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Poesía española contemporánea

El resurgir poético tras la Guerra Civil

Con la guerra de 1936 concluye la llamada Edad de Plata de las letras españolas. El conflicto, que había forzado a muchos poetas a poner su pluma al servicio de uno de los bandos en lucha, propició una poesía caracterizada por la consigna y el esquematismo ideológico. El romance -especialmente en el bando republicano- resultó el cauce métrico que mejor se prestaba a esta poesía que quería ser a toda costa «popular». También abundó el soneto, sobre todo en el bando franquista, y más aún cuando ya se había superado la etapa de las trincheras y comenzaba la de la exaltación de las gestas guerreras y la loa de los héroes y los muertos.

Entre 1936 y 1939 murieron Unamuno, Antonio Machado, Lorca, Valle-Inclán... Miguel Hernández lo hacía en 1942, en la cárcel. Numerosos poetas hubieron de salir al exilio, y muchos murieron en él. En España, la nueva situación se caracterizó por la ausencia casi absoluta de contacto con los poetas trasterrados. De estos últimos, sólo quienes ya tenían una obra sólida (Juan Ramón, León Felipe, Guillén, Salinas, Alberti...) pudieron ejercer su influjo, mínimo de todas formas, en la cultura del interior. Los más jóvenes, en cambio, quedaron desconectados del devenir literario de la postguerra, y, en el mejor de los casos, se integraron en la vida literaria de los países que los acogieron. El exilio provocó un empobrecimiento artístico que fue mucho más grave aún en la poesía escrita en lengua no castellana. El catalán literario tardó años en iniciar su recuperación; como síntoma, en 1946 aparece Cementiri de Sinera, el primer título poético de Salvador Espriu. Y hasta 1947 no surge un libro de poesía verdaderamente relevante en gallego, con la publicación de Cómaros verdes, de Aquilino Iglesia Alvariño.

Dos generaciones juntas. Arriba (de izquierda a  derecha), los   del 36: Bleiberg, Valverde, Rosales, Ridruejo, Bousoño,  Vivanco. Abajo,   los del 27: G. Diego, Guillén, Aleixandre, Fernández  Almagro, Dámaso   Alonso. (Homenaje a Jorge Guillén, Madrid, 1951. Foto  Nuño).Quienes, al empezar la década del cuarenta, se iniciaban en la poesía dentro de España, padecieron la ausencia inmediata de maestros, tras romperse un eslabón en la cadena de las generaciones. Los escritores nuevos hubieron de optar entre lo poco que se les ofrecía: en el interior, las voces de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso (ambas en silencio hasta 1944) o Gerardo Diego; del exterior, se aceptó con reticencias el influjo de Juan Ramón, al que muchos convirtieron en abanderado de una lírica o ensimismada o evasionista, frente a cuya enseña minoritaria se enarbolaría la de Antonio Machado, verdadero santo civil para los escritores de la postguerra.

Concluida la guerra, hubo un afán oficialista de normalizar la vida cultural y específicamente poética, fruto del imposible deseo de emular los florecientes años de la República. En noviembre de 1940 apareció el primer número de la revista Escorial, en cuyo equipo redactor figuraban Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Luis Rosales y Antonio Marichalar, algunos de los cuales habían sacado a la luz, el primer año de la guerra, Jerarquía, «la revista negra de la Falange». Nacida en la estela totalitaria, trató de adoptar un aire suprapartidista e integrador, que recordaba al de la revista de preguerra Cruz y Raya, de Bergamín. Escorial se centró en contenidos religiosos e imperiales, y optó por una estética de noble clasicismo. Resulta curiosa la evolución de estos hombres, que terminaron relegados por otros grupos que pretendían alzarse con los intereses de la victoria en la guerra. Su pérdida de influencia y su progresiva autocrítica les hicieron replantearse sus posiciones civiles y, en el terreno artístico, los condujeron a una poesía recluida en el ombligo de lo personal, lo familiar y lo cotidiano.

Mayor importancia poética tuvo el nacimiento de la revista Garcilaso en 1943, menos hipotecada por obediencias ideológicas. La revista surgió en torno al grupo que, con el nombre de «Juventud creadora», se reunía en la tertulia del café Gijón. José García Nieto encabezaba este cónclave juvenil, bajo postulados clasicistas que se tradujeron en el imperio del soneto y de los temas heroicos y amorosos, lejos de todo desgarramiento expresivo y de toda innovación formal. El tono literario era acorde, por una parte, con una visión épica de la realidad, y, por otra, con una gratuidad artística y un optimismo jubilar en disonancia con la situación del país. La evidente falta de vínculo entre la obra literaria y la circunstancia histórica sólo puede atribuirse al afán de liberarse de una memoria de devastación y horror. Los poetas de Garcilaso se condenaron, como consecuencia de todo ello, a un tipo de expresión casi intercambiable, impersonal en su templado virtuosismo. Poco a poco, la revista se fue impregnando del eclecticismo de la mayor parte de las publicaciones de esa índole, en las que participaban generalmente los mismos nombres.

El que tal vez fuera más importante canal de difusión poética en toda la postguerra tuvo su comienzo el mismo año que Garcilaso. Se trata de la colección «Adonais», fundada por Guerrero Ruiz y José Luis Cano, que adoptó enseguida posturas más intimistas y turbadoras, dentro de una entonación neorromántica que prevaleció durante varias décadas. Los Poemas del toro, de Rafael Morales, iniciaron la andadura de esta colección. De la importancia de este sello poético, controlado, como el premio homónimo, por José Luis Cano hasta los años sesenta, en que recoge el testigo Luis Jiménez Martos, da razón el que la mayoría de los grandes poetas aparecidos tras la guerra publicó allí alguno de sus primeros títulos. «Adonais» supuso, en el ámbito estricto de la poesía, lo mismo que la revista Ínsula -ésta de la mano de Enrique Canito y José Luis Cano- en el de la cultura literaria en general, respecto a la voluntad de acercamiento entre los escritores del interior y los del exilio.

La aparición en 1944 de Hijos de la ira, de Dámaso Alonso -quien en el mismo año había publicado Oscura noticia-, fue la primera señal del camino que seguiría la poesía a partir de ese momento. Frente a la vigente fiebre sonetista, el libro de Dámaso Alonso optaba por los extensos ringleros de versículos que exponían angustiosamente un naufragio personal, histórico y aun cósmico. La protesta de Hijos de la ira no era una protesta lineal, sólo dirigida contra la situación social, o contra la impasibilidad de un dios que no se espanta del sufrimiento humano, o contra la causa de su dolor particular. Se trataba de una protesta global, en que el asco existencial se sumaba al circunstancial o histórico. Pero lo que da poderío al libro no es la carga contestataria, sino la adecuada utilización de una retórica inflamada. Con el tono de los profetas antiguotestamentarios, Dámaso Alonso eleva su voz hacia Dios y contra él, impetrándole e imprecándolo, en largas series versales que se disponen mediante resortes reiterativos e intensificativos, como los paralelismos anafóricos o las repeticiones de sintagmas o versos enteros. Esta modalidad protestataria se prolongó durante varios años en sus ramificaciones tremendistas, neoexpresionistas o existenciales.

Eugenio de Nora, uno de los fundadores de <em>Espadaña</em>.Otro poeta del 27, Vicente Aleixandre, acompañó a Dámaso Alonso en esta vuelta a la escena literaria, con la publicación, también en 1944, de Sombra del paraíso. El libro recreaba un universo de fuerzas elementales, un locus desprendido de la circunstancia contemporánea española (postguerra) o europea (II Guerra Mundial). Aleixandre busca la salvación del presente a través de la reconstrucción del espacio edénico, de la mitificación de la figura del padre muerto, del anhelo de anegación cósmica... Microcosmos y macrocosmos, hombre y universo, se expresan a través de un fraseo amplio y de una retórica noble y mayestática con indudables connivencias con el surrealismo. Si Aleixandre, como hombre y como poeta, fue para los autores jóvenes un guía cuyo magisterio era acatado casi unánimemente, su libro, sin embargo, disuena de la conciencia agónica que prevalece en España y en Europa por entonces, al proponer un retorno a lo primario ancestral al margen del aquí y del ahora históricos.

En estas fechas se multiplica la relación de revistas que encauzan las manifestaciones poéticas en que se comienza a diversificar la poesía española a partir de 1944. Precedentes notorios había ya: Escorial, Corcel (nacida en 1942), Garcilaso... Pronto nacen Proel (1944), continuadora de la valenciana Corcel, pues en una y otra coinciden algunos de los nombres de la santanderina «quinta del 42» (José Luis Hidalgo, José Hierro); Espadaña (1944); Postismo (1945); La Cerbatana (1945); Verbo (1946); Cántico (1947); La Isla de los Ratones (1948); Dau al Set (1949); El Pájaro de Paja (1950); etc. De todas ellas, la leonesa Espadaña fue la que acogió más visiblemente a los poetas que propugnaban una poesía exasperada, comprometida y testimonialista, en un claro afán de rehumanización lírica que no siempre pudo evitar los excesos declamatorios. En mayo de 1944 apareció el primer número de la publicación, nucleada en torno a Antonio González de Lama (sacerdote y crítico literario), Victoriano Crémer y Eugenio de Nora. Este último, estudiante universitario en Madrid, había dirigido las páginas literarias de Cisneros, revista del colegio mayor homónimo, que en 1943 se enzarzó en polémica con Garcilaso, al incluir aquélla un artículo de Lama titulado «Si Garcilaso volviera», en que recusaba la formalización almibarada de los jóvenes garcilasistas. Al igual que lo sucedido con otras revistas, tampoco pudo Espadaña articular una estética coherente y sostenida durante sus cuarenta y ocho números. En ella colaboraron, de extremo a extremo, desde los ya clásicos poetas del 27 (Diego, Aleixandre, Alonso) o los epígonos del modernismo «nacionalista» (José María Pemán) a los escritores provenientes del falangismo aperturista representado por Escorial (Luis Rosales, Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco…, más el joven José María Valverde), que se integraron en Espadaña, cuyos números 39, 40 y 41 aparecieron bajo el epígrafe de «Poesía total», en un claro intento de interesada promoción generacional por parte del grupo de Rosales y Panero. También abrió Espadaña sus puertas a escritores foráneos, consabidos o no, como Valéry, Aragon, Neruda o César Vallejo, poeta al que la revista dedicó un homenaje en su número 39. Junto a la rebelión circunscrita a lo personal, en la revista aparece de modo germinal una protesta más colectiva, síntoma inequívoco de la poesía social que había comenzado a manifestarse en los años finales de Espadaña, cuyo último número salió en diciembre de 1950.

Ángel L. Prieto de Paula

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