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Antología poética

Leopoldo de Trazegnies Granda

En un diminuto mar del infinito (1962)

Tú también te paseaste por mi casa.

Traías tu belleza desde lejos,

llevándola más lejos todavía.

Un momento estuviste detenida

mientras la risa se reía de la risa

y los espejos se miraban en tus ríos.

Estuviste fija en mis pupilas extranjeras.

¿No lo sabes?


Azul del cielo,

verde de la tierra,

mar; hombres,

hermanos. Cuarenta siglos

llevamos en el desierto.

¡Moisés!

El becerro de oro ya

ha tenido hijos de carne.

Otra vez somos esclavos,

esclavos del misterio.

Los profetas han embrutecido.

Hemos creado una ciudad absurda

de preguntas sin respuesta.

¡Moisés!

No sé a quién preguntar

por mi existencia, quiero saber

quién soy, para medir el infinito,

para andar seguro hacia el principio.

¡Moisés! Hacia el principio.


Espera oculta

Siempre, al levantarme en la mañana,

y ver que otra vez han puesto

los faroles y las casas en la calle,

que el espejo está pintando

de memoria las imágenes

(que yo no recordaba)

me doy cuenta que es un día nuevo,

un día más, me digo,

y me visto ilusionado,

me pongo mis zapatos negros

y sale Leopoldo a su trabajo.

Yo me quedo. Me quedo

en la puerta de mi casa, esperando,

sin zapatos, desnudo, solo,

esperando en la puerta de mi casa.


De las casas que nos poseyeron y fuimos abandonando (1973)

La casa de la música

En esa casa aprendimos concienzudamente la locura. Nos llenamos de música para que no pudieran atacarnos y memorizábamos el color de las flores para las horas de oscuridad. Pero nos acosaron los ruidos como perros y terminaron obligándonos a salir por las pistas negras para proveernos de víveres y entonces nos hicimos nómadas y no quisimos volver. Pero seguimos cantando.

La casa de la esperanza

En ella viví solo. Mis fantasmas no pudieron soportar el frío y las penumbras se quedaron vacías. Era un sótano. Allí podía pensar desde adentro, entre los eructos de las tuberías de una casa de gente trabajadora. Cuando se paraba el viejo ascensor los vecinos deambulaban al sol por las escaleras exteriores y las horas se hacían dulces y lentas como si de pronto a todos nos hubieran dado asueto para disfrutar de la vida. Al llegar la noche sólo los cuerpos tapaban las estrellas al subir por el pecho del edificio. Pero el resto de los días por mis altos ventanucos sólo entraba polvo, ruido y algo de luz.

La casa de los odios

En esa casa luchamos varios años contra las sombras. Las perseguíamos y aporreábamos contra todas las paredes hasta que derribamos los muros y desaparecieron los odios.

Versos del Oriental (1982)

Las flores del sol

cubren las acequias

y se confunden

con las que tú dejaste.

El viento silba

por el cuello de los montes.

Los caballos presienten

los pastos que van a nacer.

Detengo mi barca

en el lado oscuro del amanecer.

Los Andes arrodillados

parecen una gran isla,

pero al volver a mi choza,

veo el mar como un lago profundo,

Dios sabrá cuál es más grande.

Nace el día,

aleteo de patos,

temblor de estrellas y juncos,

azules perros saltando por los esteros

y colibrís de fuego

repartiendo candela por los trigales.

En la cañada del río

las piedras huelen a sol,

la última vez que nos vimos

tus faldas olían a trigo.

Desde los senderos

se divisa el valle.

Con el halcón he subido

para festejar el sabor de la tierra.


Sobre los naranjos

madura el aire.

Y los pájaros vuelan

a ninguna parte.

En la montaña

ha desaparecido el río

y tú ya estarás muy lejos,

ni el álamo más alto

podría saber dónde.

La noche se inquieta,

los perros se juntan,

brilla el campo,

me asomo y veo

el dorado maíz

en el granero del mundo.


Luciérnagas en los maizales,

la noche

no nos da miedo,

le aventamos músicas y ladridos.

Mis perros

al borde del mundo

se comen la luna.

Clarea en mi ventana,

oigo cantar en el camino

al hombre de la casa de adobe.

Sólo veo su sombrero de paja

y su bastón de caña verde

rasgando la niebla.


Calendario de Lurín (1998)

Jequetepeque, Nazca y Lurín

Clavó el gallo

su garganta azul

en tu carne

de pájaros dormidos.


Ayabaca, Lambayeque y Zarumilla

En mi corazón de vidrio

azulea

el aguardiente

de tus ojos.


Quiquijana y Chepén

Sobre tu piel sin canciones

caerá

mi noche

a cántaros.


Cinco poetas antiguos desconocidos (2008)

En las montañas a un amor perdido

No advertí tu leve paso

en las aguas arrugadas de mis sueños,

el amanecer azul del río

mezcló tus pies transparentes

con las hojas doradas del otoño.

¿Me habrías amado ciegamente?

¿Habrías lavado tus cabellos

en el vino oscuro de mis labios?

Ya sólo te puedo ofrecer el viento de mi amor

y la blanca canción de mis huesos helados.


Wang Bai-Yi (China, 681-752)

Epigramas de amor

I

No temas, Helena, al falso Zeus,

él no te desea como yo,

es Cerbero atado al pie del monte

y sólo le interesan las violetas de oro

que le arrojas al pasar.

II

Los eunucos escancian delirio en las copas

pero vosotras ninfas de Eros

colmáis de miel las jarras de nuestro deseo.

III

En la oscuridad resplandece tu belleza, Urania.

El seno que llevas descubierto

es el astro de pan dulce

que ofreces a la voracidad

de las aves nocturnas.


Teodognis de Alejandría (331-257 a. C.)

Para después de la luz (2011)

Nanas para poblar tus insomnios

A una niña que creció sin darse cuenta

Nana de la mariposa

Amor, eres como una mariposa

de colores pálidos

sólo visibles en la oscuridad.

Pliega las alas de tus pensamientos

y despréndete del leve peso de tu cuerpo.

Duerme así, como duermen las luces

y los pájaros en vuelo,

con los ojos abiertos en mi noche.


L. Tamaral (Lima, 1902-1992)

Jamás había sentido tan crecido el cielo

tanto mar invisible

sobre mi cuerpo

como esa noche

de espejismos entrelazados

de luces devoradas

por los peces de nuestras bocas

de senos caídos sobre el lecho

como dos gotas sumergidas

como dos brazos blancos

que llegaran a la oscuridad del agua.

Jamás, amor.


Trinidad Portlumière (Martinica, 1956)

Para un amigo

La vida es muy simple,
uno está aquí para reflexionar.


L. Tamaral




Consuela a los convalecientes saber

que las palomas son las mismas

en todos los tejados del mundo.

Que el suero es una vena helada

colgada temporalmente del cabecero.

Que cuando las enfermeras se lavan las manos

te dejan estrellas palpitando sobre el pulso.

Y si la noche se pone negra

como un viejo disco de vinilo,

no impide que esté nevando en Granada.

Porque a pesar de todo

brotará la hierba blanca al amanecer

y tú saldrás de aquí

corriendo y sin sombrero.


Alberto Ruiz-Cánepa (Málaga, 1968)

Versos de Shakîr Wa'el (2011)

Primer cuaderno: «Visita del joven Shakir a Granada»

Nada hay más superficial que una caricia, pero

qué profundidades alcanza, como las huellas de

las gaviotas en la arena que la marea desliza

hacia los fondos marinos.

Caricia es también tu mirada

la brisa de tus pensamientos

el jardín de tu pelo

tu manera de retirar el cuello

tus hombros de luna en sombra

tus pezones en la tormenta de tus vestidos

el oasis en reposo de tu ombligo

las riberas mayores y menores de tus labios

tus muslos fluviales

la pulpa frutal de tus rodillas

tus pies tus dedos tus uñas de colores

y tu sonrisa también que rompe el cielo.


Segundo cuaderno: «La tierra prodigiosa»

La visita

Te fui a visitar antes de partir

y tu conversación me hizo sentir

que si había llegado con harapos

te abandonaba vestido de gala.

Noche gloriosa

Hice míos los versos de Ibn Safar para dedicarte este poema:

Recorrí con mis besos las huellas de tus pasos,

como el lector recorre las letras en la línea.

Cubrí con sedas y velos de amor las dunas de tus pechos

mientras ocultabas la media luna de tu rostro.

Nos besamos y acariciamos

hasta romper los hilos de perlas

que abrazaban nuestros cuerpos

¡Oh, noche gloriosa!