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ArribaActo V

 

La decoración de los actos 1.º y 3.º Es de noche. Apagadas las luces del salón y billar. Una sola lámpara alumbra la escena.

 

Escena I

 

VILLALONGA; AGUADO.

 

AGUADO.-  ¿Pero...?

VILLALONGA.-  Pues nada...

AGUADO.-  ¿Y...?

VILLALONGA.-   Sólo sé lo que sabe todo el mundo.

AGUADO.-  Menos yo. Cuando en la mañana del 2 se recibió en las Charcas tu telegrama anunciando lo ocurrido, Tomás y Calderón tomaron el tren para venirse a Madrid. Yo me quedé entretenido con mi escopeta. Llego hoy, ávido de noticias, y las primeras que recibo parécenme un tanto fantásticas.

VILLALONGA.-   Pues lo real y positivo es que el pobre Viera se quitó la vida al anochecer del día 1.º, en su alcoba...

AGUADO.-  Pero de las averiguaciones judiciales, ¿qué resulta?

VILLALONGA.-  Pues nada... un suicida más, un desengañado, un impaciente, un...

AGUADO.-  No filosofes... Dime, ¿y no aparece ninguna relación, ningún hilo...?

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VILLALONGA.-  ¿Hilito? No, sólo las criadas estaban allí cuando ocurrió la catástrofe.

AGUADO.-  Lo más grave del caso...  (Habla al oído de VILLALONGA.) 

VILLALONGA.-    (Con gravedad.)  Sí; pero eso... los amigos leales de esta casa debemos desmentirlo con indignación, procurar que la especie no corra, y que el escándalo se ahogue en su origen...

AGUADO.-  ¡Oh!, sí... es una infamia... Pero tú... en confianza ¿qué opinas?

VILLALONGA.-  Yo... nada... Sí, opino, como tú, que es grosera calumnia; y por excepción, abandono la bendita calma que Dios me ha dado, para protestar, para indignarme... Además, el procedimiento contrario tiene sus quiebras. Ya ves el siniestro del pobre Malibrán. Por si dijo o no dijo tales o cuales tonterías en casa de la Peri, Infante le acometió a la salida del Círculo...

AGUADO.-  ¿Se batieron? Por eso Malibrán no pudo ir a las Charcas.

VILLALONGA.-  Batirse no... Infante, que es hombre de coraje, y enemigo de fórmulas, se insinuó con él de un modo tan violento y expeditivo, que el pobre diplomático no podrá ya cautivar a las damas con su belleza.

AGUADO.-  ¿Qué me dices?

VILLALONGA.-  Ha perdido un ojo, o lo perderá.

AGUADO.-  Infante...  (Señal de puñetazo.)  le...

VILLALONGA.-  Le deshizo media cara, y además... ¡al caer al suelo la víctima, se torció un pie!

AGUADO.-  ¡Qué atrocidad!

VILLALONGA.-  ¡Pobre don Cornelio! Yo digo que va ganando, porque tuerto, se parecerá a Camöens, y cojito, se parecerá a Byron, que son sus dos ídolos... En fin, lo más triste de todo esto es la trágica suerte de   —117→   nuestro pobre amigo, tan simpático, tan caballero... Ayer, en el entierro, pasé un rato...

AGUADO.-  ¿Mucha gente?

VILLALONGA.-   Muchísima. Ren el cementerio nos encontramos a la pobrecita Leonor, hecha un río de lágrimas... Y el día anterior, en el depósito judicial, ¡impresión más terrible no he recibido nunca!... Pues allí también Leonor... de guardia día y noche, arrimada a un árbol, sin comer más que pan y algún fiambre que le llevaba Ojirris.

AGUADO.-   Pues mira tú, esa fidelidad de perro me entusiasma.

VILLALONGA.-  Augusta tiene razón. ¿Te acuerdas de aquella noche? Nada hay tan ingenioso como la realidad, la gran artista...



Escena II

 

Los mismos; INFANTE.

 

INFANTE.-  Bon soir.

AGUADO.-  Hola, paladín de la honra, mantenedor valiente del... de la...

VILLALONGA.-  De la moralidad...

AGUADO.-  Vengan esos cinco. ¿Sabe usted si está aquí Tomás?

INFANTE.-  No, le he dejado en el 3 de esta calle. Va a una junta de accionistas de no sé qué...

AGUADO.-  Ya sé. Pues allá le cojo... ¿Y Augusta?

INFANTE.-  Creo que tiene jaqueca...

AGUADO.-  Salúdela en mi nombre.  (A VILLALONGA.)  ¿Vienes?

VILLALONGA.-  Pues no hay un alma aquí, me largo también.

INFANTE.-  Abur.


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Escena III

 

INFANTE; AUGUSTA.

 

INFANTE.-    (Acercándose a la primera puerta de la derecha.)  Si se habrá acostado...

AUGUSTA.-    (Sale cautelosamente, envuelta en una cachemira, en actitud doliente.)  ¡Ah!, Manolo... gracias a Dios que vienes...

INFANTE.-  Estuve a prima noche; pero dormías, y no quise molestarte... ya puedo darte la seguridad que deseas... Todo arreglado.

AUGUSTA.-  ¿Has hablado con ellas?

INFANTE.-  Sí; y he recompensado con largueza, como deseabas, la noble conducta que observaron contigo.

AUGUSTA.-  ¡Pobrecillas! Nunca les agradeceré bastante aquel acto de compasión y generosidad. Me conocían, sí... Comprendieron los peligros de mi presencia en aquella casa, y me encerraron no sé dónde... en un cuarto lóbrego y estrecho... ¡Qué instantes, Manolo, qué horas! No sé cuánto tiempo estuve allí... Desde mi encierro, oí el tumulto de los vecinos, de la policía al invadir la casa... Dios me inspiró la idea salvadora de mandarte llamar, de poner mi suerte en tus manos... Acudiste, y me sacaste de aquella situación, cuya gravedad me espanta todavía.

INFANTE.-  ¿Y a quién sino a mí, más que amigo hermano, podías confiar pena y conflicto tan graves? Por respeto a ti, por compasión, desde que pusiste en mí tu confianza, decidí hacerme digno de ella. No temas nada. De tu presencia en aquella casa no hay ni puede haber el más leve indicio en el proceso.   —119→   Es un hecho que hemos escamoteado a la realidad. No existe más que en la imaginación de los forjadores de leyendas.

AUGUSTA.-  ¡Ay, primo mío, cuánto tengo que agradecerte! Pero el juez...

INFANTE.-  Te lo repito: nada temas. Los dos testigos Claudia y Bárbara, nada depondrán contra ti. Están bien cogidas y aseguradas.

AUGUSTA.-  ¡Qué gran consuelo me das! Mi vida no es vida...

INFANTE.-   El tiempo te irá serenando, y tu conciencia adquirirá la paz que ahora no tiene... ni puede tener.  (Bajando la voz.)  Debo advertirte que a Tomás han llegado, no sé por qué conducto, algunas de las hablillas con que alimenta su insana curiosidad este vulgo que aquí solemos ver, y que te acompaña, te recrea y te adula, mientras no llega una ocasión en que pueda decapitarte. Las muchedumbres, aunque vistan frac, no perdonan, y fácilmente guillotinan o arrastran hoy a los que ayer adoraron.

AUGUSTA.-    (Con inquietud.)  Sí... Tomás sabe... no diré que todo... parte sí... algo... no sé qué. ¿Qué grado de culpa verá en mí? ¿Su calma es la expresión más refinada del desprecio con que me mira?

INFANTE.-  No te atormentes, y espera resignada y animosa, con la entereza que da un arrepentimiento sincero. Ten por seguro que Tomás...

AUGUSTA.-  ¿Me interrogará...? ¿Crees tú...?

INFANTE.-  Creo que sí, y mi opinión, Augusta, es que debes... entregarte sin condiciones... decir toda, absolutamente toda la verdad. A un hombre como ése, no se le puede decir menos que al confesor. Éste es mi consejo leal, consejo de hermano. Tu salvación es ésa; no hay otra para ti.

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AUGUSTA.-   Quizás tengas razón. ¡Confesarme a él!... ¿Y si yo te dijera que ya lo he hecho...? ¡Oh, yo estoy loca! No sé lo que digo ni lo que pienso. Me atormenta una duda... Verás... Anoche tuve pesadillas horribles, una tras otra, y ratos de insomnio febril. Pero no puedo distinguir lo real de lo soñado. Mis actos despierta, mis sueños dormida se confunden, se amalgaman, y no los puedo separar. La impresión que más claramente subsiste en mí, entre tantas impresiones borrosas y turbias, es... que me levanté de la cama, pásmate, que fui al despacho de Tomás, que entré y me puse de rodillas ante él, y le confesé todo... pero todo, todo...

INFANTE.-  ¿Estás segura...?

AUGUSTA.-  No, y ése es mi suplicio... Lo sospecho. Es como un recuerdo de lo que fue, como un temor de lo que pudo ser. No puedo explicártelo. ¿Crees tú en el sonambulismo?

INFANTE.-  Te diré.  (Mirando por la izquierda.)  Me parece que Tomás viene. Hablemos de otra cosa. Teresa Trujillo inconsolable por no verte.  (Entra OROZCO.)  Aguado, nuestro gran moralista, me encargó...

OROZCO.-   (A AUGUSTA.)  ¿Qué tal, vida mía?, ¿te sientes mejor?

AUGUSTA.-  Sí... un poquito mejor. ¡Qué tarde vienes!

OROZCO.-  Una reunión fastidiosa...

INFANTE.-  Pues a recogerse. No estorbo más.  (A AUGUSTA.)  Celebro tu alivio, prima. Mañana, a paseo.

OROZCO.-    (Saludándole.)  Adiós... Ya es hora de que descanses tú también.

INFANTE.-    (Aparte.)  Y que lo necesito de veras... ¡Qué día!  (Vase.) 


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Escena IV

 

AUGUSTA; OROZCO.

 
 

AUGUSTA, arrebujada en su cachemira, se acomoda en una butaca a la derecha. OROZCO sentado junto a la mesa.

 

OROZCO.-  ¿Qué?... ¿tienes frío?

AUGUSTA.-     (Temblando.)  Un poco... pero ya voy entrando... en calor.  (Aparte.)  Su mirada me desconcierta.

OROZCO.-  No es tarde. Si te encuentras bien, hablaremos un poco de asuntos que a entrambos nos interesan.

AUGUSTA.-    (Aparte, con espanto.)  Llegó el momento de las explicaciones. Estoy perdida. ¿Lo sabe o quiere saberlo?  (Mirándole fijamente.)  ¿Quién podrá descifrar el jeroglífico de ese rostro de mármol?

OROZCO.-    (Aparte, mirándola con atención profunda.)  ¿Será capaz de confesar? Me temo que no.

AUGUSTA.-    (Aparte.)  No nos acobardemos. Me adelantaré gallardamente a sus preguntas.  (Alto.)  ¿Por qué me miras así? ¿Es que quieres decirme algo, y no te atreves?

OROZCO.-  Te observo temerosa, y esperaré a que te tranquilices.

AUGUSTA.-    (Aparte.)  ¡Temerosa yo!

OROZCO.-  Ya sé que eres valiente. No necesitas demostrármelo con palabras. Yo también lo soy, más que tú, mucho más, pues tengo ánimo suficiente para poner la verdad sobre todas las cosas, para reducir a la insignificancia los afectos más hondos, cuando contradicen el sentimiento puro de la humanidad y de la vida.

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AUGUSTA.-   Ya sé que eres un hombre... único. Has cultivado la vida interior; has conseguido lo que imposible parece en la flaqueza humana, esclavizar las pasiones, subirte a las alturas de tu conciencia eminente, y mirar desde allí los actos de tus semejantes, como el ir y venir de las hormigas; aislarte, y no permitir que te afecte ninguna maldad, por muy cerca que la tengas. ¿Es esto así? ¿Te he comprendido?  (OROZCO hace signos afirmativos.)  ¿Y quieres que yo te acompañe en esa purificación? ¡Ay!, bien quisiera, pero no sé si podré. Soy muy terrestre, peso mucho, y cuando quiero remontarme, caigo y me estrello.

OROZCO.-  La gravedad del espíritu se disminuye limpiando el corazón de malos deseos. Mi ilusión, mi sueño, eran iniciarte en un sistema de vida que empieza siendo espiritual y difícil, y acaba por ser fácil y práctico. Confíate a mí por entero... Revélame todo lo que sientes, y después que yo lo sepa, hablaremos.

AUGUSTA.-    (Aparte.)  ¡Confesar! ¡Qué terror siento! Si me hablara un lenguaje humano, que moviera mi corazón y mi conciencia, me conquistaría... pero esos pensamientos tan sutiles no se han hecho para mí, amasada en barro pecador.

OROZCO.-  ¿No contestas a lo que te digo? Descúbreme tu interior; pero con efusión perfecta.

AUGUSTA.-    (Aparte.)  Lo sabe, y quiere arrancarme la confesión. ¿Se lo dijeron?, ¿se lo dije yo? Esta duda me enloquece. Tomemos la ofensiva.  (Alto.)  ¿Qué quieres que te descubra? ¿Sospechas de mí?

OROZCO.-   (Con determinación levantándose.)  ¡Inútiles y ridículos circunloquios! Desde que apareció muerto Federico   —123→   Viera, tu nombre anda en lenguas de la gente. No necesito añadir más. Lo que haya de verdad en esto, tú me lo has de decir. Si es falso, desmiéntelo; si no lo es, sépalo yo por ti misma. En esta ocasión solemne he de saber lo que eres y lo que vales...

AUGUSTA.-   (Turbada.)  ¿Pero tú... crees?

OROZCO.-   Yo no creo ni dejo de creer nada. Espero a que tú hables.

AUGUSTA.-   (Aparte, aterrada.)  ¡Confesar!... antes morir. Siento un pavor...  (Alto.)  Pues te diré: extraño mucho que des asentimiento a esas infamias.

OROZCO.-    (Flemático.)  Luego es falso lo que se dice.

AUGUSTA.-  ¿Y lo dudas?

OROZCO.-  No afirmo ni niego... ¿Por qué tiemblas? Tu cara es como la de un muerto.

AUGUSTA.-  Estoy enferma.

OROZCO.-  Enferma de susto. Tranquilízate: toma el tiempo que quieras para pensarlo. Mira, yo me siento aquí a leer un poco, y en tanto, tú recoges tu conciencia, y decides delante de ella lo que debes responderme.  (Se sienta, toma un libro o revista y lee.) 

AUGUSTA.-   (Aparte, sin moverse en el asiento, arropándose.)  Lo sabe... Ese lenguaje claramente lo indica... ¡Qué actitud tan extraña! ¡Oh, su santidad me hiela!... ¿Y si tras esa mansedumbre rebulle el propósito de matarme? ¡Ay, siento un escalofrío mortal!... ¡No, no confieso!

OROZCO.-   (Gravemente, apartando la vista de lo que lee.)  ¿Piensas, Augusta, o es que te has quedado dormida?

AUGUSTA.-   No duermo, no.

OROZCO.-  ¿Tienes frío?

AUGUSTA.-  Un poco...  (Temblando.)  Pensaba en esa tontería... en tu sospecha. ¿Quién te la sugirió?

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OROZCO.-  Curiosidad por curiosidad, creo que la mía debe llevar la preferencia. Habla tú primero.

AUGUSTA.-   ¿Cómo, por qué medio han nacido en ti esas ideas?

OROZCO.-    (Con ligera inflexión festiva.)  Por adivinación.

AUGUSTA.-  ¡Virgen Santa, mis temores se confirman... Anoche, en aquel delirio estúpido...! ¡Miserable de mí, vendida neciamente!  (Alto, tragando saliva.)  ¿Adivinación has dicho? No puede ser. Alguien me acusó...

OROZCO.-   Quizás.

AUGUSTA.-    (Aparte.)  Dios mío, sácame de esta incertidumbre, y separa en mi mente las acciones reales de las fingidas por el cerebro enfermo.  (Rehaciéndose.)  ¡Oh!, no es posible que yo hablara... no puede ser. Me estoy atormentando con un recelo pueril. Ánimo... y nada de confesión.

OROZCO.-   (Aparte.)  Esto sí que es difícil de extirpar. El desgarrón de este sentimiento, que me arranco para echarlo en el pozo de las miserias humanas, ¡cómo me duele! Al tirar, me llevo la mitad del alma, y temo que mi serenidad flaquee... Si salgo triunfante de esta prueba, ya no temeré nada; dominaré el mundo, y nada terrestre me dominará...

AUGUSTA.-   (Aparte, sofocada, limpiando el sudor de su frente.)  No sé qué siento en mí... un prurito irresistible de referir la verdad... entera... sin omitir nada... absolutamente nada.

OROZCO.-   (Prosiguiendo su monólogo.)  ¡Pero cómo duele esta amputación!  (Mirándola furtivamente.)  Era el encanto de mi vida. Inferior a mí por su inconsistencia moral, su amor me daba horas felices. La pierdo. Quizás será un bien esta viudez que me espera; quizás este lazo me ataba demasiado a las bajezas materiales... Me convendrá seguramente perder el único   —125→   afecto que al mundo me ligaba... ¿Y si no lo perdiera? ¡Si con un acto de hermosa contrición se eleva hasta mí!  (Volviendo a mirarla.)  ¡Ah, no tiene alma para nada grande!

OROZCO.-  ¿Has pensado, Augusta?

AUGUSTA.-  No pienso... Todo está pensado ya.  (Aparte.)  No sé qué hacer ni por dónde salir...

OROZCO.-  ¿Has examinado tu conciencia, Augusta?

AUGUSTA.-    (Sacando fuerzas de flaqueza.)  Sí, sí... Mi conciencia... no tiene nada que examinar.

OROZCO.-  ¿Está serena y callada? ¿No te acusa de ninguna acción contraria a las leyes divinas... o siquiera a las humanas?

AUGUSTA.-     (Aparte.)  Me confieso a Dios, a ti no.

OROZCO.-  ¿Qué dices?

AUGUSTA.-  No he dicho nada.  (Aparte, con brutal entereza.)  Me arriesgo a todo... Salga lo que saliere, negaré.

OROZCO.-  ¿Insistes en llamar absurdos los rumores...?

AUGUSTA.-    (Aparte, desconcertada.)  ¿Poseerá alguna prueba material?

OROZCO.-  ¿Callas?

AUGUSTA.-  ¿Rumores? A mis oídos no han llegado.  (Aparte.)  Dios mío, acábese esta lucha horrible.  (Vacilando.)  No sé... Su perfección, si lo es, no hace vibrar en mí ningún sentimiento. ¡Si viera en él la expresión humana del dolor, de los celos...!

OROZCO.-  ¿Qué piensas?

AUGUSTA.-   No pienso... es que me asombro de que creas semejante desatino.  (Aparte.)  Si tiene pruebas, que las tenga... Ya no me vuelvo atrás.

OROZCO.-  ¿De modo que lo niegas?

AUGUSTA.-   (Después de una pausa.)  Lo niego.

OROZCO.-  ¿Y lo juras?

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AUGUSTA.-  ¿A qué viene eso de jurar?...

OROZCO.-    (Aparte.)  Me engaña miserablemente. Peor para ella. Desgraciada, quédate en tu miseria y en tu pequeñez.

AUGUSTA.-    (Aparte, recelosa.)  ¿Me crees? ¿Crees lo que digo?

OROZCO.-  Sí...  (Se aparta de ella y pasea por la habitación: aparte.)  Me he quedado solo, solo como el que vive en un desierto...

AUGUSTA.-    (Aparte.)  No me ha creído... Y yo siento un vacío en mi alma... Me siento divorciada, sola, como si en un páramo viviera.

OROZCO.-    (Aparte.)  Mi mujer ha muerto. Soy libre. Ningún cuidado me inquieta ya, si no es el de mi propia disciplina interior.

AUGUSTA.-    (Aparte.)  Si en él viera yo el noble egoísmo del león que se enfurece y lucha por defender a su hembra...

OROZCO.-  ¡Pero qué solo estoy! Murió el encanto de mi vida... ¿Flaqueará mi ánimo en esta crisis tremenda? ¿Me dejaré arrastrar de este impulso maligno que en mí nace, o más bien resucita, porque es resabio de mis dominadas pasiones de hombre?  (Detiénese detrás del sillón en que está AUGUSTA, contemplándola. Ella no le ve.)  ¿Por qué no te impongo un cruel y ejemplar castigo; por qué no te...?  (Apretando los puños, la amenaza; mas al instante recobra su grave actitud.) 

AUGUSTA.-    (Aparte, encogiéndose y cerrando los ojos sobresaltada, al sentirle detrás.)  ¿Qué hace? No atrevo a moverme, ni a mirar siquiera para atrás. Dios me ampare.

OROZCO.-    (Dominándose, con suprema violencia sobre sí.)  ¡No, no te iguales a lo más bajo, a lo más grosero de la humanidad!... Déjala.

AUGUSTA.-    (Volviéndose, aterrada.)  ¿Qué... qué hay?

OROZCO.-    (Con el acento grave y frío de siempre.)  Nada... pero es muy tarde... ¿No te acuestas?

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AUGUSTA.-     (Aparte.)  El acento de siempre.  (Alto, levantándose.)  Sí... me acostaré.  (Dirígese paso a paso a la puerta de la alcoba, meditando.) 

OROZCO.-    (Sin mirarla, inmóvil, en el centro de la escena.)  No, los brutales instintos no destruirán, en un instante de flaqueza, el reposo supremo que adquirí a fuerza de mutilar y mutilar pasiones y afectos miserables. Elévate, alma, otra vez, y mira desde lejos estas bastardías liliputienses.

AUGUSTA.-   (Deteniéndose en la puerta de la alcoba.)  ¡Divorciados para siempre!... Aún podría...

OROZCO.-  ¿Qué?... ¿vuelves?

AUGUSTA.-   (Disimulando.)  No... sí... es que presumo que estaré desvelada... y... me llevo un libro para leer.  (Dirígese a la mesa y trata de elegir un libro entre los que allí hay, tomando y dejando volúmenes y examinándolos rápidamente. OROZCO la contempla en silencio.)  No sé qué siento. El alma se me desgaja. Si fuera posible decir toda la verdad, toda...

OROZCO.-    (Aparte.)  Su alma no está serena. La mentira la embravece como el viento a la mar.

AUGUSTA.-    (Aparte.)  Y toda la verdad, toda, toda, es imposible de decir... Diría que me siento menos arrepentida que culpable, y que ningún afecto, ninguno, borrará de mi corazón la imagen del pobre muerto. Diría que entre tu santidad, que admiro, y mis debilidades, de que me acuso a Dios, hay un abismo que humanamente no puedo salvar... ¡Contradicción, pena horrible sin el recurso de poder aliviarla confesándola!... ¿Cómo decirte que me infundes veneración, ternura fraternal, pero que el amor, la flor de la confianza humana, no puede nacer en esta unión árida y glacial?... No sé ver juntamente en   —128→   ti al esposo y al sacerdote... Sepáralos, y quizás nos entenderemos.  (Angustiada.)  ¡Y si esto digo, no habrá perdón, no puede haberlo!... ¡y si miento, tampoco!  (Con resolución.)  ¡Imposible!  (Dirígese a la alcoba sin llevar el libro.)  Dios me perdonará... cuando lo merezca.

OROZCO.-  Pero al fin... no llevas el libro...

AUGUSTA.-   (Con calor.)  No lo necesito... leeré en mí misma.  (Vase.) 



Escena V

 

OROZCO solo. Después la imagen subjetiva de FEDERICO VIERA.

 

OROZCO.-  Leer en sí misma... Falta que se entienda.  (Siéntase meditabundo.)  ¡Dominada la pavorosa crisis...! ¡Fuera locuras impropias de mí! Los celos, ¡qué estupidez! Las veleidades, antojos o pasiones de una mujer, ¡qué miseria! Elevar tales fruslerías al foro de una conciencia pura, empapada en el bien supremo, es lo mismo que si, al ver una hormiga, o cuatro, o cien, llevando a rastras un grano de trigo, fuéramos a dar parte a la guardia civil y al juez instructor. No... conservemos nuestra calma frente a estas agitaciones microscópicas, para poder despreciarlas más hondamente...  (Levántase agitado.)  Quiero salir... me ahogo, necesito respirar el aire libre, contemplar el cielo, las estrellas sin fin... ¡Ah!, ¡qué diría esa inmensidad de mundos si fuesen a contarles que aquí, en el nuestro, un gusanillo insignificante llamado mujer amó a un hombre en vez de amar a otro! Si el espacio infinito se pudiera reír, ¡cómo se reiría de las bobadas que aquí nos   —129→   revuelven y trastornan! Pero para reírse de ellas, era menester que las supiera, y el saberlas sólo le deshonraría...  (Volviendo al proscenio.)  Siéntome otra vez asaltado de la idea que fue mi suplicio ayer, hoy también... la maldita representación del trágico suceso... Quiero reconstruírlo, determinar sus móviles, y no alcanzo... ¡Ah, sí!...  (Con inspiración súbita.)  Parece que mi razón se ilumina con poderosa luz, sí... y poseo la verdad...  (Exaltado.)  Ya, ya encontré la exacta lógica de...  (El salón se ilumina.)  ¿Qué es esto?... ¡Encendido el salón!...  (Acércase a la puerta.)  Parece que alguien entra en el salón... Sí, una persona... un hombre...  (Vuelve al proscenio restregándose los ojos.)  Sin duda sueño... Mis ideas se lanzan fuera de mí.  (Se ilumina el billar.)  Luz también en el billar... Alguien está allí... Le conozco... Federico...  (La imagen de FEDERICO aparece en el billar.)  Te conocí... te esperaba. Tu presencia no me causa terror, imagen del que fue mi amigo. Vivo te amé, muerto me inspiraste odio.  (La imagen se desvanece.)  No te alejes, ven... Este sentimiento infame me acongoja, me empequeñece, y con poderosa voluntad lo arranco de mi alma. Vuelve a mí... quiero verte  (La imagen vuelve a mostrarse.)  Eres mi idea fija, como yo fui la tuya. Eres mi propio pensamiento, la luz que alumbra mi razón, revelándome el sentido de tu lastimosa tragedia y los móviles de tu muerte... Sé que moriste por estímulos del honor y de la conciencia, porque la vida se te hizo imposible entre mi generosidad y tu delito, entre el bien que te hice y el mal que me hiciste. Si en tu vida hay no pocas ignominias, tu muerte es un signo de grandeza moral. Tú y yo nos elevamos sobre   —130→   toda esta miseria de las pasiones, del odio y del vano juicio del vulgo. No sé aborrecer. Me has dado la verdad: yo te doy el perdón. Abrázame.  (Dirígese hacia la imagen, que se desvanece cuando OROZCO le tiende los brazos.) 



 
 
FIN DEL DRAMA