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María Victoria Atencia

Semblanza crítica de María Victoria Atencia

Puede que María Victoria Atencia (Málaga, 1931) tenga vínculos con otros autores que, conectados al neosimbolismo de revistas como Cántico o Caracola, vivieron un largo período de silencio editorial tras sus primeros libros. La explicación de este fenómeno recurre a razones transgeneracionales: el sesentayochismo de vertiente novísima favoreció el asentamiento de una sensibilidad lectora alejada del realismo crítico –con el que apenas tenían puntos de contacto aquéllos–, y, como consecuencia, el retorno de quienes en su día, faltos de lectores implicados, habían desistido de seguir publicando. Ignoro si estas causas estéticas explican satisfactoriamente el silencio en el que se sumió la autora entre 1961 (Arte y parte y Cañada de los Ingleses) y 1976 (Marta & María y Los sueños); pero puede intuirse que, junto a ellas, hubo también razones más específicamente biográficas.

María Victoria Atencia se había dado a conocer con Tierra mojada (1953), publicado sin su consentimiento. La resurrección pública con los dos libros de 1976, a los que siguieron otros (El mundo de M. V., 1978; El coleccionista, 1979; Compás binario, 1984; Paulina o el libro de las aguas, 1984), supuso la consolidación de un universo ya configurado en sus primeras entregas. Se caracterizaba éste por un onirismo temático organizado en una malla de símbolos en torno a algunos nudos significativos recurrentes. Entre éstos destaca el claustro, estancia o jardín cerrado en que se quintaesencia la nostalgia de una naturaleza inabordable y ubérrima, del modo en que un bodegón compendia la representación del mundo, pero también su ausencia, en algunos breves objetos henchidos de sentido. Su mito temático tiende a ordenarse mediante un proceso de ritualización litúrgica, que suele escoger sus motivos en la panoplia riquísima de la historia sagrada y de la educación católica. La autora, sujeto femenino y por lo común pasivo de aconteceres que apenas rozan con su ala anecdótica los versos, se amolda a los repliegues existenciales de una actitud oferente, cuyo sentido se resiste a los embates del logocentrismo. He ahí el universo reducido a la estancia de la contemplación, a la que llegan aves celestes portadoras de un mensaje que trasciende toda ciencia. El lenguaje, siempre preciso, no cercena las irradiaciones sugestivas en que se propaga una suerte de ignorancia venturosa, entregada a una música de alejandrinos tersos, armoniosos, hieráticos.

A lo largo de su andadura lírica se diluye el carácter progresivo de su obra (especialmente si se tiene en cuenta que buena parte de la misma fue viendo la luz en ediciones artesanales, no venales y de circulación restringida; y, sobre todo, que algunos títulos fueron anticipados fragmentariamente mucho antes de su edición definitiva). La delicadeza ensoñadora y el tino de la escritura dibujan, como en una sincronía en que se subsumen los sucesivos títulos –De la llama en que arde, 1988; La pared contigua, 1989–, el plano de un tabernáculo donde se apilan signos y emblemas enigmáticos, según una poética del desconocimiento –frente a la estética «del conocimiento» de la mayoría de sus coetáneos– vinculada a la palabra sanjuanista.

En La señal (1990), María Victoria Atencia reordenaba su poesía como un sistema cerrado y ucrónico entre 1961 y 1989. Otros títulos –alguno de ellos anticipado años atrás– vinieron a engrosar su obra, sin modificarla sustancialmente: La intrusa, 1992; El puente, 1992; A orillas del Ems, 1997; Las contemplaciones, 1997; Trances de Nuestra Señora, 1997... María Victoria había pespunteado en sus versos una perfección «sin historia, sin angustia, sin sombra de duda» (María Zambrano), tal que si, haciendo gala de su majestuosa serenidad –«María Victoria Serenísima» la había llamado Jorge Guillén en un poema–, hubiera conseguido reconstruir el hortus conclusus de la infancia ubicada en un momento previo a la conformación histórica del mundo.

En El hueco (2003) se altera la dicción acompasada y regular de otros libros. Los cadenciosos alejandrinos, partidos en sus dos hemistiquios, dejaron paso a una mayor polimetría, y los avatares biográficos aliviaron aún más su anécdota de toda evidencia argumental. Su último libro hasta el presente, De pérdidas y adioses (2005), no constituye, pese a su título, lo que entendemos habitualmente como un conjunto elegíaco timbrado por la desposesión, pues hay en él revelaciones y encuentros epifánicos cuya claridad termina velando las realidades referenciadas.

Sorprende en María Victoria Atencia el equilibrio inestable entre una serenidad armoniosa y clasicista, y un tono siempre a punto de distensión o ruptura, que la vincula a la dicción romántica. Cierto que se trata de un romanticismo distante del desbordamiento y la exclamación estentórea, pues su emoción permanece recogida en los símbolos de la domesticidad, como la selva se resume en la breve gavilla de flores que reposa en el búcaro. Es raro encontrar una intimidad tan preñada de vida; una vida, por otro lado, escindida en dos propensiones contrapuestas y simultáneas: la del abismamiento en el yo, que la conduce a la raíz telúrica del origen, y la de la exaltación uránica, que la convoca al séptimo cielo al que tiende, de suyo y desde siempre, la mejor poesía.

Ángel L. Prieto de Paula

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