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Nancy Morejón

Las poéticas de Nancy Morejón

Por Nancy Morejón

A la memoria de Clara Hernández Domínguez

Nancy Morejón hacia 1985 (Fuente: Nancy Morejón, «Where the Island Sleeps Like a Wing», San Francisco, The Black Scholar Press, 1985, cubierta)

Cuando Juanamaría Cordones-Cook me pidió una disertación acerca de mi poesía con motivo de la celebración de este simposium temblé en mi asiento. Es un gran honor que me sorprende por la nobleza del gesto y por la atención que mis poemas puedan despertar, a otras audiencias, de aquí en adelante. Es lo que más me importa. Cuarenta años intentando apresar la poesía a través del poema, me ha hecho pensar muchas cosas. Esas cosas las quiero traer hoy aquí con un espíritu lleno de gratitud y de sinceridad.

No existe, de acuerdo a lo que sé, una poética de Nancy Morejón sino varias. Ninguna fue preconcebida. Las que conozco se han ido forjando a lo largo de esos cuarenta años que acabo de mencionar. Lo que me importa que sepan es que empecé a ser secuestrada por la poesía desde los nueve años. Desde entonces me ha importado más escribir un poema, mi poema, que tratar de explicarme qué es la poesía.

Casi desde el siglo XVI, o mucho antes, dato este modo de querer definir la poesía. En situaciones como estas recuerdo las ideas de Federico García Lorca. Para él, escribir poesía era como penetrar en una selva de noche a cazar animales preciosos que no son otros sino las palabras. Y aunque el poeta no debe dejarse encantar por falsos atractivos es innegable que la literatura, o al menos una parte considerable de su ejercicio, radica en el uso y disfrute de la palabra nunca desprovista de sus significados más primarios y hermosos.

El otro concepto de la poesía o de la composición de la poesía al que me siento cercana es, extrañamente, el que expresa el poeta Edgar Allan Poe -tan aparentemente lejos de mí en cuanto a lengua, raza, género y entorno social- en el breve y extraordinario ensayo que acompaña a su famoso poema «El cuervo». No por azar Poe tituló esas reflexiones como La filosofía de la composición cuyo esplendor pedagógico debería servir de base a la enseñanza del oficio de escribir. Siempre distinguí allí su valoración de dos fenómenos que me son inherentes, a saber: la originalidad que proviene de un éxtasis así como un sentido especial de la belleza. Según Poe: Most writers, poets in especial (sic) prefer having it understood that they compose by a species of fine frenzy, an ecstatic intuition. Y luego precisa que, The point, I mean, that beauty is the sole legitimate province of the poem. [...] My first object, as usual, was originality.

Todo esto es para confesarles que creo en el poder de la palabra sin el abuso de su significado y de su propio poder. Asimismo, busco constantemente la belleza que esas palabras puedan brindarme o la que yo le deba arrancar en mi regreso de la selva. Soy partidaria de la inspiración. Pocas veces he escrito poemas por encargo, muy pocas veces. El grueso de mi obra ha nacido de la inspiración, es decir, de esa intuición en éxtasis que propusiera Edgar Allan Poe. La inspiración llega y me dejo llevar por ella. Es un rapto. Sin embargo, cuando vuelvo a mi consciencia, natural dejo mis manuscritos reposando en la gaveta. Solo después los relaciono con mis lecturas, con lo que se llama el oficio de escribir. Porque no debe entenderse la inspiración como el único acto que conduce a la realización de un poema. La inspiración es un medio, no un fin. Por lo tanto, defiendo el deber y el derecho del escritor de leer continuamente; de estudiar a los clásicos de su lengua; de conocer todas las técnicas desde la antigüedad hasta nuestros días. Únicamente así es posible crear una literatura digna.

Ahora bien, el acto de escribir es irracional. Un ejemplo cabal de lo que digo se encuentra en el poema «Mujer negra», tan conocido y tan bien recibido por los lectores. Recuerdo perfectamente que yo estaba durmiendo y me despertó la imagen de una negra detrás de los barrotes del pequeño cuarto común que habitaba con mis padres. La mujer era gruesa y no me dejaba dormir. La miré muy fijamente con el deseo de que me dejara seguir durmiendo hasta que desapareció. A la mañana siguiente cuando desperté lo primero que me vino a la mente fue el recuerdo de aquella imagen. La negra regresó y me dictó el poema. Batallé mucho con su final. No fue nada fácil encontrarlo porque el «yo» de aquella mujer era un «nosotros» épico que se confundía con mi experiencia personal en la Cuba de los 70.

Otro de los valores que encuentro en los de Poe, es el valor que le adjudica a la originalidad. Lo que más me impresiona de un texto literario y de un escritor es su originalidad, o sea, que a través de su texto me transmita una experiencia intransferible aunque me la entregue con defectos. Decía Fina García Marruz, estudiando los diarios de José Martí, que el estilo de un escritor son sus defectos. Naturalmente, porque es lo que lo distingue. La originalidad que puede apreciarse en mis poemas, creo, proviene de mi condición de mujer y de mi condición de negra. Ambas condiciones han suministrado una substancia muy especial a todo lo que he escrito en el transcurso de la convulsión política que todos ustedes conocen.

Siempre que inicio una lectura leo el poema «Madre». Explico a la audiencia algún que otro pormenor de la biografía de Angélica Hernández, modista y ama de casa; huérfana y peregrina. Luego, cito a Virginia Woolf a mi manera tratando de entender como formuló para las escritoras del porvenir su teoría de la madre. Virginia Woolf vivió convencida de que detrás de cada escritora aletea el fantasma de su madre. Yo no soy una excepción. De modo que no es mi madre un símbolo de mi poesía solo porque me haya engendrado sino porque, apenas sin recursos, me crió, me educó, me inculcó el anhelo de la independencia y me enseñó formas de refinamiento que todavía hoy le estoy agradeciendo. Su visión de la función de la pareja determinó mi sentido de la relación amorosa que he podido expresar. Amé a mi padre porque fue un hombre extraordinariamente abierto a las buenas costumbres y en contra de los prejuicios raciales, porque fue un niño maltratado y, aunque escapó de su padre, no optó por la delincuencia como reivindicación social. Su espíritu lo convirtió en un marinero impenitente, en un peregrino occidental que leía a los comunistas del patio y se enternecía escuchando a la trompeta de Luis Armstrong en New Orleans. No poca de su experiencia racial en América alentó mis primeros instintos. Aída Santana mi tía paterna, y Felipe Morejón fueron los primeros que me enseñaron a estar orgullosa de mi condición racial.

Nancy Morejón con Nicolás Guillén en los años ochenta (Fuente: Imagen cortesía de Nancy Morejón)

Entre los temas más frecuentes y más socorridos de mi poesía está el llamado tema negro. Debo declarar desde ahora que los poemas negros o como quiera llamárseles que he escrito no hubieran existido si no hubiesen existido antes los de Nicolás Guillén. No obstante mi condición de mujer les ha dado una dimensión diferente.

No voy a darles una conferencia sobre lo que ha significado este tema para la cultura cubana en su conjunto desde la década del 30 (Fernando Ortiz, Carpentier, Lam, Lydia Cabrera). Pero es bueno que sepan que los mejores cultivadores de este modo fueron todos hombres y no mujeres. A excepción de la recitadora Eusebia Cosme no conozco ninguna obra de mujer en donde por ejemplo se reflejara o por lo menos se analizara la experiencia histórica de la esclavitud o siquiera de la violación de los derechos civiles o de la sexualidad de la mujer. Con esto les digo que casi todo está por decir en este sentido. En alguna medida, he traído a la literatura cubana actual los rumores de aquellos años. Muchos me han preguntado en qué lengua escribo. Siempre contesté: En mi lengua materna que es el español. En muchos sitios esta afirmación ha sido polémica. En alguno que otro caso estoy convencida de que buena parte de mis interlocutores piensan que miento. Porque, como se sabe, el Caribe hispano no creó una tercera lengua de comunicación como es el creole para el Caribe anglófono, francófono y de habla holandesa. En Puerto Rico, República Dominicana y Cuba, la lengua española se expresa dinámicamente en sus dos vertientes: lengua hablada y lengua escrita.

Sin embargo el aliento, la estructura y la sintaxis de la lengua española, se mantienen vigentes y el único cuerpo que vibra al vaivén de cada región es lo que los lingüistas llaman léxico. Es el léxico lo que le da el sabor local a cada literatura de la región. Pero no se podría afirmar que hay una literatura en cubano, una literatura en puertorriqueño o una literatura en dominicano. Hay un español de América que respira en las obras de sus mejores creadores literarios ajenos en su inmensa mayoría a ciertas imposiciones lingüistas de la Real Academia Española que aun hoy, a pesar de haber abierto un poco sus horizontes, exige alguno que otro abolengo a ciertos modismos del habla popular caribeña. Estos interlocutores que mencioné albergan la sospecha de que yo trasmito en mis obras el espíritu de una oficialidad lingüística excluyente. El hecho de que en Cuba la palabra mambí, de origen congo, se haya incorporado al léxico y la literatura nacionales, no quiere decir que hayamos creado un creole congo-andaluz o congo-gallego; y de la misma manera que mambí se incorpora a nuestra memoria colectiva lingüística desde el siglo XIX, la palabra bisté (beef steak), de origen inglés, se ha integrado a nuestra habla popular durante todo el siglo XX sin que por ello podamos afirmar que hayamos creado un Spanglish. El Caribe ha sido una torre de Babel que ha estado condicionada por sus correspondientes movimientos migratorios. En todas partes ha habido una opresión lingüística histórica que no debemos dejar de investigar, de aceptar. Por eso hoy considero legítimo que el lector al tanto de esta problemática deba recibir bien aquellas obras literarias producidas directamente en inglés y no en aquellas lenguas maternas que sus correspondientes lugares de origen podrían legitimar.

La civilización caribeña demuestra cada día más, sobre todo en el terreno lingüístico, que hay y habrá un irreductible mercado negro de palabras y términos. Esto confirma la idea de Edouard Glissant de que hay «una poética de la relación» que obstruye todo intento de reducirnos a un cartesianismo que como es natural incluye la razón como motor todopoderoso y excluye las fuerzas vivas de la sabiduría y demás tradiciones de la oralidad. Creo en la tradición oral como adorable fuente de identidades dispersas aún por todos los territorios y mares del golfo. De esa tradición oral se han servido algunas de mis creaciones literarias.

Nací y me crié en un barrio habanero conocido con el nombre de Los Sitios, en donde aprendí desde pequeña a relacionarme con mi ciudad -tema constante de mis poemas-. La vida me puso en contacto con cantares y ritmos que ostentaban un carácter anónimo, raíz esencial de su potencia. Voces en la alta madrugada traían una melodía triste las cuales evocaban la muerte de un ser querido. Eran los conmovedores coros de clave que eran tan habaneros, ten erosionados por el polvo de los caminos y los mares, pues aquellas tonadas que se habían trasmitido de boca en boca provenían de tierras lejanas. Era una música ambulante y no sabíamos si había nacido, en un patio de Andalucía en un museke de Luanda. Verdaderamente era una combustión mágica cuyos humos subían desde la plazoleta de Antón Recio hasta las esquinas de Peñalver y Manrique. Mi infancia estuvo marcada por estos músicos nómadas que iban de en barrio en barrio repartiendo su música desinteresadamente solo por el simple placer de contentarse y amenizar la noche sin recursos de los vecinos pobres.

Así escuché rumbas antiguas solo ejecutadas por las palmadas y los músculos (haciendo la función de resonadores) de los propios rumberos que no necesitaron jamás ningún instrumento de percusión. Eran las rumbas de cajón. Esas palmadas -mano contra mano, manos contra pecho y piernas, llenas de amorosa energía africana, verificaban el ánimo flamenco que dormita en la rítmica nacional-. El toque de esas rumbas nacía asimismo de los cueros y hierros que usaban los diablitos ñáñigos (íremes) en sus apariciones callejeras del Día de Reyes o en sus ceremonias funerarias. La energía de estas sonoridades laten en poemas como «Elogio de Nieves Fresneda», «Los ojos de Eleggua», entre otros. Y pude trasmutarlas muy caprichosamente en un poema como «La dama de los perros». La ciudad vieja es el escenario de este poema y la ciudad como categoría literaria es también toda esta energía ancestral que mi percepción de la luz matiza.

Nancy Morejón presentando a Mario Benedetti en Casa de las Américas en los años noventa (Fuente: Imagen cortesía de Nancy Morejón)

He amado mucho la lengua española. Por instinto y porque me lo enseñó Nicolás Guillén, que sigue vivo para mí. Y porque lo fui aprendiendo con Eliseo Diego ciertas mañanas en que nos reuníamos en la oficina de Nicolás. Allí yo presenciaba el duelo de estos poetas que se agredían recitando de memoria a Santa Teresa, San Juan de la Cruz, a Lope de Vega, a Garcilaso y a Fray Luis de Granada, quien, según Eliseo, había contribuido a la gran literatura mística española medieval con el texto iluminador titulado Introducción al símbolo de la fe. Ese amor por la poesía española no ha sido nunca sumisión ni rechazo de los valores autóctonos de mi país. Comparto, junto a otros escritores hispanocaribeños, el legado de la poesía hispanoamericana y peninsular. Desde Neruda, Huidobro, Gabriela Mistral, Cardenal y Vallejo, nuestra poesía tiene cada vez más el aliento particular y nativo que nos regalaron Rubén Darío y José Martí en el siglo pasado. Mario Benedetti supo hacerme entender cómo pueden coexistir dos poesías y una lengua.

Cualquier lector de mi obra deberá estar atento a cierta filosofía del poema que he intentado practicar a lo largo de la vida literaria. En esa filosofía reina el deseo de luchar contra el tiempo, de permanecer y de comunicar aquellos sentimientos que expresen mejor mi tránsito por este mundo que me ha tocado vivir. Aislada y peregrina a la vez, soy sensible a los maremotos, al alumbramiento de una criatura, al sencillo acto de encender una fogata cayendo la tarde. Entro a un cine. Contemplo un girasol y ya va naciendo el poema en medio de la isla más hermosa que ojos humanos seguirán viendo. Niña y vieja a la vez, «tengo» y no tengo pues la grandeza del hombre y la mujer reside en el flechazo y no en el blanco.

Muchas gracias.

Columbia, 26 de abril, 1995.

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