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A propósito de Gonzalo de Rojas. Un gran poeta incómodo

Luis Sáinz de Medrano Arce





Por supuesto, el título de estas disquisiciones no implica que aventuremos que los hay «cómodos». Para empezar, estamos de acuerdo con Rojas cuando escribe: «Siempre he pensado que sólo los poetas son capaces de descifrar el sistema imaginario de los poetas». Aquellos a quienes no quiso darnos el cielo tal gracia, sólo podemos intentar esta empresa desde la hermenéutica de la osadía -un componente, al fin, de lo poético-, que debe incluir, eso sí, la extremada disposición a no empobrecer lo que el chileno denomina «el portento visionario»1. Sin confundir, obviamente, el respeto con la sumisión, ya que, hecho el poema, el receptor ha de sentirse tan propietario de él, digamos de su sentido, como el propio autor empírico.

Quien esto escribe no debe ocultar, por otra parte, una muy favorable circunstancia con respecto a Gonzalo Rojas: la de haber llegado al conocimiento intenso de su obra -imposible decir «profundo» «desde esta ladera», precisión que nos regaló don Dámaso a propósito de un lírico bienamado de Rojas- con la ayuda de una excepcional exégeta: su esposa, Hilda Ortiz, lamentablemente desaparecida no mucho después, quien acreditaba la exigida condición de poeta, hubiera escrito o no versos, nunca lo supe. El destino que me asignó la misión de director de su tesis doctoral sobre la lírica de Gonzalo en la Universidad Complutense, me dio el papel oficial de maestro; la realidad, el de condiscípulo de una excepcional crítica. Tuve así el privilegio de intervenir, sólo de intervenir, en la empresa de poner en su sitio, con notorio rigor, en un ámbito universitario español, la justa valoración de una de las voces más importantes de la poesía hispanoamericana actual y, probablemente, la primera entre las chilenas.

Claro que no me era ajena la fruición de la obra de Gonzalo Rojas y estaba muy sensibilizado ante lo que, con intención provocadora, he denominado en otro sitio «vanguardias tardías»2, esa fecunda etapa de la poesía hispanoamericana en que muchos no dudaron de la necesidad de ser fieles a los grandes mitos anteriores dando para ello el primer paso: saber que no debían convertirse en sus epígonos. Rojas ha dado en bastantes ocasiones, porque sus versos están llenos de referencias a poetas de su devoción, claras muestras de aceptar, con gozo no exento de implícita cautela, el impulso de quienes le precedieron inmediatamente, pero creo que con respecto a esa portentosa selva nada es tan definitorio como haber tenido muy presente la consigna aprendida del poeta de Santiago de Chuco: «Ya todo estaba escrito / cuando Vallejo dijo: Todavía»3.

Es casi inevitable preguntarse -y elija cada cual a su mago- cómo fue posible que en la América del siglo XX, después de tanto, de tantos, y sobre todo, come prefiere Rojas, después de Vallejo, la poesía no cerrara, al menos por un largo tiempo, todos los «caminos reales», constituida en una gloriosa, soberbia muralla. Tal reflexión no es del todo técnicamente insensata si tenemos en cuenta el páramo, eventualmente atenuado, que se produjo en la poesía hispánica inmediatamente después del Siglo o Edad de Oro. Cabría abrir aquí un gran debate -y Gonzalo Rojas no lo facilita por lo antes dicho- acerca de cuál sea la mayor deuda contraída por los poetas posdarianos del nuevo Mundo con sus mayores. Entendemos que, por encima de cualquier otra, después de la revolución modernista, está la concerniente a César Vallejo, aquél que dejó más caminos expeditos, por sugeridos, desde la parquedad de sus versos. En 1922 nadie, ni siquiera Huidobro, había construido un discurso poético comparable en su potencia y en su capacidad de proyección al de Vallejo. Y esto último sirve para mucho tiempo después, cuando tras las obras colosales pero «cerradas» o, si lo preferimos, completas hasta la saciedad, de los que acabamos de mencionar -paradigmático el caso de Neruda4-, los jóvenes poetas siguen hoy percibiendo en el decir entrecortado, conflictivo, sin colofón, del mestizo peruano el estímulo más vivo.

Vallejo -manifiesta Rojas- no sólo dijo ese «Todavía», sino que «le arrancó esta pluma al viejo cóndor / del énfasis». Y por tal razón y «porque ninguno fue tan hondo por las médulas vivas de origen / ni nos habló en la música que decimos América», él, Gonzalo, ha sabido seguir adelante afianzado en la gran verdad que siempre es todavía, y apoyado no sólo, por cierto, en Vallejo, de quien aprendió además «el despojo», y «el tono», sino -además de en otros que inevitablemente acudirán a estas líneas- en Huidobro, maestro del «desenfado», en Neruda, artífice del «ritmo respiratorio», y en Borges, modelo del «rigor» y «el desvelo». Ahora bien, ningún magisterio habría sido suficiente o aprovechable si Rojas no hubiera llegado tempranamente a la conclusión de que «todo es nuevo. Para el oficio de poetizar desde el asombro, todo es nuevo»5.

Lo dicho en el enunciado sobre la incomodidad, felix culpa, de nuestro poeta chileno es algo que constituye, ciertamente, el fundamento más perceptible de sus estrategias de creador. Me refiero a lo que bien señaló en su momento otro ilustre Gonzalo, el profesor Sobejano, y han destacado más críticos: los poemas de Rojas parecen no depender, o de hecho, no dependen de la temporalidad. «La poesía de Gonzalo Rojas -escribió Sobejano- es una autoantología en formación perpetua [...] A Gonzalo Rojas no le importa la cronología de los textos»6. Hilda R. May (Ortiz) en su tesis doctoral publicada ha llegado a decir: «Tal es la coherencia y la totalidad unitaria de la poesía del autor que nos ocupa, que ella puede leerse de largo a largo [...] empezando por Desocupado lector, el último de sus libros, 1990, y remontando hasta llegar al primer libro, La miseria del hombre, 1948, o viceversa...»7. Carmen Ruiz Barrionuevo, tiempo después, lo ha observado también con justeza, yendo, si cabe, más allá: «Gonzalo Rojas ha demostrado siempre que es autor de un único libro [el cursivo es nuestro] -el único que en todos los casos debería escribirse- por lo que sus poemarios se recomponen de título en título, con poemas inéditos, con otros precedentes, o bien se articulan dentro de otros engarces, cobrando en cada ocasión una intensidad luminosa y eficaz»8. Y el propio autor lo ha corroborado así: «No se desata o desarrolla mi trabajo poético de un libro a otro, sino que voy y vengo en el mismo vaivén infinito de un mismísimo o parco u hondo libro»9.

Marcelo Coddou, quien ha recogido más testimonios de Rojas en torno a esta peculiaridad, partiendo de la base de que el poeta «nos ha dado lo que ha querido darnos»10, ha acometido, hasta 1979, fecha de la iniciación del estudio que acabamos de anotar, la admirable labor de hacer importantes calas en lo que es la presencia y el traslado de los poemas de Rojas, de un libro a otro, o a otros, desde La miseria del hombre (1948) hasta Transtierro. Versión antológica 1936-78. Tal loable quehacer exige hoy una continuidad, a la que, por nuestra parte, aportamos lo que sigue tomando como punto de referencia Río turbio (1996), para señalar la presencia de algunos de sus poemas, recogidos antes, pero también después, con el mismo título en otros libros, que indicamos entre paréntesis: «No haya corrupción» (Materia de testamento, 1988), «La piedra» (Del relámpago, 1981), «Daimón del domingo», «Del relámpago», «El señor que aparece de espaldas» (Materia de testamento), «Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres» (Contra la muerte, 1964; Del relámpago, Materia de testamento), «Pacto con Teiller» (en «plaquette» del mismo título, Barcelona 1996), «Sermón del estallido» (Diálogo con Ovidio, 2000), «Celia» (Oscuro, 1977; Del relámpago, Materia de testamento), «Enigma de la deseosa» («Poemas inéditos» en Cinco visiones. Antología, 1992), (Diálogo con Ovidio), «Orquídea en el gentío» («Poemas inéditos», Cinco visiones), «Asma es amor» (Diálogo con Ovidio»), «Nusch pensando en Eluard» (Diálogo con Ovidio»), «Del cubismo como serpiente» (Materia de testamento), «Torreón del Renegado» (Del relámpago, Las hermosas, 1991), «¿Qué se ama cuando se ama?» (Contra la muerte), «Qedeshim, Qedeshót» (El alumbrado y otros poemas, 1987; Materia de testamento, Las hermosas), «Adiós a la concubina» (Diálogo con Ovidio), «Alles Nahe werde fern» (Diálogo con Ovidio). Así pues, de los cuarenta poemas de Río turbio, doce vienen de atrás y seis se integran en un libro posterior.

Y más aún, cuando Gonzalo Rojas publica antologías declaradas como tales puede suceder lo que en Cinco visiones (1992), es decir que, contra lo habitual, la antología está dividida en partes cuyas titulaciones no coinciden con las de sus propios libros sino con los de algunos de sus poemas o tal vez su verso o versos iniciales; bien entendido que dichos títulos arropan poemas de orígenes diversos. Son éstas las distintas partes: I «Estaba pensando en lo peligroso. De repente estaba pensando en lo peligroso». -II «Nace de nadie el ritmo. Lo echan desnudo y llorando como el mar, lo mecen las estrellas». -III «Cumplo con informar a usted que últimamente todo es herida». -IV «Por favor, tierra, únicamente tierra, a ver si volamos». -V «Ay, cuerpo, quien fuera eternamente cuerpo».

Puede suceder también lo que en Metamorfosis de lo mismo (2000), fraccionada en: I «Concierto». -II «El alumbrado». -III «¿Qué se ama cuando se ama?». -IV «Historia, musa de la muerte». -V «Materia de testamento». -VI «La risa». VII «Vertiente en pobre prosa», donde, como se ve, los apartados II y V reciben títulos de libros. Pues bien, lo que ocurre en este caso, y nos limitamos al apartado V, es que, de los ciento quince poemas que abarca el libro homónimo, no se incluyen entre los treinta y tres de esta sección sino siete, prueba de que los títulos de los libros pueden no condicionar los contenidos ni ser condicionados por éstos11. No necesitamos entrar en el aspecto de las modificaciones que algunos poemas de Rojas van experimentando para apreciar, desde un cotejo «indicativo», mucho más limitado y, evidentemente, menos minucioso y sistemático, que el de Coddou, la fluidez con que los versos de Gonzalo Rojas circulan por el todo de su obra.

La propuesta ahora no puede ser otra que analizar, dentro de este lúcido trasiego, la significación que la contextualización de los poemas en diversos espacios líricos aporta, las variantes de «esa intensidad luminosa y eficaz» a la que se refería Carmen Ruiz Barrionuevo. Ardua, incómoda tarea sin duda, pero imprescindible para el mejor entendimiento de la poesía de Gonzalo Rojas, porque, como dijo Juan Ferraté, «la estructura que los datos determinan, su organización en un contexto, la forma interna que de ellos emana, todo eso son denominaciones distintas del modo de la operación. El "qué" de la obra consiste en ese "como" de su operación»12. Y está claro que el concepto de «datos» puede incluir desde los mínimos de la microestructura del poema hasta el poema mismo, en su totalidad, y, más aún, cada libro en el acervo de los producidos por un poeta, por detenernos aquí. Es fascinante la diferente reverberación que poemas como «Celia» y «Qedeshim Qedeshót», por citar dos muy diferentes entre los más repetidos proyectan -y reciben- en las composiciones de los distintos libros que los incluyen.

Cierto que esta apreciación, irrenunciable por nuestra parte, no se opone al hecho de que en la poesía de Rojas se vaya produciendo de todos modos, por supuesto, una cierta progresión, en el sentido de nuevas inquietudes, de modo que no nos cuesta aceptar con Gilberto Triviños que «la obra de Gonzalo Rojas no forma sólo círculos y espirales donde la cronología ya no importa. Yo creo, por el contrario, que la linealidad es ella también interesante. Muy interesante. ¿Es posible, por ejemplo, leer los poemas de la serie "Cambiar, cambiar el mundo" de Contra la muerte sin detenerse en los datos de las fechas de escritura y publicación?». Nadie negará a este crítico chileno lo justo de observar «el profundo vínculo de los juegos de la imaginación del poeta con los fuegos de nuestra historia13». Tal vez quepa añadir que se trata de una situación en la que lo sustancial viene dado desde el principio y los matices, o, si queremos, los nuevos elementos sémicos, importantísimos, previsibles, van avanzado después.

En realidad no vale la pena deslizarse hacia una discusión en la que la tendencia académica, que vivimos en carne propia, a señalar etapas en la obra de los escritores puede ser muy gratificante y, desde luego, no deja de tener un marcado fundamento en muchos casos (¡las sugestivas, interminables, lícitas naturalmente, clasificaciones de la obra de Neruda!). Si hasta el propio Borges se inventó, para renegar de ella, una etapa ultraísta apenas sostenible, aun habiendo afirmado, en su transcurso, «creo que esto es todo y que ni veré ni ejecutaré cosas nuevas» (Luna de enfrente, 1925). Algo, por cierto, comparable a lo dicho por Rojas en torno a su primer libro: «La miseria del hombre sigue siendo mi cantera. Todo está ahí y perdura»14.

Seguramente la causa que permite que la poesía de Gonzalo Rojas tenga esa unidad, esa capacidad de ser idónea para una lectura reversible, esa aptitud para que todos, o una parte muy considerable de sus poemas encajen en distintos libros, procede de dos circunstancias muy vinculadas: por un lado la extraordinaria flexibilidad del poeta para permanecer abierto a lo esencial de lo heredado y de lo nuevo, el haber estado desde la adolescencia «en trato con los clásicos de la antigüedad greco-romana y, por supuesto, con los españoles de la Edad de Oro; y simultáneamente con Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont, Laforgue, Apollinaire; de suerte que si por la oreja derecha me entraba lo áureo de la clasicidad, por la oreja izquierda lo hacía la modernidad», con el resultado de «una síntesis» que no ha cesado nunca desde que se produjo en su cabeza de muchacho. Por otra parte, aunque parezca obvio decirlo por deducible de lo anterior, algo de extraordinaria singularidad que sólo los mejores de su tiempo inicial -y de todos los tiempos- han sabido hacer: haberse «restado a la fascinación de las modas que se arrugan, presuntuosas de una originalidad que no pasa de originalismo»15.

Pero todo esto se comprendería menos si no enlazáramos con la postura tempranamente heraclitiana, o, mejor, adicta a los presocráticos, de Gonzalo Rojas. No fue casual que en su desplazamiento a Atacama llevara los libros de éstos y que enseñara a leer a los mineros con textos de Heráclito. Sabido es que en el filósofo de Efeso, a quien se recuerda siempre por su metáfora del permanente movimiento, «todo fluye», encontramos también la idea de lo eterno en el hombre y las cosas, su percepción por el sophón, emparentado con el nous de Parménides, la idea del mundo como fuego invariable pero siempre transformado, sin olvidar el valor del kairós, «el relámpago»16, la iluminación de lo oculto pero permanente.

No hemos de perseguir con precisiones críticas este tema, este fenómeno, pero no es difícil intuir que de la adhesión a principios generales de esta naturaleza se deriva en buena medida la independencia que permite hasta hoy a Rojas situarse por encima de las normas del momento, sin perjuicio de captar las claves de los grandes maestros hispanoamericanos de la vanguardia a los que hemos aludido, percibir y manifestar la trascendencia de la Gabriela Mistral de Tala y Lagar, cuando era moda denostarla por anticuada, y en otro orden, la del Pablo de Rokha, artífice del vigor expresivo así como del arte de crearse enemigos. Supo romper con la Mandragora por su obsecuencia con París, y en fin, no tuvo empacho en dejar Santiago, ante el desconcierto de no pocos, con su Mapocho que se creía el Sena, para buscar el aire de las altas cumbres de Atacama, donde, como hemos dicho, empleó desusados silabarios para su labor pedagógica con los hombres de la mina (que a su vez lo deslumbraron con su condición de magos).

Es de resaltar que a esos bagajes unió muy particularmente, dentro de los españoles de la época áurea, la magna lección del decir de los de sus poetas más recordados, Teresa de Ávila y Juan de Yepes -hablar de la del previsible Quevedo sería una obviedad-. En la firmeza libre y expresiva de Teresa y en la armonía absoluta de Juan pudo corroborar el chileno que la vanguardia y la poesía pura no son cosa exclusiva del siglo XX. Con estas inspiraciones y otras cuya enumeración ya resultaría prolija, gozosamente admite no estar obsesionado por la originalidad, «que me parece un abuso», no ser sino «parte del coro»17, eso sí, desvelado y abierto al asombro. Y ese espíritu late siempre, podríamos asegurar, en cada uno de sus libros, en un todo laberíntico y lógico a la vez, de tal modo que su poesía es, simultáneamente, ateniéndonos a las propuestas, respectivamente, de Bretón y de Valéry, una «derrota del intelecto» y una «fiesta del intelecto», con una adhesión adicional a la idea del primero de que «perfección es pereza»18.

Anotemos que en días en que era aún obligado para muchos dar muestras de intimidad con la vanguardia, aunque ya el museo la había hecho suya, Gonzalo Rojas, que mostraría en Materia de testamento, con el poema «De lo que aconteció al Arcipreste con la serrana bicicleta y de las figuras della», la seducción que sobre él ejerció el inefable autor del Libro de Buen amor, generado, como sabemos, en la primera mitad del XIV, bautizó su libro inicial con el título prácticamente igual al de un largo poema de la segunda parte de esa centuria, poema que si nació desafortunado y titubeante en sus pretensiones de «quaderna vía», recibió un nombre insigne que por sí solo lo haría, a nuestro juicio, merecedor de supervivencia, Libro de miseria de omne. Y no olvidemos que en tal libro de Rojas, se inserta por primera vez el poema «Perdí mi juventud (en los burdeles)» en el que «Lihn vio por adelantado el registro de mi sistema imaginario entero: Libertinaje y rigor lo mismo en la visión que en el lenguaje, Lautréamont y Juan de Yepes a la vez. Lo que se dice un místico turbulento»19. He ahí, una vez más la temprana navegación del poeta por las corrientes simultáneas de la modernidad y la clasicidad, o viceversa, y en definitiva su infatigable hurgar, descreído de lo pasajero, en los destellos de lo que no se extingue.

Los dos libros, a nuestro juicio, que descuellan muy significativamente entre las ofertas recientes de nuestro poeta están ligados a los nombres de dos maestros siempre presentes en su fidelidad: Huidobro y Ovidio. Ya nos hemos referido a la familiaridad de Rojas por y con los padres remotos, pero vivos, del pensamiento occidental. Añadamos, sin mayor revisión, junto a los presocráticos, a Sócrates y Platón; a los poetas máximos, Píndaro, Catulo, Horacio, Ovidio... Pues bien, acogiéndonos una vez más a las confesiones hechas en «De donde viene uno», recordaremos la estupenda anécdota que concierne a lo ocurrido cuando en días muy juveniles, 1938, pretendió insensatamente avergonzar a Vicente Huidobro, quien le hablaba del interés que los noveles poetas debían poner en las últimas avances de la ciencia frente a «la retórica de los carcamales». Ante la acusación de que Huidobro desconocía a Ovidio, aquél se limitó a recitarle de memoria los inmortales versos del poeta de Sulmona: «Cum subit illius tristissima noctis imago / quae mihi supremum tempum in urbe fuit / cum repeto noctem qua tot mihi cara reliqui». «No he conocido a otro -añade- que sembrara más libertad en mi cabeza» (p. 13).

El primero de los libros a los que aludíamos, homenaje a aquel sembrador, se titula Carta a Huidobro (1994)20. Ciertamente Rojas nos sorprende con este ejercicio que introduce una flagrante novedad en su quehacer. Se trata de una exquisitez integrada por quince amplias cartulinas, de notable calidad y embellecidas por un fondo de colores difuminados «óleo sobre cartulina Fedrigoni» en un estuche de cartón de diseño, sobre las que Rojas, haciendo honor a sus muchas veces pregonada condición de «viejoven»21, juega con la grafía, como muchos lo hicieron en los lejanos tiempos de los caligramas, el letrismo, y, en los que ya empiezan a ser distantes, de lo que dio en llamarse poesía concreta. Uno de estos soportes contiene una carta muy plegada, con escasas palabras legibles, dos carecen de texto y, con otro formato, se añaden dos poemas últimos, inéditos entonces, completos, «Morbo y aura del mal» y «Carta a Huidobro» impresos en unos sugestivos sobres.

Los curiosos grafismos van recogiendo algunos fragmentos de ambos poemas, títulos incluidos, en letras de gran tamaño. Probablemente la selección de los fragmentos, necesariamente exiguos, no es significativa. Lo que importa es la transgresión que hace risueño, aunque no simple, el homenaje. No podemos evitar, salvando tantas distancias, el recuerdo del Borges que rompe en uno de sus últimos libros (El oro de los tigres, 1972) los ritmos de sus metafísicas para introducir tankas japonesas, que nos trasladan a experiencias de los auguralistas años Veinte, un paréntesis casi irónico. En el caso de Rojas cabe apreciar, en otro paréntesis, la semiótica de una cabriola entrañable, lujosa deliberadamente, dirigida hacia el autor de El espejo de agua. Nada que ver, por supuesto, con las tarjetas con graffiti y otras agudezas servidas en caja de misivas postales de los Chistes parra desorientar a la policía (1983) de Nicanor Parra. Ahora bien, hecha esa primera lectura, no se puede dejar de tener en cuenta que el juego ofrece une contraste inquietante con los textos íntegros de los poemas, no exentos de algunas desazones, de donde puede nacer otra emparentada con ese libro elegiaco (sic) llamado Altazor. «Y puesto que debemos vivir y no nos suicidamos / mientras vivamos juguemos / el simple sport de los vocablos / de la pura palabra y nada más» (Altazor, vv. 142-145).

Al publicar el otro libro aludido, Diálogo con Ovidio (2000), el causante de la tensa y admirable situación antes descrita, Gonzalo Rojas asocia en hora penúltima, con el lujo esta vez de las ilustraciones de Roberto Matta, este nombre al de la otra gran figura vinculada al inicio de la hora primera. El poema homónimo, previo incluso al prólogo, que ya habíamos encontrado en América es la casa y otros poemas (1998)22 es una interpelación, ansiosa de respuesta -diálogo sobreentendido- al insigne desterrado a quien el poeta que lo lee al alba diariamente, pone al corriente de la pervivencia de lo esencial, incluida «la muchacha flexible que me fue locura», pero también de las miserias actuales, enloquecimiento, usura, pobrerío, dispersión de los dioses. No hay Urbe, pero tal vez nunca la hubo, «Ya no hablamos en portentoso como entonces / latín fragante sino en bárbaro fonón». Sobre el resto de los poemas diremos que se trata, en su mayor parte, de los que ya conocemos amparados en libros de otros títulos. El procedimiento necesariamente había de deferir con respecto a la ofrenda hecha a Huidobro, de modo que lo que Rojas entrega a Ovidio son, en gran medida, sus frutos ya consolidados. Quien decidió antes ir al encuentro de Huidobro, a la época cenital de Huidobro, busca traer ahora a su propio tiempo, con devoción que no excluye la familiaridad («la nariz que fuiste ¿dónde?, y tú sabes de nariz») al romano que tan de cerca conoció el amor y los días amargos.

Hay más cosas, más versos, siempre los hay en el ámbito de Gonzalo Rojas. Por ejemplo una bella, asombrosa, grabación en Cd23 de poemas que incluso a veces son nuevos y, sin excepción, en el decir litúrgico de Gonzalo Rojas suenan rigurosamente a nuevos. A estar alturas, no nos sorprende demasiado que la titulación general de este libro platicado, porque presume interlocutores, corresponda a un poema, Qué se ama cuando se ama que apareció treinta y seis años antes en Contra la muerte.

Lo más admirable es sentir hasta qué punto aquí, en la oralidad, se acentúa la percepción de la magia de los versos respirados, el aire, sus cadencias e intermitencias, los imprescindibles balbuceos y reiteraciones, que encierran y desbordan lo numinoso, «Das Heilige»; la dialéctica del amor, lo genealógico, lo testimonial sin consigna... Todavía -lo subrayamos, siempre Vallejo- Gonzalo Rojas puede afirmar, como en 1988 (De donde viene uno, p. 17): «Estoy viviendo un reverdecimiento en el mejor sentido, una reniñez, una espontaneidad que casi no me explico. Es como si yo dejara que escribiera el lenguaje por mí. Parece descuido y es el desvelo mayor. Estoy dejando que las aguas hablen, que suban las aguas, y que ellas mismas hablen».





 
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