embriagadores recuerdos de la cena de Nochebuena, de los villancicos que se cantaron, de los bailes y de las músicas, y hasta quizá de los amores, pues en Nochebuena suelen nacer muchos enamoramientos, no mitigan en el eterno enero los tormentos y angustias de la inopia.

Pero dejemos a enero y volvamos, para terminar, a nuestro diciembre.

Creo haber demostrado, que es el rey de los meses. Hasta su último día, hasta su última noche tiene mayor solemnidad y convida a más profunda meditación que todas las demás noches y todos los demás días.

El tiempo vuela, pasa, se desvanece, sólo subsiste en la flaca memoria de los hombres o en los documentos y monumentos que nuestra soberbia inventa para dar ser ficticio y vida vana y sofística a lo pasado. Y tiene algo de temeroso y de religiosamente grave el paso de un año a otro: el sentir cómo el año muere y se sepulta en la eternidad. Por eso es tan romántica la noche de San Silvestre. Por eso también es tan melancólica.

Sin duda, para alegrarla, se han inventado los estrechos. Así protestamos de que, si el año se va, quedamos nosotros, dispuestos siempre a amar, único consuelo, única razón quizá de la vida. Para la tristeza de que el año ha muerto, es un bálsamo el personificar el año nuevo en una persona querida, con la cual nos une misteriosamente la suerte.

Aconsejo, pues, que al echar los estrechos se corrijan hábilmente los caprichos de la suerte torpe y se procure que todos queden contentos.

Ojalá mi artículo sobre el mes de diciembre consiga con la misma facilidad contentar un poco a los lectores y lectoras.

Madrid, 1876.




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Una expedición al Monasterio de Piedra

Aunque no sea España, por lo general, tierra muy fértil y preciosa, todavía creemos que exageran mucho los que en estos últimos tiempos se empeñan en representársela fea, estéril y triste en grado superlativo, salvo en algunos, a modo de oasis, esparcidos no muy pródigamente por acá y por acullá, donde hay agua, riqueza de vegetación y natural hermosura. Pero aun conviniendo en la pobreza y fealdad de la tierra, sobre todo en esta gran meseta del centro, bien puede sostenerse que el mal no es irremediable, que la Naturaleza no se muestra más madrastra que madre para nosotros, castigándonos sin que lo podamos evitar, y que no poco de lo que lamentamos proviene de nuestra incuria.

De todas maneras, siempre nos ha parecido infundadísima la teoría que corre, puesta en moda por escritores de nota, de que España no ha sido nación de primer orden, el Estado más poderoso del mundo por cerca de dos siglos, sino por un conjunto de circunstancias casi milagrosas, y por el poco menos que sobrenatural valor de sus hijos, con lo cual lograron vencer las perversas condiciones y la miseria nativa a que el destino las ha condenado.

No es éste el lugar de refutar dicha teoría, probando que lo pintoresco, frondoso y umbrío del campo no siempre es lo productivo, y que aun concediendo lo que fuere, las naciones ricas, florecientes y preponderantes jamás se lo debieron al suelo que habitan, sino a su enérgica laboriosidad, a su inteligencia y sus bríos.

Apenas hay exageración que no provenga de otra en sentido contrario, y por cierto que lo ha sido y lo es aún en muchas partes el afirmar que somos un pueblo eminentemente agrícola. Si esto fuera así, sentiríamos la vocación de la vida campestre; no sucedería, como sucede, todo lo contrario. Tal vez no haya pueblo menos aficionado que el español a la tal vida. Sólo se somete a ella el que no tiene otro recurso. Cuando lo tiene, huye del campo a la aldea, de la aldea a la capital de provincia, y de la capital de provincia a este hechicero Madrid, con cuyos deleites sueñan cuantos viven entre Calpe y Deva.

No hace mucho que la afición al idilio práctico, a admirar las bellezas naturales ha adquirido cierta fuerza entre nosotros; pero a tiro de cañón rayado se conoce que esta afición es importada de extranjis, como lujo y gala, como signo de distinción aristocrática y como prenda esencial de quien es comme il faut y no cursi. Así es que la gente rica que se va los veranos fuera de Madrid, se pone de un vuelo más allá de la frontera, y se refugia en Francia e Inglaterra, en Bélgica o en Suiza.

Una de las razones que alegan en pro de este temporal extrañamiento de la patria es que aquí se vive peor y más caro, dondequiera que se va; la falta de buenas posadas o fondas. Pero ¿cómo ni para quién han de establecerse, si los que pueden pagarlas huyen lejos y sólo quedan los pobretes, que pretenden comer, almorzar, merendar, tomar chocolate dos o tres veces al día, tener cuarto con butacas, cómodas y buenas vistas, luz artificial y natural, cama limpia y ancha, servicio al pelo y otras mil gollerías, por siete u ocho pesetas, precio máximo, considerando todo lo que exceda de este precio un abominable robo, algo de insufrible, escandaloso y digno de la reprobación más acentuada?

Y conviene advertir que los españoles no somos tan fáciles de mantener. Éste es también otro error vulgar, como el de que somos eminentemente agrícolas, y tal vez como el de que somos eminentemente católicos.

Creo que no tiene fundamento alguno eso de que somos eminentemente sobrios, y si no que se lo pregunten a los fondistas y posaderos.

Sea como sea, los ricos y elegantes van ya al campo, si bien entendiendo por campo Biarritz y otros puntos así, donde se hace la misma vida que en la heroica villa y corte.

No hay moda, por censurable que sea, que no tenga algo de buena. De esta ida a veranear de los ricos y dichosos del mundo, resulta que los que aspiran a imitarlos y no tienen los ochavos suficientes, suelen hallarse desairados si se quedan en Madrid. Es tal el furor de preguntar en el mes de junio en toda tertulia, en toda reunión de personas distinguidas: «Y usted, ¿adónde va? Y usted, ¿no sale este verano?», que muchos se avergüenzan de decir: «Yo me quedo, yo no salgo.» Decir esto equivale casi a decir: estoy en la inopia, padezco una cruel sindineritis: es presentar un certificado de pobreza. No todos tienen la magnanimidad, el insolente estoicismo de cierto amigo mío, que respondía cuando le preguntaba alguna dama: «Y usted, ¿no sale este verano?» «Sí, señora; saldré, si tengo botas.»

A fin de no verse en el apuro de tener que responder tan desvergonzada frase, rara es la mujer metida en los trotes de la high-life que no mire en su marido un tirano, un monstruo o un Juan Lanas sin ingeniaturas y sin despejo, si no la saca a veranear en llegando esta estación. Marido hay que por contentar a su mujer es capaz de tomar prestado de un usurero al cuarenta por ciento al año el dinero que ha menester para seguir dos o tres meses, hasta fin de septiembre, la descansada vida y la escondida


   senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido,

alvo, se entiende, si la mujer no es un prodigio de economía y ha ahorrado para el veraneo de lo que su marido le da para el gasto de casa.

De todos modos, no obstante, puede tener terrible fuerza lo que oí decir, no hace mucho, a un pollo elegante y cándidamente sentencioso de cierto caballero casado: «A éste -decía- le van a salir por cima de la tapa de los sesos las elegancias de su mujer.»

El temor de no pasar por elegantes quedándose en Madrid el verano, cuando los maridos o padres no son ricos ni sobrado complacientes, suele producir un buen efecto. Las mujeres, con tal de veranear, unas de un modo misterioso, a fin de que se quede en duda adónde fueron, y otras a las claras, se instalan en los lugares que están cerca de Madrid, con lo cual, poco a poco, van ya ganando y ganarán muchísimo más dichos lugares. Han contribuido a esto el buen gusto y el ejemplo dado por algunos grandes señores, que han creado quintas o mejorado las que ya tenían, y viven en ellas largas temporadas, como son los marqueses de Salamanca y de Bedmar, la duquesa de Medinaceli y la condesa de Montijo.

Fuerza es confesar que veinte o treinta leguas en radio, en torno de Madrid, salvo Aranjuez y La Granja y alguna que otra pequeña isla de verdura, casi todo es para perdido de vista, si atendemos sólo a lo pintoresco y galano y prescindimos del amor propio patriótico; pero Buena Vista, el Bosque de Miranda, La Nava, la Alameda de Osuna y la Quinta de Bedmar nos demuestran que el trabajo y la voluntad del hombre pueden trocar los páramos en paraísos.

Fuerza es confesar asimismo que, una vez logrado dicho trueque, todo jardín, todo bosque, todo soto tiene en España maravilloso encanto, merced a la serenidad del aire y a la pura y resplandeciente claridad del sol y de los astros que la iluminan.

De aquí, sin duda, la discrepancia en las descripciones de cuantos extranjeros han visitado y recorrido España en todas épocas. Siempre nos parecen extremadas. Si pintan la aridez del suelo, la falta de árboles, la ausencia de vegetación, imaginamos que hablan del desierto de Sahara. Si, más benignos, encarecen las bellezas de los lugares fértiles, también se nos antoja que van más allá de la realidad y que hay sobra de encarecimiento en lo que dicen de Granada, de Aranjuez, de Sevilla, de Elche y de otros sitios amenos.

Sin embargo, tal vez los unos y los otros tengan razón, según lo que hayan visto y lo que describan. Al que se despierte, viniendo de Francia en ferrocarril, en las cercanías de Ávila, y mire alrededor y vea, y la digan: «Esto es España», le ha de dar forzosamente cierta pena, se le ha de meter el corazón en un puño y ha de comprender con facilidad el misticismo de Santa Teresa. Por el contrario, si tiende la vista desde la torre de Comares, o desde los miradores aéreos del Generalife, y ve a Granada, y la vega hermosísima, y todo aquel esplendor armonioso de luz y de colores, y aquella alegría divina, y aquel suave concierto de la tierra y del cielo, supondrá que como España no hay nada en todo este globo que habitamos. Hay en aquel conjunto un hechizo lleno de misterios inefable, singular, y da al cuadro un valor muy por cima del que acaso tenga analizado parte por parte.

Granada es célebre por su hermosura, y como Granada hay otros sitios célebres, y dignos de serlo por lo mismo, en toda esta Península; pero sin duda, que debe de haber muchísimos más, inexplorados aún, desconocidos, descuidados, y en los cuales no habrá jamás persona alguna.

Provincias enteras hay (toda Galicia, por ejemplo) que dicen que son lindísimas, fertilísimas, poéticas, admirables por lo pintoresco, adonde apenas acude jamás el artista, el poeta, el aficionado a admirar la bella Naturaleza. Los extranjeros, cuando vienen por aquí, se contentan con ver lo ya sabido y visto por otros; y los españoles, o nos contentamos con el jardín del Buen Retiro, o nos vamos a Biarritz y hasta a San Juan de Luz, con lo cual compramos galas francesas para lucirlas el invierno, y nos damos cierto charol de haber ido a veranear casi en Francia.

Entre los sitios recónditos, inexplorados, desconocidos hasta hace poco, y que por dicha van ya cobrando la fama y los elogios que se les deben, se cuenta el Monasterio de Piedra, adonde no hace muchos días hice una agradable expedición con varios amigos, de la cual me propongo hacer aquí un sucinto relato, a fin de contribuir en lo que pueda a divulgar la nombradía de aquellos encantados vergeles y bellísimos paisajes.

Todavía, si el Monasterio de Piedra no estuviese a corta distancia de Alhama de Aragón, adonde van muchos a buscar la salud, y si el señor Orovio, pocos años ha, siendo ministro de Fomento y apasionado de aquellos sitios, no hubiera dispuesto que se hiciese hasta llegar a ellos una excelente carretera, todavía, repito, el Monasterio de Piedra estaría tan oculto como las Batuecas para la generalidad de los hombres.

Aun así, la fama del Monasterio de Piedra dista mucho de alcanzar la extensión y grado que se merece.

Empecemos nosotros por ganarnos la voluntad de los sujetos regalones, tranquilizándonos al afirmar que en el Monasterio de Piedra hay fonda buena, donde dan almuerzo y comida y chocolate, y cuarto y cama, y luz, y mil cosas más, por treinta reales diarios. Todo esto aseadísimo; de suerte que, ni por rara casualidad, se descubren allí ni se dejan sentir aquellos seres espantables para toda persona de epidermis delicadas, a quienes los sabios llaman sifonápteros, y que tanto abundan en las Provincias Vascongadas bajo el nombre éuscaro de arcacosúas. No se ve allí tampoco aquella cruel enemiga del hombre, apellidada geocorisa, que tanto atormenta con sus picaduras, y que tan ferozmente se defiende cuando la cogen, lanzando del pérfido seno, no bien cree llegada la ocasión, ciertas exhalaciones hediondas. En suma: para no andar con rodeos, perífrasis ni acertijos, en el Monasterio de Piedra no hay ni pulgas ni chinches.

A dicho Monasterio se llega en un buen ómnibus y con toda la posible comodidad y baratura. Yo fui más cómodo y barato aún, porque fui convidado; pero esto no es para todos ni se da todos los días.

Hasta llegar al Monasterio, digámoslo con franqueza, el país es medianamente feo; pero esto mismo da mayor deleite a la expedición, por la contraposición y la sorpresa. Apenas se comprende, apenas se sospecha que pueda haber por allí tanta frondosidad y frescura. Aquel paraíso está hundido en un barranco. Afortunadamente, el barranco tiene algunos kilómetros cuadrados de extensión, y el turista, una vez embarrancado, se olvida del resto del mundo.

Allí no hace frío ni calor en el mes de junio. Allí hace un fresquito delicioso. ¡Qué luna de miel pueden pasar allí dos jóvenes recién casados! No digo esto a tontas ni a locas, sino por dos que llegaron al Monasterio con nosotros, y a quienes luego no volvimos a ver. Si siguen aún en el Monasterio de Piedra, saludémoslos con los versos de Góngora:


   Dormid, copia gentil de amantes nobles;
dormid, que el Dios alado
de vuestras almas dueño,
con el dedo en la boca os guarda el sueño.

Hecho este saludo, sigamos adelante.

Al fin y al cabo, nosotros no somos capaces de envidia. No está ya la Magdalena para tafetanes. Ya somos viejos, y a dicho dios alado preferimos otro numen sin alas y de mayor sosiego, que fue quien nos sirvió de guía. Nosotros visitamos todo aquello guiados y acompañados por la santa amistad.

El Monasterio de Piedra fue de monjes bernardos, y existe desde principios del siglo XIII o fines del XII. A quien desee saber la historia y hasta las leyendas del Monasterio, le recomendamos la lectura de un libro que sobre el particular ha escrito don Leandro Fornet.

Nosotros diremos, en resumen, que el Monasterio, cuando se suprimieron los conventos en 1835, fue asaltado por una nube de personas aficionadas a incautarse de todo: quién se llevó el órgano, quién los libros y documentos, quién las sillerías del coro y de la sala capitular, quién las cubas de vino, quién las vestiduras sacerdotales y quién los cuadros. En suma: sólo quedaron las paredes.

Eacute;stas también, las de la iglesia al menos, cayeron después, en parte, por tierra.

A lo que parece, el actual propietario del edificio y de los campos, de que vamos a hablar, lo compró todo en dicho estado.

Por fortuna, don Federico Muntadas, que así se llama el actual propietario, es persona entendida y de buen gusto, y ha restaurado algo de la fábrica y conservando lo demás, esmerándose en ello.

El refectorio, hoy comedor de la fonda, que es un hermoso salón gótico; la sala capitular, mejor aún; la elegante torre del homenaje, los espaciosos claustros, los grandes patios y el ábside del templo, todo se conserva con el mayor cuidado.

Pero si el señor Muntadas se ha limitado a conservar el edificio, ha tenido el tino y la constancia de crear, en cierto modo, la hermosura de aquellos vergeles, que nunca probablemente fueron comprendidos por los buenos monjes, dedicados a la conversión interior y a la vida contemplativa y abstraídos del mundo sensible que los rodeaba sin que ellos lo viesen.

Basta tender la vista por aquellos sitios para comprender la discreta obra del señor Muntadas y lo que ha debido costarle de tiempo, dinero e infatigable perseverancia.

Toda la belleza estaba allí. El señor Muntadas nada ha añadido, y éste es su mayor mérito, ésta es la mayor prueba de su discreción estética. Lo que ha hecho el señor Muntadas es descubrir la belleza, hacerla visible y accesible, ora removiendo obstáculos que impedían llegar hasta ella, ora destruyendo estorbos que a los ojos la ocultaban.

Todo ello se ha realizado con tal arte, que no parece sino que el hombre no ha puesto mano en nada y que la Naturaleza ha sido de suyo tan discreta y prudente que no ha exigido la menor corrección.

Para formarse aproximadamente una idea de lo que allí se debe a la Naturaleza y de lo que se debe al arte, conviene entender que el río Piedra, cuyas aguas arrastran o llevan en disolución sustancias que se petrifican, harto, sin duda, y hasta enojado, de recorrer campos estériles y de no topar con un solo árbol que le dé sombra y que se mire en el tranquilo espejo de sus aguas, se divide de repente en varios brazos y se precipita como un loco por un barranco abajo. De este arrebato de desesperación, de esta locura del río, resultan las cascadas, la frondosidad, las grutas admirables de estalactitas y todas las bellezas y portentos que en el fondo del barranco y en las laderas que hay a un lado y otro se contienen y se admiran.

Claro está que para los buenos monjes, poco aficionados a lo pintoresco, ni las grutas, ni las cascadas, ni nada de aquello tuvo nunca gran valor. Las zarzas, la maleza, los árboles caídos, los Peñascos amontonados en diversos puntos, o cerraban el paso o quitaban la vista.

Desde lo alto parece poca cosa todo aquello. Una vez que se baja y se penetra en los vergeles se ve que hay espacio bastante para contener y cifrar todo género de paisajes amenos y de rústica hermosura.

El señor Muntadas puede afirmar, en cierto modo, que lo ha creado, desbrozado y limpiado, abriendo caminos, echando puentes y haciendo escaleras en las rocas.

En tiempo de los monjes había allí, en lo más llano, algunas huertas, abundantes en frutas y hortalizas, y al lado de las huertas, unos matorrales y lodazales impenetrables. De estos lodazales y matorrales ha sacado el señor Muntadas todo el hechizo de su posesión.

Las cascadas existían, sin duda, en tiempo de los monjes; pero como si no existieran. Entonces se veían mal, sin duda. Ahora se ven muy bien; pero son difíciles de descubrir. Aunque no alcancen, ni con mucho la grandeza y sublimidad del Niágara o de los saltos de Gavarni y del Rin, en Lauten, distan infinito de ser miniaturas, y su belleza es extraordinaria. Yo no me siento con valor para describirlas. Triste y desairado recurso es suplir la poesía con la aritmética; pero no se me ocurre otro medio para salir del apuro.

Las cascadas son trece. Unas van escalonadas, dando diversos tumbos y como haciendo paradas; otras se desprenden por el aire, y de un solo brinco salvan la distancia que recorren. Del primer género, la más larga es la llamada del Vado, que tiene doscientos noventa y siete pies. Del segundo género, la mejor es la llamada Cola de Caballo. El agua se desprende en abundancia desde una altura de ciento setenta y cuatro pies, y forma airosa comba en el aire. Al través de aquella cortina transparente, como si fuera un fanal cristalino, se ve la ingente boca de una profunda gruta. La montaña, desde donde el río se vuelca con estrépito, está hueca. El agua, al caer sobre las piedras del fondo, se desmenuza en chispas, en polvo brillante, que se esparce en torno cual niebla y forma mil iris y tornasoles.

A la caverna que hay dentro de la cascada se baja por una escalera de ciento ochenta y cinco escalones, unos abiertos en el seno de la misma roca, otros en su superficie vertical. Al ir bajando, hay momentos en que está el que baja tan cerca del agua que desciende, que su rápido movimiento marea y produce la ilusión de que toda aquella mole líquida se viene encima. La escalera toma después dirección más oblicua y lleva al viajero hacia el fondo de la caverna.

Nosotros bajamos por la tarde, cuando los rayos del sol poniente, refractando en la sábana diáfana y quebrándose y descomponiéndose en iris, penetran en la gruta y la ilumina toda con mágica luz.

Entonces se ven patentes los misterios de la caverna, su belleza y la secular labor que se diría que hacen en ella, sin reposarse nunca, los genios subterráneos: los gnomos y las ondinas.

La caverna es espaciosa como un templo. Su arquitectura es fantástica, como un sueño, como un extraño y poético delirio. El agua del río se filtra en parte por entre las rocas del techo y crea estalactitas gigantescas de mil formas, que con incierto y confuso dibujo, ya aparentan murciélagos, hipopótamos gigantes, ya figuran capiteles góticos y columnas egipcias o indianas, ya fingen monstruos caprichosos y jamas antes imaginados. Y no es lo menos bello que, al lado de la hiedra-piedra, o de otras plantas que sirvieron, siglos ha, como de molde para que la petrificación las eternizase, lucen hoy hiedras y enredaderas y plantas verdes y lozanas. Aquello es como el santuario, el alcázar de los espíritus elementales, donde todos despliegan sus galas y se alegran en una orgía, celebrando las bodas de Oberón y Titania.

Todavía, no obstante, hay algo, en mi sentir, mucho más bello y sublime que la gruta y la cascada de la Cola de Caballo: el lago de la Peña del Diablo.

Creemos que este lago debe verse cuando el sol va ya declinando, cuando baña en luz como de oro y topacio derretido la cima de los cerros que ciñen, en semicírculo la quieta superficie de sus aguas. Hermosos fresnos, álamos sauces y otros árboles crecen en la orilla, cubierta toda de pujante vegetación y de fresca verdura. Hierba y flores alfombran el suelo. Una limpia y bien trazada senda hace fácil el paseo por la orilla. Las paredes casi verticales de las rocas elevadísimas están tapizadas de verde hiedra y de otras plantas hasta cierta altura. El color, ya rojizo, ya morado, ya amarillo de la roca viva, se contrapone a lo verde de la vegetación. Un cielo luminoso, sereno, despejado y profundísimo; un cielo en que se abisman los ojos, resplandece por cima de los cerros que nos rodean y en cuyas extremidades fulgura el sol, reverberando con extraordinaria pujanza. Sólo turban la serenidad y soledad de aquel cielo sin nubes algunas águilas, que se ciernen con majestad en lo sumo del aire y que anidan en las hendiduras de los más altos peñones, en los picos o extremos de aquellos cerros tajados. La abundancia de luz en lo alto produce en el lago el singular efecto de que parezca negra y brillantísima su faz, como espejo de bruñido azabache. El lago parece tan hondo como el cielo. En el centro del lago hay una peña, una masa colosal, una pirámide enorme truncada por la cúspide, cuyas caras, rojas, están también cortadas casi verticalmente.

La base de la pirámide arranca desde la misma orilla; surge, emerge de lo profundo del agua. Y esta peña del centro y todos los cerros que están en torno, y el sol que reverbera en lo alto y el hondo cielo infinito, todo se retrata, se duplica, se pinta en el lago negro, con más viveza, con más luz, con más color, con más nitidez y con mayor encanto que la realidad misma. Colocado al borde del lago, se diría que está uno entre dos abismos sin término; pero el que hay bajo los pies parece mayor que el que está sobre la cabeza; los cerros, todos los objetos en que la vista se para en el primer término, son reflejados mayores y como más reales.

Aumentan el hechizo de este espectáculo la ausencia completa de ruido, la solemne tranquilidad, el misterio y el callado reposo de aquellos lugares. El agua del lago es pura y corriente, y no se ve ni se oye correr. Allí cerca nace y transpira del seno de la tierra, y no se la siente tampoco.

A corta distancia de allí resuenan las cascadas, murmuran los arroyos, susurra el viento, gorjean los ruiseñores y otros pájaros, graznan las ranas y zumban las abejas.

No pretendo yo que estas cosas que digo den una idea, ni siquiera aproximada, de los primores que esconde el Monasterio de Piedra; pero me daré por pagado si logro despertar en el ánimo de mis lectores el deseo de verlo. No dudo que se deleitarán viéndolo, tanto como yo me deleité.

Claro está que hablo sólo de ver el lago, las cascadas, los bosques y los jardines.

Por lo demás, no será fácil que logre el lector tan buena, alegre y agradable compañía como aquella con que yo fuí. No diré aquí los nombres de las personas que la compusieron por no ofender su modestia, después de hacer de ellas tan grande como merecido encomio.

Diré sólo, para terminar, que el río Piedra no cría piedras únicamente, sino excelentes truchas y riquísimos cangrejos, en los cuales hicieron horrendo estrago mis compañeros de expedición. Uno de ellos, sobre todo, los devoraba por docenas, excitando el fundado recelo de que dejaría a Piedra descangrejado si permaneciese allí medio mes siquiera, y si el señor Muntadas no tuviese la habilidad y no tomase la precaución de criar cangrejos y asimismo truchas, haciendo florecer en aquel retiro el arte y la industria de la piscicultura, como también de la astacicultura, y dándose en ello tan buena traza que le ha valido en París la medalla de oro.

Réstame ahora añadir que para quien es amigo del señor Muntadas, tiene otro agrado el Monasterio de Piedra: el que proporciona la amena conversación del señor Muntadas, su amable trato y la bondad con que se presta a ser él mismo guía inteligente de su magnífica finca, enseñándola con la complacencia con que muestra sus poesías un poeta.

De presumir es, pues, que dentro de poco cunda la afición de ir a Piedra y otros lugares semejantes a pasar el verano, si bien es difícil hallar ni en España ni fuera de España lugar semejante; pero si Piedra se pusiese más en moda, bien podría albergar con toda comodidad y holgura, bajo los anchos techos del Monasterio, un centenar de personas, y poner mesas con asientos para igual o mayor número en la gran sala del antiguo refectorio.

Madrid, 1877.




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La primavera

Nada hay en el hombre tan grato a Dios como el arrepentimiento; pero en ciertas cosas, tal vez en las más, nada hay tampoco humana y terrenamente tan inútil. Lo que al hombre le importa es no hacer nada de que después haya de arrepentirse. Y yo, lo confieso, hice algo en este género al prometer que escribiría un artículo sobre la Primavera.

Y no porque yo me crea incapaz de percibir, sentir y estimar en todos sus quilates el valor y la belleza de la estación florida. Nada menos que eso. Yo presumo de muy sensible a los encantos naturales. Me apuesto con el más pintado a sentir honda y poéticamente la gala de las fértiles praderas, la lozanía de los vergeles, el apartamiento silencioso de los sotos umbríos, el aire embalsamado por el aroma de las violetas, la sierra pedregosa cubierta de tomillo y romero, el blando murmullo de los arroyos, los amorosos gorjeos del ruiseñor, el lánguido arrullo de la tórtola y los trinos alegres con que las aves saludan a la blanca aurora, cuando abre con dedos de rosa las puertas del Oriente.

Por desgracia, una, cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido. De este segundo don es del que carezco.

El asunto es de sobrado empeño para mí. ¿He de salir del paso repitiendo en mala prosa lo que ya dijeron en todas las lenguas vivas y muertas, con número y melodía, los poetas buenos y medianos, desde Hesiodo hasta Gracián y desde Virgilio a don Gregorio de Salas? Yo no quiero hacer un centón tan deplorable. Yo quiero coger vivas las aves, las flores, cuanto tiene ser en la estación vernal, y trasladarlo a este papel, y de este papel a la imprenta: operación más difícil de lo que se imagina.

La Primavera es como fiesta espléndida que dan los espíritus elementales; como sagrada orgía, en que el aire, la tierra, la luz, el agua y cuantas inteligencias o misteriosos genios en el seno de los elementos viven ocultos, lucen su hermosura, se revisten de sus más ricos adornos y se enamoran, y se acarician, y cantan, y bailan. ¡Vaya usted a describir esto sin conocer los nombres de dichos genios, ignorando sus lances de amor y fortuna, y no acertando a distinguirlos bien unos de otros!

Lo que más se parece a la Primavera, en mezquino y pobre trasunto, por artificio humano realizado, es un bonito baile. Pues declaro que yo no sé describirlo. Los nombres de las señoras más lindas y elegantes se me borran de la memoria no bien tomo la pluma, y sólo sé decir que me gustan, lo cual es muy subjetivo, sin atinar a describir los trajes que llevan, los diamantes que fulguran en sus cabezas airosas, las perlas que ciñen lascivas sus desnudas gargantas y todo aquello, en suma, que las determina y diferencia. Así es que, no pudiendo yo empezar por este analítico y circunstanciado estudio, no llego jamás a la síntesis, esto es, a dar una idea cabal, exacta y adecuada del baile.

Si esto me sucede con un espectáculo que no dura más de algunas horas y que se limita al breve recinto de uno o dos salones, ¿qué se puede esperar de mí como describidor del baile divino, al aire libre, que dura meses, que se extiende por todo un hemisferio del mundo, y donde cantan y bailan los inmortales al son de la concertada armonía de las esferas? Está visto, yo tengo que hacerlo muy mal.

Hasta el mismo entusiasmo, hasta el mismo semirreligioso fervor con que miro el asunto, es en mi daño y me lo hace más difícil. Si yo lo mirase con frialdad, ya me las compondría, tomando de aquí y de allí, no del natural, sino de libros, que me servirían de guía y modelo; ya lo compaginaría y arreglaría todo lo menos mal posible. Por desgracia, mi entusiasmo es grande y no me deja acudir con serenidad a mi escasísima ciencia.

Lo primero que no sé es qué plan seguir; dentro de qué términos encerrarme. Porque a la verdad, si el más rastrero de los seres humanos da suelta a su imaginación y la echa a volar por esos campos verdes y por ese cielo sereno, durante los meses de abril y mayo, sólo Dios sabe adónde su imaginación irá a parar, y qué rico botín traerá cuando vuelva a casa, si vuelve y no se queda embobado, de estrellas y flores, de mariposas y calandrias, de perfumes y armonías, de luz y sombras, de amores y de cánticos, todo tan en desorden y tan enmarañado que no habrá manera de cifrarlo en un libro en folio y mucho menos en veinte o treinta cuartillas.

Al considerar esto me entra temblor como de calentura, y pido al numen método y plan para mi obrilla; pero al numen le incomoda el método, y lo que es yo por mí no lo trazo sino muy vulgar, sin atinar a aventurarme por nuevos caminos, y sin resignarme a seguir los muy trillados y seguidos por todos.

Para saber el día en que empieza y el día en que acaba la Primavera, remito al lector al almanaque. Para saber la causa inmediata y natural de su vuelta periódica, le remito a cualquier compendio de Astronomía.

¿Qué me queda, pues, que decir acerca de la Primavera?

¿Sacaré a relucir las manoseadas y trivialísimas moralidades de que dicha estación responde a la juventud en nuestra vida, y de que conviene no gastar las flores, a fin de que haya luego sazonados frutos en el otoño? ¿O daré lección de política o de filosofía de la Historia, con ocasión de la Primavera, afirmando que las naciones tienen también la suya, o sea su juventud, durante la cual aman y cantan y dan flores, pero que, no bien llegan a su otoño, o dígase a su edad madura, deben dejarse de tales devaneos y trabajar mucho, que esto es dar el fruto que importa, a fin de pagar las deudas y proporcionarse las comodidades y el bienestar que el invierno y la vejez reclaman?

Imposible. Esto sería lo peor que se me pudiera ocurrir. Esto sería un sermón inaguantable. Hablemos, pues, de la Primavera, aunque sea sin orden. ¡Ojalá tuviese yo a mano al Pegaso o al Hipogrifo, para imitar a Perseo o a Astolfo, montar en él y correr a rienda suelta a donde y por donde el monstruo quisiera llevarme!

En otras tierras más al Norte que la nuestra, la Primavera, fuerza es confesarlo, si no es, parece más hermosa: el cambio de escena tiene mayor rapidez y doble hechizo; la mudanza hiere más la fantasía; se nos presenta como súbita y milagrosa resurrección de los seres. A orillas del Rin o del Elba, la Primavera nos da concepto superior de la potencia creadora, de lo que debió de ser el nacer, el aparecer de la vida sobre nuestro globo. En nuestros climas más cálidos apenas hay mutación, o es tan lenta que no se percibe. En las huertas de Murcia y Valencia, en la hoya de Málaga, en las márgenes del Guadalquivir y hasta en la misma vega de Granada, la Primavera se deslíe, se esfuma con el invierno; es una Primavera difusa o harto desvanecida.

Donde viene de repente, donde la rigidez del invierno la hace más deseable, es donde se muestra con más pompa y estruendo, donde da más alta razón de sí, donde resplandece más benigna en el trono de su gloria, donde más se la admira y donde merece ser más admirada. El hielo que cubre los ríos se quebranta, se rompe, y baja en gruesos témpanos hacia la mar con descompuesta furia. Casas, palacios, chozas, árboles y cielo vuelven a mirarse con ansia y con amor en el líquido espejo de las aguas, velado antes y empañado por el frío. La cándida diadema que ciñe las cimas de los montes se derrite, aumentando las corrientes cristalinas. Los árboles, desnudos del verde follaje, brotan de improviso frescos pimpollos y renuevos lozanos, vistiéndose de tiernas y relucientes hojas. Los pájaros acuden a bandadas, guiados por infalible instinto. Turban las grullas el silencio de la noche con sus agudos gritos, cuando vienen avanzando en falange simétrica y bien ordenada. Las golondrinas y mil aves cantoras, al volver de su larga emigración, saludan con blando pío, o con chirrido alegre, o con trinos variados, sus antiguas conocidas viviendas. La cigüeña zancuda inmigra de Oriente o de África, o busca el nido en el viejo torreón o en el alto mirador de la alquería. Tal vez allí la rubia y joven campesina alemana le puso al cuello, antes de que se fuese, una cinta con algún romántico letrero. Cuando vuelve, se pasma la muchacha de ver que le contesta algún muftí de El Cairo o algún santón de la Meca, con otro letrero escrito en arábigo. Entre tanto, se ha liquidado la escarcha apretada que cubría los prados, y la hierba y las flores, como si hubiesen estado oprimidas bajo aquel peso, surgen por ensalmo. La anémona nemorosa es una de las más tempranas que abren por allí su cáliz para anunciar la Primavera. Pero otras mil flores, más olorosas y no menos bellas, aparecen después, llamando y excitando al céfiro a que respire los aromas que exhalan.

El céfiro viene, semejante al atrevido príncipe del cuento de hadas, y atraviesa por la esquiva floresta, y penetra en el silencioso palacio, y llega hasta el lecho de la encantada y dormida princesa, y le da un beso de amor. Entonces se desbarata el maléfico hechizo: el silencio y el reposo de muerte se truecan de súbito en movimiento, música, agitación y vida. Como si fuesen a celebrarse divinas bodas, todo se entapiza y hermosea. Se abren los tesoros, se despliegan las galas, se ponen las mesas y aparadores del regio banquete, y luce sobre el ancho tálamo la cubierta de púrpura, esmeralda y oro. Los convidados peregrinos ya hemos dicho que acuden de lejos cruzando los aires. Otros, que no peregrinan, despiertan de prolongado sueño, se revisten de sus vestimentas más ricas y acuden también. Todos, como buenos vasallos, procuran imitar a los príncipes. Y como los príncipes están enamorados y van a casarse, todos se enamoran y se casan. Se diría que apenas hay ser vivo que no se embriague con el zumo de mágicas hierbas o con el perfume de extrañas flores, las cuales mueven al amor, al deleite y al regocijo, induciendo a la vida para que se acreciente y se difunda y abra nuevos caminos de ser. Ciertas ficciones poéticas parece que tienen entonces realidad, y se cree en el dudaim, que buscaba Raquel harta de ser estéril; en el loto, que hacía olvidarse de todo a los compañeros de Ulises, y en el nepentes, que alegraba el alma, y que dio a Telémaco Helena.

Claro está que al decir yo todo esto de los climas del Norte no niego igual o mayor belleza a la primavera del Sur; lo que insinúo es que quizá la rapidez del cambio hace que por allá se sienta mejor.

Pero aquí se renueva también la vida, y llega la estación de los amores, y los gérmenes dormidos se agitan, y nacen las larvas, y, después de sus completas metamorfosis, les brotan alas de gasa de colores diversos, y elictras metálicas y resonantes, y trompas ligeras con que recogen la miel de las flores. Aquí también las plantas desnudas, los álamos, los chopos, las acacias y otros mil árboles de sombra vuelven a vestirse de hojas verdes, y florecen el almendro y la higuera y los demás frutales, y nos dan el fruto con la poesía de la esperanza.

Todo esto es cierto; pero lo es también que los hombres del Norte sienten ahora con más profundidad, describen y retratan mejor la Primavera que los del Mediodía.

¿Será, como hemos dicho, porque la Primavera viene por allí con más ímpetu, o porque los hombres están por allí más cerca de la Naturaleza y más en comunión con ella; porque llevan menos siglos de civilización; porque están menos gastados; porque no es entre ellos tan marcado el divorcio y tan crudo el antagonismo entre el mundo de los espíritus y el mundo de los cuerpos?

Profunda cuestión es ésta. Yo no quisiera entrar en ella, pero se me pone por delante a pesar mío.

Yo veo, desde luego, que en las antiguas edades sentían los hombres del Mediodía y celebraban, por lo menos con igual entusiasmo que hoy los del Norte, la vuelta de la Primavera. Atis resucitado, Osiris resucitado y Adonis resucitado lo atestiguan. Los misterios de Samotracia y de Eleusis eran en el fondo inspirados por la Primavera. Cuando renacía la vegetación; cuando brotaban las hierbas y las flores; cuando las selvas se cubrían de pompa y de verdura; cuando subía la savia por los troncos, era cuando la madre desconsolada enjugaba sus lágrimas y desechaba el traje de luto, porque la hija, hundida en las entrañas lóbregas de la tierra, surgía fecunda, hermosa y resplandeciente de inmortales fulgores; porque Cora, fugitiva del tenebroso amante que la había tenido aprisionada en sus brazos, aparecía de nuevo a bañarse en las ondas de luz del sol enamorado, quien, por contemplarla y besarla, se detenía más tiempo sobre nuestro horizonte, e iba difundiendo por más horas y con mayor tino y eficacia, en este hemisferio boreal, la lluvia dorada de sus rayos ardientes.

Si esto se sentía con tal profundidad y ya no, es, sin duda, porque nos hemos hecho muy espirituales. Desdeñamos la Naturaleza por amor del espíritu. ¿Qué vale la selva florida, qué vale el árbol más lozano y eminente al lado del árbol místico, de quien dice el himno sagrado:


   Crux fidelis, inter onmes
arbor mia nobilis;
silva talem nulla profert
fronde, flore, germine?

No es en el florecimiento de la Primavera, no es en el árbol más fecundo, no es en el huerto más feraz donde recordamos el perdido Paraíso; donde más nos maravillamos, bendiciéndolas, de la potencia del Altísimo y de su bondad infinita es en aquel árbol que sirve como de solio al mismo Dios:


   Arbor decora et fulgida,
ornata Regis purpura,
electa digno stipite
tan sacra membrana tangere.

Pero yo no me inclino a creer que sea el misticismo o el espiritualismo cristiano quien nos haga tan poco sensibles a la Naturaleza y nos lleve tanto en pos del espíritu.

El amor de Cristo lo comprende todo, sin excluir la naturaleza material. Con Él y por Él subió al cielo la carne purificada y gloriosa. Él miró con afecto a todas las criaturas. Él no desdeñó los ramos floridos de oliva y las gallardas y vencedoras palmas con que le recibieron el día de su triunfo. Sus fieles, más sencillos y candorosos, aman los objetos materiales por amor suyo, y rodean de rosas y de hierbas de olor, en los días primeros de mayo, ese árbol sagrado, que fue su patíbulo, y cuando ya más adelantada la Primavera, en el momento más rico del desenvolvimiento vernal, celebra su Iglesia el sacrosanto misterio en cuya virtud quiso Él comunicarse a nosotros, infundiéndose en el licor que alegra los corazones y en el pan que nos alimenta, el pueblo cristiano alfombra con gayomba olorosa y verde y fresca juncia la vía por donde pasa, y las mujeres vierten una lluvia de flores sobre el artístico y áureo templete, arca de la nueva alianza, donde va Él en custodia.

Menester es confesarlo: es infundada, es injusta la acusación de los impíos. No vino la doctrina de Cristo a condenar o a endiablar la Naturaleza. Los tres enemigos capitales de esa doctrina no tienen menor influjo, jurisdicción y mando en el reino del espíritu que en el de la materia. También siguiéndolos pueden las gentes ser espirituales. No hay sólo concupiscencia en la carne: la hay en el espíritu. Y si hay espiritualismo divino, no deja de haberlo diabólico, y más común y frecuente, por desgracia.

Ahora bien: yo entiendo que este espiritualismo diabólico, y no divino, es el que nos aparta de la Naturaleza y de su amor inocente.

Aunque se me acuse de pánfilo, de sobrado benigno, de querer disculparlo todo, voy a declarar aquí una cosa en confianza.

A mi ver; hasta el propio diablo no nos seduce y extravía así de repente y sin más ni más. Se guardaría muy bien de hacerlo: no le traería cuenta ninguna. El diablo se funda al principio en algo razonable: nos lleva por buenos términos y caminos, hasta que llegamos a cierto punto donde ya, con mucha suavidad, empieza aquel maldito de Dios a engolosinarse llevándonos por los atajos, y así nos extravía y nos pierde.

En el caso del espiritualismo, a que nos referimos, es evidente que no son malos los principios y fundamentos. La Naturaleza hizo mucho por el hombre, pero el espíritu ha venido a completar la obra natural, tornándola más propia, más bella, más útil y más ajustada a nuestras necesidades y aspiraciones. Al hombre, más débil y más inerme que el cordero, el espíritu, convertido en herrero y en pirotécnico, le ha dado armas y fuerzas mil veces mayores que las del león; al hombre, más desnudo que el perro chino, el espíritu, convertido en tejedor, en sastre, en zapatero y en sombrerero, le ha vestido más primorosos trajes que al pavón, al colibrí y al papagayo; al hombre, poco más listo que el topo o el mochuelo en punto a ver, el espíritu, convertido en fabricante de catalejos, le ha dotado de vista más penetrante que la del águila; al hombre, que jamás hubiera hecho natural e instintivamente algo que valiese media colmena, el espíritu, convertido en arquitecto, le ha enseñado a construir alcázares soberbios, torres esbeltas, pirámides ingentes, columnas airosas, cómodas viviendas, catedrales, teatros y, en suma, ciudades maravillosas; al hombre, que en el estado de naturaleza selvática es propenso a comerse a sus semejantes, y que se regalaba, y aún suele regalarse en algunas regiones, con ásperas bellotas con cigarrones machacados o con pescado crudo y putrefacto, el espíritu, convertido en cocinero, le prepara artísticamente manjares agradables, hasta a la vista, y hace que uno de los actos que más le recuerdan lo que tiene de común con el animal sea un acto solemne, de corbata blanca y condecoraciones, donde tal vez se celebran los triunfos más trascendentales de la religión, de la ciencia, de la filosofía y de la política; al hombre, en fin, que después del pecado, se entiende, y en el estado de naturaleza y ya sin gracia, debió de ser casi tan feo como el mono, y más sucio que el cerdo, y más pestífero que el zorrillo, el espíritu, convertido en ortopédico, en pescador de esponjas, en fabricante de baños, en civilización, para decirlo en una palabra, le han hecho limpio, oloroso, aseado y bastante bonito para servir de modelo a la Minerva y al Júpiter de Fidías, al Apolo del Vaticano y a las Venus de Milo y de Médicis.

Sería cuento de nunca acabar el ir refiriendo aquí cuanto ha hecho el espíritu para completar, hermosear y ensalzar la obra de la Naturaleza.

Así es que, a ojo de buen cubero, bien se puede asegurar, sin recelo de ser exagerado, que hasta en las cosas que más naturales parecen, la Naturaleza, si bien se examina, ha hecho de seis partes una, y el espíritu del hombre ha hecho las otras cinco. ¿Podría, por ejemplo, alimentar nuestro globo, en estado de mera naturaleza, doscientos millones de hombres? Yo me temo que no. Es así que hay, a lo que dicen, pues yo no los he contado, mil doscientos millones; luego mil millones son hijos del arte, pura creación del espíritu, producto de nuestro fecundo ingenio.

Pongamos, pues, que una sexta parte de cuanto hay, y quizá sea mucho poner lo ha dado, lo ha regalado la Naturaleza. Las otras cinco sextas partes han costado mucho trabajo al espíritu. Y este trabajo del espíritu, este complemento a la Naturaleza, es lo que tiene valor y precio, y se mide y se representa y se mueve bajo la figura redonda de la moneda metálica, o bien toma la traza de unos papeluchos mugrientos que se llaman billetes, los cuales, así como los discos o tejuelos de metal, vienen a ser encarnación del espíritu, lo más sutil y animado y circulante de su valor, la esencia imperecedera de su trabajo secular acumulado.

Hasta aquí las cosas van bien; pero ya aquí el diablo, como vulgarmente se dice, empieza a meter la pata. El espiritualismo nos induce y excita a querer, a adorar casi esta encarnación o, mejor expresado, esta empapelación y metalización del espíritu. Por este espiritualismo, y no por el cristianismo, desdeñamos lo natural: no sentimos toda la hermosura de la Primavera. Si no tienes, ni en tu arca, ni en tu bolsillo, algunos de esos tejoletes o algunos de esos papeluchos espirituales, todas las flores te parecerán abrojos, y la Primavera, invierno; los claveles te apestaran como la flor de la sardina; el almoraduj, el serpol, el toronjil y la albahaca te inficionarán como la ruda; las hojas aterciopeladas de la begonia te punzarán las manos como si fuesen cardos borriqueros; al tocar la mimosa púdica creerás tocar aliagas y ortigas; serán para ti como tártago la hierbabuena y la manzanilla; la caña dulce te amargará el paladar como retama; a la roja flor del granado preferirás el jaramago amarillo; confundirás el canto del ruiseñor con el de la rana; se te antojarán cuervos las tórtolas y búhos las palomas; y las pintadas y aéreas mariposas, y los esbeltos caballitos del diablo, y los fulgentes, cocuyos y luciérnagas, y la aromática mosca macuba, te causarán más asco que los gorgojos, cucarachas y escarabajos peloteros.

Una vez dominado el hombre por el susodicho espiritualismo, aborrece la vida rústica, y el idilio, y la égloga. Aminta y Silvia, Dafnis y Cloe, Baucis y Filemón, le parecen entes insufribles.

Lo que se opone, pues, a lo natural es lo artificial. Lo que tira a destruir el encanto poético del mundo es el espíritu de la industria, no el de la ciencia, ni el de la religión, ni el de la filosofía.

Mil veces lo tengo dicho, y nunca dejo de pensarlo: los más ladinos y sutiles sabios experimentales no descubrirán jamás el secreto de la vida; siempre escapará a sus análisis químicos la fuerza misteriosa que une, traba y combina los átomos y crea los individuos; el amor, la conciencia, el pensamiento, la causa de moverse, de crecer orgánicamente, de sentir y de representase en uno de los demás seres, no quedarán jamás en el fondo de las retortas ni saldrá por la piquera de los alambiques. ¿Qué red delicadísima inventará el sabio para pescar ondinas, cazar silfos o sacar a los infatigables gnomos de las entrañas de la tierra? La única razón que tendrá para negar su existencia será que no logra cogerlos; que se sustraen a la inspección de sus groseros sentidos. Por lo demás, las ninfas, las diosas, todos los seres sobrenaturales que poblaron el aire, la tierra y el agua en las primeras edades del mundo, pueden vivir y es probable que vivan ahora como entonces.

La ciencia no despuebla la Naturaleza ni penetra en sus más íntimos arcanos. El misterio sigue y seguirá siempre. Isis no levantará jamás el velo que la cubre.

El misticismo, que busca por camino más breve a su Dios en el abismo de nuestra propia alma, no aspirará a tenerle allí incomunicado. Su Dios estará en el abismo del alma, y en aquel centro se unirá el místico con Dios por estrechísimo lazo; pero Dios estará también por todo el Universo, y todo Él estará en cada cosa, y todas las cosas estarán en Él. El misticismo psicológico no excluirá, sino implicará, la teosofía naturalista.

El axioma capital de esta ciencia sublime será que la inteligencia infinita no es el término último, sino el principio de las cosas, sin dejar por eso de ser su fin y el centro hacia donde gravitan, y el punto en donde sus discordias hallan paz, y su agitación reposo, y solución sus contradicciones, y unidad perfecta sus calidades y condiciones diferentes.

En este alto sentido, toda ascensión de las cosas hacia mayor bien y más perfecta vida, toda evolución progresiva de cierto linaje de seres, dentro de un espacio marcado y de un período de tiempo mayor o menor, es una Primavera. Las cosas, miradas en su totalidad, se mueven, sin duda en círculo y vuelven al punto de donde partieron. En el todo no cabe progreso. Con él, si fuese total, podríamos suponer algo añadido a la gloria de Dios. Aunque allá, en lo profundo de su ser, esté y viva la idea con todos sus futuros desarrollos y perfecciones; mientras ésta vaya de lo menos a lo más como proceso sin término, parecerá como que crece la gloria divina, como que Dios es más creador ahora que antes, como que sus obras van dando cada vez más claro y cumplido testimonio de su saber y de su omnipotencia.

Es, por consiguiente, innegable que no hay progreso total. La inmutabilidad de la perfección infinita de Dios implica la inmutabilidad total de la perfección del Universo, que es obra suya. Cabe, sin embargo, mudanza en los pormenores, y de ahí el progreso parcial o temporal de esto o de aquello. Ya que me he engolfado en meditación metafísica, añadiré, con el debido respeto (no a Dios, para quien sería absurdo y ridículo salir con esta salvedad, sino al parecer de otros meditadores), que la riqueza divina no crece ni mengua; no es cantidad: es lo infinito. Dios está siempre creando, y siempre lo tiene todo creado. Si crease un átomo más, sería más creador; si lo aniquilase, sería menos; si mejorase en algo toda la obra, se corregiría, en cierto modo, a sí mismo.

Así, pues, vuelvo a sostener que el progreso de nuestro planeta es parcial y transitorio, está compensado por la decadencia o fin de otros mundos, y está limitado en el tiempo, aunque se dilate centenares de miles de años, y en el espacio, aunque abarque todo el sistema solar a que pertenecemos, y hasta un grupo completo de soles, de que nuestro sol sea mínima parte.

Considerando ahora esta evolución de la vida dentro de tan ancho espacio, bien podemos declararla año máximo, del cual vivimos, por dicha, en la Primavera.

La Primavera de este año máximo empezó, según labios muy acreditados, hace veinte millones de años menores y usuales. Entonces apareció el primer ser organizado. Desde entonces trazan los sabios con la mayor escrupulosidad nuestro árbol genealógico. Empieza el árbol en un ser que llaman mónera, término medio entre lo inorgánico y lo orgánico; germen, embrión, elemento primordial de la vida; dotado de una fuerza, de un prurito, de una propensión indistinta a ser vegetal o a ser animal. Va extendiéndose luego el árbol, y van formas desenvolviéndose y diferenciándose, hasta que, al fin de la edad paleolítica, ya nuestros antepasados han conseguido elevarse a la categoría de lagartos o medio peces. Durante la edad mesolítica o secundaria progresamos más. Al ir a llegar a su término, en el periodo cretáceo, somos marsupiales; esto es, tenemos como los canguros y los jerbos, una bolsa donde nuestros hijos se esconden. En el período eocenode la edad terciaria logramos obtener la dignidad de monos; somos catarrinios, o dígase monos con las ventanillas de las narices hacia abajo y con cola. En el período mioceno, ya la cola se nos cae, y nos asemejamos al gorila, al orangután y al chimpancé. En el período plioceno somos casi hombres, aunque pitecoides y alalos, o sea sin palabra y sin entendimiento, como cualquier mico. Por último, en la edad cuaternaria, en el período llamado diluviano, se nos desata la lengua, empezamos a charlar y somos verdaderos hombres. Desde este momento, los sabios menos exagerados y más tímidos y económicos en sus cronologías ponen hasta el día de hoy unos veinticinco mil años. La raza alala, los antropiscos, los casi hombres como si dijéramos, salieron del centro de África o de un continente austral llamado Lemuria, que ya se hundió en el mar como la Atlántida, y que estaba entre el África y el Asia. Estos antropiscos eran negros como la tizne, y vivían en manadas o rebaños para defenderse de las fieras. Así fueron extendiendose por el mundo. Durante la dispersión y emigración inventaron los idiomas, y de aquí que no puedan reducirse todos a un tipo primitivo. A la raza morena, que viene después, y a la que pertenecen los egipcios, se le da una antigüedad de quince mil años, naciendo por mejora de la raza negra. Sale luego a relucir la raza amarilla, cuyos representantes más ilustres son los chinos y japoneses. Su origen se pone diez mil años hace. Y se muestra al cabo la raza blanca: arios, semitas, caucasianos, etc., a la cual se concede una antigüedad de ocho mil años lo menos. A esta raza tenemos la honra de pertenecer; pero nadie nos asegura que no aparezca aún otra superior que nos deje postergados y tamañitos, lo cual será muy desagradable. Sea como sea, a pesar de los veinte millones de años que hace que apareció la mónera, no se ha de negar que estamos aún en el período primaveral de este año máximo de que hemos hablado. ¿Qué progresos, qué maravillas, qué nuevas creaciones no deben esperarse aún? Apenas si la Humanidad ha nacido. Yo he leído en un libro muy docto esta sentencia, que no olvidaré nunca: «La Humanidad, en su vida colectiva, no ha nacido aún.»

Todo este largo pasado que llevamos ya, el vivir en la Primavera del año máximo y el columbrar un extenso porvenir, esplendoroso y fecundo, no debe, sin embargo, alegrarnos en demasía, ni menos ensoberbecernos. Comparados nuestros veinte millones de años ya cumplidos, más de otros veinte millones que por lo menos durará aún la Primavera de este planeta, con otras primaveras y años máximos de otros planetas y de otros más grandes sistemas solares, tal vez parezca más breve dicha Primavera que la ordinaria y menuda del año vulgar, que sólo dura tres meses.

Cavilando yo días pasados sobre este asunto, y hallándome en el campo, en soledad amena, en hondo valle circundado de rocas escarpadas, donde había silencio, frescura y mil plantas, hierbas y flores, tuve despierto un sueño, que parecía visión espiritual o intuición pura de algo real, aunque para mí materialmente imperceptible.

Dentro de la superficie de un kilómetro cuadrado entendí que había ciertas emanaciones sutiles de cierto fluido mil veces más tenue que el aire; fluido que penetraba el aire todo; infundiéndose en los vacíos e intersticios que dejan sus moléculas. Este fluido, que el hombre no verá, ni pesará, ni sentirá jamás con sus sentidos, no se eleva más allá de un kilómetro. Tenemos, pues, un kilómetro cúbico lleno de este fluido tenue, desleído en el aire como perfumes o efluvios. Figuréme, pues, mi kilómetro cúbico como un mundo aparte, y vi que estaba poblado de un linaje de silfos tan diminutos, que, si por descuido se tragase cualquiera de ellos la más ruin molécula de aire, dicha molécula se le atragantaría y quizá le ahogaría como a cualquiera de nosotros un hueso de melocotón. Mi linaje de silfo respira, pues, el fluido tenue de que he hablado. Con las moléculas del aire hacen los silfos mil primores, y hasta juegan cuando son muchachos, disparándolas por medio de enormes cerbatanas.

Fuera del kilómetro cúbico está para mis silfos lo infinito, desconocido e insondable. Viven en una hora; pero su inteligencia es tan rápida y tan sutil, que en esta hora tienen tiempo de sobra para instruirse, enamorarse, propagarse, seguir una carrera, elevarse a las más altas posiciones, legar un nombre ilustre a su legítima prole y hasta cansarse de la vida y apelar al suicidio. Un minuto para cualquiera de ellos es mucho más que un año para cualquiera de nosotros. Sus poetas componen versos desesperados y desengañados a los quince minutos de nacer, y sus sabios inventan los más profundos y alambicados sistemas de filosofía a los treinta minutos.

La voz de mis silfos es tan delgada, que sólo el fluido susodicho puede transmitirla en ondas sonoras. Sus palabras van tan prontas, que en un segundo refiere un silfo una historia que el más conciso de nosotros tardaría tres o cuatro horas en contar. Todo lo que entre nosotros es extenso, es intenso entre los silfos. En las veinticuatro horas de cualquier día se extiende la historia de los silfos, y es tan fecunda en revoluciones, cambios, guerras y progresos, como la nuestra en los mil ochocientos setenta y pico de años que median desde la Era cristiana hasta el momento en que escribo.

Mil silfos tienen figura humana. Yo entiendo que toda alma, todo pensamiento que informa un cuerpo grande o chico, le da esta figura, por ser la más hermosa.

La hermosura de mis silfos es tal, que si lográsemos fabricar un microscopio bastante poderoso para llegar a verlos, envidiaríamos a los varones y nos enamoraríamos desesperadamente de las hembras.

Están muy adelantados en civilización. Han tenido muchos profetas y fundadores de religiones; pero ya va pasando entre ellos la edad de la fe, y rayando la aurora de la edad de la razón.

Sus conocimientos históricos, sin mezcla ele fábula, aquello que la crítica más severa da por cierto, no pasa de noventa días, lo cual equivale a más de tres mil sucesivas generaciones. Y como un minuto para ellos viene a equivaler a un año para nosotros, puede afirmarse que ellos hacen subir la antigüedad de su civilización a más de ciento veintinueve mil seiscientos años. Más allá, yendo contra la corriente de los tiempos, los silfos no ven claro; pero si entre ellos no hay un Darwin o un Haeckel, sin duda colocará la aparición de la primera mónera del mundo silfídico a una distancia proporcionalmente mucho mayor.

El concepto que forman del Universo es muy distinto del que formamos nosotros. Y no porque su razón no concuerde con la nuestra, sino porque son otros los datos de sus sentidos. No llegan con la vista al sol, ni a la luna, ni a las estrellas, por donde los torrentes de luz ardorosa que lanza sobre ellos el primero, y la luz tibia y plateada en que los baña la luna, proceden para ellos de un manantial oculto. Así es que forman mil hipótesis para explicarlo. Claro está que hay largos períodos históricos de una luz, y largos períodos históricos de otra.

En su mundo hay seres animados, de proporciones tan gigantescas, que nosotros ni siquiera las concebimos. Una avispa para ellos es más que lo que sería para nosotros el Nevado de Sorata, si arrancándose él mismo de cuajo, animándose y echando alas, se pusiese a volar y se nos mostrase por el aire. Por fortuna, la excesiva pequeñez de los silfos y su agilidad portentosa los salvan de tales monstruos.

Claro está que lo infinito es siempre infinito, así en la mente de un silfo como en la mente de un hombre. En este punto, si nos contraemos a la especulación racional, nuestros conceptos son iguales; pero en contar, en extenderse a mayor número, en notar mayor cantidad, los silfos nos ganan; penetran con sus sentidos, y ven y perciben abismos de extensión, de tiempo, de volumen y de duración en lo infinitamente pequeño, por donde lo mediano, lo mezquino para nosotros, su universo de un kilómetro cúbico, es más ingente para ellos que toda la inmensidad de los cielos para nosotros. Y no dejan por eso de poner más allá de su universo lo infinito inexplorado.

Andan todos ellos muy soberbios con su cultura y con sus progresos, que juzgan sin límites. Así como cuentan ya un pasado larguísimo, esperan un futuro más largo aún. Y es lo cierto que no se equivocan. Ellos nacieron con esta última Primavera, y acabarán al fin del próximo otoño. Ahora, que es verano, están en todo el auge de su grandeza. Lo mismo nos sucede a nosotros.

¿Quién sabe si habrá seres en comparación de los cuales seamos nosotros lo que para nosotros son mis silfos? Y si alguno de estos seres llega a averiguar que existimos, como yo he llegado a averiguar que existen silfos tales, ¿no se reirá, o nos compadecerá, al ver que esperamos aún tan largo porvenir? Los millones de años que llevamos de vida y los que esperamos vivir aún serán para él una Primavera. Acaso, cuando vuelva él de veranear o de bañarse en algunos baños de su mundo, encuentre ya el nuestro desolado y hecho ruinas, y extinguida nuestra efímera raza. Pero no tendrá razón. Lo importante es la inteligencia, la cual no se mide por varas, ni por kilómetros, ni por diámetros terrestres. Su actividad, cuando es fecunda, puede condensar en un minuto más hechos, más ideas, más creaciones, más gloria y más infierno que otra inteligencia reacia, perezosa y torpe durante siglos de siglos.

Ultima moralidad: todo es relativo, como decía don Hermógenes. No hay menos ni más. En el tiempo que he tardado yo en escribir este artículo para cumplir mi imprudente promesa, un hombre de ingenio fecundo hubiera sido capaz de escribir la historia de toda la raza humana; y en menos tiempo mis silfos son capaces de realizar lo más importante de su propia historia. No lo daré por muy seguro, porque no he llegado a enterarme bien y no gusto de fantasear; pero es posible que mientras yo he estado afanadísimo, componiendo todas estas candideces e inocentadas a fin de salir del paso, mis silfos hayan fundado nuevos imperios, creado constituciones, inventado filosofías y máquinas y erigido monumentos, en su sentir, imperecederos.

Tal consideración me avergüenza y humilla, en vez de llenarme de vanidad; y aunque no sea de silfos, sino de hombres como yo, el público que ha de leerme, todavía le presento con grandísima desconfianza este escrito, que no he tenido reposo, ni humor, ni tiempo para hacer más breve.

Madrid, 1877.




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Sobre la adopción del meridiano de Greenwich

Al ministerio de Estado


Washington, 15 de octubre de 1884.

Excelentísimo señor: Creo de mi deber continuar informando a vuecencia de lo ocurrido en el Congreso para determinar el meridiano inicial común, en el cual Congreso tengo la honra de ser delegado de España.

A pesar de la oposición y de las protestas de Francia, de que ya di noticia en otro despacho, el Congreso decidió ayer, por gran mayoría, que el meridiano inicial común fuese el de Greenwich.

Mi voto, o sea el voto de España, pues ya he dicho que se vota por naciones, fue en favor del mencionado meridiano, desde el cual quedó concertado o recomendado que se cuenten los grados de longitud en adelante. Al dar este voto, aunque, por modestia y por considerarlo inoportuno, no hice el recuerdo de nuestras pasadas glorias marítimas, me parece que los sabios allí congregados no podían desconocer que España, si ha de cifrarse en esto algún amor propio nacional, sacrificaba el suyo en aras de la general conveniencia, reconociendo y acatando la supremacía de la Gran Bretaña en nuestro siglo, porque si las glorias pasadas hubieran entrado en cuenta para conceder a una nación, a modo de corona o palma triunfal, la preeminencia de que el meridiano que pasa por su Observatorio fuese el primero, tal vez a ninguna otra nación sino a España tocaba de derecho tal preeminencia. Sus atrevidos y dichosos navegadores descubrieron este gran continente en que el mismo Congreso celebra ahora sus sesiones; magnificaron por experiencia el concepto de las cosas creadas; dieron a conocer toda a extensión del planeta que habitamos, y midieron y contaron, en cuerpo y alma, recorriéndolos todos, los grados de longitud, cuando guiados por Magallanes y Elcano, con prodigiosa osadía, a costa de extraordinarias fatigas por mares nunca navegados antes y en frágiles barcos, dieron por primera vez la vuelta al mundo. En cuanto al sacrificio económico que hay que hacer si se acepta el meridiano de Greenwich, desde luego es mayor el nuestro que el de Francia con relación a nuestra riqueza, y acaso lo sea también en absoluto, pues es sabido que tenemos muchos y excelentes trabajos hidrográficos y gran número de cartas.

Como quiera que sea, yo he dado mi voto a favor del meridiano de Greenwich, no sólo para cumplir las instrucciones terminantes y precisas que de vuecencia he recibido, sino además con gusto y aplauso. Con arreglo a las referidas instrucciones, hice constar que votaba con la esperanza de que la Gran Bretaña aceptaría el sistema métrico decimal, y creo que obtuve contestación satisfactoria del más autorizado de los delegados ingleses, según verá vuecencia por el protocolo. Si en el Congreso fuese yo el único que representa a España, una vez cumplidas en lo esencial mis instrucciones, imitaría yo al plenipotenciario germánico, declarándome incompetente para deliberar y decidir sobre los demás puntos, y si bien asistiría a las sesiones por la instrucción y recreo que me traen y por el interés que me inspiran, me abstendría de tomar parte en ellas, o con razonamientos o con votos, dejando a los sabios la responsabilidad de todo lo que se resuelva; pero tengo otros dos compañeros, los señores Ruiz del Árbol y Pastorín, y por ellos, y no por mí, el voto de España debe y puede constar, en lo puramente científico, con autoridad suficiente. Para mí, en mi ignorancia, es casi indiferente que los grados de longitud se cuenten en dos direcciones hasta 180 grados cada una, o se cuenten hasta 360 en una sola dirección. Y asimismo es para mí indiferente que, a fin de averiguar la hora cósmica, conocida ya la hora local, se valga la gente de ésta o de la otra fórmula; todas me parecen buenas con tal de que no induzcan a error, el cual, aplicado este tiempo cósmico a los ferrocarriles, produciría descarrilamientos y catástrofes, no habiendo relojes cósmicos en todas las estaciones que hiciesen mecánicamente este trabajo.

Hay, sin embargo, una proposición que yo tengo la mayor repugnancia en votar y desde ahora anuncio a vuecencia que no la votaré, para lo cual acaso deje de asistir, pretextando enfermedad, a la sesión en que se vote. Esta proposición es la de que el día cósmico empiece en Greenwich. Claro está que en una esfera o esferoide que hace una revolución sobre su eje, no hay un solo punto que no se mueva a la vez, salvo los polos y la serie de puntos intermedios, o sea las líneas que llamamos eje. El día o el tiempo, por consiguiente, empezó a la vez en todos los puntos de la superficie de nuestro globo, y siempre será ficción, o supuesto más o menos útil para la práctica de la vida, el que se fije el punto inicial de la rotación diurna. Pero ya que esto se fije, porque conviene y en virtud de un supuesto fantástico, pues nada hay averiguado aún sobre si cuando la Tierra empezó a rodar caían o no verticalmente los rayos solares sobre los antípodas de Greenwich, ¿no sería mejor fijar este comienzo donde los hombres todos de Europa y de Asia, entre quienes florecieron las primeras civilizaciones desde hace cuatro o cinco mil años, tuvieron a bien fijarlo?

Aun dado por averiguado que el globo de la Tierra comenzó a rodar estando el sol culminando en el antimeridiano de Greenwich, para mantener la hipótesis de que el día cósmico empieza en Greenwich, coincidiendo su principio con el del día civil, sería mejor suponer asimismo que el sol vino de oculto la vez primera, desde las islas Aleutias a Greenwich, sin difundir sus rayos a ningún punto intermedio de la Tierra. Ya sabemos que el Oriente está en todas partes y no está en ninguna. El Oriente es el lado por donde nace el sol y el Occidente el lado por donde se pone. Cada habitante de la Tierra marca y conoce, pues, su Oriente y su Occidente, según el lugar en que se halla. Pero hay otro Oriente imaginario y único, donde fingimos que el día tiene principio, y este Oriente lo hemos puesto con la fantasía, allá, en las regiones extremas del Asia. Por eso decimos Extremo Oriente cuando hablamos del Japón o de la China, y llamamos India oriental a las regiones bañadas por el Indo y el Ganges, para las cuales legisló Manú y predicó Sakiamuni; y antes que un florentino, con más ventura que merecimiento diese su nombre a este Nuevo Mundo, este Nuevo Mundo se apellidaba las Indias Occidentales.

No cabe duda de que la Humanidad toda, desde los asirios y los fenicios hasta hoy, puso el Oriente en el extremo de Asia. España se llamaba Hesperia, porque era la última tierra hacia el Occidente. Con pretender ahora estos sabios que el día cósmico, el principio del tiempo terrestre, sea en Greenwich, se confunden y trastornan, a mi ver, todas las ideas del vulgo y todas las imágenes y maneras de hablar de que hasta ahora, durante miles de años, nos hemos valido; y esto sin necesidad ni ventaja o el tal día cósmico nada significa, o la India Oriental habrá de llamarse en lo futuro India Occidental y Hesperia habrá de llamarse Anatolia, el India Oriental, América.

Para corregir otro de los absurdos que nacerán de la ficción de que el tiempo cósmico empiece en Greenwich tendremos que crear, a renglón seguido, otra ficción que destruya o anule la primera. Si el día cósmico, por ejemplo, empieza en Greenwich (pongamos el 1 de enero de 1885), en Roma no habrán llegado aún, en el mismo instante, a la una de la madrugada del 31 de diciembre de 1881; habrá entre Roma y Londres la diferencia de más de veintitrés horas. Y si, por el contrario, suponemos en Roma la misma fecha, 1 de enero el supuesto de que el día empieza en Greenwich quedará destruido, pues en Roma habrá empezado el mismo día bastantes minutos antes. Y a invalidar esto no basta el argumento de que el día cósmico será en todas partes a la vez, ya que sólo en el meridiano de Greenwich coincidirá el día civil con el cósmico en horas, minutos y segundos.

Es evidentísimo que si los ingleses y americanos no quisiesen que fuera su triunfo más que completo y concediesen que se supusiera en el antimeridiano de Greenwich el principio del tiempo, el cambio brusco de fechas, la diferencia de casi veinticuatro horas entre dos que estuviesen hablando, con el meridiano inicial en medio, no ocurriría en Europa, sino allá, en regiones casi inexploradas, en la punta nordeste de Siberia y tal vez en algún islote circundado por las soledades del mar Pacífico.

No habría tampoco, entonces, contradicción entre el lenguaje ordinario y el lenguaje de la ciencia. No ocurriría lo que le ocurrió al personaje de Molière, que creía que el corazón estaba a la izquierda, hasta que el médico le dijo que tal creencia era anacrónica y que los sabios lo habían arreglado ya de otra suerte.

El Oriente para nosotros, españoles, franceses e italianos, estuvo hasta ahora en el extremo de Asia. De aquí en adelante, o el día cósmico es burla, o el Oriente absoluto estará en Greenwich.

Allá en lo antiguo, cuando queríamos significar que, de resultas de la cólera de los dioses o de los hombres, iba a haber enorme confusión y trastorno, nos valíamos de esta expresión: «Saldrá el sol por Antequera.» En lo venidero, habrá que poner en desuso el refrán, ya que el sol, con pocos minutos de diferencia, casi saldrá por Antequera, saliendo por Greenwich.

En suma: acaso sean extremados los escrúpulos de conciencia con los cuales fatigo la atención de vuecencia; pero yo veo en todo esto una profanación arbitraria e inútil del sentido poético y tradicional de las cosas: profanación de que no quiero hacerme cómplice.

Por esto, en la última sesión del Congreso, cuando, a paso de carga, como vulgarmente se dice, querían hacernos votar que el día nace en Greenwich, yo ponderé la gravedad de tal aserto, dejé entrever mi repugnancia a conformarme con él y pedí tiempo para reflexionar, obteniendo casi una semana. La sesión en que se dará el voto terrible será el lunes 20.

Sobre el tal día cósmico andan tan en desacuerdo y tan extraviados los sabios todos, que, por ellos, hay esperanza de que no se decida nada; pero como Inglaterra y este país tienen en su favor, a mi ver, de un modo incondicional, los votos de Liberia, Hawai, Paraguay y otras potencias por el estilo, entiendo que pueden hacer que se vote lo que más les plazca. El día, si se empeñan, nacerá en Greenwich. Allí se trasladará el misterioso remotísimo albergue de la deidad del alba; y, así como el viajero ve ahora en el Museo Británico, cuando lo visita, las esculturas del Partenón, y aun los toros alígeros, las inscripciones cuneiformes y los sellos y libros que estaban en los alcázares de Asaradon, Asurbanipal y Sanekerib, verá, en adelante, en un gabinete en que se conserven las antiguallas de la edad paleolítica, entre hachas y dardos pedernalinos, el carro de la Aurora y los áureos y primorosos canastillos de donde tomaban las horas divinas las flores que al pasar iban esparciendo.

Esta resolución, de hacer el día cósmico natural de Greenwich y súbdito de su majestad británica, me temo, excelentísimo señor, que dé mucho que reír. ¿Para qué, pues, hemos de hacernos en parte objeto y blanco de la risa? Basta que hayamos votado que sea el meridiano de Greenwich el inicial para contar los grados de longitud.

Tal vez, repito, ninguna otra nación importante, ni los sabios mismos se comprometan a más, merced a la feliz discordancia de pareceres que entre ellos hay. De lo contrario, si los sabios estuviesen de acuerdo, empedernidos sus corazones por el orgullo del saber, cometerían un verdadero atentado contra la Aurora, haciéndole mudar de domicilio y confinándola entre las nieblas del Támesis.

Dios guarde a vuecencia muchos años.




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Autos sacramentales

Es éste un género dramático peculiar de la literatura española y singularísimo y extraño entre todas las del mundo. No es posible tratar hoy de él con el tono de intolerante menosprecio con que hablaron de los autos nuestros críticos de la escuela galoclásica del siglo pasado. Vano hubiera sido pretender que el favor y entusiasmo casi religioso que estas composiciones despertaban en los católicos oyentes del tiempo de los Felipes hallasen eco en almas siervas del pobre y rastrero materialismo de la centuria que nos precedió. Tampoco era de presumir que un género tan nacional y característico de una época, de una raza y de un estado social, a ningún otro semejante, llegase a entusiasmar a críticos de otras naciones, ni siquiera a ser comprendido por ellos. Todas estas razones han influido grandemente en contra de la popularidad de los autos en España misma, cuanto más en las naciones extranjeras. Los mismos alemanes, que más justicia han hecho al teatro nacional, comenzando por las brillantes y un tanto oratorias consideraciones de Guillermo Schlegel y siguiendo por el detenido análisis del barón Schack y de Valentín Schmidt, se han limitado, por lo común, a la parte profana del teatro de Calderón, y si algo han dicho en cuanto a la parte sagrada, es sólo con relación a los dramas de santos o comedias devotas; es decir, aquellas en que intervienen afectos y caracteres humanos. Pero en cuanto a la parte propiamente teológica de las obras del poeta, puede decirse que la han dejado virgen e intacta.

Entre nosotros se han hecho, aunque pocos, notables estudios acerca de esta parte de las obras de Calderón, debiendo citarse en primer término como trozo elocuentísimo, a la vez que bien pensado y bien sentido, el discurso preliminar que puso don Eduardo González Pedroso a su colección de Autos sacramentales, no solamente de Calderón, sino de todos su antecesores, contemporáneos y discípulos desde principios del siglo XVI hasta fines del XVII.

A éste y a otro brillante estudio del señor Canalejas (leído en sesión pública de la Academia Española) está reducido lo que hasta ahora se ha dicho de los autos sacramentales. Los trabajos extranjeros son en este punto mancos o nulos, y aun los críticos que han mirado con más amor el teatro de Calderón han tenido para los autos censuras tan acerbas como las que fulmina el mismo Ticknor, en otras cosas tan calderoniano.

Ante todo, es preciso saber lo que fueron los autos, cuál fue su razón de ser histórica y cuál su razón de ser artística, ya que no puede concebirse que un teatro teológico y didáctico como lo fue aquél por su espíritu y hasta por sus formas, un teatro pobre y ayuno de todo lo que en cualquier teatro del mundo puede halagar y atraer la atención, desprovisto de casi todos los medios artísticos propios de la dramática, llegara, sin embargo, a conmover y a interesar, no ya a los teólogos, sino aun a la ruda e indocta plebe, como no lo alcanzó nunca el drama profano. La popularidad de los autos fue superior con mucho a la de los más trágicos dramas y a la de las más deliciosas comedias de enredo. Algo de esto debe atribuirse, sin duda alguna, a las circunstancias solemnes en que los autos se representaban, al atavío escénico, a la mayor ostentación del arte histriónico, a todos los pormenores de exhibición con que los autos se ejecutaban; pero ni aun con esos accesorios sería hoy empresa posible llevar a un público a que oyera y contemplara, no ya con aplauso, sino con paciencia, ni siquiera por brevísimo espacio, una representación en que fueran personajes la Fe, la Esperanza, el Aire, la Tierra, el Agua, el Fuego y otras de la misma laya, y en que dieron asunto al diálogo la Encarnación, la Trinidad y la presencia sacramental de la Eucaristía. En este sentido puede afirmarse que el drama estrictamente teológico (no el drama religioso con accidentes y estructura de drama profano) no existe ni ha existido en el teatro moderno de ninguna otra nación fuera de España.

Desde luego, surge una grave cuestión preliminar y fundamento de todas; es a, saber: si lo sobrenatural y lo invisible, y con mayor razón aún las abstracciones, las personificaciones morales, las ideas puras, los atributos divinos, las pasiones, virtudes y vicios, caben en el arte.

Para nosotros es indudable que en una concepción amplia y severa del arte, tal como la que hoy debemos tener, libres de exclusivismos de escuelas, el arte no puede limitarse a lo humano, ni mucho menos a lo plástico y figurativo. Si el arte es el resplandor de la idea en la forma, en el arte ha de caber, no solamente la belleza sensible, sino la belleza intelectual y la belleza moral. Es claro que los conceptos intelectuales, las ideas puras, no tienen entrada en el arte sino cuando se revisten de forma estética y dejan la suya propia abstracta y filosófica, rompiendo las cadenas del proceso dialéctico; pero desde el momento en que llegan a vestirse de forma sensible y a cubrir de carne sus huesos, pueden ser materia propia y digna de ciertas esferas del arte. Pero ¿caben en la dramática? Por nuestra parte casi nos atreveríamos a contestar que no. El teatro, tal como todas las escuelas lo han entendido, vive de pasiones, de afectos y caracteres humanos; no es más que la vida humana en espectáculo. Hacer un drama con personajes simbólicos o abstractos es un verdadero tour de force, perdonable sólo a fuerza de ingenio y a título de excepción y singularidad. Lo sobrenatural cabe perfectamente como ideal y fuente de inspiración, y como término de los anhelos del alma, en la poesía lírica: cabe en la poesía didáctica (suponiendo que tal poesía exista), pero en el arte dramático, a nuestro entender, no cabe. Y decimos esto con cierto temor, porque verdaderamente nos lo inspiran las sublimes creaciones que con ese fondo y con estos datos acertaron a producir nuestros poetas del siglo XVII. El drama sacramental fue producto genuino de su tiempo, y a no haber existido nos hubiera privado, no solamente de tesoros de poesía lírica, sino también de inestimables (aunque accidentales) bellezas dramáticas en ciertos pormenores y escenas, y, sobre todo, de altísimas concepciones intelectuales y filosóficas, mucho más altas que la forma que pretende encerrarlas, aunque sólo el propósito de darles forma dramática sea ya indicio de la vigorosísima fantasía de los autores.

El auto sacramental puede definirse como representación dramática en un acto, la cual tiene por tema el misterio de la Eucaristía.

Esta, a lo menos, es la ley constante en los autos de Calderón y sus discípulos; pero en cuanto a los autos del siglo XVI no siempre reúnen estas condiciones; antes bien, es muy frecuente que no tengan de sacramentales más que el haber sido representados en el día del Corpus.

El primer auto, el más antiguo del cual sepamos positivamente haberse destinado a una fiesta eucarística, no contiene más fábula dramática que la vulgar leyenda de haber partido San Martín su capa con un pobre. No se atina qué relación directa o indirecta puede tener esto con el Misterio de la Eucaristía. Sólo en tiempo de Calderón adquiere este género independencia absoluta y toma caracteres y formas propios.

Claro es que estas representaciones no pudieron ser más antiguas que la institución misma de la fiesta del Corpus, que en alguna iglesia particular se celebraba antes del siglo XIII, pero que a toda la cristiandad no fue extendida sino por el Pontífice Urbano IV en 1263, dando ocasión al maravilloso oficio que compuso Santo Tomas para aquella fiesta. En España la introdujo muy luego Berenguer de Palaciolo, que murió en el año 1314.

Muy desde el principio, en España, a todas las solemnidades propiamente religiosas, a todas las ceremonias litúrgicas que acompañaban a esta fiesta, verdaderamente de alegría, se añadieron ciertos gérmenes de representaciones dramáticas, si bien éstos no llegaron a fructificar durante la Edad Media. A lo menos en Castilla hubieron de ser casi desconocidas las representaciones sacramentales, puesto que no tenemos la menor noticia de ellas, anterior a los últimos años del siglo XV y primeros del XVI. Hay, además, un dato para creer que no existían, y es que Alfonso X, en sus Partidas, al hablar de las representaciones que los clérigos podían facer, enumera las de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, la Resurrección, etc., y de ninguna manera alude a las representaciones eucarísticas.

Es más: los cánones de varios concilios del siglo XV, dirigidos a atajar los abusos que ya comenzaban a introducirse en las representaciones escénicas dentro de los templos, no mencionan la fiesta del Corpus entre las demás de que hablan.

No así en Aragón y Cataluña. Tenemos noticia de que la fiesta del Corpus se solemnizaba en la catedral de Gerona con representaciones dramáticas, aunque no parece que tenían relación, a lo menos directa e inmediata, con el Misterio de la Eucaristía. Entre ellas se mencionan El sacrificio de Abrahán, La venta de José, Las tres Marías, etcétera.

A principios del siglo XVI encontramos ya en Portugal el texto de una representación sacramental (en el sentido de haberse verificado el día del Corpus) y es el Auto de San Martín de Gil Vicente compuesto en lengua castellana.

En todo el siglo XVI continuaron los autos; unos (y son los más) anónimos, como muchos de los que se contienen en el famoso Códice de autos viejos de la Biblioteca Nacional; otros de autores conocidos, por lo general muy oscuros, verbigracia, el tundidor de Segovia, Juan de Pedraza, que compuso para una de estas fiestas una especie de Danza de la Muerte.

El más célebre de todos los poetas de autos sacramentales en este primer período es Juan de Timoneda, famoso librero de Valencia, amigo y editor de Lope de Rueda.

Timoneda, que en sus comedias no hizo más que seguir las huellas de los italianos y arreglar sus obras a nuestra escena, logró mayor originalidad en sus autos, aunque también es preciso confesar que no pocas veces entró a saco por las obras anónimas de poetas más modestos o más desconocidos de los primeros años de aquel siglo.

Conforme el tiempo adelantaba iban pareciendo los primitivos autos demasiado secos y pobres, y se trató de darles más movimiento, interés y animación dramáticas. En Timoneda la acción es un poco más interesante y el diálogo más vivo que en los autos anónimos. En Lope de Vega abundan más los elementos líricos y también los incidentes análogos a los del drama profano, y lo mismo que se dice de Lope de Vega puede aplicarse a sus discípulos el maestro Valdivielso y Tirso de Molina. Valdivielso puede ser llamado el poeta del Cielo, ya que sólo dedicó su pluma a composiciones sagradas, así en lo dramático como en lo épico y lírico. Pero Calderón es quien definitivamente logra llevar este género a su cabal perfección y apogeo, emancipándolo así de las tradiciones del teatro profano como de la servidumbre de las comedias devotas y de santos.

Las representaciones sagradas que durante la Edad Media se verificaron constantemente en el templo y por actores clérigos, salieron en el siglo XVI a la plaza pública, cayendo, lo mismo que rocas las demás formas escénicas, en manos de histriones o farsantes pagados para este fin.

Tan católico en la esencia permaneció nuestro teatro antes como después de esta transformación. Todos los autos sacramentales están animados por un enérgico espíritu de oposición a la Reforma en el tema de la presencia sacramental, negada por Carlostadio y otros herejes del Norte. Pero también es cierto que la verdadera reforma de las costumbres y de la disciplina, iniciada muy pronto en España y extendida a toda la cristiandad por el Concilio de Trento y por varios pontífices, desterró del templo ciertas expansiones de la devoción, antes lícitas, y ya ocasionadas y peligrosas, y fue causa de que las representaciones sagradas, que ya no se veían con los ojos de otras edades, saliesen del recinto del templo, en el que hasta entonces se habían albergado.

Los autos sacramentales fueron ejecutados ante muy heterogéneo auditorio, desde aquellos vislumbres o gérmenes de compañías llamados bulubú y naque (como las describe Agustín de Rojas en su Viaje entretenido), que por lugarejos oscurísimos representaban La oveja perdida y otros autos de Juan de Timoneda, de tan sencilla estructura, que no requerían más que tres o cuatro personajes, hasta la ostentosa mise en escènede los autos de Calderón, ejecutados en el siglo XVII en la plaza Mayor ante los consejos, ante el rey y ante todo el pueblo de Madrid congregado.

Parece que los autos sacramentales nunca fueron representados sino a la luz del día. Es más: no se los concibe aprisionados en las condiciones materiales de un teatro moderno. Requieren la luz y el aire libre, y una escena tan ideal y fantástica como fantástico e ideal es el drama místico.

Es el auto representación de lo sobrenatural y de lo intangible, de la alegoría y del misterio, y vano empeño fuera encerrar las abstracciones bajo techo, encadenarlas entre bastidores y cortinas o alumbrarlas con la tibia luz de las candilejas.

Entre los olvidados autos sacramentales anteriores a Lope, pueden encontrase rasgos de tal sencillez y tan honda ternura, como difícilmente se hallan en el drama profano del mismo tiempo. Puede servir de ejemplo el olvidado Auto de las Donas, de autor anónimo (imitado luego por Timoneda en otro auto suyo más complicado, que se intitula Los desposorios de Cristo), especialmente aquella escena en que Lázaro va presentando a la Virgen María los instrumentos de la Pasión de su Hijo. En medio de la ausencia de todo artificio, hay en este pasaje un acento de verdad humana, que quizá conmueve más que toda la pompa lírica que derramó luego Calderón en sus autos donde, si es más complicada la traza y más peregrino el saber teológico y mayor la armonía rítmica, suele sobreponerse a todo el elemento intelectual ahogando la expresión natural y sentida.

Prescindiendo de tan rudos principios, tomemos el auto tipo tal como en Calderón aparece, puesto que en los anteriores el tema eucarístico anda muy mezclado con elementos extraños y reminiscencias de otros géneros dramáticos, y de los posteriores puede decirse que no son más que degeneración o secuela del sistema calderoniano.

Todos estos autos, sin excepción alguna, tienen por único tema el Misterio de la Eucaristía; pero no hay un solo ejemplo, de que haya sido presentado el acto de la institución del Sacramento en su forma directa, que pudiéramos llamar histórica. El mismo fervor religioso de los poetas lo impidió, y fue preciso tratar el asunto de soslayo, salvando esta manera de pie forzado.

Unas veces, no en Calderón, sino en los orígenes del teatro Eucarístico, la dificultad se resolvió por medio de largos diálogos, en que dos o más personajes discurrían sobre la institución del Santísimo Sacramento. Claro es que estas disertaciones o pláticas piadosas no tenían condiciones escénicas de ninguna suerte, y sólo podían resultar tolerables por su brevedad y la belleza de su estilo. Así es que muy pronto cayeron en desuso.

Otras, buscando algo que se pareciese más a drama, pusieron en escena la vida de aquellos santos y santas más conocidos por su devoción al Santísimo Sacramento del Altar. Pero tales autos, como sucede con los del Santo rey don Fernando, de Calderón, llegaron a convertirse en comedias devotas, que sólo se diferenciaban de las restantes en tener un solo acto en vez de tres y en el lugar y ocasión en que se representaban; y sabido es que las condiciones de la comedia de santos diferían muy poco de las del drama profano.

Abandonados estos caminos (el último se intentó sólo por excepción), no había otro remedio que acudir a la forma alegórica, y esta alegoría se presentó por lo menos de siete maneras distintas.

Unas veces sirvieron para este fin las historias del Antiguo Testamento, en que todo es anuncio, vislumbre, figura y sombra de la Ley Nueva. Así La zarza de Moisés, La cena de Baltasar, La primera flor del Carmelo, El vellocino de Gedeón y otros muchos autos en que no sólo se aprovechó el sentido que la Iglesia da al Testamento Antiguo, donde todo, además de su sentido natural e histórico, tiene otro sentido más alto y es prefiguración de la Ley Nueva, sino que más o menos violentamente, y por su propia autoridad, en todo vieron nuestros poetas un símbolo del Misterio Eucarístico, hasta el punto de haber doble y triple alegoría en muchos de estos autos.

Segundo modo de representación sacramental, y también de los más naturales y legítimos, fueron las parábolas del Evangelio. Sirva de ejemplo entre otros muchos el auto de La viña del Señor.

Pero no se detuvieron aquí los poetas, porque constreñidos a hacer todos los años un auto sacramental, y a veces dos, con la condición de que fuesen siempre nuevos, por lo menos los que se destinaban a la villa de Madrid, habían de agotarse las formas, los medios y las condiciones dramáticas útiles para aquel forzoso tema. Multiplicáronse, pues, los recursos alegóricos y hubo autos en que, ni por incidencia, intervienen figuras humanas, siendo todo el diálogo entre ideas puras, personificaciones de las virtudes y de los vicios, de las ciencias o de los elementos, de los atributos de Dios o de los sentidos y de las potencias del alma, etcétera, etcétera.

En otros autos se entró a saco por la historia profana, trayendo a cuento lo que parece más lejano de toda relación con el Misterio de la Eucaristía. En este concepto hay autos que frisan ya en lo ridículo, y cuyo simbolismo no puede ser más torpe y desmañado. Pedroso cita uno en que Carlomagno se lanza a conquistar la Tierra Santa, donde Galadón le vende por treinta dineros, y Carlomagno muere crucificado.

Mucho más común, aunque hoy nos parezca irreverente, era el auto sacramental fundado en la Mitología.

A primera vista, apenas se comprende que en siglo tan católico como el XVII pudieran aplaudirse representaciones tales como El divino Orfeo, El Sacro Parnaso, etc., y que los dioses del gentilismo clásico apareciesen en un teatro cristiano como símbolo, representación o figura nada menos que de Cristo o de los divinos atributos. Sin embargo, así aconteció, y no tanto por caprichos de autores y espectadores, cuanto por la alta idea simbólica que presidía a todas estas formas tan disímiles del fondo. Para Calderón y para su público la Mitología no era más que un resto lejano de la tradición antigua, en el cual habían quedado desfiguradas y oscurecidas, por la ignorancia del entendimiento y la flaqueza de la voluntad, altísimas verdades relativas al origen y destino del hombre. Calderón pone frecuentemente en presencia la sinagoga y el gentilismo, haciéndoles pronunciar concordes oráculos y mostrar la semejanza de sus tradiciones.

Hay, pues, en Calderón un simbolismo potente que abraza la ley antigua, las parábolas de la nueva, la historia humana y las fábulas de la gentilidad.

Pero aún no para en esto el auto sacramental. Quedan una porción de obras que solamente pueden compararse con los llamados Sermones de circunstancias, deleite de los predicadores gerundianos. En tales dramas, dirigidos a empeñar la atención del vulgo con alusiones a cosas baladíes y del momento, todo el símbolo y la alegoría consisten en un certamen poético, en un litigio, en la pintura de una casa de locos, de un hospital o de un mesón, en una información de limpieza de sangre, en una cacería de Felipe IV, etc., etc.

Otros autos son parodia de las comedias que estaban en boga en aquel tiempo. El mismo Calderón, por ejemplo, repitió el argumento y hasta el título de su Vida es sueño en un auto que lleva el mismo título, y que es, por cierto, de los más notables. Del mismo modo pueden citarse La serrana de Plasencia, de Tirso, y otros autos que son verdaderas parodias de las comedías más aplaudidas, tomando no sólo el título y verso enteros, sino hasta el pensamiento total, aunque trovándole a lo divino.

Las riquezas poéticas del Antiguo y Nuevo Testamento están derramadas a manos llenas en la parte lírica de los autos. A cada paso se tropieza con bellas imitaciones de los Salmos y del Cantar de los Cantares. Hay, por ejemplo, un bellísimo auto de Lope, el Auto de los Cantares, donde grandísima parte del Epitalamio de Salomón está traducido casi a la letra. Auto hay de Calderón en que está traducido desde el principio del Evangelio de San Juan.

Aparte de todos estos elementos líricos, tomados de la Escritura o de la Liturgia (puesto que también abundan en los autos las paráfrisis y traducciones de himnos), hállanse en los autos, lo mismo que en todos los cancioneros y romanceros sagrados del tiempo, continuas reminiscencias de la poesía profana, romances viejos glosados a lo divino, villancicos, chanzonetas, ensaladillas y juegos en que, con provecho de la infantil devoción de los espectadores, se traían a su memoria aquellas canciones que más presentes debían de tener, convirtiéndose así en materia sagrada lo que fue profanísimo en sus principios.

Grande debía de ser la cultura del pueblo que tales dramas comprendía; no sólo por la abundancia de nociones, teológicas y filosóficas que allí se contienen, sino por la manera, a veces seca, siempre didáctica, con que están expuestos, sobre todo en ciertos diálogos de Calderón, desprovistos de todo color poético, al cual sustituye el procedimiento silogístico, árido y desnudo, sin que se cuide siquiera el poeta de cubrir las formas externas del razonamiento. Y esto se continúa a veces durante largas escenas, siendo evidente que el pueblo tomaba interés en esta gimnasia y seguía con profunda atención el velo del entendimiento discursivo.

Aparte de esta cultura teologicofilosófica, los autos, para ser comprendidos por la multitud, exigían que ésta tuviese más que mediana noticia del Antiguo y Nuevo Testamento, de la historia profana, especialmente de la de España, y que tuviera asimismo agudeza y prontitud de ingenio grandes para romper en ocasiones el velo de tres o cuatro alegorías seguidas, sin perderse en los giros tortuosos y laberínticos de la analogía y de la metáfora. Son pocos los autos que se acercan a la unidad de plan propio de la dramática. Con mucha frecuencia se mezclan, no solamente figuras reales y seres abstractos sino personajes de muy distinta raza, de siglos muy lejanos entre sí, y de tan extraña y revesada significación, que es menester que ellos mismos se descubran y declaren quiénes son en larguísimas relaciones.

De todo esto resulta un conjunto no poco abigarrado y confuso, pero que no carece de grandeza; y esta grandeza estriba principalmente en dos cosas. Ante todo, en la esplendidez arrogante y pompa lírica de muchos trozos. Calderón tenía grandes condiciones de poeta lírico, aunque directamente no cultivase este género. En ninguna parte se mostró tan poeta como en sus autos. Parece que reservaba las más ricas galas de su fantasía para derramarlas en loor del Santísimo Sacramento.

La segunda excelencia de los autos consiste en su simbolismo, amplio y potente, que ve el reflejo de Dios en todo lo creado, y ensalza por extraño modo el mundo real y el mundo de la idea, lo visible y lo increado, el Cielo y la Tierra, la Naturaleza y el espíritu, cuanto alienta y vive en la mente y en la Historia, para que todo venga a rendir tributo a los pies de Jesús Sacramentado y a dar testimonio de la bondad inagotable del Dios-Hombre, cuyo cuerpo y cuya sangre en presencia real adora la Tierra, multiplicados como fértil grano en aras infinitas. Ni es cosa rara hallar en los autos profunda doctrina sobre las relaciones de Dios con la naturaleza, del cuerpo con el espíritu, de los sentidos con las potencias del alma. Todo esto, a la verdad, de una manera incoherente, sacrificando muchísimas veces la forma a la idea abstracta y pura, y tal que no cabe en el arte; y otras veces, por el contrario, anegando la idea en un mar de insulsa y barroca palabrería. Por lo mismo que Calderón es muy lírico en sus autos, suele incurrir allí en los mayores desvaríos de la lírica culterana, si bien la vegetación parásita del estilo no le sirve, como a otros, para encubrir la vaguedad del pensamiento.

El admirable soneto que pronuncia David en La primera flor del Carmelo al ver por primera vez a Abigail; las octavas en versos agudos puestas en boca de la Muerte en el auto de La cena de Baltasar, tan henchidas de un poderoso aliento lírico; aquella rápida, concentrada y briosa enumeración de los grandes castigos y de las grandes justicias de la vieja ley; aquella feliz elección de epítetos magníficos y pintorescos, verbigracia, la caliente púrpura de Amón y las torpes hijas de Moab, muestran hasta qué punto era poeta lírico Calderón y cuánto le dañó la circunstancia de haber nacido después que El príncipe de la Luz (así llamaron a Góngora sus propios adversarios) se había convertido en ángel de las tinieblas.

¡Lástima que estos y otros felicísimos rasgos líricos de Calderón sufran injusto olvido por hallarse sepultados en la inmensa balumba de sus autos sacramentales, que apenas nadie lee! Tienen, es cierto, toda la frialdad inseparable del arte alegórico. Adolecen de la yerta monotonía que comunican siempre al arte las generalizaciones y las abstracciones. Este amor desordenado a los conceptos puramente intelectuales dependía del influjo preponderante que aún conservaba la filosofía escolástica, a pesar de los rudos golpes que le habían asestado primero los nominalistas y después nuestro Gómez Pereira, sosteniendo que no se habían de multiplicar los entes sin necesidad, y que la figura, verbigracia, no era distinta de la cosa figurada. Pero el nominalismo vegetaba oscuramente en pocas escuelas; sólo el realismo, más o menos templado, es el que predomina e influye en el arte, y en este concepto, desastrosamente.

¿Quién hará personajes dramáticos al Placer y al Pesar, al Amor propio y al Entendimiento agente?

Puede decirse que este género murió con Calderón. Sus amigos y sus discípulos Moreto, Bances, Candam y Zamora no trajeron ningún elemento nuevo al drama sacramental. A duras penas acertaron a conservar los que Calderón había dejado. Algunos, como Moreto, quizá se acercaron en demasía al drama profano.

Además, el género cayó muy pronto, como no podía menos de caer, en monotonía extraordinaria. Por su índole misma, los argumentos se agotaron rápidamente, y ya a principios del siglo XVIII, en vez de componerse autos originales, sólo se representaban los de Calderón. Así llegaron los autos hasta el año 1763, fecha de la prohibición decretada por los ministros de Carlos III, si bien en ciudades retiradas y de corto vecindario continuaron algún tiempo más.

Madrid, 1887.



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