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Junio

Hace cerca de dos años contraje el compromiso de hacer la pintura del mes de junio. Desde entonces hasta ahora nada se me ha ocurrido que decir, y mi mes de junio no sale. Torpeza y esterilidad mía deben de ser, no falta del asunto.

Si con atención lo considero, junio se me presenta como el más lindo y glorioso de los meses. Junio debiera reclamar contra abril y mayo, ponerles pleito, y probar que los poetas andan siempre poco acertados en mentar a abril cuando quieren simbolizar la Primavera o hablar de algo primaveral y bonito. ¿Por qué una muchacha, pongo por caso, ha de tener siempre de quince a veinte abriles y nunca de quince a veinte junios? ¿Por qué no ha de ser más fresca y lozana que una rosa de junio y no que una rosa de mayo? Si acudimos a los botánicos y jardineros, tal vez convengan todos en que apenas hay país en este hemisferio boreal donde no se den mejores rosas, más fragantes, más esponjadas, más ricas y delicadas de color y en mayor abundancia en junio que en abril y que en mayo.

La verdad es que la llegada de la primavera es muy poética; pero ¿es menos poético su entronizamiento? En abril lucha aún la primavera para vencer el invierno; en mayo triunfa ya; pero en junio sigue ascendiendo, en toda la plenitud de su gloria, hasta que llega a la cumbre del poder y de la riqueza. Es cierto que el verano viene en pos de ella, casi pisando su aérea, y perfumada falda; mas no acude para vencerla y destruir su obra, sino para realizar sus esperanzas y cumplir sus promesas, convirtiendo en frutos las flores. Pomona abraza, en este mes, cariñosamente, a Flora, y ambas, en consorcio de emulación, nos prodigan sus bienes.

El almo sol avanza, entre tanto, por nuestro hemisferio, derramando sobre él sus rayos fecundos más de lleno y por más largas horas. Después parece como que se para en el cielo a fin de contemplar con reposo y deleite la tierra que alumbra, hermosea y fertiliza. Se diría que, casi a fin de junio, al llegar al punto extremo de la zona en que su curso oblicuo está trazado, anhela el sol salirse de ella para darnos más luz y vida. En este mes de junio son los días mayores; las noches son más breves, claras y serenas.

Y, sin embargo, el ardor del sol no molesta aún. Las moradas de los hombres no se han caldeado; los campos no se han agostado; todo está verde y todo florece. La espiga está granada, pero no seca. Entre las mieses, altas, se destacan las amapolas y otras florecillas, esmaltando los campos de púrpura azul y oro. La fuerza estiva no ha amenguado el caudal de ríos, arroyos y fuentes. El polvo no ha empañado la esmeralda de las hierbas y del follaje de los árboles que las últimas lluvias lavaron. En los torcidos sarmientos desenvuelve sus pámpanos la vid. En torno del tronco, los álamos alfombran el suelo de menudas flores, para revestirse, en cambio, de pomposas hojas, que forman sombra grata. Las golondrinas, las codornices y otras muchas aves inmigran a bandadas desde regiones más cálidas. Hasta las más rezagadas se muestran ya, atraídas por el festín de fruta madura y de cuajada semilla y de multiformes insectos que Naturaleza prepara. El ruiseñor, la alondra y otros pájaros trinan y gorjean; los grillos y las cigarras arman alegre ruido; graznan las ranas, y las abejas zumban, orgullosas del ya bien construido panal, en cuyos cálices de cera la miel rebosa.

En junio, el calor, que no abruma, ni aridece, ni debilita aún, muestra toda su creadora pujanza, despierta los gérmenes dormidos, abre los senos para que brote la vida y hace que crezca y cunda todo cuanto es capaz de animarse y aún bulle latente en las entrañas de la tierra.

El mes de junio es en sí como otro mes cualquiera: Período de treinta días; la duodécima parte del año, concierta inexactitud; pero si yo me pusiera a referir sucesos de junio, sería ya cuento de nunca acabar. Por lo menos, ha sucedido, sucede y sucederá en junio la duodécima parte de todos los sucesos habidos y por haber. Y si atendemos, además, a que el cuerpo y la mente del hombre no están en dicho mes ateridos por el frío, ni postrados por los excesivos calores, ni tienen que emplearse tanto en cosas materiales, porque entonces la Naturaleza es más benigna y pródiga, reconoceremos que, por tan buena sazón, estamos más listos y dispuestos para pensar, hablar, escribir, deliberar y ejecutar cosas importantes y trascendentes. De suerte que, a priori, sin revolver librotes para buscar efemérides, bien puede afirmarse que el mes de junio es el más atiborrado de hazañas, discursos, obras maestras y primores de todo linaje.

Y más lo sería aún si, al mismo tiempo, no fuese el mes de junio el más divertido de los meses.

Las regocijadas verbenas y las veladas deleitosas se siguen, sin tregua ni vagar, en este mes: la de San Juan, precursor de Cristo; la de San Pedro, que abre las puertas del Cielo, y la de San Antonio de Padua, santo amoroso y cándido, santo que, como consta de su historia, infunde tiernos y devotos afectos hasta en el corazón de las mulas resabiadas, y santo a quien pintan bonito y joven, con el Niño-Dios, que le sonríe, y que está entre sus brazos o viene a posarse sobre el libro de sus rezos y a no dejarle leer en él.

Nadie sabe hasta hoy, ni tal vez se sepa jamás a punto fijo, a qué hora y en qué día empezó a rodar el planeta que habitamos con la inclinación y dirección que hoy lleva. Yo tengo, sin embargo, mis razones para creer que fue en junio. No quiero dar aquí estas razones, porque son tan sabias y tan matemáticas, que casi nadie me las entendería, y en libros de mero entretenimiento, como debe ser éste, no es cosa de encajar enigmas profundos. Por otra parte, me retrae también el recelo de que los maliciosos, prevaliéndose de la corta o ninguna reputación que tengo o de geómetra y de astrónomo, me acusase de que yo no entendía mis razones tampoco. Básteme, pues, consignar aquí, reservándome las pruebas para mejor ocasión, mi creencia de que empezó en junio el período telúrico en que ahora vivimos. En junio llega la tierra a todo su auge y pompa, en flores y frutos. Luego en junio empezó también la revolución anual, cuyo término tiene tan brillante resultado.

Nótese cómo, por instinto, sin haber discurrido tan reflexivamente como yo, sin calentarse la cabeza, ni rascarse la frente, ni morderse las uñas, la generalidad de los hombres me da en esto la razón de modo implícito. Los que se mudan de vivienda se mudan en junio; los que estudian algo, en junio se examinan y dan el estudio por terminado, a no quedarse vergonzosamente para el cursillo, y así el Estado como los particulares echan en junio las cuentas de lo que ganan y de lo que gastan, de lo que producen y de lo que consumen.

Junio es, pues, la meta y el punto de partida, el alfa y el omega del año académico y del año económico. Todo afán de intereses materiales, todo movimiento del espíritu en su vida intelectual, toda prosa y toda poesía, en junio empiezan y en junio acaban.

Se diría que cuanto hay en los seres de prurito, de anhelo, de aspiración, de propósito, logrado en parte en el mes de junio, se aquieta satisfecho por breves instantes y renace con nuevos bríos y mayores ímpetus para proseguir el movimiento, el bullicio y la incesante agitación de la vida. De aquí, sin duda, el afán de moverse, de peregrinar, de amar, de pelear y hasta de rabiar y de cantar que se apodera como nunca de todo ser en el mes de junio.

Mis vecinas elegantes se desatan con furor a cantar en junio, ya música de Verdi, ya de Rossini, ya de Wagner; sus criadas entonan tangos, peteneras y seguidillas.

Los mejores conciertos se dan en junio. En junio son en España las más bravas corridas de toros y las más lucidas y sangrientas riñas de gallos. Como en junio empieza a hervir la sangre humana con los nuevos calores, en junio es cuando hay más pendencias en tabernas, plazuelas y garitos; más duelos y lances entre caballeros, y también más suicidios y más asesinatos; pero, en fin, algún inconveniente han de traer consigo esta exuberancia de savia y este nuevo arranque inicial de la vida humana después de un momento de satisfacción y reposo. Al doblar la meta para hacer nuevo giro en el circo olímpico, era cuando solían volcarse los carros y salir rodando y aun descalabrados los aurigas menos ágiles y más audaces.

No hubo ni hay religión que no ponga en junio sus más risueñas fiestas. Y, sin engolfarnos en eruditas reconditeces, bien podemos afirmar que en el mes de junio, que corresponde al mes Sciroforión de los griegos, celebraban éstos la fiesta y procesión más simbólica y gloriosa, ya que en ella se representaba en aquel pueblo ilustre, maestro de Europa y fundamento de su civilización predominante en el mundo, el simultáneo nacimiento de las artes de la paz y de la guerra, cifradas en la oliva, que salió con fruto y flor de la tierra, cuando Minerva la hirió con su lanza, y en el caballo fogoso, que surgió también al golpe del tridente de Neptuno.

Nosotros, los buenos católicos, solemos también tener en junio la procesión que llaman de Minerva, y no sé si en ello hay aún alguna vaga reminiscencia de la citada fábula clásica.

Pero, prescindiendo de tales conjeturas, en junio cae casi siempre la fiesta más grande de la Cristiandad: la que celebra la comunión santísima entre Dios y el hombre; el misterio de la Eucaristía, con cuya ocasión y propósito desplegaron su ingenio nuestros más egregios poetas en autos sacramentales.

En junio, además, solemnizamos a San Pablo, que extiende buena nueva y la ley de gracia por cuantas son las gentes, tribus y naciones del mundo, desechando el estrecho exclusivismo de los judíos; a San Pedro, que funda la unidad católica, constituye el principado o monarquía de la Iglesia y es el primero de los pontífices-reyes, Melquisedec del Testamento nuevo, David de la renacida Jerusalén y Vicario de Cristo, y a San Juan, en cuya alabanza el mismo Dios, hecho Hombre, dijo que era el más grande de cuantos de mujer han nacido.

Prolijo y cansado sería si me empeñase yo en relatar, sin que nada se me quedase en el tintero, todas las excelencias, sublimidades y recuerdos que junio trae consigo. Hago, pues, en el panegírico, punto redondo.

Justo será ahora, a fin de que no me tilde nadie de apasionado y de parcial, que diga yo algo también de los inconvenientes y disgustos que este mes suscita; inconvenientes y disgustos que nacen de la propia grandeza, fecundidad y viciosa lozanía de dicho mes, porque no es entre escuetos peñones y estéril arena, sino en los terrenos de mucho jugo y enjundia, donde a par de trigo, brota la cizaña, y donde entre hinojos, mejorana y mastranzos crece la mortífera cicuta, y donde entre hierbas del regaladísimo olor tal vez se esconden y acechan la víbora, el alacrán y la tarántula. Todos los cuales bichos y ponzoñas ocurren a mi fantasía, y aún me parecen poco cuando pienso en el furor de viajar, y la manía de trashumar y veranear, que acomete y domina en junio a todo ser humano, y en especialidad a las mujeres. La moda lo exige. Es desentono y oprobio no someterse a esta exigencia. De aquí, angustias, apuros y acaso desesperación para los maridos pobres. Se propala que el calor no se puede sufrir en las ciudades populosas, y que es menester ir al campo a respirar aires frescos y puros. Hambre y sed de idilios se apoderan hasta de los corazones femeninos menos poéticos. Si la mujer es moza, sueña con Dafnis y Cloe; si es vieja, con Filemón y Baucis. «Los niños -dice la mujer a su marido- sudan y se ponen canijos si no van a una quinta.» Y el papá, que no tiene quinta, suda más que los niños, y tal vez se encanija mil veces más, pensando, cavilando y calculando cómo alquilará la quinta, que importa llamar, para que sea comme il faut, chalet, château, villa o cottage, y conviene que esté fuera de España. En España, según afirman cuantos están en los trotes y conocen la liturgia del buen tono, rústico urbano, apenas hay aún campo de alquiler civilizado, fresco y, con perdón, sea dicho, sin pulgas ni chinches.

A veces, en toda familia semielegante, o dígase con comezón de elegancia y pujos de high-life, se agravan en junio los padecimientos crónicos de una o dos de las personas que la componen. Se consulta al médico, y éste, so pena de pasar por ignorante y bárbaro matasanos, tiene que recetar, y receta, baños, ya de mar, ya sulfurosos, ya de otras aguas minerales.

Es indispensable, por tanto, es ineludible ir a Vichy, a Spa, a Biarritz, a Baden-Baden, o transponer más lejos.

Los reporteros y cronistas de la aristocracia, los Asmodeos, Montecristos, Mascarillas y otros van tomando nota de todo, levantan acta y hacen más comprometida la situación: anuncian, por ejemplo, que la condesa de Casa de León va a ciertos baños de Alemania, y que la marquesa de Casa de Vacas va a otros baños de Francia o de Suiza, y ya es fuerza, es de rigor, la ida, porque, de lo contrario, las malas lenguas serán capaces de decir que no fueron porque la guita no alcanzaba: permitaseme la expresión figurada, a pesar de lo familiar y grotesca.

No se ha de negar que, a más de la moda, se dan impulsos terapéuticos que empujan fuera de Madrid, en verano, a no pocas personas. Esta máquina de nuestro cuerpo es complicadísima, y lo que califico yo de milagro es que dure tanto sin descomponerse con el uso, con el abuso y con el continuo traqueteo. En verano importa salir a recomponer algo la máquina, a carenar la nave, que, engolfada durante el invierno en los mares de la política, de los negocios rentísticos o de los galanteos, anda muy averiada. Tal vez requiere botanas la vieja corambre; tal vez una badana, inerte y floja, clama porque la soben y hasta la zurren para que recobre vitalidad, flexibilidad y energía. Esto alcanza hoy mucho crédito. En francés se llama massage, y para ser massageado como conviene, es menester ir a Amsterdam, donde vive y funciona el massageador más notable que ha habido y que hay en el mundo. Otros archimagos de la salud, sabios especialistas, doctores garridos extranjeros y, por consiguiente, de más crédito para la gente fina, viven en el centro de Europa, tienen su farmacia, no en la calle de la Luna, número seis, sino en Bonn, en París, en Heidelberg o en Londres, y nos atraen para ir a consultarlos. Uno cura las oftalmías; otro, las neurosis; otro, las anemias; éste te hace engordar, si estás flaco; aquél, enflaquecer, si estás gordo.

Para esto de enflaquecer es para lo que muchas señoras españolas se van en verano de viaje y acuden a Marienbad. Aquellas aguas son prodigiosas para corregir tan feos pleonasmos o redundancias carnales o grasientas, que desfiguran con frecuencia la femenina belleza castiza y la juvenil esbeltez. Y cuenta que las peregrinaciones a Marienbad no admiten demora ni se pueden dejar para otro baño. La piel, que se va estirando y rellenando con una riqueza y desbordamiento de formas a las cuales apenas hay corsé que baste a poner dique, malecón, valladar, esclusa o reparo; la piel, repito, acaba por perder su elasticidad si se la afloja tarde, y entonces la dama enflaquecida, en vez de alegrarse, deplora sus carnes malogradas o sus evaporadas mantecas cuando advierte que no se encoge el pellejo, sino que cuelga en arrugas, pabellones, pliegues y faralaes, con menoscabo y lastimoso detrimento de la corrección de las líneas, de la pureza del dibujo y de la firmeza escultural o plástica.

Debo advertir, además, que no es sólo el conato iátrico (séame lícito valerme de palabras doctas) el que aguijonea a las damas para que en verano viajen; hay también otros conatos que debemos apellidar cosméticos e indumentarios. No reza esto con las que se resignan a no salir de España, o a salir sólo para alguna playa portuguesa, en Setúbal o en Cascaes, ya cerca de Oporto, ya en el delicioso valle del Lima, ya en la desembocadura del saudoso Mondego, que celebró Camoens y que ha poetizado la que reinó después de la muerte. Por allá van señoras de provincia, salmantinas y extremeñas, que no piensan en exóticos perfiles ni los ambicionan ni pretenden. Pero las damas de Madrid, y sobre todo las más entonadas y ricas, cuando en verano salvan los Pirineos, no piensan sólo en que van a curarse y a acicalar sus naturales encantos y las armas que les dio Amor para avasallar corazones, sino que sobre estas armas propias van a traer, cuando vuelvan, toda una panoplia de artificiales e ingeniosas armas que en el gran arsenal erótico de París se fraguan, cincelan y pulen. De allí traerán sombrerillos, quitasoles, abanicos y trajes, matutinos y vespertinos, en que Worth verterá a raudales sus estéticos ensueños, los cuales tomarán cuerpo y se harán visibles y palpables en crujientes y ricas sedas de Lyon, en lazos y moños, en encajes, randas y bordados. Ni faltará algunas de las más refinadas de nuestras lionnes que se extienda hasta Alemania o Rusia para traer de allí martas cebelinas, o zorras azules, o armiños con que abrigarse en invierno, o que vaya a Bruselas sólo para visitar a la Vautrigant y comprarle ropa blanca interior, ligas incomparables y aquellas sus maravillosas medias caladas, sin rivales en este globo terráqueo y dignas de ceñir, no diré de encubrir, las bien torneadas piernas de Diana cazadora y aun de la propia Venus. Allí, en aquella tienda, hallará la dama perita los más sibaríticos refinamientos en cuanto toca y atañe a la toilette esotérica y reservada: estolas, para no llamarlas camisas, de una batista o de un foulard tan sutil que caben, apretadas, en la cáscara de una nuez mediana, y con cintitas tan primorosas que bien pudiera Eros, si llegase a instituir alguna insigne orden, hacer con ellas rosetas y lacitos para los ojales de sus caballeros y comendadores.

No es de maravillar que con tanto aliciente deseen las damas salir todos los veranos a tierra extranjera, y como sobre esto se discute, y como por esto se pugna en el mes de junio, hogar doméstico hay que se convierte en verdadero campo de Agramante. Por lo general, el marido se rinde, y, si no tiene recursos, los busca, y levanta un empréstito para la expedición y aun para la indemnización de guerra, porque a menudo la señora resulta enojada por la ruda resistencia que se le ha opuesto, y es necesario desenojarla.

Sabido es que el hombre es animal de amor perenne. No es como los irracionales, que tienen su estación de amor. El hombre ama de continuo. Sólo he leído yo de algunos salvajes de la Oceanía, del África Central y de América que tienen en el año una estación en que aman, y en lo restante del año no piensan más que en comer. Pero estos salvajes, ni se visten con Worth, ni se ponen medias, ni se perfuman, ni asean, y, además, son casi siempre antropófagos. Cuando no aman a sus mujeres suele ser porque tienen ganas de comérselas. Así lo da a entender, entre otros, el historiador Pedro de Cieza en la Crónica del Perú, donde saca a cierto príncipe indio, Nabonuco, que se comía a sus mujeres, de lo cual no se espanta el historiador, porque como aquellos indios, dice, no tenían fe ni conocían al demonio, que tales pecados les hacía hacer, no caían en cuán malos y perversos eran; pero como nosotros somos cultos y conocemos al demonio, amamos siempre a las mujeres, y en vez de comérnoslas, dejamos por mucho amor que, en todo caso, sean ellas las que nos coman y devoren.

Y este amor, según queda dicho, es perenne en el hombre civilizado, si bien no se debe negar que en el mes de junio es cuando más amamos. El ejemplo es contagioso, y todo ama en junio. Como hay epizootia de amor, natural es que haya también epidemia. Muchos seres vivos, que sólo se emplearon antes en crecer y engordar, hasta se transforman en junio, y de larvas se convierten en mariposas y en libélulas, y salen con espléndidas vestiduras y con esmaltadas y brillantes alas, y sólo para amar viven. Amémonos, pues, en el mes de junio más que de costumbre y más que de ordinario.

¡Con cuánta razón han dicho egregios poetas y agudísimos filósofos que son hermanos el Amor y la Muerte! El hombre y la mujer, muy enamorados tal vez, desean fundirse en el seno de la creación, perderse en el todo, dar por amor la vida. Por esto, sin duda, los viejos egoístas y cobardes suelen morirse en otoño o en invierno, y los jóvenes amantes y valerosos, en junio, cuando todo convida a amar, cuando Amor impera. La muerte de ellos es efusión de amor que aflige a sus padres, y que tal vez para ellos es bienaventuranza infinita. Tal vez es dichoso el joven que muere en junio, cuando Naturaleza toda se viste de gala y luce su hermosura y le llama a sí para que con ella se abrace y en su seno se confunda, mientras que vuela el espíritu hacia el foco de la luz increada; pero es indudable que es infeliz el viejo que ve morir de esta suerte al hijo en la flor de su mocedad y no hay alambicadas filosofías que le consuelen, ni apenas hay religión que ponga bálsamo en la herida que lleva en el alma.

Por lo demás, cuando lo recapacito bien, me inclino a creer que casi no hay persona, ni vieja ni joven, por infeliz que sea, que quiera de verdad morirse ni en el mes de junio ni en ningún otro mes del año. Y lejos de censurarlo, encuentro que esto es lo sano, lo honrado y lo virtuoso. La mayor perfección moral está, sin duda, en no tener ni deseo ni miedo de la muerte; en vivir alegre procurando que sea hermosa y útil la vida; en morir noblemente resignado, procurando que la muerte sea ejemplar; y en tener, en vida y en el momento de la muerte, santa esperanza en Dios y plena confianza en la propia conciencia, para dar por seguro que en lo que no nos condenamos o nos absolvemos, nos ha de absolver y no nos ha de condenar el que vale infinitamente más que nosotros.

Como mi artículo sobre junio acaba tan místicamente, no estará de más terminar diciendo: «Amén.»

Madrid, 1888.




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Concepto progresivo del Nuevo Mundo

Si prescindimos de lo sobrenatural y religioso, no hay en la Historia hecho de mayor importancia que el descubrimiento de América. Pocos parecen, pues, todos los esplendores, pompas magníficas, erección de monumento y publicación de libros en verso y prosa para conmemorar este hecho y ensalzar al gran navegante. Pero conviene advertir que tanta gloria nace principalmente de la idea cabal, del claro concepto que hoy tenemos del Nuevo Mundo; concepto que ha tardado siglos en formarse, y que durante la vida de Colón, y aun después, en todo el primer tercio del siglo XVI, o no había nacido, o aparecía ora en confuso bosquejo, ora equivocado, no sólo en los entendimientos vulgares, sino en la mente de los doctos.

El americano Juan Fiske, en la obra que publicó hace poco sobre el descubrimiento de América, expone con tal claridad el lento desarrollo de ese concepto, que consideramos utilísimo extractar aquí algo de lo que dice. Quien nos lea, si acertamos a extractarlo bien, no proyectará anacrónicamente, sus conocimientos del día sobre el pensar de los hombres que vivieron a fines del siglo XV y en el primer tercio del siglo XVI, y tasará en su justo valor el aprecio que ellos hicieron entonces de Colón, muy inferior por fuerza al que de él hacemos ahora.

Colón, presupuesta la redondez de la Tierra, intentó, navegando hacia Occidente, llegar al extremo oriental del Asia, y esto fue lo que él creyó y esto lo que creyeron sus contemporáneos que había conseguido. La noción distinta de haber descubierto un continente grandísimo, separado de Asia por otro Océano mayor que el Atlántico, no entró en el cerebro del glorioso genovés, ni entró tampoco en los cerebros de los geógrafos de Europa hasta después que Balboa, Magallanes y Elcano dieron cima a sus empresas y fueron éstas divulgadas y comprendidas.

De los primeros viajes de Colón sólo se dedujo que, yendo el almirante hacia el Oeste, había llegado cerca de la China; pero aun así, fueron extraordinarios el asombro y la emulación que su hazaña inspiró a los entendidos.

En 1496, los pilotos venecianos Juan Cabot y sus hijos, ansiosos de seguir las huellas de Colón y de competir con él, se pusieron al servicio del rey de Inglaterra, Enrique VII; y en 1497, a lo que parece con un solo barco, llegaron a las costas de la América del Norte, que pensaron ser territorio del gran Kan de Tartaria. En 1498 hicieron los Cabotos nueva expedición, en seis barcos de Bristol, y exploraron larga extensión de costas americanas, pero sin sospechar que fueran de otro continente que el asiático. En España se tuvo al punto completa noticia de todo ello por nuestro embajador en Londres, y ya en el mapa de Juan de la Cosa se ven delineadas y marcadas las tierras descubiertas por los ingleses y señaladas con la bandera de ellos.

El egregio poeta italiano Leopardi dice que, descubierto el mundo, no crece, sino se disminuye, lo cual es evidente para el alma afectiva; para la imaginación y el sentimiento que no reflexionan. Lo indeterminado, lo vago, lo incógnito, tiene visos y apariencias de infinito o al menos de inmenso para las mencionadas facultades del alma, que puede llenarlo y lo llenan de quimeras, monstruos y maravillas; pero, mirado sólo el concepto racional de las cosas, el planeta en que vivimos ha venido a ser doble mayor después de descubierto que antes.

Así como la fantasía peca a menudo de audaz, la razón suele pecar de tímida, pensando y prevaleciendo sobre ella lo que se llama sentido vulgar o común e invalidando sus más hábiles discursos y sutiles atisbos. A pesar de los versos de Séneca, tantas veces citados, y a pesar de un pasaje menos conocido de Estrabón, donde se afirma casi que hay otro mundo habitado en este planeta, los hombres, aun después de descubrir ese otro mundo, aportar a él y poner en él la planta, estuvieron años sin caer en la cuenta de lo que era: de que era un Mundo nuevo para ellos. El raciocinio y la conjetura de Estrabón se admiran hoy como la más extraordinaria anticipación de la verdad moderna que hay en todos los antiguos libros griegos y latinos; pero entonces, aunque comprobada ya la verdad por la experiencia y por el testimonio de los sentidos, o no se dio crédito a dicha conjetura, o no se pensó en ella. Aseguraba Estrabón que la total longitud del mundo habitado venía a ser sólo, aproximadamente, la tercera parte de la circunferencia de la Tierra en la zona templada, y que, por tanto, era probable que en los otros dos tercios hubiese otro u otros mundos, de los cuales, y de las castas de hombres que los poblaban, ni podía él ni le incumbía dar noticia.

Sin hacer, pues, caso de Estrabón, se creyó que las costas del continente descubiertas y visitadas por los Cabotos eran parte del Asia, o porque los hombres se figuraban más extensa esta parte del mundo, o porque se figuraban más pequeño al globo terráqueo o por ambas infundadas razones.

Como quiera que fuese, el rey don Manuel de Portugal, al ver el buen éxito de Colón y de los Cabotos, sintió también el estímulo de descubrir tierras, navegando hacia el ocaso, y en los años 1500 y 1502 envió a los hermanos Gaspar y Miguel Corterreal, los cuales hicieron varios viajes. Gaspar se perdió y no reapareció nunca. Miguel volvió del tercer viaje, que hizo solo, en busca de su hermano, después de visitar a Terranova y llegar hasta Groenlandia, de donde trajo osos blancos y hombres silvestres. Alberto Cantino, agente en Lisboa del duque de Ferrara, Hércules de Este envió entonces a dicho príncipe una relación de los nuevos descubrimientos y un primoroso mapa, que los representaba, y que aún se conserva en Módena, en la Biblioteca Estense. En él se ve delineada con claridad la Groenlandia, y harto cerca de Europa, al fin, sin duda, de que caiga hacia el Oriente del meridiano de Alejandro VI, y que pueda ser de los portugueses la tierra descubierta por los Corterreales. Esta tierra hubo de llamarse pronto de Bacalaos, porque desde 1504 acudían allí a la pesca normandos, bretones, portugueses y vascos. Todo esto parecía ya, y era, relativamente fácil, después del triunfo científico de primer orden alcanzado por Cristóbal Colón; después que, sin ir costeando, se atrevió a surcar y surcó el Mar Tenebroso; y después que, según dice Fiske, adoptando la anécdota tradicional, el genovés puso el huevo de punta.

Sin embargo, las exploraciones hacia el Norte no podían ni remotamente formar el concepto de lo que hoy entendemos por América. La generalidad de los hombres de entonces se representaba lo recién descubierto de esta suerte: Groenlandia, como la región más boreal; al Sur, Terranova o Tierra de los Bacalaos; más allá, el país de Gog y de Magog, separado de Terranova por vastas soledades; y al Sur de estas soledades vastas, el Catay, el Tibet y la India.

Colón, a pesar de sus atrevidas y prodigiosas navegaciones, y sus imitadores los Cabotos y los Corterreales, no habían, pues, según la opinión general, descubierto un Nuevo Mundo; sólo habían logrado llegar al antiguo por el lado más desconocido y remoto. La idea del Nuevo Mundo empezó a concebirse más tarde, y se puso, no en el hemisferio occidental, sino en el austral, en su mayor parte al sur del Ecuador y dilatándose mucho más allá del trópico de Capricornio.

Un caso fortuito vino a dar los indicios, a cuya luz apareció la idea de este primer imaginado Nuevo Mundo. Pedro Álvarez Cabral zarpó de Lisboa el 9 de marzo de 1500, al frente de una flota de trece naves, con dirección a la India, para continuar la obra de Gama. Recios vientos contrarios impulsaron las naves, y Cabral arribó a la costa del Brasil. En el mes de mayo de aquel año tomó posesión de la tierra descubierta, en Porto Seguro (16 grados 30 minutos al sur), y volvió a navegar para la India, no sin enviar antes a Lisboa a Gaspar de Lemos, en una de sus naves, a que diese cuenta de su casual descubrimiento.

Lo que descubrió Cabral hubo de llamarse Tierra de los Papagayos o Tierra de Santa Cruz, si bien puede afirmarse que no la descubrió Cabral, ya que poco antes, Vicente Yáñez Pinzón, en compañía de Ojeda y de Juan de la Cosa, había arribado a las costas brasílicas. En 1493 llegó Pinzón hasta cerca de Pernambuco, 8 grados al sur del Ecuador.

Retrocediendo luego hacia el Norte, cruzó la Línea y se maravilló de hallar casi potable el agua del mar. Era la desembocadura del Amazonas, el mayor río del mundo, que tiene cuarenta leguas de ancho al volcarse en el océano. Pinzón volvió a España en septiembre de 1500.

A poco, Diego de Lepe estuvo también en el Brasil, con dos carabelas; dobló el cabo de San Roque y reconoció la costa hasta los 10 grados de latitud Sur.

Los descubrimientos de Cabral, Pinzón y Lepe estimularon al rey de Portugal. Don Manuel el Dichoso envió una expedición a reconocer aquellas costas, al mando de Américo Vespucio, que se había puesto a su servicio después de haber estado al Este de España.

En este viaje, avanzando Américo hacia el Sur, descubrió el 1 de noviembre de 1501 una gran bahía, que llamó Bahía de Todos los Santos. Avanzó más, y el día de Año Nuevo de 1502 entró en otra bahía mayor aún, que llamó Río de Janeiro, donde se fundó más tarde la hermosa capital del Imperio brasileño, hoy República. Y, por última, siguiendo siempre hacia el Sur, llegó Américo hasta el cabo de Santa María.

Desde allí, no se comprende bien por qué razón, tal vez por encontrarse al Oeste del Meridiano de Alejandro VI, y por consiguiente en tierra, que no había de pertenecer a Portugal, sino a Castilla, Américo navegó con rumbo al Sudeste y aportó a la isla de Su-Georgia, a los 54 grados de latitud austral. Entonces retrocedió para Lisboa, adonde, deteniéndose en Sierra Leona y en las Azores, llegó el 7 de septiembre de 1502.

En toda Europa no pudo menos de darse gran valer a este viaje de Américo. Había descrito, navegando, un arco de 93 grados, más de la cuarta parte de la circunferencia de nuestro globo. Había perdido de vista, no sólo la Estrella Polar, sino también la Osa Mayor, el Cisne y otras constelaciones que se ven en Lisboa. Y no pudiendo creer que aquella costa de extensión continental pudiera ser parte de Asia, concibió la idea de que era un nuevo mundo, desconocido de los antiguos, a no ser que fuese la Tierra incógnita de Ptolomeo o los antichtones de Mela. Derecho tenía, pues, Américo a llamar a esas tierras Nuevo Mundo. Al usar de dicha expresión no pensó en La Florida, que él había visitado en su primer viaje, ni en las islas de la India, que Colón había descubierto, ni en la costa de las Perlas, que el Almirante y él después habían explorado. Américo, en su carta a Lorenzo de Médicis, para justificar el nombre de Nuevo Mundo que da a lo que acaba de descubrir, dice de esta suerte:

«Días pasados te escribí con bastante extensión de mi vuelta a aquellas regiones, que en barcos, a expensas y por orden del serenísimo rey de Portugal, he buscado y explorado. Las cuales es lícito que sean llamadas Nuevo Mundo, ya que los antiguos no tuvieron conocimiento de ellas y a todo el que oye hablar de este asunto le parece nuevo. Porque va más allá de las ideas de los antiguos, la mayor parte de los cuales dijo que al Sur de la Equinoccial no había continente, sino sólo el mar Atlántico, y si alguien afirmó que hubiera continente, negó con muchas razones que fuera tierra habitable. Pero que la opinión de ellos es falsa y aun contraria de todo punto a la verdad, esta última navegación mía ha venido a declararlo, ya que en aquellas partes meridionales he hallado un continente habitado de más diversos pueblos y animales que nuestra Europa y que Asia y África, y asimismo de aire más templado y ameno que toda otra región por nosotros conocida...»

La carta de Américo, no exenta de jactancia, aunque harto excusable, fue traducida al latín, publicada en 1504 con el título de Mundus novus, y admirada y celebrada por todos los sabios de Europa. Fue el traductor Juan Giocondo de Verona, eminente matemático, primer editor de Vitrubio; tan famoso y acreditado arquitecto que se le confió la edificación de San Pedro en Roma, entre Bramante y Miguel Ángel, Giocondo vivía entonces en París, empleado en construir el puente de Nuestra Señora, que aún subsiste. De los millares de personas que pasan de diario por dicho puente, ¿quién pensará en asociarlo con el nombre de Américo? Y, sin embargo, bien se puede afirmar que a su constructor se debe que América se llame así. Apenas se publicó el Mundus novus, opúsculo de cuatro páginas, su éxito fue prodigioso. En 1504 se hicieron once ediciones latinas. En 1506, ocho de la traducción alemana.

Si al sabio Giocondo hubieran preguntado entonces qué pensaba de Colón y de Vespucio, ambos a la sazón otra vez en América, Giocondo sin duda hubiera contestado que Colón, navegando hacia Occidente, había llegado a la costa oriental de Asia, y que Vespucio había descubierto un nuevo mundo habitado, que se extendía por la zona templada del hemisferio austral. No se le hubiera ocurrido que la gloria del segundo navegante compitiese con la del primero ni propendiese a desacreditarla. El mismo Colón no pensó o no pudo pensar que Américo compitiese con él, porque acaso no pensó en toda su vida que él había descubierto un Nuevo Mundo, según ahora lo entendemos.

El famoso dístico


   Por Castilla y por León,
nuevo mundo halló Colón,

o bien con variantes:


   A Castilla y a León,
nuevo mundo dio Colón,

hubo de componerse mucho después de la muerte del Almirante, cuando la gente acabó de enterarse de que Colón había, en efecto, descubierto un Nuevo Mundo.

A lo que parece, no hay prueba histórica de que los Reyes Católicos diesen a Colón dicho dístico, obra piadosa probablemente del amor filial. Fiske sostiene que ni Pedro Mártir, ni Las Casas, ni el Cura de Los Palacios, hablan de semejante lema, y que los primeros que lo traen son Oviedo y don Fernando Colón, en 1535 y 1537, cuando ya se sabía de fijo que Colón había descubierto un verdadero Nuevo Mundo, un inmenso continente que se extiende entre el Atlántico y el Pacífico, desde Groenlandia hasta más allá del estrecho de Magallanes.

Colón murió sin saber esto, en Valladolid, en 1506.

Américo, entre tanto, entendiéndolo a su manera, había dicho, desde 1503, que él había descubierto un Nuevo Mundo. Así llamó a las regiones exploradas por él en su tercer viaje quasque Novum Mundum appelare licet.

Con estas ideas y con el folletito Mundus novus se vino a creer que la Tierra de Santa Cruz era una grandísima isla al Sudeste de Asia, algo parecido a Australia, tal como ahora se muestra en los mapas. Así es como en el del mundo, que dio Juan Ruysch en la edición de Ptolomeo, publicada en Roma en 1508, aparece dicha Tierra de Santa Cruz, si bien indeterminados aún sus límites por el Sur y el Oeste. Entre tanto, las islas descubiertas por Colón se ven más hacia el Noroeste, no muy lejos ya de las costas del Asia. Allí se ven también aquellas regiones descritas por Marco Polo y por otros viajeros de la Edad Media, adonde Colón ansiaba llegar en su cuarto viaje. Allí el Catay, el Tibet y Mangui; las ciudades de Quinsay y de Zaitún; y más hacia el Sur, Java, Caudín, Ceilán, la península de Malaca, y luego las islas de las especias y los codiciados países del Indostán, adonde Gama había llegado ya por opuesto camino.

Si este viaje de Gama había sido promovido en cierto modo por la emulación que infundieron los primeros viajes de Colón en los portugueses, los cuales quisieron aportar, como aportaron, antes que nosotros a la India, el cuarto viaje de Colón fue a su vez promovido por el de Gama. Con Gama fue la competencia de Colón, y no con Américo Vespucio.

El llamado globo de Lenox, de autor desconocido, pero que se supone construido en 1510 ó 1511, expresa el mismo o parecido concepto que el mapa de Juan Ruysch, salvo que las islas descubiertas por Colón están en él más lejos de Asia, interponiéndose mayor espacio de mar y el Japón o Cipango, isla que aparece al norte del Nuevo Mundo. Entre éste, que se dilata hacia el Sur, casi hasta el círculo polar, y la dicha isla de Cipango, no lejos del trópico de Cáncer, figura un estrecho, tal vez el que Colón buscada en su cuarto viaje, si es que buscaba alguno y si no era el que hay entre Sumatra y Malaca.

Como mi intento es dar sólo aquí una somera noticia del progresivo concepto que se fue formando del Nuevo Mundo, extractando lo que trae sobre este punto el libro de Juan Fiske, dejo de tratar de la defensa que hace de Américo, sosteniendo que éste no quiso robar a Colón su gloria ni hacer creer por medio de una falsía que antes de Colón había visitado la costa de Paria. El error consistió, a lo que parece, en que el traductor al latín de la carta de Américo a Soderini escribió Paria en vez de Lariab, que fue el punto que visitó Vespucio en su primer viaje con Vicente Yáñez Pinzón y Solís. Varnhagen y Fiske calculan que Lariab estaba cerca de Tampico. Ambos describen dicho viaje, de cuya realidad tiran a probar que se dudó de él sin fundamento, o que se le ha asignado fecha de seis u ocho años más antigua. Dicen que llegaron desde Canarias al cabo Gracia de Dios; desde allí navegaron más de ochocientas leguas, costeando siempre por el golfo de Honduras, el Yucatán, golfo de Méjico, dando luego la vuelta a La Florida y subiendo hacia el Norte hasta la bahía de Chesapeake, desde donde fueron a las Bermudas y desde allí a España.

Si todo eso fuese exacto, resultaría que Solís y Pinzón, y el mismo Vespucio, si bien como pasajero y curioso y no mandando nave alguna, visitaran antes de Colón, y en muchísima más extensión, las costas del continente americano. Este primer viaje de Vespucio fue desde 10 de mayo de 1497 a 15 de octubre de 1498, y el tercero de Colón, en que tocó en Trinidad, visitó el golfo de Paria y llegó hasta Cobagua, fue desde 30 de mayo de 1498 a 25 de noviembre de 1500.

Advierto de nuevo, para completo descargo de mi conciencia, que yo sólo trato del concepto que los sabios, y, como decimos ahora, el público ilustratro de Europa, iban formando del Nuevo Mundo. Acerca de la falsedad o verdad de los hechos por donde este concepto se creaba, se transformaba y crecía, no hago más que extractar a Fiske. El impugnarlo o aprobarlo quede para plumas más hábiles y para sujetos de suficiente erudición o de diligencia en buscar datos.

A mí no me toca dilucidar si el tercer viaje de Américo, hecho por orden y a expensas del rey de Portugal, fue o no, en todo o en parte, un audaz y portentoso tejido de embustes. Baste saber que creyeron en él los contemporáneos de Américo y que en él fundaron su concepto del Nuevo Mundo.

Vivía, en aquel tiempo, un duque de Lorena, llamado René, rey titular de Jerusalén y de Sicilia, aficionadísimo a las letras y a las artes y gran protector de ellas; residía el duque en la pequeña ciudad de Saint-Dié, de la que hizo o quiso hacer nueva Atenas. Había en la ciudad un colegio, donde enseñaron o aprendieron muchas personas doctas. Allí, hacia el año 1410, había escrito el cardenal Pedro d'Ailly su Imago mundi, que influyó tanto en los pensamientos de Colón. Y allí, a principios del siglo XVI, florecían, atraídos por la generosidad del duque, y dando esplendor a su corte, no pocos poetas, literatos y eruditos, entre los que descollaba Gualdero Lud, secretario del duque, que estableció en Saint-Dié una imprenta. Aumentaban el esplendor de aquella corte dos brillantísimos jóvenes. Era uno el ingenioso y elegante poeta y humanista Ringmann, y se llamaba el otro Martín Waldseemüller, profesor de Geografía, de veintitrés años.

Ringmann, que había vivido en París, y es probable que fuese amigo de Giocondo, tenía gran admiración por Vespucio, a causa de su carta de Lorenzo de Médicis.

Ocurrió en esto que la nueva carta de Américo, dirigida a Soderini, llegó a manos del duque René, en su traducción francesa. El canónigo Juan Basin de Sandacour la tradujo entonces al latín, y, a lo que parece, él fue quien cometió el error de trocaren Paria la palabra Lariab, dando ocasión a que se acusase a Vespucio de impostor, en nuestros días, y de que había querido arrebatar a Colón la gloria de haber estado en Paria antes que nadie.

Sandacour hizo además otro cambio. Sin duda, halló más fino y más lisonjero que Américo, en vez de dirigirse a Soderini, se dirigiese al duque René, y en su traducción así lo puso. Américo, entre tanto, después de haber dejado el servicio del rey de Portugal y después de su cuarto viaje con Ojeda y Juan de la Cosa, estaba en Sevilla, visitando a su amigo Colón, y de seguro muy ajeno de que en la corte de un duque, a quien acaso no había oído mentar, se tramaban contra él o en favor de él tales cosas, que harían eterno su nombre, dándoselo a un mundo, y le harían blanco de la ira y de las injurias de los ultracolombianos, que le tildarían de usurpador y de impostor en las futuras edades.

Ringmann y Waldseemüller tenían el proyecto de hacer una edición de Ptolomeo, y como preliminar escribió Waldseemüller un tratadito, titulado Cosmographie Introductio, al que añadió la traducción latina de lo escrito por Vespucio y algunos versos de Ringmann en alabanza del gran navegante de Florencia. Este librejo, publicado en Saint-Dié, el 25 de abril de 1507, se ha hecho tan raro y tan codiciado de los bibliófilos, que en 1884 hubo quien diese por un ejemplar setecientos cincuenta pesos fuertes.

En esta obrilla es donde por primera vez se propone que el Nuevo Mundo, la Ora antarctica, la recién descubierta quarta pars, se llame América. Después de hablar de Europa, Asia y África, dice Waldseemüller: quarta pars per Americunm Vesputium inventa est, quam non video cur quis jure vetet ab Americo inventore, sagacis ingenii viro, Amerigen quasi Americi terram, sive Americam, dicendam.

En efecto: el nombre de América ha prevalecido, extendiéndose con los años a todo aquel gran continente, pero aplicándose sólo, en un principio, a una parte de la América Meridional, fantásticamente aislada, como Australia. Por lo pronto, esto es, durante el primer tercio del siglo XVI, la América del Norte siguió siendo Asia, China y el Anahuac eran países limítrofes, y Temisteta, Tenochtitlan o Méjico, eran respecto a Pekín lo que con respecto a París era Toledo.

Así, como en el mapa de Juan Ruysch, se ve esto en otro mapa, que se supone hecho en 1514, se atribuye a Leonardo de Vinci, y se custodia en el castillo de Windsor, biblioteca de la Reina Victoria.

En este mapa, el Nuevo Mundo está más apartado de Asia que en el de Ruysch; la Tierra de Bacalaos y La Florida aparecen como dos grandes islas al norte del Nuevo Mundo; y el Japón, que aquí se llama Zipugna, se interpone entre el Nuevo Mundo y Asia; pero lo más singular de este mapa es que en él se ve el Nuevo Mundo denominado ya América, como lo fue en el Globus Mundi, anónimo de Strasburgo, de 1509.

Tan arraigada estaba la ilusión de que la América del Norte era Asia, que Balboa, descubriendo el Pacífico, y Magallanes y Elcano, surcándolo, no bastaron a desvanecerla enseguida. Los activos marinos de aquella edad, singularmente los portugueses y españoles, se dieron tal prisa en revelar, viajando, los mares y las tierras que hasta entonces habían estado inexplorados y ocultos, que los sabios de Europa tardaron mucho menos tiempo en comprender lo que ellos hacían, que ellos en hacer lo que hicieron. Fue a modo de una portentosa epopeya o estupendo drama, escrito y representado tan a escape, que sus autores y actores apenas eran entendidos y seguidos por los espectadores más sabios y más inteligentes, por donde no se ha de extrañar que el aplauso justo, fundado en sana crítica y en la perfecta comprensión del asunto o argumento, tenga que darse al cabo de siglos1.

Todavía, en 1531, fabricó Oroncio Fineo su famoso globo, donde la Tierra del Bacalao y La Florida no están lejos de China; donde Cambaluc y Temisteta distan poco, y donde toda Asia, combinada con Norteamérica, se une en Darien a la América Meridional (que se llama América) por un istmo que se ve algo al norte de la Equinoccial.

En suma: fue menester que pasasen bastantes años para que a los ojos de los hombres de Europa, aun los más doctos, se revelase el aislamiento remoto de Asia y del Nuevo Continente, y la enorme extensión de aquella tierra occidental antípoda, ignorada de los antiguos.

Esto causó un momentáneo eclipse en la gloria de Colón, olvidando o desatendiendo injustamente los hombres su fundamental hazaña, origen y condición de todos los descubrimientos ulteriores, la hazaña de ir el primero hacia el Occidente en busca del Extremo Oriente.

Cuando fray Bartolomé de las Casas volvió de las Indias a España, en 1547, al ver que dichas Indias se llamaban América, su indignación fue grande y no menor su enojo contra Américo Vespucio, que hoy parece probado no haber puesto en todo ello malicia, ni haber tenido propósito de agraviar a Colón, ni culpa alguna.

He extractado algo del interesante libro de Juan Fiske2; pero aún queda mucho que extractar para que se complete la Historia del desarrollo del concepto de América. En esto, a mi ver, añade Fiske no poco al Examen crítico de Humboldt.

Con tiempo y reposo, tal vez escriba yo otro artículo, terminando el estudio y acabando de extractar lo que tan bien expone el historiador angloamericano. De esta suerte, yo lograría al menos excitar el interés y la curiosidad en favor del mencionado libro, acaso el mejor que se ha escrito y publicado hasta ahora, en países extranjeros, con ocasión del cuarto Centenario que todos celebramos.

El libro de Juan Fiske debiera traducirse en nuestro idioma, si bien con algunas enmiendas y notas correctivas.

No hay escritor de raza anglosajona, por ilustrado e imparcial que sea, que pueda prescindir de tratarnos mal a menudo, y de declamar contra nosotros en nombre de filantropías, mansedumbres, amabilidades y ternuras, que nosotros nos volvemos locos para hallar, ejercidas por los ingleses con las naciones inferiores en civilización que han subyugado, y no las descubrimos casi nunca.

Fuera de este sentimentalismo, falso y postizo, de que se arma Fiske para fustigarnos, lo cual no puede hacernos gracia, su libro nos parece tan instructivo como claro y ameno, digno por mil razones de que se lea y se elogie en España.




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Carta de maese Jaime, piloto de Mallorca

Al magnífico señor infante de Portugal don Enrique


Venecia, 15 de abril de 1428.

Magnífico y muy respetable señor: Hallándome yo aquí, al servicio de ricos mercaderes, por cuya cuenta he hecho algunos viajes a Egipto y a varios puertos de Siria, tuve el gusto de presenciar, hace una semana, la entrada triunfal en esta hermosa ciudad del ilustre infante don Pedro, duque de Coimbra y vuestro hermano. Con solemne pompa le recibieron el dux, los senadores y la plebe, ya que venía don Pedro precedido de la fama de sus altas caballerías y peregrinaciones. Se cuenta que ha recorrido, exponiéndose a mil peligros, muchos países remotos, habitados por pueblos bárbaros e infieles; que ha penetrado en África hasta muy cerca de las fuentes del Nilo; que ha visitado en Arabia el país sabeo, donde reinó en lo antiguo aquella hermosa y sapientísima dama que vino a conferenciar con Salomón, y que fue tan su amiga; que ha estado en Jerusalén y en otros Santos Lugares en que el Verbo humanado vivió y padeció muerte y pasión por nosotros; y que ha ido luego más allá de Damasco, Palmira y Bagdad hasta el centro del Asia. A lo que parece, el infante don Pedro iba en busca del preste Juan de las Indias; pero, por más que hizo, no pudo encontrarle ni averiguar hacia qué parte del mundo caen sus dominios. Tuvo, pues, que volver a tierra de cristianos, sin dar cima a su empresa, pero con gran caudal de noticias que en sus maravillosas andanzas ha recogido. Mas no sólo por esto, sino también por hermano del rey de Portugal y por dueño de la Marca de Treviso, la Señoría le acoge, hospeda y agasaja como si él fuera un soberano reinante. Infunde, además, gran veneración y amor a su persona el conocimiento que aquí se tiene de sus triunfos guerreros, así cuando era mozo en la conquista de Ceuta, como ya, en su edad granada, sirviendo con trescientas lanzas al emperador de Alemania, Segismundo, y peleando denodadamente en su favor en las tremendas guerras contra los herejes husitas, y contra el turco, que va apoderándose de todo el Oriente de Europa y que amenaza de continuo volver a sitiar a Bizancio y acabar con el Imperio griego.

En medio de los agasajos y felicitaciones que el señor Infante recibe en Venecia, como él es curiosísimo y se informa y entera de todo, ha de saber la nombradía de excelente piloto y cosmógrafo que me conceden en Venecia mis amigos benévolos. Excitado por ellos, el señor infante deseó hablar conmigo, y me llamó a su presencia. Diversas y largas pláticas he tenido con él; por él he sabido el alto empleo y el tenaz propósito a que vos, magnífico señor, consagráis vuestra vida, que el Cielo guarde y prospere.

Sin la menor lisonja he declarado a vuestro digno hermano lo mucho que aplaudo y celebro los planes que habéis concebido. No extrañéis, pues, señor, que el infante don Pedro, contando con vuestra voluntad, como si fuera la suya, me haya ganado y contratado para ir en servicio vuestro. Dentro de poco iré, si Dios lo permite, ya por tierra, acompañando al infante don Pedro, que va a Roma a besarlos pies al Padre Santo y a confiarle vuestros proyectos y los suyos, y que luego se volverá a Portugal por tierra para ver al paso a los reyes de Navarra, Aragón y Castilla; ya por mar, a fin de visitar yo a mis parientes y amigos, en mi patria, Mallorca, antes de ir al Promontorio Sacro y tener la honra de besaros la mano y de ponerme a vuestras órdenes.

Allí, hasta donde alcancen mis fuerzas y mi saber, enseñaré el arte de navegar, como lo deseáis y pedís, a los oficiales de mar, inexpertos aunque valerosos, con que contáis para vuestros proyectados descubrimientos. Indispensable será que, confiados en la aguja náutica y guiados por las estrellas, se aventuren lejos de la costa y se engolfen en el Mar Tenebroso, nunca surcado hasta ahora por atrevidas naves.

Grandes son vuestra tenacidad y la mía, pero no es menor nuestra esperanza. Acaso tarde más de un siglo en cumplirse. Vos y yo habremos desaparecido ya de sobre el haz de la Tierra, pero vivirá eternamente vuestra gloria, y la mía quedará unida a la vuestra. Para término de tanto anhelo se llegará al extremo sur de África, y desde allí a la India, donde los portugueses eclipsarán los atrevimientos dichosos del magno Alejandro y del hijo de Semele. Más allá del mar de Sargazo tal vez se descubran fértiles islas y continentes que superen a la soñada Atlántida. Aliados los reyes de Iberia, como Salomón e Hirán en lo antiguo, enviarán sus flotas a Ofir, y éstas volverán triunfantes y cargadas de oro al Guadalquivir y al Tajo; y nos traerán los perfumes de Pancaya, la seda del Catay, el clavo y la fragante canela de Serendib, y las perlas y los diamantes que adornan los alcázares y el regio tálamo de la Aurora.

En comparación de las prodigiosas aventuras de los navegantes y descubridores que nazcan o procedan de la escuela que he de ayudaros a fundar, parecerán mezquinas invenciones las fabulosas historias de Hércules, Jasón y Teseo; los lances fantásticos de los Caballeros de la Tabla Redonda; la demanda del Santo Grial, y las heroicidades, sin digno objeto de los Lanzarotes, Roldanes y Amadises.

Los héroes, criados por vos y educados por mí, aportarán a la isla de los Amores, más bella que las Afortunadas, que Citeres y que Pafos, y se deleitarán en más floridos y amenos jardines que los de Armida.

No habrá cuento de hadas, no habrá leyenda oriental cuyos imaginarios sucesos venzan en esplendor la realidad de sus cuentos y de sus leyendas. Para hallar algo comparable a los portentos que nuestros aventureros realicen, el espíritu humano tendrá que remontar la corriente de los siglos y retraer a la memoria las edades divinas y la expedición civilizadora de Osiris.

Y si esta tierra en que vivimos no es una inmensa planicie ni un disco cuya circunferencia toca y limita la bóveda celeste; y si, como creen los sabios, es una masa redonda que se sostiene en la amplitud infinita, o que corre con rapidez violenta por misterioso y constante impulso, que la hace girar o precipitarse, sin hallar nunca poso, en los insondables abismos del espacio, yo no dudo de que ha de llegar un día en que, por virtud y a consecuencia de la escuela que fundemos, los hombres rodeen la tierra, la visiten y la conozcan toda, enseñando el nombre y la doctrina de Cristo a las tribus más esquivas y salvajes, y erigiendo el signo redentor de la Cruz en las regiones más incultas y remotas.

Y cuando vuelvan de explorar países incógnitos y de completar por experiencia el concepto del mundo, cuyo dominio tendrá que dividir el Papa entre portugueses y castellanos, sometidos al nuevo imperio católico de Roma, entrarán nuestros héroes en la ciudad eterna cargados con los opimos despojos del Oriente y del Occidente, renovando con ventaja, después de tantos siglos, los triunfos de los Césares, y haciendo avanzar, para la Roma cristiana, al Dios Término, mil veces más que le hizo avanzar, por última vez, el andaluz Trajano para la Roma gentílica.

No acierto a ponderar mi gratitud hacia vuestro hermano el señor infante don Pedro y hacia vos, magnífico señor, al pensar que os debo el que me hayáis asociado a vuestros sublimes propósitos haciéndome partícipe de la gloria inmortal que hemos de ganar sin duda.

Dios guarde a vuestra grandeza para bien del linaje humano, y a mí me dé la luz y el ánimo de que he menester para prestaros el auxilio que el infante don Pedro, en vuestro nombre, me pide.

Soy, magnífico señor, vuestro decidido auxiliar y humilde siervo y piloto, Jaime de Mallorca.

Por la copia,
Juan Valera.

Madrid, 1896.




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Poesía angloamericana

Por descuido y pereza, no por engreimiento y desdén, solemos ignorar en España las literaturas extranjeras.

Siempre hemos sido más inclinados a admirar lo que vemos fuera de nuestro país que lo que hay en él. Lope recela no poder competir con los poetas italianos, que son


      ...solos y soles.
Él, con sus rudos versos españoles...

Góngora, en su oda a la Invencible Armada, en vez de insultar, pone por las nubes a la nación inglesa, abominando sólo de la herejía en que ha caído. Desde el secretario de Pero Niño, que nos cuenta las hazañas de su señor, hasta el más reciente compatriota nuestro que ha estado en Francia, todos ponderan con entusiasmo el saber, el ingenio, la cultura y los primores de aquel pueblo. Apenas hay antiguo viajero español, de los que penetraron en el Japón y en China y escribieron de aquellos imperios, que no pinte con admiración fervorosa el bienestar, la riqueza y el refinamiento civilizado de por allá. Y muchos de los primitivos historiadores de Indias fingen con benévola fantasía y regalan generosamente a los indígenas del Nuevo Mundo la civilización que sólo por medio de los hijos de Europa llegó hasta ellos.

Bien puede afirmarse de España que no sólo el amor, sí que tampoco el odio, le quita conocimiento. Siempre hemos celebrado, dado testimonio de su valer y hasta encarecido poéticamente el mérito de nuestros enemigos, ora vencidos, ora vencedores. Hasta en los cantos populares se nota esta propensión de nuestro espíritu. Sean prueba de ello los romances moriscos, con todas las lindezas y finuras que se atribuyen allí a galanes y damas.

Infiérese de lo dicho que si hay alguien entre nosotros que mira al pueblo de los Estados Unidos como a pueblo de interesantes mercaderes que sólo se ocupan en acrecentar la material riqueza y que desdeñan o desconocen el arte, la poesía, las elevaciones del espíritu y todas las delicadezas del sentimiento, esto es por ignorancia y no por odio. No influye en nuestro falso y desfavorable concepto el que unos cuantos apasionados políticos de por allá nos hayan insultado desde la tribuna, ni el que haya una partido de yanquis que quiera a Cuba libre o anexionada a los Estados Unidos o transformada en República negra.

Convendría, pues, para que ahora no se nos tildase de aborrecedores, ya que nunca lo hemos sido, que estudiásemos y conociésemos mejor todo el valer del pueblo americano, en poesía y en literatura. En la esfera espiritual esto nos valdría no poco: rebajaría algo nuestra admiración a las cosas francesas y nos quitaría el prurito de remedarlas. Recelo incurrir en desaforadas hipérboles; pero la literatura angloamericana es ya tan rica, que el conocerla bien asemejaría algo al descubrimiento de un nuevo mundo. De todos modos, el conocerla bien nos acercaría más a aquella nación, cuyo concepto de España, a pesar de Ticknor, de Prescott y de Washington Irving, es también harto equivocado, y disiparía no pocos sentimientos antipáticos por una parte y por otra. Aquí no tenemos espacio ni ocasión de dar ni ligerísima idea de multitud de poetas, novelistas, historiadores y pensadores, políticos y religiosos de que pueden con razón enorgullecerse los Estados Unidos. Sólo de lindas y gallardas poetisas poseen un ejército, no pocas eminentes. De sus egregios poetas apenas han llegado a España los nombres de algunos, como son: Longfellow, Poe y Emerson; pero, en cambio, casi son desconocidos hasta los nombres de Cullen Bryand, Whittier, Holmes, Walt Whitman, Taylor, Story y Rusell Lowell, aunque este último estuvo en Madrid dos o tres años como representante de su República. Con la lista escueta de escritores angloamericanos en verso y prosa, muy estimados en su país y merecedores de estimación en los demás, podríamos llenar un par de columnas. Pero no permita Dios que fatiguemos con semejante enumeración a nuestros lectores. Limitémonos aquí a poner como muestra de la poesía angloamericana tres composiciones que hemos traducido libremente.

Es la primera de Jaime Rusell Lowell, considerado como el tipo más perfecto del hombre de letras de los Estados Unidos del Este.

Es la segunda de Guillermo Wetmore Story, hombre de muy varias aptitudes: literato, pintor y escultor, y residente casi siempre en Roma. Es precioso su libro titulado Él y ella. Y sus poesías más populares en los Estados Unidos son Cleopatra y la que va aquí traducida.

La tercera composición, por último, es de Juan Greenleaf Whittier; no podemos resistir a la tentación de citar aquí algo de lo que dice de él el señor Menéndez y Pelayo: «Es un poeta místico, apóstol de la filantropía. Durante la guerra de Secesión, sus cartas contribuyeron, como las armas mismas, a la emancipación de millones de esclavos. La colección titulada Voices of freedom es el principal monumento de esta lucha. Como poeta religioso, está lleno de ternura, de devoción y de amor sin límites a la Humanidad redimida y aquejado por la nostalgia de lo infinito.» El señor Menéndez y Pelayo afirma que Whittier, en muchos de sus versos, expresa conceptos elevadísimos y de eterna verdad, que pueden y deben ser admitidos por todas las comuniones cristianas, incluso la que tiene la excelencia de conservar el depósito sagrado y venerando de la tradición católica.

En la composición halla el señor Menéndez el más puro y ardiente sentimiento religioso por parte del poeta, y, muchas ideas y frases admirablemente tomadas de los soliloquios de San Agustín Whittier era cuáquero, y la idea del océano de luz y de amor que se vierte y derrama sobre la noche y la muerte está tomada de Jorge Fox, padre de la secta.

«Whittier -dice, por último, el señor Menéndez- es uno de los tipos más puros y más acentuados de la primitiva raza colonizadora de la América inglesa. Tiene el mismo entusiasmo, la misma virilidad y la misma unción de los primero emigrantes. Guillermo Penn le reconocería por uno de los suyos.»

Las tres composiciones son como siguen: El mayoral del rey Admeto, Praxiteles y Friné y Luz y tinieblas.

Madrid, 1896.




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Velázquez y su tercer centenario

La afición a los centenarios cunde, desde hace tiempo, por toda Europa. No es España la tierra donde esta afición tiene menos frecuentes manifestaciones; y si en todas partes esto merece elogio, por ser prueba de patriotismo y de afecto y admiración a los varones ilustres de las edades pasadas, todavía debemos recomendarlo y aplaudirlo más en España, por lo que puede contribuir a alentarnos en nuestro actual abatimiento.

Algo hay tal vez en la celebración de los centenarios que ha trascendido de lo religioso a lo profano, pero sin que implique oposición la trascendencia. El culto de los héroes, de los sabios, de los poetas y de los artistas nunca se opuso ni se opondrá al de los santos y bienaventurados: antes bien, lo completa, coincidiendo a menudo, como aconteció pocos años ha, en el centenario de San Juan de la Cruz, y como no puede menos de acontecer en la patria de los Isidoros, Leandros e Ildefonsos, del Conquistador de Sevilla; de Vicente Ferrer y Domingo de Guzmán, impugnadores elocuentísimos de herejes y de judíos, y del famoso hidalgo guipuzcoano, poderoso rival del fraile sajón Martín Lutero.

No es menester aceptar la doctrina del famoso libro de Carlyle, ni la de su imitador, el angloamericano Emerson, para honrar la memoria de los hombres que ha deleitado, dirigido o glorificado el humano linaje; ni la veneración que les concedamos tiene que fundarse en las ideas filosóficas y políticas exageradamente individualistas o inficionadas de panteísmo en que Carlyle y Emerson la fundan. Para mí no pasa de ser una figura retórica el alma suprema, el espíritu colectivo de la Humanidad, cada una de cuyas facultades o potencias se encarna y aparece en un eminente personaje que la representa en el mundo. Por extraordinario que este personaje sea, no es para mí la encarnación de una de esas potencias, ni la representación de genio nacional en una de sus fases, ni menos un ser tan egregio que debamos ciegamente obedecerlo y reverenciarlo, creyendo que la sombra que su figura proyecta sobre la prolongada extensión de los siglos marca indefectiblemente la senda que debe seguir la Humanidad en su progreso.

De Dios proceden, sin duda, así el poder de los príncipes sobre las naciones como el que ejercen los sabios, los poetas y los artistas para cautivar y someter en cierto modo bajo su cetro a los demás seres humanos. Pero este poder, aunque procede de Dios, no procede de Dios inmediatamente, sino que procede por medio del pueblo, el cual, divinamente inspirado, inspira a su vez a un varón singular, en quien infunde sus ideas y sus altos propósitos, y a quien presta aliento, crédito y auxilio para que les dé cima.

Poco o nada amengua el valer de los hombres eminentes este modo que tengo yo de entenderlos. Es el principio de la soberanía nacional aplicado a todo.

De las premisas que dejo sentadas se deducen importantes consecuencias, y entre ellas las que siguen:

Que mientras no hay, más o menos vaga y difusa, inspiración poética o política en un pueblo, no aparece en este pueblo ni un gran poeta, ni un gran político. Y que mientras un pueblo no tiene profundas y racionales aspiraciones de extender su imperio y de infundir su cultura, sus creencias y su lenguaje en otras naciones y razas, Dios no suscita en él, para que las aspiraciones se logren, ni grandes capitanes, ni atrevidos navegantes, ni filósofos y sabios, ni escritores y artistas ingeniosos, sutiles o amenos.

Claro está, pues, que, en mi opinión, un pueblo no prevalece y descuella sobre los otros porque tiene o ha tenido la dicha de poseer hombres eminentes que lo dirigen, sino que posee y produce tales hombres por la virtud creadora que ponen en él la conciencia de su evidente superioridad y la noble confianza en sus altos destinos.

De aquí infiero yo algo muy en consonancia con la blanda e indulgente condición de mis juicios. De aquí que yo, ya que no disculpe, atenúe, en los generales infortunios, las faltas y los errores de determinadas personas. Así, aunque la sentencia haya de ser severa, no pesa, ni duele tanto, ya que se extiende sobre la muchedumbre.

De todos, modos, conviene que la reprobación no sea muy dura.

Una nación no demuestra la persistencia de su energía deplorando sus desgracias, por enormes que sean. Tal vez exagera entonces su decadencia presente, y no sólo duda de su porvenir, sino que llega a negar su glorioso pasado o, por lo menos, a empequeñecer el concepto que de él tenía.

Siempre condené yo el sobrado orgullo nacional y la desmedida jactancia; la ponderación y el encarecimiento de los dominios de España donde el sol no se ponía nunca, y las frecuentes citas de nuestras victorias y triunfos en todas las artes de la paz y de la guerra. Pero hoy hemos caído en el extremo contrario. Y más que en la pérdida de nuestras colonias, y más que en el estado tristísimo de nuestra Hacienda pública, veo yo, en la blasfemia condenación de nuestra historia pasada, no el síntoma ominoso de decadencia, sino la negación de que podamos regenerarnos. No; no fue casual el predominio de España, sino resultado de su propio merecimiento. Ni fue tampoco su imperio tan pasajero y caduco como se supone. Ni hay fundamento para afirmar que España carece de aptitud colonizadora cuando durante cerca de cuatrocientos años ha tenido más colonias que ninguna otra nación del mundo, y cuando al perderlas naciendo tantos nuevos estados no hemos perdido ni debemos perder la esperanza de que estos estados florezcan y prosperen, sin que desaparezcan en ellos los signos indelebles de que nos deben su origen.

La vitalidad de las naciones y de las razas es mayor de lo que comúnmente se cree. Y no es España entre todas las de Europa la que tiene menos vitalidad. No ha sido sólo al ir a terminar el siglo XIX cuando nos han dado por muertos. Por más muertos nos tenían al terminar el siglo XVII, y España, no obstante, se rehízo en el reinado de Carlos III. Y por más muertos nos tenían también al empezar el presente siglo, y resistimos, no obstante, al rival de Inglaterra y vencedor de Austria, Alemania y Rusia, importando no poco en su caída.

Lastimosa es hoy nuestra situación; pero nada se remedia con desesperarse, ni menos aún con formar un erróneo concepto de nuestro pasado. No se apaga un astro porque se eclipse, ni el desmayo debe tomarse por muerte.

La manía de que decae o ha decaído, no sólo España, sino toda la raza latina, es manía contagiosa y conviene protestar contra ella, aunque nos repitamos.

Demos por supuesto que hay raza latina, aunque no se comprenda con claridad lo que es, y aceptemos, además, aunque nos parezca falsa, la división que se hace de los principales pueblos de Europa en latinos y germanos. ¿Cuándo empezó y en qué consiste esta decadencia en Francia, que sigue imponiendo sus artes, sus ideas y sus modas al resto del mundo, que es ilustrada y rica, que lo avasalló todo en tiempo del primer Napoleón, y que todavía, reinando el tercero, venció a los rusos en Crimea y a los austríacos en Italia? ¿Cuándo empezó y en qué consiste en Italia misma, cuyos poetas, filósofos y políticos no son inferiores en nuestro siglo a los de ningún otro siglo, y cuya suspirada unidad no ha venido a realizarse hasta ahora? Y si los rumanos son latinos, tampoco puede decirse que decaigan cuando logran sacudir el yugo de los turcos y forjar Estado independiente.

Resulta, pues, que esta a modo de fe de defunción sólo reza para la gente de España, porque, en lucha desigual con una nación cuatro veces más populosa e incomparablemente más rica, ha tenido que ceder, perdiendo sus colonias, que se le habían rebelado, y sin contar con el apoyo ni con el auxilio de nadie.

Convengamos, con todo, no en que la pérdida de las colonias que nos quedaban haya sido una enorme desgracia, sino en que ha sido una mortificación de amor propio; pero ¿implica esto el hundimiento y la caída de que tanto se habla? ¿Exige para la regeneración más que calma y resignada fortaleza, y vale para sostener que en España fue acabando o acabó ya todo?

Muchos extranjeros, y gran número de españoles que los han creído, se han dado a fantasear que toda nuestra civilización, viciada y corrompida por el fanatismo religioso, terminó a fines del siglo XVII, y que desde entonces hasta el día hemos vivido remedando a otros pueblos y sin iniciativa y sin carácter propios. Todo esto es y debemos sostener que es falso. Moratín, don Ramón de la Cruz, el duque de Rivas, García Gutiérrez y no pocos otros dramaturgos son tan castizos, como Lope, Calderón y Tirso, y no han tenido que despojarse de su nacionalidad a fin de no ser criaturas anacrónicas. Feijoo, Jovellanos, Toreno, Balmes y otros que viven no remedan servilmente a nadie, ni para estar a la altura de los adelantos del día tienen que renegar de su casta. De nuestros poetas modernos, líricos y épicos, aún cabe mayor alabanza, porque, sobre ser también originales y castizos, acaso las venideras generaciones, que desde más lejos los vean, comprendan y midan la altura que tienen y los pongan por cima de los antiguos en la cumbre de nuestro Parnaso. Lo que es yo me atrevo a adelantarme en esto, y quiero tener el gusto y tengo la audacia de alzar en mi opinión hasta ese punto a Quintana y a Gallego, a Espronceda y a Zorrilla, y algunos otros de los poetas más recientes.

Lo mismo que de las letras, se pensaba y se decía hasta hace poco de nuestras artes: que lo original, genuino y verdaderamente propio había acabado, sobre poco más o menos, al acabar el siglo XVII. Hasta los más entusiastas encomiadores de nuestras pasadas glorias artísticas dejan entrever que opinan así, aunque medio encubran tan poco lisonjera creencia con el velo de la cortesía. Para Stirling y para Viardot, por ejemplo, el portugués Claudio Coello es casi el último de nuestros grandes pintores. Y si bien no niegan ni pueden negar a Goya la originalidad y el valer, todavía le consideran como casi aislado y teratológico.

Por dicha, esta creencia en la muerte o en la esterilidad del ingenio español, más fundada, hasta pocos años ha, en artes que en letras, ha desaparecido ya por completo, si no en letras, en artes, merced al rico florecimiento de la pintura española en nuestros días, y merced también a que con el pincel se expresan los conceptos y se crea la belleza en lenguaje más inteligible para todos que con la pluma. Las obras de los Madrazo, Fortuny, Gisbert, Casado, Vera, Villegas, Pradilla, Sorolla, Rosales, Jiménez Aranda, Palmaroli, Moreno Carbonero y muchos más, cuyos nombres no cito porque no acuden ahora a mi memoria, demuestran que España vive aún y que no está seca de cerebro ni tullida de manos, aunque sólo sea para la pintura.

Entre tanto, y mientras no logremos restablecer nuestra buena reputación en otros oficios, menesteres o profesiones, trabajemos con perseverancia para conseguirlo, y no nos echemos en el surco y nos demos por muertos, sino creamos sin vanidad y sin soberbia que aún estamos vivos, y de seguro viviremos.

La presente angustiosa situación de nuestra patria ha influido en mi ánimo, inspirándome las anteriores consideraciones y moviéndome a escribir preámbulos larguísimos para venir a tratar del famoso y egregio pintor don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, más comúnmente llamado don Diego Velázquez de Silva, o Velázquez sólo. Me complazco, no obstante, en creer que dichas consideraciones no son del todo extrañas al asunto. Conveniente es cuanto pueda levantar el espíritu y los corazones de los hijos de España, tan maltratada hoy de la fortuna y tan desdeñada y abandonada por grandes naciones que fueron sus rivales o sus amigas. No recomendaré yo que nos olvidemos de la modestia y prescindamos de la resignación de que tanta necesidad tenemos ahora; pero sin dejar de ser modestos y resignados, bien podemos y debemos ensalzar las pasadas glorias españolas y creer asimismo que no se disiparon para siempre; que en la pintura viven aún; que en las letras castizas no murieron en el triste reinado de Carlos II, sino que siempre persisten, y que en las artes de política y de imperio reverdecerán los hoy harto mustios laureles.

Las comparaciones son odiosas y muy ocasionadas a caer en injusticia. No digamos, pues, que Velázquez es el mejor de los pintores españoles, para que no se ofendan Ribera y Murillo. Digamos sólo que estos tres pintores descuellan acaso sobre cuantos hemos tenido. Para estimar el valer de Ribera, se requiere ver las obras que ha dejado en Italia. En Nápoles están, sin duda, sus mejores cuadros. Yo recuerdo con renaciente admiración una imagen de la Virgen con el Cristo muerto y descendido de la cruz, que está en la cartuja, sobre el Vómero, y que los inteligentes me solían ponderar como el mejor cuadro del mundo.

Así, Ribera como Velázquez pudieron ser llamados realistas y aun naturalistas, en el sentido que se presta en el día a estos vocablos literaria y artísticamente. Hay, con todo, entre ambos pintores una notable diferencia que para mi gusto redunda en favor de Velázquez, aunque presta tal vez a no pocas obras de Ribera superior atractivo cuando se busca en el arte fuertes emociones. Procura y logra Velázquez reproducir en sus obras la verdad real, pero sin exageración alguna y sin predilección por lo terrible, tétrico y espantoso; mientras que Ribera, exagerando la fuerza del claroscuro, busca el efecto, y complaciéndose en pintar el más extremado dolor físico, el regocijo feroz de los verdugos, los suplicios más crueles y abominables, los hombres desollados, descuartizados o quemados vivos, se diría que se esmera y complace en producir atroces e infernales pesadillas.

Comparando a Murillo con Velázquez, no se puede negar que Murillo le lleva ventaja en la creación de cierta ideal belleza a la que Velázquez no aspira, contentándose con la verdad. Nuestros pintores de aquella época, poco o nada influídos del espíritu gentílico que había en muchos pintores italianos, y llenos de austeridad ascética, tal vez miraban como pecado la belleza, que consiste en la perfección de las formas. Murillo, no obstante, supo hallar y crear otra belleza ideal, resplandeciendo con purísimo y sobrehumano brillo sobre la mera realidad humana de las figuras de sus cuadros. El entusiasmo religioso de Murillo se manifiesta dando ser a una rara y sublime belleza de expresión, nunca superada por nadie en las artes del dibujo. En muchos cuadros de Murillo se revela el espíritu, encendido en amor divino, con soberanos éxtasis y arrobos, con visiones celestiales, circundado de ángeles niños, que son sus inocentes y puros pensamientos, y bañado en un piélago de luz increada, que inunda la oscuridad de nuestra terrenal vivienda.

Poco o nada por el estilo hay que buscar en Velázquez, aunque aduzcamos en su favor el cuadro de La coronación de la Virgen. Velázquez es el más realista de los pintores; pero bien puede afirmarse también que entre los pintores realistas es el primero.

El glorioso pintor nació en Sevilla, donde fue bautizado en la parroquia de San Pedro, el 6 de junio de 1599. España se prepara hoy a celebrar el tercer centenario de su nacimiento. Y deseando nosotros contribuir a este fin hasta donde nuestras fuerzas alcancen, consagramos el presente número de nuestro periódico a ensalzar la memoria del verdadero fundador de la escuela de Madrid, reproduciendo por medio del grabado sus mejores obras y tratando de juzgarlas con crítica imparcial, no torcida por afectuoso encarecimiento.

Falto de autoridad quien escribe este artículo, e ignorante de las teorías del arte, acaso sea recusado por los artistas y conocedores, y acaso sean censurados su aceptación y su desempeño de tan difícil encargo. En su defensa, con todo, debe alegarse que no se trata de dar aquí un dictamen técnico, sino de expresar lo que sobre Velázquez siente y piensa el vulgo, y para ello no está mal que se conceda la palabra a alguien que se cuente entre las personas que lo forman. Por fortuna, además, Velázquez ha logrado la de tener no pocos jueces competentes que han estudiado sus obras, que han tasado su valer y que las han puesto en la altura de estimación que merecen. Nosotros, sin desechar nada nuestro propio criterio, nos apoyaremos en los mencionados peritos y sabios para no caer en graves errores. Palomino, Ceán Bermúdez, Viardot, Stirling, don Antonio Ponz, don Pedro Madrazo, don José María Asensio, Justi, Beruete, Zarco del Valle y el conde de la Viñaza han dicho cuanto hay que decir sobre Velázquez, facilitan nuestra tarea y la limitan a extractar lo más sustancial de sus escritos, sin excluir del resumen las propias consideraciones de que no acertamos a desprendernos.

Ciencia es la filosofía de la Historia más deseada que conseguida. Confieso mi escepticismo o, si se quiere, mi ignorancia en esta ciencia. Los que pretenden saberla y aplicarla, rara vez o nunca me convencen. Ignoro las verdaderas causas de la elevación y de la caída de los grandes imperios. Y llego al extremo de ignorar hasta qué punto está un imperio decadente o no en época determinada, y en virtud de qué leyes ya se adelantan, ya suceden al florecimiento político, el de las ciencias, el de las letras y el de las artes, y cómo influyen unos en otros. Desde 1599, año en que nació Velázquez, hasta el de 1660, en que murió, sin duda fueron enormes las pérdidas que España tuvo. Pero ¿bastan a justificar la declaración de nuestra decadencia desde entonces y la afirmación de que la más feliz edad de nuestras artes coincide con el abatimiento de España en política, en poder militar y en ciencias y letras? Yo entiendo que no bastan, si no me confundo al entenderlo así abarcando en una rápida ojeada todo aquel período de nuestra Historia, que era a la sazón la historia del mundo, y que aún no está escrita de modo satisfactorio por historiadores españoles.

Es cierto que en aquel período perdimos a Portugal, expulsamos a los moriscos, se rebelaron Cataluña y Nápoles, aunque fueron sofocadas ambas rebeliones, y tuvimos que reconocer la independencia de las provincias unidas de Holanda, si bien después de lucha reñidísima, que duró más de ochenta años, y en la que intervinieron con frecuencia contra España franceses, ingleses y suecos. Enemigos y rivales del poder de España fueron príncipes y grandes políticos y capitanes tan famosos como Enrique IV de Francia, Richelieu, Cromwell y Gustavo Adolfo; pero el mismo valor y capacidad de estos hombres nos mueve y obliga a no desdeñar ni condenar ásperamente a Felipe III y a Felipe IV, y a los privados, ministros, gobernadores y generales de mar y tierra de que se valían. No desmerecen, a mi ver, de los grandes hombres de acción que tuvo España en los reinados de Carlos V y de Felipe II, ni los marqueses de Santa Cruz, Leganés, Bedmar y Spínola, ni el gran duque de Osuna, ni los esforzados marinos que tantas victorias alcanzaron sobre marroquíes, argelinos, turcos y piratas ingleses y holandeses; ni los que domaron a Arauco, ni los que conquistaron a Nuevo Méjico, ni los que extendieron el poder del Rey Católico sobre el Perú, Ceilán y otras isladas y comarcas del Extremo Oriente. Los apuros de nuestro Tesoro no deben aducirse como síntomas de decadencia. Ni en tiempo de Carlos V, ni en tiempo de Felipe II, ni casi nunca, estuvimos menos apurados. Ya Tomás Campanella, en el curioso libro en el que casi nos promete la monarquía universal, y nos da consejos y reglas para que la logremos mejor que los asirios, persas, griegos y romanos, se admira del desgobierno y despilfarro de nuestra Hacienda pública, de lo mucho que se gasta sin lucimiento y sin provecho, y de que el rey de España necesita fere perpetuo inopia laborare atque etiam ab aliis mutuo accipere. Esto en lo tocante a la posición política de España. En lo tocante al estado de su cultura, aún hay menos motivos para calificar de decadente la edad en que Velázquez vivía. Su vida está dentro del Siglo de Oro de nuestras letras y de toda nuestra cultura. Ercilla, Lope, Tirso, Alarcón, Moreto, Rioja, los Argensolas, Melo, Moncada, Quevedo, Góngora y, en suma, los más famosos y excelentes poetas y escritores de España vivieron en tiempo de Velázquez. En su tiempo vivió Miguel de Cervantes y compuso y publicó el libro portentoso que es el más bello monumento de nuestra gloria literaria.

Escrita está ya la vida de Velázquez extensamente por los autores que hemos citado. Dentro de poco saldrá a luz un libro que el entendido crítico de artes, don Jacinto Octavio Picón, está escribiendo sobre el mismo asunto. A nosotros nos incumbe sólo, y más no es posible en un artículo, trazar en breves rasgos los principales sucesos de su vida. El primer maestro de Velázquez fue Herrera el Viejo, cuyo carácter adusto hizo que el joven discípulo se sustrajese pronto a su férula, pasando a estudiar su arte bajo la dirección del docto y afable Francisco Pacheco. Cinco años estuvo en esta escuela, dando en ella tan lucidas muestras de su valer, que el maestro le concedió la mano de su hija doña Juana. En casa de Pacheco, donde se reunían entonces los más claros ingenios, los más aventajados artistas y muchos nobles caballeros sevillanos, Velázquez, a par de aprender la pintura, ilustró y enriqueció su espíritu con no escasa doctrina, y con el trato y conversación de personas tan escogidas adquirió la desenfadada y franca cortesía y el don de gentes con que supo cautivar voluntades.

Muy estimado ya por las obras de su primer estilo, entre las que se cuentan La adoración de los Reyes, que está en nuestro Museo, y El aguador, que posee lord Welligton, Velázquez, en busca de más amplio teatro, vino a Madrid por vez primera en 1622.

A pesar de las recomendaciones solícitas de algunos de sus valedores, no logró entonces penetrar en Palacio; pero poco después el insistente empeño de don Juan Fonseca y Figueroa tuvo el éxito deseado. El conde-duque de Olivares escribió al pintor mandándole venir a Madrid y dándole dinero para el viaje y el encargo de hacer el retrato del rey. Este retrato ecuestre de Felipe IV se expuso en la calle Mayor, frente a las gradas de San Felipe el Real, y consiguió para su autor la admiración de cuantos eran o se preciaban de inteligentes. El regio modelo se entusiasmó con la pintura que le representaba; se cuenta que pensó en destruir cuantos retratos le habían hecho antes, y declaró que en lo sucesivo Velázquez sólo le retrataría, así como Apeles era el único que retrataba a Alejandro. Desde entonces no faltó nunca a Velázquez el favor de su soberano, y fue su carrera una larga serie de triunfos. El no terminado y hoy perdido retrato del príncipe de Gales, después Carlos I; el cuadro La expulsión de los moriscos, que ganó el premio en público certamen; no pocas otras producciones de su fácil y diestro pincel y, más que nada, el lindísimo cuadro vulgarmente llamado de Los borrachos, adquirido y admirado por el rey, y, por último, el aprecio que mereció y la amistad que contrajo con Pedro Pablo Rubens, que vino a nuestra corte como embajador de Inglaterra para tratar paces, todo hubo de contribuir a que se consolidase la reputación artística de Velázquez y a que se dilatase por el mundo su nombradía.

En 1629 hizo Velázquez su primer viaje a Italia, donde fue muy bien recibido y agasajado; vio y estudió las obras maestras de aquel país, fecundo en artistas, y hasta se ejercitó en copiar muchas de ellas, pero sin menoscabar en nada la originalidad de su estilo. Antes bien, como espíritu de contradicción, el gusto y las creaciones del arte en Italia inclinaron más su talento hacia lo genuino y propio de su tierra.

A su vuelta a Madrid dieron testimonio de ello las pinturas que trajo: las vistas de la Villa de Médicis, donde estuvo viviendo; La túnica de José, y singularmente La fragua de Vulcano, el más anticlásico de todos sus cuadros, lindísima parodia del clasicismo y burla tan graciosa del esposo de Venus, de los cíclopes y del flechador Apolo, que si Luciano hubiera sabido pintar, no la hubiera hecho más sangrienta.

En el largo período de dieciocho años que media entre su primero y su segundo viaje a Italia creció, si era posible, la fama de Velázquez, quien alcanzó más favor en la Corte y obtuvo más lucrativos e importantes empleos. Su actividad en estos dieciocho años fue dichosa y fecunda, señalándose el abundante fruto de ella por un nuevo y segundo estilo de hábil franqueza y brillante maestría. En dicho período pintó Velázquez La rendición de Breda, el Cristo de las monjas de San Plácido, los retratos ecuestres de Felipe III y Felipe IV y de sus respectivas esposas, el del conde-duque, el del príncipe don Baltasar, los del rey y los infantes en trajes de cazadores y muchos otros de enanos y de bufones, como el Primo Morra, el Niño de Vallecas, el Bobo de Coria, Cárdenas, Calabacillas, Ochoa, Pablillos de Valladolid, y Pernia.

A fines de 1649 hizo Velázquez su segundo viaje a Italia, donde permaneció cerca de dos años. Más que pintar, se empleó en este tiempo en adquirir para su rey objetos de arte, que trajo a Madrid a su vuelta, y que, desechada la idea que él mismo había concebido de fundar una academia, sirvieron todos para enriquecer y adornar el regio alcázar.

Velázquez fue esta segunda vez más agasajado y honrado en Italia que la vez primera. Y, a pesar de la comisión que absorbía su tiempo, lo tuvo para hacer el retrato de Inocencio X, que se admira aún en Roma en el palacio Doría, y que, desde luego, fue celebrado por la pasmosa fidelidad con que presenta la imagen de aquel Papa.

El regreso de Velázquez a España, después de este segundo viaje, se verificó en junio de 1651. Al año siguiente, Velázquez fue nombrado aposentador del rey, empleo útil y honroso, pero que daba mucho trabajo; y aunque Velázquez lo desempeñó bien y muy a gusto del príncipe, que le había preferido entre todos los candidatos, todavía tuvo en esta época, que se extiende hasta que terminó su vida, actividad e inspiración bastantes para producir tal vez sus mejores cuadros, marcados con el sello personalísimo de su tercer estilo. «Condensar en pocas palabras -dice don Pedro de Madrazo- los caracteres de este tercer estilo, sería vana empresa; basta que digamos que por efecto de esta nueva manera, de que él exclusivamente fue el inventor, sus retratos no son cuadros, sino verdaderas personas que existen y respiran; las escenas que representa no son pinturas, sino vivas evocaciones de los sucesos, ya públicos, ya familiares, que pasaron ante los ojos, y en el que intervino la fastuosa, elegante y corrompida Corte de Felipe IV. Amante idólatra de la verdad, la buscó Velázquez con una ingenuidad heroica, sacrificando los medios convencionales con que producían efecto los napolitanos y flamencos, y sacando del aire interpuesto un partido que nadie hasta entonces había sacado, y que consistía en hacer intervenir el ambiente natural como última mano que terminase sus abreviados pero siempre exactos bosquejos.»

A esta última época y a este tercer estilo pertenecen, entre otros no pocos cuadros, los famosos de Las hilanderas y de Las meninas.

Velázquez, caballero ya del hábito de Santiago, y como aposentador mayor, acompañó al monarca y a su real familia en su pomposa y brillante expedición hasta la frontera de Francia, y fue testigo, y con su gallarda y elegante presencia contribuyó al ornato de las fiestas, en cuyos preparativos él mismo se había esmerado, y a la célebre entrevista de Luis XIV y del monarca español para sentar nuevas paces y para el casamiento del soberano francés con la infanta doña María Teresa.

Stirling, en su amena biografía de Velázquez, se complace en describir la magnificencia y el lujo de aquellas fiestas, en cuya descripción dice que hubiera debido lucirse la pluma y el talento de Walter Scott, y algunas de cuyas escenas hubieran debido prestar asunto a Velázquez para nuevos y más hermosos cuadros.

Velázquez, por desgracia, no pudo pintarlos ya. Volvió a Madrid fatigadísimo de aquella expedición, y murió a los sesenta y un años de su edad, el día 6 de agosto de 1660. Sus restos mortales y los de su mujer, doña Juana Pacheco, que sólo tardó ocho días en seguirle al sepulcro, fueron enterrados en la bóveda de su amigo don Gaspar de Fuensalida, grefier de su majestad, y en la iglesia parroquial de San Juan, que ya no existe.

Las mágicas creaciones de su fecundo pincel, en cuya persistente admiración la posteridad sobrepuja a sus contemporáneos, se custodian, figuran y resplandecen en los principales museos y galerías de Europa, si bien la flor y lo más selecto de todo se conserva en Madrid, y singularmente en nuestro Museo. Si es exacta la enumeración que hace Stirling, los cuadros de Velázquez, auténticos y existentes en el día, son doscientos treinta y siete: en Francia veintiocho; en Rusia, doce; en Alemania, catorce; en Austria, siete; en Italia, seis; en Inglaterra, sesenta y cinco; en Bélgica, cuatro, y en España, ciento uno. El número de estos cuadros así como su repartición, varía ya algo en la cuenta que nos da el conde de la Viñaza en su interesante y erudito trabajo, en cuatro volúmenes, titulado Adiciones al Diccionario histórico de Ceán Bermúdez. En la cuenta del conde figuran cuadros en Suecia, en Holanda y en los Estados Unidos de América, que, en la cuenta de Stirling no figuran. De notar es que algunos asuntos se repiten en muchos cuadros, y tal vez pueda presumirse que no son todas repeticiones hechas por el gran pintor, sino copias sacadas por aventajados discípulos. Tal es, a pesar de lo dicho, la abundancia de cuadros de Velázquez o a él atribuidos, que al venderse algunos, no responde a la alta estimación que de ellos hacen los peritos el precio que han alcanzado hasta el día, en que tan espléndidamente se pagan las obras de arte. La legitimidad incierta acaso sea causa de esta relativa baratura. Parece, sin embargo, que La caza del jabalí se vendió en dos mil doscientas libras esterlinas; un retrato del infante don Baltasar, en mil seiscientas libras esterlinas; los retratos en pie de Felipe IV y de Olivares, en ochenta y ocho mil doscientos cincuenta y tres francos, y La adoración de los pastores, en cuatro mil ochocientas libras esterlinas. Como se ve, los que han pagado más han sido los ingleses.

Aunque hay tantos cuadros de Velázquez en tierra extranjera, conviene repetir que los mejores están en España. Los entendidos coinciden, pues, en afirmar que para estudiar y comprender bien a Velázquez es indispensable venir a Madrid y visitar nuestro Museo.

Así piensa y discurre, por ejemplo, el ingenioso Teófilo Gautier, cuya aguda crítica y discretas alabanzas del pintor español nos parecen tan atinadas, que vamos a trasladarlas aquí, aceptándolas como si procediesen de nuestro propio juicio:

«Aunque Velázquez -dice- era instruido y había estudiado en sus viajes las obras maestras de la antigüedad y del arte italiano, y aunque también las había imitado y copiado tomándolas por modelo, Velázquez no se parece a nadie. Su modo de sentir y sus procedimientos le pertenecen. La tradición no se descubre en ellos. Se imaginaría que él inventó la pintura, elevándola a su perfección en el mismo instante. No hay velo ni estorbo entre él y la Naturaleza. Es invisible hasta el instrumento de que se vale, apareciendo sus figuras como encerradas en el cuadro por arte de hechicería. Envueltas en aire diáfano, viven tan real, a par que tan intensa y misteriosa vida, que dan en lo presente lúcida impresión de lo pasado. Se pregunta si no es sombra quien los contempla, y si los personajes pintados no están vivos y reciben con vagas y altivas miradas la importuna visita. De seguro los contemporáneos de aquellos admirables retratos, que representan a la vez lo exterior y lo íntimo de la criatura humana, no formaron de los mismos modelos más claro y enérgico concepto. Bien puede creerse en la superioridad de nuestro concepto, porque un gran artista como Velázquez añade a lo que pinta su genio y cuanto más que el vulgo penetran sus ojos. En sus imágenes exactas hace que resalte lo esencial, que lo significativo se acentúe, que lo inútil desaparezca y que la fisonomía íntima se muestre. Tales retratos enseñan más que largas historias: confiesan y resumen a los personajes...

No desdeñaba Velázquez ni a los mendigos, ni a los borrachos, ni a los gitanos, y los pintaba con el mismo pincel que acababa de fijar en el lienzo la efigie de un príncipe o de un soberano. Véanse el cuadro de Los borrachos, obra magistral que, en nuestro sentir, merece, mejor que el de Las meninas, el título de Teología de la Pintura; el Esopo y el Menipo, dos pordioseros filosóficos, pálidos, mugrientos, andrajosos, sórdidos, pero soberbios, y el Niño de Vallecas, que nació con doble fila de dientes y con la boca abierta, fenómeno de que Velázquez ha hecho una admirable pintura. Las mujeres barbudas de las ferias no arredraban su valiente amor de la verdad. Su color, imparcial como la luz, se extendía sobre todos los objetos con esplendor tranquilo, y con la seguridad de prestarles valor idéntico, ora fuese rey o pobre, harapo o manto de terciopelo, tieso informe o casco nielado de oro, delicada infanta o monstruo giboso y patizambo. La fealdad y la hermosura le son indiferentes: acepta la Naturaleza tal cual es, y no persigue ideal alguno; pero representa lo hermoso con la misma perfección que lo feo, y en esto difiere de nuestros actuales realistas. Si retrata a una mujer bella, Velázquez pintará todas sus gracias, todas sus elegancias y todas sus delicadezas.

Su pincel, que empapado en negra tinta ensuciaba y tostaba el hocico y los mofletes de un vagabundo, hallará para las mejillas de una hermosa la palidez del nácar, el carmín de las rosas y la aterciopelada suavidad del albérchigo. Velázquez es el pintor de la aristocracia y de la gentuza, tan admirable en Palacio como entre rufianes y otra gente perdida. Pero no le pidáis escenas mitológicas, ni siquiera, aunque parezca raro en un pintor español, casos de vidas de santos. Para cobrar todo su brío menester es que, como Anteo, toque la tierra; pero al punto vuelve a levantarse con la fuerza de los titanes...»

Las palabras de Gautier no nos mueven a contradicción, pero nos sugieren algún comentario. En el arte de la pintura, aun copiando con fiel exactitud las cosas tales como aparecen, hay siempre algo de ideal y de fantástico; cierta magia que Velázquez poseyó en más alto grado que ningún otro artista: el tino para elegir el momento, la posición y el ademán más característico de cada persona; la maravillosa habilidad de velar y de envolver las formas en el ambiente, ahondando la tersa superficie del cuadro y creando vagas lontananzas y la amplitud del cielo; y el talento de dibujar, como si no se hubiera dibujado, esfumando los contornos, ya que varían a cada leve movimiento del objeto que se pinta y a cada apenas perceptible cambio del punto de vista del que nos mira. Para dibujar así, sin que apenas se note el dibujo sino en el efecto, bien es menester ser diestro y maravilloso dibujante. Esta calidad de Velázquez ocasiona graves peligros y suele viciar a sus imitadores. La franca y segura valentía con que Velázquez pinta, suele trocarse en la desvergonzada insolencia de no dibujar porque no se quiere o porque no se sabe. De aquí que haya cuadros tan francamente pintados, que no se adivina bien lo que figuran ni aun después de sutiles y detenidas investigaciones. No son así los cuadros pintados por Velázquez con mayor franqueza y con más atrevidas pinceladas. Mirados desde donde deben mirarse, son siempre la realidad viviente y la verdad misma.

A despecho de las raras prendas de Velázquez, que hacen de él el primero de los pintores realistas, y sin desconocer cierta realidad que aparece en las cosas reales imitadas por el arte, no negaremos nosotros que en casi todas las obras de Velázquez se echa de menos otro más alto idealismo. Si dichas obras lo tuvieran, su autor no tendría rival y sería el rey de los pintores. En los cuadros mitológicos es donde más carece de la virtud realizadora o de la gana de ejercitarla. Su Marte es un mozo de cordel en cueros y con un morrión en la cabeza; su Vulcano y sus cíclopes son robustos, sucios y desharrapados pícaros, dignos de asistir en la tertulia del señor Monipodio; y su Apolo no es el dios de la poesía, rodeado de las musas, ni el dios que guía el carro del Sol, ni el numen tremendo que baja del Olimpo, ardiendo en ira y armado de mortíferas flechas para lanzarlas contra los griegos y vengar a Crises.

Si Apolo apareciese más fuerte en el cuadro, sería a lo más el del soneto de Quevedo,


   bermejazo platero de las cumbres,
a cuya luz se espulga la canalla.

En los cuadros de asunto religioso y cristiano no cae Velázquez en tal exceso de naturalismo. La nobleza y el decoro de las figuras les prestan siempre la majestad debida, y en algunas casi se columbra lo ideal. Así, por ejemplo, en el Cristo de la cruz, de las monjas de San Plácido, y en la entrevista de San Antonio y San Pablo, primer ermitaño, donde lo maravilloso y poético de la leyenda se revela en las figuras de ambos ancianos y en la tranquila soledad del yermo, apenas turbada por el sátiro, el centauro y los leones, mansos por disposición divina y sumisos a la voluntad de aquellos santos anacoretas. Y todavía, sin elevarse por cima de lo real, hay en muchos retratos de Velázquez la distinción aristocrática y la gracia y la gentileza, que son o que deben ser propias de los príncipes y grandes señores retratados. Sobresalen por este concepto los retratos de la infantita y de sus meninas, el del marqués de Spínola en La rendición de Breda, el ecuestre del príncipe don Baltasar, muchos de los de Felipe IV, y singularmente el del conde-duque a caballo, a pesar de la lisonja candorosamente cómica de ponerle allí de general dirigiendo una imaginada batalla en que, sólo pudo estar en sueños.

Próspera y pacífica fue la vida de Velázquez. Apenas se concibe que pudiese tener enemigos. Sus elegantes modales y su afable trato conquistaban las simpatías de todo linaje de personas. Y como él era generoso, y carecía de envidia, jamás agraviaba a nadie, distando infinitamente en este punto de la condición y conducta de uno de los dos grandes pintores contemporáneos suyos, Ribera o el Españoleto, cuyos desalmados y feroces satélites y parciales arrojaban de Nápoles a los artistas que aspiraban a competir con él o que no se le sometían, empleando para dicho fin el puñal y hasta el veneno, si vale dar crédito a ciertas acusaciones. Velázquez, por el contrario, se complacía en aupar, en dar a conocer y en prestar favor y apoyo a los artistas de mérito, por donde alcanzó la honra de haber sido el valedor y protector de Bartolomé Esteban Murillo. Grande interés ofrece la detenida comparación de ambos pintores sevillanos; pero la premura del tiempo y la poca extensión de un artículo, por largo que sea, no nos dan ocasión ni espacio para ello.

Limitémonos a confesar aquí que nosotros coincidimos con la opinión de los que llaman por excelencia a Velázquez el pintor de la Tierra, y a Murillo, el pintor del Cielo.

No ya sólo entre los antiguos pintores de España, por lo común harto naturalistas, sino también entre los de Italia, dichosos amantes de la ideal belleza, descuella Murillo por su idealismo. Y no tanto brilla éste en la material y plástica perfección de las formas cuanto en la expresión de los rostros, aunque meramente humanos, iluminados gloriosamente por el espíritu en la contemplación, en el éxtasis y en el arrobo. Las paredes de humilde celda se rompen para abrir paso al esplendor de la gloria y al coro de los ángeles y de los encendidos serafines, derramando flores y luz de bienaventuranza en el sereno ambiente. Allí se realiza una santa y verdadera teofanía. El Niño Dios visita a una criatura inmortal, y con dulce sonrisa regala y beatifica su alma. No toca ya Murillo, ni a los que contemplan algunos de sus cuadros, la cruel sentencia del desengañado poeta gentil cuando asegura que, por culpa de nuestros pecados, no se dignan visitarnos los seres divinos ni mostrarse con luminosa claridad a nuestra vista. El San Antonio de Padua de la catedral de Sevilla es el más sublime dechado de este género.

Murillo, sin embargo, no desdeña pintar los objetos ordinarios, y hasta feos, de este bajo mundo. El arte lo ennoblece todo, y hasta cierto punto lo hermosea. Dicen que este pintor empleó alternativamente tres estilos, según el asunto que pintaba. Eran los tres estilos: el frío, para las escenas familiares, pícaros, mendigos, etc.; el vaporoso, para cierta clase de asuntos noblemente reales o medianamente ideales, y el cálido, para las apariciones gloriosas y radiantes y para la pompa triunfal con que bajan del cielo Cristo y su divina Madre a visitar, ya a los padres y doctores de la Iglesia, ya a los mártires, ya a los bienaventurados penitentes.

Un tanto cuanto cándidas se me antojan esta división y esta aplicación de los tres estilos; pero no me atreveré a discutir sobre el fundamento que tienen, por mi mucha ignorancia en el tecnicismo del arte. Diré sólo que Murillo emplea los tres estilos a la vez en un cuadro suyo en que hay de todo: inspiración divina, triunfo admirable de la caridad, una reina santa, nobilísima y hermosa, y mendigos cubiertos de miseria, llagas, tiña y andrajos. Renuncio a la descripción de este magnífico cuadro y me remito a la muy elocuente que hace de él Viardot, terminándola con estas frases: «¡Ah!, si hay lugar aún, en el trono del arte, entre la Transfiguración y San Jerónimo, colóquese allí la Santa Isabel, y escríbase en las tablas de la inmortalidad, al lado del nombre de Rafael, el nombre de Murillo.»

Después de lo dicho, es inútil que yo confiese, no que Murillo me parezca mejor que Velázquez, sino que de Murillo gusto más.

Como quiera que sea, Velázquez no deja por eso de ser grande, y sólo a él debiéramos dedicar hoy nuestras alabanzas, encomendando las de Murillo a los que vivan dentro de dieciocho o diecinueve años, cuando se cumpla y se celebre también el tercer centenario de su nacimiento.

Discúlpese, no obstante, y no se tilde de inoportuno, que en esto nos hayamos adelantado para confirmarnos en la creencia de que el glorioso arte español no tuvo uno, ni pocos, sino muchos egregios favorecidos; que sobrevivió a Velázquez, y que aún perdura y florece.

Se cuenta que la estrella Soheil o Canopo, a la que estaban ligados la cultura y el poder muslímicos en España, casi ha desaparecido ya de nuestro horizonte; pero la estrella de nuestra cultura y de nuestras artes cristianas resplandece aún sobre nuestras cabezas en lo más alto del cielo, y sólo ha padecido parciales y breves eclipses. Siempre que haya alguno que afecte, por ejemplo, las artes de la política o de la guerra, consolémonos y confortémonos, pensando que el eclipse no es total y cultivando las otras artes en que malamente no ha influido.

Las cosas han cambiado mucho en el mundo; muy otras son las circunstancias en el día. En lo antiguo, las naciones pobres solían ser las más fuertes. Hoy, antes de ser fuerte es menester ser rico. Constan los ejércitos de millones de soldados; la maquinaria empleada en la guerra, es complicada y carísima; hasta el aprender a manejarla cuesta sumas enormes. Mal puede adquirirse con la práctica certera puntería, cuando con lo que se gasta en un solo disparo de cañón pudiera mantenerse con holgura y durante un año una numerosa familia.

Cuando España prevalecía era todo de muy diferente manera. Tal vez no hubo entonces fuera de España más de treinta o cuarenta mil españoles armados. Eran austeros y sufridos hidalgos, menesterosos segundones, gente de leva y de pelo en pecho y atrevidos aventureros, ansiosos de lucirse, garbear y holgar; pero fanatizados por frailes y clérigos entusiastas, dirigidos por hábiles capitanes, confiados en Dios y en la fortuna y puestos al servicio de sagaces hombres de Estado defendieron el catolicismo en lucha secular contra berberiscos, turcos y herejes; mantuvieron la hegemonía de España en Europa y dilataron su imperio por la apenas explorada extensión de los mares y por la redondez de la Tierra. Hoy no diré yo que carezcamos de todo esto; pero sí diré que carecemos de dinero, y que sin dinero todo esto vale poco o nada en el día. Diré, además, que siempre hay alguien que sea o que quiera ser héroe; pero son poquísimos los que quieren ser mártires. Y martirio es combatir y morir sin razonable esperanza de buen éxito y hasta sin vender cara la victoria. Y martirio es, por último, arruinarse gastando en armas, fortificaciones, nuevos buques y muchos soldados, con la previa convicción de que habrían de ser inútiles contra naciones incomparablemente más poderosas.

Consagrémonos, pues, a las artes de la paz, a ver si salimos de apuros, si nos enriquecemos y si desechamos la inopia y la consiguiente flaqueza. No es desatino asegurar que tal vez en pocos años los modistos y confeccionadores en París de sombreritos, afeites, cosméticos, perfumes, lindezas y otros primores de moda, han ganado y llevado a Francia muchísima más riqueza que toda cuanta trajeron los galeones a España de las minas del Nuevo Mundo. Consagrémonos, pues, repito, a las artes de la paz, y den ejemplo los pintores, ya que hoy de pintores se trata. Valga como apólogo una anécdota de la vida del Españoleto. Se empeñaron dos paisanos suyos en que se asociara con ellos y adelantase considerable suma para descubrir y producir la piedra filosofal. Acababa entonces Ribera de pintar un bonito cuadro: lo envió a vender al punto; trajéronle el importe de la venta, que ascendía a cuatrocientos escudos, precio grande en aquella edad; y mostrando a sus paisanos el oro, les dijo con orgullo: «yo soy alquimista también, y ésta es mi alquimia.»

Líbreme Dios de aconsejar que los artistas piensen más en el provecho que en la gloria; pero en estos casos, como en casi todos, es falso el refrán de que «honra y provecho no caben en un saco».

Píntense grandes cuadros de asuntos históricos o religiosos, como Murillo, Ribera y Velázquez los pintaban; pero húyase de la manía de no dibujar, creyendo pasar así por coloristas y efectistas francos y atrevidos. No se extreme la afición al naturalismo hasta no buscar argumento digno de un cuadro, sosteniendo que una vieja hilando el copo, o un pilluelo comiéndose un higo chumbo, si están bien pintados, valen tanto como los actos de un santo o de un héroe. Escenas de nuestro teatro antiguo y moderno, y de nuestros poemas, leyendas, cuentos y tradiciones en prosa y verso, bien pueden dar asunto a muy lindos cuadros, más a propósito para adornar los elegantes y ricos salones que los lances y figuras vulgares, y los ya harto manoseados chulos y chulas, majos y toreros, toros y costumbres andaluzas. Y lo que yo, por último, aunque profano y poco entendido en bellas artes, me atrevo a aconsejar a nuestros jóvenes pintores, es que para producir vehemente emoción, no abusen de lo tétrico, de lo horrible y de lo espantoso; recuerden la sentencia que dice: «A mal Cristo, mucha sangre»; procuren pintar pocos cementerios, cadáveres, esqueletos y otros horrores, en competencia con Valdés Leal, y dando a quien mire sus obras miedo, asco o gana de taparse las narices. ¿Qué rico magnate, banquero o prócer querrá comprar un cuadro para que asuste o aflija a quien le visite, y para que su delicada y nerviosa señora se emocione de sobra, y si por acaso está encinta malparada o para un mostricello?

No; la serena inspiración religiosa no ha pasado aún, ni necesita para manifestarse incurrir en tan ascéticos y asquerosos extravíos. Los pintores tienen hoy, además, otros abundantes y puros veneros de inspiración. Y tanto lo bello cuanto lo sublime, puede y debe conciliarse con lo agradable, sobre todo cuando se pinte para los palacios y casas de los grandes señores y de las personas ricas, que son los principales mecenas de los artistas y los que mejor pagan y extienden su fama por el mundo. ¡Ojalá que nuestros artistas de ahora y del futuro logren alcanzar y extender la fama propia, haciendo reverdecer los laureles artísticos españoles, y compitiendo con los inmarcesibles de Velázquez, cuyo tercer centenario celebramos!

Madrid, 1899.




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Mis visitas


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- I -

El arte por el arte


Aunque me repugna hacer mi propio elogio, no puedo menos de asegurar aquí que yo soy muy llano, conversable y afectuoso. Las palabras del Evangelio pulsate et aperietur vobis, llamad y se os abrirá, debieran estar escritas en la puerta de mi casa. No sé negarme; rara vez me decido a no recibir a las personas que vienen a verme, por humildes y desconocidas que sean.

Por fortuna, o por desgracia, la gente abusa poco de esta benigna franqueza mía, en realidad poco útil, porque ni soy rico para acudir a nadie con importantes socorros y limosnas, ni nunca o casi nunca he tenido una alta posición oficial a propósito para dar empleos o hacer otros favores, ni tampoco he gozado de suficiente influencia y valimientos con los gobernantes para salir airoso de las pretensiones extrañas que yo recomiende y apadrine.

Esta misma conciencia de mi escaso poder hace que me lisonjee cualquiera con venir a visitarme, imaginando yo que no viene sólo por interés, sino que algo de simpatía hacia mí también le mueve, ya que, si no es tonto, debe calcular que mi buena voluntad y mi intercesión ha de valerle poco o nada.

La conocida décima de nuestro gran dramaturgo tiene aquí muy conveniente aplicación. Suponiéndome yo el sabio o el ignorante que coge las hierbas para su comida, aún puedo suponer a otro sabio o a otro ignorante que recoja las hierbas que yo deseche. Por desvalido y menesteroso que ande uno, siempre habrá otro más menesteroso y desvalido que él.

La fama literaria, además, atrae hacia los que gozan de alguna a los cándidos que no la gozan y que pugnan por alcanzarla. Sin pecar de inmodestia, sino pecando tal vez de cruel y desesperadamente humilde, bien puedo recordar yo el verso de Boileau, que dice:

Un sot trouve toujours un plus sot qui l'admire.

En suma, y como quiera que sea: no me faltan las visitas, a pesar de lo insignificante que soy. Y bien puedo dar gracias a Dios de no ser más insignificante, porque entonces las visitas serían muchas, y siendo yo tan bonachón como soy, no me dejarían en paz ni por un momento.

De las pocas o muchas visitas que he recibido en estos últimos años de mi vida, muy de agradecer, por ser obras de misericordia en pro del enfermo, y porque viviendo yo tan retraído en mi casa, son casi el único medio que me queda de comunicarme con la gente, ha habido algunas tan curiosas y tan raras, que me infunden el deseo de referirlas, como si cada una fuese, ya un cuento o semicuento, ya un diálogo con leves puntas y sutiles ribetes de filosófico o de científico. Persuadido estoy de que habrían de divertir o de interesar si al ponerlas yo por escrito mostrase cierta habilidad y chiste candoroso, claro está que sin ofender a nadie, porque está muy lejos de mi ánimo el ser desagradecido.

Concebido tenía yo y casi formado el plan de un librejo que se titulase Mis visitas, cuando asaltaron mi mente escrúpulos o consideraciones morales que casi me retrajeron.

«Tú -me decía yo- estás ya muy averiado, y verdaderamente debieras dejarte de bromas y no pensar en divertir al público con fruslerías, sino ponerte bien con Dios, pensar en la muerte, que tal vez no tarde en venir, y no componer obrillas ligeras y sin sustancia, sino olvidarte de que hay plumas, tintero y papel, a no ser que se te ocurra algo muy serio, grave y sustancioso, cosa harto ajena, hasta el día, de tu condición y carácter.»

Así cavilaba yo, hallándome solo, noches pasadas, en el cuarto que me sirve de escritorio y biblioteca, cuando, sin saber cómo y sin que nadie le anunciase, vi entrar y saludarme afablemente a un muy respetable señor, con traje talar y al parecer de prelado. Una cruz de oro y pedrería brillaba en su pecho, pendiente de rica cadena, y en su blanca aristocrática y bien cuidada mano derecha había un anillo de obispo, que besé yo con el debido respeto.

Trazas tenía mi visitante de tener poco más de cuarenta años; pero saludable, bien compuesto y cuidado en toda su persona, de suerte que infundía veneración y afecto con su majestuosa hermosura. Era esbelto y alto. La tez de su rostro, de palidez etérea. Dulce e intensa luz vertían sus ojos. Caso singular: aunque yo, por la edad, debí considerarme harto mayor que él, en aquel momento le tuve, no sé por qué, por más anciano.

Casi me creí joven. Vi en él a un anciano e íntimo conocido, sin recordar bien esto, sino de manera confusa. Y concediendo en mi espíritu que él era mayor que yo en edad, saber y gobierno, hallé naturalísimo que me tutease, dirigiéndome la palabra de esta manera:

-He venido a ti, hijo mío, impulsado por nuestra antigua amistad y por la compasión que me inspiras. Estás inquieto, afligido y desconsolado, y es menester que te tranquilices, te consueles y cobres ánimo. Ya cuidará Dios de llamarte a mejor vida cuando en su sabiduría lo juzgue oportuno. Para ponerse bien con Él no está mal pensar en la última hora; pero mejores estar bien con Él siempre, aun sin pensar en esta hora última y hasta imaginándola muy distante. Quien está conforme con los eternos decretos y los espera sin recelo, confiado en la bondad divina no puede menos de sentir en el fondo de su corazón muy grato sosiego y de estar más alegre que triste. ¿Por qué, pues, has de condenar tú como impropio de tu avanzada edad el sentir cierto regocijo y el tratar de comunicarte a tus semejantes por medio de la palabra escrita? A pesar de la indulgencia con que yo te miro, no puedo ni quiero calificarte de santo y de chistoso a la vez. Lo que aseguro es que no hay la menor incompatibilidad entre lo chistoso y lo santo; con tal de no ofender al prójimo, bien puedes tú, como puede cualquiera, decir chuscadas, si algunas se te ocurren. Pues qué, ¿no leíste nunca Las gracias de la Gracia, del padre Boneta? Y si tantos siervos de Dios como el padre cita en su libro se allanaron a divertir a la gente con sus agudezas y con lo que ellos tenían por tales, ¿por qué has de presumir tú en tu soberbia que imitándolos te desdoras?

Lo que iba diciendo mi extraño visitante no me parecía nuevo ni peregrino, pero me parecía puesto en razón y dicho con buen propósito. Sin embargo, yo percibía sus palabras con muy singular percepción, como si hiriesen mi alma, sin conmover el aire y sin pasar por el oído. Frialdad intensa, aunque no desapacible ni ingrata, producía en mí un ligero temblor y penetraba en mis huesos.

No afirmaré yo si materialmente acerté a responder, expresando con palabras mi pensamiento. Lo que afirmaré es que, sin saber cómo, respondí al personaje que conmigo hablaba, entablando con él el siguiente diálogo:

-No me tengo por presumido ni gusto de darme importancia; pero se la doy al oficio de escritor público que he tomado, si bien con muy largas huelgas, durante mi ya más larga vida. De aquí que yo piense a menudo que no se debe escribir cuando nada se tiene que decir; que quien escribe debe enseñar verdades, y que si no tiene verdades que enseñar, vale más que no escriba. En la vejez, sobre todo, hallo censurable emplearse en componer obrillas de mero entretenimiento, sin otro fin, dado que se logre, que el de divertir a los ociosos. Informe, vago y confuso, acude a veces a mi espíritu un tropel de ideas metafísicas y morales, con las que pugno por explicarme lo que es, la dirección que lleva en su movimiento e incesantes mudanzas, y el término en que ha de parar todo, justificando a la Providencia y poniendo en armonía su bondad y su poder soberanos. Dejando a un lado mis libros, penetrando en el abismo de mi alma y buscando allí y tomando allí por guía la luz con que viene al mundo todo hombre, ¿qué filosofía tan bella y tan verdadera, qué doctrina tan perenne y tan sana no pudiera yo formular? Quaedan perennis philosophia, como Leibniz la deseaba. Esto sería digno y propio empleo de mi existencia en sus postrimerías; pero descolgarme al cabo de mis años con historias y chascarrillos más o menos alegres, temo que sea una profanación de la vejez y que carezca de disculpa. Recuerdo, como severo aviso, estos dos versos de Manzoni:


   I vegliardi che ai casti pensieri
della tomba già schiudon la mente,

y me apesadumbra no poder incluirme en el número de esos ancianos.

-¿Cómo no he de aplaudir yo los castos pensamientos de la tumba, a los que deben abrir la mente los ancianos? -replicó mi interlocutor-; pero esos pensamientos castos no es menester que sean melancólicos. Contando con la gracia de Dios, ¿por qué no han de ser regocijados? Aprobaría yo también, y por lo mucho que te quiero, me encantaría yo de que escribieses un buen tratado de filosofía perenne o algunas meditaciones de casi igual valer y enjundia; pero importa antes de acometer una empresa, calcular y medir las fuerzas que hay para llevarla a cabo. ¿Y quién te responde de que tú, pensando escribir una filosofía perenne, no escribieses un cúmulo de disparates, acaso herejías, acaso insulseces; cosas tal vez que imaginarías nuevas por lo extrañas y que ya hubieran sido dichas y repetidas por filósofos de otras edades y naciones? ¿Qué puede ya inventarse, por raro y extravagante que parezca, que por algún filósofo no haya sido inventado y sostenido antes? El círculo, además, dentro del cual todas estas invenciones han de colocarse por fuerza, es más estrecho de lo que generalmente se cree. Cuanto puede inventarse filosóficamente, sospecho yo que se ha inventado ya. Todo se encierra en el mencionado círculo, del cual no puede salir, porque ha trazado la circunferencia el espíritu humano, y no hay fuera de ella sino tinieblas impenetrables. Ni con la antorcha sobrenatural de la fe puedes ver y distinguir en esas tinieblas verdad alguna, porque ni cabe en tu entusiasmo, ni en tu imperfecto y humano lenguaje hay vocablos ni frases con que expresarla y con que transmitirla. Aconséjote, pues, que te dejes de peligrosas filosofías y que no escribas, o que escribas cosillas ligeras y un tanto cuanto de broma.

-La broma me tiene ya muy disgustado -repliqué yo-. Por demás cunde hoy en nuestra patria la manía de ser bromistas y chanceros. Odioso me parece, en medio de nuestros infortunios nacionales, tomarlo todo a risa; pero he de confesar que me disgusta más aún ser escritor elegíaco y terapéutico, que es otro de los caminos más trillados hoy. Quisiera yo seguir la senda del medio: dejarme de chanzas, porque dice el refrán: No está la Magdalena para tafetanes, y dejarme también de buscar y declarar los remedios con que podamos alzarnos de nuestra postración y volver a ser fuertes, confiados y dichosos. ¿Para qué escribir si de algo de esto no se trata?

-Veo que persistes en la misma manía. No será vanidad individual, pero es vanidad colectiva. ¿Quién te ha metido en la cabeza que sea indispensable para ser escritor tener que cumplir con una misión docente, restauradora y salvadora? Es el escribir arte nobilísimo, pero arte en lo esencial como cualquiera otro. ¿Qué regenera, qué salva, qué enseña ni qué demuestra el escultor que hace una magnífica estatua, el pintor que pinta un precioso cuadro o el hábil joyero que forja, cincela y pule las más primorosas y delicadas joyas? Nada de esto tiene más utilidad ni más fin que la manifestación sensible de la belleza y el puro y sano deleite que al percibirla se goza. Si escribiesen sólo o si sólo hubiesen escrito los que enseñan grandes y útiles verdades; si sólo así se justificase la escritura, el califa Omar quedaría justificado y aun glorificado por la quema de la biblioteca de Alejandría, suponiendo que tal acusación no sea falsa. Evidente es que la palabra escrita, así como la palabra hablada, es vehículo de la verdad; pero no es menester que sea la verdad la que única y exclusivamente en tal vehículo se transmita. Espantoso tormento sería si tuviésemos que callarnos, y no hablar ni escribir mientras no tuviésemos alguna verdad importante que revelar a nuestros prójimos. Los seres humanos, en su mayoría, tendrían que poner punto en boca, y se verían condenados a perpetuo silencio, como pitagóricos o cartujos. Notaré, por el contrario, que los más egregios reveladores de verdades jamás las escribieron, y sin escribirlas renovaron o cambiaron radicalmente la faz de la Tierra y la condición del humano linaje. Si es lícito aducir un ejemplo divino, te recordaré que nada escribió nuestro Redentor, cuando con alma y cuerpo, humanos vivió entre nosotros. Ni creo yo que Sakiamuni escribiese, y ganó a su doctrina centenares de millones de hombres. Ni tal vez escribió nada Pitágoras, y de seguro que Sócrates no escribió nada y ambos pusieron, no obstante, los firmes y sólidos cimientos sobre los cuales se levantó más tarde el edificio de toda alta filosofía. Hasta los más profundos, útiles y trascendentales descubrimientos de las cosas naturales, apenas se buscan ni se custodian en los escritos de aquellos que los descubrieron. Ni hay nadie a quien tales descubrimientos no interesen, pero sólo a pocos curiosos eruditos interesan el modo y las frases con que los descubridores se explicaron. Cuál más, cuál menos, todos sabemos algo de lo que inventaron Galileo, Copérnico, Newton, Lavoisier y Edison, Pero ¿quién de nosotros ha leído o tiene gana de leer las obras de dichos señores? En cambio, ¿qué persona de gusto no lee a Cervantes, a Lope, a Quevedo y a otros autores por el estilo, que, al fin y al cabo, si hemos de hablar con franqueza, nada enseñan en realidad ni dicen cosa que no estuviese ya mil veces dicha y redicha? El toque está en que la dicen con tal gracia, con arte tan exquisito y con tan dichosa y penetrante intensidad de expresión, que aquello mismo que todos los demás mortales habíamos también sentido y pensado como ellos, si bien con percepción o concepción vaga y confusa, se nos aparece claro y radiante.

-Del razonamiento que acabo de oír -repuse yo- se infiere que puedo escribir para el público sin considerarme con misión que cumplir o con verdades peregrinas que poner en su conocimiento; pero, si yo no lo entiendo mal, se me impone, para ser escritor legítimamente, otra condición no menos difícil: prestar orden y concierto a lo que está confuso y desordenado en la mente de todos, aclarar sus oscuridades y hacer que resplandezca, circundado de rayos luminosos, lo que en algo que podemos llamar razón suprema y colectiva entrevé cada cual y apenas columbra por remoto y como velado entre nubes. Habilidad me parece ésta no menos rara que la de hallar y comunicar nuevas verdades. Escrito maravilloso, marcado con el sello de la inmortalidad, sería, sin duda, el redactado de esa manera. Y como yo no me siento capaz de tanto, más bien me retraéis de escribir que me animáis con lo que habéis dicho.

-Entendámonos y distingamos -contestó mi visitante-, al hablar como hablé, ponía yo la mira en el más alto grado de perfección a que puedan llegar o, por lo menos, aspirar los escritores. Mas no se sigue por eso que lleguen cuantos aspiren, ni que para ejercer el oficio sea indispensable tener la seguridad de subir a tan alto grado. También en esta a modo de bienaventuranza literaria puede afirmarse que muchos son los llamados y pocos los escogidos, y más bien sería sobra de pobreza y de egoísmo que sobra de modestia el no acudir a la vocación o al llamamiento sin contar antes con la elección segura. Escribe tú con buen ánimo, como puedas, que ya, si Dios quiere, tocará alguna obra tuya en el extremo ideal de que hemos hablado. Y si no toca, ¿qué pierdes? Consuélate con haber entretenido con tus escritos a alguno de tus contemporáneos; y si a nadie entretienes, y si nadie te lee, todavía debes consolarte pensando en que tú mismo te has entretenido escribiendo, y que el tal entretenimiento es uno de los menos pecaminosos y de los menos costosos que hay. Tú mismo lo has dicho ya: con tres pesetas tienes para mil cuartillas. Aunque en un mes las emborrones todas, todavía el vicio de escribir te sale más barato que el de fumar, por detestables que sean los pitillos que fumes. Y mientras no resulte al cabo ilusoria y huera, nunca debes perder la esperanza de que, cuando no por tu propio mérito, por milagro y por influencia benigna de los cielos, alguna obra tuya frise y casi toque en la perfección de que hemos hablado. Si se hubiera descorazonado Cervantes al notar el poco éxito de las medianas o malas comedias que compuso, jamás hubiera escrito el Quijote. Y si tú jamás escribes cosas que ni remotamente puedan con el Quijote compararse, y te quedas, que es lo más probable, en algo parecido a las medianas o malas comedias, me parece que debes contentarte también, aunque sólo sea porque la distracción de escribir, si resulta sin fruto, resulta también sin gasto y es muy a propósito y cómoda para la vida retirada y sedentaria que por tus molestias te ves forzado a llevar ahora:

-¿De modo que me animáis a escribir? -dije yo.

-Y vaya si te animo. Señal das escribiendo de que vives todavía. Mala, buena o mediana, es la única actividad que te queda. Conque adiós, y escribe.

Dicho esto, mi interlocutor se escabulló no sé cómo ni por dónde.

¿Fue visión o sueño? Por ensueño quiero tenerlo, ya que para visión o aparición milagrosa le falta importancia. Para decir lo que dijo el aparecido, no vale la pena de que algo sobrenatural se realice. Bien es verdad que yo he oído y he leído de muchas apariciones en que el aparecido no vino a decir ni dijo nunca nada más sustancioso ni más nuevo. Quizá lo nuevo y lo sustancioso sea inefable, no se pueda comunicar ni expresar por medio de ninguna lengua humana. Algún espíritu lo pudo decir y pudo entenderlo algún espíritu; pero entre ellos se queda, sin transmisión posible.

Lo que hay de cierto es que, sin duda, revolviendo antiguos papeles, apareció pocos días ha sobre mi bufete una tarjeta de cierto ilustrísimo paisano mío, amigo y confesor de mi padre en su última hora, que hace cerca de medio siglo que murió, y que me quiso bien desde que yo era niño y todavía muy joven. No cito aquí el nombre del personaje de mi mismo lugar, ya que el citarlo a nada conduce. Baste saber que mis escrúpulos se disiparon y que persisto en mi scribendi cacoethes, que ya de cacoethes no califico.

Si logro entretener a alguien con lo que yo escriba, me daré por bien pagado. Y si no llego a lograrlo, me aquietaré y contentaré con entretenerme yo mismo en mi soledad, inocentemente y a tan poca costa.

Resuelto estoy, pues, a escribir cuanto se me ocurra, y, entre otras cosas, el librejo de Mis visitas. Las más serán reales, y, valiéndome de un vocablo a la moda, serán también muy vividas; pero siendo yo tan franco, no negándome a nadie y pudiendo afirmar que abro de par en par mi puerta a quien se digne venir a visitarme, quizá no pueda prescindir ni dejar de hablar de quien y con quien me visite, ni que sea menester que para él se abra la puerta, porque penetre en mi estancia como filtrándose por el muro, por el estilo del convidado de piedra o del personaje de esta introducción.

No pondré mis visitas por orden cronológico, sino según vayan acudiendo a mi memoria.




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- II -

Canastel de Flores


Nos hallábamos en guerra con los Estados Unidos. Yo quiero ser y soy muy optimista; pero el desaliento de los demás me había contagiado, y yo, me afligía previendo mil desventuras.

Sin gusto para oír leer ni para dictar algo que escribiese mi secretario -ya que por mi ceguera ni escribo ni leo-, me encontraba yo una mañana con menos deseo de trabajar que de charlar un rato con alguien de fuera de casa.

Sonó la campanilla de la puerta principal. «¿Si será -pensé yo- alguna visita para mí?» Lo mismo pensó mi ya mencionado secretario, y lleno de impaciencia, antes de que fuera a abrir el criado, se adelantó él y abrió la puerta.

Un joven elegantemente vestido, un verdadero dandy, o gomoso, saltando de limpio y pulido, con traje reluciente de puro nuevo y con sombrero de copa que parecía recién salido de la tienda, penetró en la antesala, zarandeándose con graciosa elegancia, tarareando con primor y sin desentono música de Wagner, y remolineando entre los ágiles dedos un liviano bastoncito.

Cuando el secretario le preguntó quién era y qué se le ofrecía, él contestó con gentil desenfado:

-Diga usted al señor que está aquí y que desea hablarle Canastel de Flores.

Don Pedro, que así se llama mi secretario, vino a mí con la embajada, un tanto cuanto deslumbrado por la gallardía, desenvoltura y airosa presencia del visitante y hasta por su poético nombre o título nobiliario, por lo menos de conde y pontífice, ya que no de Castilla.

Poco veo yo, pero entonces veía algo más que ahora, y no dejé de notar que la pulcritud y elegancia de Canastel no habían sido ponderadas en demasía. Eran, sin duda, reales. Y si el Canastel no olía a las flores de su apellido, olía a pachulí, o a ilang-ilang, que era una delicia.

Roguele que tomase asiento, y, después de las ceremonias de costumbre, me habló de esta suerte:

-Atraído por la merecida fama de escritor que usted goza, yo, escritor también, aunque principiante y todavía oscuro, me atrevo a venir a verle.

Aquí vertió el Canastel todas sus flores sobre mi cabeza: manibus lilia plenis. Mi justa y natural modestia no consiente que tales flores salgan a relucir aquí, por más que yo sospeché, desde luego, que debajo de ellas la sierpe estaba escondida y que en pos del encomio iba a venir el sablazo.

-Déjese usted de cumplimientos- le dije con disgusto.

Y conociendo él que, en efecto, no me seducía la lisonja, dijo, hablando de sí:

-Anche io son pittore, como dijo el otro. También yo soy literato, aunque de poco fuste hasta el día. No me quejo, con todo, ni de los hombres ni de la fortuna. A buscarla vine a Madrid desde mi ciudad natal, y reconozco que entré con buen pie en esta villa y corte. Tres o cuatro periódicos me abrieron confiadamente sus columnas. En ellas he publicado no pocos artículos, que aplaudió el público y que pagó bien la Empresa. ¿Qué tal le parece a usted?

-¿Qué ha de parecerme?- contesté yo,

-El éxito fue rápido y brillante.

-Doy a usted mi parabién más cumplido.

-¡Ay! -replicó Canastel, exhalando un suspiro melancólico-. Harto poco consistente es la buena ventura. Como la luz de un cirio que arde sin fanal que la defienda, cualquier soplo de viento la mata. Pero no se apure usted, por amor de Dios. No se apure usted.

Sin duda hube yo de hacer involuntariamente un gesto de terror previendo el sablazo, cuando Canastel, interrumpiendo el hilo de su historia, me aconsejó que no me apurara.

-Yo no me apuro- dije, reponiéndome y tranquilizándome.

-Pues entonces prosigo. El soplo de viento que mató mi buena ventura fue esta maldita guerra que en el día tanto nos aflige. Telegramas y más telegramas. Los periódicos se llenan de noticias. Para la literatura no queda espacio, y como, además, se gasta un dineral en el telégrafo, a cualquier Empresa, por desahogada y boyante que esté, se le hace muy cuesta arriba pagar a los escritores amenos, en cuyo número, aunque indigno, me atrevo a contarme.

Aquí hubo de renovarse mi involuntario gesto de terror.

-No se apure usted- continuó Canastel.

Yo no me apuré tampoco.

-¿Sabe usted quién fue Moyano, el de las anchuras?

-Lo ignoro.

-Pues bien: yo sostengo que en adelante no debiera decirse: «¡Qué anchuras, ni las de Moyano!», sino: «¡Qué anchuras, ni las de Canastel!» No hubo medio de que en adelante admitiesen ni publicasen en ningún periódico uno solo de mis originales. Me hallé sin recursos. Empeñada, vendida o llena de jirones o manchas toda mi ropa. Desconfiando de mí la pupilera, estuvo a punto de ponerme de patitas en la calle, obligándome a exclamar: «El lobo tiene su cueva, la paloma tiene su nido; pero el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»

-Mil veces lo he dicho -repuse yo-. No hay oficio menos socorrido ni más ingrato que el literario. Por cada cien individuos que lo ejerzan, habrá uno que prospere, y todos los restantes se hallarán expuestos con frecuencia a ser como el hijo del hombre.

-Por eso yo me decidí pronto y tomé otro camino. En vista de que, aumentando yo el tesoro de las letras patrias, nada lograba atesorar materialmente para mí, y me expondría a perecer de inanición (perdone usted que emplee términos mitológicos), volví las espaldas a Apolo y pedí socorro a Mercurio. Propicio se me mostró enseguida aquel numen tutelar del comercio y de la banca. Imaginé que bajo su tutela, potestas jure civite data ant permissa, cuando no crear, siquiera podía yo dislocar lícitamente para mi uso una pequeña parte de la ya creada. Entendiéndolo después mejor, advertí que ofendía injustamente al nuevo oficio que tomaba. Todo servicio prestado, toda comodidad que a nuestros semejantes se procure, no es dislocación, sino es también creación de riqueza. Y bien podía yo gozar de ella sin el menor escrúpulo. En suma, y para no tener a usted por más largo rato en suspenso: le diré que tuve la buena suerte de colocarme como agente de una Compañía de seguros de vida. Sesenta duros me dan al mes. Ni por sueños podría calcular yo que me produjesen tanto mis artículos. Y miel sobre hojuelas: se me prometía, además, un razonable tanto por ciento por cada contrato que de resultas de mí agencia se celebrase.

-Pues, amigo mío -dije yo, sin miedo ya al sablazo y creyendo que Canastel venía a que yo asegurase mi vida-; pues, amigo mio, es usted el hombre de la dicha y está mejor que quiere.

-No se pescan truchas a bragas enjutas -contestó Canastel-. Antes de darme posesión del empleo, se me impuso cierta condición bastante difícil. Andaba yo como en borrador, y era menester ponerme en limpio. Sucio, destrozado y roto me veía, y se necesitaba que estuviese yo bien vestido, no sólo con aseo y decencia, sino con primor fashionable. Prodigios de actividad y de ingenio fueron entonces los míos. No se escandalice usted de que me alabe. Milagrosamente me proporcioné dinero, y me atavié como puede usted contemplarme ahora. Pantalones, chaleco, levita y sombrero, todo nuevo y bien confeccionado. Compré, y poseo también, muy fina ropa blanca. Vamos, ¿qué le parezco a usted? ¿No es verdad que estoy hecho un brinquillo? Sólo así puedo entrar con desahogo en casas de personas ricas y tratar con ellas sobre los asuntos de la Compañía a quien sirvo.

-Todo ello me parece tan bien -dije yo-, que no puedo menos de felicitar a usted y de alabar a Dios, que con tanta benignidad y tan en favor de usted ha dispuesto las cosas.

-Pues algo de más benigno deseaba yo, y no se me ha logrado. Gravísima contrariedad me ha sobrevenido a última hora. Gastado está ya todo mi dinero, y tan gastado y consumido mi crédito, que no hallo modo de contraer nueva deuda, por más que lo solicito. Pero, por amor de Dios, no se apure usted.

-¡Hombre, yo no me apuro!- contesté un poquito cargado.

-Sabrá usted, ya que no se apura -continuó Canastel con mucha calma-, que aún necesito comprar algo para completar mi equipo, y carezco de metales preciosos. ¿No conoció usted nunca a Pie Divino? ¿No era usted diputado cuando él lo era?

-¡Vaya si le recuerdo! -dije yo-. Era un señor diputado elocuentísimo y discreto; pero como tenía tan lindo pie y se calzaba tan primorosamente, esta cualidad suya perjudicaba a sus demás buenas cualidades, y en vez de llamarle la gente entendimiento divino o pico divino, le llamaban Pie Divino, rebajando así su mérito, en vez de ensalzarlo con la lisonja.

-Permítame usted que yo, sin temor a rebajar el mérito de usted, ni rebajar el mío tampoco, declare aquí que tenemos pies divinos ambos, como lo probé poco ha en la tienda del zapatero Cayatte, donde he visto la horma de usted, que parece hecha a mi medida. No me he mandado hacer un par de botines, ni los he comprado hechos, porque no tengo para pagarlos. Mire usted cuán incompleto estoy.

Y, levantando un poco los pies, dejó ver, en desacuerdo feísimo con todo su traje, que, en vez de botines, calzaba unas viles y rústicas alpargatas.

-La magnanimidad de usted -dijo Canastel- es grandemente reconocida y encomiada. Reconocidos, aunque no encomiados, están igualmente los dolores reumáticos que tanto a usted molestan, que no le permiten ya tener pie divino y que le obligan a llevar zapatos anchos, feos y viejos, en vez de los preciosos botincitos de charol que antes usaba. Por Cayette, que se jactó de ello, sé que tiene usted todavía dos pares sin estrenar. Y como ya para nada le sirven, acudo a suplicarle que me dé un par siquiera, completando así el adorno de mi persona, haciéndome apto para el empleo que me da la Compañía y consiguiendo mi eterna gratitud que, por poco que valga, vale más que lo que yo por ello le pido.

Con mil frases elocuentes, que no acierto a reproducir aquí, encareció Canastel su ruego.

Me sentí conmovido. En efecto: yo tenía aún sin estrenar dos preciosos pares de botines de charol. Estaban en una alacena. Fui a buscarlos, tomé el par más bonito, lo traje y se lo puse a Canastel en la mano.

Canastel me dio las gracias más fervorosas. Luego, con rapidez y agilidad, se calzó los botines, que le venían como pintados, y se transformó enteramente en el currutaco más completo, en el más acabado figurín que imaginarse puede. No quiso dejarme en casa las alpargatas como reliquia última de su miseria. Tal vez pensaba utilizarlas aún. Lo cierto es que las envolvió, con mi permiso, en un numero de La Época que halló en una silla y se fue con ellas, despidiéndose muy cortésmente.

Mi secretario le acompañó de nuevo hasta la puerta. En la antesala estuvo de conversación con él durante cerca de un cuarto de hora. Cuando volvió mi secretario, me contó, en resumen, lo que sigue:

En la efusión de su contento, Canastel había estado con él más comunicativo y franco que conmigo.

-Estos botines -dijo- han de ser, lo preveo, causa eficiente de mi felicidad. A usted se lo diré todo, porque me inspira usted la mayor confianza. Sin haberla logrado aún, la notoriedad me tiene hastiado. Anhelo la oscuridad y el reposo. La áurea mediocritas es mi bello ideal. Abandoné sin pena la literatura, y, no ya sin pena, con verdadero regocijo, abandonaría yo los negocios bancarios, comerciales o como queramos llamarlos. La escondida senda por donde han logrado ir los pocos sabios me atrae de un modo irresistible. Para caminar por ella me eran indispensables estos botines. Dios se los pague a quien me los ha dado.

Con breves frases, que yo resumiré más aún, lo explicó todo enseguida.

Doña Filomena, la señorita más pudiente de su lugar, ya sin madre y sin padre, y heredera de olivares y viñedos que podrían producir siete u ocho mil pesetas anuales, había venido a Madrid por una temporada y acompañada de una tía suya, con el intento de consolarse de su orfandad reciente.

Desde la infancia era Canastel muy su amigo, y ya en la mocedad había coqueteado mucho con ella. Al verle tan bien equipado, presumía Canastel que la bella habría de rendirse a todo su talante, concediéndole su blanca mano civil y religiosamente, como Dios manda. Así, por ministerio de amor, esperaba él abandonar el piélago proceloso del mundo, la literatura y el comercio, y entregarse a la agricultura, cultivando, mejorando y desarrollando las fuerzas productivas de las fincas de su consorte. Los botines eran, pues, la piedra angular del edificio de sus esperanzas.

Al partir abrazó a mi secretario y le prometió que le convidaría a la boda. Y no tarareaba ya la magistral y complicada música de Wagner, sino el cantar de una zarzuela o tonadilla de los primeros años del siglo XIX, que él había aprendido de boca de su abuela y de la que don Pedro guardó en la memoria los siguientes versos:


   ¡Adiós odioso anhelo!
¡Adiós cansada vida!
A mi patria querida
me voy a retirar;
unido en matrimonio
a una niña hacendada,
ni riquezas ni nada
tendré que desear.
El arroyuelo alegre,
la danza de pastores,
de prados y de flores
la grata variedad...
¡Oh, qué dulce contento!
¡Oh, qué felicidad!

¡Ojalá que esta felicidad se logre o se haya logrado! ¡Ojalá que este idilio, que no huele a pachulí ni a ilang-ilang, sino a tomillo, venga a realizarse o se haya realizado ya, por la intercesión benéfica de mis botines y por el generoso desprendimiento conque dejé a Canastel que se los calzase!

Madrid, 1900.






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Meditaciones utópicas sobre la educación humana


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- I -

El Gobierno docente


Hace ya no pocos meses, el señor don José Gutiérrez Abascal, director del Heraldo, me rogó que le escribiese y enviase lo que pienso y siento sobre instrucción pública.

Aunque quise complacer al señor Abascal, no logré hacerlo entonces por varios motivos. El mal estado de mi salud se oponía a que yo consultara los muchos libros que sobre educación se han escrito y las leyes y disposiciones vigentes sobre cosa tan importante en otros países en el día más adelantados y prósperos que el nuestro. Esto, por otra parte, no sería decir mi opinión, sino la de otros, y lo que se me pedía era sólo que dijese yo lo que opino. Me decidí, pues, a decirlo sin consultar libro ninguno, y hallé tan vasto el asunto y tanto lo que sobre él puede decirse, que no me pareció posible que cupiese en uno, en dos o en tres artículos de periódico. Resolví, pues, ir reuniendo y ordenando mis pensamientos, y así, vino a formarse este libro que ofrezco al público ahora.

Si por raro capricho de la suerte se me diese a mí la cartera del nuevo Ministerio que se ha creado, y si por imperdonable y audaz extravagancia la aceptase yo al cabo de mis años, aseguro que lo dejaría todo como está, sin reformas ni mudanzas. ¿Para qué planes nuevos y los consiguientes trastornos, que sólo durarían el tiempo que durase yo de ministro, y que servirían de estímulo para que mi sucesor, no queriendo ser menos que yo, lo cambiase o reformase todo, haciendo tal vez mayores tonterías o disparates que los anteriores?

No tiene, con todo, inconvenientes ni peligros el que yo, desde mi casa, como teoría pura y casi utópicamente, diga sobre instrucción pública todo cuanto se me antoje, ora sean afirmaciones, ora dudas o problemas que se queden sin resolver.

Sin salirme de estos límites que mi fundada modestia traza y encerrándome en ellos, voy a exponer aquí cuanto pienso y siento, procurando ser muy conciso.

Mis dudas empiezan en la raíz y en el fundamento mismo, o dígase en el tronco del ramo de que se trata. Y yo no quiero ocultar mis dudas.

¿Hasta qué punto conviene que la instrucción se generalice? Hay una sentencia clásica en latín macarrónico que dice: Quod natura non dat, Salamanca non prestat, por donde se infiere que el tonto, lejos de hacerse discreto, se hace más tonto aún por el estudio; que es desatino aspirar a que haya muchos sabios, y que, según la expresión graciosa, aunque harto cruel, de un célebre personaje que solía aplicarla injustamente, no pocos de los que imaginan, estudiando, llegar a ser sabios, son tontos sublimados o refinados por la ciencia, y son para la sociedad, no útiles, sino enojosos o nocivos. Y lo que es ellos tampoco suelen ganar con haberse calentado la cabeza estudiando, si damos crédito al refrán que reza: Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco te importa.

A pesar de estas y de otras dudas que se me ofrecen, confieso yo que me siento muy inclinado a que la instrucción se difunda cuanto se pueda. Refranes hay también que vienen resueltamente en mi apoyo, como el que afirma que el saber no ocupa lugar. Y no estorba, ni debe estorbar tampoco para ciertos menesteres y oficios humildes, porque, una vez difundido, no crea distinción aristocrática, y bien puede y debe un hombre que sabe muchas cosas ir a cavar o ser peón de albañil, si no tiene más cómodo empleo en que ganarse la vida.

Considerado el saber como un bien, la sociedad debe divulgarlo. El fin principal de la sociedad es el bienestar de cuantos individuos la componen, y nada es más eficaz para lograr este fin que el desenvolvimiento de nuestras facultades espirituales y físicas. La instrucción, pues, puede considerarse como un deber social. Y como importa el equilibrio y el auge de las prendas y aptitudes del espíritu y del cuerpo, mens sana in corpore sano, la sociedad no debe estorbar, sino facilitar todo aquello que contribuya a la difusión y al florecimiento de la música y de la gimnástica, o sea, según la expresión de las antiguas edades, de cuanto eleva e ilustra el alma y presta al cuerpo agilidad, energía y hermosura. Y ya que la sociedad tiene este deber, ¿debe o no confiar su cumplimiento al poder que la representa, o sea al Gobierno del Estado?

En una nación libre y muy adelantada, la iniciativa individual puede valer de mucho despojando al Gobierno de no pocas atribuciones. Concibo yo que se lleven hasta el último extremo las ideas individualistas; que se llegue hasta la concepción de una sociedad casi anárquica en buen sentido; a que el Gobierno sea sólo una fuerza que reprima y ampare; que mantenga a cada uno en la posesión y goce de su derecho. Concibo que el Gobierno se limite a administrar justicia y a mantener el orden interior y a defender a la nación contra cualquier extraña violencia por medio de la fuerza armada. Un Estado, para mantener relaciones con otros estados, no podrá tampoco suprimir sus agentes diplomáticos, como no podrá dejar de tener tribunales y jueces, mientras haya en el mundo delitos, ni ejército de mar y tierra, mientras no llegue el día de la paz universal y perpetua. Concibo, sin embargo, que los caminos y canales, los demás medios de comunicación, y hasta los establecimientos de beneficencia se dejen a la iniciativa individual; y concibo, por último, que el Gobierno entienda que no estorbar ni reglamentar, ni competir con los particulares, como fabricante, agricultor o comerciante, es la mejor manera de proteger y de fomentar la industria, el comercio y la agricultura. Pero aun después de haber despojado en mi mente al Gobierno de tantas y de tan diversas atribuciones, no acierto yo a despojarle del derecho y del deber de enseñar que evidentemente tiene.

No quiero yo suponer, como Emerson, pongamos por caso, que hay lo que él llama sobrealma o alma suprema y colectiva del género humano. Ni menos aún concederé yo existencia real al alma o espíritu de cada nación o pueblo. Mas a pesar de todo, e imaginándolo como se quiera, como genio tutelar, como ángel custodio, como resultante o suma de gran multitud de entendimientos y de voluntades, o como algo que persiste y da cohesión a la colectividad sin que se disgregue y desbarate, considero absurdo negar que cada nación tiene o debe tener espíritu propio. Y el cultivo de este espíritu, manteniendo su pensamiento en la dirección que tradicionalmente lleva sin impedir su progreso y su elevación y mejora, no puede ni debe confiarse al cuidado o al antojo de los particulares, y debe ser función del Estado o del Gobierno que lo representa y ejerce el poder en su nombre.

Así justifico yo que el Gobierno sea y deba ser docente.




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- II -

La libertad de enseñanza


¿Quedará por esto malparada la libertad de enseñanza, sobre la que tanto se ha discutido en estos últimos tiempos? Yo afirmo que no, si la libertad de enseñanza se entiende como debe entenderse. Consiste la tal libertad en que no se estorbe, prohíba o castigue a nadie porque enseñe lo que mejor le parezca, sin otras limitaciones que las indispensables para no ofender al público decoro, para evitar el escándalo y para impedir que se trastorne violentamente el orden social y se altere de súbito la paz de la república. Confieso que pueden tildarse de algo indeterminados los linderos que yo pongo al imperio de dicha libertad, pero me sería difícil marcarlos más claramente con expresiones generales. Me valdré de un ejemplo para mostrar la amplitud que a dicha libertad yo concedo.

Había en los Estados Unidos, cuando allí estuve, un elocuentísimo personaje, llamado el coronel Ingersoll, el cual iba recorriendo las principales ciudades, y en los teatros, o en otros grandes edificios, cobrando dos duros por la entrada de cada oyente, pronunciaba discursos, ya por estilo grave, ya salpimentándolos con chistes, en los que enseñaba sus teorías. No se limitaban éstas a ser ateas. Adelantaban más por tan espantoso camino y eran antiteístas. Para el coronel Ingersoll, nada había más contrario a la honradez, a la virtud, a la ciencia y al progreso y prosperidad de los individuos y naciones que la creencia en Dios, creencia que él procuraba extirpar de todas las almas con sutiles argumentos y endiabladas razones.

No creo necesario afirmar aquí que tales teorías me parecen abominables; pero como el coronel Ingersoll las explicaba y difundía sin que el Gobierno le pagase, por su cuenta y en su nombre sólo, no condeno el permiso que se la daba para explicarlas y difundirlas. Tan grande es la extensión que mi liberalismo tiene y tuvo siempre. Lo que no cabe en mi pensamiento, a pesar de la susodicha grande extensión que doy a la libertad, es que el Gobierno de una nación donde la mayoría o la casi totalidad de los ciudadanos tengan una religión positiva, emplee y dé salario a profesores que combaten dicha religión y se empeñen en destruirla. Y yendo todavía más lejos con este modo de discurrir, tampoco apruebo que los profesores y maestros que el Estado nombra y paga tengan libertad para enseñar y difundir doctrinas contrarias a las bases fundamentales en que el Estado se sustenta. Nunca, pues, dejó de parecerme absurda la pretensión que tantas veces ha querido hacerse valer en España de que los catedráticos y maestros nombrados y pagados por el Gobierno fuesen libres para enseñar la doctrina que quisiesen. Bueno es que la libertad de enseñanza, aun la más contraria a las creencias y leyes fundamentales de la nación, sea completa para quien no está nombrado ni pagado por el Gobierno; pero a quien recibe del Gobierno nombramiento y paga, ni el Gobierno debe permitirle, ni debe permitirle su honrada conciencia tampoco, que enseñe nada que socave los cimientos, debilite o destruya las creencias y conmueva la base secular en que se funda el Estado que le mantiene.

En teoría, nada hay para mí más sencillo y más claro. En la práctica, las dificultades son tales, que, en mi sentir, no bastarían para allanarlas las leyes mejor meditadas y los reglamentos más circunstanciados e ingeniosos.

Parece absurdo que cualquier ministro de Instrucción Pública, tal vez ayuno de ciencia, perteneciente ora a un partido, ora al partido contrario y venido al Poder merced a una crisis constitucional o parlamentaria, se erija en juez supremo por cima de la ciencia y de los hombres científicos, y los amoneste, y los reprima, y tal vez los amenace, marcándoles el camino que deben seguir para no extraviarse ni incurrir en su enojo. Pero también parece monstruoso que los profesores campeen por sus respetos, sin freno y sin rienda, y puedan libremente convertir sus cátedras en foco de ideas radicalmente contrarias al Estado y, por consiguiente, a la mayoría de la nación que el Gobierno del Estado expresa y cifra.

A fin de salvar esta contradicción, no hay más remedio que valerse, así el ministro como los profesores, de la más acendrada buena fe y de la más exquisita prudencia.

Alguien dirá que en la cuestión religiosa es más sencillo el medio de resolver la contradicción. En la mente colectiva de un pueblo católico es infalible la Iglesia. Que la Iglesia, pues, por ministerio, juicio y sentencia de sus prelados, juzgue de la ortodoxia de los profesores. Pero esto es imposible, a mi ver. El Gobierno se despojaría de una de sus facultades más preciosas al ponerla en manos de la Iglesia. Y si lo hiciese afirmando antes la infalibilidad de la Iglesia en este punto, saltaría por cima de todo el poder y de todas las facultades de que el pueblo soberano en comicios o en cortes, por plebiscitos o por leyes, puede revestirle; poder y facultades que no valen para que decida sobre punto tan alto. Las cosas sobre este punto tan alto quedan, pues, indecisas en mi espíritu, por no hallar manera fácil de conciliarlas y ordenarlas sin recelo de perturbación.

Por más que cavilo, sólo hay, como ya dije, la buena fe y la exquisita prudencia de todos, previa la indispensable convicción de que la libertad de enseñanza se pierde en gran parte al recibir salario del Estado y que sólo puede y debe gozarla omnímoda quien no recibe estipendio sino directamente de aquellos que se complacen en oírle y en aprender las doctrinas que divulga, ya religiosas, ya sociales, ya políticas, aunque sean contrarias a las que el Estado quiere que prevalezcan.




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- III -

La instrucción primaria


He titulado yo este escrito meditaciones utópicas porque, prescindiendo de lo establecido en España y en otras naciones de Europa y tomando sólo por guía mi leal saber y entender, aunque sea corto, quiero organizar idealmente la instrucción pública, por si algo de lo que se me ocurra pueda algún día aceptarse en la práctica y ser útil.

Hasta la edad de siete años cumplidos no quisiera yo que el Poder público interviniese en la educación de ningún ser humano. Críense los niños por sus padres en el seno de las familias. El Estado debe atender sólo a la conservación y sustento de los que el vicio o la miseria desampara o abandona. Objeto de caridad o beneficencia, pero no de instrucción, deben ser los niños hasta dicha edad para el Estado.

Su instrucción primera, en la que ya el Estado debe emplearse, sosteniendo escuelas públicas de uno y otro sexo, debe empezar a los siete años y terminar a los doce, aunque este período pueda extenderse dos años más, hasta los catorce cumplidos, para los niños y niñas más desaplicados, más torpes o que por falta de salud o por otras causas no han asistido asiduamente a las escuelas.

Esta primera enseñanza debe ser enteramente gratuita.

Sólo debe ser obligatoria para los hijos de aquellas familias cuya pobreza no exija que sus hijos, en vez de estudiar, contribuyan desde pequeños al mantenimiento de la casa.

Mucho dista mi ánimo de querer ofender a los maestros de primera enseñanza ni a las personas de ninguna otra profesión u oficio. No he de culpar a nadie, ni he de investigar el porqué; pero, si he de hablar con franqueza, necesito afirmar que en España la instrucción primaria está lastimosamente descuidada. Acaso sea parte muy principal en este descuido el afán de los padres porque pasen los niños a los institutos de segunda enseñanza y porque lleguen a ser bachilleres con precocidad tan lamentable como pasmosa. Ya se entiende que este afán sería inútil si no tuviera por auxiliar y cómplice la perjudicial indulgencia de los exámenes que deben preceder al ingreso de los alumnos en los institutos.

Convendría, pues, prohibir la entrada en un Instituto de segunda enseñanza a cualquier niño, por precoz que sea, antes de que tenga catorce años cumplidos. Más adelante diré las razones que me mueven a fijar esta edad. Y convendría también que los exámenes para reconocer la aptitud de los jóvenes que aspirasen a entrar en los institutos de segunda enseñanza fuesen muchísimo más severos de lo que son ahora.

De la lenidad que ahora está en uso nacen inconvenientes muy graves. Desde la adolescencia se acostumbran los hombres a fingir que saben lo que ignoran; cuando aprenden algo, lo aprenden al revés; y acaso si por dicha gustan del estudio, llegan a saber o a creer que saben de filosofía, de política, de ciencias naturales y, en suma, de cuantas son las cosas divinas y humanas, antes de saber hablar y escribir la propia lengua con sintaxis y ortografía. Tal vez, en su cansada senectud, después de haber pronunciado muchos discursos parlamentarios, de haber resuelto o tratado de resolver los más intrincados problemas políticos y sociales y aun de haber intervenido en el gobierno de la nación, llegan a averiguar no pocas personas, pongamos por caso, que se dice haya y no haiga; que cuyo no equivale a el cual, sino a del cual; que les debe ser dativo y que el acusativo es los; de que en indiferiencia sobra una i y otras pequeñeces por el estilo que no producen, sin duda, la menor perturbación en la Naturaleza, pero que tienen algo de inculto o de cómicamente grosero.

En la primera edad, cuando sobre el corto o ningún saber adquirido en la escuela se pone la enciclopedia en cifra precipitadamente estudiada en los institutos y prendida como con alfileres, se da ser a multitud de bachilleres petulantes que dicen o pueden decir, como el apestoso jovencito que saca Bretón a la escena en No más muchachos:


   Soy fuerte en literatura;
sé francés, química, historia,
matemáticas, ¡oh gloria!,
clínica y arquitectura.

Importa, pues, en mi sentir, a fin de que la educación sea ordenada, gradual, y no anárquica, que antes de dedicarse al estudio de aquellas doctrinas, ciencias y artes, que no todos los hombres necesitan saber, aprendan bien los hombres todos lo que es menester que todos sepan para ser civilizados o cultos: hablar, leer y escribir la propia lengua con corrección y propiedad; algunos rudimentos de geografía y de historia, aritmética práctica para los usos diarios de la vida, y principios de moral sostenidos en una base sólida, que se apoye, no en razonamientos filosóficos, para los que la mocedad temprana carece aún de madurez suficiente, sino en la creencia tradicional, cuya valer legítimo la razón del adulto podrá examinar y hasta contradecir más tarde.

Tales son los cuatro principales objetos que debe tener el estudio de niños y de niñas en las escuelas de primera enseñanza.




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- IV -

El idioma castellano


Todo idioma, y, por consiguiente, el nuestro también, es creación espontánea e instintiva: nace de la inspiración de los hombres que lo hablan, y tal vez florece y alcanza su mayor perfección, lozanía y belleza antes de que venga el arte a descubrir, señalar y fijar sus leyes. Sin duda se habló, y hasta se escribió gallarda y lindamente, no sólo en prosa, sino también en verso, mucho antes de que se inventase la gramática.

No recuerdo dónde he leído yo que estaban ya escritos los poemas de Homero y de Hesiodo, y quizá otros poemas y dramas, y también historias en prosa, como la de Herodoto, antes que un agudo sofista averiguase y propalase que los nombres sustantivos eran masculinos, femeninos y neutros, lo cual pareció novedad tan extraña que dio muchísimo que reír y prestó asunto para burlas y chistes a los graciosos que por aquel entonces había en Atenas.

De que el arte se haya inventado y empleado cuando ya el objeto que reflexivamente le incumbe crear ha nacido por inspiración espontánea, no ha de inferirse que el arte es inútil o nocivo.

Auxiliada la inspiración por el arte, será más fecunda y enérgica, y lo creado por ella en un principio se conservará sin deterioro ni radical mudanza, aunque no como algo de muerto y de estéril, sino como algo de viviente y de orgánico que puede y debe desenvolverse y magnificarse sin perder el sello propio y característico que desde su origen tuvo.

Una nación o una raza, al crear su propio idioma, crea el lazo que más estrechamente la une, y la distinción exclusiva y propia que de las otras razas y naciones más claramente la distingue y separa. El idioma, pues, no sólo es signo exterior y sensible de la unidad de una raza, sino también fundamento y garantía, y si llega a conservarse sin corrupción, de la vitalidad poderosa de la raza y de su persistencia por siglos, a pesar de las mudanzas y trastornos históricos y a pesar de las decadencias y eclipses momentáneos del linaje humano en medio de su progreso indefinido.

No creo yo que pueblo alguno haya dejado de hablar su idioma castizo, inventando o adoptando otro idioma, a causa de que se mejora o se engrandece, sino a causa de que decae y desaparece de la Historia como tal pueblo. Por el contrario, la persistencia de un idioma hablado y escrito es muestra patente de la virtud vividora, de la fertilidad intelectual y del carácter indeleble y propio de la gente que lo escribe y que lo habla.

Importa, pues, muchísimo la conservación de un idioma cuando no se quiere que la raza que lo ha inventado y empleado desaparezca por inferior o decaída, y despeje el sitio o desaloje el territorio que ocupa para que otra raza superior o más adelantada venga a prevalecer en él y figure y brille en la escena del mundo.

El valer de una civilización, de una raza o de un pueblo puede, pues, medirse por la duración de su idioma, vivo en lo escrito y vivo también en la voz humana.

Las anteriores consideraciones me inclinan a tener por importantísimo para la vida de los pueblos el más esmerado cultivo de la lengua propia, de los vocablos que la componen, de las formas, desinencias, orden y régimen que los vocablos toman y en que se van colocando para constituir el discurso; y, por último, hasta de las letras con que debe escribirse cada vocablo, a fin de que no desaparezca su origen ni se borre o se pierda el título de su nobleza.

En todo idioma, la pronunciación es lo más inestable o sujeto a mudanzas, mientras que lo escrito persiste y dura. Verba volant scripta manent. Nada más conveniente que la ortografía a la duración de un idioma. En mi sentir, es reforma bárbara la de aquellos que pretenden se escriba sin cuidarse de razones etimológicas y atendiendo sólo a la pronunciación. Así, no sólo sería efímera la vida y harto mudable la condición de las lenguas, sino que cada lengua se descompondría en multitud de dialectos, en las diferentes provincias o comarcas de cada nación, y hasta desaparecerían a la larga las pruebas de la afinidad o del parentesco que entre las naciones existe. ¿Quién podría reconocer la multitud de voces latinas que hay en la lengua inglesa si dichas voces se escribiesen como se pronuncian? Y si escribiésemos la lengua castellana como la pronuncian los andaluces, ¿no acabaríamos por crear en poquísimo tiempo un nuevo idioma informe y rudo? Quién sabe de qué suerte recitarían o cantarían sus versos Esquilo, Píndaro y Corina, pero la ortografía ha salvado y conservado viva hasta hoy la lengua en que se compusieron. Cualquier profesor de griego de nuestras universidades puede hoy leer de corrido los libros o discursos recientemente compuestos en Atenas, sin que halle una sola palabra que no esté en los clásicos y que no tenga dos mil o tres mil años de antigüedad; ni una sola desinencia en conjugaciones o declinaciones que no sea antigua o que no proceda, con levísima alteración, de lo antiguo.

Si se atiende al recelo que muestran algunos en el día a la mal disimulada esperanza de otros de que la lengua española, hablada hoy tal vez por más de sesenta millones de seres humanos, acabe por desbaratarse, descomponiéndose en lenguas diversas o dando lugar a que se creen otras novísimas, se comprenderá bien que no es divagación inoportuna cuanto aquí decimos. Y no nos mueve a decirlo un vanidoso afecto por España, mirada como metrópoli. Lo que nos mueve es el amor de la raza; es que no somos descastados. Imaginemos lo peor: imaginemos que ya se secó el ingenio y que ya desfalleció la capacidad mental de los españoles todos de esta Península; imaginemos algo más lastimoso todavía: que jamás valió gran cosa cuanto hemos pensado, hablado o escrito. ¿Hemos de suicidarnos por esto? ¿Hemos de inventar otra lengua, esperando que por medio de ella penetren en nuestra alma la luz y la fuerza productora de que carece? Y si la España peninsular es hoy la estéril, háyalo sido o no en otras edades, ¿qué necesidad tienen sus hijos del otro lado del Atlántico de inventar o de adoptar nuevos idiomas a fin de ser espiritualmente fecundos? Tiempo hubo en que se agotó o desmayó el talento creador de los griegos en la misma Grecia; mas no por eso murieron la ciencia, la filosofía y la literatura de los griegos, persistiendo, reverdeciendo y brillando en sus antiguos dominios y en sus más distantes colonias: en Egipto, en Siria, en el Asia Menor, en Sicilia y en otras muchas más apartadas regiones. Y lo mismo que se complacería y se entusiasmaría, pongamos por caso, un habitante de la decaída Atenas, amante de su casta, al tener noticia del saber enciclopédico de Aristóteles, de las invenciones de Arquímedes, de la elegante poesía de Teócrito, de la ulterior y sutil o profunda filosofía de los neoplatónicos alejandrinos o de la alta especulación y rara elocuencia de los padres de la Iglesia, todo ello griego aún, así me complacería y me entusiasmaría yo cuando en Méjico, en el Perú, en Venezuela, en Chile o en la República Argentina surgiesen pensadores, filósofos, sabios y poetas que, sin renegar de su casta y sin desechar el idioma de sus mayores, prolongasen la gloria y la fecundidad de nuestra cultura y hasta lograsen superarla en todo. En cambio, yo me afligiría, por amor de la casta o de la raza, de que nuestros hermanos de por allá se desvaneciesen o se negasen a sí mismos, trocándose en latinos, en franceses, en yanquis o en cualquier otra cosa con tal que no tuviese nada de español.




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- V -

La lectura y la escritura


En lo que ahora se llama feminismo hay, en mi sentir, no poco de aceptable, sobre todo en la parte de censura de lo presente y en la manifestación de los males. Pero en los remedios con que se pretende que han de ser curados noto yo algo de antiestético y de repugnante a la condición natural de la mujer, lo cual traería por consecuencia ya inmoralidad, ya aburrimiento y desencanto. Para esta opinión mía, que expreso aquí sin pruebas, daré pruebas y razones más adelante. Básteme decir ahora que yo no reconozco, ni en el alma ni en el cuerpo, inferioridad alguna en la mujer con relación al hombre. Declaremos a las mujeres iguales y hasta superiores a nosotros, pero de esto no se sigue la identidad de las almas masculinas y femeninas. En mi sentir, hasta el más espiritualista de los pensadores, hasta el que cree, no ya que la voluntad y el entendimiento no son resultado del organismo, sino también que son independientes y no se dejan modificar por su influjo, debe dar por cierto que el alma de la mujer difiere esencialmente de la del hombre y que sus prendas y facultades tienen diversos destinos y van encaminados naturalmente a diversos propósitos. En suma: yo acepto en su más amplia significación, como real y no como imaginario, lo que apellidó Goethe el eterno femenino. Tal aceptación no niega la igualdad, lo que niega es la identidad confusa. Dos cosas pueden tener el mismo valor y ser diferentes. Y ya se comprende que esta diferencia, por grande y por real que sea, dista no poco de ser absoluta. La mujer, lo mismo que el hombre, es ser humano y yo la coloco, sin identificar su espíritu con el espíritu del hombre, al nivel de éste y bajo el mismo predicamento de Humanidad.

Entendidas así las cosas, deduzco yo que la primera enseñanza ha de ser, en lo esencial y espiritual, idéntica para la mujer y para el hombre. Lo que diga, pues, acerca de las escuelas de niños, debe también, en lo esencial, entenderse por dicho para las escuelas de niñas.

Claro indicio de la prosperidad de una nación es, sin duda, que esté muy difundido el saber leer y escribir entre cuantos individuos la componen.

Yo no me fío, con todo, ni hago gran caso de la estadística en este punto. No ha de tratarse de cuántos saben leer, sino de cómo leen los que saben. En el día, en que por desgracia estoy yo ciego, comprendo mejor que nunca la diferencia que hay entre leer y leer, y conozco lo raras y estimables que son las personas que leen bien y con sentido.

A este fin de enseñar a leer bien y con sentido deben dirigirse, desde el principio, los maestros y maestras de primeras letras.

Para ello, durante los dos primeros años de la escuela, deben enseñar a leer prácticamente, sin análisis gramatical, sin pensaren la gramática para nada y haciendo leer a los niños cosas claras y sencillas que no traspasen los límites de un despejado entendimiento infantil, desde los siete a los nueve años cumplidos. Si para tales ejercicios de lectura no hubiese libros a propósito, convendría escribirlos.

Desde los nueve a los doce años la lectura debe ser ya de libros menos infantiles, como compendios de Historia Universal y de España, cuentos que no por ser morales sean tontos y sosos, y fábulas y narraciones poéticas y poesías líricas que despierten y estimulen el buen gusto y empiecen a inculcar en la mente de los alumnos el justo concepto del pensar y del sentir de la raza y nación a que pertenecen.

En otros países se pone el mayor cuidado y esmero en este punto, mientras que en España se pone en general tampoco que verdaderamente da lástima, y apenas se concibe cómo nuestra buena literatura no está aún más desconocida y despreciada por el gran público o cómo el gusto literario no se extravía más, se corrompe o se pervierte.

El divorcio, la separación o el aislamiento de los literatos y del vulgo, es y va siendo cada día en España mayor que en otros países. Y aún sería mucho mayor, si no persistiese entre nosotros la afición al teatro, que mantiene cierto comercio o relaciones intelectuales entre la generalidad del público y los autores.

En Nápoles y en otros puntos de Italia he visto yo algo que ni por ensueños se ve en nuestra tierra. Hombres y mujeres de la plebe más ínfima, rodean embebecidos y prestan atención al canta-storie,el cual recita y comenta versos del Tasso, y del Ariosto o lee y explica el libro popular titulado I reali di Francia, donde se narran las hazañas de los emperadores de Roma, de Carlomagno y de los Doce Pares. En Francia apenas sale nadie de la escuela, y no suele olvidarlo nunca, sin saber de memoria trozos escogidos de Racine, Corneille y Boileau, que familiarmente llaman tartines. Y en Alemania apenas hay criada de servir, ni muchacha de las que asisten en los cafés y pastelerías que no sepa recitar composiciones poéticas de Herder, Klopistock, Goethe, Uhlandé, Schiller y Heine. En España, fuerza es confesarlo, no ya las horchateras y doncellas de labor, pero ni las damas empingorotadas y elegantes, salvo excepción rarísima, guardan en la memoria un solo verso de Garcilaso, de León, de Gallego, de Quintana y aun de Espronceda. Si algo conocen de Zorrilla o de otros poetas, es porque en el teatro, oyéndolo, y casi sin querer, lo han aprendido.

Este desdén por la literatura nacional, y muy singularmente por la poesía, que ha llegado en muchas almas a ser repulsión y menosprecio, explica que se haya discutido seriamente en nuestro Ateneo de Madrid que la forma poética estaba llamada a desaparecer. En el teatro mismo, al que asisten con mucho gusto las mujeres, suelen éstas entusiasmarse poquísimo y prestar escasa atención a la obra literaria, como no sea extranjera y de última moda y como no la realcen y presten atractivo la elegancia y la riqueza de los trajes y lo pintoresco y esmerado de las decoraciones.

Fuera de lo dicho, la afición a la literatura propiamente española, va disminuyendo cada día más en las mujeres, sobre todo en las elegantes y ricas y que pertenecen a lo que ahora llaman high-life. Su cultura espiritual, lo mismo que sus trajes y tocados, es importada de París y suele producir en las almas un desdén mal disimulado de lo castizo.

A veces sólo merced a lo flamenco y a lo chulo el españolismo persiste y se manifiesta. Bien pueden repetirse y aplicarse en el día los tan conocidos y citados versos de Iriarte:


   Las mujeres, que ahora no despuntan
como en siglos pasados por discretas,
si en el teatro público se juntan,
aplauden cuando más al tramoyista,
oyen tal cual chulada del sainete,
y sirve lo demás de sonsonete
mientras que están haciendo una conquista.

Muchísimo disto yo de querer que sean marisabidillas las mujeres. Hasta para la generalidad de los hombres me parece absurdo pretender y exigir gran variedad y profundidad de conocimientos. Lo que yo quiero es que tanto en la mujer como en el hombre tenga sólido y castizo fundamento la cultura, aunque ésta no se extienda sobradamente después y nos convierta a todos en literatos y literatas, lo cual, o sería imposible o sería insufrible. Pero el que el hombre y la mujer aprendan bien en la escuela y en la miga a leer y a escribir la propia lengua con gramática y con ortografía, más bien impide que fomenta la aparición improvisada de literatos y de escritores de ambos sexos y vale además para que el buen gusto no se vicie y se corrompa y para que sepamos discernir lo bueno de lo malo y conceder con justicia aplausos y laureles a quienes entre nosotros lo merezcan.

Lejos de dar pábulo a la pedantería, se opone a ella por completo la divulgación del conocimiento indispensable de todo ser humano de la propia lengua nacional, hablándola, escribiéndola y leyéndola y sabiendo analizar gramaticalmente los períodos y cláusulas de cualquier escrito.

No aspiro yo a que se enseñen muchas doctrinas, sino sólo a que se aprendan bien las pocas que se enseñen. Entre ellas figura, en primer lugar, el conocimiento de la propia lengua y su gramática, a fin de que hablen, lean y escriban bien cuantos a la edad de doce años, o más tarde si son desaplicados o torpes, salgan de las aulas de primeras letras.




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- VI -

Aritmética, Geografía e Historia


En las escuelas de primera enseñanza deben adquirirse también ciertas ideas científicas, aunque muy elementales, del Universo visible en general, y singular y más detenidamente del planeta en que habitamos y de las vicisitudes y progresos del linaje a que pertenecemos.

Así para fundamento de las mencionadas ideas como para la práctica de la vida, importa empezar a los nueve años cumplidos por el estudio de una aritmética muy compendiosa. Bien pueden los niños desde la edad de nueve a diez años, aprender las cuatro reglas: sumar, restar multiplicar y dividir enteros, con prontitud y sin equivocarse. Conviene después que aprendan a hacer las mismas operaciones, con quebrados y decimales. Y por último, como complemento del saber aritmético, generalmente convenientísimo en la vida práctica, los niños deben aprender las proporciones geométricas y sus cualidades principales, que sirven de base a la regla de tres y a otras que tienen frecuente aplicación en la vida diaria.

Para adquirir las ideas científicas y muy elementales del Universo visible, de nuestro planeta y de la historia del linaje humano más bien que aprender nada de memoria en las escuelas, convendría leer con atención y repetidas veces un libro escrito a propósito, que fuese tan claro como ameno, que no es muy fácil de escribir, pero que yo concibo que pudiera muy bien escribirse y ser una obra sencilla, primorosa y útil.

Tal vez convendría abrir público certamen y ofrecer un buen premio a quien escribiese la mejor obra de esta clase. El Gobierno, asesorándose con las reales academias de la Lengua, de Ciencias Exactas y Naturales, de la Historia y de Ciencias Morales y Políticas, pudiera dar este premio y crear el primer libro de texto que fuera como el germen y la raíz de toda ulterior cultura: saber inicial para cuantos más tarde hubieran de aplicarse a superiores y más hondos o más circunstanciados estudios, y saber, cuando no esencial, muy conveniente a todas las demás personas, aunque no sean ni quisieran ser sabios, que viven en un país civilizado.

Las nociones preliminares de este libro pudieran contener:

I. Definiciones de líneas y figuras que pueden trazarse en un plano, así como de los principales cuerpos sólidos; nombres, formas y cualidades, sin demostraciones, sin teoremas ni problemas, de ángulos, triángulos, paralelas, polígonos y círculos, y también de los cuerpos regulares y singularmente de la esfera.

II. Rápida descripción del aspecto del cielo, de los astros que pueblan la inmersa amplitud del éter y de las constelaciones en que los consideramos agrupados, fijando más la atención en el sol que es centro de nuestro sistema planetario y dando una ligera idea de los planetas y cometas que giran en torno de dicho sol y entre los cuales se cuenta la Tierra.

III. Estudio de la Tierra como planeta que es parte de nuestro sistema solar, y luego como productora de plantas, de animales y de la especie humana, previa descripción de los continentes, mares e islas, de las montañas y de los ríos y de las sustancias diversas o elementos que ora combinándose, ora separándose y disolviéndose dan forma a la variedad de los seres y, obedeciendo a naturales energías y leyes indefectibles, crean en nuestro mundo el movimiento y la vida.

En el primer capítulo de la compendiosa historia de nuestro linaje estaría bien afirmar, sin perjuicio de que cada niño cuando llegue a mayor edad corrobore o niegue la afirmación por virtud de su libre examen y propio discurso, la fraternidad de los seres humanos, o sea que todos proceden del mismo padre y de la misma madre. Y convendría asimismo inculcar en la mente de los alumnos, por el crédito y la fe que merecen las tradiciones concordes de la mayor parte de los pueblos, que hubo al principio, cuando la aparición del ser humano en la Tierra, algo de más íntima comunicación con lo sobrenatural: una Edad de Oro, paradisíaca y divina, de la cual es perversión o degradación el estado salvaje y hasta el completamente bárbaro, estado desde el cual no puede comprenderse la ascensión a la altura intelectual y moral en que vivimos hoy.

Salvo la insinuación de las dos precitadas creencias en la unidad de nuestra raza y en algo a modo de revelación primitiva, el mencionado primer capítulo debe tratar con rapidez del origen del hombre, de su mayor o menor antigüedad y de las primeras civilizaciones, repúblicas y ciudades, ya que en mucho de esto la imaginación o la fe religiosa valen más hasta el día de hoy, y acaso se extravían menos que la ciencia.

En los capítulos sucesivos se presentaría una serie de animados cuadros históricos en que viesen los niños con los ojos del alma la marcha de la Humanidad desde la época más remota de que se conservan pruebas y documentos fehacientes, hasta la edad en que vivimos. En estos cuadros, para nosotros españoles, España debe aparecer siempre en primer término. El libro, pues, debiera ser un compendio de historia de España, con ampliaciones tales que contuviese además la historia universal, en compendio mucho más breve.

El tratar de los primeros pobladores y colonizadores de España: iberos, celtas, fenicios, griegos y cartagineses, daría ocasión para mencionar las más antiguas emigraciones de los pueblos y para dar alguna idea de la historia de Egipto, de Fenicia, de los grandes imperios que hubo en el centro del Asia y de los cartagineses y de los griegos. Las guerras púnicas, las de Viriato y Numancia, las de Sertorio y la de César y los hijos de Pompeyo, darían lugar a que se explicase lo que fue y lo que importó la República romana, hasta el reinado de Augusto. Desde Augusto hasta la llegada a España de los visigodos y de otros pueblos del Norte, nuestra historia es la del Imperio romano de Occidente y tiene asimismo el interés general de la constitución de la Iglesia católica y de la predicación, difusión y triunfo del cristianismo. La historia de los reyes visigodos está ligada o tiene grande analogía con la de otras regiones y provincias del Occidente de Europa, que, después de formar parte de los dominios imperiales del Lacio, se constituyeron en naciones y reinos independientes. La conquista de España por los muslimes y su dominación en nuestro suelo, hasta la caída del califato de Córdoba, convidarían a exponer la revolución religiosa, de Mahoma, la expansión de los árabes y sus rápidos y grandes triunfos, y el valer de la cultura a que se elevaron, más bien que inventando, aceptando en parte y difundiendo por sus vastos dominios la de las regiones y pueblos que conquistaban. El nacimiento y el progreso de los reinos cristianos de España hasta la conquista de Toledo por Alfonso VI y la ulterior y magnífica epopeya de las terribles invasiones africanas, hasta el triunfo glorioso de Las Navas de Tolosa, inducirían a tratar de la ingente contienda entre Europa y Asia y entre cristianos y muslimes; del general y pasmoso movimiento de las Cruzadas y del apogeo o más alta culminación del poder social de la Iglesia católica. El esplendor y el más lozano florecimiento de las ciencias, letras y artes, propias de la Edad Media, tienen en España manifestación nobilísima, así en la reconquista de Córdoba y Sevilla por los castellanos y de Valencia por los aragoneses como en el saber enciclopédico y en la inmensa labor intelectual del hijo de San Fernando. La fuerza expansiva de los pueblos de nuestra Península empieza poco después a mostrarse por virtud de Aragón y Cataluña, cuyos marinos se enseñorean del Mediterráneo y cuyos audaces y fuertes guerreros prevalecen en Sicilia y en Italia contra el poder de Francia, vencen en Oriente a los turcos y escarmientan y castigan después a los bizantinos.

La más moderna historia de España se liga y se combina más aún con la historia del mundo. Gran parte de él, o si se quiere otro Nuevo Mundo que permanecía escondido, es descubierto, dominado, colonizado y civilizado por los españoles. Los portugueses, no por casualidad dichosa ni impremeditadamente, sino como premio de pertinaz y secular persistencia, doblan al fin el extremo Sur de África y llegan a la India y a la China. Gloria común de portugueses y de castellanos es el descubrimiento del mar Pacífico y de las islas de la Oceanía, y la prueba experimental de la redondez del globo terráqueo al que por vez primera dan vuelta con sus naves. Aquí, por estilo conciso y claro, podría nuestro libro hacer la descripción de América, poner en resumen su historia precolombina y dar igualmente noticias de las naciones del Extremo Oriente y de su antiquísima cultura.

Al relatar los sucesos del reinado de los Reyes Católicos y de la sucesiva dominación de las dinastías austríaca y borbónica hasta el día presente, el autor de nuestro libro tendría ocasión de representar la ingente contienda del catolicismo y del protestantismo, la parte principal y gloriosa que tornó en ella España, su pasada y singular grandeza y su presente lastimoso abatimiento.

Como epílogo o conclusión del libro estaría bien trazar un cuadro sinóptico del estado actual y de la comparativa situación de las naciones del mundo, del número de los seres humanos que lo habitan de las diversas religiones que profesan y de los varios idiomas que hablan.




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- VII -

La religión y la moral


Antes de tratar de asunto tan arduo y trascendente como el de este capítulo, me importa recordar que yo califico de utópicas mis meditaciones. En la práctica, y como ministro de Instrucción Pública, acaso no me atrevería yo a reformar ni a cambiar nada. Lo que voy a exponer aquí es, por consiguiente, un ideal, cuando no inasequible, en su realización harto lleno de peligros y erizado de dificultades.

Yo doy por segura la casi imposibilidad de que aparezcan nuevas religiones positivas, capaces de competir y luchar con el cristianismo; y creo, por tanto, que el cristianismo es la religión definitiva de la Humanidad; que sin religión carece la sociedad de su base más sólida; y, por último, que el catolicismo, sin empeñarse en demostrar aquí su valer superior al de otras sectas, ni menos que única y exclusivamente guarda y custodia la verdad, es la religión que mejor se adapta al pueblo español y que desde hace siglos informa su espíritu, su constitución histórica y tradicional, sus costumbres, sus leyes y toda su cultura. Es, además, indudable que la inmensa mayoría de los españoles sigue siendo católica; que entre nosotros parece extravagancia o delirio el hacerse luterano, calvinista o cuáquero; y que si hay librepensadores, son harto pocos, y son poquísimos los que tienen el desenfado o la audacia de declararse tales; prueba evidente, cuando ya las leyes no imponen castigo alguno a dicha declaración, de que nuestro modo de ser la repugna o la condena.

Considerando además que el carácter de toda religión no es meramente singular, privado y doméstico, sino que debe unir y enlazar al pueblo todo en comunión de sentimientos y creencias, es para mí indudable que en las escuelas públicas debe darse la enseñanza religiosa.

En los tres primeros años, y en las escuelas de uno u otro sexo, esta enseñanza habrá de ser muy sencilla: habrá de limitarse a que aprendan los niños de memoria las principales oraciones, a que las recen con devoción y a que se les enseñe lo más esencial de la doctrina cristiana, valiéndose para ello del librito del padre Hipalda o de otro por el estilo.

No he de ocultar yo que en este asunto se presentan desde el principio a mi espíritu no pequeñas dificultades. El clero no puede hacerse sordo a la divina voz de mando que le dice: «Id y enseñad a todas las gentes.» ¿Cómo abandonar, sobre todo, esta misión de enseñanza en lo más esencial que hay en ella para el clero: en la enseñanza de la doctrina cristiana? Nace de aquí cierta competencia, difícil de resolver o de dirimir, entre los maestros y maestras de primeras letras y los sacerdotes encargados de la cura de almas; pongamos por caso párrocos y coadjutores.

La sentencia de un gran político italiano, que largo tiempo ha estado de moda y que declara la Iglesia libre en el Estado libre, me parece imposible de realizar sin grave perjuicio del Estado y de la Iglesia, sin fomentar un dualismo lastimoso y sin dar origen a rivalidades y funesta lucha. En una nación casi por completo católica, los mismos hombres, ora considerados como ciudadanos, ora considerados como creyentes, son a la vez individuos de la sociedad política y de la congregación de los fieles y dependen a la vez y son súbditos de dos distintas potestades: la espiritual y la temporal. Si ambas potestades ejercen, y no pueden menos de ejercer, imperio sobre las mismas personas, no podrá dejar de existir entre ellas perfectísimo acuerdo sin que se originen gravísimos males. La concordia es indispensable, por consiguiente; y concordia, no fundada sólo en un pacto, a modo de tratado internacional, con el jefe o cabeza-visible de las Iglesias, sino fundada también en las propias leyes y en el concierto de los entendimientos y de las voluntades de todos los hombres, sin que desconfíen unos de otros y tengan radicalmente, aspiraciones diversas.

Para expresarlo con más claridad y aplicar lo expuesto a nuestra patria en la edad presente, importa que el clero y el partido que pudiera llamarse clerical desistan de convertir la religión en arma política, y de creerla más compatible con un régimen que con otro. Y asimismo importa que el gran partido que se llama liberal, en todos sus grados y matices, no ponga entre sus artículos de fe o credo político el ser un tanto cuanto librepensador el desconfiar del clero, imaginando, por desgracia no sin algún fundamento, que gran parte del clero es contraria al liberalismo, y que por su influjo, en las conciencias ha contribuido no poco a las largas y costosas guerras civiles que han debilitado, empobrecido y abatido a España.

Como yo no me forjo ilusiones y veo que la tal concordia dista mucho de realizarse, expongo mi plan no como de fácil, inmediata y completa realización, sino como mera utopía.

Presupuesta, no ya sólo la concordia oficial de la Iglesia y del Estado, sino la íntima y popular concordia de todos los ciudadanos y fieles, legos y clérigos, y presupuesta además la mutua confianza de unos en otros, yo encargaría sin vacilar a los curas párrocos y a sus coadjutores la inmediata y directa enseñanza de la doctrina cristiana dogma y moral, o bien una alta y autorizada inspección en el asunto.

Toda moral no puede menos de fundarse en una metafísica o filosofía primera; pero este fundamento racional ha de buscarse con el discurso, cuando cada persona llegue a la madurez y alcance la plenitud de sus facultades mentales y bien o mal quiera ejercerlas, y las ejerza, en la resolución de tan arduos y temerosos problemas.

En la niñez tal resolución debe darse por hecha. El dogma debe aceptarse por fe sin que sea previamente controvertido. Y el dogma debe ser base y sostén de los preceptos morales.

Estos preceptos, contenidos en resumen en los Mandamientos de la Ley de Dios y en otros párrafos o cláusulas de la doctrina cristiana, como son las Bienaventuranzas, las Obras de Misericordia y la indicación y enumeración de las virtudes teologales y cardinales y de los vicios que les son contrarios, deben insinuarse e imponerse en el ánimo de niños y de niñas, sin ampliaciones ni explicaciones, hasta llegar a los diez años cumplidos. Convendría, no obstante, en mi sentir, que para la tal insinuación se valiesen los maestros, más que de la idea del castigo, del amor y del respeto que el Supremo Hacedor debe inspirarnos, no del miedo a la tremenda justicia divina, sino de la gratitud que deberemos a Dios y del anhelo de agradarle y servirle atraídos amorosamente por su inmensa bondad y confiados en su misericordia infinita. Me parece abuso perjudicial, y que puede rebajar o malear el carácter humano, el empleo frecuente de ciertas frases con que suele infundirse miedo en la niñez amenazándola con el infierno, con el demonio y con la cólera del Cielo. Me es antipática esta frase harto a menudo empleada: No hagas eso, niño, porque mata Dios.

De todos modos y aun infundidos y autorizados los preceptos morales del cristianismo con el apoyo de una sanción penal, tienen el valer absoluto y la elevación sublime de la moral verdadera y distan en extremo de otra moral que recomienda el bien, no por el bien mismo, sino por su utilidad y material conveniencia y que no me parece mal que se enseñe también a los niños, aunque sin confundirla con la verdadera y alta moral, sino procurando distinguirla y llamarla prudencia mundana, circunspección y convenientes reglas de conducta.

A este fin y en este sentido apruebo y recomiendo yo la lectura, abandonada hoy no sé por qué en las escuelas, de las preciosas fábulas de Samaniego, no inferiores en gracias y en primor de estilo a las de La Fontaine tan encomiadas en Francia. Pero las amonestaciones y advertencias que tales fábulas contienen distan más de la moral elevada y absoluta que de lo llamado en Francia espíritu de conducta, y saber vivir, y en España, gráfica y grotescamente, gramática parda. La moral, pues, no sólo como puras imperativas prescripciones de un legislador soberano, ni sólo tampoco como reglas convenientes y útiles para la vida práctica, debe enseñarse a los niños durante los dos últimos años que han de estar en las escuelas públicas, o sea de los diez a los doce.

Para lograr este fin concibo yo también un libro que está por escribir y que debiera escribirse: la exposición sencilla del dogma católico y de la moral cristiana que en el dogma se funda. Contra no pocos prejuicios y contra ciertas malas propensiones que prevalecen en el día y suelen arrebatar en su corriente y extraviar al espíritu humano, entiendo yo que sería muy provechoso prevenir a los adolescentes en la precitada enseñanza. No puede aceptarse sin atenuación y explicación que todo dogma religioso, y singularmente el dogma católico, se funda en un concepto pesimista del mundo y de la vida. Si el mundo es un valle de lágrimas, áspero camino lleno de zarzas y abrojos, y si la vida es peregrinación fatigosa y tiempo de rudísimas pruebas, todo ello se comprende y se llama así con relación a otra vida mejor en la que creemos y a la que aspiramos. Pero esto mismo da subidísimo precio a la vida presente, ya que en ella podemos hacer méritos para conquistar la futura. La vida humana, pues, en este bajo mundo y por breve tiempo, tiene una importancia y un valer infinitos. En el sentido más recto, lejos de ser cristiano, es anticristiano el menosprecio del mundo y de la vida.

Con mayor motivo aún es anticristiano el menosprecio de nuestro propio ser. Cuando pensamos en Dios y comparamos nuestra debilidad, miseria e ignorancia con su omnipotencia y su sabiduría, bien podemos calificarnos de humildes y menesterosos; pero, en absoluto y pensando sólo en las criaturas y en todo el Universo visible, ¿qué hay ni qué podemos concebir que haya más elevado ni más noble que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios? ¿Qué puede haber que mayor veneración merezca que el alma y el cuerpo humanos, con los cuales quiso unirse y se unió y vivió vida mortal el Verbo mismo? Y si el hombre no se dirige por caminos tortuosos y persevera en el buen camino, ¿qué aspiración o qué esperanza de progreso y mejora no es mezquina y pobre comparada con la que el mismo Dios humanado nos presenta como meta y término de nuestra carrera y blanco de nuestras miras y deseos: ser perfectos como nuestro Padre que está en el Cielo? Es, pues, muy cristiano considerar nuestra vida mortal como digna de ser vivida y llamarla excelente don del Altísimo, así porque nos da entrada y asiento, aunque sea entre la humilde plebe, en el magnífico teatro del mundo, donde se nos convida a contemplar y aplaudir la hermosura y el orden de las cosas creadas, como porque también es palestra en la que podemos lograr la vencedora palma y el triunfo más glorioso. Y ya se entiende que muy por cima de este amor a la vida están las mismas causas que nos inducen y mueven a amarla y por las cuales debemos de estar prontos a sacrificar la vida, por muy amada que sea. Y, por último, nuestra conformidad completa con la voluntad de Dios, que en nuestro pensamiento ha de confundirse con la razón suprema, así como nos prescribe amar la vida y no desear la muerte, también nos manda no temerla, ya que no se la mire como la última efusión, amante y generosa del alma, que devuelve a la Naturaleza los materiales elementos de que temporalmente se había revestido.




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- VIII -

Educación corporal y artes cosméticas


Terminados los estudios de primeras letras a la edad de doce años, si no hubiese atraso, aún habrá de entenderse no terminada toda la primera educación. Prescindiendo del oficio que tome cada persona o de la carrera que emprenda, hay y no puede menos de haber una parte de educación común, que debe empezar desde la infancia y prolongarse hasta los catorce o dieciséis años cumplidos. Me refiero a la educación corporal que acompaña y sostiene la educación del espíritu.

Difícil y costoso sería que en esto fuese docente el Estado; pero siendo para el Estado de grandísimo interés la crianza de hombres y de mujeres, en quienes, lejos de degenerar la raza, aparezcan y brillen las mejores cualidades de robustez salubre, agilidad y hermosura, importa que el Estado excite y amoneste a los Municipios y a otras corporaciones populares para que proporcionen los medios de que tal educación se adquiera, cuando no gratuitamente, con muy corto sacrificio de los educandos, fin para cuyo logro no estarían de sobra subvenciones y auxilios.

Si bien se mira, apenas hay tan pobre población en España que no pueda permitirse ciertos gastos. Donde hay dinero para construir plazas de toros y reñideros de gallos y para sostener casinos en que se juega de noche y de día al tresillo y al monte, bien pueden construirse o sostenerse también, no sólo locales con buenas condiciones higiénicas y a propósito para la escuela y para la amiga, sino también algo a modo de gimnasio para los ejercicios corporales.

Poco dispendioso sería el establecimiento de academias de gimnasia y hasta de salas de esgrima y tiros de pistola y de escopeta. Y sin pretender un Municipio convertir en titiriteros, en acróbatas o en espadachines a la juventud de sus administrados, bien pudiera, sin arruinarse, estimular el desenvolvimiento de la agilidad y de la fuerza varoniles, concediendo premios a los más fuertes, y a los más ágiles, y a los que mejor y con más tino aprenden a manejar las armas.

La educación corporal de las mujeres exige mayor y más largo cuidado todavía. También las mujeres pueden elegir y emprender una carrera o dedicarse a un singular oficio para ganarse honradamente el sustento, con ventaja del procomunal; pero antes, y como fundamento de todo menester especial, oficio o carrera, debe educarse la mujer de suerte que pueda ser en lo futuro excelente madre de familia, hacendosa, económica y hábil en la costura y otras labores de manos y en el gobierno de la casa. De todo esto deben aprender las niñas en la amiga, tanto o más que de leer y escribir y de los otros estudios de primeras letras. Como complemento y prolongación de tales estudios pueden y deben continuar hasta los dieciséis años.

Acaso en España habíamos caído, hasta no hace mucho tiempo, en cierto, severo y poco galante ascetismo, celoso y desconfiado para la mujer, que no sólo propendía a criarla en la mayor ignorancia y casi sin ningún cultivo de espíritu, sino a que fuese también, por mal entendido pudor, materialmente harto poco esmerada y cuidadosa de su persona.

Las exageraciones de ciertos sentimientos e ideas, hijos de lo que llaman espíritu del siglo y venidos de tierras extrañas, han hecho nacer en nuestro país, por obstinada contradicción, perjudiciales ideas y sentimientos opuestos. Oradores y escritores han vuelto la vista atrás con real o imaginada ternura y han cifrado en un antiguo régimen, más soñado que real, el blanco de sus aspiraciones.

Pocas cosas de cuantas yo he leído o he oído leer me han pasmado más que las expresadas en cierto discurso académico, escrito por persona de gran saber y talento perteneciente a una ilustre familia de notabilísimos artistas. Se afirmaba en este discurso, y no es del caso declarar aquí si con razón o sin ella, que hay en los españoles pasmosa ineptitud para todas las artes del deleite; que no nos prestamos con gusto o que no somos hábiles para realizar casi nada de aquello que endulza, alegra y hace más agradable la vida humana. Pero el autor del discurso, lejos de lamentar que los españoles carezcan de tales prendas, se entusiasma y se enorgullece por ello, creyéndolo signo infalible de nuestro gran ser y muy altos destinos. No poco se parece esta doctrina a la que se contiene en el originalísimo libro del padre Peñalosa sobre las Cinco excelencias del español que despueblan a España, libro donde se trata de probar que España está pobre y abatida a fuerza de ser virtuosos y magnánimos los españoles.

No quiero yo creer que sea verdadera, y, sobre todo, que sea irremediable nuestra incapacidad para lo que llama el autor del discurso artes del deleite; pero si tal ineptitud nos afligiese, deberíamos esforzarnos por hacerla desaparecer. Ni a la virtud ni a la misma santidad se oponen la elegancia, el primor, la pulcritud y la alegría. Ni menos pueden considerarse como pecado mortal o como algo que enerva la energía, induce a la molicie y amengua el valor, ciertos regalos y comodidades. Bien lo dice el refrán: Lo cortés no quita lo valiente.

Por el contrario, y bien estudiadas las cosas, tales como son en la edad presente, yo imagino que la mencionada ineptitud o el desdén y descuido de las elegancias, primores y regalos no son causa de vigor, sino de debilidad y de pobreza.

En el día de hoy, las naciones tienen que ser ricas antes de ser fuertes. La riqueza trae en pos de sí el poder y engendra en los ánimos la arrogante presunción y la fundada confianza, sin las cuales suele decaer el valor y abatirse y achicarse el corazón por grande que sea.

¿Qué abundante venero de riqueza y, por consiguiente, de poder y de bríos no son en París y en otras ciudades de Francia la industria y las artes de deleitables refinamientos, del regalo y del lujo?

El abandono o el descuido de tales artes e industrias empobrece hoy y debilita a las naciones, en vez de fortalecerlas. Hoy, al revés acaso de lo que ocurría en otras edades, las naciones más cultas, más ricas, aquellas en las que hay mayor esplendidez, abundancia y regalo, son también las más belicosas y pujantes y las que imponen a las otras naciones pobres, y, por tanto, débiles, su hegemonía, sus caprichos y hasta su yugo.

No es lo antedicho divagación inoportuna, tratándose de la educación de la mujer; poco esmerada entre nosotros, así en la enseñanza de obras que redunden en mayor bien de cada casa como en la enseñanza de la pulcritud y curioso atildamiento de la propia persona.




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- IX -

Antes de tomar oficio


Es tan interesante el punto que se toca en el capítulo anterior, que me mueve a discurrir sobre él más por extenso y hasta a detenerme en previas y muy trascendentales consideraciones.

No pretendo yo enseñar nada, y esto no por escepticismo, sino por modestia, aunque al atribuirme tal virtud se me tilde de que no la tengo. Como quiera que sea, yo no me atrevo a escribir lecciones, sino meditaciones, las cuales además, lejos de darlas yo por prácticas y realizables, van calificadas de utópicas. De todos modos, hasta para imaginar utopías, hasta para levantar un edificio, por ideal y aéreo que sea, se requiere un cimiento: algo de firme y sólido en que se sostenga y repose. Imaginando, pues, que esto que yo escribo es un conato, un ensayo, una tentativa de ciencia pedagógica, fuerza será imaginar también principios anteriores en que mi imaginada ciencia se funde: principios que se hallen en otra ciencia más alta, en otra ciencia primordial, digámoslo así.

Por desgracia, yo soy harto más lego que científico, y tan aficionado a saber, como reacio y flojo para estudiar. Apenas voy más allá especulando que hasta donde el sentido común puede llevarme, y apenas acierto a demostrar nada, careciendo de la audacia de dar algo por inconcuso, sin demostración suficiente. Lo que sí puedo hacer, y a hacerlo me limito, es presentar mis dudas, resolverlas lo menos mal que Dios me dé a entender y poner el contenido de mis resoluciones, no por probado, sino por supuesto. Sobre este supuesto, que me servirá de base, he de colocar y ordenar luego todos mis razonamientos y el sistema que de ellos resulte, si, por dicha, resulta de ellos algún sistema.

En las creencias religiosas y en las ideas morales de casi todos los pueblos, ora se entienda que el trabajo es un castigo, ora se entienda que es un deber, hay la convicción que da origen a esta frase: Es menester ganarse la vida. Sin duda, conviene que no haya holgazanes, que cada hombre sirva para algo, que todos sean útiles y concurran al procomunal. La frase, no obstante, de ganarse la vida, si se interpreta con severidad muy amplía, tiene no poco de cruel, triste y antiprogresista. Pobre y menguado concepto de la vida tendríamos si entendiésemos que debemos emplearla y gastarla y consumirla en ganárnosla. Podríamos entonces decir, con sobrada razón: lo comido por lo servido. No merecería ser vivida una vida que sólo para lograr vivir se emplease y se consumiese.

Infiero yo de lo dicho que el blanco de nuestros deseos, el objeto de nuestras aspiraciones, la meta remotísima de la carrera o marcha progresiva de la Humanidad es aproximarse más cada día a una situación en que el ganarse la vida cueste poco trabajo, en que este trabajo sea más deleitable que penoso, y en que a todos nos quede vagar bastante para la contemplación de la hermosura, orden y magnificencia del Universo visible y para penetrar, hasta donde cada cual pueda, en los abismos de su propia alma. Allí buscará y hallará o verdades sublimes ocultas hasta hoy, o encantadoras bellezas que superan a cuanto en el mundo real hay de más bello, y que tal vez nos valgan para engalanar y mejorar este mundo real hasta donde esté a nuestro alcancé, haciendo así más grata, dulce y apacible la vida que en él vivimos.

No pertenece, pues, a la educación ni nos incumbe tratar aquí de los trabajos y esfuerzos y del consumo de vida que para ganarse la vida hacen y deben hacer cada individuo, cada nación y el conjunto de todos, o sea la sociedad entera. A la economía social toca emplearse en tan difíciles asuntos. Demos nosotros por supuesto que deben quedar y quedan a los hombres, ya individual, ya colectivamente considerados, tiempo y reposo bastantes para la educación después de las faenas a que se entreguen para ganarse la vida. Esta educación no ha de limitarse sólo a adquirir los conocimientos y la destreza que para ejercer un oficio se requieren, sino que debe propender a la mejora y posible elevación del ser humano, con lo cual, no sólo se podrá desempeñar más tarde el oficio o la profesión que se haya tomado, sino inventar oficios y profesiones nuevas y desempeñarlos hábilmente, contribuyendo así al progreso de nuestra raza en este planeta en que vivimos.

Yo sé poco o nada, mas quiero creer y creo mucho. La fe suple en mí la ciencia que ignoro. De aquí que yo deseche multitud de cálculos ominosos que afligen o ponen de mal humor a no pocos sujetos. Buena es la previsión y muy conveniente la cautela; pero no debemos pecar de sobrado prevenidos y cautelosos porque no valdremos para nada y nos desesperaremos y blasfemaremos como precitos, o nos amilanaremos y hundiremos en el pesimismo más negro. Esperemos, pues, que todo irá bien y entendamos que hay algo de providencial en el camino que llevamos y que no debemos apartarnos de él, buscando nuevos caminos, trochas o atajos, con exposición de gravísimos peligros. Hacia el fin del camino que llevamos ha de hallarse, sin duda, la tierra de promisión. Sigamos por él con piadosa y valerosa confianza.

Yo no niego, vuelvo a decir, que la previsión es laudable; pero la previsión no debe ser excesiva. Dejemos a los sabios naturalistas que pronostiquen la destrucción o la muerte de nuestro planeta, ya porque se apague el fuego central, ya porque, a fuerza de rodar, la Tierra se agujeree como un anillo, el cual se rompa al cabo, ya por otros motivos o razones. Dejemos también a los economistas tétricos el predecir que crecerá tanto el linaje humano que la Tierra no podrá sostenerlo y que será menester que nos matemos unos a otros para que vivan holgadamente los que sobrevivan. El globo en que vivimos es bastante ancho para nosotros, y aún hemos de tardar muchísimos siglos en poblarlo y llenarlo. Lo que llaman lucha por la vida es, a mi ver, una expresión abominable, necia e impía. Cada ser humano que viene al mundo no debe venir para luchar contra los otros, sino para ayudarlos y servírlos y para concurrir, con ellos al mejoramiento de todo y al auge de la riqueza, del bienestar general y de los lícitos deleites.

Conviene desechar como abrumadora pesadilla toda cavilación contraria a porvenir tan risueño. Y conviene recordar para este fin las divinas palabras de Cristo en que nos recomienda una aparente imprevisión a fuerza de confiar en la Providencia. ¿A qué atormentarnos más de lo justo, sobre lo que hemos de vestir y sobre lo que ha de ser nuestro alimento? El lirio, sin pensar en sus galas, está más ricamente adornado que Salomón en su trono, y los pajarillos del aire que no recogen trigo en sus graneros son alimentados por Dios.

Sigamos con serena confianza la máxima del Evangelio: «Busquemos primero el reino de Dios y su justicia. Lo demás se nos dará por añadidura.»

Dentro del arte de la educación, sin traspasar sus límites y sin discurrir por otras disciplinas, digo que, antes de tomar oficio o no empleando en él todo nuestro tiempo, aun después de haberlo tomado, conviene educar y criar hombres y mujeres. Desde el rudo jornalero campesino, desde el menestral más humilde hasta el sabio matemático, el orador elocuente, el político profundo y el inspirado poeta, todos deben hacer los indispensables estudios para perfeccionar las facultades nativas y ser cada cual, en su arte u oficio, lo más hábil, ingenioso y fecundo que pueda; pero la capacidad y la habilidad en cada arte u oficio se desenvolverá, mejor que en el hombre rudo, en aquel que esté ya previa y generalmente educado como hombre cabal, o sea como hombre lo más adelantado y culto que en cada época se conciba, y lo mejor preparado espiritual y corporalmente que sea posible. Por eso es tan fundamental, tiene tan alta trascendencia y exige esmero tan cuidadoso la instrucción primaria, y no sólo la que se adquiere en las escuelas de niños o de niñas, sino la que, así los padres de familia en cada casa, como toda la nación, por cuantos medios estén a su alcance, debe cuidar de que hombres y mujeres reciban.

En suma: el hombre, antes de ser doctor, tribuno, militar, marino, médico, o ejercer cualquiera otra profesión u oficio, debe ser hombre civilizado hasta donde llegue la civilización en su tiempo y hasta donde él sea capaz de adquirirla, y debe ser, además, todo lo robusto y todo lo sano de alma y de cuerpo a que su condición natural se preste.

Al afirmar yo que todos debemos conspirar a este fin, antes de que tomen oficio las personas que han de educarse, no lo afirmo en absoluto y sin las indispensables limitaciones, oficios y artes hay que necesitan de largo aprendizaje, al cual es menester que los que han de ejercerlos como oficial es y maestros se dediquen antes de que termine la educación general que recomendamos. Ocurre también que no pocos padres de familia carecen de desahogo y recursos bastantes para que sus hijos no contribuyan al mantenimiento de la casa y trabajen hasta los catorce o dieciséis años sólo en educarse y prepararse para el futuro. Claro está que, así en el caso del largo aprendizaje como también en el caso de que el trabajo de los hijos sea auxilio indispensable para el sostén de la familia, los hijos tendrán que emplearse en un oficio o profesión antes de que la educación general termine. Lo que yo quiero significar y lo que aconsejo es que este trabajo de los hijos, mientras se están educando, sea lo más limitado posible, a fin de que para la educación general quede tiempo de sobra. Y lo que no aconsejo solamente, sino que prescribiría, si pudiese, es que no se abuse de la aptitud y de las fuerzas de los niños, agostándolas en flor y consumiéndolas en faenas más o menos rudas. Tal abuso, no sólo es contrario a la piedad filantrópica, sino que también es antieconómico, ya que el provecho que del trabajo de un niño puede sacarse destruye para lo futuro, en parte o en casi todo, las energías productoras que el niño hubiera podido tener al llegar a ser hombre; su salud puede menoscabarse, su cuerpo puede no adquirir el conveniente desarrollo y su inteligencia puede atrofiarse por la carencia o escasez de cultivo, o bien, extraviarse o pervertirse, desequilibrándose las facultades del alma, si desde muy temprano se emplea dicha alma en excesivos estudios y mentales faenas. Conviene evitar, por tanto, así la inculta rudeza del que trabaja materialmente y con exceso desde muy niño, como la precocidad viciosa y a menudo enfermiza de la criatura humana que, por virtud de violento y prematuro cultivo, descuella en cualquier profesión intelectual y resplandece acaso como un prodigio.

Las consideraciones que dejo expuestas me parece que justifican mi aserto de que la educación general o primaria debe prolongarse hasta la edad de catorce o dieciséis años, así en los hombres como en las mujeres.

Sobre esta educación en los hombres he dicho ya, aunque muy en cifra, lo que me importaba decir; pero sobre educación general o primaria en las mujeres hay no poco especial que añadir, por lo cual me decido a tratar de ello en capítulo aparte.




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- X -

Importancia de la mujer en el progreso y cultura del linaje humano


Ya en otra parte de este libro he dicho algo sobre ciertas ideas, aspiraciones y tendencias a cuyo conjunto se da el nombre de feminismo. En extensos tratados, elocuentes disertaciones revistas y periódicos diarios, se dilucida desde hace tiempo este asunto harto apasionadamente en mi sentir. Las cuestiones principales son dos, que se confunden cuando debieran distinguirse. Es una la de superioridad, inferioridad o equivalencia de la mujer con relación al hombre, cuestión sobre la cual, no ya en el día, sino desde hace muchos siglos, hay personas, en cuyo número me complazco en contarme que estiman en más a la mujer o que, por lo menos, la ponen a la misma altura que al ser humano masculino. Esta superioridad o equivalencia de la mujer me parece evidente. Lo que yo considero erróneo es que las facultades y aptitudes de la mujer sean idénticas a las del hombre y valgan para los mismos oficios, profesiones y menesteres.

La diferencia entre la mujer y el hombre no está sólo en el material organismo. Sin duda, también está en algo de más esencial y de más hondo: en el principio informante de nuestro ser y de nuestra vida, en el espíritu o alma inmortal para los que en ella creemos.

Si la metempsicosis o transmigración de las almas fuera doctrina aceptable, jamás comprendería yo, sino como caso feo y monstruoso, que el alma de una mujer viniese a informar el cuerpo de un hombre, o la de un hombre, por el contrario, el cuerpo de una mujer cualquiera. Horrible sería que Isabel y Marcilla, Julieta y Romeo, Abelardo y Eloísa y Laura y Petrarca, pongamos por caso, fuesen parejas que en nuevas existencias pudieran volver a encontrarse, sin diferencia de sexo, constando cada pareja, ya de dos hombres, ya de dos mujeres.

Se me dirá que la metempsicosis es suposición absurda y que no es lícito valerse de ella para demostrar que es igualmente absurda la identificación de las almas humanas, masculinas y femeninas. Pero, sin suponer transmigraciones y supuesta la identidad de las almas o de la esencia radical de los seres humanos, sin diferencia de sexos, ¿no resulta vulgar, antipoético, falso y hasta contrario a los más delicados sentimientos morales, el poner el fundamento del amor, exclusivo, celoso, constante y puro con mil condiciones y rasgos de que carece la amistad, por fina y vehemente que sea, en la mera distinción de ciertos órganos, aparatos y funciones genitales?

Mientras más cavilo sobre este punto, menos racional me parece la que podemos llamar neutralidad de las almas humanas: que el sexo sea sólo una accidental y material condición del organismo, que el alma o que la esencia radical y permanente de cada vida, para los que no creen en el alma, sea un ser neutro, común de dos o epiceno.

En tal error estriba o de tal error nace la serie de extravíos que en las aspiraciones del feminismo se advierten y las rarezas, que rayan a menudo en ridiculeces, que en dichas aspiraciones se notan.

Imaginemos que no es fábula lo que de las amazonas se cuenta; demos por real e histórica y no por mítica o legendaria la existencia de Pentesilea, Talestris, Bradamante y Clorinda. ¿Hemos de inferir de aquí que las mujeres puedan y deban seguir la carrera de las armas, entrar en quintas o estar sujetas, como los hombres, al servicio militar obligatorio? De que haya habido notabilísimas reinas y emperatrices, grandes políticas y mujeres de Estado, ¿ha de inferirse, por fuerza, que las mujeres, a fin de que haya igualdad perfecta, sufragio totalmente universal y democracia cumplida, deban y puedan ser electoras, diputadas, senadoras, ministras, etc.? Ya que el hogar doméstico no se hiciese imposible o insufrible, ¿no perdería mucho de su paz, de su reposo, de su orden y de su dulce encanto, si la mujer, su reina y legítima señora, en vez de cuidar de él y de gobernarlo, se fuese al club, al Congreso, al Ministerio o a la plaza pública, a pronunciar discursos y a dirigir los destinos de la nación, ya formando parte del Gobierno, ya tratando de derribarlo o derribándolo desde la tribuna, desde la dirección de un periódico o tal vez desde las barricadas?

Toda intervención directa que en los negocios públicos demos a la mujer, cualquiera que sea el modo que para que la ejerza fantaseemos, produce, a mi ver, algo de tan grotesco y de tan lastimoso, que mueve a risa no realizado aún y que produciría la desesperación o el aburrimiento en hombres y en mujeres si por epidérmico delirio y para desgracia de todos viniera a realizarse.

Para conseguir tal realización no hay camino que no esté lleno de tropiezos. En cada camino se prevé que a cada paso ha de hallarse una esfinge y que cada esfinge ha de proponer centenares de enigmas y ha de plantear multitud de problemas que no acertarán a declarar o a resolver los más habilidosos Edipos.

¿Entrarán las mujeres en todos los oficios, en combinación con los hombres, o formarán grupos aparte? En lo militar, por ejemplo, ¿habrá regimientos de amazonas, de a pie y de a caballo, o entrarán hombres y mujeres indistintamente en el mismo regimiento? Y en este último caso, ¿estarán desligados el soldado varón y el soldado hembra, o formarán parejas monogámicas? Si de cualquier modo que sea no logra el estruendo bélico poner en fuga la fecundidad, ¿no será indispensable establecer en cada cuartel un departamento criadero de militarcillos, algo parecido a lo que llaman nursery los ingleses? En los ministerios y demás oficinas del Estado, ¿habrá hombres y mujeres sin distinción, o bien habrá ministerios, direcciones, gobiernos de provincia, congresos, reales academias, tribunales, consejos y ayuntamientos, unos masculinos y femeninos otros?

Por dondequiera que se toque este punto del feminismo, salta y aparece enseguida lo risible. En balde, y con la más sincera buena fe, se desea tratarlo por lo serio. La burla acude inevitablemente. ¿Serán causa de esta burla inveteradas preocupaciones, prejuicios difíciles de extirpar y la rutina persistente por siglos en instituciones, leyes y costumbres de los pueblos civilizados? Yo me inclino a creer que hay algo de invencible que por naturaleza se opone al feminismo llevado al extremo. Porque si por feminismo ha de entenderse que la mujer no es inferior, sino por lo menos equivalente al hombre, y que en su condición social caben mejoras que deben realizarse y tal vez hay injusticias que deben desaparecer, el feminismo me parece muy razonable, y yo, desde luego, me declaro feminista. La queja más importante que pueden formular las mujeres, el mayor agravio que se les hace y que es fundamento de la dependencia en que se hallan con relación a los hombres, es la afirmación de que la mujer apenas tiene medios de mantenerse por sí y necesita que un hombre la mantenga, ya sea su padre, ya su hermano, ya su marido, ya su amante. ¿Qué será, se dice, de la mujer que carezca de caudal o de rentas propias, que sea honrada y que se quede soltera?

Es indudable que importa remover todos los obstáculos a fin de que la mujer, cualquiera que sea la clase social en que se halle, pueda creer y esperar, sin forjarse ilusiones, que no es indispensable que ningún hombre la mantenga: que su habilidad, su ingenio y su trabajo, han de bastar, según su mérito, a proporcionarle una subsistencia decorosa y aun han de abrirle, cuando ella tenga fuerza y capacidad para seguirlas, no pocas de las sendas que llevan a la riqueza, a la notoriedad, a lo más alto de las esferas sociales, a los triunfos y a la gloria. ¿Quién impide a la mujer que sea escritora, pintora, escultora, poetisa, literata llena de erudición, sabia versada en las ciencias, compositora de música, actriz o cantante? ¿Quién le estorba aprender y ejercer otras profesiones y oficios compatibles con su modestia y su decoro y en los cuales, puede adquirir posición, riqueza, crédito y nombradía, sin que sea un hombre quien para ella conquiste todas esas cosas?

Se me dirá que tan brillantes conquistas sólo están al alcance de mujeres excepcionales y muy raras y que la generalidad de las mujeres quedaran siempre, si no son ricas por herencia y si no se degradan y se humillan, sin más carrera que la del matrimonio, y expuestas, cuando no logran casarse, al vicio, a la abyección y a la deshonra.

Dificultad es ésta que yo no niego y que no estoy llamado a resolver en el presente libro. Afirmaré, no obstante, que la dificultad me parece exagerada que su magnitud y su extensión son menores de lo que se cree, y que más bien afectan a las mujeres de la clase media y a las que han nacido, se han criado o se colocan ellas mismas, a menudo por presunción ambiciosa, en una altura en que la suerte o la Providencia no quiso ponerlas, apartándolas del vulgo de las demás mujeres.

Si en este vulgo se siente la inferioridad social de la mujer, y son justas las quejas, conviene atenderlas y que la inferioridad tenga remedio. Acaso la fuerza muscular de la mujer es por lo común menor que la del hombre, pero son innumerables los oficios y menesteres en que la fuerza muscular entra por poco y que más bien exigen cierta delicadeza, primor y agilidad en las manos, y en el ánimo sosegada perseverancia y otras prendas de que las mujeres están mejor dotadas que los hombres. ¿Por qué, en tales oficios, no ha de ganar la mujer salario igual o mayor al que proporcionalmente ganen los individuos del otro sexo?

Prescindamos ya de tan grave cuestión, que es más social que pedagógica, y tratemos de la educación general de la mujer, considerando a la mujer en la posición que ocupa hoy en la sociedad humana, sin las reformas, ilusorias o factibles, que sueña o que tal vez llegue el feminismo a realizar en lo futuro.

Desde luego, sin contar con reformas, adelantamientos y novedades, la misión de la mujer es importantísima en la vigente sociedad humana, y a fin de que esta misión se cumpla, conviene que la mujer reciba una educación general, o sea, dialécticamente, antes de tomar oficio, más cuidadosa y esmerada que la que el hombre recibe.

Me fundo para ello en la firme convicción de que la mujer forma, cría y modela al hombre, no sólo materialmente, concibiéndole y llevándole en sus entrañas, sino también moral e intelectualmente, influyendo en su espíritu.

Como estas meditaciones distan mucho de ser una obra científica, sino más bien un soliloquio en que yo me propongo dudas y procuro disiparlas con sencillez y buena fe, sin aparato doctrinal, y algo cándidamente, se me permitirá que yo recuerde aquí una frase que decía a menudo el dómine que me enseñaba latín, frase que me ha dado no poco en que pensar más tarde. La frase decía: Monica divi augustini dupliciter mater, quia peperit eum et mundo et coelo. Esta doble y sublime maternidad de la mujer no es prenda tan rara que baste a glorificar muy particularmente a Santa Mónica. Por el contrario, considero yo muy común y frecuente la existencia de la buena madre, que inculca en la mente de sus hijos ideas elevadas y saludables, preceptos morales y religiosos, y que logra infundir en el corazón de ellos puros y nobles sentimientos de piedad y ternura y amor entusiasta por la bondad y la belleza. Llenas están las historias sagradas y profanas de tales madres ilustres, que no sólo han criado el cuerpo de sus hijos con la sangre de sus venas y con la leche de sus pechos, sino que también han alimentado y perfeccionado su espíritu con la enseñanza de buena doctrina y con el ejemplo de sus virtudes. Los muchos tratados y disertaciones que en alabanza de las mujeres se han escrito, citan a no pocas madres como modelos en este género; así, en la clásica antigüedad, a Cornelia, madre de los Gracos, y en nuestra propia historia, española y cristiana, a las madres de San Luis y de San Fernando y a la gloriosa reina doña María de Molina.

No se limita, con todo, el influjo de la mujer sobre el hombre a manifestarse en la madre. La hermana, la esposa legítima, la amiga y la enamorada suelen ejercerlo todavía más poderoso. Y esto en todos los tiempos y países, en todos los grados de civilización, bajo todo régimen político y bajo toda religiosa disciplina.

Por ganarse la voluntad de la mujer amada, por complacerla y servirla, el hombre se somete gustoso a rudos trabajos, arrostra los mayores peligros, acomete empresas difíciles y produce obras inmortales. Fuera de las aspiraciones y esperanzas ultramundanas, no hay en la vida mortal ni en este mundo que habitamos mayor estímulo para el hombre que el amor de la mujer y el deseo de excitar su admiración o de lograr su simpatía. Y no sólo mueve la mujer el ánimo del hombre para que sea héroe, sabio o poeta, sino que también le estimula y alienta, en otros empleos útiles o agradables, obligándole de continuo a valer más, para fijar su atención y para ser de ella más estimado y querido. Procura el hombre mostrar su valentía para que la mujer no le desprecie; ser sabio para que ella no se ría de su ignorancia, y aparecer cortés para que ella le oiga y le vea con agrado, celebre sus modales y con sus discursos discretos y su trato apacible y culto se deleite. Si el hombre viste bien, es para que la mujer, en su pulcritud, elegancia y buen aliño se complazca; y si cuida del aseo de su persona, es para que la mujer no sienta por él repugnancia. En suma: yo me inclino a veces a sospechar que sin el benéfico influjo de las mujeres y sin la inclinación irresistible que hacia ellas sentimos, los hombres valdrían muchísimo menos de lo que valen: serían descuidados en el vestir, sucios, descorteses, feroces y rudos, más crueles que benignos y más tímidos que valerosos.

Pero aún va más allá la importancia de la mujer en el progreso y en la cultura del humano linaje. No contenta la mujer con excitar al hombre a seguir el buen camino y con mostrárselo, llega a menudo a prestarle confianza en el propio valer y a comunicarle la fe viva que ella tiene en la aptitud y en la capacidad del hombre a quien ama.

Hará ya dieciséis o diecisiete años que Rosa Cleveland, hermana del entonces presidente de los Estados Unidos, escribió y publicó una preciosa disertación, cuyo título era Fe altruista. Nada, en mi sentir, puede imaginarse más en alabanza de la mujer y más conforme con la sencilla y verdadera realidad de las cosas. Partía o se fundaba la disertación en el hecho histórico o anécdota siguiente:

Cuando ya Mahoma había vencido todos los obstáculos, era el profeta reconocido, obedecido y acatado de todos los árabes y empezaba a difundir su religión y su imperio por el África y por el Asia, Ayesha, la más bella, graciosa y joven de sus mujeres, se atrevió a quejarse diciéndole que hallaba extraño que la estimase y amase muchísimo menos que a su primera mujer, Cadijah, harto menos bonita que ella y ya anciana. Mahoma, entonces, con efusión de la más profunda gratitud, dijo de esta suerte: «¡No, por Alá! No puede haber mujer más noble que Cadijah ni por mí más amada: ella creyó en mí cuando me despreciaban los hombres.»

Así como el zahorí, por una facultad misteriosa que en sí tiene, se cuenta que descubre los tesoros escondidos en el oscuro seno de la tierra, así la mujer penetra con los ojos del alma en lo más hondo de la de su amado y allí descubre ella y luego hace ver y comprender a él los gérmenes ocultos y dormidos de virtud y de ingenio que allí se guardan inertes, y con la fuerza de su amor los despierta, los saca a la luz del claro día para que brillen, los pone en actividad para que creen y aun los guía y encamina hacia el punto y término en que ha de desplegarse su actividad dichosa. Tales son los milagros de la que llama Rosa Cleveland fe altruista.

Innumerables son los casos en que tan maravillosa fe se ha hecho patente. Rosa Cleveland cita algunos. Fácil nos sería reproducir aquí sus citas y aun aducir muchas más, si no temiésemos pecar de prolijos. ¿Qué hombre no ha tenido en su desaliento a una mujer enamorada que le consuele y le anime? ¿Cuántos que dudaban ya de su propio valer y hasta llegaban a negarlo, humillados y postrados por lo que juzgaban desengaño, no se han levantado de su postración y abatimiento gracias a la mano cariñosa que ella les tendía? ¿Cuántos no han continuado por la áspera senda que no se atrevían ya a seguir o de la que se habían extraviado, porque ella volvía a conducirlos suavizándola con su apoyo y alumbrándola con el resplandor de la esperanza?

Resulta, pues, que la mujer es causa de los más nobles actos y de las más bellas creaciones de los hombres, ya estimulándolos como premio si logran dar cima a sus empresas, ya señalándoles y allanándoles el camino y haciendo reverdecer en ellos la esperanza marchita.

De aquí, sin duda, la admiración extraordinaria por la mujer de no pocos varones eminentes, admiración que raya en idolatría y que no basta a explicar el amor sexual y grosero. Claro está, por último, que la mujer que puede con su fe altruista hacer del hombre un héroe, un santo, un sabio o un poeta, bien puede asimismo hacer por sí grandes cosas con esa misma fe puesta en su valer propio.

Nada tiene de raro ni de nuevo cuanto aquí digo en alabanza de las mujeres. Muchísimo más pudiera decir, tomándolo de la multitud de libros que sobre el particular se han escrito y publicado, desde las edades más remotas hasta el día de hoy.

En nuestro mismo idioma y patria tenemos hermosos libros de este género, entre los cuales deben contarse el que compuso el insigne caballero don Álvaro de Luna, y más de un siglo después el escrito en diálogos intitulado Ginaecepaenos por el muy erudito Juan de Espinosa. Yo mismo, aunque parezca inmodestia citarme, al condenar como extravagancia la pretensión de que sean académicas de número las mujeres, he hecho los mayores y más justos elogios del saber y del talento de ellas en un extenso tratado, cuyo título es Las mujeres y las academias, al que me remito.

Bien dice el ya citado don Álvaro de Luna que «en todos tiempos siempre se ovo nuestro Señor Dios, mediante todo beneficio natural, e assimesmo toda gracia divinal, larga, e complidamente con la generación de las mujeres, por donde cesa la non sabia osadía de los que contra éstas han querido decir, o escribir queriendo amenguar sus claras virtudes».

También de los tales maldicientes, autores de diatribas y de sátiras contra las mujeres, hubo y hay no pocos en todos los tiempos y países, señalándose en España en el siglo XVII don Francisco de Quevedo, y en el siglo XV el ingenioso y mordaz arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez de Toledo. En su libro conocido por el título de Corvacho no hay injuria que contra las mujeres no lance; pero el mismo furor con que se enardece injuriandolas prueba el alto concepto que del Poder de ellas tenía, y lo mucho que estimaba su avasalladora influencia en el hombre, en su condición y en sus destinos. Aun suponiendo tal influencia en extremo dañina, siempre llevará implícita la afirmación de la superioridad y el dominio de la mujer sobre el hombre. ¿Qué no valdrá y podrá la mujer cuando, si hemos de creer al Arcipreste, Aristóteles, el más sabio de los filósofos que ha habido en el mundo, se dejaba «poner freno en la boca e sylla en el cuerpo, çinchado como bestia asnal, e ella, la su coamante de suso cavalgando dándole con unas correas en las ancas»? También trae el Arcipreste el ejemplo de Salomón, que, siendo todavía más sabio que Aristóteles, echó por tierra su sabiduría a los pies de las mujeres y se puso a adorar los ídolos para complacerlas.

Bien se ve que el maligno Arcipreste prueba demasiado y va contra su propósito de denigrar a las mujeres. Ellas habrán sido causa de perdición, de ruina o de abatimiento para los hombres, pero bien se muestra en ello el inmenso poder que sobre los hombres tienen, el cual poder, ordenado y enderezado a buen fin, puede producir y produce los más felices efectos. Si Onfala hace hilar a Hércules; si por Dalila pierde Sansón la libertad y los ojos, y si por Helena es incendiada Troya, ¿qué pasmoso número de hazañas, de triunfos y de virtudes no pueden recordarse y citarse en los hombres inspirados e impulsados por las mujeres?

Casi es lícito afirmar que la más limpia y pura idea de la belleza la concibió y la mostró la mujer, revistiéndola de forma sensible en su propia persona. Desde la desaliñada y tosca hembra humana, hasta la mujer elegante y hermosa, hay una gran distancia que la Naturaleza material no recorre y salva, sino que presupone la inspiración artística, la virtud del espíritu con que la mujer crea en ella misma la hermosura, la gentileza y la gracia. De aquí, sin duda, el fundamento de su predominio, que ya desde las más remotas edades se manifiesta, y la adoración y el pasmo mezclado de terror religioso con que el hombre la mira, como si la divinidad intimase más con ella y más la favoreciese y la amase. De algunos bienhadados varones se dijo que de las diosas fueron amados. Así Endimión, Anquises y Peleo. Pero ¿qué vale esto en comparación de la multitud de mujeres que, de los dioses amadas, aparecen en casi todas las religiones, como madres de otros dioses, de semidioses y de héroes? Así Semele, Maya, Leda, Alemena, Danae y más en Grecia y muchas más en la India.

El respeto del hombre hacia la mujer y la alta idea que de su tino, agudeza y facultad adivinatoria tuvo siempre, dan candorosamente testimonio de sí en las más antiguas fábulas y leyendas. Egeria inspira a Numa; las Sibilas vaticinan y dictan leyes; Ariadna ayuda a Teseo para no perderse y triunfar en el Laberinto, y Medea y Circe son terribles encantadoras.

En los tiempos heroicos, en las edades divinas de todos los pueblos, no bien salen del estado salvaje, no bien una aurora de civilización ilumina la noche de su barbarie, la mujer prevalece y reina; ella es el más alto y codiciado objeto de la ambición varonil y el aliciente y el móvil de las más arduas empresas. El padre de la Historia, Herodoto, lo declara así con la graciosa sencillez de su estilo. Las guerras, las expediciones por mar y las conquistas y lances más estupendos, todo procede o a todo presta ocasión alguna linda princesa robada. Ya es Io, hija de Inaco; ya Europa, hija de Agenor; ya otras.

Basta ya, y acaso sobre con lo expuesto hasta aquí, para hacer patente cuánto importa la mujer en la cultura, adelanto y destinos de las sociedades humanas. Su educación, pues, requiere especial cuidado. En el orden dialéctico precede a la del hombre. Discurramos sobre esta educación con algún detenimiento, considerando a la mujer en general, o sea como conviene que llegue a ser para ser mujer perfecta, hasta donde cabe en lo humano, antes de seguir una profesión, tomar oficio o, como vulgarmente se dice, emprender una carrera.




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- XI -

De la educación general en las mujeres


Lo que llamo yo educación general es el trabajo que debemos dar y el esfuerzo que debemos hacer para que toda criatura humana que viene al mundo pase del estado de cultura a que hemos llegado y suba hasta ponerse al nivel de la mayoría de las gentes en cuya sociedad y trato ha de vivir o vive. Esta educación debemos darla todos: los padres de familia, y muy particularmente las madres, en los primeros años de la vida de sus hijos. El Estado debe concurrir a esta función, desde luego, con actos de beneficencia cuando los niños están desvalidos o menesterosos por abandono, por muerte o por extremada pobreza de los padres. Pero de este cuidado de la infancia que, a más que a la educación del espíritu, se dirige a la conservación y sustento y desarrollo de la parte corporal, no me incumbe tratar aquí. Mi objeto es tratar sólo de la educación desde los siete años en adelante, cuando ya las facultades del alma requieren ser cultivadas con esmero, aunque sin descuidar por ello el ser corporal de cada individuo. Porque conviene que se entienda que el cultivo de las facultades del alma ha de servir de norte y guía a la salud, robustez y hermosura del cuerpo, a fin de que todo se armonice y haya hombres y mujeres útiles a la patria y de quienes la nación o la raza pueda jactarse.

Como el Estado ha de interesarse e intervenir en esto, considerándolo una de sus principales funciones, importa que nombre a los maestros y maestras de primera enseñanza; que vigile que los haya en todas las poblaciones, y que estén bien pagados, ora sea el Municipio, ora el Gobierno de provincia, ora el Poder central quien les pague. Pero si esta paga de los maestros ha de ser buena y no ha de faltar, también se necesita que dichos maestros merezcan la paga.

El saber de ellos puede probarse por medio de exámenes y oposiciones, aunque procurando que estas oposiciones no sean muy prolijas y no consten de sobrados ejercicios. Uno o dos, bien hechos, bastan y sobran para que los jueces peritos conozcan y vean a las claras la capacidad absoluta y relativa de cada opositor. Más vale que los sujetos que compongan el tribunal cobren pocas dietas crecidas, que no muchas miserables dietas, perdiendo un tiempo precioso y tal vez fatigando y apurando la paciencia de los que se someten a su fallo.

Y como no es el saber sólo y la agradable afluencia didáctica la que para la enseñanza se exige y lo que es todavía más de exigir para la enseñanza primera, creo yo que los tribunales o jurados de oposiciones deben limitarse a presentar temas, o mayor número aún de los que hayan juzgado más aptos, sin que pueda alegarse ni valer como mayor derecho el ir uno inscrito en la lista antes que otros. El Gobierno, con toda libertad, podrá elegir, entre los que el tribunal haya considerado más aptos por su saber y por la facilidad y gracia de la palabra con que la transmiten, a aquellos que gocen de mejor fama, de más acreditada honradez de amor desinteresado a su profesión y de otras prendas y virtudes, sobre las cuales no estuvo ni pudo estar llamado a decidir el tribunal o jurado de oposiciones.

Tal vez se me dirá que dejo mucho al arbitrio de los ministros; pero alguna confianza hemos de poner en quien nos gobierna, y más aún cuando el Gobierno no es despótico, sino liberal y representativo, y que procede en gran parte y debe proceder de la opinión pública legítimamente manifestada.

En otros capítulos he expuesto ya cuanto conviene que se enseñe en las escuelas de niños y de niñas. Bueno es advertir ahora que toda aquella enseñanza no es para que todos la aprendan, sino para que puedan aprenderla todos y para que nadie pueda decir o diga que no hubo quien le enseñase.

Aquí se suscitan cuestiones sobre las que apenas me atrevo yo a decidir o sobre las que hay más vaguedad que precisión en lo que decido.

Mi deseo es, sin duda, que todos aprendan y sepan; pero ¿hasta qué punto, impulsado por mi deseo y esquivando o saltando por cima de mil dificultades, puedo yo hacer obligatoria la primera enseñanza? Acaso por mil estímulos indirectos, por facilidades que se proporcionen y por ventajas que se ofrezcan, se consiga que el mayor número de niños y de niñas acudan a las escuelas, las frecuenten y aprendan algo. Siempre habrá que exceptuar de esta semiobligación a los hijos e hijas de familia que viven en lugares agrestes, lejos de las villas y aldeas. Y siempre habrá que conceder que asistan poco o que apenas asistan al aula los niños y niñas que por la pobreza de sus padres se ven obligados o forzados desde muy temprano a prestarles auxilio para ganarse el sustento.

Hay que considerar también que los seres humanos suelen diferenciarse no poco y tener muy distintas propensiones y aptitudes, ocurriendo a veces que las tales aptitudes y propensiones no aparecen en todos a la misma edad, sino en edades distintas. Tal sujeto, a quien, como vulgarmente se dice, estorbaba lo negro cuando muchacho; a quien repugnaba la lectura, odiando el estudio de muerte, de súbito y ya hombre granado, se aficiona a la sabiduría, se afana por alcanzarla y hace prodigios. Y tal sujeto hay o puede haber también que, sin estudiar ni cuando niño ni cuando hombre, casi por instinto, inspiración o sabiduría infusa, hace y logra más que los que han estudiado. Poetas ha habido que sin aprender gramática, ni retórica, ni poética, y hasta sin saber escribir, han sido egregios. Y también ha habido grandes capitanes que sin quemarse las cejas estudiando matemáticas, táctica, estrategia, poliorcética, balística, castramentación y demás ciencias militares han vencido a los que las sabían, han defendido a la patria contra extranjeros invasores, han conquistado reinos y han avasallado imperios.

Todo esto y más puede reconocerse y celebrarse en la virtud nativa, en la capacidad natural de algunos seres humanos privilegiados; pero no hay regla sin excepción, y el caso excepcional no invalida la regla. Con y por el saber hace la gente lo que sin saber no haría; y el saber, por último, no ocupa lugar, como reza el proverbio.

Infiero yo de las antedichas reflexiones, quizá contradictorias, al menos en apariencia, que, si bien la instrucción es convenientísima, no debe ni puede ser obligatoria sino en determinados casos y hasta cierto punto que la prudencia señala.

En suma: niños y niñas deben, en mi opinión, ir a las aulas; pero no es prudente ni posible exigir que todos ellos aprendan cuanto hemos dicho que debe enseñarse en las de primera enseñanza, sino que debemos contentarnos con que los que por cualquier motivo asisten poco, o son menos capaces o son desaplicados, aprendan a leer y a escribir, aunque sea torpemente, y reciban algunas nociones de religión, de moral, de gramática y logren sumar y restar sin equivocarse.

Todos los estudios, pues, que hemos enumerado ya como de primera enseñanza son, no para que todos los sigan, sino para que todos puedan seguirlos.

A la obligación de saber bien cuanto constituye la primera enseñanza, probando esta suficiencia por medio de severos exámenes, sólo estarán sujetos los que necesiten de título o certificado de tal suficiencia para ingresar en los institutos o en escuelas especiales que impongan dicho requisito para asistir en ellas como discípulos y no como meros oyentes.

Lo dicho hasta ahora en el presente capítulo es a modo de preámbulo, donde yo quiero y procuro determinar lo que por educación general entiendo, a fin de hablar luego de esta educación general con aplicación a las mujeres.

No va encaminada esta educación general a que la mujer sea artista, literata o aprenda y ejerza este o aquel oficio mecánico, sino a que sea, como ya he dicho, mujer cabal o todo lo perfecta de cuerpo y de alma que en su condición natural es factible y hasta donde se puede llegar en el estado actual de civilización o de cultura humanas. Sin la diferencia de sexos y sin la unión de los individuos de un sexo con los del otro, ni se funda la sociedad, ni se crea la familia, ni se conserva nuestra especie. Por tanto, lo primero que hay que procurar en la mujer es que sea o que pueda ser perfecta casada, buena madre de familia.

Tengo yo por cierto que los vicios, los crímenes, las inmoralidades y el mayor numero de los infortunios de que todos nos lamentamos no provienen de las leyes ni de las instituciones civiles o religiosas y no se evitan ni se remedian con las reformas o con los cambios de dichas instituciones y de dichas leyes. Hasta donde cabe en lo imperfecto de nuestra condición, las instituciones y las leyes están bien; reformarlas, modificarlas radicalmente o establecer otras nuevas es inútil, ya que no sea peligroso y hasta nocivo. Lo que hay que modificar o cambiar, por medio de la educación y hasta donde a ello no se oponga nuestra naturaleza, es el concepto erróneo, la costumbre perversa y la opinión falsa que nos extravían y que tal vez producen contradicciones difíciles de conciliar y desórdenes y trastornos lamentables.

Sin duda, el recato, la honestidad y el pudor son virtudes que deben resplandecer más en la mujer que en el hombre. La valentía, la entereza, el sufrimiento en los trabajos y fatigas y el denuedo para arrostrar los peligros son virtudes más varoniles. Esta distinción, no obstante, no debiera llevarse como se lleva en el día hasta el más vicioso de los extremos. Aplaudimos y tal vez hallamos graciosa y hechicera la timidez o la cobardía de las mujeres. En el hombre, nada más vergonzoso que la nota de cobarde. En cambio, la mujer sobrado amorosa, desenvuelta o lasciva, pierde su crédito y llega a deshonrarse, mientras que el hombre adquiere celebridad, es objeto de admiración y de envidia y pasa por un portento que estimula a la imitación si logra muchos favores de las mujeres y las enamora, las seduce y las pierde.

Si al llegar, pongamos por caso, a la edad de veinticuatro años, una muchacha soltera ha tenido un desliz, esta muchacha está perdida. Y, en cambio, si un hombre, al llegar a los veinticuatro años, no siendo un venerable santo o no siendo por lo menos un Newton o un Leopardi, conserva incólume y sin ningún menoscabo su pureza, la rechifla, la burla, la chacota, es el premio de su virtud; apenas queda alguien que no la suponga hipocresía, o que no la atribuya a deplorable defecto físico, o que no la mire como falta grotesca y risible.

¿Qué culpa tienen las leyes y las instituciones de esta lamentable aberración de nuestro sentimiento? Yo pregunto, pues, sin atreverme apenas a darme contestación: ¿No sería mejor que fuésemos menos benévolos o menos indulgentes con los amorosos extravíos de los hombres, y algo menos severos también con las mujeres, que no incurrirían en tales extravíos si los hombres no las solicitasen?

En la mujer soltera no condenamos sólo la comisión del pecado, sino hasta el saber que el pecado existe. ¿Es acaso indispensable o conveniente esta santa ignorancia para que la mujer no lo cometa?

De acuerdo yo con las personas más delicadas, convengo en que las doncellas no deben manchar la limpieza de su mente virginal con conocimientos y noticias naturales, sin duda, pero que pueden excitar malas pasiones; pero fuerza es convenir también en que no se huye del mal cuando el mal se ignora y cuando tal vez nos impulsa hacia él un instinto inconsciente. ¿Será, pues, lo mejor que la soltera, cuando llega, por ejemplo, a la edad de dieciocho o veinte años, no ignore ya, aunque por pudor aparente que ignora? Exagerada esta apariencia de ignorancia, ¿no fomentará acaso en el alma de la mujer una peligrosa inclinación a la falsedad y a la hipocresía?

Tal vez una señorita rica, vigilada por su madre y por su aya, educada con gran cautela y recogimiento en un convento o en un colegio, podrá llegar a cumplir los dichos dieciocho o veinte años sin saber cuanto de otro modo, sería inevitable y natural que supiese; pero con la generalidad de las hijas del pueblo no pueden emplearse tan exquisitas precauciones. Y si de la santa ignorancia dependiesen la honestidad y la pureza, resultaría que estas virtudes vendrían a ser como objetos de lujo, que sólo resplandecerían en aquellas mujeres que con las mencionadas exquisitas precauciones se hubiesen criado. La virtud no estriba, pues, en la ignorancia, por santa que sea. Suele acontecer, por el contrario, que cuando dicha santa ignorancia se pierde de súbito, la improvisada revelación presta seductores encantos a lo recién conocido y apenas da tiempo para que nazca la debida repulsión al vicio y al pecado y se perciba toda su fealdad y su torpeza. Por eso con frecuencia no pocas jóvenes educadas con extremoso recato han distado mucho de ser modelo de casadas, después de salir al mundo y contraer matrimonio. Aunque sea atrevida y cómica comparación, ¿no puede esmerarse la mujer criada lejos del mundo y en severa clausura al bravo toro que vivió en desierta y esquiva dehesa y que de repente se lanza en el circo? No por eso es tímido, sino que embiste a cuanto se la pone delante. Prescindo, pues, al menos por lo pronto, de tocar más este punto tan difícil de resolver y tan lleno de contradicciones.

Lo que sí diré o, más bien, repetiré, porque ya lo he dicho, es que la causa principal de las perturbaciones morales que nacen del trato entre la mujer y el hombre es la idea, tan arraigada y difundida por todas partes, de que la mujer necesita que la mantengan.

El día en que la mujer, cualquiera que sea la clase social en que esté o en que haya nacido, se persuada de que puede y debe mantenerse por sí, sin que necesite para ello de hombre alguno, ese día la moralidad superior habrá aparecido en el mundo. A que toda mujer adquiera y funde bien la persuasión mencionada ha de propender antes que todo la educación que reciba.

No he de negar yo que en la mente de quien acepte mi opinión ha de menoscabarse mucho el concepto poético que de las mujeres formamos; pero, en cambio, formaremos de ellas un concepto práctico y harto más razonable.

Nada más hermoso que el rendimiento, la devoción galante, la voluntaria esclavitud y la adoración sumisa con que los esforzados caballeros de las edades pasadas complacían y servían a las señoras de sus pensamientos. Éstas, más que mujeres, eran para ellos algo sobrenatural y divino:


   ... una cosa venuta
Da cielo in terra per miracol mostrare,

como decía Dante. No eran vanas ponderaciones retóricas, sino un real y verdadero sentir el que movía a Calderón cuando afirmaba


   que si el hombre es breve mundo,
la mujer es breve cielo.

Toda la ilusión y todo el hechizo de sentimientos y de pensamientos tan dantescos y petrarquistas se desvanecen, sin embargo, a los ojos del filántropo cuando piensa, por ejemplo, que la idolatría de Amadís por Oriana, de Dante por Beatriz o de Petrarca por Laura, era excepción rarísima, extremado refinamiento, encantadora creación, que sólo se lograba, si alguna vez, en realidad, se lograba, en favor de muy contadas y muy poquísimas mujeres y a costa de la humillación y dura servidumbre de las otras y de la feroz tiranía ejercida sobre ellas. Por cada una de las damas que por el lustre de su nacimiento, por su encumbrada posición social, por el lujo y la elegancia de su manera de vivir, por otros prestigios o tal vez por excepcionales y rarísimas prendas, lograba ser objeto de tan envidiable idolatría, se podían contar millares y millares de mujeres ferozmente vigiladas mientras había en ellas juventud y hermosura, castigadas con no menos ferocidad por cualquier falta, real o supuesta, y cuando eran viejas o feas o no inspiraban amor, tratadas como esclavas y sometidas por fuerza a los más rudos afanes y a los menesteres más viles. Prescindamos, pues, de esa poética idolatría en favor de algunas rarísimas hembras de nuestra especie tan en contraposición con el mal trato de que las otras hembras humanas eran víctimas por lo común. Hasta las mismas idolatradas solían estar harto poco seguras, ya que de la adoración los celos solían saltar de súbito al odio y trocar las flores que ofrecía el galán o el marido a su querida o a su consorte en hierro para darle muerte o en dogal para ahogarla.

Procuremos, pues, el justo medio entre tanta adoración y tanto estrago. Procuremos que la doncella sea amada y respetada, que la casada tenga la confianza y el aprecio de su marido y que los merezca, y que la viuda, la anciana y, sobre todo, la madre, sean digno objeto de la juiciosa y templada veneración de la sociedad, de la familia y de los hijos. No sea a modo de deidad, aunque no pocas ilusiones poéticas se desvanezcan por ello, ni sea tampoco sierva maltratada y humillada, mísero instrumento para el hombre de deleite o de trabajo. Sea así su igual, su amiga, su constante y fiel compañera, la señora de su casa y la que con él comparta los cuidados y las tareas que deben emplearse en la conservación y en el aumento de la hacienda y en la educación de los hijos. Porque si, como ya hemos dicho, el educar es función del Estado, esta función dista mucho de ser exclusiva. Con el Estado no deben jamás dejar de ejercerla los padres.

Ahora bien: para que la mujer sea capaz de tan altos fines y para que logre, no por excepción o privilegio, la posición que idealmente le concedemos, creo yo que debe recibir con esmero la educación general de que he empezado a tratar en este capítulo, y de la que, por ser asunto de la mayor trascendencia, seguiré tratando con amplitud en el capitulo siguiente.




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- XII -

Continuación del mismo asunto


Llevado al extremo el sentimiento celoso que exige grandísimo recato en la mujer, y combinado este sentimiento con la idea de que la mujer necesita que alguien la mantenga, y de que no siendo su padre el mantenedor el único medio honroso que tiene ella de ser mantenida es el de tomar marido, la moralidad y el interés han venido a fundirse y han producido, durante largo tiempo, resultados, a mi ver, harto poco agradables: han rebajado a la mujer intelectual, moral y físicamente.

A fin de que no se pervierta, se ha procurado que no se instruya; que apenas lea o que lea poco. Y a fin de que no escriba cartas amorosas, se ha procurado que no aprenda a escribir. Todavía allá en mis verdes mocedades he conocido yo señoras y señoritas, de nobles y acomodadas familias, que casi no sabían sino firmar. Tal era el empeño de que permaneciese inculto el espíritu de las mujeres, para que no brotase en él con el cultivo nada vicioso ni profano.

En lo corporal solía haber no menor descuido y abandono por exceso de casta precaución y escrúpulos religiosos que frisaban en ascetismo. Lavar todo su cuerpo una mujer ha implicado, hasta hace poco, y todavía implica en el concepto del vulgo, cierta propensión al vicio, algo de gentílico y, por lo menos, una desvergonzada carencia de pudor.

Menester es, pues, desechar preocupación tan absurda y convencer a las mujeres honradas de que ellas también deben lavarse y de que la limpieza no ha de ser privilegio de las extraviadas y malas mujeres. No quiere ni puede querer Dios que sea sucio e inmundo de cuerpo quien le sirva, ni que sea mal olor el olor de santidad, ni que se mezcle el abominable tufillo del desaseo con el perfume del incienso y de las fervorosas y virginales plegarias.

Desde muy niñas, pues, conviene que las mujeres se acostumbren a lavarse. Esto no es difícil ni costoso. El agua es barata, y una vasija de barro en que ponerla está al alcance de todas las personas, como no se hallen en la más espantosa miseria, lo cual debe evitarse. Ni se crea que el pudor padezca o se menoscabe por esto. Sólo una extremada malicia o una rara perversión del modo de sentir puede hacer que de nuestro propio cuerpo nos avergoncemos. El aseo, por último, contribuye no poco a la buena higiene y nos precave de multitud de lacerias y pestilencias.

El cuidar con cierto esmero de nuestro ser corporal es un deber que tenemos con nosotros mismos y que no se contrapone, sino que completa el superior cuidado con que debemos mirar por nuestras almas. No como joya que el mercader pule, limpia y abrillanta para colocarla luego en el escaparate de su tienda para que allí reluzca, atraiga las miradas y se venda mejor, sino como don del Cielo y como obra maestra de naturaleza que debe custodiarse sin deterioro y no arrojarse a la basura, es como toda mujer debe cuidar, estimar, acicalar y pulir el cuerpo que Dios le ha dado. Inmoralidad grosera y protección eficaz, aunque indirecta, a las hembras pecadoras, sería el dejar que ellas solas fuesen las aseadas.

Y aún resulta otro mal no pequeño del desaseo por exageraciones púdicas o ascéticas; la repugnancia y hasta el asco que sienten por la vida contemplativa algunas mujeres muy propensas por todo lo demás a abrazarla. Damas arrepentidas o desengañadas del mundo he conocido yo que se hubieran refugiado en un santo retiro y acaso serían a estas horas unas santas si no fuera por la carencia o por la escasez de limpieza que en dicho santo retiro encontraron.

No trato ahora del oficio o habilidad especial a que cada mujer debe dedicarse para ganarse la vida, sin someterse a que sólo sea el hombre quien la gane así para él como para ella. Trato sólo de la educación general. En el cultivo del espíritu, en el desenvolvimiento intelectual, moral y religioso de las facultades y potencias del alma, la enseñanza primera debe ser igual para la mujer y para el hombre, ya que afirmamos y creemos que hombre y mujer son iguales. La diferencia ha de estar en la educación corporal, la cual es, en mi sentir, de dos maneras: una, cuya acción queda, digámoslo así, en la persona que la ejecuta, que tiene por objeto la posible perfección de la misma persona, y otra, que se ordena a mejorar la condición de la vida: a producir algo útil, aunque no en determinado oficio, sino en varios y distintos menesteres que en el seno de cada familia son indispensables.

Para desempeñar estos varios y distintos menesteres, toda niña, con mayor o menor intensidad y ahínco, según sea la clase social a que pertenezca o la mayor o menor cantidad de bienes de fortuna de que gocen sus padres, debe saber algo, ora lo aprenda en su casa, ora en la escuela a que asista.

Ninguna mujer debe ignorar y ser extraña a las faenas caseras por más que los adelantos de la industria y las novísimas e ingeniosas invenciones las hayan facilitado o inutilizado en parte y por más que la división del trabajo haya convertido en industria especial ejercida en grande y por grandes Empresas lo que era antes trabajo casero. Así, por ejemplo, el hilar y el tejer. Todavía recuerdo yo cuando se hilaba y se tejía en las casas, singularmente telas de lino. En el día apenas se da ya tal industria casera ni en los más apartados lugares. La rueca, el huso, las devanaderas, el telar doméstico y hasta la daguilla y las agujas de hacer calceta, son instrumentos de trabajo que apenas se conservan ya en casa alguna, a no ser como arqueológicas curiosidades.

Toda mujer, no obstante, debe saber coser, a pesar de la máquina Singer, y conviene que se esmere en hacer dobladillos, pespuntes, vainicas y otros primores; debe, si para ello tiene disposición y tiempo de sobra, aprender a bordar; y, ya que no sea absolutamente necesario, es convenientísimo que sepa zurcir, echar remiendos y manejar diestramente las tijeras para cortar prendas de su vestuario y del vestuario masculino, sobre todo de ropas blancas e interiores.

Hay un arte de la mayor importancia, harto descuidado en España, porque las mujeres lo desdeñan y por pocos que sean sus humos aristocráticos no se allanan a aprenderlo. De aquí que a menudo los más deliciosos y ricos dones que la próvida Naturaleza nos da para alimento, se echen miserablemente a perder, y en vez de ser regalo del paladar y del olfato y refrigerio salubre del estómago, se conviertan en desabridas viandas o en bodrios abominables y dañinos. Así resulta que por ignorancia y torpeza suelen estragarse los mencionados dones y podemos asegurar que se cometen espantosos crímenes de lesa horticultura, de lesa ganadería y de lesa cinegética. Para remedio de tantos males, aconsejo, pues, y amonesto a todas las mujeres, aunque se críen para duquesas, princesas y hasta emperatrices, que al menos fundamental y teóricamente, aunque practiquen poco o nada, estudien el arte de cocina y entiendan de repostería y de confitería. Por lo común hasta en las casas de los sujetos más opulentos se come mal, cuando la señora, ama de la casa, ignora las cosas culinarias o no les presta la atención que merecen. El cocinero o la cocinera entonces se considera como artista no comprendido, como predicador en desierto, y despreciando a los señores a quien sirve, descuida las obras de su ingenio y de sus manos y todo lo condimenta mal. Allá en el fondo del alma, toma para norma de su conducta la famosa sentencia evangélica que reza: No echéis margaritas a los puercos.

El lamentable descuido y la consiguiente decadencia de la cocina nacional acarrean, por último, no pocos perjuicios a la patria. Los que comen mal, sin gana y sin deleite, suelen digerir peor, contraer enfermedades, y vivir acaso desmedrados, canijos y cacoquimios.

Por fortuna, aún quedan en España rastros y vestigios de la antigua cocina española, si sencilla y ruda, sana y suculenta; pero tales vestigios se van borrando con el torpe remedo de la cocina francesa, por donde nos desnacionalizamos y descastamos, en punto tan esencial, para estar peor de lo que estábamos antes.

Véase por lo expuesto cuánto importa que las mujeres desde niñas se aficionen a guisar, sepan de tan útil oficio y se aperciban para ser en él ya críticas, ya autoras.

Una dama principal o rica no lava ni plancha, pero la generalidad de las mujeres deben entender de lavado y de planchado, ya que las ricas y principales son excepciones raras. Y aun así no veo qué inconveniente pueda traer el que entiendan y hasta el que ejerzan tan útiles menesteres.

Prescindiendo ya de la circunstanciada enumeración de todas las habilidades y aptitudes que debe cultivar la mujer y con las que conviene que se aperciba para ser perfecta casada, pondré aquí en cifra y conjunto lo que dicha perfecta casada debe ser, según el retrato que de ella nos dio Schiller, a quien tan bien interpreta nuestro Hartzenbusch en su paráfrisis del canto de la campana:


   Ella en el reino aquel prudente manda;
reprime al hijo y a la niña instruye;
nunca para su mano laboriosa,
cuyo ordenado tino
en rico aumento del caudal refluye,
de esa mano que le hace un remolino
al torno girador zumbar sonoro,
brota el hilo y al huso se devana;
ella el arca olorosa llena de oro;
ella los paños de escogida lana,
ella la tela de nevado lino
custodia en el armario, que luciente
mantiene la limpieza;
ella une el esplendor a la riqueza,
y al ocio junto a sí jamás consiente.

Tal debe ser la mujer en lo esencial, con las modificaciones que exigen los cambios y progresos de las diversas épocas y la clase o estado social en que la fortuna la coloca, para que podamos llamarla muy señora de su casa y excelente madre de familia.

En la doctrina expuesta hasta aquí para que sirva de norte a la educación de la mujer, nada hay, en mi sentir, que no concuerde esencial y exactamente con la más pura moral cristiana bien entendida. Y si he citado a Schiller, interpretado por Harzenbusch, con mayor motivo debo citar a fray Luis de León, en cuyo libro La perfecta casada coincido en todo y al que me remito. No recomienda menos que yo aquel elocuente maestro que sea la mujer ordenada y hacendosa para que conserve la riqueza del marido y contribuya a acrecentarla, merced a sus desvelos y trabajos domésticos.

Y en lo tocante al cuidado de la propia persona en lo corporal, también coincide fray Luis en cuanto hemos dicho, a pesar de su severidad ascética, porque sin lo limpio no hay nada hermoso, dice, y después añade: «Si no es virtud del ánimo la limpieza y aseo del cuerpo, es señal de ánimo concertado y limpio, y es además cuidado necesario en la mujer para que se conserve y acreciente el amor de su marido con ella, si ya no es él por ventura tal que se deleite y envicie en el cieno. Porque ¿cuál vida será la del que ha de traer a su lado siempre en la mesa, donde se sienta para tomar gusto, y en la cama que se ordena para descanso y reposo, un desaliño y un asco que ni se puede mirar sin torcer los ojos, ni tocar sin tapar las narices? O ¿cómo será posible que se allegue el corazón a lo que naturalmente aborrece y de que rehuye el sentido?»

Educada la mujer con el esmero conducente a adquirir las habilidades y prendas de que hemos hablado para poder ser casada perfecta, no creo yo que el moderno feminismo acierte a concederle mayor valer e importancia que los que le concede el maestro León en estas hermosas palabras:

«Una buena mujer no es mujer, sino un montón de riquezas, y quien la posee es rico con ella sola, y sola ella le puede hacer bienaventurado y dichoso. Y del modo que la piedra preciosa se trae en los dedos y se pone delante de los ojos y se asienta sobre la cabeza, para hermosura y honra de ella, y el dueño tiene allí juntamente arreo en la alegría y socorro en la necesidad, ni más ni menos a la buena mujer el marido la ha de querer más que a sus ojos y la ha de traer sobre su cabeza. El mejor lugar del corazón de él ha de ser suyo, o, por mejor decir, todo su corazón y su alma; y ha de entender que en tenerla tiene un tesoro general para todas las diferencias de tiempos, y que es varilla de virtud, como dicen, que en toda sazón y coyuntura responderá con su gusto, y le hinchará su deseo. Y que en la alegría, tiene en ella compañía dulce con quien acrecentará su gozo, comunicándolo, y en la tristeza, amoroso consuelo, y en las dudas consejo fiel, y en los trabajos, regalo, y en las faltas socorro, y medicina en las enfermedades, acrecentamiento para su hacienda, guarda de su casa, maestra de sus hijos, provisora de sus excesos, y, finalmente, en las veras y burlas, en lo próspero y adverso, en la edad florida y en la vejez cansada, y por el proceso de toda la vida, dulce amor, y paz y descanso.»




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- XIII -

De varias cosas que no se exige que sepan todos, pero que conviene que hombres y mujeres aprendan


Prefiero yo pecar de cansado y volver sobre lo ya dicho, incurriendo en frecuentes repeticiones, a que se me moteje de prescindir del asunto principal, discurriendo sobre los superficiales y secundarios. Insisto, pues, en afirmar que ni a la mujer valdrán las prendas y habilidades que hemos enumerado, ni al hombre tampoco las que hemos dicho que necesita adquirir o que conviene que adquiera, si todo ello no tiene por fundamento la ley moral bien grabada en el alma. A fin de que allí se grabe o más bien a fin de que no se encubra o no se borre de la conciencia donde todos la llevamos escrita, importan y aun son indispensables las amonestaciones y el buen ejemplo de los padres de familia, de los directores espirituales y de los maestros y maestras de la primera enseñanza.

Claro está que esta ley moral, según creo haber ya expuesto, no se estudia ni se aprende antes de los catorce o dieciséis años, de un modo científico, sino de un modo precientífico, inculcándose e insinuándose en los ánimos con la mayor firmeza y la mayor hondura, de tal suerte, que se arraigue allí tan poderosamente que no basten a arrancarla los cambios de opinión, las doctrinas malsanas y cuantas puedan ser las dudas religiosas, metafísicas y psicológicas que más temprano o más tarde sobrevengan.

Entiéndase que damos y seguimos dando por presupuesto que todo ser humano ha de considerarse responsable de sus acciones, ha de tener por cierto que en su libre albedrío hay fuerza suficiente, o por naturaleza o por gracia que Dios concede, para triunfar de toda inclinación viciosa.

Y entiéndase, por último, que son axiomas, indemostrables de puro evidentes, los mandamientos divinos que todos saben de memoria, cuyo fin capital en esta vida que vivimos es no perturbar en lo mínimo el orden y concierto de naturaleza y conservando y hasta acrecentarlo en bien y en hermosura por cuantos medios estén a nuestro alcance.

Partiendo de nuestra firme creencia en esta ley moral y de nuestro acatamiento y sumisión a ella, todavía hay cualidades que todo individuo de nuestra especie, en el estado de cultura a que hemos llegado, debe adquirir o conviene que adquiera, hasta el grado, lugar o posición social en que la fortuna le coloque.

La urbanidad, la cortesía, lo que vulgar y ordinariamente se llama buena crianza, importa en extremo a lo grato y apacible del trato de los hombres entre sí, y siempre ha dado asunto a interesantes preceptos y consejos, ya transmitidos por la escritura, ya de voz viva.

En las edades pasadas se han escrito sobre esta materia libros muy interesantes y curiosos, celebrados por la bondad de su doctrina y por la elegancia y primor de su estilo. Tal fue, por ejemplo, El cortesano, donde el conde Baltasar Castiglione maravillosamente traza, pinta y prescribe, presentándole como modelo y dechado, al más gentil y bien criado caballero que en su época se concebía.

En nuestra época tal vez se ha descuidado mucho el tratar de este asunto, mirándolo como fruslería sin trascendencia. Tal vez se ha tratado este asunto con tan excesiva candidez, que ha dado ocasión a burlas y chistes poco lícitos, sin duda, por lo maleantes, y quizá no merecidos tampoco; verbigracia: los que se lanzan contra El libro de los niños, de Martínez de la Rosa, y contra El consejero de la infancia, del barón de Andilla.

Difícil es, al tratar de este asunto, no incurrir en candideces de la misma laya, por donde yo estoy temeroso de tratarlo a no ser muy de paso y caminando sobre él como sobre ascuas. Porque también es de notar que mi intento es escribir un libro con estilo reposado y grave, y no quiero, a fin de no pecar de cándido, caer en el contrario defecto de satírico o de jocoso.

Recuerdo que hace ya mucho más de medio siglo, aunque ya estaba yo estudiando una cosa que llamaban filosofía, descontenta mi madre de que tuviese yo mala letra y deseosa de que la tuviese buena, muy contra mi gusto y con extremo recato para que no se divulgase ni se supiese que cometía yo acción tan impropia de un filósofo, me hacía ir a casa de un excelente profesor de primeras letras a ejercitarme en escribir planas. Excelente y bondadoso era aquel maestro. Su escuela podía servir de modelo a las de entonces. Y su mujer y sus dos virtuosas hijas tenían al mismo tiempo, con la conveniente y debida separación, una amiga o escuela de niñas. Aquel noble establecimiento docente que florecía en Málaga, donde mi familia habitaba, había alcanzado con razón extraordinario crédito. Por desgracia, hubo de perderlo, desacreditándose y poniéndose en ridículo, así el maestro como la maestra, por manifestar con sobrada candidez o desmañada franqueza su propósito de enseñar a los alumnos las reglas todas de urbanidad y cortesía.

De ello hablaron en un programa o prospecto, y esto los perdió. Esto les hizo blanco de las pesadas bromas y de los epigramas picantes, así de los periódicos como de la gente desocupada y maligna. No sé cómo, tal vez suadente diavolo, se atrevieron a decir que en su escuela enseñarían a pasear. Se cae de su peso la burla principal que ocasionó tal dicho y que, repetida de mil maneras, dio al traste con la reputación de maestro y maestra en lo esencial, tan buenos y bienintencionados.

«En España -decían los burlones- sobran los paseantes, sin que nadie los enseñe.» «¿Qué será de nosotros -añadían- cuando la gente aprenda a pasear?»

Eppur si muove. Y, sin embargo, añado yo, no está de más que a pasear se aprenda. La ortopedia no es sólo para corregir los defectos, sino también para evitarlos. Y andar con gallardía y gracia, con la debida modestia, sin sobra de altivez y sin falta de decoro, depende, sin duda, de la dichosa condición natural de cada individuo, pero algo depende también de la buena educación, y esto, como todo, puede echarse a perder por afectación, vicio o mal gusto. La enseñanza, pues, ni aun en esto está de sobra, y muy especialmente en las mujeres. Si Beatriz hubiese andado mal, Dante no hubiera acertado a decir de ella, ya al verla venir, ya cuando se iba, que por admiración y respeto apenas se atrevía a mirarla y que temblaba y enmudecía su lengua.

Y, sin duda, cabe en el andar algo de divino, cuando el cisne de Mantua hace que por el andar reconozca Eneas a la diosa su madre; et vera incessu patuit Dea.

Bien está que las doncellas sean recatadas y vigiladas y custodiadas por sus madres o por un aya o venerable dueña, cuando lo permitan los recursos económicos con que cuenten. Conveniente es, a mi ver, esta cautela hasta la edad de veintidós años por lo menos. El vigilante cuidado de una madre puede salvar y salva, sin duda, a las niñas de muchos extravíos y peligros. Por esto acaso apenas hay madres en las comedias de nuestro antiguo y clásico teatro. No habían de concebir los dramaturgos de entonces que sus damas jóvenes corriesen tantas aventuras y se mezclasen en tantas intrigas como madres no les faltase.

La custodia, sin embargo, y el acompañamiento perpetuo e indispensable, cuando no de una madre, de una dueña o de una aya, suele llevarse hoy al extremo en ciertas clases de la sociedad. Señoritas o damas solteras he conocido yo que, aun después de pasar de los treinta años, y aun de los cuarenta, no se atreven a salir solas; necesitan de una acompañante, a quien bien puede la malicia atribuir la condición de Enona, o a quien por lo menos pueden dar los chuscos el apodo de carabina, por lo poco malo que evita.

Menester es confesar, a pesar de lo expuesto, que a causa de la osadía y carencia de comedidos miramientos de los hombres, es muy expuesto que en el día de hoy salga sola una dama por esas calles sin que ofendan su decoro requebrándola lascivamente, persiguiéndola y hasta acosándola. Falta de educación es ésta que debemos lamentar en los hombres, deseando que se corrija; pero acaso tenga también de ello alguna culpa la desenvoltura de las mujeres.

Véase, pues, cuánto conviene aprender a pasear. A los hombres, para no pecar de atrevidos, y a las honestas mujeres, para no ir pidiendo guerra.

Más peligroso y más ocasionado a burlas es aún hablar de la danza que hablar del paseo. Más fuerza tiene el chiste si en vez de decir que sin estudio hay sobra de paseantes, dijésemos que hay sobra de danzantes sin estudio. Y, sin embargo, ¿está bien que se descuide tanto aprender a danzar? Los antiguos, y no sin razón, daban a este arte mayor importancia que nosotros. En muchos ritos y ceremonias religiosas solía bailarse, y no dejaban tampoco de haber danzas guerreras, como, por ejemplo, la pírrica.

Considerándose los ejercicios todos que valen para robustecer y dar agilidad al cuerpo como arte gimnástica y los ejercicios y faenas para cultivar y desenvolver el espíritu como arte música, la danza era mirada como lazo de unión de las artes todas del cuerpo y del alma, como centro y empalme entre la gimnástica y la música.

Fuera de esto, no puede negarse que el descuido de aprender y bailar puede acarrear perjuicios patrióticos, estéticos y morales. Ignorando o desdeñando las clases aristocráticas y las personas bien educadas los bailes populares, éstos se ejercen sólo por sujetos asalariados y a menudo de baja estofa, por donde los tales bailes se avillanan y se pervierten y acaban por ser grotescos, indecentes y lascivos. Y no sólo ocurre esto en los bailes propios de la nación, sino también con los importados de tierra extranjera. Los mismos nombres de agarrao, y de la polca íntima patentizan ya la fea obscenidad de la mencionada coreografía.

Del canto y del saber tocar un instrumento músico bien puede afirmarse lo propio: que conviene que lo aprenda quien pueda, entendiéndose que sería absurda pérdida de tiempo empeñarse en bailar, en cantar o en tocar el piano o la guitarra quien no tiene afición ni aptitud para ello.

Leer con sentido, comprendiendo bien lo que se lee y expresándolo con nitidez y con gracia, sin enfadosa monotonía, sin precipitación y sin la melopeya o cancamurria que no pocos adoptan, es el complemento o último toque de saber leer bien, así los versos como la prosa. Importa, pues, que algo de declamación aprenda el que pueda. Y no para desviarse de lo natural y ser afectado por falsa virtud del arte, sino para desechar por su verdadera virtud toda afectación o resabio de mal gusto que impremeditada o inconscientemente adquirimos. Bien puede cuidar cada cual de que sea su voz lo menos desentonada y chillona posible, y de que el tono, el gesto y hasta la actitud y movimiento de las manos estén en armonía con lo que se habla, se lee o se recita. De aquí que haya países donde no sólo los actores dramáticos o comediantes, sino todo género de personas, tome lecciones de declamación.

Todo ser humano, y más aún la mujer que el hombre, no deben limitarse a ser útiles en la casa y en el seno de la familia, sino que deben también prestar dulzura y agrado a la vida, y hermosearla por cuanto esté a su alcance. No están por consiguiente, de sobra, sino que por mil razones se recomiendan el saber y el empleo de las artes cosméticas e indumentarias, así en la propia persona como en los hijos.

Siempre me han parecido mal dos afirmaciones que hacen con frecuencia los que en España presumen de severos, afirmaciones ambas que considero falsas y que traen consigo no cortas desventuras cuando se toman en cuenta. Son estas afirmaciones que la ineptitud para las artes del deleite es prueba o síntoma del gran ser de quien la tiene, y que los españoles nos señalamos y nos hemos señalado siempre por tal ineptitud.

No discutiré aquí la falsedad o la verdad de la afirmación segunda. Me limitaré a decir que, si somos ineptos, debemos enmendamos.

No es prueba ni indicio de energía de una raza, casta o nación, ni de mayores bríos y grandeza de los hombres en una época determinada el no procurar ni amar la elegancia, el aseo en la persona, el lujo y el primor en vestidos, tocados y alhajas de casa, y el regalo lícito y los no pecaminosos y honestos deleites; antes bien: son fuente de riqueza y de bienestar el ingenio y el trabajo que se emplean en producir los medios para gozar de todo lo dicho.

¡Cuántos sacrificios pecuniarios no cuesta a España la adquisición de ricas telas, de tocados y vestidos, de perfumes, mudas y afeite, y hasta de bebidas y manjares delicados, que aquí no sabemos hacer y que traemos de otros países y singularmente de Francia!

Muy de desear sería acaso que tuviésemos los españoles menos afición al lujo, mayor severidad y sencillez de costumbres y poca o ninguna inclinación a admirar las elegancias exóticas, sin temer que el que no goza de ellas o las luce incurra en la tremenda nota de cursi, idea y palabra que aterrorizan a las mujeres y de las que por huir los jefes de familia gastan más de lo que tienen y se arruinan o se desesperan. Pero ya que de la elegancia, del lujo y de otros primores no acertamos a prescindir, bueno sería que por acá, y sin ir a remedarlos o a buscarlos en tierra extraña, supiésemos inventarlos y producirlos.

Como quiera que ello sea, la aspiración a lo cómodo, limpio, bien ordenado y hasta primoroso y artístico en el menaje, así como en el adorno y compostura de las personas mismas, va cundiendo mucho entre nosotros, y no es, a mi ver, indicio de corrupción viciosa, sino de adelanto en la cultura.

La mujer, mucho más que el hombre, debe cuidar de todo esto hasta donde sus bienes de fortuna lo permitan y el decoro de su posición social lo requiera.

Sin duda que es peligroso estímulo para las faltas y el pecado el afán de vivir más regaladamente que lo que las rentas o las ganancias bastan a sufragar, y es vanidad loca el ansia de lucir galas y atavíos que no puedan costearse sin gran menoscabo de la hacienda; pero no son menos de amentar el desaliño en las personas y el desaseo y desorden en las cosas domésticas, que llegan tal vez a hacer el hogar aborrecible.

Para que sea grato, para que la esposa y las hijas imperen en él como reinas y señoras, importa que se esmeren en el cuidado de las propias personas y de cuantos objetos las rodean y contribuyen a darles autoridad y decoro.

Para agradar a su marido, y aun para satisfacer el justo y natural amor propio del marido mismo, bien puede la mujer cuidar de su hermosura o disimular su fealdad, si por su mala ventura es fea, y bien puede gastar en el ornato de su persona hasta donde lo consienta una economía honrada y juiciosa. Y todo esto para ser agradables, punto sobre el cual han discurrido y aun escrito libros algunas mujeres, atreviéndome yo a recomendar el de la señora doña Concepción Jimeno de Flaquer, titulado En el salón y en el tocador.

Entiéndase, sin embargo, que antes de lo dicho hay algo que más importa. Lo útil es primero y lo agradable después, como corona y flor de lo útil.

La mujer, antes que todo, debe ser hacendosa, vigilante y atinada en el gobierno doméstico; debe ser, en suma, lo que con frase hecha suele llamarse muy mujer de su casa.

La manía del feminismo llevado al extremo hace que se rebelen contra esto no pocos espíritus, sobre todo de mujeres. Una discretísima, verdadera gloria literaria y científica de nuestro país, incurre en tal rebelión a mi ver harto inmotivada. Me refiero a doña Concepción Arenal y a la disertación o tratado cuyo título es La mujer de su casa. No ya de la mujer, sino también del hombre, el más general y fundamental elogio que puede hacerse es, en mi sentir, llamarlos hombre o mujer de su casa. Después de esto, y sobreponiéndose a esto, sobresaliendo por aptitudes extraordinarias, no de continuo y como si dijéramos todos los días, sino en singulares y raras ocasiones, puede y aun debe el hombre y también la mujer consagrarse a más importantes negocios que los domésticos.

Si todos nos considerásemos aptos para dirigir la marcha de la Humanidad y para gobernar el mundo, todos andaríamos desgobernados y en nada habría estabilidad y sosiego.

Sin duda que no basta ser hombre o mujer de su casa para fundar religiones nuevas, reformar o crear constituciones políticas y abrir no trillados senderos al linaje humano; para ser, en suma, apóstol, profeta, reformador social o político, mártir o héroe. Pero los que pueden aspirar a tales cosas son pocos y aun estos pocos no deben aspirar a ellas de diario, sino en ocasiones oportunas que por dicha son raras. ¿Qué mayor calamidad que la de vivir siempre como si dijéramos en período constituyente, en perpetuo viaje sin parada ni reposo, yendo a escape por el camino del progreso, sin querer detenerse un punto para orientarse mejor, evitar extravíos y gozar de las ya logradas conquistas?

Yo no niego a la mujer el derecho, y hasta en el fondo de mi conciencia le impongo, o, mejor dicho, le reconozco el deber de realizar o de contribuir a realizar las más grandes y estupendas evoluciones y revoluciones, cambios y mejoras; pero todo esto no debe ni puede ser sino por excepción, en momentos determinados y solemnes. De continuo será inaguantable. Y no todas las mujeres, sino poquísimas, así como también no todos los hombres, sino poquísimos, deben estimarse con misión especial. ¿Qué horrible barahúnda no resultaría de lo contrario? Y aun así, aunque nos creyésemos todos aptos para predicar nuevas creencias, salvar o regenerar la patria, reformar la sociedad económica o políticamente y hacer dar estupendos brincos a nuestro linaje en su tránsito o ascensión hacia el bien y hacia la luz, todavía se lograría mejor todo ello, empezando por ser cada cual muy mujer o muy hombre de su casa, antes de ser fundador de nueva religión o de nuevo culto, resolvedor de problemas sociales y hasta sabio sencillo y menos trascendente.

Al escribir yo sobre la educación humana, no he tratado ni trato, en los capítulos que llevo escritos hasta ahora, sino de la primera educación, o sea de la fundamental, general y común a todos: de la que tiene por objeto hacer de cada ser humano una persona, tal como debe ser la persona en el más alto grado de civilización a que hemos llegado. Una vez dadas las personas, bien puede ocurrir, aunque no en todas, sino en algunas, privilegiadas por naturaleza o providencialmente predestinadas, que se dé en ellas el caso divino o semidivino de la profecía, del apostolado o de algo por el estilo. Entre tanto, lo que importa para no desatinar es que cada cual tenga la debida modestia, no se deje alucinar por el amor propio, y si despunta o descuella al cabo como ser excepcional, sea tomado por base y fundándolo todo en el sentido común y en el recto juicio.

En resolución: lo primero que hay que saber y lo primero que hay que ser es hombre o mujer de su casa. Lo demás, si Dios quiere, se dará por añadidura: et hœ omnia adjicientur vobis, como se dice en el Sermón de la Montaña.

Si doña Concepción Arenal considera mezquino y vicioso el concepto de mujer de su casa suponiendo que debilita, humilla, esclaviza y pervierte a la mujer, es porque su concepto de la mujer de su casa no es legítimo y bien formado concepto, sino concepto que nadie debiera formar de buena fe y reflexivamente. Tal como lo entiende doña Concepción, lo que llama ser mujer de su casa es un feo egoísmo que ni se purifica, ni se cohonesta al extenderse o prolongarse sobre varias personas: sobre los hijos y sobre el marido y aun sobre otros individuos de la familia. Si para que éstos prosperen, brillen, medren y sean dichosos, se prescinde de la justicia y aun de la caridad, se procuran aumentos de honra o de hacienda con perjuicio de tercero, se obtiene por favor lo que otro por justicia debió llevarse, y sólo se atiende al provecho de casa, aunque se trastorne y se hunda cuando está fuera de ella, el ser hombre o mujer de su casa es, por cierto, condición abominable. Pero ¿quién en este sentido ha de recomendar que nadie lo sea?

Y no sólo implica el ser como se debe hombre o mujer de su casa el estricto cumplimiento de cuantos deberes la ley moral nos impone fuera de ella, sino también un interés y una intervención racional en cuanto fuera de ella acontece y contribuye o puede contribuir al bienestar general, ya de la nación a que pertenecemos, ya de todo el linaje humano.

¿Quién no está interesado en estas cosas por pobre y por poco influyente que sea? En mi sentir, nadie tiene más que perder que el que menos tiene.

Los errores o maldades de un Gobierno, los trastornos de una revolución, los estragos de una guerra y la decadencia o caída de un imperio o república afectan más al pobre que al rico, ya que el rico puede salvar parte de su riqueza e ir a gozar de ella en paz en tierra extraña.

Sin embargo, esta intervención legítima de todo ser humano en los asuntos públicos o de la colectividad, no implica ni exige ocupación constante, especiales estudios y ejercicio y empleo de determinadas facultades. Basta y sobra con la ilustración suficiente para confiar en el hombre político honrado que sepa defendernos, hacer que se cumpla la ley, que se conserve el orden y que se respete nuestro derecho.

La ilustración general, que proviene de la primera enseñanza, tal como la hemos expuesto, no vale para que cada hombre o cada mujer se empeñe en gobernar a todos y deje de gobernar su casa, sino para que acierte a reconocer y a designar los que pueden gobernar bien, y no se deje seducir por atrevidos aventureros, por innovadores falaces o por charlatanes insolentes.

Recapitulando, pues, terminaré diciendo que la primera enseñanza, general o fundamental, según la hemos expuesto, no es para crear filósofos, reformadores sociales, hombres o mujeres de Estado, ni eruditos, escritores, poetas y sabios, sino para crear una masa ilustrada, un gran público que los aprecie, que los comprenda, que los premie con su aplauso, y que no se deje embaucar ni burlar, haciendo cada día más difícil el encumbramiento del procaz demagogo, la glorificación de coplero insípido o disparatado, y el prestigio del falso sabio.

Como este fin es importantísimo, no se ha de extrañar, y creemos que se nos debe perdonar, el habernos detenido tanto en tratar de la primera enseñanza y menos en dar a ésta mayor extensión que la que de ordinario se le concede.

La que yo le doy es tanta, que todavía hay algo que debe contarse y que entra, a mi ver, en la primera enseñanza. De ello voy a tratar en el capítulo siguiente, desde el que pasaré a discurrir sobre las enseñanzas superiores, no ya generales, sino buena y conveniente cada una a cierto número de sujetos con vocación y aptitud para adquirirla.




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- XIV -

Sobre el estudio de los idiomas


Grandísimo es, por lo común, el trabajo que se emplea y mucho el tiempo que se invierte en el estudio de cualquier idioma extranjero, si el que lo aprende o trata de aprenderlo ha pasado ya de la niñez y de la adolescencia. El hombre o la mujer que no tiene una rara y singular disposición para el mencionado estudio, nunca llega a saber bien ni a pronunciar lengua alguna cuando empieza tarde a estudiarla. Evidente es, por tanto, que el estudio de cualquier idioma extranjero es propio de la niñez y debe formar parte de la primera enseñanza. Requiere, además este estudio especial cuidado del maestro y que el discípulo, no sólo le oiga, sino que en su presencia y bajo su férula se ejercite en pronunciar, en hablar, en leer y en escribir el idioma que estudia. De aquí también el escasísimo fruto que sacan de sus lecciones, por muy hábiles que sean los profesores de lenguas extranjeras que hay o suele haber en los institutos o colegios de segunda enseñanza. Aunque asista un niño o joven, entre otros cuarenta o cincuenta más, a una de estas cátedras de idiomas extranjeros, y aunque sea portentoso el saber del maestro y nada vulgar la lucidez con que trata de transmitirlo, el resultado más seguro será que el discípulo, al cabo de uno o dos años o de más tiempo, apenas aprenderá palabra, las pronunciará mal, las combinará peor, y si es despejado y tiene buena memoria, lo más que conseguirá será traducir a su propia lengua lo que vea escrito en la lengua extranjera que aprende, y chapurrar detestablemente dicha lengua extranjera.

Si conviene que algunas personas, supongamos que una de cada mil o de cada dos mil, entiendan, hablen y escriban otro idioma además del de su nación o de su casta, lo mejor, sin duda, es que los aprendan, como por instinto, insensible y prácticamente, hablando y oyendo hablar a sus padres o a las personas a quienes sus padres encomienden el cuidar de ellos, personas que pueden venir de la tierra donde el idioma que se quiere enseñar a los niños es el idioma propio y castizo.

De esta suerte podrá cierto número de personas aprender sin fatiga, además de la propia lengua castellana, el francés, el alemán o el inglés, que son las tres lenguas más difundidas hoy por el mundo entre las gentes civilizadas, por donde su conocimiento es útil y a veces necesario para muchas carreras y profesiones, como la diplomacia y el comercio. La facilidad de comunicaciones, los frecuentes viajes de un país a otro y el trato con extranjeros, indispensables a veces y a veces agradables o útil, nos mueven a afirmar la conveniencia de que aprendan bastantes personas algunos de los tres idiomas mencionados, o dos de ellos o todos los tres, si para tanto tienen capacidad suficiente y las prendas naturales que se necesitan: memoria para retener los vocablos; facundia para combinarlos con rapidez, sin pararse ni vacilar antes de la formación de cada frase; buen oído para percibir y distinguir acentos, tonos y diversa pronunciación de letras y sílabas; y, por último, agilidad en los órganos vocales para pronunciarlo o expresarlo todo como se debe.

Además de las tres lenguas citadas, hay otras dos que también importa saber, si se puede. No desdeñamos ni negamos su importancia al no recomendar su estudio. Sólo no lo recomendamos por ser tan grande el parecido que dichas lenguas tienen con la nuestra, que cualquier español de mediano despejo las aprende con un poco de atención y buena voluntad, casi sin previo estudio. Ya se comprende que nos referimos al portugués y al italiano.

La claridad de esta última lengua para todo español, cuando no es muy rudo, se ha hecho evidente de mil maneras. Baste recordar el éxito que han tenido y tienen entre nosotros las compañías dramáticas italianas que vienen a dar representaciones teatrales. Nadie deja de ir a oírla, confesando que no las entiende, y a mi ver las entienden casi todos como si los actores en nuestra propia lengua representasen. Los que creen que son muchas las personas que no entienden y que por vanidad fingen que han entendido se valen de un argumento falso. Dicen por ejemplo: «A ese que asegura haber entendido la comedia italiana que acaban de representar, recítesele o léasele un trozo de Dante, de Petrarca, de Leopardi o de Manzoni y ya verá como no lo comprende ni menos lo traduce.» La contestación a tal argumento es obvia. ¿Comprenderá esa misma persona, explicará o traducirá en prosa llana no pocos pasajes de nuestros poetas modernos y antiguos, o se quedará tan en ayunas de lo que dicen, no ya como si hubieran escrito en italiano, sino como si hubieran escrito en griego?

La inteligencia de muchas cosas no es para todos. Muy amante soy yo de la igualdad, muy firmes son mis opiniones democráticas, pero a menudo se me ocurre decir a quien afirma que no entiende esto o aquello, culpando acaso al que lo ha escrito o hablado de haberse explicado mal, lo que dice el cura al maestro barbero cuando éste en un capítulo del Quijote declara que no entiende el Ariosto: «Ni aun fuera bien que vos lo entendiérades.»

Pero dejemos digresiones a un lado y volvamos a nuestro asunto.

Si bien los idiomas extranjeros deben aprenderse en la primera edad y ser parte de la primera enseñanza, el número de personas que conviene que los aprendan es muy corto. El aprenderlos o el haberlos aprendido presupone una primera educación esmerada, rara vez posible sino para aquellas personas que gozan de desahogada posición y de algunos bienes de fortuna. ¿Sufrirá menoscabo la originalidad castiza con la difusión de tal estudio? Yo me atrevo a sostener que no. Por el fondo no le sufre, ya que no es menester saber ninguna lengua extranjera para que por medio de traducciones, malas a veces, y hasta en el ambiente que se respira, lleguen a nosotros y se insinúen en nuestros espíritus, así lo bueno, hermoso o útil, que se descubre o se inventa fuera de nuestro país, como las más insanas doctrinas y las ridiculeces y extravagancias más enormes, y esto con la circunstancia de que, lo que llega a nosotros incompleto, confuso o mal entendido, rara vez trae provecho, a menudo causa daño y siempre produce admiración más ciega que lo que se percibe claro y preciso como si nos fuera familiar y propio.

Bien pueden darse mil pruebas de esta verdad. Bástenos dar aquí algunas, empezando por el apotegma que dice: Nadie es profeta en su patria. ¿Dónde por ejemplo, han tenido más resonancia, han logrado más prosélitos o han sido tomados más por lo serio, los sistemas filosóficos de Krause, de Schopenhauer o de Nietzsche? ¿En la misma Alemania, donde todo el mundo entendía a dichos autores, o entre nosotros, donde los admiran y casi los idolatran personas que de seguro no acertarían a decirles: «Buenos días tenga usted» en la lengua que ellos hablaron y escribieron?

Para el que sabe un idioma extranjero como el propio o casi como el propio, desaparece el prestigioso poder de lo exótico y de lo peregrino. Las tonterías y los disparates quedan patentes; las vulgaridades no pasan por rarezas; lo llano y pedestre no se toma por hondo o por encumbrado.

Tampoco puede originarse la corrupción al propio idioma del estudio, saber y empleo de los extraños. Más plagados de galicismos están, pongamos por caso, los escritos de quien no es capaz de leer y de entender bien una página en francés, que los escritos de quien habla tan bien el francés como el castellano. El cumplido conocimiento de cualquiera lengua extranjera trae a toda persona discreta un más cumplido conocimiento de la lengua propia. Sobre este punto, don Antonio Alcalá Galiano escribió y leyó en la Real Academia Española una disertación interesantísima, a la que me remito.

Es, además, muy de notar que los galicismos o barbarismos en que no pocos escritores incurren, afeando y adulterando la lengua propia, no provienen del estudio o de la lectura de los buenos libros clásicos de un idioma extraño, sino de corruptelas, de vicios y amaneramientos que, así en el idioma extraño como en el nuestro, engendran la manía de escribir y la precipitación irreflexiva con que se escribe, valiéndose de frases hechas que se ponen de moda.

Los galicismos que en un escrito en castellano pueden notarse son a menudo ridículos neologismos en la misma lengua francesa: nacen de cierta vanidad muy difundida hoy por todas partes. Nacen de la presunción de que pensamos e imaginamos cosas tan hondas, tan sutiles o tan altas, que apenas caben o que no caben en la lengua que se habló hasta ahora, como no la transformemos y la ensanchemos.

Cierto es que una lengua es algo de vivo y de orgánico que varía en los accidentes, aunque en lo esencial persiste siempre la misma. No se exige escribir como escribió Cervantes, sino escribir en la misma lengua en que escribió Cervantes, o sea escribir en la lengua en que Cervantes hubiera escrito si en vez de florecer en los siglos XVI y XVII hubiera florecido en los siglos XIX y XX.

Ingrata labor de taracea, irrealizable propósito es, sin duda, el de remedar bien el estilo y lenguaje de un escritor antiguo. El lenguaje y el estilo de quien tal fin se proponga será siempre otra cosa, por mucha habilidad, arte y por ciencia que se empleen. Pero así como es una extravagancia el empeño de escribir como se escribió hace dos o tres siglos, no es menor extravagancia, y de seguro es más perjudicial y lastimosa, la de empeñarse en que nuestro idioma sea nuevo y más ancho que el antiguo, a fin de que en él quepa con holgura la pasmosa inmensidad y la inaudita novedad de nuestro pensamiento.

Muchos sujetos, temiendo unos o esperándolo y deseándolo otros, presumen que el contacto más frecuente e íntimo de unos pueblos con otros propende a borrar las diferencias, asimilarlo todo; a que apenas se distingan las diversas nacionalidades, castas y tribus, y a que nos vistamos todos, nos alimentemos, discurramos, imaginemos y hablemos de la misma manera. Pero si es miedo de la monotonía, bien podemos desecharlo, y si es esperanza de cumplida fraternidad y consorcio íntimo, justo será que se desvanezca.

El afán de singularizarnos, el empeño de distinguirnos, se sobrepone a todo y raya a veces en locura. Lejos de propender las gentes a tener un idioma universal, tal vez por orgullo desentierran antiguos idiomas que para las ciencias y las letras estaban muertos o, por lo menos, jubilados. Más de temer es el cisma que de una nacionalidad o casta puede producir tal capricho que la disolución de la nacionalidad misma porque se confunda y esfume en otra nacionalidad más amplia.

Nótese que hasta las palabras y frases que en español, verbigracia, se toman del francés o del inglés, más que para confundirnos con franceses o con ingleses, suelen tomarse para sobresalir entre el vulgo de los españoles y para que aparezca quien las usa más aristocrático y más fino.

No seré yo quien deplore tal manía, dándole mayor trascendencia de la que debe tener y considerándola como decadencia y corrupción de un idioma, y, por consiguiente, del valer y de la cultura de las gentes que lo hablan. No pasa de ser mero capricho, tal vez gracioso si lo tiene un galán elegante o una linda señorita, el pronunciar las erres muy gangosas, como se cree que se pronuncian en París, aunque ellos no hayan pasado de Biarritz en sus excursiones, o el hablar con la boca cerrada y los dientes apretados, como si fueran ingleses, aunque jamás hayan estado en la Gran Bretaña y sólo sepan decir en la lengua de Milton y de Byron sleeping, smoking, five o'clock, tea, higf-life, flirt, y alguna docena más de palabras. Pusilánime recelo es el de quien cree que por culpa de estos adornos postizos pueda corromperse un idioma. Acaso sean galas inútiles, pero no son nocivas; acaso ni siquiera sean galas, sino falsos adornos de similor que en su mayor parte se arrojarán o se arrumbarán cuando pase la moda. ¿Qué pierde un frondoso olmedo con que lozana hiedra parásita revista y tapice algunos troncos robustos o con que la vid enlace los árboles unos con otros formando guirnaldas y festones de pámpanos verdes?

Por donde quiera que se mire, no se ve, pues, peligro para el propio idioma en conocer algo de los idiomas extraños. En conocerlos bien no sólo no hay peligro, sino que hay provecho y ventaja. Lo que tiene o puede tener el espíritu nacional de exclusivo y de estrecho se desvanece como niebla, y despejado entonces el ambiente, y diáfano y claro, abre y muestra más dilatados horizontes. Sobre el ser español no está de sobra ni sienta mal algo del ser cosmopolita. Y sin estúpida y humilde idolatría, sin menospreciarnos a nosotros y sin maravillarnos en demasía de los extraños, bien está que sepamos lo que se piensa y cómo se expresa lo pensado en aquellos pueblos que caminan hoy al frente de la civilización del mundo y son como los hierofantes y ministros del progreso.

Todavía, además de los mencionados idiomas vivos, me atrevo yo a colocar en la primera enseñanza, aunque limitándolo a muchísimo más corto numero de personas, el estudio de dos lenguas muertas o sabias, singularmente del latín.

Cuando no hace mucho tiempo, siendo el marqués de Pidal ministro de Instrucción Pública, se propuso este señor que al estudio del latín se prestase mayor atención y cuidado, los epigramas, los chistes y las burlas cayeron sobre él como un diluvio. Y como no hay chiste, ni epigrama, ni burla que tenga alguna gracia si carece de razón por completo, alguna razón hubieron de tener los burladores y los chistosos.

Dicha razón se ve patente. Tal como está en el día la instrucción pública en España, donde casi para todo apenas hay muchacho, si gasta botas o zapatos y no alpargatas, y si se peina y se lava la cara de diario, que no se suponga que ha estudiado y que no saque título de bachiller, este bachillerato archidifuso y esta latinización tan vasta asustan y ponen grima. Porque, o bien no se estudiaría el latín, como tampoco lo demás se estudiaba, y se fomentarían la pedantería y el embuste, creando un semillero de falsos bachilleres, o bien muchas personas que para nada necesitan la lengua latina en el oficio o profesión que han de seguir, perderían tiempo, paciencia y calor natural estudiando dicha lengua. Pero en mi sistema o plan utópico las cosas habrían de ser de otra suerte. Por cada diez o veinte bachilleres que hay ahora, no habría de haber más de uno; el ser bachiller sólo sería necesario para entrar en el estudio de las facultades mayores, y, por lo común, se empezarían a cursar los años del bachillerato a los catorce o después, esto es, cuando ya en el día apenas hay muchacho que no esté harto de ser bachiller y hasta olvidado de lo poquito que aprendió para llegar a serlo.

Presupuestas las indicadas reformas, sin la menor vacilación considero yo convenientísimo, y no digo necesario porque en el mundo apenas hay nadie, que no lo sea, el conocimiento de la lengua latina, cuyo estudio debe pertenecer a la primera enseñanza como complemento y preparación para matricularse e ingresar en los institutos.

Privadamente, como en lo antiguo, ya por los dómines, con pequeño número de discípulos cada uno, ya en las escuelas pías y ya en colegios de padres jesuitas o agustinos, se aprenderá mejor el latín que como en la segunda enseñanza se supone que se aprende ahora, o como el señor marqués de Pidal, gracias a su planteada reforma, esperaba que se aprendiese.

Para tal enseñanza entiendo yo que el método debía discrepar muy poco del que se emplea para el estudio de cualquier lengua viva. ¿Por qué las pocas personas que conviene que aprendan el latín han de aprenderlo a medias o menos que a medias, no acertando sino rara vez a escribirlo y hablarlo?

Convengo que hasta mediados por lo menos del siglo XVI debió de ser mucho más general el conocimiento del latín y más esencial requisito para toda persona culta y distinguida. Las literaturas en las diversas lenguas vernáculas aún no eran ricas porque empezaban entonces. En dichas lenguas nuevas había escaso número de libros en proporción de la abundancia de ellos que hay en la edad presente. Y los libros que había en romance o en idioma vulgar, más que de ciencia solían ser de pasatiempo. De aquí sin duda que en aquella edad, hasta las damas que se preciaban de discretas y de elegantes entendían y tal vez hablaban el idioma de Cicerón y de Virgilio. En el día de hoy harto se comprende que les baste con saber el francés o el inglés, en que tan abundante pasto espiritual pueden hallar con la lectura de poesía lírica, de novelas y de dramas. Pero si dentro de tan extenso círculo de personas no se requiere ya saber latín, todavía, en mi sentir, sigue y seguirá requiriéndose en el más limitado círculo de los que consagran su vida a las ciencias y a las letras: de los hombres científicos y de los que aspiran a ser verdadera y fundamentalmente letrados.

Las lenguas modernas del occidente de Europa proceden en gran parte del latín. Hasta la lengua inglesa, que muchos califican de germánica, acaso contenga en su léxico muchos más vocablos tomados del idioma del Lacio que los tomados del habla ruda de los invasores anglosajones o de las más antiguamente importadas por las tribus Célticas.

Por otra parte, aun suponiendo que las modernas literaturas y lenguas del occidente de Europa empezaron a florecer, y, por consiguiente, merecen ser estudiadas y sabidas, desde el siglo XI, hasta hoy, todavía hay sobrado fundamento para afirmar que hasta fines del siglo XVI (y empezando a contar un siglo antes de la Era cristiana tendremos un período de mil setecientos años) cuanto han pensado o imaginado los hombres, en sus más altas especulaciones sobre religión y filosofía, sobre moral y sobre derecho, sobre cuanto se sabe o se cree saber, así de las cosas espirituales como del Universo visible, todo se escribió en latín, como en latín se escribieron las leyes, las narraciones históricas y los pactos internacionales. El latín, durante casi todo el tiempo que hemos dicho, fue el idioma universal y diplomático, y fue, también el vehículo de que se valió el entendimiento humano para difundir sus creencias religiosas y sus doctrinas científicas y hasta para transmitir de una nación a otra sus leyendas y tradiciones, el tesoro de su poesía épica difusa, que, tomando más tarde nueva forma en las lenguas vulgares, tal vez fue el germen y contribuyó a dar el impulso inicial a gran parte, y no por cierto a la menos estimada y celebrada, de la nueva poesía, ya cristiana, ya caballeresca, si bien conservando siempre, a pesar de su transformación y mudanza, algo de la clásica antigüedad como núcleo, fundamento y base.

Un hombre científico o un buen letrado, por mucho que tenga que saber de cuanto se discurre, se inventa o se imagina desde hace tres siglos, no puede prescindir de saber también, ni debe contentarse con saber de una manera vaga y harto incompleta lo que antes de dichos tres o cuatro siglos se había discurrido, inventado o imaginado. Sin duda que el sabio español de nuestros días no debe ignorar lo que pensaron, pongamos por caso, Balmes, Donoso Cortés, don Julián Sanz del Río y el padre Ceferino González, pero mejor aprenderá lo nuevo si sabe lo antiguo, y aun en lo antiguo hallará recursos y guía para comprender mejor lo nuevo. Y todo ello, sin afirmar ni negar que, en este punto y entre nosotros, lo antiguo valga más que lo moderno, y que es mejor doctrina y más castiza y más sana que la de los autores antes citados la de Domingo de Soto, Melchor Cano, Luis Vives, el eximio doctor Suárez, Vitoria, Ginesio Sepúlveda y Foxo Morcillo, cuyos notables escritos se conservan en lengua latina.

Queda, pues, demostrada, en mi sentir, cuando no la necesidad, la utilidad y la conveniencia de que en España aprendan bien el latín los que aspiran a ser bachilleres y doctores.

La otra lengua sabia que las mencionadas personas deben estudiar también, aunque en la primera enseñanza harto menos detenidamente que el latín, es la lengua de Platón, de Aristóteles y de los más profundos y elocuentes padres de la Iglesia.

Bien puede afirmarse que, si consideramos la superior cultura de los pueblos de Europa que invade, avasalla y guía a los demás pueblos del mundo, desde hace veinticinco siglos, como nuevo árbol de ciencia, que va creciendo siempre y extendiendo por todas partes sus florecientes y fructíferas ramas, la raíz de este árbol, viva y fecunda todavía, está formada por las sublimes especulaciones, por los inspirados conceptos y por la inicial poesía del antiguo genio helénico.

Bastaría esta consideración, si no hubiese, además, otras muchas, para que yo, en mi plan de estudios utópicos, incluyese en la primera enseñanza y como preparación para entrar en la segunda un somero estudio de la lengua griega, lo bastante al menos para saber las declinaciones y las conjugaciones y analizar gramaticalmente y traducir sin grandes dificultades el Nuevo Testamento, la Versión de los Setenta, algo de la más fácil prosa de Jenofonte y de Luciano, y aun a ser posible, y como prueba de ser alumno sobresaliente, los cantos de Homero.

Terminada así la primera y fundamental educación, tanto en lo que ha de ser común a todos como en lo que pocos pueden aprender, aunque es conveniente cuando no indispensable que sepan, voy a tratar ahora de la segunda enseñanza y de las enseñanzas superiores.




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- XV -

De la ciencia en general y de las facultades mayores


En mi plan utópico, la segunda enseñanza, que se ha de dar en los institutos, no es un fin: es un medio para pasar al estudio de las facultades mayores. Quien no se dedique a estudiar ninguna de dichas facultades no tiene necesidad de ser bachiller. Puede aprender por gusto, pero no por obligación, cuanto para serlo se requiere. En mi plan, los años de bachillerato serían cinco. Y ni en este estudio ni en ningún otro admitiría yo, con motivo o pretexto de que hay personas de excepcional y raro entendimiento que aprenden las cosas con mayor rapidez y facilidad, el que en menos tiempo del marcado en el plan se aprendiesen todas las asignaturas que en dicho tiempo deben ser aprendidas, se examinasen de ellas los estudiantes por naturaleza privilegiados y se improvisasen bachilleres, digámoslo así. Para ser bachiller exigiría yo cinco años de estudio. Nada perdería por esto quien por su extraordinaria capacidad pudiese aprender en dos o tres años lo que otros aprenden en cinco. Lo que resultaría no sería un mal, sino un bien: el aventajado o el más favorecido del Cielo sabría, al cabo de los cinco años, más fundamental y profundamente las cosas, llegando a entenderlas doble o triple mejor que lo que se exigiese para ser aprobado.

En suma: yo no daría el título de bachiller a nadie que no tuviese diecinueve años cumplidos. Sus estudios habrían de hacerse de los catorce a los diecinueve.

Para llegar a ser licenciado en cualquiera de las facultades mayores exigiría yo seis años, con la misma ineludible condición de no abreviar, o como si dijéramos, de no condensar el tiempo. No habría, pues, licenciado menor de veinticinco años. Dios, que todo lo crea, puede crear prodigios; pero los hombres, si oficialmente declaran y atestiguan el caso prodigioso o por lo menos, excepcional, se exponen a equivocarse ya producir por error o por malicia licenciados harto precoces, cuya ciencia esté como prendida con alfileres.

Todavía, aunque se me acuse de hacer muy costosas y largas las carreras, no consentiría yo que pasase nadie de licenciado a doctor sin cursar durante dos años las asignaturas del doctorado.

Si el ser doctor no es cosa de broma o de burlas, sino cosa seria y que debe valer lo que significa, me parece que no es sobrada madurez de edad la de veintisiete años a fin de conceder a nadie la autoridad, el título, el crédito y la férula para enseñar a las gentes.

Tendría, además, mi plan la grandísima ventaja de que hubiese en adelante muchísimos menos bachilleres, licenciados y doctores y de que mayor número de sujetos, sin empeñarse en ser oficialmente sabios, se dedicasen a profesiones, oficios y menesteres, si menos sublimes, más propios de la generalidad y más al alcance del mediano nivel de los humanos entendimientos. Ni se opone lo dicho a que, sin exámenes, sin títulos y sin grados, y sin poder adornarse con muceta, borla y bonete, tal hombre o tal mujer pueda ser un pozo de ciencia. Lo único a que lo dicho se opone es a que de oficio y con la autoridad del Gobierno o del Estado se garantice, sin razón suficiente y sin la debida cautela, la magistral sabiduría de nadie.

Quiero y debo, antes de seguir discurriendo sobre estos asuntos, adelantarme a responder a reparos importantes que no se me oculta que pueden hacerme. ¿Cómo me atrevo yo, que nunca fui, ni pasé, ni quise pasar, por hombre científico, a tratar aquí de las ciencias todas y de la manera en que deben aprenderse? Mi contestación es clara y sencilla: yo no enseño ni decido: me limito a meditar. Y si en mis meditaciones hay crítica, mi crítica es exterior y somera, sin más alcance que el del sentido común y sin más razón ni autoridad para ejercerla que las que presta a cada ciudadano el interés por la educación de todos, de la que dependen y en la que se fundan el público bienestar, la riqueza, el poder y el florecimiento de las naciones. Desde la ciencia más elevada hasta el más bajo y mecánico de los oficios, no sólo podemos, sino que tenemos que dar nuestra opinión y emitir nuestro juicio los que ignoramos así el oficio como la ciencia. No se sigue de que yo no sepa guisar el que no me sea permitido decidir y fallar sobre si es buena o mala mi cocinera. Y sin saber de sastrería o zapatería, lícito es y hasta indispensable que yo acepte o repruebe los zapatos y el vestido para mi uso, calificándolos de bien hechos o de mal hechos. Modestamente, pues, y sin mayor trascendencia ni hondura, puedo yo hablar de ciencias sin saberlas y sin haberlas estudiado.

Contra el Gobierno mismo, sea el que sea, aunque con menos motivo que contra mí, puede dirigirse acusación semejante, por donde sería imposible que el Estado fuese docente y que la ciencia se sometiera a ley o determinación alguna que no le fuese impuesta por un legislador científico, reconocido y casi venerado como infalible. Y no existiendo, como me atrevo a recelar que no existe, tal legislador, derecho tiene cada cual a decir lo que mejor le parezca, con buena fe y con mejor propósito. De este derecho es del que yo me prevalgo para seguir escribiendo mis Meditaciones.

Aventurado sería afirmar que haya una filosofía perenne: la ciencia una y toda, sistema enciclopédico levantado sobre bases inconcusas.

El Estado, a mi ver, no puede ni debe, por consiguiente, afirmar que enseña una ciencia más deseada que lograda, ni menos garantizar que alguien la sepa. Así es que debemos desechar y desechamos del número de las facultades mayores la facultad de Filosofía. Decretamos que no haya filósofos oficiales; que no se den con autorización gubernamental licenciados y doctores en ciencia que más que ciencia es aspiración a ciencia, según lo indica el nombre que dicen que le dio el sabio de Samos.

La Historia no debe tampoco considerarse como una facultad mayor. No debe haber oficialmente licenciados y doctores en Historia.

Aun limitándonos a la historia del linaje humano, a la narración de cuanto han hecho, inventado, escrito y realizado los hombres desde que aparecieron en nuestro planeta, ora se sepa o se entienda que se sabe por indicios y conjeturas, ora se funde y se apoye lo que se conoce y se cuenta en documentos y monumentos fehacientes, la Historia tiene tal elasticidad que lo mismo puede encerrarse con habilidad sintética en un pequeño volumen que escribirse en enorme multitud de ellos si el historiador explica y relata muchos pormenores. Y, por otra parte, la Historia así contada no sería en realidad una sola ciencia, sino las ciencias todas, y las artes y los oficios y cantos son los adelantamientos, progresos y mudanzas que ha ido realizando la actividad humana en su marcha progresiva durante siglos. Clara es, por consiguiente, la razón de que no pueda haber licenciados ni doctores en Historia. Como mera narración, más o menos compendiosa, la Historia sería harto incompleta y en su estudio se emplearía más la memoria que el entendimiento, mientras que la Historia bien entendida y amplia y completamente estudiada sería toda la enciclopedia, la total noticia de las cosas divinas y humanas, hasta donde el hombre ha logrado saberlas y siguiendo el orden cronológico en que las ha llegado a saber.

¿Cuáles deben y pueden ser, pues, las facultades mayores que oficialmente enseñe el Estado en los establecimientos que destina para ello y que se llaman universidades?

Yo no niego que, al menos como aspiración, como ideal hacia cuya adquisición se siente atraída la inteligencia de los mortales, deba existir, y existe, una ciencia superior; pero esta ciencia ni se enseña en las universidades, ni el Estado puede someterla a vigilancia y reglamentos de ninguna clase, ni mucho menos puede garantizar que en parte o en todo se ha descubierto ya, o está por descubrir, se sabe o se ignora.

Más modestos deben ser el derecho y el deber de enseñar que atribuimos al Estado. Sin duda, la ciencia ha de ser objeto de su enseñanza; pero una ciencia más conservadora que innovadora, circunscrita a determinados y especiales objetos y encaminada a prácticos y marcados fines.

En atención a estos fines, hay que hacer una división importante. Cuando entre estos fines se cuenta el de proporcionar a los que estudian aptitud bastante para ejercer funciones públicas de necesidad practica e ineludible, también es ineludible deber que el Estado dé enseñanza. Así es que, si necesita el Estado administrar justicia, hacer que se cumpla la ley y sostener el derecho de los particulares entre sí y en su relación con el Gobierno mismo y el derecho de todo el conjunto de seres humanos que forma la nación en contra de las pretensiones o exigencias de otras naciones extrañas, la primera ciencia oficial que el Estado debe enseñar, y, por consiguiente, la primera facultad mayor que se ofrece a nuestro pensamiento, es la facultad de jurisprudencia, o dígase el conocimiento de las ciencias morales y políticas en su mayor extensión posible para la práctica.

La higiene pública, la obligación, en que se halla el Estado de prestar asistencia a los enfermos desvalidos y de cuidar, además, de la salud de los hombres que componen las fuerzas de mar y tierra, empleadas en su defensa, todo ello hace de la Medicina una función pública, y más aún cuando el Estado garantiza y da crédito con un título a los que ejercen dicha ciencia, por cuya virtud se puede prolongar la vida o se puede precipitar y hasta producir la muerte. La Medicina es, pues, otra facultad mayor.

Otra tercera facultad mayor existe, a mi ver, sobre la cual se ofrecen, desde luego, gravísimas dificultades. Aquí no haré más que indicarlas, sin empeñarme en resolverlas. Para más adelante dejaré empeño tan arduo, concretándome a manifestar ahora la buena fe y el mejor deseo con que he de proceder, haciendo que mis cortas luces no extravíen ni confundan, sino que iluminen bien con la escasa claridad que ellas tienen.

Si, a pesar de la amplia libertad de pensamiento y si a pesar de la tolerancia de creencias y de cultos, la religión católica es la religión de la inmensa mayoría, de la casi totalidad de los españoles, y, por consiguiente, la religión del Estado, no se comprende que el Estado prescinda de la enseñanza de aquellas ciencias que deben aprender los ministros de la religión mencionada. Sin duda, los principios fundamentales de dichas creencias proceden de sobrenatural revelación, y entender en ellos no es incumbencia de ningún poder temporal, sino de la Iglesia sólo. Pero esto no obsta para que todo el conjunto de doctrinas que la mera razón humana deduce de tales principios pueda contener error o deba someterse a crítica de quien para ello no esté autorizado por la Iglesia misma. Los estudios teológicos, no en sus indiscutibles premisas, sino en no pocas de sus consecuencias, pueden romper la concordia entre el Gobierno y el pueblo, insinuando en muchos hombres la creencia de que es incompatible ser buen católico y ser partidario en política y fiel servidor del Gobierno constituido. De aquí, sin duda, y sin retroceder más lejos en la corriente de los siglos, los trastornos constantes, las guerras civiles y la deplorable inestabilidad de los poderes públicos que ha habido en España durante el siglo XIX y que tanto han debilitado moralmente a nuestra patria. De aquí, por último, cierta enemistad perpetua y ominosa que se advierte, si no en todos los individuos, en bastante número de ellos, para prestar carácter a dos parcialidades distintas y opuestas, haciendo así insegura la conservación de la paz pública. El que haya y pueda haber en política un partido católico lo está diciendo bien a las claras, así como también lo dice y lo confirma la acusación más o menos verídica de que sea o deba ser anticlerical y hasta librepensador el liberalismo.

Para acabar, en lo posible, con tan dañina hostilidad y para completar y afirmar la concordia entre el Estado y la Iglesia, importa, a mi ver, que el Estado, de acuerdo con la Iglesia, intervenga y concurra, en adelante mucho más que ahora, a la educación del clero.

La Sagrada Teología es facultad mayor: en una nación católica como la nuestra, la mayor de las facultades. El Estado debe cuidar de que se enseñe, y en toda Universidad conviene que haya facultad de Sagrada Teología.

Hay, pues, tres facultades mayores que el Gobierno tiene obligación y hasta necesidad de enseñar, ya que por medio de ellas cumple sus funciones y ya que las personas que le sirven de instrumentos o de ministros para cumplirlas deben ser instruidas en una de dichas tres facultades; son, a saber: Teología, Jurisprudencia y Medicina.

Aún puede haber otras dos facultades mayores; pero oficialmente se requiere mucho menos que se estudien. Pocos son los empleos o funciones públicas que exijan su conocimiento. Tales facultades mayores, oficialmente consideradas, más que indispensables, son convenientes. El Estado, o dígase el Gobierno, que las enseñe, más que por habilitarse y autorizarse él mismo, lo hará para suplir la deficiencia o para remediar la inercia de los particulares y para difundir y fomentar la cultura de los espíritus.

Dos son, en mi sentir, estas otras facultades mayores: la de Letras y Artes y la de Ciencias Exactas y Naturales.

La amplitud y la hondura que los estudios de estas dos facultades mayores requieren, apenas conducen a fines inmediatamente prácticos y útiles.

Para lograr estos fines, ejerciendo empleos que el Estado sostenga, no se requieren todos los estudios que para ser licenciado o doctor en cualquiera de ambas facultades han de seguirse. El saber será menos completo y extenso; pero en algunos puntos convendrá estudiar pormenores que lo más general y amplio de la facultad mayor no puede tener en cuenta y desecha. Menester serán, pues, escuelas especiales donde se aprenda mucho menos que lo que para ser licenciado o doctor en la facultad se exige, y donde, sin embargo, se enseñen cosas que no se exigen para adquirir en la misma facultad el doctorado o la licenciatura.

Es evidente que para la carrera de archiveros, bibliotecarios y anticuarios no debe exigirse ser licenciado o doctor en Letras y Artes, si bien quien se dedique a dicha carrera debe entender en especiales asuntos, en los que, por la generalización de la misma facultad mayor, sería difícil detenerse. El licenciado o doctor en Letras y Artes necesita saber muchas cosas más profundamente que el archivero o bibliotecario o anticuario; pero, en cambio, éste debe estudiar con más detenimiento la bibliografía, la paleografía, la arqueología y la numismática. Indispensable es, pues, que, sostenida por el Estado, haya una Escuela Diplomática, cuya falta no se remedia y cuya supresión no se cumple con la facultad de Letras y Artes en las universidades.

La quinta y última facultad mayor es la de Ciencias Exactas y Naturales. A fin de ser licenciado o doctor en esta facultad se requieren difíciles y largos estudios. Por ellos debe adquirirse el más cumplido y sintético conocimiento del Universo visible de sus fenómenos y de sus leyes, hasta donde los descubrimientos y adelantos de la ciencia han llegado a ponerlo en claro.

Tampoco, como ya queda dicho, tiene oficialmente esta facultad un fin de utilidad inmediata. Esta facultad es, más bien que práctica, de pura contemplación o de elevada teoría, la cual ha de servir de norma a la aplicación parcial de la ciencia a muy diversos y limitados menesteres. Para el estudio de éstos y para el ejercicio al que dicho estudio ha de servir de guía, se requerirán también escuelas especiales, que son como derivaciones de la facultad mayor, si bien con más detenido esmero en aprender ciertos pormenores y en ordenarlos y dirigirlos a la práctica. Habrá, pues, escuelas especiales, donde no todas las ciencias exactas y naturales, sino sólo aquella parte que a ello sea conducente se aprenderán como medio y principal instrumento de determinadas obras. Así, las escuelas de ingenieros de Canales y Caminos, de Minas y de Montes, ingenieros industriales, peritos agrónomos, arquitectos, etc. En suma: se enseñaría en cada una de estas escuelas aquella parte de las ciencias exactas y naturales en que un arte se funda y el arte mismo en dichas ciencias fundado.

Hasta de las facultades mayores que tienen oficialmente un fin muy práctico se derivan estudios limitados, para los que no puede menos de haber también escuelas especiales sostenidas por el Gobierno. Para ser notario, procurador y registrador de la Propiedad, no se requiere ser licenciado o doctor en Derecho, ser un cumplido jurisconsulto. Debe, pues, haber escuela especial donde no se exijan tantos estudios, sino sólo los conducentes a conseguir la aptitud para los referidos empleos.

En la facultad de Medicina hay también parecidas derivaciones, acaso de mayor importancia. Así, por ejemplo, el estudio de la Farmacia, estudio que pide escuela especial y muy científica, aunque no sea menester para ser farmacéutico ser licenciado ni doctor en Medicina.

La facultad de Teología se halla, por último, en idéntico caso que las otras facultades.

Sin duda que el clero católico debe brillar por su ilustración como por sus virtudes. La elevada dignidad de su sagrado ministerio así lo exige. Nada más opuesto a la consideración debida a la Iglesia que el que haya clérigos de misa y olla y curas de escopeta y perro. Pero desde la caída en tal bajeza hasta la absoluta necesidad de que sea licenciado o doctor en Teología aun el peor retribuido párroco o coadjutor de la aldea más insignificante, hay enorme distancia, de la que no debemos prescindir.

La licenciatura en la Sagrada Teología podrá obtenerse, pongamos por caso, en cuatro universidades de las diez que hay en España: en las de Madrid, Barcelona, Sevilla y Santiago. Convendría, además, que hubiese tres colegios mayores destinados a los mismos estudios, donde con austero recogimiento, haciendo vida claustral, o siendo internos los estudiantes, aprendiesen la sagrada teología y pudiesen obtener grado y título de licenciados. Estos tres colegios mayores creo yo que debieran estar en el Monasterio de El Escorial, en el Sacro Monte de Granada y en la histórica ciudad de Salamanca, uno de cuyos antiguos y magníficos edificios pudiera ser elegido, ampliado y restaurado para el efecto.

Tal vez convendría, aunque en las cuatro universidades mencionadas, así como en los mencionados tres colegios, se hiciesen todos los estudios al doctorado conducentes, que el grado de doctor en Sagrada Teología sólo pudiera recibirse, previos exámenes muy severos, en una de las dichas cuatro universidades.

Pero ¿qué necesidad hay, repito, de que para ser sacerdotes tengan todos que seguir tan larga carrera y llegar a licenciados o a doctores? Sin contar los estudios preparatorios de latín y griego que hemos puesto como complemento de la primera enseñanza, el estudiante tendría que cursar cinco años para llegar a bachiller, seis años más para llegar a licenciado y, por último, para obtener la borla de doctor, otros dos años.

Tan larga y difícil carrera, a no tener aptitud suficiente y vocación muy decidida, no es probable que quieran o puedan seguirla muchos. Y como se requieren muchos clérigos para la cura de almas, el culto, la predicación y la administración de los sacramentos, importa subvenir a esta necesidad por medio de los seminarios consiliares de cada provincia, donde en más breve plazo y con harto menos fatigosos estudios pueda cualquier varón piadoso y bueno recibir las sagradas órdenes sin tener que recibir igualmente un título oficial de muy superior y magistral sabiduría, para la cual tal vez no haya nacido ni esté predispuesto, y sin la cual, sin embargo, puede ser ejemplarísimo modelo de sacerdotes.

Por consiguiente (y me importa recordar aquí que cuanto voy diciendo es meditación y pura utopía), sobre la primera enseñanza completa, o sea con inclusión del estudio del latín y con alguna noticia del idioma griego, bastarán seis años de estudio en los seminarios para que el estudiante salga de ellos dignamente ilustrado y apto para ejercer las funciones y cumplir los deberes del sacerdocio y ejercer el popular magisterio, moral y dogmático, de que el sacerdote debe estar investido.




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- XVI -

Del doctorado y de la plenitud posible de la ciencia humana


Para adquirir el conocimiento pertinente a cualquiera de las cinco facultades mayores, considero yo que no puede servir de base, de punto de partida y de instrumento la ciencia superior, más deseada que lograda, que llamamos filosofía, o, si se quiere, metafísica, si determinamos más su concepto. Esta ciencia superior es, sin duda, dialécticamente, la base de todas las otras; pero cronológicamente, o dígase para aprenderla, el que no la sabe, y para discurrir sobre ella, es la última de las ciencias, el remate o la corona de todo saber, la especulación por cuyo medio se aspira a conseguir o se consigue alguna prueba de la legitimidad de nuestro conocimiento, se declara la relación que hay entre el concepto que formamos de las cosas y las cosas mismas, y se propende a crear un sistema armónico donde toda realidad y toda idea vengan a comprenderse, se expliquen por sus causas y se concuerden sus contradicciones, elevándonos así hasta la causa primera racionalmente y según es posible en lo humano.

En suma, y discurriendo con la mayor llaneza y en los términos más familiares y menos científicos, entiendo yo que no se requiere ni debe requerirse ser filósofo antes que ser licenciado y buen sabidor práctico de cualquiera de las facultades mayores de que hemos hablado en el capítulo antecedente.

Para su estudio deben bastar y bastan ciertas doctrinas que pudiéramos calificar de preparatorias o instrumentales sin las que no son valederas ni fecundas la observación y la experiencia; doctrinas que en la segunda enseñanza deben aprenderse y sobre las que más adelante discurriremos.

Si ahora, con atrevida y buena voluntad, sin presumir en lo más mínimo de sabio, sino sólo con la imaginación y con la fe, hemos subido de un salto hasta la cumbre, es por otear, explorar y percibir, aunque sea vaga y confusamente, todo el vastísimo campo de la ciencia humana. Si es lícito valerse de un caso sublime y grande para símil de otro muy humilde, así imitaremos a Moisés, que llegó a ver la tierra de Promisión desde la cima del monte Nebo. Sea nuestra tierra de Promisión la ciencia, y contentémonos con columbrarla, aunque la voz de Dios o la de nuestra conciencia nos mueva a ser modestos, diciendo: Vidisti eam oculi tuis, et non transibis ad Iliam.

Ora sea realidad, ora mera aspiración la filosofía fundamental o la alta metafísica, esta ciencia debe aprenderse en el período de doctorado.

En las cuatro o cinco universidades donde haya cátedras, pues no es menester que las haya en las diez, para las asignaturas de este período, la cátedra de Metafísica debe ser la primera y debe ser general y única para las cinco facultades.

En esta cátedra y en la enseñanza que en ella se dé, apenas debe sentirse la inspección o vigilancia del Gobierno. A fin de que se preste luz y sea guía y estímulo de futuros progresos, debe reinar en esta cátedra toda la libertad compatible con el respeto que se debe a las creencias religiosas y a la secular constitución del Estado. De ello será firme garantía la prudencia y el tino de los catedráticos. Hasta para su elección y su nombramiento han de seguirse distintas reglas que para el nombramiento de todos los otros. Ser notable o buen filósofo, conocedor en lo posible del saber fundamental y primero, no se demuestra con títulos académicos, ni por concurso, ni con ejercicios de oposiciones, lo que supondría, además, superior competencia en los jueces que en los sujetos que en cada oposición tomasen parte.

En mi sentir, por consiguiente, los catedráticos de Metafísica o Filosofía fundamental debieran ser elegidos en virtud de la gloriosa fama que de aptos los calificase, fama legalizada después por un alto Consejo de Instrucción Pública, cuya imparcialidad y cuyo acierto descollasen por cima de toda sospecha y de cualquier duda. A la carencia de marcadas condiciones en los elegidos, debería ser complemento y garantía incontrastable el merecimiento y el valer de los electores.

Para ocupar la vacante de una cátedra de Metafísica, el Consejo de Instrucción consultaría previamente al claustro de doctores de todas las universidades. Oída la consulta, deliberaría el Consejo y formaría una lista, que no contuviese menos de tres ni más de cinco nombres, y de estos cinco nombres, sin que prejuzgase nada ni favoreciese o desfavoreciese el orden con que los nombres estuviesen escritos, el ministro elegiría libremente el que le pareciese más idóneo.

A fin de que la propuesta de candidatos para catedráticos estuviese muy autorizada y mereciese todo respeto, el Consejo de Instrucción Pública, según mi utopía y sin que haya en mí el intento más leve de ofender al Consejo actual, habría de estar investido de consideración elevadísima, por la posición y carácter de los individuos que lo compusiesen.

En nuestro Senado, tal como la constitución política lo forma y organiza, está en germen dicho Consejo. Sólo falta declarar que lo es. Su parte electiva la compondrán los diez senadores elegidos por las universidades y los seis elegidos por las reales academias. Y su parte o porción de individuos por derecho propio serían el patriarca de las Indias y los arzobispos; los capitanes generales del Ejército y el almirante; los presidentes del Tribunal Supremo y del de Cuentas, del Consejo de Estado y del de Guerra y de la Armada, o dígase las personas más elevadas en el mundo oficial por su categoría, funciones públicas y larga carrera.

Con veinte veces que se reuniese al año este Consejo cuando las Cortes estuvieran abiertas, bastaría para deliberar y decidir cuantos puntos y cuestiones se encomendasen a su deliberación y decisión en junta general o plena. Para ofrecer aliciente y premio a la asistencia a tales juntas, no estaría de sobra ni sería muy costoso para el Estado, ni poco decoroso para los consejeros, el presuponer y señalar cierta cantidad para cada dieta, que se repartiría por igual entre los asistentes, y éstos la cobrarían al fin de cada veinte juntas.

Una Comisión permanente de cinco consejeros, elegidos por el Consejo pleno y dignamente remunerados, podría entender en asuntos de menos importancia, cuando estuviesen cerradas las Cortes y el Consejo pleno, sin mucha dificultad y gastos, no pudiera reunirse.

La Secretaría auxiliar de este Consejo, compuesta de un secretario, de tres o cuatro redactores de extractos y de informes y de unos pocos amanuenses, no sería, a la verdad, muy gravosa al Estado, sobre todo si se atiende al mucho crédito que el Consejo mismo prestaría a las resoluciones que sobre instrucción pública tomase.

Así, por ejemplo, atribución de este Consejo debería ser, previo detenidísimo y concienzudo examen, la declaración de los libros dignos de servir de texto, imponiendo, ya que había de obligarse al estudiante a que los comprase, la tasa, tanto en el precio de cada libro cuanto en la expresión que el autor había de dar a su contenido, a fin de que no lo abultara con fárrago superfluo o con nimias prolijidades.

Volviendo ahora a indicar ligeramente y a enumerar las asignaturas del período del doctorado, diré que en el primer año, además de la Metafísica o Filosofía fundamental, debería haber cátedra y estudiarse la Historia de la Filosofía. Esta cátedra sería también única para todas las carreras.

En los estudios del segundo año habría cátedras distintas para cada una de las cinco facultades. En la de Jurisprudencia habría una cátedra de Filosofía del Derecho y otra de Historia de la civilización, estudiada en las instituciones políticas y en las leyes; en el Derecho en toda la extensión y aplicación que tiene y puede tener en la vida y en la sociedad de los hombres.

En la facultad de Medicina habría en el segundo año una cátedra de Antropología o, si se quiere, de Psicología filosófica, y no ya meramente de observación o de experiencia, y otra cátedra de Historia de las ciencias médicas.

En el segundo año del doctorado de Teología habría dos cátedras también: una de Concordancia de la Fe y la Razón, o bien de armonía entre la filosofía fundamental o verdad metafísica, racionalmente adquirida o columbrada y la misma revelación sobrenatural y divina. La otra cátedra del segundo año en el doctorado de Teología tendría por objeto la Historia crítica de todas las religiones, o sea el desenvolvimiento de la idea de Dios en la mente humana.

El doctorado de la facultad de Letras y Artes enseñaría, en sendas cátedras y durante el segundo año, la Filosofía de lo bello, que llaman estética, y la Historia crítica de las letras y de las artes de todos los pueblos.

Y, por último, en el doctorado de la facultad de Ciencias Exactas y Naturales, durante el segundo año y también en cátedras distintas, se estudiaría la filosofía de la Naturaleza, o dígase la ampliación y aplicación de la metafísica al conocimiento del Cosmos o Universo visible, y la Historia del progreso gradual que los hombres han ido haciendo a través de errores, extravíos, hipótesis y ensueños en el concepto más atinado y claro que del Cosmos o Universo tienen o pueden tener hasta el día de hoy.

Casi es excusado advertir que entre las ventajas que pueden traer estos altos estudios, seriamente hechos, debemos contar en España la del patriotismo defendido y vindicado. Tal vez hará ya dos siglos que las ciencias se cultivan muchísimo menos en España que en otros países de Europa. En los libros que sobre su historia, adelantos y descubrimientos se componen, se habla poco de nosotros por ignorancia o por malicia, resultando así incompleta y en parte falsa la historia de la ciencia y resultando también que en el pensamiento de no pocas personas, aun cuando sean españolas, la ciencia misma tenga cierta experiencia exótica, y más que producto indígena parezca importación extranjera.

Menester es que recobremos nuestro bien conquistado puesto entre los pueblos hierofantes o civilizadores, y a ello pueden y deben contribuir los severos y cumplidos estudios que se exijan para el doctorado.

La enseñanza, en casi todo cuanto tiene de oficial, debe ser conservadora y poner dique a innovaciones absurdas y a novedades disparatadas y fantásticas, lo cual no obsta para que fuera de la ciencia oficial y con libre independencia se descubra, se invente, se cree o se forje cualquier sistema, por atrevido o absurdo que sea. Sólo dentro del período del doctorado, si bien con exquisita prudencia y con reposada precaución para no equivocarse, puede la ciencia oficial aventurarse a explorar lo desconocido y ya seguir, ya torcer con brío la corriente del pensamiento humano en su marcha progresiva, contribuyendo a darle o dándole la dirección más alta y más provechosa.

Madrid, 1902.





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