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Filosofía del arte

Lecciones dadas en el Ateneo de Madrid



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Lección segunda

SEÑORES:

Cuando noches pasadas me presenté aquí por vez primera y empecé a exponeros mi teoría sobre lo bello, harto noté que mi natural cortedad y mi falta de facundia, de tersura y de elegancia en el decir no consentían que el asunto de que yo trataba, tan sublime y tan agradable de suyo, os pareciese agradable y excitase vuestra curiosidad y llamase poderosamente a mis palabras vuestra benévola atención, que tanto codicio. Mas a pesar de esto, que debiera yo aprovechar como desengaño y reconocer como escarmiento de mi audacia, vuelvo de nuevo a molestaros y a suplicaros que me prestéis oído, si no por mí, que no lo merezco, por el elevadísimo argumento de mis lecciones.

Aunque mi propósito era y es aún hablarlas y no leerlas, os ruego que me permitáis hacer una excepción en favor de la lección de hoy y de las dos o tres que se le seguirán inmediatamente.

Dejadme sentar por escrito las bases de esta filosofía de lo bello, y después, sobre terreno firme y seguro, podré desenfadadamente emplear la palabra para levantar todo el edificio, que de otra suerte pudiera desmoronarse, vacilar y venir fácilmente a tierra.

Procuré demostrar en mi primera lección que lo absoluto, fecundando el conocimiento que por los sentidos recibimos de las cosas exteriores, es el origen de toda doctrina; esto es, que el entendimiento es la causa instrumental; lo absoluto, la causa primordial, y el Universo visible, o dígasela realización o la encarnación del pensamiento divino, la causa ocasional de la ciencia.

Dije que lo absoluto venía al alma y la visitaba y la iluminaba para ver y comprender las cosas; pero que lo absoluto no se dejaba comprender por el alma. Ésta, como encerrada en una cárcel oscura, no veía dentro de ella sino el rayo de sol que venía a esparcir sobre los objetos sus resplandores divinos; pero no veía ni alcanzaba a comprender el sol de donde esos resplandores divinos dimanaban.

La aspiración constante del alma humana a ver y descubrir ese sol es lo que se llama filosofía, cuando a ese sol queremos llegar con el entendimiento: religión, tomada esta palabra en su sentido más genérico, cuando queremos llegar a él con la fe; y arte, cuando por medio de la imaginación nos levantamos hacia ese objeto de nuestro insaciable anhelo y de los propios resplandores que sobre las cosas creadas vierte la luz increada, formamos un espectro luminoso y un fantasma bellísimo que adoramos como representación, manifestación y forma más diáfana de la idea eterna, en sí misma inenarrable, irrepresentable e incomprensible.

Los sabios de la antigüedad han seguido una doctrina muy parecida a la que exponemos, y por eso, sin duda, Pitágoras y Platón definieron la filosofía: un apetito de sabiduría divina, o más atrevidamente: un asemejarse a Dios en cuanto al hombre, le es posible.

Por desgracia, esta posibilidad es muy corta y mezquina por medio del entendimiento. No negaré, con todo, ni me incumbe dilucidar aquí, el punto oscuro de que esta posibilidad sea bastante a construir en la ascensión pausada de la razón colectiva del linaje humano lo que se llama progreso. Quiero creer y suponer que lo sea; pero creo, asimismo, que la fe y la imaginación pueden inmediatamente, y sustrayéndose a esa ley, del lento y constante desarrollo de la razón ir en busca de lo absoluto, remontándose muy por encima del entendimiento mismo.

Así es que en la religión y en el arte, considerando sólo las facultades que los crean, no cabe progresos; lo hay, empero, hasta cierto punto, si se considera que el entendimiento puede enriquecer y corroborar la fe y la imaginación con sus conquistas. Estoy, por consiguiente, muy lejos de imaginar, como imaginan algunos, una especie de antagonismo entre la filosofía y la religión, entre la ciencia y el arte.

Algunos imaginan que la ciencia está en razón inversa de la poesía, y que mientras más se descubre, menos campo le queda a la imaginación por donde extenderse y volar y dar ser a sus creaciones. Entienden que la poesía, como la religión, es hija del misterio, y suponen que, desvanecido éste y hallada la razón de las cosas, la poesía se disipa y el arte muere.

No tienen en cuenta éstos la distancia portentosa que hay aún que salvar para que el entendimiento, dado que sea posible que alguna vez llegue hasta su término y objeto, se apodere completamente de la idea. Mientras el entendimiento esté, como está aún, tan lejos de ella, sólo la fe y la imaginación podrán llenar, la una con sus símbolos, la otra con sus funciones, el espacio infinito que media entre ambos.

Por esto yo, en vez de proclamar la muerte del arte, le auguro larga, dichosa e importante vida. Por esto creo que el aire no es un mero entretenimiento, sino una ocupación muy seria, una ocupación que tiene algo de sacerdocio y aun de la profecía, cuando se ejerce dignamente. El alma, en su aspiración hacia el bien, en toda su pureza, hacia la hermosura sin mancha y hacia la verdad sin nubes que velen sus fulgores, ha menester de la religión que la aliente iluminando el vacío que la separa de ellos, y ha menester del arte para que pueble este vacío con sus fantásticas creaciones.

Acontece a menudo que, instintivamente y como por un impulso divino que mucho tiene de revelación, presiente de un modo vago el alma colectiva de la Humanidad una verdad nueva, y antes de que el sabio, se apodere de esta verdad y la formule en su lengua, científica y rigurosa, el poeta, o el artista, cuya alma está más en contacto con la del pueblo, se apodera de ese presentimiento vago y le da vida y un ser más determinado y una forma duradera, con la cual no se pierde en el punto de nacer, sino que persiste y sirve de guía y de faro luminoso a la ciencia. Aun podemos decir, con Horacio, Dictce per carmina sortes, si no queremos negar al linaje humano la espontaneidad y la iniciativa.

Los dioses asistían en los tiempos primitivos a las bodas de los héroes. En estas bodas, Carmina divino cecinerunt omine pareœ; pero los dioses no han abandonado aún a la Humanidad; los dioses asisten a su fecundo y tal vez cada día más estrecho consorcio con el espíritu eterno; y no son ya las Parcas, sino las Musas jóvenes e inmortales, las que tejen el hilo sin solución de continuidad de la vida de los esposos y vaticinan en sus cantares la gloria futura y las hazañas por siempre memorables de lo que ha de nacer de ese consorcio místico y perpetuo.

Siendo, pues, el arte un empleo tan importante de la vida humana, es natural y necesario que sobre él se filosofe; pero el arte tiene por objeto o, mejor diré, tiene por causa principal lo bello ya nuevamente inteligible, ya realizado en la Naturaleza. El alma, sin lo bello e inteligible que viene a ella inmediatamente, no comprendería lo bello sensible que viene a ella por los sentidos, ni se movería a imitarlo, esto es, a revestir su idea de un elemento fantástico y de una forma por medio de la cual puede aquélla, objetivándose, desprenderse del alma para ponerse en relación con las de los demás hombres y ganar vida inmortal e independiente de la que la creó, encerrándose de un modo misterioso en un papel, en un mármol o un lienzo.

En lo bello, por tanto, pueden considerarse tres momentos de ser: uno, meramente inteligible, y entonces es objetivo -porque está en lo absoluto y no en nosotros-; otro, entendido o comprendido, y entonces puede juzgarse subjetivo; otro, por último, realizado en la Naturaleza o en el arte, o dígase objetivado en el Universo visible. Pero en los tres momentos, o aunque no admitamos más que aquel en que comprendemos lo bello y que nos parece como que forma parte de nuestra alma, siempre, si interrogamos detenidamente nuestra conciencia, ella nos dice que lo bello es independiente de nuestro ser, y que, si no es otro ser, sino un modo, este modo emana de otro ser más alto que el hombre; por eso en la lección pasada definí lo bello: el resplandor del ser. Todas las bellezas del mundo y la belleza del alma humana, sin la cual no comprenderíamos la del mundo, están en él y en el alma humana por participación o como reflejo de la belleza divina.

Negué en la lección pasada los tipos inteligibles de Gioberti, que no son otra cosa sino las ideas ejemplares de Platón o algo parecido a la visión en Dios de Malebranche, porque no creo que pueda haber existencia distinta en las ideas de las cosas materiales desprovistas de forma, y porque si bien entiendo que Dios abarca todas las cosas en una sola idea, entiendo que nosotros no podemos ver distintamente en esa idea todas las cosas. Nosotros no vemos en la idea sino la luz. Para ver los colores y las formas y la hermosura que esta luz pone en las cosas, es menester tender la mirada sobre las cosas mismas. Y si de algún modo se puede decir que vemos en Dios todas estas cosas, no es porque veamos en Él sus ejemplares o arquetipos, sino porque las cosas todas están en Dios, y Dios en ellas, por alto y misterioso estilo.

El hombre, cuando crea una obra de arte, se desprende de ella, y aunque guarda en sí la idea ejemplar de la obra, se separa de la obra misma. Media, además, notable diferencia entre la obra del arte del hombre y su ideal artístico; porque la materia en que el artista trata de informar su idea no depende completamente del artista ni se presta a sus intenciones; pero no así las obras de Dios, las cuales se identifican por completo con su idea ejemplar, siendo unas mismas con ella, y las cuales, si bien tienen una realidad propia, no dejan, con todo, de tener a Dios en sí, ni dejar de estar en Dios, de quien toman de continuo la razón de su existencia, viniendo a ser la creación de Dios un acto permanente, como la del artista es un acto momentáneo.

En lo que sí hay identidad entre la obra del supremo artífice y las de los artífices mortales es en que tienen que revestirse de una forma sensible para ser percibida por los hombres. Dios tiene en su idea las ideas todas de las cosas; pero no se determinan y distinguen estas ideas hasta que se realizan en las cosas que también están en Dios. El hombre tiene asimismo en su pensamiento las ideas todas que ha adquirido; mas estas ideas permanecen allí y no se transmiten hasta que no encarnan en un signo o en una forma material que puede oírse o verse. La idea formulada por el artista se desprende de él y adquiere vida propia. La idea formulada por Dios hemos dicho ya que, permanece en Dios.

Definida así la belleza y declarada objetiva, y después de haber afirmado que la meramente inteligible viene a nosotros de Dios y nos sirve de canon, de pauta y de norma para medir y apreciar la belleza sensible, paso a decir cómo entiendo yo que esta belleza sensible entra y se pinta y se figura en el fondo de nuestra alma, creando en ella un mundo de ideas que después realiza el artífice o el vate.

Señores, si entro en la alta metafísica es porque no puedo prescindir de entrar en ella. Como aficionado a la poesía y a la crítica, he querido hallar una razón filosófica de mi crítica y de mi poesía, y he llegado a la estética, que ahora pretendo explicaros; mas para apoyar y sostener esta estética es menester una filosofía fundamental o, por lo menos, algunas ideas o principios dimanados de filosofía.

A nadie, sin embargo, le puede ser más difícil que a mí el sentar esos principios de filosofía fundamental. Yo soy racionalista, si por racionalista se entiende el que desecha toda autoridad que no sea la de la razón para todo lo que no se me demuestre de una manera evidente que es de revelación divina, y, sin embargo, a pesar de mí racionalismo, no me satisface ni convence ninguno de los sistemas filosóficos inventados desde Descartes acá como consecuencia del sistema de Descartes. El método subjetivo me parece estéril o inclinado fatalmente al error. Reconozco, sin embargo, que el punto de partida del pensador tiene que ser el pensamiento mismo, la reflexión, el sujeto; pero en el pasado, la primera gran reflexión debe el pensamiento salir de sí mismo para contemplar el objeto inmutable y necesario en quien está el ser y la causa, y la razón y la ciencia.

Yo no puedo aceptar ni las ideas innatas de Descartes ni las nociones necesarias y la virtud representativa de las mónadas de Leibniz. Admito, sí, las formas del entendimiento, las doce categorías de Kant, el tiempo y el espacio y la conciencia del yo como condición o elemento subjetivo de las percepciones y de los juicios. Mas aun así, apenas hago el primer juicio, ya diciendo: «Yo pienso, luego existo», que se puede reducir a: «Soy, luego soy, o soy -igual a: «Soy o yo», igual a yo-, o apenas digo con Fichte: «A es igual a A», cuando veo interiormente que este signo de igualdad está puesto en mi entendimiento, no por el entendimiento mismo, sino por algo que está fuera del entendimiento, y que es Dios, que es lo absoluto. Para mí, esto no es una demostración, ni lo es para nadie; pero es más que una demostración: es una evidencia imperativa.

Kant podrá destruir en la Crítica de la razón pura todas las pruebas de la existencia de Dios, pero jamás me quitará esta evidencia. Creo, pues, que en posesión de ella no puedo para filosofar encerrarme en el yo, sino salir inmediatamente fuera de él y de esta suerte hasta ayer, en cierto modo, las leyes mismas del entendimiento. Yo no puedo menos de reconocerme como contingente y efímero. Si existo o pienso ahora, dentro de un minuto puedo dejar de existir y de pensar; pero es idéntica a la ley que me hace afirmar que A es igual a A o que yo soy porque soy: quedará existente y no podrá destruirse aunque yo me destruya; luego no la pone el yo, sino que Dios la pone.

No hay, pues, en el yo sino sus facultades entre ellas y el entendimiento con sus formas y la conciencia de nuestro ser limitado y de un ser infinito que está fuera de nosotros.

La idea de lo infinito no es innata, pero es sincrónica con la aparición de la conciencia. Yo no puedo concebir nada sin concebir implícitamente lo infinito. Lo infinito es una calidad y no puede darse sin un sujeto; luego Dios es el ser o sujeto en que esta calidad reside.

De la idea que tenemos de Dios nacen los primeros principios, y combinados éstos con la noticia que los sentidos nos dan del Universo visible, producen la ciencia, esto es, el conocimiento de las cosas, las cuales vienen a nosotros en idea; forman en el alma como un Universo invisible, a semejanza del exterior Universo, y hacen del hombre un nuevo cosmos; porque, como dice con maravillosa elocuencia un sabio español, eminentísimo poeta, «la perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en que cada una de ellas tenga en sí a todas las otras y en que, siendo una, sea todas cuanto le fuere posible». Porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a él haciendosele semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas y el fin y como el blanco adonde envían sus deseos todas las criaturas. Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda aquesta máquina del Universo y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias, y quedando no mezcladas, se mezclen, y permaneciendo muchas no lo sean; y para que extendiéndose y como desplegándose delante de los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo. Mas para que este deseo se logre no basta el entendimiento que clasifique, distinga, comprenda y aúne, sino que asimismo se ha menester la imaginación que cree allá en lo interior de nuestro ser ese Universo ideal, y se ha menester, por el último el deseo de creerle que mueve y estimula a la imaginación al trabajo.

Tenemos, pues, no sólo como condición del arte, sino también de la misma ciencia, a la imaginación y al amor.

Pero ¿qué podré yo decir del amor que ya no lo hayan dicho por admirable manera Platón, León Hebreo y Fonseca, platónicos españoles, y tantos otros que han empleado su ingenio y su vida en decir las merecidas alabanzas del amor y en enumerar y describir sus excelencias y maravillas? Sólo diré que el amor, a mi modo de ver, es educable y perfectible así en el individuo como en el género humano. Calderón dice por boca de una dama:


   A ciencias de voluntad
les hace el estudio, agravio,
pues Amor, para ser sabio,
no va a la Universidad.

Pero yo creo, aunque siento contradecir al poeta, que el amor se perfecciona. El amor grosero de los tiempos de la Iliada no es el amor de nuestro siglo: el primer amor del mancebo no es tan noble como el amor del hombre ya formado. El alma se purifica con el tiempo y se hace digna de recibir al verdadero amor. Por eso amamos a la mujer en la mocedad, pero más tarde el amor, lejos de extinguirse, se ennoblece y se magnífica: no se reposa en un objeto caduco, sino que se extiende sobre muchos objetos.

El amor se ordena, en suma, a la patria, a la Humanidad, a la ciencia, a la hermosura inteligible y a Dios, manantial purísimo del amor y de la hermosura.

Esta es una razón más para creer no sólo en la inmortalidad del arte, sino en su mejoramiento y adelanto. El amor es objeto y estímulo del arte, y el amor se perfecciona. Si hemos de creer en el progreso moral de la especie humana, debemos creer también en que cada vez habrá más almas dignas de ser visitadas por el verdadero amor, y, por tanto, más almas de artistas. Porque, recordando aquí la sublime fábula del fabulista frigio, haré notar que Júpiter envía el amor a los hombres para redimirlos y hacerlos dichosos y darles lo que Esopo llama una locura divina; mas el amor se desdeña de herir las almas vulgares, que deja al cuidado de los amores terrenos, hijos de las ninfas, y hiere sólo él, hijo de la Venus Urania, las almas levantadas y celestiales, despertando en ellas una virtud, creadora de innumerables bienes y de sobrenaturales prodigios. Sin duda, después de leer esta hermosa fábula de amor, imaginó Aristóteles aquella divina sentencia de que el amante es más dichoso y más noble y más perfecto que el amado; porque consistiendo el ser del alma en la energía, y siendo principio de la energía el amor, más gozará y completará su existencia el que ame a quien sea amado.

Considerado el amor como elemento subjetivo del arte, no debe poner la mira en el deleite o en el agrado de la cosa amada, sino en su misma belleza. El amor interesado, el amor que busca su fin y su satisfacción en algo que no sea la hermosura misma, no es amor artístico. Ni el amor nobilísimo de la gloria que le hace decir a Zorrilla:


qué me importa morir como un mendigo,

para vivir, cual Píndaro u Homero, puede considerarse como verdadero amor el de poeta o de artista. Éste debe amar la belleza porque es belleza, sin ninguna consideración a la utilidad o al deleite que pueda darle el objeto donde la belleza reside. De otra suerte, lo bello se confundiría con lo agradable o deleitoso; perdería su carácter de objetivo y absoluto y se transformaría en una calidad subjetiva, que no hallarían todos en los mismos objetos. Se podría entonces aceptar y generalizar como sentencia sería el chiste de Voltaire de que para un sapo nada hay más bello que su sapa, o aquello de Cicerón cuando dice que si bien los lunares son manchas e imperfecciones de la piel, el poeta Alceo nada había hallado tan hermoso como un lunar que tenía en el dedo meñique cierto jovencito de quien el poeta gustaba, more grœcorum.

Se deduce claramente de lo que hemos dicho hasta aquí que el amor artístico ha de ser desinteresado y espiritual: ha de decir al objeto amado con Santa Teresa o con San Francisco, o con cualquiera que sea el autor de aquel famoso soneto a Cristo:


   No me tienes que dar porque te quiera,
porque si lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Pero se ha de precaver el artista de caer en un exceso de misticismo a fuerza de espiritualizar el amor. Este misticismo sería tan perjudicial al arte como el materialismo más grosero. Enamorada el alma de la belleza inteligible y pura, y temiendo profanarla al revestirla de una forma, acabaría con el arte, y muy singularmente con el arte que imita la forma humana, bajo la cual figuran siempre los artistas, los personajes divinos. Así sucedió en la Edad Media, en el cual período la pintura y escultura fueron monstruosas y horribles siempre que trataron de representar la forma humana. No niego yo que en algunas pinturas, anteriores a Giotto y a Cirnabue en Occidente, y en algunos cuadros devotos bizantinos, haya cierta expresión ideal; pero las formas de los Cristos y de las madonas no tienen nada de hermosas: el misticismo y el ascetismo ha acabado con la belleza del cuerpo, y los de aquellas pinturas parecen de momias o desenterrados, y hay sobre ellos, en particular sobre el de Nuestro Señor Jesucristo, una profusión de llagas, cardenales, plastas de sangre, heridas y huellas de los azotes, de los clavos y de las espinas, que verdaderamente desesperan y causan horror. Resabios de este antiguo defecto se notan aún en nuestras artes de los siglos XVI y XVII, y yo he visto un Cristo muerto del divino Morales que, si no fuera por devoción, que la inspira muy grande, le movería a uno a taparse las narices creyendo oler la podredumbre de la carne y ver correr por ella los gusanos. Posee esta imagen de nuestro Redentor muerto en los brazos de su Madre una gran princesa, la mujer más hermosa, más galante, hablo en el buen sentido y sin ofenderla en nada, y más amiga y conocedora de la hermosura que ha habido en Europa en nuestros días. En la misma sala en que está el Cristo hay una admirable copia de Psiquis y Cupido que se besan, cuadros de la escuela italiana, que, aun siendo de asunto devoto, por una perversión contraria del artista, están exhalando sensualidad; allí está, además, la Magdalena penitente de Cánova, que apenas se ha despojado aún de sus galas y que, si bien hace ya penitencia, no mueve aún a que hagan penitencia los que la miran.

Allí está el retrato mismo de la señora de la casa, obra bellísima de Tenerani, retrato no vestido tan a la ligera como el de Paulina Bonaparte que se ve en Roma en el Palacio Borghese y que representa a Veneri vincitrice con la manzana de la hermosura en la mano; pero retrato bastante a la ligera para que se descubran en él las formas blandas y amorosas del original y hermosa dueña. Hay allí, por último, lánguidas y voluptuosas pastoras de Watteau y niñas inocentes y frescas de Greuse, y justamente en medio de todo este deleitoso acopio de objetos profanos ha ido a colocar la princesa al lastimero y sangriento y macerado Cristo muerto del divino Morales. Por fortuna, lo tiene velado con una seda y sólo se descubre a los curiosos impertinentes o cuando la princesa tenga algún desengaño, que ni a las princesas faltan, y quiera meditar un rato sobre la vanidad de la vida.

En resolución, señores: aunque el amor como elemento subjetivo del arte debe ser desinteresado y algo espiritual, todavía ha de conservar cuerpo y consistencia, guardando un justo medio, y no evaporándose en el misticismo. Ciertos místicos aborrecen el arte, y si de alguno se sirven y si alguno cultivan, es el de la poesía lírica cuando descienden, por decirlo así, a revestir de ritmo y de cierto artificio de lenguaje sus oraciones jaculatorias.

Porque, señores, en el deseo de revestir la belleza pura de una forma sensible, hay ya algo de materialismo, que es lo que da ser al artista, y lo que al místico le repugna y ofende. El místico no sólo vuela a Dios con la fe, sino que le llama a sí, y Dios visita a su alma y se une estrechamente con ella. El artista, por el contrario, reviste lo que él conoce de Dios:


L'amorosa idea
che gran parle d'Olimpo in se rachinde,

de una forma material, que la hace perceptible a los profanos y a sí mismo, que suele ser profano también.

No quiero yo sostener que los místicos todos aborrezcan la hermosura del arte y de la Naturaleza, sino que, en cuanto a místicos, suelen aborrecerla, aunque tal vez como hombres y como artistas la amen. Esto ha dado ocasión para que muchos modernos pensadores alemanes y señaladamente los neohegellanos más avanzados, hayan sostenido que el cristianismo inclina el ánimo a ese aborrecimiento. No recordaron que el apóstol lo reprobó cuando dijo: Caro concupiscit adversus spiritum et spiritus adversus carnem, y no recordándolo, supusieron que en odio al naturalismo de los griegos, en odio a aquel panteísmo animado y gracioso que diviniza a la Naturaleza y esparce y divide esta idea natural y divina a la vez, en fuerzas y virtudes personificadas e individualizadas en los dioses, el cristianismo endiabló la Naturaleza, marchita, contaminada, impurificada con el pecado, y de los dioses del Olimpo y de las ninfas de los bosques, de las fuentes y de los ríos, hizo otros tantos diablos tentadores y, aunque tentadores, feos.

Heine refiere en apoyo de esta aserción una historia tomada, sin duda, de una antigua crónica en que se habla del Concilio de Constanza. Dice que algunos padres del Concilio de Constanza iban un día paseando por las orillas del lago y discurrían sobre cuestiones teológicas, cuando, a deshora oyeron cantar entre las ramas de un árbol a un precioso pajarillo, cuya voz melodiosa los distrajo de sus profundas meditaciones. El primer pensamiento que tuvieron los padres fue el de dar gracias a Dios, que tan lindo músico había criado; pero el más sabio, el más experimentado y el más virtuoso de los padres, movido como por un aviso del Cielo, se puso a exorcizar al pajarito. Entonces éste ahuecó y enronqueció la voz y dijo en palabras inteligibles, tal vez en latín, que era el mismísimo diablo, que había venido a distraerlos y a llevar su atención de las cosas espirituales y divinas a las sensuales y terrenas. ¿Quién no conoce, además, la leyenda de Goethe titulada La novia de Corinto, que está escrita en el mismo espíritu de odio al cristianismo, tachándolo de enemigo de los sentimientos naturales? ¿Quién no conoce la otra leyenda del ya mencionado Heine, cuando pinta el luminoso y espléndido banquete de los dioses, que se regalan con el néctar y la ambrosía, y se deleitan con los cantos de Apolo, que oyen la armonía rápida de las esferas, cuando aparece de pronto un judío, lleno de sangre y triste en el fondo del corazón, y con los dejos aún del cáliz de la amargura entre los labios, y pone la cruz de su suplicio sobre la riquísima mesa del banquete, obra portentosa de Vulcano, y acaba con toda aquella, alegría y deleite sensual?

Pero, señores, es menester que confesemos que estos críticos del cristianismo, con respecto del arte, son exagerados y parciales y se aprovechan de las exageraciones de algunos místicos para fundar sobre ellas sus críticas. El cristianismo purifica y espiritualiza al amor, mas no hasta el extremo de hacernos despreciar o aborrecer por amor todas las cosas materiales. ¿Quién amaba más a la Naturaleza y su hermosura que el maravilloso Francisco de Asís, patriarca, así de santos como de artistas y poetas, cuyas glorias y perfecciones nos ha hecho patentes en estos últimos años el inspirado Ozanan, uno de los más doctos y más amable apologistas modernos del cristianismo? Todo el arte cristiano, desde Dante y desde


   Aquel dolce di caliope labro
Ch'amore, nudo in Grecia, nudo in Roma,
D'un velo candidissimo adornando
Rendea nell grembo á Venere celeste,

todo el arte cristiano, desde entonces hasta ahora, protesta contra esa censura. Los mismos místicos ortodoxos, como el citado San Francisco de Asís, y los heterodoxos, como Boehme y Swendenborg, han amado y aman el arte y la Naturaleza.

El amor artístico no debe considerarse, por consiguiente, como contrario al amor místico, sino como un grado más en la escala de perfección del amor. El único modo de que el arte acabase sería, sin duda, que todos cayésemos en el misticismo, mas no porque el misticismo sea esencialmente contrario al arte, sino porque es un complemento y el término infinito de su progreso y desarrollo. El arte es una preparación, un medio, una propedéutica del misticismo.

Así como tenemos sed y hambre, y las satisfacemos y aquietamos con bebidas y con alimentos, y nuestro cuerpo se harta, así en los ojos tenemos sed y hambre en la hermosura visible, y en los oídos sed y hambre de armonías; pero esta necesidad, esta mengua de nuestro ser, se satisface con lo material del arte y, una vez satisfecha la necesidad, muere y fenece en nosotros el amor o el deseo, que es mortal y limitado, como de esa necesidad y de esa mengua nacido; pero el amor de la belleza inteligible no muere nunca, y, satisfecha la sed del alma por alcanzarla y por unirse con ella, no se extingue por eso, antes se inflama y persevera más el alma en el amor mientras más estrechamente enlazada está con su divino objeto. Ésta es una de las excelencias por donde se adelanta la religión al arte.

Es otra que en el arte no vemos nunca simultáneamente la belleza, sino por partes, siendo difícil que con la memoria y con la imaginación podamos reproducir el total de la obra artística en nuestro interior de un modo tan gallardo como la hemos comprendido por partes en cada una de las impresiones sucesivas. Así, por ejemplo, cuando contemplarnos la hermosura y majestad de la cabeza del Apolo, no vemos ya la gallardía del pecho y de la espada, ni la perfección de las manos; y cuando leemos el segundo canto de la Eneida, ya se nos ha borrado de la mente la viva impresión que nos causaron las bellezas del canto primero.

Pero el objeto divino irrumpe, penetra, se apodera del alma del místico con amorosa violencia, y entra en ella por completo, si es permitido decirlo así; de manera que el alma ve la belleza toda simultáneamente, aunque, por ser tan pura, ni puede describirla ni representarla; más allá, interiormente, sin representación ni forma, la ve en toda su pureza y con todos sus resplandores, y se abraza con ella y la goza.

Llegados los hombres a este extremo de perfección angélica, las artes no tendrían razón de ser y acabarían; pero no siendo probable que los hombres todos lleguen un día a la bienaventuranza en la Tierra, se puede conjeturar y aun afirmar, como ya hemos dicho al principio de esta lección, que las artes han de ser inmortales, haciendo de ellas el consuelo y la gloria de lo más selecto de la raza humana, y supliendo con la imaginación lo que no se logre con la fe y con el milagro.

Dejo declarado, señores, cuál ha de ser y cómo ha de ser la primera calidad del artista: el amor. En la lección siguiente, que tendré la honra, no sé aún si de leeros o de improvisaros, trataré de otras calidades esenciales al verdadero artista, a saber: la imaginación, el talento, etc.

He dicho.




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Lección tercera

SEÑORES:

Definida ya la idea de la belleza absoluta en cuanto, según mi modo de ver, era posible definírla, y después de haber dicho que esta idea debía venir al alma del artista y ser en ella como la primera condición esencial del ser de artista que tiene, pasé en la segunda lección a hablaros del amor y de las calidades que se debían dar en el amor, para que pudiéramos contarlo como elemento subjetivo de toda obra artística o de toda poesía.

En esta lección de hoy he prometido hablaros de la imaginación; mas antes conviene hacer algunas aclaraciones.

Es la primera sobre lo oscuro y vago que se puede notar en mi definición de la belleza absoluta. Definirla como el resplandor del ser es más poético que filosófico, y, más que definición, imagen. Pero yo ni he querido ni he podido definir la belleza absoluta. La belleza absoluta no se comprende y, por tanto, no se define. Se concibe, sí, y esto basta para afirmar su existencia. Por otra parte, yo no podría, a no suponer su existencia, bien sea de un modo hipotético, explicarme una serie de hechos indudables. Luego la belleza absoluta debe existir, y su existencia puede, hasta cierto punto, demostrarse a posteriori.

Aun partiendo de los principios mismos de que ha partido el filósofo más escéptico; aun diciendo con Hume que no hay más que cosas de hecho y relación de ideas, siempre tendremos que confesar que la ley de esa relación es absoluta, viene al alma directamente y no por los sentidos, y en cierto modo preexiste en el alma. La belleza absoluta que en sí mismo no comprendemos ni definimos es, pues, la ley que nos obliga a declarar bella una cosa que está de acuerdo con la idea de esa misma belleza absoluta, o a declararla fea cuando con ella no está de acuerdo.

Del propio modo, aunque tengamos que confesar que se perciben más claramente, pueden definirse la verdad y la bondad absoluta.

La mayor claridad en la percepción de ésta tiene una explicación muy satisfactoria para los que creemos en la Providencia. A nosotros nos bastaría con decir que como al hombre le interesa más distinguir lo bueno de lo malo y lo falso de lo verdadero, que distinguir lo bello de lo que no lo es, Dios le ha dotado de una idea más clara de la verdad y de la bondad que de la belleza, porque conviene que todos seamos justos y que no caigamos en el terror o en el pecado; pero tal vez no convenga que todos seamos artistas. Un error moral o un error filosófico pueden acarrear a la sociedad y al individuo infinito número de males; pero un error meramente estético, esto es, el mal gusto, pocos son los males que puede traer consigo saliendo del círculo mismo de la literatura y de las artes.

Estas razones, sin embargo, las alego aquí para ilustración del asunto y no como argumento en favor de mis teorías. No es mi intención valerme del sentimiento religioso como argumento en favor de ellas y como punto de apoyo de mi dialéctica vacilante.

Se me dirá, además, que esa ley o esas leyes de la verdad y de la bondad absolutas están escritas y formuladas en todas las almas, pero que no lo están las de la belleza.

Yo convendré en que no están formuladas; sostendré, empero, que esas leyes están en el alma y que son las que la deciden necesariamente a distinguir la fealdad de la belleza.

Es cierto que hay axiomas de verdad como, por ejemplo: «Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo». «Lo que es, es como es», «El todo es igual al conjunto de las partes», etcétera, axiomas que se reducen a la percepción de identidad y al principio de contradicción. Hay también axiomas o máximas fundamentales de moral, como, por ejemplo: «No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti mismo»; pero en estética, en esta filosofía de lo bello, me dirán acaso que no existen tales axiomas.

Convengamos en que no existen, y convengamos en que la idea absoluta de la belleza es tan indeterminable como la misma belleza absoluta. Convengamos en que el entendimiento no la comprende; pero no se me podrá negar, a pesar de todo, que esta ley llega al sentido interior, toca y hiere la voluntad y la decide a amar un objeto con aquel amor desinteresado y sublime de que hablé en la lección anterior.

El entendimiento, no alcanzando la ley absoluta de la belleza, podrá declarar entonces bello un objeto, aunque no vea la relación que media entre él y dicha ley. Basta que el entendimiento entienda y reconozca el amor que el objeto ha inspirado a su alma.

Creo, señores, que ésta es la única síntesis capaz de resolver la famosa antinomia con que termina Kant su larga y profunda crítica del juicio de lo bello.

La antinomia es como sigue:

Tesis: El juicio de lo bello no se funda sobre ninguna noción, pues si se fundase, la noción podría ser demostrada.

Antítesis: El juicio de lo bello se funda necesariamente sobre una noción, pues si no se fundase, no sería posible reclamar el general asentimiento.

Añade el filósofo crítico que la contradicción de estas dos proposiciones no puede conciliarse sino por un principio superior a ambas, por un principio trascendental, por una ley absoluta, substrato invisible de todos los fenómenos de belleza, idea absoluta por cima de las formas o categorías del entendimiento, y, por consiguiente, indeterminable.

El modo que tiene Kant de resolver la contradicción, ya se está viendo que es poco satisfactorio. Pero nosotros, señores, aceptaremos la contradicción y la resolveremos por medio de una filosofía menos subjetiva. Alegrémonos, pues, de que el mismo Kant, fundador de la escuela crítica, tenga que convenir, para salir de su antinomia, en la existencia de esta idea absoluta de belleza.

Esta idea, sin que la confundamos con la de bondad, no se puede negar que es buena, puesto que el alma la apetece, y el alma apetece el bien. En esta idea hay un bien hacia el cual tiende la voluntad, y como este bien y la idea misma en que reside son superiores al alma, el entendimiento no los comprende, pero la voluntad los ama. Por esto ha dicho con maravillosa exactitud el Doctor Angélico que «cuando una cosa en que hay un bien es más noble que el alma misma, entonces la voluntad es más alta que el entendimiento». Las cosas inferiores al alma se deben entender antes que amar; las superiores al alma se deben amar antes que entender.

El entendimiento, en razón de que la voluntad las ama del verdadero y santo amor que hemos descrito, entiende luego y declara que son buenas o que son bellas. Entiende su bondad cuando considera el amor que las tiene con relación a cierto fin perfecto; entiende sólo que son bellas cuando sin relación a fin ninguno, por perfecto que sea, las tiene amor por ellas mismas.

Es, pues, el amor, tal como lo hemos pintado en la lección pasada, la piedra de toque, permítaseme decirlo así, en la cual se aprecian los quilates de la belleza. Por eso pusimos como la primera calidad del alma del artista el que sea un alma enamorada, un alma noble, capaz del verdadero amor. Los antiguos poetas supusieron que el amor había nacido en el principio de les tiempos y que de él nacieron las Musas, y Plutarco llegó a decir que no se puede ser buen poeta sin ser antes hombre virtuoso. Lo que se llama estro o entusiasmo poético no es más que una locura de amor por la belleza artística.


Excludit sanos Helicone poetas
Democritus,

como dice Horacio, que da asimismo a los poetas mens divinor, una mente más que divina.

Debemos confesar, con todo, que la bondad o nobleza de alma del poeta o del artista no es menester que constituya una voluntad perpetua y constante, que era el carácter de la virtud, según los estoicos. Basta que el poeta o el artista sea noble y bueno en el alma en el momento mismo de percibir la idea de lo bello y de realizarla en su obra La virtud del poeta o del artista tiene su fin, y se realiza en el arte o en la poesía. La virtud del héroe o del santo, más constante y elevada, se propone fin más sublime y tiende a realizar su ideal en la propia vida práctica. Los antiguos, que confundían demasiado estas dos nociones, solían considerar la vida como una obra de arte. Cuando tenían un alma muy elevada, consideraban la vida como una epopeya o como una tragedia; y la consideraban como una comedia, cuando tenían un alma más vulgar; todos recordarán el famoso dicho de Augusto al morir. Volviéndose a los circunstantes, exclamó, como el actor que da fin a un drama: Plaudite cives. De todos modos, este sentimiento artístico aplicado a la vida, no se puede negar que produjo vidas muy bellas. El sentimiento religioso, la caridad cristiana, han sobrepujado después en mucho aquel ideal de perfección de la vida de los antiguos; pero la moral filosófica, esto es, el bien mejor comprendido en nuestros días por el entendimiento, aunque independiente y separado del sentimiento religioso, o dígase del amor divino, no nos ha dado, ni nos dará jamás, vidas tan bellas y tan nobles como las que el amor de lo bello inspiró y creó en la época más floreciente de Grecia y de Roma. La moral de entonces sería impura e incompleta y el ideal de perfección menguado; pero el amor de lo bello realizaba aquel ideal por un estilo acabado y altísimo.

Hasta en los monstruos y en los tiranos de entonces se nota algo de noble y de magnífico, de que carecen los modernos tiranos. ¿Cuánto más elevado y poético no es Nerón que Luis XI, Mario que Robespierre, Heliogabálo que Alejandro VI, y Dionisio de Siracusa que Rosas el de Buenos Aires?

El amor artístico de lo bello, a falta del amor de Dios y del amor de la virtud, es sin duda el más excelente de los amores.

Ya hemos visto que el entendimiento forma sus juicios sobre las cosas bellas en razón del amor que estas cosas le inspiran. Así es que lo que se llama buen gusto no depende tanto de la claridad y perspicacia al entendimiento, cuanto de la exquisita y delicada sensibilidad del alma, que propende del amor y le nutre más ferviente en su seno por los objetos que de él son dignos. Esta es sin duda la razón de que haya personas de entendimiento muy agudo, incapaces de estimar la hermosura de una poesía o de una obra de arte; y, por el contrario, de que haya personas de escaso entendimiento que tengan cierto gusto para las cosas artísticas. Sin embargo, el verdadero buen gusto, el buen gusto cabal, presupone entendimiento claro y despejado, puesto que presupone un juicio, cualquiera que sea el fundamento en que este juicio se apoye.

Presupone, también el buen gusto cierto grado de imaginación estética o de fantasía.

Hegel, Gioberti, Pictet y casi todos los filósofos que de lo bello se han ocupado, distinguen la imaginación estética de la imaginación común o vulgar. En efecto: la imaginación común es una capacidad meramente pasiva, de percibir las imágenes y de recordarlas. La imaginación estética, aun en el hombre que no ha creado ninguna obra de arte tiene algo de creadora. La imaginación estética crea en este hombre la obra de arte allá en el fondo del alma, si bien no la realiza en el mundo visible dotándola de una forma adecuada. Pero cuando la imaginación estética llega a tal punto de actividad y de virtud productora, que por su medio el artista, como dice Hegel, representa una idea bajo una forma sensible en una obra que es su creación personal, entonces la imaginación estética se llama genio, ingenio o talento, según el grado de excelencia a que se levanta.

La imaginación estética, para ser tal, requiere el concurso de muchas y eminentes circunstancias, siendo la primera la de que la ilumine la luz de la increada belleza. Esta soberana luz se derramará sobre los objetos que percibimos por los sentidos, y si los objetos participan de la naturaleza de esa luz, quedarán iluminados por sus fulgores; si no son de la misma naturaleza, esto es, si no participan, si ya no tienen en sí algo de esa luz, su fealdad se descubrirá y contrastará con la belleza preexistente en la imaginación, la cual acabará por rechazarlos.

Acaso este fenómeno psicológico del confronte, por decirlo así, de la belleza preexistente en nosotros con la que llega a la imaginación por medio de los sentidos, diese lugar a la creencia de Platón de que las almas habían vivido en el mundo de las ideas antes de entrar en nuestros cuerpos, y de que cuando veían una cosa bella y sentían amor, era porque recordaban la idea purísima de aquel objeto y aquel amor que en otro mundo espiritual habían sentido por él. Sin duda a causa de esto suele acontecer que la percepción de una belleza vaga como, por ejemplo, la de una bella melodía, nos ponga, ora melancólicos y ora arrobados y suspensos, ya con esperanza, ya con saudades de algo divino y perfecto que esperamos alcanzar o que lloramos perdido,


   recuerdo acaso de un perdido cielo,
quizá esperanza de futura gloria,

como Espronceda ha dicho.

Con la percepción de la belleza exterior se despierta indudablemente en nosotros la idea de la belleza celestial e invisible, y tenemos de ella una intuición más clara y más viva. He aquí cómo describe Platón los fenómenos que se producen en nuestro ser en ese momento solemne: «Tiembla -dice-; y en un principio siente cierto temor; después, como si de él se apoderase la fiebre, penetra y se enciende y discurre por él en el alma un fuego ardiente que el alma recibe por los ojos con las emanaciones de la hermosura. Y el alma entonces se agita y se esfuerza, y nota que renacen en su centro las alas. Pero si el alma pierde de vista la, hermosura, las alas, detenidas en su crecimiento, se mueven en el fondo del alma y baten como arterias y producen dolorosa angustia y delirio, hasta que el alma vuelve a hallar, con el aspecto de la hermosura, la felicidad y el sosiego.»

Se deduce de aquí que hasta para percibir la hermosura, y no sólo para producirla, se ha menester, como dice Pleatino, que el alma misma se haga hermosa: «Todo hombre debe comenzar por hacerse bello y divino para merecer la visión de la divinidad y de la belleza.»

Ese estado que la visión de la belleza produce en el alma, y que hemos descrito con las palabras mismas del discípulo de Sócrates, es lo que se llama inspiración. Estado que, como dice Demócrito, citado por San Clemente de Alejandría, llena nuestro ser de entusiasmo y de un espíritu sagrado.

La inspiración es, por consiguiente, el último término, el grado más sublime a que puede llegar el alma del artista. A la inspiración preceden el sentimiento y el juicio de lo bello; pero ya se entiende que hablo en el orden dialéctico y no en el cronológico, porque el sentimiento puede ser simultáneo, y el juicio posterior a la inspiración misma.

Del sentimiento de lo bello he dicho ya lo que me parece más importante. Sólo me falta añadir que las bellezas exteriores las percibimos por dos solos sentidos: el oído y la vista. El tacto, el paladar y el olfato podrán darnos idea de lo deleitoso o de lo agradable, mas no de lo bello. Lo bello es algo de inmaterial que se oculta en la forma o en el sonido, y que desde la mente del artista pasa a nuestra mente por medio de ese sonido o de esa forma. Si lo bello fuera la forma o el sonido mismo, quien tuviera más perspicaz la vista o el oído más agudo, lo percibiría mejor, lo cual no acontece; luego lo bello es algo inmaterial que se transmite en la forma, o que en ella se pone. A veces la belleza se encarna en la forma de un modo íntimo, haciendo, al parecer, una misma cosa con ella, como, por ejemplo, en la escultura y en la arquitectura; a veces, como en la poesía, la forma no tiene relación íntima con la esencial belleza, de la cual la forma es un mero símbolo, una cifra, un emblema. La belleza de la poesía, que se confunde con la forma, está en la armonía del metro, en la pureza de la dicción, en el bien concertado artificio de las palabras, de las frases y de los períodos; pero el pensamiento del poeta no tiene con las palabras de que se vale para expresarlo más que una relación, hasta cierto punto arbitraria. Así es que si yo no puedo comprender la belleza del pensamiento del artista que hizo la Venus del Capitolio, sin comprender la forma plástica de la Venus, puedo en gran parte comprender la belleza del pensamiento del poema del Dante, sin leer un solo verso de La Divina Comedia o leyéndolo en una traducción, o sea, bajo forma diferente. Esta posibilidad de hacer segregación de la forma y de transmitir la belleza de un modo espiritual, da a mi ver, a la poesía una superioridad grande sobre las otras artes; pero de esto ya trataremos en otra lección con mayor detenimiento.

En suma: la belleza, más o menos unida a una forma sensible, tiene que llegar a nosotros por medio de los sentidos mencionados, el oído y la vista. Ya en nosotros el objeto bello, la imaginación estética se apodera de él y se lo pinta interiormente, y lo ilumina con los rayos de la belleza absoluta y se lo presenta a la voluntad para que lo ame, y al entendimiento para que lo juzgue y decida sobre él.

Mientras el objeto bello no es más que sentido, la calidad de belleza puede ser considerada como subjetiva; puede parecernos un deleite, de que nosotros gozamos y de que tal vez no gocen otros a la vista del mismo objeto; pero en el instante en que el entendimiento dice «esto es bello», ya ponemos en el objeto mismo la calidad de belleza, independiente de nuestra sensación y de nuestro sentimiento; por, tal arte, que aunque ni nosotros, ni ningún hombre de los que existen, existieron o han de existir, vea el objeto, el objeto no dejará de contener en sí la belleza que puso en él el artista al poner en él su pensamiento y al hacer de él como una rica emanación de su alma. Si sepultadas en los abismos del mar y ocultas a los ojos humanos, son hermosas las perlas, encerradas en un tenebroso subterráneo, sería hermosa siempre la Psiquis de Feneranní o la Magdalena de Cánova.

Aunque hemos dicho que en la idea está la hermosura, y aunque hemos reclamado en favor de la poesía la preeminencia de manifestar la belleza, independente, hasta cierto punto, de la forma, no por eso pretendemos sostener que en ningún arte, ni en la poesía misma, deba la forma descuidarse. La belleza esencial reside, sin duda, en el pensamiento; pero el pensamiento, ya que no se representa, se expresa, al menos, por medio de la forma en la poesía. La palabra no será el pensamiento mismo que se realiza, pero es, sí, la expresión, si se quiere, arbitraria del pensamiento, el cual no será ni percibido ni comprendido, si no es bien expresado antes. Reflexiones parecidas a las que acabamos de hacer movieron, sin duda, a un ilustre general español, que hoy combate en África, hombre de notable ingenio y más que mediano poeta, a decir que la poesía era «pensar alto, sentir hondo y hablar claro». Aceptando esta definición por completa, que no lo es, aunque está llena de talento, tendremos que convenir en que la poesía, además del pensamiento y del sentimiento, ha menester de otra calidad esencial, a saber: de la forma. Sin ella no se hablaría claro y no habría claridad en la expresión de esos pensamientos altos y de esos sentimientos hondos, que, según el mencionado general, constituyen la poesía. Pero es más, señores: la definición, como ya he dicho, me parece incompleta. Para la poesía no basta hablar claro, es menester hablar con ritmo y con música y con cierta armonía misteriosa de palabras y de frases, en la cual armonía infunde el artista, y revela a los que le escuchan, ideas tan altas y sentimientos tan delicados o egregios, que no caben en la palabra misma. Lo cual movió a aquel originalísimo e ingenioso escritor inglés, autor de la obra titulada Culto de los héroes, a escribir aquella sentencia de que sólo debe cantarse lo que no puede decirse; declarando así por un exceso de entusiasmo, como único asunto digno de la poesía, el que es en prosa inefable e incomunicable. Ideas muy parecidas a las de Carlyle, llevaron, sin duda, al abate Galiani a asegurar que lo más sustancial de ciertos libros era lo que estaba escrito entre renglones, esto es, aquella porción de pensamientos, permítaseme decirlo así, más etéreos y puros, los cuales, sin entrar ni caber en las palabras, quedan misteriosamente encerrados en el armónico conjunto de ellas con lo mejor del alma del que les dio ser, con la maxima pars mei, de que habla el lírico de Venusa.

En la poesía es importantísimo comprender estos pensamientos para comprenderla; y como estos pensamientos están en la forma, la forma es parte esencial de la poesía, como lo es de las demás artes. Presumen muchos de tener un espíritu más poético cuando desatienden la forma de la poesía, y se equivocan, porque lo que tienen es un espíritu más prosaico; la poesía, sin la forma, es prosa, y vuelan y se apartan de ella gran número de esos incomunicables pensamientos de que hemos hablado.

Hay, pues, en la forma de la poesía un misterio que no todos entienden. Para entenderlo se han menester, aunque no en tanto grado como para creerlo, amor, imaginación y entendimiento. La mengua o falta de alguna de estas facultades puede hacer que uno no entienda ese misterio. Al que no lo entienda, si es modesto y se calla, debemos compadecerle; pero si porque no lo entiende, lo niega, convendrá decirle, como le dijo el Cura al Barbero, que no entendía a Ariosto: «Ni es menester que vuesa merced lo entienda, maese Nicolás.»

A pesar de esta gran importancia de la forma sensible en la poesía, la poesía es el arte que se entiende y se crea con más independencia del organismo.

Para ser buen escultor o buen pintor, o para entender de pintura o de escultura, no bastan las facultades activas del alma; menester es que la parte pasiva o perceptiva, tal vez localizada en el encéfalo, como los frenólogos pretenden, esté dispuesta para ello; menester es percibir bien las figuras, las dimensiones y los colores. Para ser buen músico o para entender la música, no bastan tampoco las mencionadas facultades, menester es tener buen oído, poseer el órgano de los tonos, estar, en suma, dotado de una organización especial. Mas para ser poeta o para entender la poesía, apenas se ha menester más que las facultades activas de que hemos hablado. El sordo puede leer la poesía y el ciego puede oírla, y ambos perderán poco del conocimiento e inteligencia de su hermosura, merced al carácter más espiritual que esta hermosura posee. Tales la razón de que sean más los poetas y los inteligentes y aficionados a la poesía que los artistas y que los inteligentes y aficionados a otras artes.

Se ha de notar, sin embargo, que si bien hay muchos poetas y muchos que entienden de poesía, hay tanto o más que entender en la poesía que en las demás artes, y así, son innumerables los grados de excelencia en el crear y en el entender los trabajos poéticos; porque yo descubro en la Iliada bellezas sinnúmero que no descubre el vulgo de los lectores, y tal vez un lector, respecto del cual seré yo vulgo, descubra en aquel divino poema bellezas ocultas para mí y como selladas con siete sellos. En fin: puede el inteligente llegar a comprender la obra del artista o del poeta no tan sólo con todas las bellezas que vio en ella el poeta o el artista, sino, a mi ver, con más aún.

El aserto que acabo de hacer, y que indudablemente tiene visos de paradoja, nos lleva a una cuestión importante con la cual terminaremos nuestro discurso de hoy.

He afirmado que el crítico puede ver y comprender en la obra del artista bellezas que tal vez no comprendió el artista mismo. Lo cual es afirmar que el artista puede, por una especie de inspiración ciega, crear bellezas que no comprende; y que, sin ironía, antes bien con la mayor seriedad, se puede decir de él lo que dijo Lope, aludiendo en tono de mofa a algunos de sus contemporáneos:


   Poeta al uso,
que él tampoco entendió lo que compuso.

Esto parece absurdo, señores; y, sin embargo, yo pretendo probar que no lo es. Empecemos por citar aquí el argumento y la autoridad más grandes que se levantan contra mi pretensión. Hegel dice: «Para el trabajo mental que consiste en fundir juntos el elemento racional y la forma sensible, el artista debe llamar en su auxilio una razón activa y muy despejada y una sensibilidad viva y profunda. Es, pues, un error groserísimo el imaginar que, poemas como los de Homero se hayan formado a manera de un sueño mientras que el poeta dormía. Sin la reflexión que sabe distinguir, elegir y separar, el artista es incapaz de dominar el pensamiento que quiere poner en su obra. Es ridículo, por consiguiente, el creer que el verdadero artista no sabe lo que se hace.»

El filósofo alemán está aquí de acuerdo con los preceptistas del siglo pasado. El filósofo alemán dice con Boileau:

Avantt donc que d'écrire, apprenez à penser.

Nos pinta al poeta o al artista crítico, reflexivo, frío, mirado, que piensa con madurez lo que va a decir, que, como dijo Moratín,


   compone divinamente
con largo estudio, en retirada estancia,

que se parece, en suma, a Horacio, según él mismo se retrata, en contraposición de Píndaro, tal vez por un exceso de modestia, llamándose parvus, y asegurando que hace los versos per laborem plurimum, a fuerza de mucho trabajo, como la abeja liba las flores.

Pero si bien esta clase de poetas o de artistas se comprende harto fácilmente que sean críticos y reflexivos, no así el poeta o el artista vehemente, inspirado y lleno de pasión, no así el poeta que el mismo Horacio describe cuando al pintar a Píndaro exclama:


   Cual de alto monte despeñado río,
que hinchan las lluvias y sus diques rompe,
hierve, e inmenso, con raudal profundo,
Píndaro corre.

Señores: a no ser esta situación del ánimo de Píndaro cuando componía sus odas inmortales una mentira, Píndaro ni reflexionaba, ni medía, ni pensaba con la más severa y escrupulosa crítica todos sus versos, uno a uno.

No es esto regar que careciese Píndaro del conveniente entendimiento crítico para estimar las bellezas de lo que componía. Pero sí es negar que esta estimación o juicio fuese simultáneo a la composición y condición precisa de ella. La fantasía en el punto en que el artista se siente inspirado es la que reviste de forma sensible sus imágenes, no tanto iluminada por la razón cuanto guiada por un instinto divino.

Y esto es tan exacto, y esto es tan verdad, que la experiencia lo corrobora a cada paso. La experiencia nos hace ver que la mayor parte de los artistas y de los poetas son inferiores a ellos mismos como críticos de sus propias obras. Y no porque los ciegue la modestia o porque los ofusque el amor propio, sino porque pura y simplemente son inferiores. Ejemplo notable de esta inferioridad nos ha dado Meléndez, que echaba a perder sus versos cuando los enmendaba.

¿Sería acaso la crítica y la reflexión las que inspiraron a Góngora sus lindísimos romances; a Góngora, que crítica y reflexivamente componía el Polifemo y las Soledades?

Cervantes mismo, ¿no tuvo siempre en más estima el Persiles que el Quijote? Luego hay indudablemente algo de divino o de instintivo en la inspiración, que nada tiene que ver con la reflexión y con la crítica.

Est Deus in nobis agitante callercimus illo. En lo técnico, en lo material por decirlo así del arte, es donde entran por más la reflexión y el estudio; sobre esta parte técnica es sobre la que se establecen las reglas y preceptos, pero la esencia de la composición artística, de cualquier género que sea, se sustrae a los preceptos y a la reflexión.

Yo trabajo según cierta idea, es todo lo que decía Rafael -para explicar el pensamiento de sus obras-, y el cardenal de Este le decía a Ariosto: Messer Ludovico dove avete trovatto tutte queste co..., etc. Dichos que vienen a parar todos y a resumirse en uno, que, si bien lleno de exageración andaluza, está aún más lleno de verdad, dicho que muchas veces he oído de boca de uno de nuestros más eminentes poetas contemporáneos: «Yo doy versos como un peral da peras,»

No se ha de creer, con todo, que la calidad de crítico y la de hombre reflexivo perjudiquen a la de poeta o a la de artista, cayendo en error contrario. Dante, Miguel Ángel, Goethe y Schiller eran críticos a la par que poetas y artistas, y se daban la más cumplida cuenta de lo que hacían. No me persuadiré jamás de que ningún docto y profundo comentador de Dante desentrañe un solo pensamiento de La Divina Comedia, que no esté en La Divina Comedia muy a sabiendas y con toda intención del que la compuso, a no ser que el tal pensamiento no esté allí y sea el resultado de cavilaciones como las de Rosetti y de otros.

Pero no todos los poetas o artistas son como Dante. Los hay también espontáneos y meramente inspirados. Los desconocidos autores de los cantos del pueblo debieron de ser de este orden. Seguidillas y coplas de fandango hay llenas de poesía, y por cierto que, volviéndole a Hegel su anatema, sería un absurdo ridículo creerlas nacidas de la reflexión y del estudio. El mismo Hegel conviene implícitamente con nosotros al elogiar los cantos populares de la Grecia moderna, coleccionados por Kauriel, «Cantos -dice- recogidos de la boca de mujeres vulgares, de amas de cría y de muchachuelos que no acabarían de admirarse de que pudieran ser admiradas sus canciones.»

En resolución: ya deduzco, de las observaciones que anteceden, que puede darse una obra artística perfecta, aun cuando sea espontánea e irreflexiva. Que la reflexión no se opone, sin embargo, a la inspiración de cierto género; que se puede ser un gran artista y poeta aunque la crítica proceda o sea simultánea a la ejecución de la obra, como sin duda aconteció con Horacio, con Goethe y con Schiller. Y, por último, que la crítica reflexiva puede ser y es de gran auxilio en la ejecución, no para dar ser a los pensamientos ni a la forma misma en lo que tiene de esencial, sino para la estructura y para lo técnico, y hasta cierto punto mecánico en comparación de la esencia de la obra. Así, por ejemplo, Bellini habrá reflexionado para reunir en un acorde los diferentes instrumentos músicos y las voces y coros que acompañan el aria de Casta diva o la romanza de Ana Bolena; pero de seguro que no reflexionó nada y que nacieron de él espontánea, instintiva y misteriosamente las dos admirables melodías que dan ser y alma a las mencionadas piezas de música; melodías que no son resultado de una prolija lucubración mental, sino que parecen oídas en un éxtasis allá, en el Cielo, y guardadas en la memoria y trasladadas al papel por el músico.

Sin duda que Juanes pensó y reflexionó sobre las proporciones, armaría de colorido, luces y sombras que debía poner en su peregrina imagen de la Concepción que se venera en la catedral de Valencia; pero lo esencial de la imagen misma, aquel resplandor celeste de la fisonomía de la Virgen, aquella hermosura y aquella expresión, más que humanas, no las discurrió el pintor, sino que vinieron a él como del Cielo. En la fe sencilla de aquella edad creyeron todos y creyó el pintor mismo que una imagen le había sido revelada; por esto se preparó con la oración y con otras diligencias cristianas, para lograr, mediante la divina gracia, el desempeño de aquella obra; y se añade que jamás el pintor puso el pincel en el rostro de aquella sagrada imagen de Nuestra Señora, sin que hubiese antes confesado y comulgado aquel día, y, aun le sucedió muchas veces estarla mirando algunas horas, sin atreverse a poner el pincel en la tabla, por no sentir en el interior de su espíritu aquel estímulo que necesitaba para emprenderlo, hasta que corroborado al fin con la oración volvía a encenderse en fervoroso aliento y de esta suerte continuaba.

Calcúlese, pues, cuál sería la crítica y la reflexión de Juanes al ejecutar su obra maestra.

Es, señores, cuanto en general tenía, que deciros sobre las calidades esenciales del artista. Éste, aunque lleva en sí la idea de lo bello, determina su ideal o lo individualiza incitando objetos existentes en el Universo visible. Hablaremos, pues, en la próxima lección que no tendrá ya lugar hasta el mes que viene, de la belleza natural o de la hermosura que ha puesto en sus obras el artífice soberano.

He dicho.






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De los buenos tiempos antiguos

El aseo


Como ahora se agita continuamente la cuestión de si los tiempos antiguos fueron mejores o peores que los modernos, El Cócora ha discurrido tomar parte en ella, no con razonamientos sublimes, sino con hechos curiosos y provocantes a risa.

Unas veces serán estos hechos relativos al estado moral, otras al estado material de los hombres en los tiempos antiguos.

Hoy hablaremos de la falta de aseo de aquellos buenos tiempos, cuando aún no había escrito el excelentísimo señor don Francisco Martínez de la Rosa su admirable y luminosa sentencia, que reza:


   El aseo en la persona
muchos bienes proporciona.

El lavarse el cuerpo era herejía o cosa de morisco, cuarenta o cincuenta años ha.

El bañarse era pecado mortal o poco menos, y el reverendo padre fray Miguel Agustín, prior del Temple, sostiene que nadie debe tomar baños, a no ser por causa de gran enfermedad, de orden del médico, y con especial permiso del confesor.

Según don Diego Hurtado de Mendoza, uno de los principales motivos de la rebelión de los moriscos de las Alpujarras fue el que no se les permitía bañarse, lo cual les era insufrible.

Pero los cristianos viejos, o los que querían parecerlo, soportaban con resignación este trabajo, así es que criaban todo género de inmundicias en sus cuerpos.

Ciertos insectillos parásitos eran entonces tan comunes en toda clase de personas, que el padre Boneta habla que Santa Teresa de Jesús, aunque hizo milagros grandísimos, ninguno hizo mayor que el de libertar a las carmelitas descalzas, que cumplían bien con los preceptos de su religión, de que tuviesen dichos insectos.

Quevedo y Cervantes dan en sus obras notables testimonios de lo mucho que en su tiempo abundaba plaga tan sucia.

Hasta los antiguos refranes populares prueban y aprueban la suciedad corporal. Sirva de ejemplo el que dice:

«De cuarenta para arriba, ni te cases, ni te embarques, ni te mojes la barriga.»

¡Qué tal la tendría de limpia el que llegaba a los sesenta o a los setenta años y observaba lo prescrito por el refrán!

Para libertarse en los tiempos antiguos de aquellos animales, que se alimentan de sangre humana, o era menester un milagro o pasar la línea.

El agua y el jabón no se usaban; el peine espeso tal vez ni se conocía.

En comprobación de todo lo expuesto, vamos a citar aquí un pasaje del padre maestro fray Domingo Fernández de Navarrete, misionero apostólico de la gran China, prelado, procurador general, etc., etc.

En la relación de sus viajes, dirigida al señor don Juan de Austria, hijo de Felipe IV, dice lo que sigue:

«Los animalejos que ordinariamente criamos los hombres, en llegando a las islas de Barlovento, se fueron extinguiendo del todo, sin quedar uno solo. Cierto que es una maravilla rara... De mí puedo con toda verdad afirmar que en veintiséis años que estuve por todas las partes que iré refiriendo en este papel, jamás crié alguno... ni una l... Después que pasé de Portugal a Castilla, revivió el antiguo humor. ¡No alcanzo esta filosofía!»



Ni nosotros tampoco; pero ya iremos presentando otros enigmas o problemas de la misma trascendencia, que dieron igualmente en qué pensar a los pasados filósofos españoles.




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Exposición de Bellas Artes

Muy pronto se verificará una nueva Exposición de Bellas Artes en el antiguo Convento de la Trinidad. Los inteligentes y amateurs anuncian que será mejor que todas las de los años pasados, singularmente en pinturas. Nosotros, aunque no muy peritos, prometernos desde ahora a nuestros lectores un juicio imparcial y razonado de las obras más notables que en dicha Exposición se presenten.

Por lo pronto, no podemos resistir al deseo de decirles que hemos visto ya dos hermosísimos cuadros. El uno, del señor Casado, pensionado en Roma, figura al rey de Castilla don Fernando IV en las agonías de la muerte, y mirando delante de sí a los Carvajales, que le llaman ante el tribunal del Altísimo, y le indican que se cumple el término del emplazamiento. El otro, obra del señor Gisbert, también pensionado en Roma, representa el suplicio de Padilla, Maldonado y Bravo. La cabeza de Padilla ha caído ya bajo el hacha del verdugo, que la muestra al pueblo. Maldonado, pálido y triste, pero con una expresión reposada, solemne y religiosa, está en pie sobre el cadalso. A su derecha, un fraile, de una fisonomía bastante vulgar, le está auxiliando, y se conoce que lo hace por cumplir con su oficio, sin piedad y sin ira. A su izquierda, hay otro fraile joven, acaso la mejor figura del cuadro: en su rostro se ven la caridad y la compasión más profunda; se diría que aquel hombre ofrecería voluntariamente su cuello por redimir el de Maldonado, se diría que allá en el fondo de su alma está elevando al Señor una fervorosa súplica para que abra su gloria al muerto y a los que van a morir. Bravo, entre tanto, sube por la escalera del patíbulo con semblante despejado, que revela un corazón varonil y una conciencia entera y poco o nada arrepentida de los hechos que a tan mal paso le han traído. El fraile que le ayuda a bien morir nos parece que está caracterizado como uno de aquellos en quienes la rigidez de los principios de justicia, o de lo que entienden por justicia, dan poco o ningún lugar a la misericordia. Nosotros creemos que, por las actitudes y semblantes de todos aquellos personajes, se puede columbrar claramente la diversa índole y condición de sus ánimos, y los varios y encontrados sentimientos que los agitan: por tan diestro e inspirado pincel están allí representados.

Ambos cuadros están bien ideados y dibujados; pero el de Gisbert es bastante superior al otro en lo natural o real, y más aún en la viveza, armonía y tono del colorido, en lo cual el pintor, aunque educado en Roma, manifiesta que es español; pues ya sea por estudio, ya por natural propensión y calidad innata, nos recuerda con el colorido de su cuadro la hermosura de los de nuestras antiguas escuelas, hoy tan poco imitadas y seguidas.

Cuando se abra la Exposición y tratemos de ella en nuestro periódico, volveremos a hablar más detenidamente de ambos cuadros. Ahora sólo añadiremos que lo que es este año, tendrá el Ministerio de Fomento que dar el premio de diez mil reales. La obra de Gisbert lo merece, y con más razón, cualquier otra que se adelante y la venza, aunque esto nos parece difícil.

Nosotros, hasta lo presente, no hemos visto sino otros dos cuadros de los que van a presentarse, y por cierto que valdría más que no se presentasen. Es el uno la coronación de Quintana, del señor López, en el cual la real familia, los poetas y la aristocracia española están retratados en caricatura, y, lo que es peor, con un lastimoso parecido. El otro cuadro es aun más antidinástico y antipoético, porque no retrata poetas. Hablarnos del cuadro del señor Galofre que figura el casamiento del príncipe de Baviera con una infanta de España. El colorido de este cuadro es chillón y discordante, y las figuras parecen de trapo.

El lienzo del señor Galofre tiene la calidad contraria a la de aquel lienzo encantado de que habla el romance, diciendo:


   que a las viejas hace mozas,
a las mozas, mucho mase.

El lienzo del señor Galofre


   a las mozas hace viejas,
y a las viejas, mucho mase,
a los lindos hace feos,  5
y a los feos, espantables.

En fin: baste saber que hasta a la hermosísima duquesa de Medinaceli la ha puesto que da lástima verla. No se extrañe, por consiguiente, que nosotros no se la tengamos a él.

Los amigos torpes son más de temer que los acérrimos y crueles enemigos.

¡Ay, infeliz de la que nace hermosa y discreta y buena y noble y tiene amigos torpes! ¡Oh bárbaros! ¡Oh corvas almas! Ni en la tumba la respetan. Dígalo, si no, cierta oración fúnebre (en griego necrología) de Pedro Fernández, que en vez de hacer llorar haría reír si el caso lo consintiese y no lo estorbase la pena.




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El genio

Apuntes casi trascendentales


Por genio entendemos aquí cierto espíritu poderoso y sublime, que encarnándose en el hombre, en vez del entendimiento le dota de facultades creadoras y le hace saberlo todo sin estudiar nada. Los hombres dotados de espíritu se llaman también genios y son ahora muy comunes en España. Los genios son capaces de todo: todo lo comprenden. Así es que por la aptitud, no es posible diferenciarlos ni especificarlos. Las aficiones o inclinaciones de los genios son, sin embargo, diversas. En esta diversidad nos fundamos al dividir a los genios en cuatro especies principales, a saber: los poéticos, los filosóficos, los científicos y los políticos. Fecundada España por el Romanticismo, la primera cría de genios que sacó fue toda poética. Estos genios se van ya anticuando, pero bullen aún y procuran reconquistar el favor y popularidad de que antes gozaban. Se los conoce hasta por el modo de andar, por la mirada profunda y melancólica, por la sonrisa unas veces sarcástica y otras sardónica, por el pelo alborotado y por lo descontentos y tristes que aparecen. En sus conversaciones, y aun en sus escritos, emplean la ironía byreniana. Sólo hablan sin ironía cuando hablan de sí mismos. Muchos no hacen más que hablar de sí mismos, y, por tanto, no son irónicos. Se elogian desaforadamente con la mayor candidez, y se quejan de no ser comprendidos.

Los más de estos genios poéticos presumen de chistosos, y aun se ven obligados a hacer el papel de tales para disimular la ignorancia, Siempre que se habla de algo que ignoran, les da rabia de quedarse callados y salen con un chiste. Este chiste suele estar alambicado y confeccionado con un mes de anticipación, cuando es nuevo; pero más a menudo siguen empleando los chistes que usan desde que empezaron a ser chistosos, los cuales chistes tienen el inconveniente de oler, como vulgarmente se dice, a puchero de enfermo.

Son de estos genios escépticos y llevan desgarrado el corazón. La causa de sus pesares no puede ser nunca, aparentemente al menos, que no los quiere la novia, que no tienen un ochavo, o que el ministro no les da el empleo que pretenden. Esto lo disimula el verdadero genio y supone que su indómito amor a lo ideal, unido a un escepticismo espantoso, es el que le tiene tan malhumorado y desabrido.

Por último, el genio poético se retrata o cree retratarse a sí propio en sus obras líricas, épicas o dramáticas; pero ya se entiende que se retrata disfrazado con todas las susodichas calidades de escéptico, de despreciador del mundo, de enamorado de lo ideal y de incomprendido. Este retrato no sólo es espiritual, sino también corporal. Citaremos algunos rasgos de autores recientes. Uno dice al público:


De mi semblante la abultada arruga;

otro, a su novia:


   Mi aliento emponzoñado
envenena el ambiente que respiras.

Poco posterior, si no simultánea a la aparición de los genios poéticos, fue la de los políticos. Por desgracia, la índole de nuestro periódico no consiente que los describamos. Baste saber que su principal virtud consiste en hacer con el sueldo, o con los mezquinos ahorros del sueldo, algo parecido al milagro de pan y peces. Si por una rarísima casualidad la Justicia los persigue por hacer estos milagros, ellos se declaran bienaventurados y se comparan a Nuestro Señor Jesucristo, que padeció bajo el poder de Poncio Pilato.

Vienen luego los genios científicos, los cuales inventaron que seis y seis son diez, o la filosofía de la numeración, y descubren la cuadratura del círculo, el Eolo, elIctinio y el lenguaje universal. Así como los genios políticos se comparan a Cristo (Él los perdone) cuando son perseguidos, los genios científicos se comparan todos a Cristóbal Colón, cuando son tenidos por locos. Cierran la marcha de esta tropa de genios, o mejor diremos, coronan la cúspide de este monumento de nuestra gloria, los genios filosóficos, que son, por lo general, o neocatólicos o progresistas germánicokrausianos.

Ser genio neocatólico es más fácil, pues en diciendo que la razón está reñida con la verdad, y que la ciencia es hija o madre de la mentira, se ahorra el candidato a genio neocatólico de cultivar un instrumento tan dañino como la razón; hasta es excusa de tenerla, y para no caer en error se allana a ser ignorante.

Más difícil es ser genio progresista germánico; pero, al cabo, las dificultades se vencen con poco esfuerzo. Pronto se aprende algo del yo, no yo, subjetivo, y objetivo, antinomia y autonomía, estados finito e infinito, categorías, principio inconcuso y desenvolvimientos totales y omnilaterales, por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, por detrás y por delante y por en medio. En aprendiendo bien esta jerigonza, y salpicando con ella lo que uno escriba, se gana pronto nombre de filósofo. La gente de buena fe y predispuesta a indigestarse de filosofía, aplaude y se admira más mientras menos entiende. Los que no entienden y se ríen, pasan por espíritus vulgares y necios.

Mucho más se podría decir sobre los genios, pero no nos gusta ser prolijos; tal vez nos lean genios; tal vez nosotros lo seamos sin querer, y como a los genios les basta con poco para enterarse de lo que otro genio dice, y para adivinar lo que deja por decir, nos callamos ya, confiados en que seremos entendidos, y deseosos de que este artículo todo sea sustancial y nada tenga de sobra, y menos de desperdicio o de hojarasca.

EL RANCIO.




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Belleza

Expresa esta palabra idea tan capital e importante, que sería extraño que, desde tiempos muy antiguos, no hubiese llamado la atención de los sabios, excitándolos a definirla bien y a explicar su esencia. La idea parece, al considerarla superficialmente, tan clara, que apenas hay nadie que diga que ignora lo que es belleza, y, sin embargo, no bien se analiza el concepto, se empiezan a sentir las dificultades, nace la incertidumbre y se advierte lo arduo, lo casi poco menos que imposible de una definición exacta y cumplida. Si esta definición se diese, la ciencia o filosofía de la belleza se construiría sobre ella como sobre su fundamento.

Esta ciencia o filosofía es nueva, si separadamente y en tratados especiales y con nombre singular la buscamos; pero es muy antigua, porque apenas ha habido filosofía, desde Platón hasta el día, pasando por Aristóteles, los estoicos, los neoplatónicos, los padres de la Iglesia griega y latina, los escolásticos de la Edad Media y los filósofos del Renacimiento; que no hayan tratado de la belleza, y discurrido sutil y largamente acerca de ella, antes que naciese Baumgarten. Este discípulo de Wolf no inventó la ciencia o filosofía de lo bello, pero la trató el primero por separado.

Y, sin embargo, lo mismo hasta entonces que desde entonces hasta ahora, nunca se ha logrado dar una definición de la belleza exacta y cumplida y en que convengan todos.

Naturalmente, como la filosofía de la belleza es secundaria o aplicada, cada una de las filosofías de la belleza que se han escrito y cada una de las definiciones que de la belleza se han dado tiene que haber sido influida por la distinta filosofía primera en que se funda.

Prescindiendo aquí de la historia de la definición, o sea de lo que cada filósofo ha dicho sobre ella, veamos si, analizando la idea, logramos, hasta cierto punto, definirla.

Es evidente que la belleza es aquella calidad por cuya virtud las cosas son bellas; pero ¿en qué consiste esta calidad? Las cosas son agradables, son útiles, son buenas, son amables; pero estas calidades del agrado, de la utilidad, de la amabilidad y de la bondad, ¿son lo mismo que la calidad de la belleza? Y si no lo son, ¿en qué difieren? Desde luego, podemos asegurar que lo agradable y lo deleitoso no siempre es bello, aunque lo bello sea delicioso y agradable siempre. Así, por ejemplo, el perfume de un incienso y el aroma de las flores son agradables; pero a nadie se le ocurre afirmar que son bellos: luego la idea de la belleza no penetra nunca en el alma por el sentido del olfato. Nada más agradable, ni más deleitoso, que los manjares suculentos y exquisitos para el que tiene hambre; pero tampoco se percibe la belleza por el gusto o por el paladar. Lo mismo se puede decir de las sensaciones innumerables y variadas que por el tacto recibimos. Quedan, pues, dos solos sentidos corporales capaces de transmitir al alma la belleza exterior de los objetos: la vista y el oído. Por la vista aprende el alma la forma de las cosas, y, por tanto, su hermosura, el primor y concordancia de las líneas, y la gracia, el orden y la medida con que se agrupan y combinan en conjunto armónico. Y por el oído percibe el alma la dulzura, la cadencia y el ritmo de los sones que producen la melodía, y el primor con que sones distintos se enlazan y se mezclan armonizándose.

Tenemos, pues, que la vista y el oído son los sentidos estéticos o artistas; los que nos valen y sirven para percibir el arte. A la vista pertenecen todas las artes del dibujo: la arquitectura, la pintura y la escultura, y al oído pertenece la música. Y antes que el arte se inventase, había, sin duda, en el universo sensible, formas y sonidos cuya belleza natural excitó y movió el espíritu del hombre, primero a la admiración y al deleite, y después a la imitación, para crear bellezas nuevas, compitiendo y aun venciendo las bellezas naturales.

Nada de eso, con todo, nos aclara lo que es belleza. Podemos sentirla en las cosas naturales, cuando por ellas son heridos nuestro oído o nuestra vista, sin comprender lo que es, y, sin comprender lo que es, podemos también crearla. Sólo sabemos hasta ahora que la belleza nos produce deleite, pero, como hay cosas que también nos producen deleite sin ser bellas, o, aunque lo sean, no porque lo son, sino por otro motivo, resulta que no se puede definir la belleza diciendo que es la calidad en virtud de la cual nos deleita algo. Lo único que se infiere es que la belleza produce deleite, pero un deleite peculiar y propio suyo, que no se puede definir, como la misma belleza previamente no se defina.

Si adelantamos algo más en nuestra investigación y recordamos que, tanto en la belleza que percibimos por la vista como en la que percibimos por el oído, hay varias partes, hay un compuesto, que ya se extiende por el espacio y ya se dilata en sucesión por el tiempo, con número y medida, podremos decir acaso que la belleza es la simetría, es el orden con que las partes se combinan para formar el todo; es la variedad en la unidad.

A fin de que esta variedad se reduzca a unidad armónica y produzca cierto deleite, esta variedad debe unirse según cierta ley, y esta ley será la ley del arte y el fundamento de todos los preceptos para crear la hermosura o para conocerla.

Llegados ya a este punto, se origina otra dificultad. Esta ley, con arreglo a la cual la belleza se crea, ¿de qué suerte y por qué camino penetra en el espíritu del hombre? ¿Nacerá acaso el conocimiento de esa ley de la contemplación y de la comparación de varios y de muchos objetos naturales en que haya cierta belleza? Y si para entender esta ley nos valen la contemplación y la comparación, ¿nos valdrán también para aplicarla, creando, a nuestra vez, bellezas artísticas? Cuentan que Praxiteles se valió para esculpir su Venus de doce hermosas muchachas griegas, de cada una de las cuales fue tomando e imitando aquella parte del cuerpo que en ella había más hermosa. Así, por mera imitación de la Naturaleza, si bien depurándola, esto es, apartando lo imperfecto y defectuoso y tomando por selección lo mejor, vino el artífice a crear la soberana imagen de la diosa. Pero como el artífice no hubo de proceder a ciegas para decidir y tomar lo que era mejor y más bello en cada una de las muchachas que le sirvió de modelo, ni mucho menos pudo tampoco de la contemplación y comparación de las muchachas inferir y sacar el grado y la medida en que las partes tomadas de aquí y de allí habían de concertarse para formar el conjunto, fuerza es suponer que, si bien con alguna vaguedad, fijada luego por los objetos materiales, preexistía en el alma del artista el tipo ideal de la mujer hermosa, el concepto más puro y acabado de su singular belleza, el cual concepto hubo de servirle de norma, de guía y de canon para elegir lo que eligió, y, concertándolo de un modo conveniente, hacer lo que hizo.

Si no va errado este discurso, tenemos, pues, que en la mente humana hay un tipo ideal de cada cosa y que, cuando una cosa se ajusta o se aproxima a este tipo ideal, es cuando la declaramos bella. La belleza de las cosas pudiera, pues, definirse en este sentido: la conformidad de su ser o de su forma con el tipo ideal que de ellas preconcibe la mente.

Atrevida suposición sería, con todo, imaginar en cada mente humana, considerado el hombre como artista y como persona de gusto, un mundo ideal completo de arquetipos o de ideas madres, que, ya nos sirvieran para realizar creaciones artísticas, o ya para juzgar las de los otros o las de Naturaleza. Además, sería contra toda experiencia el imaginar estas ideas innatas y perfectísimas, modelos de las cosas exteriores, antes de que las cosas exteriores nos transmitan su imagen por los sentidos. Luego no hay en la mente tal mundo ideal previo; no hay mujer ideal, ni caballo ideal, ni rosa ideal, ni música ideal, antes que las músicas, los caballos, las rosas y las mujeres reales que en el mundo existen penetren en imagen hasta nuestra alma, hiriendo los sentidos. Ya entonces, una vez percibido lo real, podemos formar los tipos ideales dentro de la mente; pero entonces nos sucederá, hasta cierto punto, lo mismo que a Praxiteles para formar su Venus en el mármol. Esto es, que, a fin de elegir lo mejor y más perfecto de lo real y formar lo ideal con ella, debemos poseer un criterio, una regla que venga a ser, no idea innata de una cosa o de otra, sino forma congénita de la mente, por cuya virtud se concibe una belleza universal, de la que, siempre que las cosas participan más o menos, se dice que son bellos.

Presupuesta ya esta belleza universal, pura e indeterminada de la mente, podría mirarse como base para construir una ciencia especulativa, por cuya virtud juzgásemos de la belleza exterior o la creásemos. Sería esto análogo a lo que con la idea de cantidad sucede, cuando sobre esta idea creamos una ciencia ideal, las matemáticas, que nos sirve para juzgar de todo lo real y apreciarlo, en cuanto hay en ello de cuantitativo, o bien para crear nuevas cosas por arte, sujeta a las reglas indefectibles de la cantidad, en fuerzas, en movimientos, en peso, en volumen, en todo aquello. en suma, que puede reducirse a número.

La diferencia está en que la cantidad se define fácilmente, y en categoría universal que a toda cosa pertenece, mientras que la belleza, que es una calidad que no en todas las cosas se halla, es difícil de definir, cuando no del todo indefinible.

Porque si volvemos a considerar la definición que hemos dado provisionalmente, diciendo que belleza es simetría, o unidad en la variedad, o armonía en el conjunto, presuponemos ya la belleza material y corpórea, mientras que por otro camino y discurso dialéctico: hemos venido a parar en una belleza universal, que está en la mente, y que es inmaterial, sencilla y sin partes, aunque nos da las reglas de la proporción y de la simetría que han de tener las partes de una belleza compuesta, corpórea y sensible. Hasta ahora no sacamos en claro sino que, a fin de juzgar de las cosas bellas exteriores, debe de haber una noción de lo bello en la mente; pues, de lo contrario, no habría bello ni feo, y se podría decir con razón el refrán: «De gustos no hay nada escrito», o más bien: «Sobre gustos no hay ley que valga.»

Kant puso una antinomia, afirmando primero que existía tal noción y negándola luego. La tesis y la antítesis de Kant, como no pocas otras cosas de Kant y de otros filósofos, pecan ya de sobrado claras y candorosas cuando se entienden. Todo ello se reduce a decir que la noción existe, pues si no existiera, nadie tendría derecho a exigir el convencimiento de otro ni a discutir sobre bellezas; y no es bastante clara, porque, si fuese bastante clara, nadie disputaría; todos convendrían en que esto es bello y aquello feo, sin la menor discusión, como todos convienen en que dos y tres son cinco. Resulta, pues, que, según Kant, no hay noción de la belleza en el entendimiento, pero la hay en la razón, esto es, poseemos un principio trascendental, indeterminado e indeterminable, en virtud del cual juzgamos si un objeto es bello o no lo es.

Nos quedamos así, después de Kant, tan a oscuras como antes. No sabemos qué es la belleza en su esencia, y en cierto modo tampoco sabemos lo que es en sus manifestaciones, sino sabemos sólo que una cosa es bella cuando nuestro juicio lo declara, en virtud del oscuro e ineludible principio trascendental susodicho.

Sumidos ahora en esta oscuridad kantiana, pondremos aquí varias de las vagas definiciones que de la belleza se han dado, a ver si nos traen alguna luz.

Según Platón, la belleza es difícil, es proporción y medida, es lo que es cumplido en sí, es lo que inspira amor.

Según Plotino, la belleza es inmaterial, es inteligible y no sensible, y no puede depender de proporción ni de medida. Viene, pues, la belleza a confundirse con el ser puro, con el bien supremo. El resplandor que este ser puro y este bien supremo vierte en las cosas materiales y visibles es lo que las hace bellas.

Este vago y poético concepto de la belleza en Platón y en los neoplatónicos debe de ser el que más se aproxima a la exactitud y a la verdad, y ha prevalecido casi hasta hoy, con pequeñas variantes. San Agustín, Boecio, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Dante, todos abundan en el sentir platónico al hablar de la belleza. Para todos, la belleza, en nuestro espíritu, es ley que deriva inmediatamente de Dios, y la belleza particular de cada cosa es un destello de la belleza absoluta que está en Dios mismo y que es inasequible a toda inteligencia finita. La belleza de Dios resplandece en las criaturas, como el sello que Dios mismo le pone. Y es singular que Dante, el poeta soñador y teólogo, y Bacon, el apóstol y jefe de la ciencia empírica, concuerden en esto del sello divino que hace bellas las cosas.

Los filósofos franceses e ingleses del siglo XVIII, obcecados, ya por el sensualismo o por el escepticismo, o han desconocido o han negado la belleza como cosa en sí. Para Hume, la belleza no es calidad de las cosas; está en el espíritu que las contempla. Lo que para uno es feo, es bonito para otro, como lo que es para uno dulce puede ser para otro amargo. «Así es -añade Hume- que puede ocurrir que uno vea una deformidad donde otro descubra una belleza. Cada cual debe limitarse a gozar de lo que le guste, sin empeñarse en someter a su gusto el de los demás. Buscar belleza o fealdad reales es empresa vana.»

Otros filósofos ingleses son más rastreros, aunque menos escépticos que Hume. No niegan que hay belleza; pero la ponen en la costumbre, en la unidad, en el tamaño, en la conveniencia, en la asociación, en la línea curva y, muy singularmente, en la utilidad. Para Dugald Stewart, nada hay más bello que una haza bien cultivada, y para Reid, el perro más bello es el que posee mejor olfato, y el carnero más bello el que tiene más lana y más fina y da mejores chuletas.

Los sensualistas franceses no anduvieron más atinados ni se mostraron más profundos. Diderot define la belleza como la proporción. Rousseau tenía idea más alta, pero no la formula. Para Voltaire, nada hay más relativo. Lo bello depende del sentir de cada persona o ente. Para un sapo, nada hay más bello que su sapa.

En Alemania es donde, en el siglo pasado, volvió a estudiarse mejor y a comprenderse más altamente la idea de la belleza, volviendo a dejarse sentir en los autores el influjo de la doctrina platónica.

Baumgarten llama a la belleza perfección sensible, esto es, reflejo de la belleza divina, que es la perfecta. Para Winckelman, la belleza suprema está en Dios; en el alma hay algo como imagen de esta belleza, y la belleza que vemos en las cosas es la que en ellas está confundida y mezclada, y que nosotros sacamos de ellas, por depuración, extrayendo aquello que más se aproxima al tipo ideal que concebimos, tomando como elemento para la concepción la idea del objeto material que llega a nosotros por los sentidos, y el principio indeterminado de la belleza absoluta que Dios nos graba en el alma.

En resolución: la mayoría de los filósofos y pensadores han venido a coincidir, desde muy antiguo, en que hay belleza que lo es para todos, y en que hay, por tanto, algo en todo espíritu humano en cuya virtud decide, coincidiendo con los demás espíritus, en que una cosa es bella o fea.

Después de la severa crítica de Kant, los tres grandes filósofos, sus sucesores, Fichte, Schelling y Hegel, el último sobre todo, han tratado altamente de la belleza; pero sus definiciones, que tampoco satisfacen, suelen no ser comprensibles sino dentro del cuadro completo o sistema de cada uno. La belleza es la armonía de lo ideal y de lo real; la consonancia del espíritu con la forma; la aparición de lo infinito en lo finito: definiciones todas que pueden reducirse al pensamiento platónico acerca de la belleza y que, en último análisis, no penetran hasta la esencia misma de lo bello.

Los dos únicos medios para acercarnos a una definición de la belleza son: primero, por negación, probando que no es bello lo que a menudo se confunde con lo bello, y segundo, por los efectos que lo bello produce, y no por lo que en sí mismo es.

En el primer medio o en el de la negación hay mucho que distinguir, porque, en cierto alto sentido, lo bello es agradable, y es útil y es bueno, y es amable; y en el mismo alto sentido todo lo que es bueno, agradable, útil y amable, tiene que ser bello por fuerza. Pero lo agradable, lo útil, lo bueno y lo amable de baja ley, de donde nacen en nosotros deleite, contento, satisfacción y amor de baja ley también, puede ser útil, bueno, etc., y no ser bello. Lo bello, pues, implica una perfección y una excelencia cuyo fin está en lo mismo que es bello y no fuera; por donde no hay objeto que, si es bello, o en lo que tiene de bello, considerado en sí, no sea bueno, si se considera con relación a cierto fin, y no sea agradable porque nos agrada; y no sea útil, porque ¿qué utilidad mayor que la de causar agrado?; y no sea bueno moralmente, porque su contemplación eleva y purifica el alma; y no sea deleitoso, de puro y santo deleite, porque nada deleita pura y santamente más que la belleza. Y, sin embargo, en un objeto altamente bello y que es a la vez bueno, deleitoso, útil, etc., distinguimos bien todas estas calidades y no las confundimos. Una hermosa mujer, pongamos por caso, será deleitosa por su trato y por su cariño para su amigo o su amante, buena por sus prendas morales, agradable por mil motivos, útil porque con su habilidad, con su talento y con otras aptitudes puede traer provecho y ventajas. Y tal vez a su agrado, a su utilidad y a su bondad contribuirá su hermosura; pero su hermosura, con todo, no se confundirá nunca en la mente de nadie con las otras prendas que la adornan, y será hermosa, porque es hermosa, y no porque es útil o buena, o deleitosa, o llena de agrado. ¿Por qué, pues, es hermosa la que es hermosa? Y volveremos a lo mismo, a lo indefinible de la belleza. ¿Es hermosa por la proporción, por la simetría, por la unidad en la variedad? Esto nada significa. Esto es decir lo mismo: es hermosa porque es hermosa, porque hay en ella aquella armonía y debida proporción de partes que requiere la hermosura, cuando la hermosura tiene partes. Además, hay belleza material e indivisible. ¿Cómo explicar entonces esta belleza? La virtud es bella, un alma humana es bella la ciencia es bella, es bella la verdad, es bello un acto, es bella una pasión, y así, son bellos mil objetos en que no hay partes, ni hay, por consiguiente, realizada armónica proporción entre ellos.

No sabemos, pues, lo que es la belleza. El signo característico más seguro para reconocerla está, no en su esencia, para nosotros desconocida, sino en el efecto capital que en nosotros produce. Este efecto es el amor puro, desinteresado, extraño, o, mejor dicho, superior a todo anhelo o deseo de poseer el objeto bello y amado, cuya mera contemplación produce deleite, que puede subir hasta ser bienaventuranza.

Así es que, por el efecto, podemos definir la belleza la cualidad que produce en quien la contempla amor desinteresado y puro. Pero como el fin del amor es el bien, la belleza se confundirá entonces con el bien. A lo cual puede contestarse que no se confunde. En las cosas hay bondad extrínseca, que viene a ser casi la utilidad. Esta bondad es como medio para llegar a un fin. No es esta bondad la que constituye la belleza. Es, sí, la bondad intrínseca, cuando se prescinde de todo fin, o cuando para nosotros no lo tiene, o si le tiene, le ignoramos. La belleza es el resplandor de esa bondad intrínseca, que brota con más o menos abundancia y pureza de los seres todos. Y como frecuentemente esta belleza está turbia, confusa y mezclada con impurezas y fealdades en lo real, ha nacido el arte, por cuya virtud el espíritu humano saca la belleza de las cosas naturales, y, ajustando la idea que concibe de ellas a su concepto universal de la belleza, y revistiéndola luego de forma sensible, con sonidos, palabras, colores, mármol o bronce, crea las obras de arte.

De esta suerte, el arte es sobrenatural y no lo es. El arte enmienda la Naturaleza y no la enmienda. El arte es más que la Naturaleza y no es más. El espíritu no debe considerarse fuera de la Naturaleza; el espíritu la completa y le da vida. En los objetos naturales e inanimados no hay belleza cuando no hay el espíritu que les presta el hombre al contemplarlos, percibiendo allí el orden y la armonía.

Resultado de todo nuestro estudio dialéctico es esta definición de la belleza: belleza es el resplandor de la bondad intrínseca, cuya mera contemplación produce puro deleite y amor desinteresado; pero aun creyendo que esta definición es la menos mala, todavía declaramos ingenuamente que al darla no hacemos sino alejar la dificultad, llevar la incógnita a otro término y no despejarla. ¿Qué es esa bondad intrínseca que, prescindiendo de utilidad, provecho o conveniencia, hay en las cosas, en unas más y en otras menos, y que da alguna luz de sí en todas ellas para los ojos penetrantes de todo noble espíritu humano? A esto menester es contestar que no sabemos qué pueda responderse, si no decimos con sentimiento religioso que esa bondad intrínseca es el sello, es algo del mismo Dios, que el mismo Dios pone en las cosas, porque está en ellas y porque las crea.




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La tortura en España

Por un artículo publicado en el Neues Wiener Tageblatt, y firmado por Federico Spielhagen, he llegado a saber que en Alemania y en Austria nos acusan de valernos aún de la tortura como procedimiento jurídico para descubrir a los autores y cómplices de ciertos delitos. Dicen que medio tan bárbaro ha sido empleado en Barcelona por los tribunales militares en las causas seguidas contra los anarquistas.

Aunque La Época, en su número del día 22, contesta como debe a la acusación lanzada contra nosotros y a las declamaciones del señor Spielhagen, no estará de más que otros periódicos traten del mismo asunto, y que estos periódicos sean independientes o de oposición al Gobierno, a fin de que se vea que no es para defenderlo, sino para defender a toda la nación de la injuria que se le hace.

Sin vacilación ni duda de ningún género, doy por seguro que la tal acusación está desprovista de todo fundamento; pero entiendo que en España debemos hacernos cargo de ella para rechazarla o justificarnos ante la opinión pública de Europa.

Es innegable que existen aún no pocas prevenciones de unos pueblos contra otros; y en Francia, Inglaterra y Alemania, naciones en el día más prósperas y poderosas, y acaso más adelantadas en industria y comercio y en organización militar y política, que las hace más fuertes por mar y por tierra, existe, además, la vulgar e injustificada manía de creerse también moralmente más adelantadas, de donde nace el frecuente empeño de humillarnos y de corregirnos, dándonos lecciones y vigilándonos para que no rebajemos el nivel altísimo hasta donde ha subido la moral en nuestro continente.

Siendo yo estudiante, hace ya muchísimos años, vino a parar en la misma fonda en que yo paraba en Granada un noble caballero belga que ha ocupado más tarde muy elevada posición en Roma, señalándose por sus fervorosos sentimientos católicos. Este caballero, entonces muy joven, se hizo gran amigo mío y siempre andábamos juntos durante su permanencia en la ciudad morisca. Pero, a pesar de su afecto, no podía resistir a la tentación de mortificarme, censurando la holgazanería o la carencia de habilidad de los españoles y nuestro deplorable atraso. Para ello me echaba en cara que desde el sombrero hasta los zapatos, todo cuanto yo vestía y calzaba, estaba hecho por manos extranjeras. No se lo negaba yo; pero me limitaba a contestar que nada de aquello me lo daban de balde quienes lo fabricaban, por donde resultaba evidente que mi padre, que entonces me mantenía, producía algo de un valor equivalente para comprármelo, lo cual era lo mismo que si produjese el paño de la levita, el reloj o cualquier otro dije o prenda con que yo me adornase. Concedamos que fuera de España se teje, se fabrican relojes, se guisa y se hacen otros primores que en España se hacen peor o que no se hacen; pero nada de esto se nos da de balde y por filantropía. Si para adquirirlo no acertásemos a hacer algo equivalente, tendríamos que andar en cueros. Lo único que se nos da de balde son las lecciones de moral, de las cuales es precisamente de lo que no necesitamos. No todo español puede poner una buena fonda, una fábrica de tejidos o una peluquería; pero hasta el más bolo entre los españoles puede hoy meterse a predicador, hablar de ilustración, de humanitarismo y de progreso, y echar sermones tan bonitos y edificantes como el que nos echa el señor Spielhagen, sin llevarnos nada por su trabajo, y fundándose en la no probada hipótesis de que en Barcelona hemos dado tormento a los presuntos reos.

Créanos el señor Spielhagen: si la certeza de hecho tan bárbaro estuviese demostrada, no sería menester que acudiese él a convencernos de su maldad, porque en la Prensa, en los clubs, en los ateneos, en las universidades en periódicos, en folletos y hasta en libros, la reprobación hubiera sido universal, y casi, o sin casi, nos atrevemos a afirmar que no hubiera habido un solo periódico en España, como en Alemania los ha habido, que considerase lícito o tolerable el empleo de tales medios contra los anarquistas. No hay español que no sepa que, aun cuando se pone fuera de toda ley y es un monstruo que se aparta y extraña de la Humanidad el que hace estallar una bomba en medio de una muchedumbre de seres humanos para causarles la muerte o espantosos tormentos, todavía el poder social no puede, sin rebajarse en cierto modo hasta el nivel de ese monstruo, atormentarle por ningún motivo ni imponerle más pena que las que están prescritas en los códigos, después de bien demostrado el delito.

Ahora bien: así nuestro Código Penal ordinario como nuestro Código de Justicia militar son de los más humanos y benignos vigentes hoy en el mundo. Ni en ellos ni en los procedimientos que prescriben hay nada que autorice o que dé pretexto o excusa a los jueces para emplear misteriosamente la violencia contra los reos a fin de que delaten a sus cómplices. Cada reo tiene el derecho y hasta el deber de elegir un abogado defensor; tanto, que si él no le elige, se le nombra defensor de oficio. ¿Cómo suponer, pues, que si algún reo hubiese sido atormentado su abogado defensor no hubiera denunciado aquel delito, marcando como blanco de la pública indignación a quienes le hubieran perpetrado? Por muy en secreto que se hubiera aplicado la tortura, ¿la podría ignorar el abogado defensor del torturado? Y si el empleo de la tortura se hubiese hecho público en Barcelona ¿no se hubieran levantado en contra hasta las piedras?

El pueblo español no se distingue por su afición a que los criminales sean castigados, sino más bien por la compasión que los criminales le inspiran, y a menudo, por cierta simpatía indulgente, no a causa del delito, que se aborrece, sino a causa del valor y del enérgico esfuerzo de voluntad que se ha empleado en cometerlo. Ello es que entre nosotros apenas se concibe lo que llaman linchar en los Estados Unidos, y es indispensable poner dificultades a los indultos para que no queden impunes muchos delitos o para que no sean insuficientemente castigados. Tal es en España el sentir popular, por donde considero imposible que en Barcelona se haya empleado la tortura, sin que los anarquistas, ni los socialistas, ni los republicanos, ni los demás hombres, en suma, que viven en aquella gran ciudad lo hayan sabido a ciencia cierta y hayan protestado solemnemente. Si algún anarquista residente en Barcelona, o tal vez residente en Francia, ha hecho cundir la voz de que en Barcelona se ha aplicado la tortura, y esta calumnia ha sido propalada por periódicos franceses, todo ha sido sin pruebas, como el señor Spielhagen tiene que confesarlo, por lo cual hubiera podido ahorrarse el trabajo que deben haberle costado sus declamaciones, a no ser que diga: «Si esto hago en seco, ¿qué no haré en mojado?»

Lo cierto es que los toros y la Inquisición nos perjudican mucho en las tierras extrañas, sirviendo de base en que se funda la fama que se nos da de crueles. No seré yo, por cierto, quien defienda ni la Inquisición ni los toros. Los toros siguen, pero la Inquisición ya pasó, y relativamente puede defenderse sin peligro de que se establezca de nuevo. Yo me limitaré a decir que en Alemania, por ejemplo, donde creo que no hubo Inquisición jamás, sólo por considerarlos brujos o brujas se han quemado, ahorcado y atormentado más seres humanos que ocho, diez o veinte veces las víctimas de la Inquisición en España y en todos sus dominios, cuando éstos se extendían no poco sobre el haz de la Tierra.

Más que para impugnación del artículo del señor Spielhagen, deseo que valga este artículo para seguir llamando, acerca de lo que dice, la atención en toda España, y singularmente en Barcelona, desde donde me alegraré que se conteste a dicho señor y a los periódicos alemanes y austríacos que nos acusan como él nos acusa.

No soy yo de los que se complacen en exagerar la perversidad de los delincuentes para aumentar el odio que tal vez inspiran. Este odio está reprobado pública y oficialmente por nosotros. Y yo he leído en las puertas de muchas cárceles esta piadosa inscripción: «Odia el delito y compadece al delincuente.» Para compadecerle, sin embargo, no creo que convenga ni que sea justo ir tan lejos como va el señor Spielhagen, haciendo cómplice, o, mejor diré, promovedor del crimen, a todo el cuerpo social o al Estado que le representa, el cual, por torpeza o por vicio, infunde tan rabiosa desesperación en algunos ánimos que los arrastra al crimen. Esta falsa y peligrosa doctrina está claramente expresada en el artículo del señor Spielhagen. Si fuera cierta, no dejarían de ser culpados los que, para remediar el mal, o movidos por la desesperación que el mal les causa, arrojan bombas de dinamita en medio de una muchedumbre descuidada e indefensa; pero todavía sobre el Estado, o más bien sobre la sociedad entera, caería el peso de la culpa en su origen, por causar la locura abominable, que induce a la culpa a las víctimas de la mala organización que la sociedad tiene. La verdad es que el señor Spielhagen no sabe lo que dice, o, teóricamente al menos, se hace tan anarquista como los que lanzaron las bombas.

Ni el Estado ni la sociedad pueden remediar ni evitar muchos de los males inherentes a la flaca y triste condición humana. Esos males tienen, sin duda, su raíz en la misma naturaleza de las cosas y se remediarán o se aliviarán, no repentina y violentamente, sino con el transcurso del tiempo y con calma y paciencia. El Estado, entre tanto, hace cuanto está a su alcance hacer. Y lo que es en España, la sociedad entera no puede ser más caritativa. Nobles y hermosas pruebas de su caridad están dando en los momentos difíciles que ahora atravesamos. Básteme citar lo que ocurre en mi ciudad natal, donde las malas cosechas y la completa destrucción de los viñedos por la filoxera han destruido la principal riqueza y han hundido en la miseria a los jornaleros. La cuarta parte de la población no puede hoy allí ganarse por el trabajo el sustento diario; pero la caridad los mantiene a todos. Será poco ingenioso recurso, pero no se me negará que es generoso y que quita todo pretexto o motivo para atenuar cualquier atentado contra la sociedad que de tal modo se conduce.

Quiero advertir, por último, que esta inagotable caridad del pueblo español no se limita sólo a los menesterosos y desvalidos, sino que se extiende, tal vez demasiado, hasta sobre los mismos criminales, en quienes no deja de ver, de respetar y hasta de amar un alma hecha a imagen de Dios atribuyéndole propensión y capacidad para la virtud y para el arrepentimiento, que un frío criterio tiene que tildar de inverosímiles.

Poco después de los horrendos crímenes anarquistas de Barcelona se ha representado en muchos teatros de España, con extraordinario aplauso, el drama de Sellés titulado Los domadores, que demuestra lo que digo. Un anarquista, resuelto ya a arrojar una bomba y a causar mil muertes, se deja enternecer por el inocente y bondadoso afecto de su mujer y de su hijo, se convierte y se hace punto menos que un santo. La milagrosa y dulce conversión ha sido solemnizada con las lágrimas y con el entusiasmo de los espectadores, entre los cuales pudo haber algunos de los parientes de las víctimas o tal vez víctimas mismas de las que escaparon con vida cuando los atentados de Barcelona.

Tal es y tal ha sido siempre la predisposición del público español a compadecer al que perpetra un delito, por horrible que sea, y a creerle capaz de contrición sincera, que le haga digno de que Dios le perdone y de que le miren con cariño fraternal y le tiendan la mano los hombres mismos a quienes ha ofendido. Es, pues, absurdo imaginar que en un pueblo que de esta suerte siente y piensa pueda todavía aplicarse a nadie la tortura.




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Lolita


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- I -

A no corta distancia de la Puerta del Sol, bullicioso centro de esta heroica villa, vivía, hace ya muchos años, la señorita doña Lola Rodríguez. Era su habitación el entresuelo de una casa nueva, en una de las mejores calles.

Sin preámbulos y sin pedir venia alguna, penetramos con el espíritu, que, invisible y sutil, se cuela o se filtra por donde quiere, en la habitación susodicha; pero seamos prudentes y comedidos y no penetremos a una hora inusitada y sospechosa, sino casi en el punto en que van a dar las once de una hermosa mañana del mes de mayo.

La señorita no está en casa. Tanto mejor. Volverá pronto; la aguardaremos, y aguardándola tendremos ocasión de registrar su vivienda y de enterarnos de todo sin que nadie lo note.

El cuarto es pequeño, pero no ha menester de más quien lo habita. Lola, huérfana de padre y madre, vive sin otra compañía que la de una a modo de criada antigua, que más que por criada pudiera pasar por dueña o por aya venerable, capaz de prestar autoridad y de infundir respeto. Esta criada o aya se llamaba Vicentica, y no era, por cierto, ni muy vieja ni muy fea. Distaba aún bastante de frisar en los cuarenta años y era una matronaza de frescas y apretadas carnes, alta y gruesa, con mucho garbo en el andar, y en sus ademanes y gestos al parecer briosa y decidida.

Su viudez le daba respetabilidad, y su conducta la sostenía, sin que para ello tuviese que mostrarse grave y severa. Vicentica era todo lo contrario: alegre, parlanchina y muy inclinada a contar historias y a dictar sentencias, que ella, cuando no los otros, consideraba agudezas o chistes, con vanidad tan candorosa como inofensiva.

Vicentica no tenía mal talle, porque la gordura no la había deformado. Y, gracias al esmerado aseo con que cuidaba su persona, su rostro moreno resplandecía como bruñido bronce, y sus abundantes cabellos, sin canas aún, parecían de ébano lustroso y hasta tenían reflejos azules, como las alas del cuervo. Sus negros y grandes ojos no carecían de fuego. Bien se mostraba en ellos, además, la jovialidad del carácter de Vicentica; pero su arrogante y marcial apostura desbarataba todo plan o propósito atrevido que pudiera nacer en la mente de los hombres que la trataban, los cuales, según he oído decir, más que amorosas aspiraciones, experimentaban, al lado de ella, sentimientos de medrosa veneración, muy semejantes a los que tiene cualquier humilde pilluelo cuando se encara y habla con un sargento de guardias civiles.

Tal era la apariencia de Vicentica, a quien iremos conociendo mejor y a fondo cuando veamos y tratemos de cerca en el proceso de esta historia.

Por lo pronto, Vicentica estaba sola en casa, y ya iba a la cocina a tenerlo todo preparado para el almuerzo, ya blandía el plumero o esgrimía la escoba para que todo en la sala estuviese limpio, terso y brillante. Vicentica, digámoslo así, tenía que multiplicarse en aquella casa, donde era a la vez ama de llaves, cocinera, aya, doncella y confidenta de la señorita doña Lola.

Por donde quiera estaba la casa saltando de limpia, dando testimonio de que era Vicentica infatigable trabajadora.

Quien entrase en aquella casa por primera vez, se preguntaría con curiosidad: «¿Qué clase de mujer será esta doña Lola, su ama?»

El diminuto salón estaba primorosamente alhajado. Pocos objetos había en él de gran valor, pero nada había que no fuese del mejor gusto. Y tal vez en algunas cosas podían notarse como los restos de un elegante bienestar: un pequeño escritorio con muchos cajoncitos y gavetas, adornados de embutidos de marfil, ébano y nácar, que formaban intrincados dibujos; varios juguetes, figurillas y vasos de porcelana, bronce y hasta plata, encerrados en una graciosa vitrina; butacas y sillas cómodas y cubiertas modestamente de telas no muy ricas ni de colores muy vivos; y sobre la chimenea, en miniatura, un espejo con marco de roble artísticamente tallado y unos candelabros y un reloj modestísimos, pero de bronce bueno y no de imitación o pacotilla.

En un gabinetito contiguo al salón estaba el tocador de Lola, todo muy aseado y curioso, pero sin perfumes ni afeites. Separado sólo del tocador por un cortinaje de cretona estaba el dormitorio de Lolita, donde apenas cabía ni había más que una cama de hierro, bien cuidada y muy pulcra; la mesita de noche, y sobre la cabecera de la cama, colgado en la pared, un crucifijo, en cuya cruz, al parecer de ébano, se veía la imagen de nuestro divino Redentor, sin duda de barro pintado, pero obra de gran mérito, debida a la mano de no vulgar artista. Varias estampas devotas de santos y santas adornaban, además, las paredes de la alcoba, y en la pared opuesta a la cabecera del lecho se veía un armario para la ropa, y al lado del armario, sobre una repisa, un San Antonio de Padua, también como el Cristo de barro cocido, y con un bonito y alegre Niño Jesús en sus brazos.

Asimismo había en la casa otro cuarto bastante capaz, donde dormía Vicentica, y entre éste y la alcoba de Lola otro cuarto mucho más reducido, destinado a las abluciones.

No faltaba, por último, un comedor que se había convertido en sala de costura y de lectura, en biblioteca y en despacho, porque Lolita y Vicentica comían juntas y como buenas camaradas en la mesa de la cocina. Vicentica tenía que levantarse a cada momento para quitar y traer platos, para poner en la mesa los manjares que ella misma había guisado y que estaban en el fuego.

No se extrañe que demos tan minuciosa descripción de aquella vivienda. Casi ha pasado una hora. Van a dar las doce, y Vicentica, que sabe la exactitud y puntualidad de Lola en acudir a la hora señalada, no duda que tardará ya pocos minutos en llegar y se emplea en hacer para el almuerzo una tortilla como único plato, pero tortilla complicada y abundante, porque ha de estar empedrada o llena de menudos tropiezos de jamón y ha de contener, además, exquisitos espárragos trigueros.

Llamaron a la puerta, abrió a escape Vicentica y entró Lola, de vuelta de la iglesia, con mantilla y basquiña, y con el devocionario en la mano.




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- II -

Las dos mujeres tenían tan buen apetito, que, no bien se saludaron, sin hablar y por acuerdo tácito, se sentaron a la mesa y arremetieron con tal denuedo a la tortilla ya mencionada, que en pocos minutos no quedó en los platos ni huella ni el más leve indicio de que la tortilla hubiese existido. Pudiera decirse que se evaporó o se disipó como un sueño.

Lola y Vicentica bebieron luego sendos tragos de un medianejo vino tinto de Valdepeñas.

Y, por último, Vicentica presentó sobre la mesa, en vez de postre, una gran sopera, donde, sin embargo, no había sopa, sino medio kilo de sabrosas y aromáticas fresas de Aranjuez, anegadas en dulce mar de cándida leche. Era la estación de las fresas, y eran las fresas, así preparadas, el postre favorito de Lola.

Ella y su acompañante, satisfecha el hambre y ambas de muy buen humor, desataron las lenguas y entablaron el siguiente diálogo:

-Alabemos a Dios -dijo Vicentica- y démosle gracias por los modestos recursos con que cuentas y que permiten que tan bien nos tratemos. La pobre rentita de tu caudalillo de Villalegre no bastaría para tanto lujo, pero tú tienes en las manos más rico caudal. Tu diestra, armada de las tijeras, produce más abundante fruto que el majuelo que tienes arrendado, único resto de los muchos bienes de tu padre. Y algo te ayudo yo, a pesar del tiempo que me roba el cuidado de la casa, ya con el dedal y la aguja, según la antigua usanza; ya cosiendo en la máquina, que no me negarás que al cabo he aprendido a manejar con notable destreza. Pero si he de decirte la verdad, yo soy para ti muy y ambiciosa, y nada de lo que hoy tenemos me satisface. Abiertos tienes tres caminos para llegar a la fortuna. Y es lo singular que bien puedes tú ir por los tres al mismo tiempo.

-¿Qué caminos tan raros son ésos? -interpuso Lolita, riendo y mostrando al reír, entre sus abiertos, frescos y colorados labios, dos brillantes hilos de perlas, que no otra cosa parecían sus sanos y menudos dientes.

-Pues voy a señalarte los tres caminos -contestó Vicentica-. Ya eres buena costurera. Lo probable, lo casi seguro, es que te acredites más, que logres tener muchas y buenas parroquianas y que te conviertas en una modista de primer orden. Este camino lo doy ya por andado. No quiero contarlo entre los tres. Es una vereda por donde al cabo adelantarías con lentitud. Y los tres caminos que yo veo son como ferrocarriles eléctricos, por donde correrías y volarías y subirías a lo más alto en un abrir y cerrar de ojos.

-Mira, Vicentica -repuso Lola-: yo no estoy descontenta de mi vida presente. No me devora la impaciencia de medrar; pero si el medro es fácil y si estos tres caminos son llanos, tonta sería yo en no seguirlos. Indícamelos, y ya verás qué pronto me voy por ellos, si no hallo inconveniente que me ataje.

-Pues el primer camino es el de los gorgoritos. No hay violín ni flauta que suene más dulce que tu voz. Cantas como una calandria, y, además, ¡con qué expresión!, ¡con qué maestría! Si salieses a las tablas en la Zarzuela o en Apolo, se hundiría a aplausos el teatro. Al ver tu palmito y tu linda cara, las mujeres se morirían de envidia y los hombres de amor.

-Tremendos estragos me anuncias: hundimientos de teatros y algo como epidemia mortal, con que mi presencia inficionaría al público. Cruel sería yo si siguiese ese primer camino. Indicame el segundo, a ver si mi conciencia, menos escrupulosa entonces, consiente que lo siga.

-El segundo camino es el de enamorar a uno de esos señorones ricos que te conocen y te admiran. Nada de ilegal, nada de incorrecto. No, señor. ¡Pues no faltaba más! ¡El cura por delante! Y yo no dudo de que en un dos por tres, si tú te empeñas en ello, te convertirías en duquesa, en marquesa o, por lo menos, en poderosa capitalista, arrastrando coches con campanillas y ruedas de goma, y tan maja y tan peripuesta como una emperatriz.

-Este segundo camino me parece mejor que el primero. Lo declaro sin hipocresía: no tengo inconveniente en seguirlo, pero ha de ser a condición de que el duque, el marqués o el banquero que de mí se enamore y me ofrezca su mano ha de enamorarme antes, y de tal suerte ha de enamorarme, que me ha de gustar y ha de rendir mi voluntad, aunque de repente desaparezcan sus riquezas y se quede más pobre que las ratas. Bien me enseñas este segundo camino, pero no ves tú lo que yo veo a la entrada de él: tan enmarañada red de condiciones, si no imposible, dificultosas, que me enredan en sus mallas y no me dejan dar un paso. Búscame novio a mi gusto.

-Ya te buscaré y te lo señalaré, aunque temo que sea tan superferolítico tu gusto, que ningún novio te pete. En fin: allá veremos. Voy a mostrarte ahora el tercer camino. Es el más llano, recto y seguro; pero debo confesar que es también el menos ameno de todos. Este tercer camino es el que abre para ti don Ramón, tu tío. Pues ¿es acaso moco de pavo la ventura que se te viene encima, como caída del cielo, con la llegada casi imprevista de un excelente tío en Indias, que trae el riñón bien cubierto? El tío, al parecer, está robusto; pero ¿quién sabe los alifafes que tendrá? Lo que yo sé es que cuenta ya sus setenta y cinco añitos bien cumplidos y largos de talle. No se sabe que haya dejado por esas Américas ser alguno racional de su crianza y labranza. Conque a mimarle y a cuidarle, y por lo pronto lloverán los regalitos, y si un poquito más tarde Dios le llama así, lo lamentaremos y lloraremos, aunque consolándonos con que seas tú su heredera. ¿Y quién ha de serlo con más títulos y derecho que la hija legítima de su hermano? Y no de un hermano así como quiera, sino de un hermano, aunque menor que él en edad, mayor que él en saber y gobierno, al menos en mejores días, antes que se desgobernase y se echase a disparatar en esta heroica villa, donde al cabo vino a arruinarse. Pero antes de la ruina él fue quien prestó a tu tío las alas con que ha volado. Esto no lo debe olvidar tu tío.

-A lo que yo presumo -dijo entonces Lolita-, es innegable que mi tío se valió del crédito de mi padre, cuando mi padre era rico para cimentar en él su fortuna. No consta, sin embargo que mi padre le prestase dinero, ni hay de ello la menor prueba. Mi tío, por consiguiente, no nos debe nada, y si algo quiere hacer por mí, será por el cariño o por el parentesco y sin la menor obligación. Si alguna hay que la gratitud le imponga, ha de ser tan moral, tan sutil y tan invisible, que no se muestre a los ojos de la conciencia de mi tío. Estos ojos, dicho sea con prudente sigilo, se me figura que son no se si de vista corta o cansada y que no quieren ver o que ven muy poco. En lo de mirar a mi tío, no hallo que sea, el camino tan recto y seguro como tú dices. Lo hallo, sí, muy poco ameno. En suma: el tío es fastidioso, caprichoso y exigente, quiere mandarlo y disponerlo todo, y bien pudiera ocurrir que, después de someterme yo a sus caprichos y manías, me quedase tocando tabletas. ¿Quién me asegura que él no tenga en Buenos Aires personas a quienes dejar sus bienes? Pero, prescindiendo de todo esto, repugna a mi carácter, con casi invencible repugnancia, el papel que tú me aconsejas hacer. No quiero ni puedo cultivar la herencia de mi tío. Ni Dios permita nunca que, afanada yo en tal cultivo, me ponga en peligro de desear que venga la muerte con su guadaña, para segar la mies y traer la cosecha a mi granero. Créeme: lo mejor es que yo me la busque con mi caletre y con mis manos, sin que dependa mi buena suerte de que canten a nadie el gori-gori. Y en cuanto a los regalillos, no te quepa duda, mi tío es muy agarrado y no nos los hará. Él no dice nada, pero basta ver su cara y su facha para imaginar que piensa:


   Como tú no te pongas
más manteleta
que la que yo te compre,
ya estarás fresca.

Muy contrariada Vicentica al ver que Lola hallaba mal los tres caminos que había trazado, y que se negaba a seguirlos, dirigió la conversación a otros puntos de menor trascendencia. Allá, en sus adentros, pensó que Lola no gustaba de dejarse guiar por sus manejos y que el único modo de que hiciese algo de lo que ella quería era no aconsejarselo, a fin de que sus resoluciones pareciesen dictadas por el propio juicio y no por inspiración extraña. Vicentica, sin embargo, no había podido resistir a la vehemente tentación de mostrarle los tres caminos que ella encontraba tan llanos. El de la costura era bueno para seguir viviendo, pero muy pobre y modestamente. Vicentica no esperaba, sino tal vez por casualidad y después de mucho tiempo, que llegase a ser Lola una modista acreditada y rica. Y, por el contrario, ya siguiendo cualquiera de los tres caminos, ya los tres al mismo tiempo, Vicentica veía que Lola se encumbraba a escape, que salía de la oscuridad, elevándose a esferas luminosas y altas, y que se convertía, como por encanto, en una señorona de fuste, conocida, admirada y envidiada por todo el mundo.

Con sentimientos, ya de compasión por la ceguera, ya de cólera por la terquedad con que Lolita se atenía a su juicio, vio Vicentica el ningún caso que aquélla hacía de sus amonestaciones, y se resignó a ser en silencio la ayudanta de una costurera pobre y modesta, a no ser que la joven se decidiese a seguir sus consejos sin confesar que los seguía, o lograse, sin buscarlas, las venturas que Vicentica le pronosticaba. Bien pudieran caer sobre Lolita, como llovidas del cielo, sin que ella diese un paso para recibirlas.

Con esta leve y vaga esperanza se consoló Vicentica del mal éxito de sus peroraciones.




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- III -

Lola quería tan entrañablemente a su acompañanta, aya, criada o lo que fuese, que jamás se negaba a escuchar con atención sus advertencias y las reglas de conducta que le dictaba, no oponiéndose a ellas, sino considerándolas discretísimas aunque reservando entero su libre albedrío.

El carácter de Lolita, la vida que había vivido hasta entonces, su mente soñadora y la educación recibida, hacían de ella el ser menos calculador y positivista de cuantos pueden imaginarse. De aquí que, hasta cierto punto, fuesen convenientes y útiles para Lolita los consejos de su acompañanta, porque refrenaban los vuelos de la arrebatada fantasía y retraían el espíritu a la Tierra, desde las encumbradas regiones imaginarias adonde solía remontarse.

No eran pecaminosos los razonamientos de Vicentica, pero estaban dictados por el más ruin sentir y el más ruin pensar que caben y pueden ajustarse dentro de la ley moral sin quebrantarla. En cambio, Lolita tenía otro consejero, no cerca, sino apartado, pero cuyos consejos pesaban con autoridad y fuerza en su ánimo. Lola los guardaba por escrito en una extensa carta, que leía y releía a menudo. Los consejos de la carta eran elevadísimos, pero poco prácticos. Seguirlos con fidelidad y por completo hubiera sido rayar en la perfección. Y Lola no se consideraba capaz de tanto.

Atraída, pues, en opuestas direcciones, por lo que le decía la carta y por lo que le decía Vicentica, Lola se colocaba en un medio, que no me atreveré yo a calificar de justo, aunque no era injusto tampoco. La carta a que nos referimos estaba escrita por el señor don Ramón Jurado, cura párroco de Villalegre, en cuya casa se había criado y había vivido Lola hasta la edad de dieciséis años.

Muy viejo, pero sano y robusto, vivía aún en el lugar el señor cura, donde pasaba, y no sin razón, por un modelo de virtud y por un pozo de ciencia. El señor cura había recogido en su casa a Lolita cuando apenas contaba dos años y había quedado huérfana de su madre. Había sido ésta una pobre y linda muchacha, prima del señor cura. Nacida de una falta que expió su madre con dura penitencia y al fin con la muerte, en soledad y abandono, Lolita halló en casa de su tío dulce amparo y santo refugio.

Harto sospechaban o sabían todos en el lugar quién era el padre de Lolita, pero ni él pensó en ella ni la reconoció hasta muy tarde.

Después de pasado mucho tiempo, don Pedro Gutiérrez, que así se llamaba el padre, vino al lugar a ver las fincas que todavía le quedaban y que trataba de vender. Don Pedro era aún bastante rico, pero las viñas y los olivares producen poco arrendados y están expuestos a que los arrendadores hagan con ellos algo parecido a lo que hizo con la gallina de los huevos de oro el hombre que la poseía.

Cuidar desde Madrid aquel caudal, sin venir nunca a verlo, le había probado muy mal a don Pedro. Varias veces había cambiado de administrador, y siempre le parecía peor y quedaba más descontento del último. El mismo don Pedro había sido administrador antes de ser propietario, y, juzgando de los otros por lo que de sí mismo sabía, su desconfianza en los administradores no podía ser mayor.

A pesar de todo, don Pedro había vivido en Madrid tan distraído en negocios de grandísima importancia y tan entregado a toda clase de devaneos, que había dejado pasar los años sin cuidarse de su caudal de Villalegre, del abandono en que lo tenía y de lo poco que le producía.

Acaso los recuerdos de la madre de Lola, de cuya muerte y de cuyas desventuras había sido ocasión, si no la causa, le tenían como huido de Villalegre, que era el lugar de su nacimiento, y le inspiraba repugnancia y hasta miedo de volver por allí.

El señor cura no había pensado jamás en vengar a su prima, aun suponiendo que fuese merecida la venganza y que su prima no se perdió porque quiso. Pero el señor cura, muy digno y honrado, jamás pidió auxilio a don Pedro para sostener a la huérfana, ni le excitó tampoco a que la reconociese por hija suya.

Impulsado don Pedro, en algunas ocasiones, por su poco escrupulosa conciencia, había insinuado que enviaría una pequeña pensión para el sostenimiento de la huérfana, aunque sin confesar que fuese su hija. El señor cura, con mansedumbre, a par que con entereza, había rechazado aquellas vergonzantes ofertas, asegurando que él se bastaba y no necesitaba de nadie para el mantenimiento y la educación de su sobrina.







FIN DE LA «MISCELÁNEA»



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