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Mario Benedetti

Discurso de Mario Benedetti en la recepción del Premio

Con la colaboración de: Logo Visor

POESÍA, ALMA DEL MUNDO

Hace un par de años, el crítico español Rafael Conte señalaba que en España el mercado poético es pequeño, casi inexistente, y se refugia entre los poetas y profesores, ya que los medios de comunicación expulsan de su seno a la poesía. Y agregaba: «Y sin embargo, sin la poesía no hay nada. Los surrealistas se adelantaron a la vanguardia, los poetas latinoamericanos al boom de la nueva novela de aquel continente, los poetas sociales españoles a la narrativa social y los novísimos a la nueva novela».

No obstante, es paradójicamente esa indefensión profesional que señala el crítico la que tal vez otorgue más independencia al autor de poesía que a los cultores de otros géneros. Al menos no es frecuente que el poeta tenga editores que lo apremien ni tentadoras ofertas que lo perturben. Es cierto que, ante esa falta de eco, el poeta corre el riesgo de que lo invada el tedio, pero no hay que olvidar que, como escribió Bergamín, «el aburrimiento de la ostra produce perlas».

En la poesía puede haber invención, no autoengaño; puede haber influencia, no contagio. Es el género de la sinceridad última, irreversible. En los géneros narrativos, la simulación, la ambigüedad, el artificio y hasta las trampas, pueden llegar a ser virtudes literarias, porque allí es todo un mundo el que se corporiza y canaliza, y en consecuencia la diversidad es poco menos que una ley de su entramado artístico. En cambio, tales rasgos no siempre se corresponden con la poesía. No hay veredicto en profundidad sin concurrencia de la poesía. La marginalidad a que se la somete le otorga una libertad incanjeable. La poesía no acepta esa exclusión y se introduce, con permiso o sin él, en la trama social. Quizá no sepa pormenorizar los odios descomunales, como hace inmejorablemente la novela, pero en cambio construye con pericia los arabescos y las filigranas del amor. Ni la novela ni la poesía morirán, pero sus rumbos son diversos. Si a la novela la llevan en andas, la poesía, en cambio, ha aprendido a valerse por sí misma: a preguntar, aunque nadie le responda; a responder, aunque nadie le pregunte.

Por otra parte, en tanto que la actual poesía española suele aparecer como muy segura de sus rasgos distintivos, de sus fobias y afinidades electivas, la que se escribe en América Latina sigue incansablemente buscando su identidad. Todo ello puede hacer que se la identifique como insegura u oscilante, pero también le otorga un dramatismo y una tensión interna que constantemente la despabilan y no la dejan anquilosarse en la monotemática o en el remanso del escepticismo.

Hace más de medio siglo el nicaragüense Joaquín Pasos metaforizaba esa contradicción: «Somos la tierra presente. Vegetal y podrida. / Pantano corrompido que burbujea mariposas y arco iris. /Donde tu cáscara se levanta están nuestros huesos llorosos, / nuestro dolor brillante en carne viva, /oh santa y hedionda tierra nuestra, / humus humanos.» El mexicano José Emilio Pacheco lo decía a su modo: «A todas partes vamos a no volver», y Claribel Alegría al suyo: «¿Estaré sola ante la muerte? Todas las mañanas lo sabré.» Y no falta un Jaime Sabines para tomar el tema con las pinzas de la ironía: «Cuando tengas ganas de morirte / no alborotes tanto: muérete / y ya.»

La realidad es, en cierto sentido, fundación de la palabra, pero a su vez ésta (tal como sostiene Carlos Fuentes al hablar de Carpentier) es «fundación del artificio». La realidad condiciona el ánimo, y éste, al generar la palabra, expurga la realidad; pero la expurga modificándola, haciéndola más brutal o más etérea, menos rampante o más soterrada, o sea imaginándola, y convirtiéndola, al imaginarla, en otra realidad que es artificio.

¿Y los poetas? ¿Qué hacen con la realidad? Es cierto que hasta no hace mucho la nombraban bastante menos que los prosistas. En general, los narradores parecen haber adquirido un abono o pase libre para transitar libremente por la realidad. No sólo la nombran sino que la describen y registran; cuando conviven con ella, se sienten como en su casa, y ya que son fabricantes de ficciones, la pueden modificar sin pedir permiso. El novelista es sobre todo un inventor de realidades, y sólo en segunda instancia un inventor de palabras.

Los poetas, en cambio, cultivan las palabras con delectación, pero no como lujos verbales ni reverberos gratuitos; las cultivan porque constituyen la base de su juego o de su desafío. María Zambrano escribió que cuando «surge la materialización, azote de nuestro tiempo [...] la poesía ha de atajarla con su cuerpo, dando el cuerpo de la palabra en el poema». O sea que el poeta ejerce un cuidado corporal de la palabra; sólo así ésta podrá dar lo mejor de sí misma.

Los poetas no nombraban demasiado la realidad, pero ahora sí la nombran. El notorio desarrollo de la poesía conversacional ha tenido una consecuencia sorprendente: los poetas se han acercado peligrosamente a su contorno, su palabra se ha contagiado de realidad, y esa relación ha establecido un inesperado puente entre autor y lector.

Es en la actual poesía latinoamericana donde la realidad aparece más y mejor ligada a la palabra, y donde ésta asume, sin aspavientos y con sencillez, su responsabilidad esclarecedora y comunicante. Pero ¿tendrá razón cierta tendencia cautelar de la crítica cuando presupone que la infiltración de la prosa en el sagrario de la poesía puede desactivar en esta última las tensiones internas, el uso casi hipnótico de la palabra, las santabárbaras de la magia, la liturgia de la soledad? Quizá. No obstante, conviene recordar que cada texto tiene su contexto y a él se vincula. Un texto de hoy no sólo se origina en las tensiones internas del creador; también puede emanar del subsuelo de la calma o de las a menudo feroces tensiones de la realidad.

Por otra parte, ¿cómo negar que hay una magia de lo cotidiano, una liturgia de lo comunitario? La realidad es un territorio por el cual casi inevitablemente el novelista pasa, pero en el cual casi nunca se queda. Una vez que se impregna del aire real, del tacto real, del suelo real, una vez que recarga allí sus baterías, procede a invadir otros territorios, donde habrá de crear otro aire, otro aroma, otro tacto, otro suelo, forzosamente contagiados de lo real, pero que no serán lo real.

El poeta es tal vez menos pragmático. Cuando pasa por la realidad, ésta suele rozarlo, aludirlo, convocarlo, acusarlo, indultarlo. Para el poeta la realidad es una malla de sentimientos. Y no siempre puede librarse de esa red. Transitoria o definitivamente, permanece en ella, no como un cautivo, sino como alguien que busca ser interrogado, convocado, escuchado, querido.

No obstante, este enredado y turbador fin de siglo, que da por concluida la historia, que decreta el fin de las ideologías y anuncia la muerte de las utopías, y que en cambio permanece indiferente ante la destrucción de los espacios verdes y la contaminación del aire que respiramos, este casi neurótico fin de siglo, es atravesado de Este a Oeste por una corriente sobrecogedoramente frívola. Los Grandes Capitales lanzan sus campanas a vuelo, mientras desde la historia (ésa que, según dicen, ya no existe), Pirro los contempla con clarividente tristeza.

Como lógica consecuencia, la palabra es convocada para otros menesteres, por ejemplo para nombrar las nuevas selecciones sémicas: interdealers, macroeconomía, front-end, reestructuración, stand-still, desaceleración, etcétera. La palabra recibe la orden de no pasar más por la Magia sino por la Caja.

Por otra parte, al sentimiento le han colgado una nueva etiqueta: es kitsch, esa palabra que inventaron los alemanes para designar lo que es de mal gusto, de pacotilla. Milan Kundera ha sido distinguido como abanderado de esa descalificación, y quizá por eso su levedad me resulta insoportable. No obstante, en América Latina el sentimiento todavía sobrevive. Será de pacotilla, pero sobrevive. En forma de amor, de solidaridad, de simple afecto, pero sobrevive. Hasta un poeta tan lúcido y riguroso como el mexicano José Emilio Pacheco no tuvo reparos en presentar uno de sus poemas como un Homenaje a la cursilería, y el argentino Manuel Puig elevó el kitsch a categoría de arte en su novela Boquitas pintadas.

Una y otra vez José Hierro nos convoca: «Volvamos a la realidad.» Y es un sabio consejo. Podemos irnos con las palabras, soñar con las palabras, sufrir con las palabras, desfallecer con ellas, pero una y otra vez debemos volver a lo real, para renovarlas y renovarnos. «La literatura es trágica», escribió hace varios lustros el novelista argentino Juan José Saer, y lo es «porque recomienza continuamente, entera, poniendo en suspenso todos los datos del mundo». Hoy quizá podríamos agregar que en América Latina es sobre todo la poesía, como cuenca esencial de su literatura, la que pone en suspenso los tristes, agobiantes, demoledores datos del mundo. Y mientras éste se detiene a revisarlos y tal vez a clonarlos, ella, la poesía, alma del mundo, vuelve a inventar y a recorrer sus itinerarios, no por las grandes autopistas del consumismo paradigmático, sino por los modestos andurriales de su bien ganada libertad.

M. B.

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