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El «Doctor Carlino» de Luis de Góngora y la profanación de la honra

Laura Dolfi


Universidad de Udine



Escrita en 1613, muy pocos años después de la composición de Las firmezas de Isabela (1610), e interrumpida en pleno acto segundo1, la comedia del Doctor Carlino se presenta como texto complementario, desarrollo y confirmación de lo que Góngora afirma estructural y temáticamente en su obra dramática anterior. La rigurosa unidad de lugar y tiempo que caracteriza el enredo vuelve a marcar la elección de un «arte» teatral contrario a los preceptos de Lope de Vega2; la presencia de un médico como protagonista y en general de un medio social no connotado, pero sin duda no noble, corresponden a la profesión mercantil de los personajes de Las firmezas de Isabela; y finalmente el rencor de Gerardo hacia los amigos desleales, quienes sin darlo a conocer galantean a su querida Casilda, remiten una vez más al problema de la honra que había sido enfocado para Lelio como obsesión temerosa de la inconstancia mujeril. Antes, el tema del honor, propuesto de nuevo como primario motor del enredo, llega en el Doctor Carlino a sus consecuencias más extremas, no percibido ya como exigencia, aunque sí persistida, de prevención o de comprobación por parte del novio, sino más bien como necesidad ineludible de una venganza que sigue la ya averiguada consumación de la afrenta.

Mudada, en el paso de una a otra comedia, la situación en la que el protagonista es llamado a defender su dignidad amorosa, sustituida la sospecha por la certidumbre, la desconfianza por la seguridad de la culpa, es hasta demasiado patente el recurso a la solución sangrienta de la historia. Y esta solución parece configurarse como único final posible incluso para el protagonista, pues el comienzo de la comedia, sobreentendidos todavía los antecedentes, presenta a un Gerardo enojado dispuesto a retar a duelo a sus dos competidores, Tancredo y Enrico. Las palabras espadas, duelo, manchar, estacadas, sangre, celos que el doctor Carlino pronuncia sintetizan en pocos versos, ya desde las primeras intervenciones, los elementos primarios de la ofensa, de los celos y del desquite.

Sin utilizar mediaciones a menudo usuales3, Góngora introduce en seguida en la escena al personaje principal y afronta, sin más dilación, el tema fundamental en torno al cual girará el enredo de la comedia: la traición y sus inevitables consecuencias. Pero si el lenguaje que los personajes utilizan anuncia acontecimientos trágicos, el contexto general y el tono del diálogo disminuyen su violencia hasta querer casi contradecir su significación literal. Aunque sí consciente de la necesidad de la venganza, don Luis parece de esta manera amonestar intencionalmente al espectador ante la tentación de una entrega demasiado fácil a un desenlace tópico. La reivindicación amorosa y la defensa del honor, aún no fijados en sus resultados, llegan a ser así objeto de una disputa casi teórica que ve a los dos personajes contrapuestos defender en la escena posturas morales y sociales antinómicas. Esta intención dialéctica la confirma también el contenido de las metáforas utilizadas, pues Gerardo en su réplica compara a Carlino con un defensor locuaz que «aboga» por su causa4 y al Amor se le personifica en un juez con poderes absolutos:


   Desde una roca un Doctor
muy bien por la paz aboga
sin considerar mejor,
que de la más grave toca
hace banderas Amor.


(vv. 21-25).                


Por otra parte, el vocativo que empieza el diálogo en la 1.ª escena, igualmente que las siguientes ejemplificaciones, comparaciones o citas de auctoritates se ajustan bien a la fase introductoria de una arenga forense. Si en efecto el doctor rehúsa con decisión la hipótesis de presenciar al reto entre Gerardo por un lado y Tancredo y Enrico por el otro, su rechazo no está fundado en la técnica de la negación directa, sino más hábilmente en la de la devaluación del método que el amigo ha elegido. Por medio de la contraposición cronológica hoy / nuestros abuelos se define sin duda fuera de moda la ley del duelo; espadas, sangre, estacadas aparecen como herencias de un pasado ya inadecuado incluso para la dignidad del ser humano:

DOCTOR.
Gerardo, nuestros abuelos
graduando sus espadas
en las leyes de sus duelos,
mancharon las estacadas
con la sangre de sus celos,
   ley tan bestialmente impresa
solamente hoy se profesa
entre galanes de vacas,
a cuyas armas no flacas,
es palenque la dehesa.

(vv. 1-10).                


Al rechazo de una normativa bárbara que ve al galán, preso de celos, desmentir acostumbradas y civiles cortesías para convertir con las hazañas descomedidas de su espada el «palenque» en una «dehesa», se añade aquí una referencia directa a la ofensa sufrida. Y si la sinestesia «galanes de vacas» introducida en confirmación de la «ley tan bestialmente impresa» sintetiza irónicamente el deslizamiento del nivel cortesano-diario al natural-animal, la comparación se muestra más sutil al colocar al lado de la evidente significación literal (guiada por la serie celos, galán, armas, palenque) la metafórica sobreentendida que (a través de las equivalencias semánticas que la perífrasis galanes de vacas-toro y la catacresis armas-cuernos sugieren) alude de manera hasta demasiado patente a un Gerardo irreparablemente cornudo.

Admitida sin duda alguna la veracidad de la traición y ya transformadas en patrimonio sólo de belicosos toros los honrados celos y duelos de los abuelos, es ahora la motivación del desafío que reniega Carlino, el cual utiliza el mito como antes la metáfora a modo de sostén dialéctico de su perorata. Fácil es la confrontación entre un Gerardo listo para matar con la espada a sus rivales por la infidelidad de Casilda y el guerrero Marte que, convertido en jabalí por la inconstancia amorosa de Venus, dará muerte a Adonis. Equivalente al hoy anterior, la connotación temporal estos días aparece aquí para subrayar el alejamiento de aquellas normas establecidas y aceptadas por la sociedad o por la tradición cultural. Hasta el personaje mitológico se distancia de su propia imagen y, vuelto sabio, rechaza la metamorfosis:


   y estos días para mí
tan discreto Marte está,
que manda se quede así
quien se convirtiere ya
de Venus en jabalí.


(vv. 11-15).                


Y mientras la puntualización «para mí» parece moderar restringiéndolo a una medida personal el juicio expresado por el doctor, la estrofa siguiente subraya su contenido con un anhelo de exhaustividad que niega y sobre todo envilece al objeto del mito. Confrontado con la realidad, el elemento heroico se desvirtúa de su potencia y encanto y la metamorfosis, no sólo declarada importuna sino hasta equivocada aun en su hipotética realización, pierde todo sentido ejemplar posible:


   ¿Sabéis lo que decir quiero?,
que será un puerco casero
quien por una mujer zaina
desnudare de su vaina
ningún colmillo de acero.


(vv. 16-20).                


Una vez que el doctor ha demostrado la inutilidad absoluta de la empresa e igualado irreverentemente la figura del «defensor de la honra» a un puerco casero, queda sólo a Gerardo el decidir su proceder. La asociación convencional de la honra con un gusano que roe lentamente (vv. 36-40), la imposibilidad de seguir siendo amigo de quien se portó deslealmente (vv. 56-60), la intolerancia por dilaciones inútiles:


   ¿Ves mi honra en opiniones
y la fe desotra en dudas,
y a reducirme te pones
con ilaciones agudas
de sofísticas razones?


(vv. 121-25),                


acompañan en el diálogo sucesivo la confirmación de una venganza sangrienta inevitable:


[cofrades] de sangre ellos lo han de ser


(v. 94),                



yo haré su disciplina
de los filos desta espada


(vv. 99-100),                



Una puñalada fiera


(v. 153),                



en matallas pocas dudas
pusieron las manos mías


(vv. 157-58).                


Mucho más obstinada es en cambio la contestación del doctor y la propuesta alternativa que sugiere un resarcimiento distinto y más oportuno. Y de nuevo las opuestas posibilidades de desenlace las entremedia el recuerdo de personajes ejemplares. La contraposición del feroz macabeo Matatías y del falaz Judas vuelve a proponer en efecto, en el interior del mundo judaico-cristiano, aquella posibilidad de metamorfosis anteriormente negada en el interior del mito:


Deste [Judas] has de ser hoy traslado
bien y fielmente sacado


(vv. 165-66).                


Antes bien la identificación con la figura elegida no sólo es aconsejada y permitida, sino incluso impuesta casi como condena fatal:


   ¿Quién te ha hecho Matatías
cuando quiero que seas Judas


(vv. 159-60).                



[...] del sino
del señor doctor Carlino
has de andar autorizado.
    A la disimulación
mi consejo hoy te condena


(vv. 167-71).                


El directo homicidio se sustituye de esta manera con el engaño, mientras en las palabras de Carlino el predicado matar, que Gerardo acaba de pronunciar en confirmación del desafío planeado (v. 157), se hace elemento de trámite y elogio de una hipocresía eficaz que niega una vez más toda solución cruenta:


   No ya el Macabeo caudillo,
sino aquel siempre travieso
calabrés poco sencillo,
que mató más con el beso
que el otro con el cuchillo.


(vv. 161-64).                


La recuperación de la honra parece encontrar lugar sólo en la simulación. Y también la conveniencia de una actitud discreta que no pregone con duelos públicos (vv. 18190) la afrenta recibida se configura más que como elemento de defensa de la reputación personal, sobre todo como técnica de engaño, como elemento de trampa y de bellaquería continuada:


Pide el ánimo al hurón,
la máscara a la sirena,
y la cola al escorpión;
    y sobre todo, el recato
pide al ladronesco trato.


(vv. 172-76).                


Llegamos así en cláusula a la peroración de Carlino a la última, definitiva, metamorfosis. Casi con una perfecta estructura quiástica, el objeto elegido para la identificación con el amigo traicionado está sacado una vez más del mundo de la naturaleza: al toro belicoso, símbolo único de la convencional y trágica venganza, se sustituye una trilogía animal (el hurón, la sirena, el escorpión) que representa las más sutiles exigencias de un resarcimiento no acostumbrado pero insidioso.

Concluido con esta última comparación el debate sobre la postura más conveniente que se debe asumir, es justamente Gerardo quien lleva el diálogo hacia una dirección distinta preguntando por Lucrecia (vv. 191-92) e informando de esa manera indirecta al espectador de los planes que el médico ha concebido por adelantado. La referencia a sí mismo como Tarquinio, a Tancredo como Colatino y la homonimia evidente de la mujer con la noble romana seducida constituyen la pantalla detrás de la cual se oculta la venganza alternativa tácitamente ya aceptada (vv. 196-200). Dejada toda posibilidad de ulteriores trabajos, de buen grado Gerardo se conforma al proyecto de Carlino:


   Trazas tienes, y modelos
para reparar mis celos,
tan excelentes [...]


(vv. 206-8).                


La deshonra, presentada inicialmente como tema primario de la comedia, como exigencia reiterada de un legítimo e inevitable castigo, en realidad llega a ser para los protagonistas (ya sustituido el honor por los individuales celos) solamente una oportunidad de tejer más afrentas y divertidas burlas. Gerardo podrá así satisfacerse de sus competidores por un lado instigando al adulterio a Lucrecia, mujer de Tancredo, y por otro insidiando la honestidad de Leonora, hermana de Enrico. Limitada la disputa a los solos primeros 190 versos del I acto, desmentida la defensa convencional de la honra y abandonada toda atmósfera trágica posible, el enredo se encamina resueltamente hacia aquel clima de alegre desenfado que ha caracterizado, hasta este momento, únicamente la actitud profanadora de Carlino. Y si la descripción burlesca de la figura del médico como supremo homicida había vaciado ya de cualquier contenido ideológico la defensa del «justo» duelo:

DOCTOR.
Pues lo llevas de esa suerte
mata a entrambos, pero advierte
que ha de ir contigo el doctor.
Porque el médico mejor
un montante es de la muerte

(vv. 126-30),                


igualmente envilecido y anulado también en su consideración social aparece la honra en las palabras de un Gerardo indiferente del todo con tal de lograr su finalidad, a la licitud de los métodos adoptados.

El defensor de su fama, transformado de esta manera en promovedor de la deshonra ajena, ya dispuesto a pagar cualquier precio para alcanzar los favores de Lucrecia:


   ¿En cuánto la hechura precia?
que en ningún precio reparo


(vv. 194-95),                


se limita en efecto sólo a una breve y débil objeción ante las «trazas tan excelentes»; que el doctor sugiere:


   Sólo el honor te replica
ser vergonzosa esa paga


(vv. 211-12).                


El honor, ya preferiblemente sustituido en el diálogo por la referencia a los celos y a la venganza5, desde este momento es olvidado por completo, mientras que se acepta la disimulación y el engaño y se disfruta con satisfacción la posibilidad de actuar con los rivales una traición análoga a la que se acaba de sufrir:


   Quiero, con ardid extraño,
que las cosas deste daño
él las pague, porque entiendo
se disimula un remiendo
mejor si es del mismo paño.


(vv. 256-60).                


Convertida así la ofensa en instrumento de rescate personal, los papeles encarnados por los personajes se invierten: el ultrajado Gerardo llega a ser portador de la afrenta, y Tancredo aparece en las palabras de Carlino como hombre muy honrado:


Gerardo, quien a ofender
entra a un hombre tan honrado.


(vv. 243-44).                


Con la complicidad del doctor, que se confirma a lo largo de todo el desarrollo de la comedia, único, verdadero artífice de los engaños, se organiza y consuma la traición. Y si Góngora hiperboliza intencionalmente, desdoblándolo, el ultraje cumplido, incluso la venganza resulta inevitablemente duplicada. De todas formas, el espectador no se encuentra, como suele pasar, ante dos historias paralelas que proponen a menudo soluciones alternativas. Aquí, rehuyendo de tópicas simetrías de parejas y liquidado en el diálogo de la 1.ª escena toda posible solución distinta de la que se adoptará en la acción, Don Luis ha elegido como base sobre la que articular el enredo sólo dos amantes: Gerardo y Casilda.

Ya al empezar se confiere al personaje femenino una función secundaria y la intriga converge en el hombre engañado y en la necesidad de satisfacer el agravio6. Y si Gerardo decide dejar en seguida sus propósitos truculentos, ni siquiera Lucrecia (primer objeto del desquite) parece oponer mucha resistencia a los deseos del joven, es más, propone un paralelo anhelo de venganza como comprobación de su disculpa. De igual modo que Gerardo quiere humillar la dignidad matrimonial de Tancredo gozando de su mujer; Lucrecia piensa, con la misma acción, quitarle el cortejador a su antagonista Casilda:


   No es Amor quien me ha rendido
sino un vengativo afán7
por quitalle a una el galán,
que me quitaba el marido.


(vv. 1350-53).                


Incluso la mujer se compromete así, por rencor a la rival, en la problemática general del honor. Equiparada Casilda a los desleales Tancredo y Enrico, Lucrecia se pone, como Gerardo y de manera del todo desacostumbrada para la sociedad de aquel entonces, en la condición de considerarse «deshonrada», no por el adulterio que acaba de realizar (justificada compensación de la ofensa sufrida), sino más bien por la traición que su marido le hizo. Y, tácitamente conformes en la técnica de la disimulación, los dos amantes, sorprendidos al acabar de consumar su culpa-venganza, encubren la realidad con argumentaciones ingeniosas e improvisadas.

Hay que subrayar de todas formas que, si el honor, como exigencia primaria y justa, Góngora lo sustituye por otros sentimientos menos «nobles» como los celos y el rencor personal, incluso estos últimos se descubren en realidad falsos, simples máscaras para esconder el interés o su propio gusto. Mientras en efecto Carlino, para reafirmar la validez objetiva de sus intentos, opina que la de Gerardo «venganza es y no apetito» (v. 246), y el joven confirma esta opinión recordando la traición sufrida y la consecuente, debida, punición elegida para con Tancredo:

GERARDO.
¿Quién a Casilda el maldito
papel escribió?
DOCTOR.
Tancredo
GERARDO.
Pues a él en costas puedo
condenalle por lo escrito

(vv. 247-50),                


muy distinta es su postura cuando, en la habitación de Lucrecia al comienzo del II acto8, lo escuchamos, descuidado de su propósito de venganza declarado, comentar complacido la hermosura de la mujer y su deseo pagado:


Lucrecia bella, el Príncipe Troyano
(que tan por su mal fue pastor Ideo)
cuando admitió a duelo soberano
tres derechos divinos y un deseo,
no vio distinto, no, en medio del llano,
lo que yo junto en vuestro lecho veo;
beldad desnuda, con saber armado,
y valor de excelencias coronado.


(vv. 1227-33).                


Ni este primer cotejo, que ve al joven comparado con un nuevo Paris y a Lucrecia vencer en hermosura a la misma tríada divina (Minerva, Juno, Venus), parece suficiente para expresar la satisfacción por el bien que se acaba de poseer, pues a una mayor alabanza de la beldad femenina se añade una segunda confrontación mitológica: el divino Júpiter envidioso por haber sido sobrepasado «por más hermosa causa»:


   Lasciva invidia le consume el pecho
al decano inmortal del alto coro,
que por manchar un casto, y otro lecho
fingió ser cisne ya, mintió ser toro:
de que por más hermosa causa, hecho
luciente pluvia yo de granos de oro,
si engañar al cuidado no he sabido
de un padre rey, de un viejo prevenido,
    al menos de un marido
frustrar sé los designos [...]


(vv. 1248-57).                


Y aún nuevos paralelismos e hipérboles se añaden subrayando el placer por los favores otorgados:


No cuente piedra, no, este alegre día,
que a tanta dicha su blancura es poca:
cuéntele perlas, que el Oriente fía
de la purpúrea concha de tu boca;
cristal le cuente, que la industria mía
en tu roca gozó, que ya no es roca,
sino cuerpo de espumas animado,
que venera por madre el Dios vendado.
    ¡Dichoso el que a tu lado
no a lumbre muerta en noche gozó obscura,
sino con Sol, el sol de tu hermosura!


(vv. 1259-69).                


Si en Gerardo es evidente la subordinación de la «venganza» al «gozo» y a la «industria», incluso para Lucrecia el motivo real del adulterio conduce, y ni siquiera de manera demasiado oculta, al provecho personal, a la recompensa de cien escudos que el joven amante le ha prometido. Sensualidad y codicia prevalecen y se funden falseando las iniciales motivaciones de honor en una atmósfera de satisfacción recíproca que no sólo excluye incertidumbres y remordimientos, sino que más bien parece prever y ratificar una absolución indudable:


   Bien quedo lisonjeada
del servicio que te he hecho,
si tanto vas satisfecho
cuanto me dejas pagada


(vv. 1270-73),                



   Que aunque destos yerros es
cualquiera disculpa mala,
[...] admitirán
la lima de tal galán,
y el oro de tanto escudo


(vv. 1280-89),                



la satisfacción bastante
de tu gracia, y mi cudicia,
defendería mi justicia [...]


(vv. 1302-5).                


Ya desenmascaradas las exigencias y finalidades reales de los protagonistas, honra y venganza están relegadas a la simple función de motores iniciales de la acción. Incluso la trampa que Gerardo pone a Leonora9, si se justifica formalmente como resarcimiento por la traición de Enrico (en el paralelismo de la venganza la figura de la hermana sustituye aquí la falta de la mujer), en realidad esconde la intención de apoderarse de la rica dote de Leonora con unas bodas sin duda ventajosas:


Mas, necio, ¿diez mil ducados
con un ángel no son buenos?
    Bonísimos; ¿pues que aguardo?


(vv. 1560-62),                



yo más que tú lo deseo,
por hacer tan rico empleo
de virtud y de beldad.


(vv. 1619-21).                


El interés vuelve así a imponerse sobre el resentimiento por la honra violada. Tampoco parece ser mayor la atención que los personajes, siempre preocupados por el logro de su beneficio, dirigen a la defensa preventiva de la fama mujeril. En efecto, ansioso de encontrarse con Casilda y con tal de librarse de un rival importuno, Enrico opone sólo una tenue resistencia a la propuesta de introducir a un hombre en la casa de la joven hermana:10


   Bien está, pero ¿no ves,
que en casa de una doncella,
sin mujer mayor en ella,
es yerro, y peligro es
    entrar humana criatura?


(vv. 1802-6),                


y acabará cediendo sin demasiadas perplejidades una vez puesto ante una alternativa que contrapone, sin posibilidad de mediación, la defensa de la opinión femenina a la actuación de su deseo:

DOCTOR.
El término es corto, Enrico;
o acometello, o dejallo.
ENRICO.
Obedeciéndote callo,
y callando te replico.
Hágase [...]
Lo dicho, dicho, Doctor.

(vv. 1842-46, 1869).                


Ultrajes y burlas se subsiguen de esta manera y los personajes cuando engañan son a su vez engañados. Lucrecia, que cree que el amante la pagó, se ve quitar en seguida el pago recibido; Tancredo, que piensa deshonrar a su rival, es al contrario deshonrado por él; Enrico, convencido de que va a lograr los favores de Casilda, en realidad pone en riesgo la honestidad de su hermana; el viejo Tristán, confiado en la terapia de Carlino, tendrá que aguantar purgas innecesarias y preguntas molestas; e incluso Gerardo, en apariencia el único que disfruta de los engaños realizados, es en realidad a su vez burlado por la malicia del doctor11. Con un juego de perspectivas entrelazadas, los engaños se vuelcan y se acumulan implicando a los varios personajes, en la preferencia general de un ludus irreverente y burlón.

Las quejas de Gerardo ante el honor violado se sustituyen así por un declarado hedonismo, mientras la contraposición cronológica entre el ayer y el hoy vuelve a atestiguar en sus palabras12 el valor sobrepasado de la ética de la honra y la aceptación definitiva de una norma de vida diferente fundada en el engaño y en la hipocresía:


[...] Baste,
que mi hacienda se gaste
sin desperdiciar mis años,


(vv. 326-29),                



   Andaba yo antes muy necio
diciendo lo que sentía,
sintiendo lo que decía,
y dándolo todo a un precio;
    ofreciendo mi persona
con voluntad verdadera [...]
    Yo a lo moderno he de andar,
colear quiero y lamer;
al más lamido morder,
y al mordido saludar.


(vv. 1542-53).                


Incluso Casilda, objeto de la contienda amorosa y motivo de los propósitos cruentos iniciales, pierde de pronto todo atractivo para el amante, quien entrevé en perspectiva combinaciones amorosas más interesantes y oportunas. En efecto, son suficientes pocas alusiones a la posibilidad de una fácil aventura erótica con Lucrecia o a la manera de introducirse sin clamor en casa de Leonora:

DOCTOR.
Cien escudos de oro fino
te dejarán ser Tarquino
y si esta noche quiés sello,
su lecho te espera bello.

(vv. 196-99),                


GERARDO.
¿Qué respondió al fin Leonora?
DOCTOR.
Que esta noche tendrás hora.

(vv. 396-97)                


para que la firme declaración amorosa pronunciada unos instantes antes:

GERARDO.
Cinco años ha, y aún más,
que por esta mujer [Casilda] ardo,
sin templar mi ardor jamás.

(vv. 101-3)13                


sea completamente desmentida, renegada hasta el desprecio, en la elección de una figura femenina distinta, Leonora:

DOCTOR.
¿Y el ídolo soberano,
de beldad imagen rara,
Casilda?
GERARDO.
Su nombre ya con su fama
escupo.
DOCTOR.
¿No es ya tu dama
madona?
GERARDO.
Leonora viva.

(vv. 301-8).                


Contestado ya el método tradicional para recobrar o defender la honra (elegido el deshonor ajeno, la burla, el provecho personal) se anula, con la indiferencia ahora manifestada, hasta la motivación de la venganza; y la «fama» mujeril, no ya considerada un bien que hay que defender, se hace elemento de ostentada irrisión. Aquella defensa individual y coral de la honra repetida y resueltamente afirmada por Lope de Vega hasta las soluciones más feroces y truculentas14 se ve así irreparablemente disminuida y profanada. Casi contraponiéndose una vez más no sólo a la técnica, sino hasta a los asuntos preferidos por el Fénix, Góngora presenta en su comedia una venganza amorosa y una defensa del honor ya completamente vacías de toda significación. Y si con el desarrollo del enredo el rebajar el tema (declarado después de las primeras escenas) se hace evidente por la subordinación a sentimientos más mezquinos (la avidez y la lujuria) y por el prevalecer de la satisfacción de los engaños actuados, ya la inicial duplicación de la ofensa que impone a Gerardo una contemporánea y dúplice necesidad de venganza parece querer conferir a la historia un tono paradójico.

Por otra parte, si el joven sin lamentarse demasiado renuncia a batirse en duelo, la utilización de la espada es rechazada de nuevo ante las instancias de Lucrecia ultrajada por Gerardo15. También esta segunda posibilidad ofrecida a los personajes de aceptar al fin la tradicional compensación cruenta del honor violado se aparta y es una vez más la indiferencia que prevalece sobre las peticiones de la mujer ofendida. La disponibilidad total que Tisberto expresa, conforme a un tópico papel de amante devoto, subrayada y medida sintácticamente por la anáfora16 para hiperbolizar más:

TISBERTO.
¿Quiés que le quite algún guante
al animal más feroz
el imperio de mi voz,
las armas de mi semblante?
   ¿Quiés con un solo bastón,
que te hurte el brazo mío,
aunque en poder de mi tío
te corone un escuadrón?
   ¿Quiés que después de hurtada
asegure nuestro amor
la Troya de mi valor,
cuyos muros son mi espada?

(vv. 1518-29).                


se descubre, como el interés por el honor, mera e inconstante apariencia:

TISBERTO.
[...] ¡Cosa es recia,
hermosísima Lucrecia,
cruzar la cara a Gerardo!
[...] quiero
consultárselo primero
al Licenciado almohada.

(vv. 1563-69).                


De cualquier modo, el clima general de desenfado excluye, e independientemente de la situación representada, la presencia de tonos trágicos. La negación absoluta del código de los antepasados corresponde en efecto a una concepción de la vida que, aceptando el engaño y la burla, niega la presencia de víctimas. Después de la disminución de la venganza que Gerardo realiza en ventaja propia, incluso el rechazo de la explícita llamada de socorro por parte de la mujer:


[...] de tu espada mi ruego
impetra cierta venganza.


(vv. 1516-17)                


se asimila en el fluir del diálogo de manera completamente indolora. Así, Lucrecia, a quien el movimiento escénico implica de nuevo en el enredo, se limita a glosar, sólo con un rápido e irónico «Palabritas de Pilatos» (v. 1601), la falsedad de los presentes. Tampoco es casual desde este punto de vista que Góngora elija como protagonistas unos verdaderos anti-héroes, personajes no nobles, inconstantes y sin escrúpulos, y a menudo hasta canallescos. Lucrecia, por ejemplo, en el momento en el que pide venganza por el agravio sufrido propone e insiste en su deshonra17; Tisberto no tiene reparo en engañar la confianza ingenua de su tío18; etc. En pocas palabras, ningún personaje parece exento de dobleces y ambigüedades. Incluso el objeto de la controversia de honor, el «ídolo soberano / de beldad imagen raro / Casilda19» se descubre como una mujer práctica, interesada por el dinero, dispuesta a la burla y a la vulgaridad y, en fin, no demasiado preocupada por la suerte de su fama20.

Análogamente, también Carlino, aun si se declara consejero desinteresado de Gerardo, no tiene reparos en utilizar artificios simulados y sutiles para poder casarse al fin con Casilda; la venganza, las burlas y hasta los consiguientes atentados contra la honra femenina (Lucrecia, Leonora) vuelven a ser así para él sólo una manera fácil de quitar de en medio su molesto antagonista en amor. Es más, mientras ingenuamente el joven Gerardo se alegra de su papel de protagonista del engaño:

GERARDO.
[...] A Lucrecia tengo en pan:
en pastel me falta ahora
de echar, si puedo, a Leonora
que está para don Tristán.

(vv. 1554-57),                


la función de personaje-guía del enredo ha pasado de modo automático, con su renuncia a la defensa del honor tradicional y cruenta, a las manos del médico burlón, quien en derecho puede ufanarse de dirigir astutamente el juego hasta llegar a engañar como un perfecto maestro incluso a los mejores tahúres:


Fullero siempre doy cartas
a uno y otro tahúr;
a los pobres doy primera
y a los ricos les doy flux21.
A Enrico traigo en zaranda [...]
y en la red anda Tancredo [...]
Don Tristán barbas al olio [...]
por mis trazas pisa el viento;
Tisberto muere [...]
Por medio el alma a Gerardo
le envaino hasta la cruz
el mayor embuste mío.


(vv. 493-511).                


Y si todos están implicados en las burlas, para Gerardo está planeada la más ingeniosa: el repetirse, y esta vez por obra del doctor, de aquella injuria que al empezar de la comedia ha ocasionado los enojos contra Enrico y Tancredo. Persuadiendo al joven a que desista del duelo y siga una venganza más desacostumbrada y grata, Carlino llega con destreza a poner al amigo ultrajado en condiciones de tener que admitir (una vez descubierto el engaño) la licitud de la ofensa sufrida. Las bodas ideadas entre Gerardo y Leonora le dan en efecto el derecho de galantear impunemente a Casilda22 y de organizar, como engaño supremo contra los rivales ignaros (Gerardo, Tancredo, Enrico), un casamiento-fuga que actuará aquella misma noche de acuerdo con su dama.

Igual que para los demás, incluso para el médico, la concepción de la honra se confirma totalmente secundaria en comparación con el interés individual y el juego de ficciones genérico; y si en las primeras escenas la defensa del ultraje parecía encontrar una compensación aunque débil en la diversidad de la venganza planeada, ya en enredo avanzado Carlino se prepara a cometer una ofensa que excluye toda posibilidad de indemnización. Y curiosamente será el duelo, componente de la ética de la honra varias veces rechazada, lo que se utilizará como artificio, como último y definitivo elemento de burla y deshonor23.

La simulación y el engaño no se acaban de todas formas en la sola acción, pues aun la identidad de Carlino se revela mentirosa: el médico a quien todos se dirigen para consejos y terapias es en realidad un bellaco24, un hábil y presumido usurpador de la profesión del hermano:


Aprendí allí lo que basta
para engañar al común
con dos o tres aforismos
del médico de Corfú.
Murió mi hermano, y dejome
sus cartas en un baúl
con que pienso marear
todo el Norte y todo el Sur.
En sus grados, y en su nombre,
me embestí con promptitud,
y llegué a esta ciudad, donde
soy un Galeno andaluz.


(vv. 413-24).                


Sumo engañador y único no engañado, Carlino encarna el personaje «positivo» de la comedia; es a él a quien Góngora otorga en lugar del inseguro y mudable Gerardo el papel de protagonista25, de artífice del enredo y posiblemente del desenlace26 y, en fin, incluso de aquella defensa tradicional del sentido de la honra que llega a ser así (y creemos intencionalmente por parte del autor) rechazada y anulada en el progresivo y desencantado privilegio del provecho y de una alegría truhanesca27.





 
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