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ArribaAbajoActo III

 

La misma decoración del acto primero. Es de día.

 

Escena I

 

OROZCO; VILLALONGA.

 

OROZCO.-  ¿Qué me cuentas?... ¿Pero cuándo ha sido eso?

VILLALONGA.-  Anoche o ayer tarde... No estoy bien enterado de la hora. Lo que sí sé es que Clotildita, harta ya de la tiranía de su hermano, y queriendo arrollar los obstáculos tradicionales que la separaban de su horterita, alzó bandera revolucionaria y abandonó la casa de Federico, llevando su ropita en un lío colgado del brazo.

OROZCO.-  Me gusta el pronunciamiento.

VILLALONGA.-   Y viva la democracia.

OROZCO.-  ¿Y a donde fue a parar con su cuerpo?

VILLALONGA.-  Pues se fue solita, por su pie, a casa de Infante, poniéndose bajo el amparo tutelar de Manolo, y de su tía Carlota. De modo que la tienes de vecina.

OROZCO.-  ¿Y Federico... intransigente... furioso...?

VILLALONGA.-  Atroz...

OROZCO.-  Pero si mil veces le hemos dicho mi mujer y yo: «tráenos acá a tu hermana, y no te cuides más de ella». Pero su orgullo consideraba sin duda nuestra protección como una limosna humillante, y ya ves...   —60→   ¡Bien merecido le está! Tanto quijotismo viene a parar en que al fin hay que casar a la descendiente de los Vieras de Acuña con ese... ¿cómo se llama?

VILLALONGA.-   Santanita... Pues ten por cierto que nuestro amigo no transige.

OROZCO.-   Claro: pretendía sin duda que, viviendo su hermana como vive, le hubiera pedido su mano un Hohenzolleru5 o un Hapsburgo6. ¿De modo que cuando llegue el papá...?

VILLALONGA.-   Pero si ha llegado esta mañana... en el express... y al entrar en su casa se encontró sin la angelical criatura.

OROZCO.-  ¡Valiente cuidado le dará! ¿Has visto a Joaquín?



Escena II

 

Los mismos; INFANTE que entra precipitadamente.

 

INFANTE.-  Le he visto yo.

OROZCO.-   (Con jovialidad.)  ¿Y qué cariz trae?

INFANTE.-  Tan meloso, tan sutil, tan insinuante y seductor de palabra como siempre.  (A OROZCO.)  Me ha encargado que te anuncie su visita para hoy. Viene de Inglaterra con la máxima de que el tiempo es dinero. A las cinco.

OROZCO.-  Ya tenemos el cometa en el horizonte.

VILLALONGA.-  ¡Bienaventurados los pobres, porque no tenemos la influencia maléfica de esas estrellas con rabo!

INFANTE.-  ¡Farsante igual! Estuvo en casa no hace dos horas, a ver a su hija. ¡Oh, qué escena tan conmovedora! Lloraron.

VILLALONGA.-   ¡También él!

OROZCO.-  Joaquín imita el llanto de las personas con una perfección   —61→   que causa maravilla...  (A INFANTE.)  Pero dime, Manolo, ¿estás contento con la lotería que te ha caído?

INFANTE.-  Pues mira, cuando la vimos entrar anoche... estábamos comiendo... con su lío en el brazo, y detrás un mozo de cuerda con el baúl, la primera impresión mía fue muy desagradable. Con cuatro palabras ingenuas, sencillas, dichas con alma, nos explicó su situación. Mi tía Carlota, única persona de viso que la trataba y solía visitarla, por haber sido muy amiga de su madre, la acogió del modo más cordial, y por mi parte no tardé en simpatizar con ella. A estas horas, tanto mi tía como yo le hemos tomado cariño, y abrazamos resueltamente su causa.

OROZCO.-  Es simpática como su hermano, y ninguno de los dos se parece al papá.

INFANTE.-  ¿Simpática has dicho? Es un ángel.

VILLALONGA.-  ¡Eh!, poco a poco. Si le habrá salido un rival a Santanita...

OROZCO.-  ¿Amor, Manolo?

INFANTE.-   Ea, se acabaron las bromitas, y vamos a las veras...  (A OROZCO.)  Yo vengo aquí con una pretensión...

OROZCO.-   (Vivamente.)  ¡Ay, ay! Ya me duele... Me lo temía. ¡Pretensiones a mí!...

INFANTE.-  Pero, hombre, si no me has dejado hablar...

OROZCO.-  Si te veo venir. Lo de siempre. Esos mocosos quieren caer sobre mí como la langosta.

VILLALONGA.-   Inconvenientes de la fama, Tomás. Esos tórtolos inocentes te piden protección.

OROZCO.-  ¿A mí? ¿Pero qué protección he de darles yo?... Están frescos... ¡Pero este Manolo...!

INFANTE.-  Me dejas hablar, ¿sí o no?

OROZCO.-  No; más vale que te calles. Como que el inocente   —62→   ese pedirá un destinito para poder casarse. Pues ¿quién mejor que tú?...

INFANTE.-  No se trata de eso... todavía.

OROZCO.-   ¿Pues de qué?

INFANTE.-  Quiero hablar con Augusta. Me entenderé mejor con ella. ¿Ha salido?

OROZCO.-  Creo que no.

INFANTE.-   Que venga... Augusta.  (Dirigiéndose a la primera puerta de la derecha.) 

OROZCO.-  Ya viene.



Escena III

 

Los mismos; AUGUSTA.

 

AUGUSTA.-  Ya, ya estoy enterada... Mi enhorabuena, Manolo, protector de los amantes finos, amparo de la inocencia.

OROZCO.-  Sí, pero nos quiere endosar a los tórtolos para que nosotros...

AUGUSTA.-  Les protejamos. Excelente idea. Yo me alegro, y tú también, Tomás.

OROZCO.-  Siga el jubileo en mi casa. En fin, Manolo, explícate.

INFANTE.-  La joven... repito que es el mismo candor... Desde que entró en casa, no ha cesado de pedirme con verdadero afán que la traiga acá.

OROZCO.-   (A AUGUSTA.)  ¿Ves?

AUGUSTA.-  Siempre hemos deseado traerla.

INFANTE.-   Pero de visita... No; en mi casa vivirá hasta el día del bodorrio.

VILLALONGA.-    (A OROZCO.)  No puedes, no puedes librarte...

INFANTE.-  Hoy, casi con lágrimas en los ojos, me ha repetido la súplica: «Lléveme usted, lléveme usted por Dios, a ver al Sr. de Orozco. Tengo que pedirle un favor».   —63→   No he querido decirle que sí ni que no hasta no consultaros... ¿La traigo, o no la traigo?

AUGUSTA.-  Sí, sí, queremos verla.

OROZCO.-  Como has de reventar si no la traes... tráela.

INFANTE.-  Vuelvo al instante. Dentro de diez minutos estamos aquí.  (Vase y vuelve.)  Y si está el novio en casa, ¿le traigo también?

OROZCO.-  No, hombre, guárdatele.

VILLALONGA.-  Sí, que lo traiga...  (Vase INFANTE.) 

AUGUSTA.-  Les protegeremos, sí. Lo primerito es casarles.

VILLALONGA.-  Sí, creo que es lo más urgente. Después, éste les señalará una pensión...

OROZCO.-   ¿Yo? No puede ser; y lo siento, de veras lo siento.

VILLALONGA.-  ¡Hombre sin entrañas!

AUGUSTA.-  Hijo, en este caso has de desmentir tu fiereza, tu crueldad y tu tacañería. ¿Cómo vamos a dejar a esos pobres chicos...?

OROZCO.-  Tú, tú...

AUGUSTA.-  Pues yo, yo...

OROZCO.-   Adiós, Jacinto. Tengo que prepararme para recibir al cometa.  (Vase por el despacho.) 



Escena IV

 

AUGUSTA; VILLALONGA.

 

AUGUSTA.-  ¿Pero usted se ha creído que no haría nada por ellos?

VILLALONGA.-   ¿Qué he de creer yo tal cosa? Conozco a Tomás aún mejor que usted... por lo menos, antes que usted.

AUGUSTA.-  ¡Pobres chicos! ¡Mire usted que enamorarse de balcón a balcón...! ¡Y aficionarse los dos al matrimonio, y no parar hasta realizarlo! ¡Qué honradez y   —64→   qué nobleza de ideas...! Nada, Jacinto, reconozca usted que el verdadero amor, el sentimiento primordial que mueve el mundo, no existe ya en toda su pureza más que en la clase de dependientes de comercio.

VILLALONGA.-  Por de contado, crea usted que Federico llevará muy a mal que ustedes favorezcan ese matrimonio.

AUGUSTA.-  ¿Lo cree usted? No... eso sería ya un fanatismo imperdonable. Se guardará muy bien...

VILLALONGA.-  Sermonéele usted...

CRIADO.-    (Anunciando.)  El señor de Malibrán.



Escena V

 

Los mismos; MALIBRÁN.

 

MALIBRÁN.-  Señora y amiga...

AUGUSTA.-   ¡Qué sorpresa! No le esperaba. Viene usted como llovido del cielo.

MALIBRÁN.-  No vengo del cielo, sino que entro en él, pues entro donde usted está.

AUGUSTA.-  ¡Ay, Dios mío, cuanta finura!

VILLALONGA.-   Don Cornelio...  (Saludándole.) 

MALIBRÁN.-  Don Jacinto... Creí encontrar aquí a Joaquín Viera.

AUGUSTA.-  ¿Ha llegado? Presumo que es amigo de usted.

MALIBRÁN.-  Vivimos juntos algunos meses en Londres. Pues estuvo a verme esta mañana. Y a propósito, ¿es cierto que Clotildita...? Y Federico, ¿qué hace...?

VILLALONGA.-  Sí; de él hablábamos.

MALIBRÁN.-  Le compadezco... por eso, y por otras muchas cosas. Es un desequilibrado, un cerebral, una contradicción viva, una antítesis...

AUGUSTA.-   ¡Vaya, que no trae usted hoy poca sabiduría...!

VILLALONGA.-  Su trabajo le cuesta. ¡Hombre dado a las investigaciones...!

  —65→  

MALIBRÁN.-  No lo puedo remediar, Mi pedantería es hija de los desengaños, que me han obligado a estudiar la vida. Compadézcame usted en vez de zaherirme por lo que sé. Y sé más  (Con fineza de dicción y de intención.) , mucho más de lo que usted cree.

AUGUSTA.-    (Confusa, aparte.)  ¿Qué quiere decir?

VILLALONGA.-    (Aparte.)  Es mucho D. Cornelio este...  (Alto.)  Cuidado, amigo mío; tanta sabiduría se le podría indigestar, y...



Escena VI

 

Los mismos; CLOTILDE, INFANTE que entran por la izquierda; OROZCO que sale del despacho.

 

AUGUSTA.-   (Adelantándose a recibir a CLOTILDE.)  Clotilde, hija mía...

CLOTILDE.-    (Turbada.)  Señora...  (Aparte.)  ¡Cuánta gente!... ¡qué vergüenza!

INFANTE.-   (A VILLALONGA.)  Como no tiene costumbre de sociedad, la pobrecilla no acierta a decir dos palabras. ¿Verdad que es preciosa? ¡Y qué aire tan distinguido...!

AUGUSTA.-  ¡Cuánto gusto en verla por aquí...!

CLOTILDE.-  Yo... señora... yo...

OROZCO.-   Clotildita...

CLOTILDE.-  Don Tomás...

OROZCO.-   Serénese usted. Está entre buenos amigos, que desean su felicidad.

AUGUSTA.-  Nos ha dicho Manolo que deseaba usted hablar con Tomás.

 

(En un sofá colocado a la derecha, se sientan AUGUSTA y CLOTILDE. OROZCO en una silla próxima. Los demás en pie detrás del sofá o por los lados.)

 

CLOTILDE.-  Sí... es verdad, sí...  (Aparte.)  ¡Qué miedo! No acierto   —66→   a decir dos palabras... Yo creí que estarían solos...

AUGUSTA.-  Ya supongo... Mi marido y yo nos hacemos cargo de su situación, y estamos dispuestos a mirar por usted, a protegerla...

OROZCO.-  En lo que sea posible...

CLOTILDE.-  Gracias, gracias.  (Aparte, mirando furtivamente al techo y a los objetos más próximos.)  ¡Ay qué casa tan preciosa! ¡Cuándo tendré yo una así!

MALIBRÁN.-    (A VILLALONGA.)  Es linda de veras... ¡y qué tipito tan aristocrático!

INFANTE.-  Y sobre todo, ¡qué inocente!

VILLALONGA.-  Sí, muy inocente... pero no te fíes...

OROZCO.-   Somos muy amigos de Federico... Bien sabe usted que le queremos mucho.

CLOTILDE.-  Mi hermano es bueno... Tiene sus defectos...

OROZCO.-  Como los tenemos todos...

CLOTILDE.-  Pero su corazón es noble.

OROZCO.-   También somos amigos de su papá de usted...

CLOTILDE.-  ¡Qué bueno es!...

AUGUSTA.-  Sí, sí; muy bueno...

INFANTE.-   ¡Pero qué candor!

OROZCO.-   Con sus defectillos, claro.

CLOTILDE.-    (Vivamente.)  Como los tenemos todos.

AUGUSTA.-  La resolución que usted ha tomado, es un poco grave... pero sin duda no podía usted seguir en compañía de su hermano.

CLOTILDE.-  ¡Ah!... no señora... imposible seguir...  (Aparte.)  ¡Ay, si se fueran ésos!, yo me explicaría...

OROZCO.-  Díganos usted...

INFANTE.-  La pobrecilla no se atreve. Yo le ayudaré. Ya debéis comprenderlo. Quieren casarse...

CLOTILDE.-   Eso es, casarnos...

INFANTE.-  Y como son previsores, piensan en el nido... En   —67→   fin, que hay que empezar buscándole un empleo a Santanita.

OROZCO.-   Ya... su prometido, su novio de usted no tiene oficio ni beneficio. Vive con algún pariente...

CLOTILDE.-  No señor. Diré a usted. El tío Santana le ocupaba en llevar la contabilidad, dándole una gratificación; pero los negocios de aquella casa hace un año que van de capa caída... «Qué hacemos, qué no hacemos». Pues economías; y lo primero que se les ocurre es suprimir el chocolate del loro... Al pobre Pepe le tocó ser la primera víctima. Pero bien lo pagan, porque se quedaron sin contabilidad, y ahora cogen el cielo con las manos. Un comercio sin contabilidad, bien sabe usted que es como un corto de vista sin anteojos.

OROZCO.-  Cierto.  (Admiración en todos.) 

CLOTILDE.-    (Aparte.)  Gracias a Dios que me voy soltando.

AUGUSTA.-  De modo que hoy por hoy al pobrecito Pepe le vendría bien un destinito...

OROZCO.-   Eso, Manolo, tú... toma nota.

INFANTE.-  De oficial quinto... sí.

CLOTILDE.-   Pero como los destinos del Gobierno son tan inseguros, pretendemos además otra cosa, por lo que pueda tronar.

AUGUSTA.-  ¿Otra cosa?...

VILLALONGA.-  Pues no es corta para pedir la inocente.

CLOTILDE.-   Diré a usted, Pepe es muy despejado, y aunque parece un alma de Dios, es hombre de fibra, sin carácter.

OROZCO.-   Lo creo.

INFANTE.-  Y simpático... Le he visto hoy, y me ha entrado por el ojo derecho.

CLOTILDE.-   Huérfano de padre y madre. Veintitrés años. Desde   —68→   los dieciséis trabaja y gana para mantenerse.

AUGUSTA.-  Vamos...

CLOTILDE.-  En la partida doble hace primores; escribe cartas comerciales en francés; tiene título de Perito Mercantil, y se ganó un premio de Economía Política.

AUGUSTA.-  ¡Ángel de Dios! Señores, es preciso que entre todos le protejamos.

CLOTILDE.-  En casa del tío Santana... frente a donde yo vivía... llevaba solito todo el peso del escritorio... Nunca sirvió en el mostrador, que repugna a sus hábitos. Pero hoy está decidido a todo con tal de ganar para mantener a la familia. Es incansable en el trabajo. Sabe llevar los libros como los llevan pocos, y en las sumas largas no se le escapa un céntimo; por eso me determino a molestar al señor de Orozco, suplicándole...

OROZCO.-  Hija mía, yo no tengo casa de comercio.

CLOTILDE.-  Ya lo sé... pero... Dispénseme si le molesto con mis pretensiones.

AUGUSTA.-  Acabe, acabe usted.

CLOTILDE.-  Pues queremos que el señor de Orozco se interese con los señores Trujillo y Ruiz Ochoa, banqueros, en cuyo escritorio está vacante la plaza de tenedor...

MALIBRÁN.-   Pues esta inocentona no pierde ripio.

OROZCO.-  ¿Y está usted segura de que hay esa vacante?

CLOTILDE.-  Como que hoy mismo fue Pepe a preguntar, y en efecto... no la han provisto. Si usted la pide, don Tomás, la plaza es nuestra.

AUGUSTA.-   Nada, nada; que Pepito será tenedor.

VILLALONGA.-  Tenedor... y ella cuchara... ¡Vaya una niña!

OROZCO.-   Yo veré... pero entendámonos, Clotildita. Ha pedido usted primero un destino de oficial quinto, después la plaza de tenedor. Supongo que será para   —69→   optar por una de las dos, en caso de que...

CLOTILDE.-  No señor, no se trata de optar...

OROZCO.-  Entonces... pretende...

CLOTILDE.-  Las dos plazas.

VILLALONGA.-  ¡Demonio con la joven angelical!

OROZCO.-  ¿Y desempeñará los dos?

CLOTILDE.-  Perfectamente. Irá a la casa de banca antes y después de las horas de oficina. El destino del Gobierno querémoslo como ayuda en los primeros tiempos. Después lo dejamos. Pepe no ha nacido para oficinas... Tiene vocación de comerciante... pero en grande... sueña con ser rico, y lo será. Yo le ayudaré.

VILLALONGA.-   ¿Qué tal, infantillo?

INFANTE.-  Que esta niña vale un imperio.

OROZCO.-   ¡Pero Clotildita, acaparar dos plazas, cuando hay tantos que no tienen ninguna!

CLOTILDE.-   Pues que se las busquen como puedan. Cada cual mire por sí.

AUGUSTA.-  Pero será quizás mucho trabajo...

CLOTILDE.-  ¡Mucho trabajo! Todo el trabajo del mundo le parece poco para su ambición de ganar dinero. Y que hace falta sacarlo de una parte y de otra, porque las necesidades aumentan de día en día, y todo se está poniendo muy caro. La carne por las nubes; el pan...

VILLALONGA.-   ¿Pero has visto esto?

INFANTE.-  ¡Qué monada!

MALIBRÁN.-  Es la reina de las hormigas.

CLOTILDE.-   A Pepe no le asusta el trabajo. Hoy mismo... verán: por las mañanas emplea dos horitas en llevar las cuentas de una tienda de huevos de la Cava de San Miguel. De tarde, la misma faena en un establecimiento de ropas en liquidación, y por las noches   —70→   se pasa tres horas escribiendo en casa de un notario.

OROZCO.-  ¿Qué tal? Esto es... de oro.

AUGUSTA.-  ¿Y gana, gana cuartos?

CLOTILDE.-  ¡Que si gana! Hay meses que pasa de treinta duros.

AUGUSTA.-  Con los cuales va viviendo; ¡pobrecillo!

CLOTILDE.-  Y le sobra. Vive como un anacoreta.

OROZCO.-  ¿También ahorra?

CLOTILDE.-  Ya lo creo. Yo no le permito que gaste más que lo preciso. Buena soy yo. Afortunadamente no tiene ningún vicio.

AUGUSTA.-  ¿Y lo que le sobra, lo va guardando...?

CLOTILDE.-  No señora... que se lo guardo yo. Así está más seguro.

MALIBRÁN.-  No he visto otra...

VILLALONGA.-  Todavía no se han casado, y ya se ha puesto los pantalones.

INFANTE.-  De modo que todo aquel baúl que llevó usted a casa lo tiene usted lleno de duros, picarona.

CLOTILDE.-   No señor... Pepe sabe agenciarse para cambiar su plata por oro... aquí consigue una monedita, allá otra, y así vamos reuniendo...

VILLALONGA.-   Ya... y al fondo del baúl.

CLOTILDE.-  Al baúl, no.

OROZCO.-   ¿Dónde guarda usted sus caudales, señorita?

CLOTILDE.-  Aquí.  (Señalando al cuerpo.)  En un cintillo.

MALIBRÁN.-   ¡Qué portento de muchacha!

VILLALONGA.-   Aprendamos, aprendamos todos...

INFANTE.-  Ahí tenéis la generación que nos ha de barrer... Éstos, éstos...

VILLALONGA.-  Acuérdense de lo que digo. Antes de cinco años, ésos tendrán más dinero que nosotros.

  —71→  

AUGUSTA.-  Lo primero es casarlos... a escape.

INFANTE.-   ¡Casarlos!... ¡Bien se lo merecen!

CLOTILDE.-   (A OROZCO.)  ¿Podemos contar con la plaza de tenedor?

OROZCO.-   No es cosa mía. Veremos...

AUGUSTA.-  Diga usted que sí.

CLOTILDE.-    (A INFANTE.)  ¿Y con la plaza de oficial quinto?. Apunte el nombre, D. Manuel.

INFANTE.-  Haré los imposibles por conseguirlo.

CLOTILDE.-   Ustedes son nuestra salvación. Hace un rato, hablando con Pepe de si pedíamos o no este favorcito, decía él mañana; pero yo dije hoy, porque yo he creído siempre que eso de dejar las cosas para mañana es perder las buenas ocasiones, y que cuando se ocurre una medida salvadora, debe ponerse en práctica... al instante.

VILLALONGA.-  ¡Pero qué chiquilla...!

MALIBRÁN.-  Si todos los solteros que estamos aquí debiéramos pedir su mano.

INFANTE.-  Envidiemos al gran Santanita.

VILLALONGA.-  Todos los presentes aceptamos la lección, y juramos proteger a esa pareja, ¡la pareja de los grandes destinos!

AUGUSTA.-  Sí, sí, aprenda aquí, solterones empedernidos, holgazanes, polilla de la sociedad. Éstos, éstos son los seres providenciales, los que vigorizan la raza humana, los que hacen poderosas y ricas a las naciones.

CLOTILDE.-  Gracias, gracias a todos. Nuestra gratitud será eterna.

 

(Entra un CRIADO y da una tarjeta a OROZCO.)

 

OROZCO.-    (Levántase y dirígese al otro lado de la escena. A VILLALONGA y MALIBRÁN.)  Ya tenemos al cometa en el meridiano.

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AUGUSTA.-    (Levantándose.)  Perdóneme usted, hija.  (Dirígese a hablar con OROZCO y VILLALONGA.) 

INFANTE.-   (A CLOTILDE.)  Bien, bien. Así me gusta a mí la gente.

CLOTILDE.-  Como soy tan corta de genio, no me atreví a hablarles de otra cosa.

INFANTE.-  ¿Qué?

CLOTILDE.-   Pepe ha buscado ya la casa en que hemos de vivir. ¡Y qué casualidad! La que más le gusta es una que pertenece al papá de Augusta, el Sr. de Cisneros... Pues cuando tenga más confianza, le diré a esta señora que le hable a su papá...

INFANTE.-  ¿Para que les baje el precio?

CLOTILDE.-  ¡Oh!, no; eso nunca; es poco delicado. Para que nos ponga agua, y nos empapele la sala, que está muy fea.

INFANTE.-  Yo me encargo de eso... yo.

AUGUSTA.-    (A OROZCO.)  Por Dios, Tomás. Temo a tu bondad. Trátale como merece.

OROZCO.-  Descuida.

AUGUSTA.-    (A CLOTILDE.)  Venga usted conmigo.  (Vanse por la puerta de la alcoba.) 

INFANTE.-   Vámonos al billar.  (Salen por el billar.) 

MALIBRÁN.-    (A OROZCO.)  Yo dejo a usted.

OROZCO.-  Despacho pronto. ¿Quiere usted pasar al billar?

MALIBRÁN.-  No; me voy a mi casa o al Ministerio. Tengo que escribir un sin fin de cartas urgentísimas.

OROZCO.-  Pues escríbalas usted en mi despacho, y luego se queda usted a comer.

MALIBRÁN.-   Acepto con mucho gusto... lo primero nada más.  (Entra en el despacho.) 


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Escena VII

 

OROZCO; JOAQUÍN VIERA.

 

VIERA.-    (Abrazándole con efusión.)  ¡Tomás de mi alma!

OROZCO.-  Joaquín... ¿qué tal... qué me cuenta usted?

VIERA.-  ¿Y tu mujer? ¡Siempre tan guapa, tan buena!... ¡Qué placer me causa verte!

OROZCO.-  ¡Cuánto tiempo!...

VIERA.-  Sí... Y tú estás bueno... buen color... Abrázame otra vez... aprieta, aprieta. Tomás, querido Tomás. Te conocí niño, después mozo, hombre al fin. ¡Cómo reverdecen en nuestra alma los antiguos cariños cuando vamos envejeciendo! Y ahora que me agobian tantas desdichas... ¡Ay, hijo mío!  (Con emoción.) 

OROZCO.-   Ya, ya sé que en Madrid ha encontrado usted algunas novedades poco gratas.

VIERA.-  No me digas... A Federico me le encuentro medio trastornado... Mi hija... mi angelical Clotilde... Mejor que yo sabes tú lo ocurrido. Figúrate mi pena...

OROZCO.-  Me la figuro. Pero usted... creo yo... con tanto viajar y las largas ausencias, ha perdido el gusto de la familia, y vive usted demasiado suelto para afanarse por estas menudencias.

VIERA.-  No, hijo mío, no me juzgues así... Mi vida, ¡ay!, es la continua privación de los bienes que apetece mi alma. Nada más conforme a mi carácter que la estabilidad. Pues heme aquí privado de los goces del hogar, errante por naciones extranjeras, sin oír la voz de un ser amado, sin ver el rostro de una persona de mi sangre y de mi raza. ¡Qué sino el mío, Tomás! Tres grandes atractivos tiene la existencia   —74→   para mí: mis hijos en primer término; después la tierra, o sea la propiedad; después los libros, o sea el estudio y la contemplación de la Naturaleza.  (Con ternura y acento firme.)  Créelo, éstos son los únicos bienes apetecibles, y además las únicas amistades fecundas y verdaderas: la familia, manantial de goces infinitos; el suelo, un pedazo de esa tierra que te devuelve generosa los cuidados que pones en ella; y por fin, el libro sano y ameno que te deleita, te calma y te instruye. Pues nada de esto me concede Dios a mí. Sin duda me priva de lo que más amo para concedérmelo en otro mundo mejor.

OROZCO.-  Así será. Pero debe usted, con su buena conducta en dote, asegurar la posesión de todos esos bienes en el otro.

VIERA.-  ¡Buena conducta!  (Con asombro.)  ¿Qué quieres decir?... Querido Tomás, no me ofendas con un juicio tan... ligero, tan impropio de la elevación de tu alma. O quizás pretendes que sólo es respetable la existencia de los capitalistas, y que la nuestra, la de los pobres, no merece que luchemos, que agucemos el ingenio por ella. No, hijo mío; el derecho a la vida nos corresponde a todos. No vayas a creer que ese derecho va exclusivamente adscrito a las acciones del Banco, al cuatro amortizable, y a la propiedad rústica o urbana...

OROZCO.-    (Impaciente.)  ¡Lástima de ingenio!... ¿Pero a qué tanto divagar?... No perdamos tiempo, Joaquín, y sepamos el objeto de su visita y de su viaje.

VIERA.-    (Con emoción, estrechándole las manos.)  Tomás, Tomás, mucho me duele que todas mis aproximaciones a ti tengan siempre un objeto... poco grato, al menos   —75→   en apariencia. No puedes figurarte la pena que esto me causa.

OROZCO.-    (Sereno.)  No se apure usted, y vea cuán tranquilo estoy.

VIERA.-  Te quiero... como a mis hijos... casi estoy por decir que más, más.

OROZCO.-  Gracias.

VIERA.-   Y no quisiera llegarme a ti sino con la cara risueña.

OROZCO.-  ¿Por qué la pone usted tan lúgubre?

VIERA.-  Lúgubre no... es que el asunto es un poco desagradable... Voy a parar a lo siguiente: Siendo tú quien eres, la conciencia más pura que hay bajo el sol, has de tener a gala y orgullo el devolver a sus legítimos poseedores lo que por olvido o negligencia, no por malicia  (Con afectación.) , ¡no, no!, está en tu poder.

OROZCO.-  ¿Y qué es eso que no me pertenece y que yo retengo?...

VIERA.-    (La mano sobre el pecho.)  ¿Dudas de mi palabra?

OROZCO.-   ¿Pues no he de dudar?

VIERA.-   Pues mi palabra sola te ha de convencer, sin necesidad de apelar a la prueba fehaciente. Escúchame. ¿Te acuerdas de las obligaciones de Proctor y Barry?

OROZCO.-   Sí que me acuerdo. Todas fueron canceladas, parte el 78, parte el 82. Sobre esto no tengo duda. He revisado estos días el expediente. Todas, todas...

VIERA.-   Todas...  (Con sutileza.)  menos una. Tomás, aguza la memoria. Conozco mejor que nadie los asuntos de la Humanitaria, fundación mía y de tu padre. Canceladas las obligaciones... menos una.

OROZCO.-  Menos una, es cierto, que había sido reservada por   —76→   el viejo Proctor para su hija mayor, Adelaida. Dicha obligación la liquidamos cuando murió esta señora allá en...

VIERA.-  En Sidney. Pero no fue como tú dices, Tomás de mi vida. Haz memoria... no fue así. Liquidasteis una póliza, que esa señora poseía también; pero la obligación, que era de las de ocho mil libras, quedó pendiente, por no encontrarse el documento original. Se hizo una información, que no resultó clara, y el asunto quedó en tal estado. Los Proctor murieron todos en una serie de catástrofes horribles, naufragios, terremotos, epidemias... Sólo queda Benjamín, que recogió a los hijos de Adelaida, y que ha llegado hace poco de Australia.

OROZCO.-  ¿Y ese Benjamín es el que ha descubierto la obligación perdida?

VIERA.-  Cierto.

OROZCO.-  Comprendido... A ver... venga.  (Con impaciencia.)  Quiero saber qué trazas tiene ese documento.

VIERA.-   (Sacando un papel.)  Ahí está. Examínalo con la prolijidad que quieras.  (Mientras OROZCO examina con profunda atención el documento presentado por VIERA, éste se levanta, y con las manos en los bolsillos se pasea por la habitación, hablando para sí.)  A ver por qué registro sales ahora, hipocritón, cuákero de mil demonios. Estás cogido. La red es hermosa, y admirablemente tejida con hilos legales; y por más que la busques, no encontrarás malla rota para escabullirte.  (En alta voz.)  ¿Qué piensas de eso? ¿Cabe en ti la sospecha o el recelo de que la obligación pueda ser falsa?

OROZCO.-  No; es legítima.

VIERA.-  Luego, yo no soy un falsario, querido Tomás. Devuélveme tu estimación.

  —77→  

OROZCO.-  La deuda es legal: yo no lo niego; pero surge la duda de que esta obligación esté comprendida en el arreglo que se hizo en 1874. Es, por lo menos, discutible el derecho de Benjamín a realizar este crédito.  (Levantándose, entrega la obligación a VIERA.)  Tome usted su papel.

VIERA.-  ¿Qué decides?

OROZCO.-    (Con frialdad y aplomo.)  Decido... no pagar.

VIERA.-  ¿No reconoces la legalidad de la deuda?

OROZCO.-   La reconozco, pero la declaro prescripta.

VIERA.-    (Desconcertado.)  Reflexiona, Tomás; no te arrebates. Benjamín pleiteará, y te verás metido en un lío espantoso, y perderás con costas.

OROZCO.-   (Paseándose y mirando al suelo.)  Lo veremos. La cuestión es muy problemática.

VIERA.-    (Con mirada penetrante.)  Tomás, eso es... indigno de un hombre como tú. Confórmate con el arreglo que te propongo, en nombre de Proctor, la mitad, cuatro mil libras.

OROZCO.-  No quiero... ¿Se sorprende usted?...

VIERA.-   ¿No he de sorprenderme? Soy un hombre muy escrupuloso en cuestiones de moral...

OROZCO.-  Pues yo no.

VIERA.-  ¡Que no eres escrupuloso!...

OROZCO.-  ¡Qué cara pone usted!

VIERA.-  ¡Tomás, Tomás!

OROZCO.-  Me he cansado del papel de puritano que la opinión se empeña en hacerme representar.

VIERA.-    (Aparte.)  ¡Pero este hombre se está burlando de mí!

OROZCO.-   Leo en el pensamiento y en las intenciones de usted como en un libro, amigo Viera. Usted ha visto en mí un ardiente apóstol de la moral pura, capaz de dejarse desollar vivo antes que retener un maravedí   —78→   que no le pertenezca, y se dijo: «Compro la obligación por una bicoca, lo cual no es difícil, porque los ingleses pasan por todo antes que pleitear en España; me presento con mis papeles en regla; el hombre se amilana; su inflexible rectitud hace mi negocio; cobro a toca-teja, y hasta otra». ¿Es esto, sí o no, lo que usted pensaba?

VIERA.-   Tomás, tú desvarías.

OROZCO.-  Pues ahora resulta que el hombre de conciencia rígida no existe más que en la infundada creencia de los necios que han querido suponerle así; resulta que Orozco es como todos los que le rodean, ni perverso, ni tampoco santo; que desea mantenerse en el justo medio entre la tontería del bien absoluto y el egoísmo brutal de otros; que no quiere dejarse explotar, sosteniendo el derecho estricto y la moral pura en cuestiones de intereses; de todo lo cual resulta también que al negociante que me escucha le ha salido mal la cuenta, y que por esta vez su maniobra ha sido un verdadero fracaso.

VIERA.-    (Tragando saliva.)  Tú harás lo que gustes. Yo he cumplido contigo. Fracasadas mis gestiones conciliadoras, te entenderás con Benjamín, que inmediatamente entablará la acción correspondiente.

OROZCO.-  Ese señor hará lo que le acomode. Si quiere pleitear, que pleitee.

VIERA.-  Ya voy viendo que haces el papel de hombre recto en todo aquello que no afecta a tus intereses. Eso no está bien, Tomás, hijo mío. Yo te aseguro...

OROZCO.-  No asegure usted más que una cosa.

VIERA.-  ¿Qué?

OROZCO.-  Que no pago.

  —79→  

VIERA.-    (Con sofocada ira.)  Pues me pones en un conflicto tremendo. De modo que si el inglés pleitea, y pleiteará, tendré que ponerme frente a ti y al lado suyo ¡qué cosa tan contraria a mis sentimientos!, porque no puedo negarme a ofrecer a la justicia mi conocimiento de la curia española y de cómo se llevan aquí los negocios de cierta clase.

OROZCO.-  Muy bien.

VIERA.-  No, no lo haré... Soy mejor que tú.

OROZCO.-  Lo celebro mucho.

VIERA.-   Aunque nadie me ha llamado nunca el hombre modelo, yo... tengo ideas claras de la justicia, de la propiedad, del derecho... Si no te quisiera como te quiero, te hablaría con mayor dureza. Tomás, Tomás, si aún conservas un resto de cariño para el que fue leal amigo de tu padre, para el que te tuvo tantas veces sobre sus rodillas; si mi voz, mi persona, estas canas hablan algo a tu corazón, trátame de otra manera. No, no puedo tolerar que te veas envuelto en un litigio dispendioso, después del cual, ganado o perdido, tu honra quedaría por los suelos. No, eso no; tu buen nombre antes que nada. Tomás, hijo mío, es preciso que arregles esto. ¿No comprendes la necesidad imprescindible de cancelar la obligación? Estoy autorizado para negociar libremente, y te propongo una transacción. Si tú eres razonable, yo, en obsequio tuyo... Vamos, quédese la cosa en tres mil libras.

OROZCO.-    (Flemático, glacial.)  Ni un cuarto.

VIERA.-   Piénsalo... piénsalo, por Dios. Te doy un día para pensarlo.

OROZCO.-  Aunque me dé usted un siglo, yo... no puedo darle nada.

  —80→  

VIERA.-   (Devorando su despecho.)  Lo siento por ti... Cree que lo siento... Me das un golpe...

OROZCO.-   Un golpe tremendo, lo sé... Pero usted... ¡ah!, usted es hombre de grandísima resistencia, y después del golpe, sigue tan terne en su campaña, y achicándose en sus pretensiones para asegurar un resultado cualquiera, llegará a proponerme dos mil libras.

VIERA.-   (Aparte.)  ¡Da dos mil libras!  (Alto.)  Tomás, me ofendes con proposición tan humillante. Rebájate todo lo que quieras; pero no incurras en esa sordidez vergonzosa.

OROZCO.-  Pero si yo no le propongo a usted las dos mil libras. Digo que usted las propondrá y que se las niego también.

VIERA.-   ¿Serías capaz de no recoger la obligación por esa miseria?... ¡Dos mil libras! Tú has perdido el juicio.

OROZCO.-  Concluyamos.  (Con resolución.) 

VIERA.-   ¿Das las dos mil libras?

OROZCO.-  No; es mucho. De algún tiempo a esta parte me he vuelto muy tacaño.

VIERA.-    (Riendo.)  Ya lo veo... ya.

OROZCO.-   Doy... Advierto que esta proposición es cerrada, indiscutible. Usted la acepta o la rechaza, y concluimos.

VIERA.-    (Con ansiedad.)  ¿A ver...?

OROZCO.-  Doy... mil doscientas libras.

VIERA.-  ¡Mil doscientas libras! ¿Y no se te cae la cara de vergüenza al hacerme tal proposición?...

OROZCO.-   No se me cae; vea usted, la tengo donde la he tenido siempre. A decidirse pronto.

VIERA.-  ¡Oh!, lo pensaré... La cosa es grave... Tu obstinación...

OROZCO.-  Trato hecho.

  —81→  

VIERA.-  No, no te precipites. Siquiera mil quinientas, Tomás.

OROZCO.-  No aumento ni un chelín. Y es buen negocio para usted.

VIERA.-  Pues... por no reñir contigo, por conservar tu amistad... acepto... ¿Y cuándo?

OROZCO.-   Ahora mismo. Extenderé un talón.

VIERA.-  No, no.

OROZCO.-  ¿Qué quiere usted?

VIERA.-  Dame papel Londres. Una letra de mil libras a mi orden, y a cargo de tus banqueros, los Ruffer. Las doscientas libras me las das aquí en pesetas... ¿Qué cambio?

OROZCO.-  Pase usted a mi despacho.

VIERA.-  ¡Ah!, sí, tengo que escribir a Londres.

OROZCO.-  Ahí está Malibrán escribiendo cartas... Extienda usted la letra y la firmaré.

 

(Aparece AUGUSTA en la primera puerta de la derecha, y se detiene en ella como esperando a que salga VIERA para entrar.)

 

VIERA.-  Bueno.

OROZCO.-   Y si quiere liquidar las doscientas libras en pesetas, ahí está la cotización.

VIERA.-   Supongo que me las pondrás al cambio de 26,50.

OROZCO.-  Como usted quiera: no reñiremos.

VIERA.-   (Dirigiéndose al despacho.)  Dura está la carne de la oveja... Pobre lobo, conténtate con una hilacha.



Escena VIII

 

OROZCO; AUGUSTA.

 

AUGUSTA.-  ¡Qué hombre, qué monstruo!, cuéntame... Yo rabiaba de curiosidad, y abrí un poco la puerta.   —82→   Pero no pude enterarme bien. ¿Le has dado algo?

OROZCO.-  Lo menos posible.

AUGUSTA.-  ¡Ay!, deja que me reponga del terror que me causa.

OROZCO.-  ¿Terror?... A mí me divierte. Histrión más perfecto no creo que exista.

AUGUSTA.-  ¿Pero qué...? Creí entender algo de una obligación olvidada.

OROZCO.-  Sí, de las de ocho mil libras.

AUGUSTA.-  ¿Pero es legítima? Porque ése sería capaz de falsificar...

OROZCO.-  Es legítima.

AUGUSTA.-  ¿Y qué... te has negado a pagarla?

OROZCO.-  Aunque bien pudiera sostenerse la prescripción, yo no la admito, no puedo admitirla, y el crédito ese, como deuda sagrada, debe pagarse.

AUGUSTA.-  Tomás de mi alma ¿serás capaz...?

OROZCO.-  Ten calma. No sabes...

AUGUSTA.-  Tu rectitud ha venido a ser una verdadera demencia. Esas deudas fiambres, obscuras y antediluvianas no se pagan nunca. Consulta el caso con todos los hombres de negocios, y verás...

OROZCO.-  No me hace falta consultar a nadie. Esa obligación pendiente pesa sobre mi conciencia, y no estaré tranquilo hasta que de ella no me descargue.

AUGUSTA.-  ¡La conciencia...!  (Alarmada.)  Explícate: ¿pagas...?

OROZCO.-  Sí; pero no he dicho que a Viera.

AUGUSTA.-   Pues no lo entiendo. ¿Es o no Joaquín poseedor legítimo de la obligación?

OROZCO.-  Lo es. Hoy, antes que él viniese, recibí carta de Horacio Ruffer, en la cual me dice que Viera dio por esa obligación un diez por ciento de su valor nominal, es decir, ochocientas libras. Yo le doy el quince, mil doscientas libras.

  —83→  

AUGUSTA.-  Y negocio concluido.

OROZCO.-   Concluido por parte de él; por parte mía, no, porque pienso pagar íntegramente... De modo que aún tengo en mi poder  (Calculando.)  libras... seis mil ochocientas.

AUGUSTA.-  ¡Pagar íntegramente!... ¡y a quién!  (Alarmada.)  Ay, hijo, yo voy a llamar a un médico. Tú estás malo, Tomás... ¿Has pensado bien...? Explícame, por Dios.

OROZCO.-  Escúchame. Joaquín es un monstruo; tú lo has dicho. Entre sus muchas responsabilidades ante Dios y los hombres, la más notoria es la perversa educación de sus hijos: el abandono en que los tiene, sin apoyo moral, sin medios honrosos de subsistencia. La penuria, la falta de autoridad doméstica, condujeron a Federico... bien lo sabes... a una vida de angustias humillantes. Por las mismas causas, Clotildita se ve precisada a buscar marido de una manera... poco decorosa. Y yo digo: ¿rectificar los errores de ese aventurero, no es un acto de alta justicia? ¿No procedo con absoluta equidad, sustrayéndole, con astucia no inferior a la suya, la mayor parte de lo que le pertenece, para mejorar con ello la existencia de sus infelices, olvidados hijos?  (AUGUSTA, paralizada por la estupefacción, no acierta a decir palabra alguna.)  ¿Has oído aquello de que «ladrón que roba a ladrón»...? Pues sí, yo, yo le quito a ese tunante el valor casi íntegro del crédito que adquirió, se lo estafo con regocijo y satisfacción santa de mi conciencia.

AUGUSTA.-  ¡Oh, qué grandeza... increíble grandeza de alma! ¿Tú eres el ladrón... de ese...?

OROZCO.-  Y no sólo soy su ladrón  (Con elevado humorismo.) , sino   —84→   su asesino, porque le mato, le entierro, le doy por fenecido, puesto que entrego su peculio a sus herederos... ¿Lo comprendes ahora? Pues con las seis mil ochocientas libras, constituyo un fondo, que divido en partes iguales, poniéndolo a nombre de Federico y de Clotilde, en títulos intransferibles. Federico podrá vivir de este modo en modesta holgura, y si es hombre capaz de apreciar los beneficios de la vida ordenada, no dudo que se corregirá de ciertos hábitos... En cuanto a Clotilde, no hay que decir que sabrá sacar partido de su herencia.

AUGUSTA.-    (En un rapto de entusiasmo.)  Tomás, me rindo a tu bondad y a tu entendimiento, que ya me parecen sobrenaturales... ¡Qué hombre! ¡Qué gloria para mí tenerte!  (Le abraza con efusión.)  ¡Debo adorarte de rodillas! ¡Qué grande eres!... ¿Ves?... se me saltan las lágrimas de alegría... de admiración...

OROZCO.-   No creo que Federico, presentada la cuestión de este modo...

AUGUSTA.-  ¡Oh, no... imposible!

OROZCO.-  Háblale tú... explícale... Hazle comprender...

AUGUSTA.-  Veremos... Hoy vendrá a comer.



Escena IX

 

Los mismos; VIERA, MALIBRÁN que salen del despacho, ambos con varias cartas en la mano.

 

OROZCO.-    (Tocando un timbre.)  ¿Han escrito ustedes? Que lleven las cartas al correo.  (Entra un CRIADO, que recoge las cartas.) 

VIERA.-    (A AUGUSTA.)  Señora mía: dicha y honor grande es para mí besar sus pies, ponerme a sus órdenes y saludarla como gala de esta sociedad, compañera   —85→   de mi mejor amigo, y ángel de bondad y de virtud.

AUGUSTA.-   ¡Jesús, qué incienso!... Gracias, Joaquín... Me asfixia usted...  (A MALIBRÁN.)  ¿Pero estaba usted ahí?

MALIBRÁN.-   Tomás me ha permitido contestar aquí mi correspondencia extranjera.

AUGUSTA.-    (Con énfasis.)  ¡Ah! Flojitos negocios trae usted entre manos. Ya me figuro los sobres... «al canciller príncipe de Bismark... al canciller de Austria-Hungría... al signor Crispi»... ¡ja... ja...!

MALIBRÁN.-   (Aparte a AUGUSTA.)  ¡Qué graciosa! Por burlarse de mí, ha sacado a relucir la Triple Alianza. Es que anda usted muy preocupada estos días...

AUGUSTA.-   ¿Con qué?

MALIBRÁN.-  Con eso... con la triple alianza...  (Aparte.)  Vuelve por otra.

VIERA.-   No le haga usted caso. Hemos pasado el tiempo charlando. ¡Y qué historias me ha contado este don Cornelio, que todo lo sabe!... ¡Pero qué historias!... Estoy horrorizado, Augusta. ¡Las cosas que pasan en este Madrid...!

AUGUSTA.-  Sí, pasan cosas horribles, sobre todo desde que ha venido usted.  (A MALIBRÁN.)  ¿Se queda usted a comer?

MALIBRÁN.-  No, gracias. Como en la legación turca. Y con su permiso...  (Despídese MALIBRÁN.) 

OROZCO.-  ¿Pero se va?

AUGUSTA.-  Sí, nos deja por los turcos.

VIERA.-  ¡Pero qué historias sabe este Malibrán!... ¡Y qué bien las cuenta!...

MALIBRÁN.-  Hasta la noche...  (Vase.) 

VIERA.-   (A AUGUSTA.)  Usted, amiga mía, ha venido a desenojarme con su apacible y dulce trato, más propio de ángeles que de mujeres. Este hombre, a quien quiero como a un hijo, me ha tratado muy mal.

  —86→  

AUGUSTA.-  Vamos, que no va usted descontento...

VIERA.-  Abusa de su superioridad, como todos los mimados de la fortuna. Tomás, dime: ¿qué bienes existen, dentro de lo humano, que tú no poseas? Todos los tesoros que Dios concede a los mortales, cuando se le antoja, han llovido sobre tu casa. Eres rico, vives estimado y ensalzado como un ídolo de estas muchedumbres burguesas que dan y quitan las reputaciones... y por encima de tantas glorias, hombre bendito, descuella la de poseer esta joya, cuyo precio ninguna lengua puede medir, ni ponderar... este ángel de fidelidad y de pureza que convierte tu casa en un cielo... esta mujer divina, en la cual la hermosura, con ser tanta, es eclipsada y obscurecida por la virtud...

AUGUSTA.-  Basta...  (Aparte.)  Me causa terror este hombre.

OROZCO.-  La adulación es la fuerza de los débiles.

VIERA.-    (Aparte.)  La venganza es el placer de los dioses.  (Alto.)  Una sola cosa falta aquí.

OROZCO.-  ¡Faltan tantas!...

VIERA.-  Vaya, que os he encontrado un defecto.

OROZCO.-  Habrá muchos.

VIERA.-  No, uno sólo... Que no tenéis hijos... ¡Macbeth no tiene hijos!... Todavía... ¡quién sabe! En eso os gano yo, que los tengo.

OROZCO.-  Para el caso que usted les hace...



Escena X

 

Los mismos; CLOTILDE, INFANTE que salen por la derecha.

 

AUGUSTA.-   (Dirigiéndose a ellos.)  ¿Se van ya? ¿Por qué no se quedan a comer?

  —87→  

INFANTE.-   No, la tía Carlota tendría celos...  (Por CLOTILDE.)  Le he enseñado toda la casa.

CLOTILDE.-   (Aparte.)  ¡Vaya con el lujo que gasta esta gente!

AUGUSTA.-  Es de usted.

CLOTILDE.-  Gracias. Cuando Pepe gane mucho dinero, que lo ganará, y seamos ricos, tendremos una casa como ésta... ¿verdad?

AUGUSTA.-  Sin duda.  (Continúan hablando.) 

OROZCO.-   (Después de examinar un papel que le da VIERA.)  Está bien: liquidadas las doscientas libras a 26,50, resultan pesetas cinco mil trescientas. Extenderé el talón enseguida. ¿Y la letra?

VIERA.-  Si no me diste timbre.

OROZCO.-  Yo la pondré.  (Dirígese al despacho.) 

VIERA.-  ¡Ah!, mi hija... Clotilde...

CLOTILDE.-  Papá...

VIERA.-  ¿Estás contenta?

CLOTILDE.-  ¿Cómo no estarlo en esta casa?

VIERA.-  Sí, aquí moran todas las dichas.



Escena XI

 

Los mismos; FEDERICO que entra por la izquierda, y al ver a CLOTILDE y su padre, se detiene en la puerta. Después OROZCO.

 

FEDERICO.-   (Aparte.)  Mi padre... Clotilde.

AUGUSTA.-    (Viéndole.)  Adelante...

VIERA.-  Ya tenemos aquí al caballero de los espejos... digo, de los escrúpulos.

AUGUSTA.-  Vamos, abrace usted a su hermana.

FEDERICO.-  ¿Usted lo quiere?

AUGUSTA.-  Y lo mando.

VIERA.-  Quien manda manda.

  —88→  

FEDERICO.-  Pues sea.  (La abraza.) 

AUGUSTA.-  ¿Hay paces?

FEDERICO.-  Con ella sí, con ella sola. Desconoce la vida, y no sabe el daño que causa.

VIERA.-  Si la conoce... Ésta sale a mí: tiene la veta económica. Tú sales a tu madre, toda imaginación y susceptibilidad.

INFANTE.-  En fin, a lo hecho pecho, y puesto que Clotilde ha decidido por sí de su suerte, no hay más remedio que transigir.

FEDERICO.-  Yo... nunca.

VIERA.-   Yo sí... y les bendigo, y que sean felices.  (Abraza a CLOTILDE.) 

OROZCO.-    (Que sale del despacho con la letra de cambio y el talón. A VIERA.)  Aquí está el talón... y la letra.

VIERA.-  Toma la obligación.  (Recoge los valores que le da OROZCO y los guarda en su cartera.) 

FEDERICO.-    (Aparte, observándole.)  Ha habido negocio. Recibe dinero.

VIERA.-   Pues sí, les doy mi bendición  (Mirando a OROZCO.)  pero soy pobre, y no puedo darles nada más.  (A CLOTILDE.)  No te importe.  (Con fingida emoción.)  Has caído en buenas manos.  (Por OROZCO y AUGUSTA.)  Ellos saben emplear en el alivio de todas las penas, en el remedio de las necesidades humanas, los inmensos bienes que Dios les ha concedido, y que por sus merecimientos y virtudes... les aumentará.

AUGUSTA.-    (Aparte.)  Su frío sarcasmo me envenena.

OROZCO.-   (Aparte.)  Nunca vi cómico igual.

VIERA.-   (A FEDERICO.)  Y tú, buen mozo,  (Abrazándole.)  tampoco necesitas para nada de este viejo. Tampoco a ti te faltan apoyos, truhán. Nadie como tú. Tomás, Augusta, ¡cuánta gratitud os debo!  (Casi llorando.)    —89→   No tenéis hijos, y me quitáis los míos. Adiós, adiós.

OROZCO.-   (Dándole la mano.)  Hasta otra.

VIERA.-  Ya no más.  (Aparte.)  Hipocritón, tengo quien me vengue.  (Vase por la izquierda. OROZCO le acompaña hasta la puerta.) 

AUGUSTA.-    (Aparte.)  Se va... Ya respiro.

CLOTILDE.-  Adiós.

INFANTE.-  Salgamos por aquí.  (Por el salón.) 

 (AUGUSTA besa a CLOTILDE y la acompaña hasta la puerta del salón.) 

OROZCO.-   (A FEDERICO.)  Viejo menguado y torpe, ¡qué inocente va de la trastada que le juego!

FEDERICO.-  ¡Tú!

OROZCO.-   Yo.

FEDERICO.-   (Aparte, confuso.)  ¿Qué pasa aquí? No entiendo una palabra.  (Alto.)  ¿Y qué...?  (Mirando alternativamente a AUGUSTA y OROZCO.) 

OROZCO.-  Nada...  (Mirándole fijamente.)  Después te lo diré.  (Cogiéndole por un brazo.)  Ya te tengo cogido.  (AUGUSTA les mira desde el fondo de la escena.) 



 
 
FIN DEL ACTO TERCERO