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ArribaAbajo Acto IV

 

Habitación modesta y desordenada en casa de FEDERICO. La puerta de la derecha conduce a la alcoba; la del fondo a la sala. Por la de la izquierda entran los que vienen de la calle. Una mesa. Sobre ella papeles, libros, tazas, tintero, todo colocado desordenadamente.

 

Escena I

 

LEONOR que entra de la calle; BÁRBARA.

 

BÁRBARA.-  Que no la engaño a usted. No está.

LEONOR.-  Sí que está... Pásele recado.  (Con altanería.) 

BÁRBARA.-  Pero señora...  (Aparte.)  ¡Qué modos!

LEONOR.-  A mí no puede negarse. Dígale usted que soy Leonor...  (Bajando la voz.)  Leonor. Sé que está enfermo, y por eso he venido. Tengo que hablarle con precisión.

BÁRBARA.-  Vaya, le diré la verdad.  (Bajando la voz y señalando a la derecha.)  Está, sí... pero se ha echado un rato... Creo que ha cogido el sueño. Pasó muy mala noche, y por nada del mundo le despertamos.

LEONOR.-  ¿Pero qué tiene?... Tu abandono... falta de asistencia. No saben ustedes cuidarle.

BÁRBARA.-   ¿Que no? Anoche, mi hermana y yo no hemos pegado los ojos... Tacitas de té y de tila, copas de Jerez, cucharaditas de cloral, qué sé yo... Con nada se calmaba. Delirando toda la santa noche. Ya nos decía frases cariñosas, ya palabras malsonantes que   —92→   la avergüenzan a una. Y a lo mejor se echaba de la cama, se vestía de prisa y corriendo, y andaba por toda la casa hablando con... con nadie, porque nadie había; pero él hablaba como si viera fantasmas, o personas figuradas por su imaginación. Pues esta mañana... crea usted que partía el corazón.

LEONOR.-  ¿Qué... qué hacía?

BÁRBARA.-  En su alcoba, junto a la cama, tiene un retrato de su mamá, en un cuadro magnífico ¡cosa buena!, así como de un palmo. Pues hoy, serían las nueve, después de hacer y decir mil disparates, descolgó el retrato, y abrazándole como se abraza a un niño, le daba besos y le decía cosas... ¡Ay!, mi hermana y yo nos echamos a llorar, y estábamos todos en casa como sí se nos hubiera muerto alguien.

LEONOR.-   ¡Pobrecito!

BÁRBARA.-    (Acercándose de puntillas a la puerta de la izquierda.)  Me parece que está despierto y levantado, sí...

LEONOR.-  ¡Ah!, sí... aquí está.  (Entra FEDERICO por la derecha leyendo en un devocionario.) 

BÁRBARA.-  Aquí tiene una visita.  (FEDERICO no contesta, absorto en la lectura.) 

LEONOR.-  Pero chico... que estoy yo aquí.

FEDERICO.-  ¡Ah!... Leonorilla.  (Vuelve a leer.) 

BÁRBARA.-  Por las trazas, tenemos en casa a la mismísima Peri.  (Vase.) 



Escena II

 

LEONOR; FEDERICO.

 

LEONOR.-  Aquí me tienes. Te escribí... no me contestaste, ni fuiste por allá.  (Observando que FEDERICO, sin hacerle caso, se sienta con muestras de cansancio, y vuelve a fijar   —93→   su atención en el libro.)  ¡Pero, hijo, qué manera de recibir visitas!

FEDERICO.-  ¡Ah!, sí, dispensa... Leía... Éste es el libro de oraciones de mi madre... el recuerdo más vivo que conservo de ella... Mi madre fue una santa, Leonor, una mártir.  (LEONOR hace un movimiento para coger el libro.)  No, no... quita. Esto es sagrado, y no puede ir a tus manos.

LEONOR.-  ¡Ay!, es verdad.

FEDERICO.-  Te permito tocarlo... nada más que aplicar la punta de los dedos...  (LEONOR lo toca.) 

LEONOR.-  A ver si se me pega algo.

FEDERICO.-  Basta...

LEONOR.-   No... verás cómo no se me pega nada.

FEDERICO.-  ¡Ah!, antes que se me olvide.  (Deja el libro sobre la mesa, y abre un cajón de la misma, saca billetes y se los enseña.)  Mira.

LEONOR.-  ¡Billetes! ¡Ay! Déjame que los toque... Me muero por ellos.

FEDERICO.-  Para ti los quería.

LEONOR.-  ¡Chico!... ¿Qué?, ¿te ha soplado la musa?

FEDERICO.-  Con un poco de suerte, y algo que me dio mi padre ayer, al partir para Inglaterra, he reunido eso, que es para ti. No te doy la cantidad completa que me prestaste. El resto... cuando se pueda.

LEONOR.-    (Cogiendo los billetes.)  ¡Ay, hijo de mi alma! Dame acá. Me hace una falta atroz. ¡Qué bonito es tener dinero! Él será todo lo vil que se quiera; pero ¡qué aburridos vivimos cuando no le vemos la cara!

FEDERICO.-  ¿Venías por él?

LEONOR.-  No; es que tenía que hablar contigo de un asunto.  (Aparte.)  No me atrevo a decírselo. Me da mucha pena.  (Alto.)  Por lo que veo, nadas en la opulencia.

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FEDERICO.-  ¿Nadar yo? Di más bien que pataleo. Ya no tengo salvación. Cuando salgo de un compromiso, casi de milagro, viene otro, y después otro. Corren hacia mí, pisándose la cola. No veo ni aun probabilidades de evitar la insolvencia y la deshonra.  (Sombríamente.)  Soy hombre perdido.

LEONOR.-  No te aflijas, tontín. Confía en Dios. Puede que te caiga una herencia.

FEDERICO.-    (Agitado.)  ¡Una herencia! Leonor... tus bromas me lastiman.

LEONOR.-   Pues yo también ando mal. Tengo que inventar algún negocio. Debo más que el Gobierno, y ese condenado gaditano va a dar con mis pobres huesos en un hospicio. Ahora está conmigo hecho una confitura. Como que necesita cuartos. Pues dice que soy yo otra como La Traviatta  (Riendo.) , y que él me va a redimir, a volverme honrada, y qué sé yo qué... ¡qué risa! Parece que ahora va a venir su padre, para quitarle de mí y llevársele, y él pretende que, cuando su papá venga a verme, haga yo el papel de tísica arrepentida, tosiendo con sentimiento, y pintándome ojeras... vamos, como La Traviatta, para que el buen señor se ablande y nos eche su santa bendición... ¡qué risa! Con estas pamplinas, ello es que me está dejando por puertas.  (FEDERICO se muestra triste y caviloso, sin prestarle atención.)  ¿Pero qué tienes hoy? ¿Estás enfermo...?, ¿qué te pasa?...

FEDERICO.-  Ya puedes figurarte... ¡Me pasan tantas cosas... tantas...!

LEONOR.-  A mí no me la pegas tú. ¿Por qué no me confías tus secretos? Sé lo que son penas, y en lo tocante a penas de amor, no hay quien me gane. Podría poner   —95→   cátedra de esto en la Universidad, y saldría yo con mi birrete color de rosa, y mi toga de batista, a explicar a los chicos el tratado de fatigas de amor.

FEDERICO.-   ¡Qué mona eres!... Figúrate cómo estaré, que ni con tus gracias puedo reírme.

LEONOR.-   (Aparte.)  Malo está el pobre... No, no se lo digo... me volveré a casa sin decírselo...

FEDERICO.-  ¿Y...?

LEONOR.-  ¿Qué?

FEDERICO.-  ¿No tenías algo que decirme?

LEONOR.-  Sí... pero no... no era nada.  (Aparte.)  Pues sí, más vale que lo sepa, aunque le duela.  (Alto.)  Escucha... ¿te lo digo?

FEDERICO.-  Sí, mujer.

LEONOR.-  Sí, aunque te desagrade, es mejor, para que estés prevenido. Anteanoche, en casa, Malibrán se desbocó.

FEDERICO.-  ¿De veras?

LEONOR.-  El condenado vació de golpe el saco de las picardías, y allí saliste, chico, allí salió también ella... En fin, que lo sabemos todo. Basta de comedias conmigo.

FEDERICO.-  ¿La nombró?  (Con vivo interés.)  ¿Pero la nombró?...

LEONOR.-  Claro que sí. Los nombres son la salsa de estos guisos.

FEDERICO.-  Repíteme todo, todo lo que hablaron, aunque sea lo más indigno, lo más...

LEONOR.-  ¿Todo, todo?... Pero mira, no te enfades. Son cosas que dicen los hombres cuando hablan unos de otros... borricadas, simplezas. Ya puedes comprender. Es de clavo pasado que, tratándose de señora rica y galán pobre, lo primero que se ha de decir es que ella le paga las trampas.

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FEDERICO.-  No, no dirían tal atrocidad.

LEONOR.-  Sí que lo dijeron. Me parece que fue el marqués...

FEDERICO.-   ¿Y tú te callaste?

LEONOR.-  Buena soy yo para callarme, tratándose de tu honor, que es lo mismo que el mío...  (Desdiciéndose.)  digo, no... como el mío no, porque yo no lo tengo. En fin, te defendí como una leona, sosteniendo que tú no eres capaz de tomar dinero de ninguna mujer. Claro, había que decirlo así.

FEDERICO.-   Sigue. ¿Y qué más?

LEONOR.-  Pues dijo Cornelio... te advierto que se le fue un poco la mano en la bebida... dijo que se había propuesto averiguar... ya me entiendes... y que después de andar muchos días hecho un polizonte, os descubrió el burladero.

FEDERICO.-  ¿Y dónde... a ver... dónde dijo?...

LEONOR.-  Se lo calló muy bien callado, por más que los otros le marearon para que cantara.

FEDERICO.-  Es que no lo sabe.

LEONOR.-  ¡Ay!, no seas tonto. Lo sabe; se le conoce en la manera de decirlo.

FEDERICO.-   Pues mejor.

LEONOR.-   Mira, niño, ándate con tiento, porque es muy fácil que te veas envuelto en una cuestión muy mala. Por eso he querido prevenirte.

FEDERICO.-  Prevenido estoy, suceda lo que quiera.

LEONOR.-  No te envalentones. Mira que... ¿No temes a Orozco?... Dijo Malibrán que ese señor tiene cataratas, y que él se las va a quitar.

FEDERICO.-  Pues que se las quite. Mejor...

LEONOR.-  No digas tal.

FEDERICO.-   (Exaltado.)  ¿Pues qué piensas tú, si siento vivos deseos de enterarle yo mismo?

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LEONOR.-  ¿Qué dices? Chico, tú no tienes tu cabeza buena. ¡Tú! ¿De manera que tú mismo dejarás al descubierto a la que te quiere tanto?

FEDERICO.-  Tienes razón... Tú conservas el sentido claro de las cosas, y yo lo he perdido completamente. Siento, pienso y digo los mayores despropósitos...  (Con amargura.)  Leonorilla... ¡Ay!, tú eres la única persona que veo con gusto en esta ruina de mi espíritu. Entre tantas caras que me ponen un ceño antipático y hosco, sólo la tuya resplandece. ¿Verdad que es raro? Pero siempre ha de haber algo que no se entiende, y lo que no entendemos, adviértelo, es lo que más consuela. Las cosas muy sabidas y muy estudiadas, hastían el alma. Las que se nos presentan en términos vagos, confundiendo nuestra razón, son las que nos confortan y nos alientan.

LEONOR.-    (Aparte.)  No tiene la cabeza buena, no.  (Alto.)  Pues para consuelo, para medicina de tu alma, aquí me tienes. Sigue mis consejos y verás. No te amilanes. Entre tú y Manolito Infante, cogéis a Malibrán y le metéis el resuello en el cuerpo. Yo puedo deciros de él cosas muy feas, pero muy feas... No tenéis más que amenazarle con publicarlas si no calla, y callará como un plato de habas... Así se hacen las cosas... y pecho a los runrunes, y no hagas caso. Sigues, seguís achantaditos, y quién sabe si al fin, lo que hoy parece un peligro, será tu salvación.

FEDERICO.-  ¡Salvarme yo! No lo esperes.

LEONOR.-  Monín, tú estás mal, mal, mal, y el gusano que más te roe por dentro, es ese pícaro... vamos, el no tener...  (Señal de dinero.)  Si pudieras arreglarte... Si llegaras a contar con un tanto fijo...

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FEDERICO.-  No hay posibilidad de que cambie mi manera de vivir.

LEONOR.-  Pues sí que la hay... ¿Te la digo? Pero no te me enfades. Pues... allá voy... Me parece una barbaridad que pases tantas amarguras, teniendo esa amiga tan ricachona.

FEDERICO.-   ¡Leonor! ¡También tú!

LEONOR.-  No, miquito, yo no digo que tú le pidas... digo que de ella debiera salir el ofrecerte una cantidad gorda, para que de una vez...

FEDERICO.-    (Irritándose.)  Quita, quita. Déjame en paz.

LEONOR.-  Anda... tonto. Fuera remilgos.  (Remedándole.)  El honor... ¡la diznidaz!... Vamos, que buenos miles podría darte... y algo me había de tocar a mí.

FEDERICO.-    (Con tristeza y desaliento.)  ¿Por qué me lastimas, por qué me hieres así?

LEONOR.-  ¿Te incomodas? Pues tómalo a broma.

FEDERICO.-  Te lo tolero como chiste.

LEONOR.-  Eso, como chiste. ¿Sabes lo que dice mi marqués? Que el chiste de hoy es la seriedad de mañana.

FEDERICO.-  O en otra forma: que arrojas a la calle un chascarrillo, y sin saberlo has plantado la simiente de una tragedia.

BÁRBARA.-    (Entra por el fondo.)  Un señor...

FEDERICO.-  ¿Quién?...  (Aparece OROZCO en la puerta del fondo.) 

LEONOR.-    (Aparte.)  ¡El marido de la de Orozco! Yo me las guillo.  (Alto.)  Quédate con Dios.  (Aparte.)  Se armó la gorda.  (Vase.) 



Escena III

 

FEDERICO; OROZCO.

 

FEDERICO.-   (Con sorpresa y espanto, al ver avanzar a OROZCO.)  ¡Otra vez!...

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OROZCO.-   (Con asombro.)  Soy yo.

FEDERICO.-    (Desvariando, excitadísimo.)  Tú... sí... ¿qué quieres?... ¡Otra vez ante mí!... déjame, déjame.

OROZCO.-    (Inquieto.)  ¿Qué es esto?... ¿Qué te ocurre?

FEDERICO.-  Por tercera vez me visitas... Basta, basta. Ya te dije que no quiero, que no puedo...

OROZCO.-    (Confuso.)  ¡Por tercera vez! ¿Pero cuándo...?

FEDERICO.-   Anoche...

OROZCO.-   ¡Anoche! Tú deliras... ¡Pobre amigo! Si no nos hemos visto desde anteayer, cuando estuvo tu papá en casa...

FEDERICO.-  ¡Que no nos hemos visto!...  (Turbado.)  Tomás... tú no eres tú; no estás realmente aquí... Lo que veo es tu sombra, tu imagen, hechura de mi pensamiento, de esta idea infame, que habiendo agotado dentro de mí sus formas de suplicio, sale y me atormenta desde fuera.

OROZCO.-  ¡Qué disparate! Soy yo... Mírame, tócame.  (Le abraza cariñosamente.)  Soy tu amigo, que te quiero, que deseo salvarte de la miseria, de la deshonra...

FEDERICO.-  ¡Ah!...  (Dejándose abrazar, vencido de la emoción.)  Perdóname... no sé lo que digo... Estoy enfermo...  (Despejándose.)  Anoche... efecto sin duda de las dificultades que me agobian... tuve horas de cruelísimo insomnio... después intensa fiebre... te vi... entraste en mi alcoba... salté del lecho... hablamos... te dije...

OROZCO.-  Vamos, que he venido a ser tu idea fija...

FEDERICO.-  Y al romper el día, después de un breve sueño en este sillón... entraste con la claridad del alba...

OROZCO.-   ¡Con el alba yo!...  (Jovial.)  ¡Qué madrugador me he vuelto! Vaya, chico, no más... basta. Acabarás por marearme a mí también... Conste que no nos hemos   —100→   visto... realmente, desde anteayer, y que ahora vengo a tratar contigo... ya supondrás de qué...

FEDERICO.-  Lo adivino... lo sé... y es inútil...

OROZCO.-    (Sentándose a su lado.)  Aquel día, después de comer, te manifesté... ya lo sabes. Me respondiste que lo pensarías. Y anoche, Augusta me ha llenado de asombro diciéndome que te mostrabas inclinado a rechazar lo que te ofrecemos.

FEDERICO.-  Le dije... yo creí habértelo dicho también a ti... anoche... Pero pues aseguras que soñé... te lo digo ahora. Tomás, no puedo aceptar.

OROZCO.-   ¿Pero qué razón...? Dame una razón...

FEDERICO.-  Que no quiero, que no puedo...

OROZCO.-  Advierte que es una herencia, herencia un poco extraño en la forma...

FEDERICO.-  Sí, la forma es hábil, exquisita, como invención de tu ingenio sublime, tan grande como tu generosidad.

OROZCO.-  No se hable de generosidad... No saques ahora el fastidioso argumento de tu delicadeza.

FEDERICO.-  Es mi razón suprema... y el único capital del pobre.

OROZCO.-  Eso es ya ingratitud, orgullo satánico.

FEDERICO.-  Es que yo sostengo que Satanás era un ángel... muy delicado.

OROZCO.-  Pase como chiste... Ea, al grano. Dime, ¿cómo te rebaja el beneficio otorgado por un amigo, y no te envilecen otras cosas? Tus expedientes angustiosos y degradantes para vivir no te sonrojan, ¡y en cambio...!

FEDERICO.-  Es que son hábitos, y ya no puedo vivir sin ellos. Tomás, Tomás, me duele mucho decírtelo; pero te lo diré. Soy vicioso. La idea de una vida sosa y correcta,   —101→   con el bienestar acompasado de un modesto rentista, me causa horror. No quiero esa vida, no la quiero. El veneno se ha adaptado a mi naturaleza, y ya no puedo existir sin él.

OROZCO.-   ¡Palabrería, farsa! ¿Cómo pretendes hacerme creer que prefieres esa vida de sobresaltos...?

FEDERICO.-   Créelo, sí. Detesto la tranquilidad. No sé cómo hacértelo comprender. Los conflictos diarios, las angustias, el no respirar, el no vivir, la excitante lucha, prodúcenme placer insano. Soy como el borracho incorregible que se siente envenenado por el alcohol, y lo apetece con todas las energías de su naturaleza. Yo apetezco el mal, el picor terrible de las dificultades pecuniarias, las emociones del azar, con sus desmayos hondos y sus alegrías delirantes.

OROZCO.-  Nada de eso pertenece a la realidad. O es un desvarío de enfermo, o tus argumentos sirven para ocultar alguna poderosa razón, que ignoro. Hazte cargo de que tu padre, de un modo inconsciente, es quien...

FEDERICO.-  No nombres a mi padre. Obra tuya es esta idea, esta combinación que tiene una cara divina y un reverso diabólico. Te conozco bien. Tomás, despréciame, no hagas caso de mí. Yo no merezco ni que me mires siquiera.

OROZCO.-  No salgas ahora por ese registro de las alabanzas para aturdirme. No hables de generosidad. ¿Te molesta mi protección? Pues nada verás en mí que te la recuerde. ¿Quieres mostrarte ingrato? Mejor. A mí me gusta la ingratitud... Y si las anomalías de tu carácter te llevan a pagar este beneficio con alguna acción fea, aunque sea de las más villanas, a mí no me importa... Mejor. Me agrada recibir   —102→   mal por bien. Así se purifica nuestra voluntad; así se templa nuestro espíritu para adquirir firmeza y vigor, que lo hacen inconmovible ante los peligros de que le cerca la miseria humana; así nos aproximamos un poco a la Divinidad, que si nos parece tan grande, es por la indiferencia con que mira impávida, desde su altura, a los que continuamente la desprecian, la ultrajan o la escupen.

FEDERICO.-   (Con exaltación.)  Tomás, si te digo que me pareces sobrenatural, no expreso todo lo que siento... Déjame: tengo que añadir que... tu perfección me lastima... Yo también... a mi modo... quiero ser perfecto... yo también quiero acercarme a la divinidad... No me gusta que nadie suba más que yo...

OROZCO.-  Pues te dejaré.  (Aparte.)  ¡Infeliz, qué pena dejarlo así!  (Alto.)  ¿De modo que no hay manera de reducirte?

FEDERICO.-   No, no discurras más. ¿Para qué? Convéncete de que anhelo ser pobre.  (Con sarcasmo.)  Me ha dado por ahí... La riqueza te sirve a ti de escala para remontarte a la perfección; pues yo quiero que mi escala sea la indigencia. Penuria, vergüenza, mortificación, sufrimientos: eso es lo que necesito para regenerarme.

OROZCO.-   (Con humorismo.)  ¿Santidad tenemos?

FEDERICO.-  ¿Por qué no? ¿Es que quieres tú monopolizarla?

OROZCO.-   De ningún modo.

FEDERICO.-  ¿Te molesta la competencia?

OROZCO.-   (Aparte.)  ¡Perturbado está de veras!  (Alto.)  Dime, ¿te irrita la protección que hemos dado a tu hermana y a su novio?

FEDERICO.-  Sí... tal vez... ésa es la causa de que no podamos entendernos.

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OROZCO.-  Vamos, no sé cómo tengo paciencia para oírte. Lo que a ti te hace falta, bien lo sé yo...

FEDERICO.-  Una camisa de fuerza.

OROZCO.-  No: reposo, expansión, salir de Madrid. Vaya, te propongo una cosa. Vente conmigo a las Charcas.

FEDERICO.-  ¿Al campo? ¿Vas de caza?

OROZCO.-   Sí, esta tarde. Pasaremos allí los días de fiesta.

FEDERICO.-   ¿Quién va contigo?

OROZCO.-  Hasta ahora cuento con Aguado, con Calderón... También va Malibrán.

FEDERICO.-  ¿Le has convidado?

OROZCO.-   Se ha invitado él mismo. Hace tres días que no me deja a sol ni sombra. En fin, ¿vienes o no?

FEDERICO.-  No puedo, no.

OROZCO.-  Sí... con los quehaceres que te agobian...

FEDERICO.-  Tengo una cita.

OROZCO.-   Mujeres... ¡Oh!, siempre en malos pasos.

FEDERICO.-   ¿Qué es eso de... mujeres? Habla con más respeto... Es una dama.

OROZCO.-  Peor para ti. ¿Ésa es la santidad y ése es el ascetismo de que me hablabas antes?

FEDERICO.-  ¿Y qué tiene que ver? El amor no quita los principios... Yo tengo principios.

OROZCO.-   Que nadie entiende.

FEDERICO.-   Los entiendo yo, y basta.

OROZCO.-   Si soy lo que dices, tu idea representada en una sombra, debo entenderlos.

FEDERICO.-    (Irritado y nervioso.)  Sombra o realidad, tu presencia, tus visitas me mortifican horriblemente. Si me hicieras el favor de marcharte...

OROZCO.-  Sí, hombre...

FEDERICO.-   Y de no volver...

OROZCO.-  Como gustes.  (Estrechándole la mano y contemplándole   —104→   cariñosamente.)  Quédate con Dios...  (Aparte.)  No le entiendo... Carácter indomable, cabeza perdida.  (Alto.)  Que descanses.

FEDERICO.-  Descuida. ¡Descansaré!...



Escena IV

 

FEDERICO.

 

FEDERICO.-  Se fue... ¡Qué consuelo! ¡Libre de ese hombre! Temo que vuelva. Huiré y me esconderé donde no pueda oír su voz, donde su mirada noble y profunda no me anonade... Imposible vivir así... Yo confiaba ¡menguado de mí!, en que este secreto no se descubriría fácilmente, y ahora resulta que no tardarán en conocerlo todos nuestros amigos, medio Madrid, y él... ¡Pero qué hombre, santo Díos! ¿Por qué lo hiciste de tan rara perfección para ponérmele delante en esta hora crítica de mi vida? ¿Por qué no es un malvado, un egoísta sin entrañas, un envidioso, un falso al menos, siquiera un hombre vulgar, de estos que forman casi toda la trama del tejido social?...  (Rehaciéndose.)  Valor; esperaré a pie firme hasta que un amigo infame le revele la terrible, la ignominiosa afrenta. Sucederá entonces lo que es de rúbrica: el hombre ofendido me exigirá reparación; se la daré con la estúpida forma del duelo, y... ¡Cuán grotesca es la sociedad! Deberíamos todos embadurnarnos la cara con harina como los clowns, o colgarnos cascabeles de las orejas, como los antiguos bufones, pues somos unos grandes mamarrachos.  (Inquietísimo.)  No sé qué hacer... No me atrevo a salir. Temo encontrármele en los pasillos... en la escalera... en la calle... No salgo, no.   —105→   Quiero estar solo. No me agrada más conversación que la mía, como la de un amigo que se despide porque yo me marcho, yo me rindo, yo no puedo vivir así. La vida, tal como la voy arrastrando ahora, es carga superior a mis culpas. Ya merezco el descanso... Ya...  (Suena la campanilla.) 



Escena V

 

FEDERICO; BÁRBARA.

 

BÁRBARA.-   Señor... ahí está...

FEDERICO.-    (Aterrado.)  ¿Otra vez?... Cierra bien la puerta... echa el cerrojo... Como le dejes entrar, le recibo a tiros.  (Saca un revólver del cajón de la mesa, y lo pone sobre la misma.) 

BÁRBARA.-  Pero señor... si no es...

FEDERICO.-  Le siento próximo, le oigo... le veo; no se ha ido...

BÁRBARA.-  Si es el señorito Infante...

FEDERICO.-  No puede ser Infante. Te equivocas. No abras; te mando que no abras.  (Suena la campanilla más fuerte.) 

BÁRBARA.-  Que es don Manolo: le he visto.

FEDERICO.-   Que no abras te digo.

BÁRBARA.-   (Aparte.)  Ya me da miedo este hombre. Abriré.

 

(Vase. -Al empezar la escena VI, se obscurece la escena, y entra BÁRBARA con una lámpara, que deja sobra la mesa.)

 

FEDERICO.-  Infante... no puede ser.  (Trémulo.)  Es el otro, que no dejará de acosarme mientras yo tenga aquí una chispa de pensamiento...



Escena VI

 

FEDERICO; INFANTE.

 

INFANTE.-  Temí no encontrarte.

FEDERICO.-  ¿Eres tú de verdad? Sí...

INFANTE.-  Dos palabras, nada más que dos palabras, y me voy... ¿Pero estás malo?

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FEDERICO.-  Sí.

INFANTE.-    (Mirándole fijamente, alarmado.)  ¿Qué tienes?

FEDERICO.-  Nada... la cosa más tonta... Que no duermo.

INFANTE.-   ¡Bah! Lo de siempre. Dificultades de... Porque tú quieres.

FEDERICO.-   Verás qué pronto las resuelvo ahora.

INFANTE.-  ¿Sí?... ¿Cómo?...

FEDERICO.-   Poniéndome en salvo.

INFANTE.-  ¡Huir tú!, no me parece propio de tu carácter. ¿Huir? ¿Y adónde te vas?

FEDERICO.-  Lejos, lejos.

INFANTE.-   ¿Pero adónde?

FEDERICO.-  A un país muy bonito. Es lejano y próximo. Dista mucho, y se llega en un soplo... El país del sueño, tonto. Verás cómo las dificultades no me siguen allá. Y si alguno de mis atormentadores va y me llama... verás como no despierto.

INFANTE.-  ¡Oh! Ten juicio...  (Aparte, alarmadísimo.)  ¡Pero qué malo está!  (Ve el revólver sobre la mesa, y con rápido movimiento lo coge y se lo guarda. -Alto.)  Mira, chico no hagas tonterías.  (Con cariño.)  Federico, por Dios, entrégate a mí, y te salvaré.

FEDERICO.-  No puedes.

INFANTE.-  ¿Quieres que te traiga un médico?

FEDERICO.-  ¿Médico?, ¿para qué?

INFANTE.-  Tienes fiebre. Métete en la cama... No, mejor será que salgas, para que se te despeje la cabeza. Ahí tengo mi coche. Ven, y paseando hablaremos.

FEDERICO.-   Hablemos aquí. No puedo salir.

INFANTE.-   Pues... dos palabras. ¿No sabes que ese majadero de Malibrán se ha permitido inventar una historia infame?...

FEDERICO.-  ¡Una historia infame!

  —107→  

INFANTE.-  Sí, y contarla en casa de Leonor, en el Círculo, en todas partes. ¿Has visto mayor vileza? ¡Pretender empañar la limpia fama de mi prima con tan brutal calumnia! ¡Calumniarte también a ti!... Cuando lo supe, mi primer impulso fue buscarle, pedirle la retractación inmediata y categórica, y si a dármela se negaba, volverle la cara del revés.

FEDERICO.-   Vuélvesela... lo merece...

INFANTE.-  No puedo soportar a ese hombre. La antipatía que me ha inspirado siempre, es ya un odio mortal. Si no se retracta, le abofeteo, le escupo... No es digno de que se guarden por él las formas que impone el fuero del honor.

FEDERICO.-   (Excitado.)  Mejor es matarle... matarle como a un perro con hidrofobia.

INFANTE.-  Pero antes de dirigirme en su busca he querido verte, porque me entró un recelo... Nuestra flaca naturaleza, la corrupción que respiramos nos inclinan siempre a la duda... Dudé, dudo, no te ofendas... He querido que disipes hasta la última sombra de recelo, que asegures en mí la confianza, la fe. Cuanto ha dicho ese infame... es mentira.  (Con interrogación solemne.) 

FEDERICO.-   (Con calma y acento firme.)  Cuanto ha dicho ese miserable... es verdad.

INFANTE.-   (Aterrado.)  ¡Verdad... verdad! Tú deliras... Por Dios, amigo querido... dime que deliras, dímelo; dime que sueñas.

FEDERICO.-  ¡Ojalá soñara!

INFANTE.-  ¿Es cierto lo que escucho?... ¡Tú!... No, me engañas, te engañas tú mismo. Ese trastorno... ese mirar sombrío, demuestran que no eres dueño de tus propias ideas. Federico, tú estás demente, tú no   —108→   eres responsable de las graves palabras que has pronunciado.

FEDERICO.-  No, mi razón está aquí todavía. Si no estuviera, no padecería yo lo que padezco. No es demencia, no; es revelación deliberada y sincera, es descargo de un espíritu que no puede soportar ya el peso inmenso de sus propios errores... Anda, corre, ve y cuéntale esta verdad terrible a tu amigo, al que también a mí me distinguió y me distingue con amistad generosa que no merezco... cuéntale todo, y añade que no temo la muerte, que la deseo, que la necesito...

INFANTE.-    (Con emoción.)  Basta.

FEDERICO.-  Y en cuanto al indigno Malibrán, ahora...

INFANTE.-    (Vivamente.)  Creyendo falso lo que decía, pensé castigar su grosero lenguaje.  (Con rabia.)  Ahora que sé que es verdad, y por lo mismo que es verdad, juro que... ha de pagarme la infamia de haberla dicho.

FEDERICO.-  Va con Tomás a las Charcas.

INFANTE.-  No irá, yo te lo aseguro.

FEDERICO.-  Descarga tu furor en mí, guardián caballeresco del honor de aquella casa.

INFANTE.-  No me corresponde ese papel. No faltará quien te pida cuentas.

FEDERICO.-   Y las daré... o no las daré.

INFANTE.-   Pues, por la calidad de la persona ofendida, por la amistad que te profesaba, por los beneficios...

FEDERICO.-  No he querido recibirlos...

INFANTE.-  No has querido; pero... lo hecho, hecho se queda. Bien enterado estoy de los planes de Tomás... Desgraciado, no tienes más que una solución...

FEDERICO.-   ¿Cuál?

INFANTE.-    (Saca el revólver que antes guardó en su bolsillo, y lo   —109→   pone sobre la mesa.)  Toma.  (Se aleja, ocultando su emoción.) 

FEDERICO.-  ¡Ay!... Manolo... ¿Te vas... sin darme un abrazo...?, ¿el último...?

 

(INFANTE vuelve. Abrázanse cariñosamente sin pronunciar palabra. Retírase INFANTE muy conmovido.)

 


Escena VII

 

FEDERICO; AUGUSTA que entra por el fondo al marcharse INFANTE.

 

AUGUSTA.-  ¿Solo ya?

FEDERICO.-   ¡Augusta!

AUGUSTA.-  Yo, sí... no me riñas... Llegué hace un momento. Dijéronme que tenías visita... Esperé.  (Con inquietud.)  Dime, ¿qué hablabas con Infante?

FEDERICO.-  Nada. Manolo, como siempre, tan bromista... ¡Pero tú... en mi casa!

AUGUSTA.-  Sí; ¿te contraría? Imposible dejar de venir... Oye: Tomás, en el momento de salir para la estación con sus amigos, díjome que acababa de separarse de ti, dejándote en un estado lastimoso... que padecías horriblemente, que... Figúrate mi ansiedad... Nada, no he podido contenerme... y aún me costó trabajo esperar a que obscureciera un poco más. Tomé un coche, y aquí me tienes... Dime, dime pronto, ¿qué es esto?... ¿qué te pasa...?

FEDERICO.-    (Afectando serenidad.)  Nada... si estoy bien... estoy mejor.

AUGUSTA.-  ¿De veras? ¡Ah!, Tomás exageraba...

FEDERICO.-   Sin duda. Cuando él estuvo aquí no me sentía yo tan bien como me siento ahora.

AUGUSTA.-  Cuéntame. Quizás disputasteis. Ya, ya entiendo... la terrible cuestión. Su bondad y tu delicadeza, no pueden concordarse, no ajustan, no casan bien. Yo espero que al fin...

  —110→  

FEDERICO.-  Sí, sí, yo también lo espero...

AUGUSTA.-  Luego, ya no estás tan intransigente.

FEDERICO.-  No... ya no... ¿para qué?

AUGUSTA.-    (Con alegría.)  ¡Ah!, al fin te sometes a mi voluntad. ¡Qué alegría me das! Te convences de la necesidad de cambiar de vida...

FEDERICO.-  ¡Oh!, sí cambiaré de vida muy pronto. El cansancio de ésta es ya intolerable.

AUGUSTA.-  Pues mira  (Recorriendo la habitación y examinándola rápidamente.)  lo primero que tienes que hacer, con la herencia de tu papaíto, es tomar otra casa. ¡Qué mala y qué fea es ésta, querido!

FEDERICO.-  La tengo buscada ya.

AUGUSTA.-   ¿Y dónde? ¿Como ésta, piso bajo?

FEDERICO.-  Sí... más bajo todavía... digo, no... alto, altísimo.

AUGUSTA.-  Pero que sea bonito, alegre...

FEDERICO.-  Sí, muy alegre... y ahora... verás cómo ya no tendrás que reñirme, ni llamarme orgulloso.

AUGUSTA.-    (Recelosa.)  ¡Oh!, tú me engañas... No sé qué noto en ti.  (Mirándole fijamente.)  Federico, mírame.

FEDERICO.-  Ya te miro.

AUGUSTA.-  No, tú no estás bien.  (Suspirando.)  ¡Qué sobresalto... cuando entré en esta casa, sentí una angustia...! ¡Ay qué mal vives aquí!  (Examinando lo que hay sobre la mesa.)  Déjame, déjame revolverte todo. ¡Ah!, ¿qué librito de misa es éste?

FEDERICO.-   El libro de oraciones de mi madre. Suelo leerlo cuando siento depresión del ánimo y aburrimiento del vivir. Me consuela mucho.

AUGUSTA.-  Es precioso. ¡Pobre Josefina! Bien lo usaba la pobre... ¡qué estropeadito está!  (FEDERICO hace un movimiento para tomar el libro de sus manos.)  Déjame, déjame que lo examine bien.  (Hojea el libro.)  Y aquí   —111→   hay algunas palabras apuntadas por ella con lápiz.

FEDERICO.-  Me gusta leer aquí, porque me parece que en estas páginas se esconde, para acecharme, el espíritu de aquella santa mujer. Razón tiene mi padre en decir que salgo a ella... a él no. Mi hermana es la que sale a él. Dime que no me parezco nada a mi padre; dímelo...  (Con exaltación.) 

AUGUSTA.-   Sí, hombre, te lo diré.

FEDERICO.-   Cuidado, no se te caigan unas florecitas que hay entre las hojas.

AUGUSTA.-  Sí, aquí hay una... mira... una espuelita de caballero.  (Mostrando la flor.)  ¡Qué monada! ¿Y dices que sueles leer aquí?

FEDERICO.-  Sí... alguna vez... cuando estoy triste.

AUGUSTA.-  Pues no será muy divertido. Aquí veo latín y castellano...  (Lee con entonación solemne.)  Ossa arida, audite verbum Domini... Y esto, ¿qué quiere decir?

FEDERICO.-  Huesos áridos, oíd la palabra del Señor.

AUGUSTA.-  ¡Ay, me da escalofríos...!

FEDERICO.-   Refiérese a la resurrección de los muertos...

AUGUSTA.-   El día del juicio... sí...  (Le da el libro.)  Toma.

FEDERICO.-  Para mí, este libro es la cosa de más mérito que existe en el mundo. Ni las piedras preciosas de más valor, ni las obras de arte más perfectas se igualan a esta incomparable joya.

AUGUSTA.-  ¡Ah!, sí.

FEDERICO.-  Pues bien: para que veas si te estimo, Augusta... te lo regalo.

AUGUSTA.-  Sí... lo acepto...  (Mirándole receloso.)  Pero... no sé...

FEDERICO.-   Y cuando yo esté ausente, lees en él y te acuerdas de mí.

AUGUSTA.-  Pues mira, yo también te haré a ti un regalito.

FEDERICO.-  ¿Qué?

  —112→  

AUGUSTA.-   Quiero sorprenderte. No te lo digo.

FEDERICO.-   Dímelo.

AUGUSTA.-  Esta tarde estuvieron en casa unos hombres... ¡qué tipos tan ordinarios y repugnantes! Tomás los citó, y allí dejaron unos papeles llenos de garabatos, con tu firma.

FEDERICO.-  ¡Mis pagarés!

AUGUSTA.-  Sí; ya estás libre de esas horribles cadenas.

FEDERICO.-   Augusta, vida mía, márchate. Yo te ruego que me dejes.  (Excitado.) 

AUGUSTA.-  ¿Por qué?... ¿Temes?

FEDERICO.-  Sí; temo que venga...

AUGUSTA.-  ¿Quién?

FEDERICO.-   (Delirante.)  Tomás viene... le siento... le veo.

AUGUSTA.-    (Aterrada.)  ¿Estás loco?

FEDERICO.-    (Señalando a la izquierda.)  Por allí... La puerta se abre... ¿Pero no le ves?, ¿no le ves?

AUGUSTA.-  ¡Deliras, pobrecito mío!

FEDERICO.-  Que entre. Mejor.

AUGUSTA.-   No hay nadie... Ni el más ligero rumor se siente.

FEDERICO.-  ¡Ah!, lo mismo que anoche. Entró sin hacer ruido. Pero yo le oigo y le veo, aunque no quiera verle ni oírle, porque le tengo aquí  (En la frente.) , cara, voz, ojos, cuerpo y vida del hombre que ultrajé, ¡y aquí se juntan su afrenta y mi gratitud, mi infamia y su generosidad!

AUGUSTA.-   ¡Por piedad, querido mío!

FEDERICO.-   (Con brío, adelantándose hacia la puerta, como para recibir a alguien.)  No te vuelvo la cara. Aquí estoy, aquí estamos... Entra... Se retira. Pero sabe que no le temo, y volverá.

AUGUSTA.-  Por tu vida, ¿qué dices?

FEDERICO.-   ¿Pero no le ves? Sale... va por allí... se aleja,   —113→   se pierde en la obscuridad... Pero volverá.

AUGUSTA.-    (Abrazándole.)  Cálmate... No me asustes. Me muero de miedo.

FEDERICO.-    (Se desprende de sus brazos, y saca del bolsillo el revólver.)  ¡Cuando vuelva, no me encontrará!

AUGUSTA.-    (Aterrorizada.)  ¿Qué es eso? ¿Qué haces?  (Quiere abrazarle de nuevo, y él la rechaza.)  Federico, amor mío...

FEDERICO.-  Sé lo que debo hacer.

AUGUSTA.-  ¿A dónde vas?  (Deteniéndole por un brazo.) 

FEDERICO.-    (Rechazándola.)  A donde debo ir. A la paz de mi alma, al descanso de mis huesos. ¡Pido a Dios que me perdone!  (Entra precipitadamente en la alcoba, y cierra la puerta por dentro.) 

AUGUSTA.-    (Corriendo hacia la puerta y tratando de abrirla.)  ¿Qué es esto? Cierra. ¡Federico!  (Suena un tiro.)  ¡Jesús!  (Cae sin sentido.) 



 
 
FIN DEL ACTO CUARTO