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ArribaAbajoLos secretos de Nicasio Álvarez

No creo haber dicho nada nuevo en las páginas que ya he escrito; y siendo desconocido lo que voy a decir, podía haber empezado mi obra por esta cuartilla.

Pero he querido dejar sentada la imparcialidad con que juzgo las acciones y los criterios del señor Marqués del Mantillo para que no se dude de la exactitud de lo que digo a continuación.

Nicasio Álvarez dice en su testamento: «He ido dando al Estado mis fincas, mis libros y mi dinero para fundar escuelas.

»No tengo más propiedad que unos cuantos muebles y caballos y mis documentos personales. Éstos que los conserve Ganstier; lo demás que se lo repartan mi criados».

Yo acompañé a Ganstier a recoger los citados documentos, y aquella misma tarde los leímos.

El más antiguo es una certificación de buena conducta, extendida por un tal Lavia, impresor, y firmada en Bourglaid tres días antes del Pacto de Separación; seis años después, el nombramiento de Presidente de la Liga contra la explotación del proletario. No existe ninguna partida de bautismo ni nota de inscripción en el Registro Civil. En el acta de diputado aparece una declaración que dice: «Debo proclamar y proclamo, etc., a don Nicasio Álvarez, de treinta y cinco años de edad, soltero, natural de Bourglaid, hijo de Juan Nicasio y de Ana María, según antecedentes facilitados por los testigos, que son don N., N., etc.».

Yo no di a nadie noticia de mis sospechas, pero fui a Bourglaid: allí aparece inscrito Nicasio Álvarez y Antón, hijo de Juan Nicasio y de Ana María. Este Nicasio Álvarez trabajó en la imprenta de Lavia, que ya no existe, y   —155→   murió asesinado a los treinta años de edad, siendo identificado su cadáver por su familia y amigos.

Sería el Marqués del Mantillo el asesino de Nicasio Álvarez; y si no, ¿quién era el Marqués del Mantillo?

Es lógico que con los documentos que le acreditaban como nacional voluntario e hijo de una provincia separada, pudo obtener los privilegios de no ser soldado, ni ser molestado en los primeros años de su nacionalidad.

Involuntariamente recuerdo aquellos versos de Nicasio Álvarez (?), que traduzco así:


   Cuando están movibles mis ojos
y sonriente mi boca, es que duerme mi corazón.
Si vieses mi corazón llorarías,
y si vieses mi memoria te produciría espanto.

No quiero insistir y paso a otro punto.

Durante las vacaciones parlamentarias Nicasio Álvarez pasaba el verano en su residencia de Soteras, donde había fundado una escuela. Ni un solo instante durante el día se separaba de los alumnos, a quienes hacía oír en silencio las explicaciones del profesor. Éste, que era Hundson, que después fue capitán de bomberos, me dijo una vez: «El señor Marqués se entretiene en hacer muestras para que escriban los chicos, y a la verdad que las hace muy mal».

No se alarme el lector: lo que voy a decir ya lo sabe mucha gente. Nicasio Álvarez nunca fue ciego, y se quitó las gafas cuando ya supo leer y escribir. Cualquier calígrafo que reconozca sus firmas antiguas, verá que no firmaba un ciego sino un ignorante.

Por mi parte nada afirmo, pero preguntó:

¿Qué es la política y la gobernación de un Estado, si un Nicasio Álvarez puede hacer la felicidad de una nación?

¿Habrá muchos políticos que hayan sido asesinos?

¿Habrá muchos Consejeros que no sepan leer ni escribir?

¿Entre qué gentes estamos?



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ArribaAbajoCarta al Papa

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Señor:

Tomo la voz de los que tienen hambre y sed de justicia, y ante vuestro trono llego y digo:

SEÑOR: Hemos perdido la confianza en los hombres y volvemos los ojos hacia Dios.

La influencia moral del cristianismo y la civilización desarrollada por el progreso constante han borrado de las leyes escritas toda sanción expresa de la esclavitud y servidumbre humanas.

Somos todos hijos de Dios, y Él nos juzgará a todos de igual manera; y yo entiendo que aun en aquel altísimo tribunal, la ignorancia voluntaria será un delito, y la forzosa una circunstancia atenuante.

Convenidos estamos de que valemos ante Dios por lo que valen nuestras almas y por lo que acusan nuestras conciencias.

Bendito y alabado sea el santo nombre de Dios.

Claro es que un Dios omnipotente ha de ser infinitamente misericordioso; pero si sólo fuese justo, de nuevo alabaríamos su santo nombre.

La influencia perversa del orgullo humano, y el vicio desarrollado por el constante progreso han creado en las costumbres la servidumbre y la esclavitud humanas.

Los ricos hacen justicia, y la ignorancia voluntaria es circunstancia atenuante, y la ignorancia forzosa es mancha de infamia que caracteriza al pobre. Convencidos estamos de que valemos lo que valen nuestros bolsillos y lo que acusa nuestro porte.

Maldito y escarnecido sea el rico.

Claro es que un rico ignorante y omnipotente ha de ser irreflexivamente rencoroso, pero le bastaría su orgullo para merecer nuestra maldición y nuestro escarnio.

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Hemos perdido la confianza en los hombres, y a Vos, Santísimo Padre, volvemos nuestros ojos escaldados por el llanto.

Hemos perdido la confianza en los hombres, porque la historia nos enseña que la posesión del poder siempre produce tiranos.

Vos, Señor, sois en la tierra el heredero y sucesor de Nuestro Señor Jesucristo. Vos, Señor, podréis ser venal y orgulloso; pero entonces, o sois un usurpador, o no podéis ser el Pontífice de la Iglesia Católica. Y es a nuestro Santo Padre a quien van dirigidas nuestras súplicas.

Entre los tiempos de los emperadores romanos y nuestros tiempos, no hay más diferencias que las originadas por la diversidad de épocas. Las inmorales diferencias sociales subsisten igualmente.

Villaruin es un pueblo colocado a orillas del río Flumenio. La mitad de su término no se labra, porque pertenece al señor Duque de Bad'Inn, y la otra mitad está en poder de enfiteutas, que rara vez pueden pagar al señor Duque. Y no pueden, porque toda la contribución territorial de Villaruin la pagan los enfiteutas, pues el terreno yermo está clasificado como de tercera clase, y apenas tributa el señor Duque. ¡Desgraciado ayuntamiento el que cambiase este orden de cosas! El Duque no paga, pero no cobra. Es criado del Rey y consejero de todas las grandes compañías, y con esto tiene bastante para sostener sus caballos, sus perros, sus queridas y sus lacayos.

El infeliz jornalero de Villaruin se multiplica, como se multiplica la desgracia. Sólo trabaja tres meses al año, y en estos meses apenas gana para comer. La crisis llega a su punto máximo. Cuatro o cinco pobres, menos escrupulosos o más hambrientos, se van al monte, roban ganado y secuestran a los labradores pudientes. Inmediatamente llegan al pueblo seis guardias rurales y su caporal. Prenden a los bandidos y los llevan a disposición del juez. Este los condena a la pena capital; y el verdugo cumple la sentencia. Y a todo esto, el señor Duque tan tranquilo.

Ya ningún pobre se atreve a robar, pero todos los pobres se quedan sin comer.

Un día llega al pueblo el Moisés moderno, o sea un agente del Fóculo, trayendo la buena nueva a aquellos desgraciados. «Hay una tierra de ciudadanos   —160→   libres, donde sólo come el que trabaja, pero donde hay trabajo para todos». Y todos los mozos de Villaruin se marchan en busca de la tierra de promisión.

La repetición de este hecho preocupa a los consejeros de la Corona, y nombran una junta encargada de estudiar las «Causas de la emigración». La Junta obtiene local en un ministerio, el local se amuebla y decora. Se reúne la Junta y nombra una ponencia, compuesta de tres individuos. Uno se excusa por enfermo, otro va con un pingüe destino a Ultramar, y el restante obtiene con cargo a Beneficencia o a Instrucción Pública un crédito de muchas monedas para gastos de libros y material de oficina. Y de aquí no pasa la información. Pero si alguna vez se pasa, se llega entonces a redactar una memoria con muchos datos copiados de periódicos y revistas, y muchas citas alusivas a todas las legislaciones y a todos los legisladores. Este trabajo da fama de erudito a su autor, y se le recompensa con un ascenso en su carrera. ¿Y los pobres?

Defecto original: La amortización. Al menos los frailes daban sopa. Bien sabéis, Santísimo Padre, que todos los bienes que fueron de la Iglesia están en poder de los aristócratas católicos. Reflexione Vuestra Santidad acerca de esto.

Remedio: Que pague más, mucho más, el terreno sin cultivar que el cultivador. No queremos ser propietarios: no queremos limosnas, queremos trabajo.

Villaruin tiene leñas y canteras: además el desplazamiento de las aguas del río constituye una fuerza que puede convertirse en motora. Se va a instalar en el pueblo una fábrica de calcinación y pulverización de la piedra de yeso. Pero luego se instalará otra, y después otras. El jornalero tendrá asegurado el trabajo, y no irá al campo a arar para ganar una frutesa.

Esto irrita a los labradores de Villaruin.

Se hace saber a la Duquesa que hay una máquina diabólica que se llama turbina, y la Duquesa influye en el ánimo del Duque. El alcalde advierte al Prefecto que no responde de las próximas elecciones. Los gendarmes se alejan para no presenciar los atentados que se preparan contra el presunto fabricante. Y la fábrica no se instala.

  —161→  

Remedio: La descentralización tributaria, o sea el cupo fijo de tributo para cada localidad. De esta manera la industria es siempre visiblemente beneficiosa para todos los vecinos de un municipio.

Ya se instaló aquella fábrica y otras muchas. Ya no estamos en Villaruin: estamos en Granburgo. Asusta el movimiento fabril y comercial de esta población. La máquina dejó parados muchos brazos, pero la máquina produjo barato: la demanda creció, se extendió la fabricación, se aumentó el número de máquinas, y los brazos desocupados volvieron a trabajar.

El éxito de la industria está asegurado, pero el Duque de Bad'Inn sigue siendo rentista y consejero, y oportunista económico. ¡Oportunista en todo!

Claro es que Granburgo ha de ser una ciudad bellísima: con grandes avenidas, grandes plazas, grandes fuentes y grandes palacios, y hasta con grandes miserias.

El ayuntamiento necesita recursos, y como por nuestra centralización absurda los ayuntamientos son una secreción de los altos poderes, no consentirá el Ayuntamiento de Granburgo que se moleste en lo más mínimo a los ricos y a los aristócratas.

Los ingresos se logran por el impuesto llamado de consumos, y en este impuesto se gravan mucho más los artículos necesarios que los superfluos. Esto pertenece al criterio general. En nuestro país, lo más costoso es el alimento y la justicia, porque es lo más necesario, y por consiguiente lo que produce tributos más seguros. El sistema será productivo, pero es inmoral. Recargando el impuesto sobre el pan, la carne, el vino y el aceite, se logra que los pobres paguen mucho, y que los ricos coman postres y conservas y frutas secas por poco precio.

De modo que cuando el obrero gana, le cuesta tan cara la comida, que se encuentra hambriento como si no ganase.

Y como el padre no puede mantener a toda su familia, lleva a su mujer y a sus hijos a la fábrica para que ayuden con el producto de su trabajo al gasto común.

Cada obrero proporciona por término medio una mujer y tres niños, pero la suma de los jornales de estos cuatro seres no iguala al jornal del obrero. De aquí que el fabricante prefiere mujeres y niños. De aquí que el obrero   —162→   se acostumbre a explotar su propia familia. De aquí que la mujer que se ve obligada a vivir de su trabajo prefiera prostituirse con gran contento del rico y del magnate.

Y vea Vuestra Santidad cómo en las clases bajas el hambre destruye el hogar, así como en las altas el vicio anula la familia.

Remedio: El tributo para lo superfluo y la franquicia para lo necesario.

Pero lo mismo en Villaruin que en Granburgo y que en todas partes, los males que padece el pobre están originados por los abusos del rico.

Nos estorba: nos hace mucho daño la estúpida aristocracia, no por lo que ellos creen, sino por lo que nosotros sufrimos. No porque lleven casacas bordadas, que nosotros en cambio llevamos el cuerpo sano y la camisa limpia; no porque vayan en coche, que nosotros tenemos bastante con nuestras ágiles piernas; no porque puedan cubrirse delante del Rey, que a nosotros no nos molestan los actos de cortesía; no porque tengan complacencias pactadas entre los esposos, porque nosotros preferimos los celos de nuestras mujeres y la satisfacción de disiparlos; no por nada tonto ni indigno; no por envidia: nos estorban porque de cuanto Dios da al hombre, sólo un derecho no nos niegan: el derecho a morirnos.

Nos quitan el pan porque está caro para nosotros, nos quitan nuestros hijos cuando ya los hemos criado, porque no tenemos dinero para pagar sustitutos; nos quitan nuestras hijas cuando ya son hermosas, porque no tenemos dinero para mantenerlas; nos quitan la libertad y el aire y la luz, porque no podemos pagar costas; nos merman nuestros derechos políticos y civiles, porque somos ignorantes. ¿Quién puede ser sabio siendo pobre?

Nos desprecian en la calle, en el teatro, en los ateneos, en los comicios y hasta en el santo templo de un Dios todo amor y mansedumbre.

Se huye por todas partes el contacto de la blusa, y no conciben la honradez vestida de lona esas aristocráticas damas que nos quieren pintar la castidad con los pechos desnudos.

Se conceden derechos absurdos a los de arriba, y no se nos concede el derecho a la vida a los de abajo, y hasta se ha declarado inviolables a unos cuantos hombres como si fueran hijos de los dioses paganos, o los demás no tuviéramos el augusto carácter de la personalidad humana.

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Este desprecio obstinado y esta preterición constante no nos llevan a robar, porque somos cristianos y cultos, pero nos llevan a la desesperación. El mal es tan grande, que ya no lo curan los consuelos del socialismo ni el anodino de las rancias democracias. Estamos ya desesperados, y o se nos cura pronto y bien, o caemos en la más espantosa de las demencias.

Hoy sólo queremos trabajo, comer, vivir y ser amos de nuestro hogar. Nada más queremos, pero mañana lo querremos todo y al día siguiente lo tendremos todo o no habrá nada para nadie.

Esto no es una amenaza, pero es una saludable advertencia.

No somos partidarios de la liquidación social, cuya invención se nos ha atribuido maliciosamente. Nos convendría la liquidación, porque desaparecerían los capitales acumulados y muertos, pero se volverían a acumular rápidamente por los más fuertes, y preferimos la acumulación sancionada por la explotación productora del trabajo.

Ya he dicho que el socialismo es un anodino que nada cura. Busca siempre la igualdad absoluta, y esto no es práctico, porque para conseguir semejante tontería es preciso abolir la propiedad, y se va entonces a la utopía de Tomás Moro o al socialismo del Estado. Lo primero es injusto y lo segundo no es democrático, aunque no lo haya condenado categóricamente Mr. Gorchen y lo haya sancionado implícitamente Mr. Gladstone al defender su ley de sociedades de seguros.

En Alemania, después de divinizar a Lasalle y después de intrigar Schweitzer, la condesa de Hatzfeld, Mendé, Liebnecht, Bebel, Foersterling y Fritsche, se llegó al Congreso de Stuttgart, donde a pesar de las bellas teorías de Joerg y de Sching se hizo la fusión del socialismo y de la Internacionalidad. Esto fue solamente un triunfo para Karl Marx. Allí se fijó como meta la igualdad absoluta y la protección preferente para el proletario, condiciones antitéticas e inarmónicas.

La igualdad absoluta es un absurdo, porque constituiría un privilegio para el aristócrata el igualar al rico haragán e ignorante con el obrero habilidoso.

La ley no puede ser aplicada igualmente a todos los individuos, porque sería injusta, o pecando por graciosa, o pecando por cruel. Y, por consiguiente,   —164→   es preciso que las circunstancias modifiquen la ley escrita para obtener una aplicación justa del espíritu moral de la ley.

Esto queremos, Santísimo Padre: que sean circunstancias agravantes la riqueza, el título nobiliario y la ignorancia voluntaria, y sean circunstancias atenuantes la pobreza y la ignorancia forzosa. De esta manera no comerán los pobres holgazanes, ni vivirán tranquilos los ricos que no sean buenos.

No somos entusiastas de Herzen, de Bakounine y de Tchernyschevski, ni buscamos el nihilismo para crear sociedades nuevas sin historia y vestidas de luto. Queremos aprovechar todo lo existente. Admitimos las diferencias sociales; pero si pocos ricos han de valer más que muchos pobres, es necesario que cada rico sea sujeto de extraordinaria valía. Y si la supremacía sólo se justifica por la riqueza, autorícese el robo para obtener al fin una sociedad de distinguidos.

Admitimos todos los privilegios, pero entendemos que si a la entrada de un pueblo paga quien lleva pan, debe pagar mucho más quien entra en coche.

La ley protege al huérfano que perdió su padre; pues debe proteger más al expósito que nunca le conoció.

La ley protege a la viuda pensionista; pues debe proteger más a la amante abandonada.

No nos causa envidia, pero nos merece respeto el uso de título nobiliario, porque todos nosotros queremos ser distinguidos por nuestros apellidos o nuestros motes, porque entendemos que recuerdan las virtudes o las singularidades de nuestros antepasados.

Se dice que un duque tiene el derecho de entrar a caballo en la iglesia. Si es cierto, nos parece bien y respetamos un privilegio que seguramente estará bien merecido. Se dice que la Iglesia exige que las herraduras del caballo sean de plata. Esta exigencia nos parece muy razonable. Pues bien: nosotros exigimos que el duque privilegiado compre calzado nuevo a todos los pobres devotos que lleven las botinas rotas.

La moral pública prohíbe al pobre hambriento que se presente desnudo; y yo creo que la moral universal obliga al rico forrado de dorados galones a que abrigue al haraposo.

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El pudor tiene muchos puntos de vista, y no creo enojoso ser San Martín teniendo dos capas.

Sólo queremos la aplicación social de la filosofía cristiana, y sois Vos, Santísimo Padre, quien está obligado a guiarnos en nuestra empresa, seguro de que no nos ofusca la envidia ni ningún bajo sentimiento y de que sólo queremos conquistar el restablecimiento de la justicia.

Que Vuestra Santidad todo lo puede, lo demuestran las grandes victorias de la Iglesia Católica, cuyo conocimiento ha logrado mejor vuestra sabiduría que no mi estéril estudio.

Pero si Dios es sus altos designios no nos diera el éxito, nada molestaría vuestra conciencia, Santísimo Padre, por haber recordado a los humanos la sana doctrina del hijo de Dios.

Desde las leyes suntuarias hasta nuestras modernas leyes penitenciarias, por todas partes se encuentra en el Archivo de los hechos humanos la constante preocupación del problema social, perfectamente definido a fines del siglo pasado y perfectamente planteado en nuestros días. Vuestra Santidad no puede permanecer indiferente a esa preocupación.

Vuestra Santidad debe optar ya por ser el amigo de los pobres, pues lo que los ricos dan nos lo han quitado a nosotros.

No cuente ya Vuestra Santidad con el auxilio de los poderosos. El que amenace a un rey muere; al que mate a un obispo se le procesa.

No contéis, Santísimo Padre, con el apoyo de una política internacional; porque el sentimiento religioso ha quedado en los corazones, pero ha huido de las cancillerías.

Los poderosos no os necesitan, y si no os acompañáis de los pobres, vais a quedaros solo, Santísimo Padre.

Pasad vuestra descarnada mano por vuestros plateados cabellos y pensad que el pobre tiene canas a los treinta años y que el rico oculta con oscuro menjurje el augusto emblema de la venerable vejez.

Luchad con nosotros y por nosotros contra esa estúpida aristocracia, de la que dijo el Dante que no era sino un ropón que de continuo acorta la tijera del tiempo por más que de continuo se le estire.

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Negaos a esos sepulcros blanqueados, guarnecidos de oro y piedras preciosas; a esos necios que tanto temen al infierno como a la gloria, porque han hecho de la tierra el paraíso irremplazable de sus venales conciencias.

Prescindid de ellos, porque en la atmósfera del pobre hay suficiente oxígeno para la vida; y, en todo caso, esas bestias nos darían el nitrógeno que necesita el estómago.

Venid con nosotros, que al fin nosotros hemos de poder contra todo; y vos y nosotros podremos contra todo desde el principio.

Recordad a nuestros enemigos la doctrina cristiana; recordadles los evangelistas y los apóstoles; y al recordárselos, emplead con vuestro antecesor estas animosas palabras: Exurge, Domine, et judica causam tuam, memor esto improperiorum tuorum, etc.

Aguardo vuestra respuesta, Santísimo Padre, mientras el Sanedrín se reúne en casa de Caifás con ánimo deliberado de condenarme.

SEÑOR:

NICASIO ÁLVAREZ.





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ArribaAbajo Ni en la vida ni en la muerte

(1890)


Convencidos de que Dios se hizo hombre, pretenden los hombres hacerse dioses. Mal oficio7.



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ArribaAbajo Personajes

(Retratos del natural)


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PERSONAJES
 

 
Licurgo Redondo,    juez de delitos.
Pío de la Cruz,    cura párroco.
Bienvenido González    (el inocente).
La familia Prada.
Un sepulturero que no habla.   Un tabernero, un polizonte, gentes del pueblo, y otros personajes que ni son del pueblo ni son gentes.

 Se figura la acción en Villaruin, población próxima a Granburgo (capital de la Atargea), en el siglo XX del cristianismo, durante la dominación de las llamadas razas cultas. 


ArribaAbajoDon Ligurco Redondo

(Juez de delitos)


Se le llama también juez de preparación o, como decía el presidente de un tribunal de apelación, «el juez de los primeros pasos», y en una procesión de Semana Santa envió al nominado detrás del Cristo amarrado a la columna, porque «usted me va inztruyendo este procezo y yo iré a la cola con él cabirdo para zentenciar con arreglo a justicia».

Cuando algún comerciante es presumido se dice que el tal se ha tragado la vara de medir: pues bien, el juez de delitos de Villaruin se ha tragado la vara de la justicia. Se la ha tragado porque anda más estirado que un pino. Se la ha tragado y le ha producido una indigestión.

Afortunadamente sólo se ha tragado la vara; otros se comen la justicia y engordan. El juez de Villaruin está para cebar; y el descaro con que asoman los huesos por debajo de la piel hace honor a la probidad de tan digno sacristán de Themis.

¡Pobre iluso!

Antes de tomar posesión de la plaza, se presentó al jefe del negociado de Derecho del Interior, y el alto funcionario le dijo:

-Usted dirá.

-Soy el juez de delitos nombrado para Villaruin.

-Está bien.

-Y vengo a despedirme de Vuecencia.

-Está bien.

-Mañana salgo para mi destino.

-¡Ah! mañana... y, ¿a dónde va usted?

-A Villaruin.

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-A Villaruin, está bien. ¿Por permuta?

-No, señor; obtuve plaza en las últimas oposiciones, y...

-Está bien... Pues me felicito, señor mío, por las grandes responsabilidades que sobre mí pesan, y me felicito en nombre de la administración de justicia de que ésta se halle representada en... ¿dónde ha dicho usted?

-Villaruin.

-Está bien... en Villaruin por persona tan dignísima como usted y de quien tengo tan buenos antecedentes.

-Mil gracias.

-Nada de eso. Estoy muy descontento de la gestión judicial en... en... Villaruin; y yo espero que usted ha de resolver los expedientes que hay acumulados, y no ha de defraudar las esperanzas que en usted tenemos puestas desde su brillante ingreso en la carrera a que todos nos honramos en pertenecer.

-Muchas gracias... Puedo a usted asegurar...

-Está bien. No le digo a usted que se siente porque querrá usted tomar el exprés del Norte.

-No, señor; salgo en el correo del Sur.

-¿Sí?

-Villaruin está en la provincia Central.

-Ya, ya lo sé; pero creí que... está bien.

-Pues, con el permiso de Vuecencia...

-Nada de tratamiento. ¿Su gracia de usted?

-Licurgo Redondo.

-¡Ah!, ¿es usted Licurgo?

-Sí, señor; como mi padre.

-Pues no decrete usted el reparto de la propiedad. Villaruin no está en Esparta.

-No, señor; está en la provincia Central.

-Lo sé, lo sé... está bien. Gutiérrez, abra usted la puerta.

-A las órdenes de usted.

-No le digo a usted nada. Nosotros somos dos compañeros.

  —173→  

-Mil gracias.

-Vaya usted con Dios.

(Desde la puerta)

-Servidor de usted.

-Beso a usted su mano.

El jefe de negociado no supo ni sabe dónde está Villaruin, ni dónde está don Licurgo Redondo. Recibe diariamente treinta o cuarenta visitas semejantes a la descrita, y sólo se ocupa de conservar su lucrativo puesto, adular al Ministro y engañar a su mujer (la del jefe).

Pero el juez novato toma el correo del Sur, llevando en su cabeza más humo que el que despide la locomotora, haciendo caminar a su imaginación más rápida que el tren, y exponiéndose a lo que se exponen los trenes rápidos: a parar de pronto en el fondo de un precipicio.

Un carnero atravesado en la vía y un cacique atravesado en el juzgado hacen desviar de su camino a un mixto y a un exprés; a un juez de primeros pasos y al presidente del inapelable tribunal de lo contencioso y finiquito.

Le asustan las graves responsabilidades que sobre él pesan; le llenan de orgullo los buenos antecedentes que acerca de su eximia persona tiene el jefe del negociado; medita por qué éste estará descontento de la gestión judicial en Villaruin, y se propone no jugar y beber como su antecesor y ser casto como el único rey de España a quien se llamó casto y que tampoco fue casto.

Reflexiona sobre lo que es y se asombra considerando que aquel Licurguillo que cometió en su casa y en su pueblo hurtos y ataques al pudor sea ahora el encargado de hacer justicia y distribuir el derecho entre los humanos.

Piensa que para proceder es necesario conocer del delito, y teme que muchos queden impunes. Que para condenar es preciso conocer al reo, y que es muy difícil conocer a un hombre. Quisiera saber todos los idiomas, y todas las leyes, y antropología, y biología, y etnología; y quisiera investigar todas las conciencias y adivinar todos los pensamientos, y quisiera ser Dios para poder ser justo.

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Pero no es Dios y teme cometer horribles crímenes al aplicar ciegamente las bárbaras e irracionales leyes hechas por la soberbia de los hombres cobardes. Quisiera no ser juez y vivir como su hermano arando y durmiendo.

-¿Usted fuma?

-Mil gracias.

-Encienda usted.

-Encienda usted.

-No, señor, no.

-Muchas gracias... Digo que hemos tenido suerte.

-Sí, sí.

-Ya ve usted, sólo vamos cuatro en un departamento de primera.

-Es verdad.

-Y, ¿va usted muy lejos?, aunque sea indiscreción.

-Usted mande. Voy a Enlace.

-Pero seguirá usted más allá.

-Sí, señor. Voy de juez a Villaruin.

-Que sea enhorabuena, señor mío. ¿Estaba usted antes?

-No, señor; me acaban de nombrar.

-Ya decía yo: es usted muy joven.

-Así, así.

-¡Qué bonita carrera! Son ustedes la primera figura en todas partes.

-Gracias.

-La verdad, la verdad solamente. Yo tengo un tío que es presidente de un tribunal de apelación. En mi familia hay mucha toga. Hasta yo mismo he sido muchas veces fiscal y defensor; y un asistente que tuve, y que después llegó a caporal, se aficionó tanto a estas cosas que hoy le tiene usted verdugo en una circunscripción.

-Pero...

-Perdone usted. Hoy los militares estamos de más porque nada se arregla a estacazos; todo lo arreglan ustedes.

-Todo, no.

-Tampoco nosotros arreglábamos nada, pero quiero decir que ustedes tienen la sartén por el mango.

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-Nosotros estamos dentro de la sartén.

-No lo crea usted, señor mío. Mire usted, ésta, que es hija mía...

-A los pies de usted.

-Beso a usted la mano.

-Pues bien; ésta, como no ha visto en casa otra cosa, tiene delirio por los cuerpos armados, y yo estoy por los civiles.

-Todos me gustan, papá.

-Ya lo creo; como que en todos hay capitanes generales, pero yo me muero por la justicia.

-Gracias, mil gracias.

-Y, diga usted, en ese pueblo adonde va usted, ¿hay algún crimen sobre el tapete?

-Creo que no.

-Vamos, será gente pacífica.

-Pacífica.

-Más vale así, porque estamos es unos tiempos que ya, ya. Pero, hombre, ¿ha visto usted ese crimen horrible de ayer?

-¿Dónde?

-En Granburgo. Yo lo he sabido por el novio de la criada, que es cargador y paisano del criminal.

-Pues, no sé nada.

-¡Una friolera! Un padre que ha cortado la cabeza a todos sus hijos para hacerse una botonadura.

-¡Qué atrocidad!

-Ésta no quiere que lo cuente porque se pone mala, pero yo se lo contaré a usted.

-Calla, papá, por amor de Dios; estamos en Ágape y yo quiero tomar café en la fonda de la estación.

-Vamos allá. Yo nunca contradigo a las mujeres, porque el valor se emplea con los hombres. Cuidado que mi esposa sabía que yo era un toro bravo, pero me dominaba. Lo confieso. Al menos tengo esa franqueza. Vamos allá, hija, vamos allá. ¿Ustedes gustan?

-Que aproveche.

  —176→  

Rodeado de sombras y silencio camina el tren rápidamente sobre los raíles, con regularidad pasmosa que hace más imponente su marcha. Tiende al viento su humeante cabellera de difuminadas puntas: llena de blanca luz el camino que busca, y deja tras sí rojo color como si caminase herido o fuese matando.

Antes hubiera sido una divinidad: hoy no hay Dios, porque ya hasta la justicia es hechura del hombre. Ese mismo monstruo de entrañas de fuego y tentáculos de acero vive sujeto a los raíles si quiere vivir y quiere marchar. Hasta el Rey y hasta el Papa están sujetos a las armónicas leyes sociales, o arriesgan, al desprenderse, marchar inertes al abismo de todas las negaciones.

El General se ha tumbado cuan largo es y ronca con estrépito.

La banqueta de enfrente está ocupada por la hija del General y el otro viajero; ambos tendidos a sus anchas y con los pies juntitos, sea por comodidad o por distracción.

Sólo queda en el departamento un asiento muy pequeño para un cura lleno de carnes y de vicios, pero suficiente para el sobrio ejecutor de la justicia en Villaruin.

Ya han pasado los escrúpulos de Licurgo; y ya se siente apto para ser justo. Las atenciones de que es objeto le prueban que un juez, aun siendo muy bruto, merece consideraciones de un general, aunque el general sea también muy bruto.

Recuerda a su tío, que es cura, y no conoce el Derecho canónico; a su padre, que no conoce las Ordenanzas de montes, y a su hermana, que nunca oyó nombrar las leyes suntuarias. Una sonrisa de conmiseración abre las comisuras de sus labios cuando la memoria lanza al entendimiento el recuerdo de Águeda, que seguirá lavando ropa y amasando pan y esperándole para ser su esposa.

Conviene en que una pasión de un niño no debe destruir el porvenir del hombre; que esos amoríos en que toman parte los astros y las flores son buenos para cantados por un poeta hambriento, pero no para ser sentidos   —177→   por quien es acreedor a la gratitud de la sociedad. Piensa en la hija del General y después en las hijas de todos los generales. Aspira a lograr una esposa rica o noble, pero siempre elegante, capaz para el fausto, comme il faut. ¿Y si no es honrada? Pues no la recibirán en su pueblo, pero la recibirán en la corte. Esto basta.

Nada: hay que ser severo, rígido. La gente de los villorrios es astuta y no he de dispensarles ninguna confianza...

El jefe espera que yo arregle la gestión judicial, y la arreglaré. La curia de Villaruin será gente cuca, pero yo les pondré las peras a cuarto... Necesito un crimen que me dé nombre, y si no lo encuentro lo inventaré. La prensa se ocupará de mí aunque me cueste los cuartos. Daré bombo al prefecto y de rechazo me daré bombo...

Mucha guardia rural, mucha, mucha... ¿Y a mí qué?...

La cuestión es medrar...

Ya sabes que Villaruin no está en Esparta.

Cuando Licurgo tomó posesión del juzgado ya tenía la vara de la justicia a lo largo de la faringe y del esófago.

Rodeáronle los caciques y arremetió contra los justos y los hombres de buena fe.

Destituyó a éste y al otro produciéndoles ira o hambre. Registró hogares, apresó mujeres, buscó mancebas para su jefe y domésticas para la ministra. Fue tan inhábil que jamás dio con ningún criminal, pero persiguió a todos los hombres honrados.

Un día quiso salir de Villaruin, y ni encontró quien quisiera permutar ni en el ministerio le hicieron caso.

Comprendieron los caciques que aquel juez sólo servía para cobrar su paga y le emplearon como objeto de sus groseras mofas.

Id hoy a Villaruin y veréis, al ocultarse el sol, un hombre joven, flaco, de rostro amarillento y ojos hundidos, que pasea solo por las afueras del pueblo. Nadie le saluda, todos hablan quedito cuando pasan a su lado, y todos   —178→   le envían en silencio una maldición o un insulto. Húyenle las mozas porque encausó a todos los zagales. Produce espanto a los niños, odio a los hombres y desprecio a los viejos.

Ése es Licurgo.

Licurgo, que no comprendió que para ser pillo es preciso ser astuto, y para ser buen juez es necesario ser bueno.



  —179→  

ArribaAbajoDon Pío de la Cruz

(Cura Párroco)


-¡Es un bandido!

- ¡Valiente Tenorio! ¡Pues no encuentra guapa a la hija del tío Perete!

-Y, ¿qué más?

-¡Más todavía!

-Y malicioso y murmurador. En mi casa ha dicho que Engracia no se parece a su padre.

-¡Hola! ¡Hola!

-Y luego, ¡vaya unas limosnas! Algún pedazo de pan o alguna moneda de dos cuartos.

-Como miserable, lo es.

-Así, que ya lo han resuelto los mayordomos de fábrica: mientras él sea cura no ve un cuarto, aunque se caiga a pedazos la iglesia.

-Bien hecho; para robar, a Sierra Laparda.

-¿Y eso de meterse en lo que no le importa? ¡Pues no le ha dicho a la mujer del Algarrobo que no le da la comunión si no se casa! ¿Qué tiene él que ver con que cada cual viva a su manera?

-Y después cobra dinero por casar.

-Eso no; a los arrepentidos no les cobra.

-Su misterio tendrá.

-Quien le entiende es el sacristán. El otro día le dijo: «Oiga usted, de lo que caiga en los cepillos la mitad es para mí y de la otra pone usted las velas que le dé la gana».

-Así, así. Ese barrena es capaz de alzarse con el santo y la limosna.

  —180→  

-Mala suerte tenemos con los curas. El otro tenía consigo una real moza y decía que era su hermana.

-¡Valiente hermandad!

-Pero éste tiene una vieja que es su madre.

-Ya lo creo, para disimular mejor, y, sabe Dios, yo creo que ese hombre no ha tenido madre nunca.

-Es posible.

-Y dice que es licenciado en Teología.

-De presidio.

-Pero, señor, ¿cuándo ahorcarán a todos esos hombres?

-Cuando venga la gorda.

-Pues para que entre la gorda tienen que salir algunos flacos.

-Eso digo yo.

-Por mí que los matasen de hambre.

-Al menos al nuestro.

-Ése, ése por borracho.

-Por libertino.

-Por entrometido.

-Por tacaño.

-Por ladrón.

-Por beatería.

-Señores, ¿me permiten ustedes que haga una pregunta?

-Usted dirá.

-¿Qué sueldo tiene el padre cura?

-Pues tendrá quinientas pesetas.

-¿Al mes?

-No, señor; al año.

-¡Al año! Pues créanme ustedes; o ese señor es un santo o la religión no sirve para nada, porque cualquier burro de ustedes gasta al año mucho más.

Señor don Pío de la Cruz, cura de Villaruin.

Muy señor mío: Cuando leyó usted las líneas que anteceden, me calificó   —181→   usted de hereje, calificación que no me hizo gracia, no tanto por el calificativo como por que no quiero que me califique usted.

Usted, señor mío, tiene clara inteligencia y buen talento y hubiera desempeñado cualquier profesión tan regularmente como desempeña la cura de almas en este pueblo. Se hizo usted sacerdote porque era usted pobre; y, desgraciadamente, la carrera eclesiástica es la más barata de todas.

Ha conseguido usted ese economato, que nunca tendrá en propiedad, porque los concursos no convienen ni al bolsillo de los obispos ni al prestigio del clero.

De todos modos, usted come, y yo le deseo buena digestión y buen apetito.

Hasta aquí es usted tan respetable como el carnicero del pueblo. Vamos adelante.

Si yo soy un hereje, tiene usted obligación de convertirme, pero no tiene usted derecho a insultarme.

Pero lo notable del caso es que yo soy católico ferviente porque hallo perfecta la filosofía cristiana y muy acertadas las prácticas católicas. Además prefiero sentir a pensar, y las ceremonias del culto católico me hacen sentir de manera exquisita.

Lo malo que tiene el catolicismo es el clero, y en esto estamos conformes todos los humanos, incluso los curas.

Son ustedes tan brutos y usted singularmente, que al buen señor Longeye, que siempre escribe en defensa de nuestra religión, le ha cerrado usted las puertas de la iglesia, so pretexto de que el tal señor lee libros prohibidos. Y digo que le ha cerrado usted las puertas de la iglesia, porque sabe Longeye que en cuanto entre dentro del templo subirá usted al púlpito y pondrá como chupa de dómine al ilustre extranjero. El empecatado pueblo de Villaruin ni entiende a usted ni a Longeye, pero está dispuesto a reírse de cualquiera de los dos en cuanto encuentre ocasión propicia.

Valiera más que emplease usted su tiempo en tener limpia la iglesia, que bien lo merece, en sustituir imágenes, que por sus posiciones indecentes producen aficiones iconoclastas en el hombre culto; en corregir el amancebamiento que hace desgraciados muchos hogares de ese pueblo; en lograr   —182→   que los ricos amen a los pobres, y éstos sean agradecidos con los ricos. Finalmente, emplee usted su tiempo en algo útil y no lo dedique usted a la envidia, la murmuración y la calumnia porque al llegar a este extremo es usted inferior al carnicero del pueblo.

Su afectísimo S. S., Silverio Lanza.

Aunque soy el autor de esta carta, que supo mal a don Pío, después he sido gran amigo del cura de Villaruin. Porque después me ilustré algo. Los curas nos sirven de constante disculpa para nuestras malas acciones, y no lo agradecemos.

Después de una noche de broma, si a las seis de la mañana nos hallamos un conocido en la calle, decimos con el mayor cinismo que nos vamos a confesar. Aseguramos que no tenemos libertad porque no quieren los curas. Esto es suponer que los sacerdotes son los encargados de darnos nuestro derecho. Fuéramos nosotros los más, y tuviéramos algo de valor, y poco podrían los curas contra nosotros.

Lo mismo decimos de la instrucción pública. También el clero tiene la culpa de la ignorancia popular, y esto lo aseguramos después de haber pasado toda nuestra vida sin hojear un libro.

¡Sobre todo la confesión! Si cada esposo diese una paliza a su respectiva mujer cuando ésta fuese a confesarse, se emplearían en algo los librepensadores; sus esposas admirarían el desarrollo físico de sus maridos y tendrían los curas más tranquilidad. Porque, seguramente, en la confesión quien sale perdiendo es el infeliz sacerdote que ha de estar encajonado, sudando y oyendo paparruchas.

¿Y las amas? ¡Qué nos importan las amas de los curas! Allá se las arreglen los párrocos con los obispos. ¿O es que vamos a lanzar un anatema sobre el ejército porque un capitán no lleva el cuello de la camisa del tamaño prescrito por la Ordenanza? ¡Allá se las hayan los capitanes con los jefes de regimiento o con los jefes de plaza!

Nuestra ignorancia nos lleva a no distinguir entre el derecho canónico, la disciplina eclesiástica, la filosofía cristiana y la religión católica. Finalmente, si nos estorban los curas, asegurémosles su subsistencia si se hacen seglares. Éste es el camino más breve.

  —183→  

Dejando a un lado mi natural temor a las excomuniones, me atrevo a asegurar que no quedaría un cura para una misa. Porque hoy para ser cura se necesita tener mucha hambre.

Exceptúanse los vividores que sacan a los manteos miles de duros todos los años. Estos señores cobran más de siete reales diarios, y, por consiguiente, cobran más de lo que ganan, porque siete reales es el precio máximo del trabajo humano, que es lo que percibe un cavador cavando todo un día. Don Pío es joven y guapo. Usa gafas, que lleva siempre perfectamente limpias, y no le ocurre como a otros miopes que, aun con quevedos, no ven más allá de sus narices. Es licenciado en Ciencias y doctor en Derecho, y tiene una ilustración superior a la de muchos padrastros de la Iglesia. Es aseado, extraordinariamente aseado, y mira con atención a las mozas que van limpias. Estas miradas enojan mucho a las casadas, porque a las casadas no las mira. El desgraciado párroco ha tenido la desgracia de ejercer en Villaruin donde se tiene horror a quien no ara. El sacristán saquea lo cepillos de la iglesia y las velas de los altares, e interviene maliciosamente en todos los oficios, con que don Pío apenas cobra algo más que su insignificante sueldo. Ha tropezado igualmente con el juez municipal, taberno borracho, cuya mujer está a malas con don Pío porque no la deja sentarse en el presbiterio. De esta manera no se luce el reclinatorio de la señora jueza8, y el agraviado marido pone en grave aprieto al cura cada vez que se celebra una boda.

Me parece bien que los jueces presencien la celebración de los matrimonios católicos; y me parece bien, entre otras razones, porque si me pareciese mal me expondría a ir a la cárcel. Pero la humildad del Pontífice me permite discutir con él, y digo que Su Santidad ha hecho mal en avenirse a semejante disposición. Porque el matrimonio católico es un sacramento de cuya celebración sólo puede dar fe quien lo administra, y una de dos, o el juez sólo ejerce el papel de testigo en su grado más insignificante, o si da fe es porque no puede ser engañado por el cura, en cuyo caso sirve para cura y desempeña funciones eclesiásticas desde el momento en que es inspector de los más característicos servicios sacerdotales.

Yo creo que sería más natural que el juez vistiese casulla, y después de decir misa casase a los novios con ayuda del acólito, que pudiera ser el alguacil o el secretario.

Siempre anda mal el mundo, y unas veces se mezcla el clero en lo que no le importa, y otras se hace el Estado sacristán. Ahora toca el turno a este error, y dentro de poco tiempo dirá un médico de hospital al practicante   —184→   de una sala: «Si no produce efecto el sulfato de quinina, lleve usted la paciente a la sala de operaciones y le da usted la Unción con glicerina, para lo cual reducirá usted el Santo óleo por medio del ácido sulfúrico».

Día llegará en que diga la misa en el cuartel el capitán que esté de guardia.

La Iglesia tiene miedo a todo lo laico, y cae bajo el poder de un enemigo mayor, que es el ridículo. Los gobernantes tienen miedo a la Iglesia, y caen en un peligro mayor, el de desprestigiar las instituciones entre los gobernados.

Cuando yo decía estas o parecidas cosas a don Pío, empezaba el párroco a oírme con resignación. Mientras limpiaba sus gafas quedaban sus ojos entornados, y cuando volvía a colocarse el aparato óptico sobre sus narices me miraba con la insistencia con que solía hacerlo con las zagalas, como se mira un objeto completamente nuevo y extraño, o a un antiguo amigo a quien se recuerda confusamente tras larga ausencia.

Después me interrumpía bruscamente llamando a su madre para que echase una firma en el brasero, y venía la anciana con los brazos desnudos.

-Pero, madre, ¿estás lavando?

-Ya lo creo. En tanto que te pueda servir, no quiero que nadie te sirva, y cuando ya no pueda, te acordarás de que te he servido.

Cuya frase traslado a quien corresponda para su superior conocimiento.



  —185→  

ArribaAbajoBienvenido González

(El inocente)


Apenas se sabe su apellido, y se le llama el Inocente porque en los pueblos hay gran afición a designarlo todo con su verdadero nombre. Esta afición influye en el canto y hasta en los gritos: pudiera llamarse una tendencia onomatópica del lenguaje.

A Bienvenido le confirmó una mujer, y las mujeres descubren los inocentes a mucha distancia.

Además, el mote no le hizo gracia al apodado, y por esto le duró el mote toda su vida.

Inocente está casado con una mujer completamente decidida a cumplir los mandamientos de la ley de Dios. Un día Inocente gritó a su mujer, y ésta creyó que debía callarse, y se calló. Inocente quedó satisfecho de su energía sin calcular que a tener su mujer peores humos él hubiera quedado debajo de la mesa.

Tenía Inocente hermosos ojos, pelo rizado y largo bigote negro; andaba bien erguido y con soltura, hacía versos bonitos y era seguramente el hombre más agradable y más tierno de todo Villaruin. Así se proporcionaba conquistas que terminaban en las eras en las noches de verano o en algún pajar en las noches de invierno. Inocente creyó que esto era un adorno de su persona, y empezó a referir sus éxitos; las conquistas continuaron, pero el Tenorio no observó que todas sus amadas eran gente de baja estofa que por tan ruin medio lograban dinero, grano o colocaciones lucrativas para los deudos de las víctimas.

Fue el héroe de la taberna, donde nunca había entrado un hombre tan culto como Inocente. Empleó su dinero y las delicadezas de su espíritu entre rufianes y perdidas, y llegó a creerse el amo de la canalla.

  —186→  

Quiso reanudar sus relaciones con una casada, garrida y amante de calzones, pero la pretendida, que contaba con la ayuda del sacristán, se rió de Bienvenido y le llamó Inocente. Éste se desesperó de verse con mote: volviósele hiel el vino bebido, y juró ser el amo del pueblo, pero juró temerariamente. No pudo ser alcalde, ni juez de faldas y se contentó con ser concejal porque le eligieron por condescendencia sus verdaderos amigos, los que no iban a beber vino a la taberna del tío Cáñamo.

Pasaron quince años, e Inocente se transformó. No brillaron sus ojos, volviose rala su canosa cabellera, y anduvo jorobado y tropezando. Recordó que él solamente había tenido condiciones de amor patrio y de valor personal para haber sacado a Villaruin de su estado de decadencia. Vio a sus parientes pobres y a sus amigos maltratados por los caciques; puso su mano sobre la cruz y juró... nada, porque asomó una lágrima a sus ojos y dijo cuando ya hubo hallado una cita erudita que poder aplicar a aquel triste suceso:

-¡Ah, Inocente! ¡Llora como una mujer lo que no supiste conservar como hombre!



  —187→  

ArribaAbajo La familia Prada

Playne, hablando con Recarte, empezó a definir al general Prada.

-Ese bizarro General tiene por delante todos los agujeros de su cuerpo.

-¿De veras?

-Sí, señor. Nunca ha vuelto la espalda.

-Sin embargo...

Y el taimado obispo de La Ruta acabó la definición.

-El General cuando va a escribir se pasa la pluma por la cabeza.

-Será para engrasarla.

-No, señor; es para afilar los puntos.

Y así era don Rafael de la Prada. Un corazón valiente y con una cabeza dura.

El corazón le sirvió para ganarse los entorchados y el cariño de la señora de la Prada, la más hermosa mujer de todas las de su época. Y la cabeza le sirvió para perder los entorchados y hacer la desgracia de su esposa y de su hija. Y no la merecían tan encantadores seres.

Teresa, la señora, además de ser hermosísima, fue tan fiel a su marido que como diese a entender S. M. que había logrado los favores de la de Prada, replicó la reina:

-Ni yo soy tan fea ni la generala es tan loca. Y a Loreto le decía el General:

-Hija, cuando te veo me parece que estoy viendo a tu madre de quince años y con el pelo teñido.

-Rafael, no digas eso, porque a Loreto sólo le faltan tus bigotes para parecerse a ti cuando eras oficial de guardias imperiales.

-Porque tiene el pelo negro.

-Y yo lo tengo rubio.

  —188→  

-Por eso digo que si te hubieras teñido...

-Es que el rubio no te gusta.

-Antes era el único que me gustaba.

-Pero ahora...

-Ahora, Teresa, me gusta también el de Loreto.

-Ya, ya.

-Teresa, no seas así.

-Es que te conservas como de treinta años.

-Pero teniéndote a ti...

-Buen zalamero estás.

-Hija, ¿quién es más guapo, tu madre o yo?

-Mamá.

-¿Lo ves?

Y el General se levantaba envanecido y se marchaba a la orden orgulloso de su buena suerte.

Después, cuando quedaban solas las dos mujeres, Loreto decía a su madre:

-No te incomodes; he dicho eso para que papá se fuese contento, pero, ¡mira que papá es guapo!

-Y tú la más hermosa del mundo, vida mía. Y lo era efectivamente.

Con su cutis blanco y finísimo, que parecía cubrirle como el cristal al retrato dándole brillo y relieve. Con la rara majestad de su figura que se hacía más imponente, contemplando aquellos ojos rasgados y serenos y del mismo color que la sotana de un cura y la conciencia de un juez.

La familia Prada se estableció en Villaruin obligada por los acontecimientos políticos.

Dufroul y otros convencieron al general de que los asuntos públicos no prosperaban bajo la tutela de Su Majestad el Emperador; y como don Rafael,   —189→   una vez convencido nunca se daba el trabajo de cambiar su opinión, ya no hubo modo de evitar que el General tomase por su cuenta la dirección de una de aquellas desgracias intentonas que hicieron necesario el imperio aun para lo republicanos más fervientes.

¿Por qué fracasó la jornada del 9 de julio? Dios lo sabrá, si se ocupó de este suceso, pero la historia sigue ignorándolo. Mientras vivió La Prada se culpó del fracaso a éste y al otro, sobre todo a Dufroul, de quien decía el General que había estado tres cuartos de hora sin leer un telegrama, buscando la manera de dar jaque mate a un rey de boj. Cuando murió La Prada había hecho fracasar el movimiento por haberlo iniciado con media hora de anticipación.

Lo cierto es que La Prada se salvó porque tuvo suficiente serenidad para marcharse al Fóculo, haciendo el viaje en el exprés, sin desfigurarse el rostro, y entre viajeros cuya mayor parte le reconocieron perfectamente.

Durante la emigración del General, Teresa y Loreto se trasladaron a Villaruin para vivir con mayor economía.

Cuando don Rafael se convenció de que la fístula de que padecía era incurable, volvió con completa tranquilidad a tomar el exprés y se reunió en Villaruin con su familia.

La llegada del General fue un acontecimiento en el pueblo. Los curiosos querían enterarse del tamaño de un militar tan valiente. Bienvenido, que era el casero del General, organizó una partida dispuesta a defender la vida del gran patricio; y Licurgo preguntó a su jefe qué debía hacer en aquella circunstancia tan grave.

El jefe contestó que no se había enterado, pero que le convenía seguir enterándose.

Tres meses después el General estaba gravemente enfermo y sin recursos para curarse, y entonces solicitó el indulto.

Los republicanos aprovecharon la ocasión para llamarle traidor y cobarde, y el ministro contestó a don Rafael prometiendo servirle.

Pero antes que llegase el indulto llegó la muerte. Entonces se supo de una manera oficial que La Prada llevaba algunas semanas dentro del territorio del imperio.

  —190→  

Desde la muerte del General, empezó Licurgo a demostrar claramente su hostilidad hacia la familia Prada. Lo que hasta entonces y durante la ausencia de don Rafael sólo habían sido consejos amistosos, empezaron a ser verdaderas amenazas que tendían a obligar a doña Teresa a que se trasladase a Granburgo.

El padre Pío, más astuto que aquellas dos infelices mujeres, fue quien primero comprendió el fin que se proponía Licurgo, y advertida doña Teresa llegó de deducción en deducción a saber quién era el verdadero interesado e n este asunto.

Claro es que yo no he de decir aquí quién era el sujeto en cuestión, pero es seguro que debía ser un grande miserable, y como no es posible grandeza alguna en un imperio donde todas las grandezas están encarnadas en la augusta persona del monarca, es lógico que no me atreva a calificar de grande a nadie que no sea Su Majestad.

No era Licurgo la única plaga que afligía a doña Teresa y su hija, aunque un juez como Licurgo sea plaga espantosa que no usó Faraón por ser desconocida en aquellos tiempos venturosos.

Sufrían también esa terrible enfermedad que se llama hambre, y que estudian poco los médicos sin duda porque los atacados de tan terrible mal no suelen estar en condiciones de pagar las visitas.

No trato con esto de molestar a los médicos, los grandes santos de mi devoción desde que me he convencido de que ellos son los únicos que empujan la humanidad por el camino del verdadero progreso. También hay médicos que curan el hambre, y con mis piernas anda un individuo que de hambre hubiera muerto sin el caritativo socorro de un doctor, cuyo nombre no escribo para que nadie crea que el honrado viejo paga reclamos.

Conste que agradezco.

Y conste que aunque hay una restitución forzosa que se ejerce con el nombre de caridad, hay también una virtud que lleva el mismo nombre.

Y esta virtud la tenía Bienvenido el Inocente.

Y van ustedes a ver cómo aquel hombre del campo ejercía la caridad sin necesidad de limosnero, de ayuda de párroco, ni de espectáculos a beneficio de etc., etc.

  —192→  

Al siguiente mes de la muerte del General se pasaba el hambre los días y las noches haciendo compañía a la viuda y a la huérfana. Llegó el momento de pagar a Bienvenido el alquiler de la casa durante el año terminado, y la familia Prada vendió el tocador de Loreto al tío Levadura, distinguido panadero cuya hija iba tomando tufillos de marquesa mal educada. (Aunque esto parezca redundancia no lo es, porque me consta que existen algunas marquesas con educación).

La venta fue originalísima, porque Levadura usó en la compra del mueble todas las frases y las posturas que son de ritual cuando se compra un borrico en la feria.

Finalmente, el tocador desapareció de la alcoba de Loreto, y quedaron unas pocas monedas sobre el velador de la sala.

Levadura se marchó llevándose lo mercado, y madre e hija no se atrevieron a mirarse, ni mucho menos a tocar el dinero. Fuese Loreto hacia el jardín y doña Teresa a la cocina, y cuando, media hora después, se reunieron a comer sus sopitas de ajo, pretextó Loreto que habría de hallarlas calientes, y no hubiera entrado en la casa si doña Teresa, acercándose a la niña, no la hubiera preguntado:

-¿Estás mala?

-No; yo no, mamá.

Y se miraron, y abrazándose estrechamente rompieron a llorar con el mayor desconsuelo.

-Debíamos haber vendido la consola.

-Es lo mismo, mamá.

Y tenía razón: era lo mismo. Porque no se llora la venta de un mueble, cuando se proyecta sustituir ventajosamente lo vendido. Sólo se llora con tanta amargura la pérdida de lo que no ha de sustituirse.

Por eso lloramos tanto la muerte de nuestra madre y la de nuestras primeras ilusiones de amor logrado.

Pero allí también se vertían lágrimas por el porvenir, por la desesperación que tardaría en llegar lo que tardasen lo muebles en ser vendidos.

Bienvenido supo la venta del tocador, y presumió el resto.

  —192→  

No hay bondad ingénita, y si existe ni la tenía Bienvenido, porque lo primero que se le ocurrió es que la miseria de las de Prada podría facilitarte la conquista de doña Teresa, pero se le ocurrió después que si tal cosa hacía había de quedar forzosamente al nivel del juez Licurgo, y por orgullo empezó a ser bueno, que el orgullo sólo produce perversos en aquellos seres que sólo tienen orgullo de su perversidad.

Bienvenido dijo a doña Teresa que ya había cobrado del General, y suplicó a aquellas infelices que enseñasen a su esposa a hacer no sé qué labor. Y de esta manera todas las noches cenaba la familia Prada en casa de Bienvenido.

Y cuando la mujer del Inocente, celosa por estas distinciones, decía a su esposo:

-Mira, que no me la das.

Contestaba el ofendido:

-¿Por quién me has tomado? Ego sum qui sum.





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ArribaAbajoLa escena

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Todos los lugares a que me refiero en este cuento los describí prolijamente en el Viaje de Villaruin a Granburgo9.

Sin embargo, pudiera leer estas páginas quien no hubiese leído la obrita citada, y no creo impertinente dar idea del cementerio de Villaruin. En dicho pueblo están los muertos más altos que los vivos, y como el viento ordinario de la villa es el S. E., en cuyo rumbo está el camposanto, tiene la seguridad quien muere en Villaruin de que los vivos le han de oler después de muerto.

Pero no es éste el único lazo que une a los muertos con los vivos. Medianera con el cementerio está una huerta, cuyo pozo tiene una mina que atraviesa el archivo de la muerte a cuatro metros escasos de profundidad.

Los curas han demostrado que los responsos sirven para producir dinero, y la experiencia prueba en Villaruin que los difuntos producen buena verdura.

La huerta es propiedad del boticario del pueblo, el tío Acerico (llamado así por su afición a pedir alfileres a las solteras guapas), y la lleva en arrendamiento Tres clavos, veterinario y herrador, que no pone en las herraduras más clavos que los que indica el apodo.

Tres clavos ha resuelto el problema de tener guarda, jornalero y vendedor en una sola persona, y por poco coste, porque tiene al tío Casto para ejercer todos estos oficios, y el tío Casto es el sepulturero.

Es inútil ocultar que el azadón de la huerta es el mismo del cementerio. Esto no lo oculta el tío Casto, ni cuando está vendiendo verduras en la plaza niega que él nunca se lava las manos, pues lleva su ejemplar castidad hasta el extremo de evitar en lo posible el contacto de la carne de sus dedos. Aparte de su poco aseo y de su exagerado fervor religioso, el tío Casto es una maravilla por sus virtudes.

  —195→  

El camposanto tiene su capilla desmantelada y sucia. A un lado, un patio algo decente, donde se entierra a los ricos; y al otro lado, un corral que es bastante extenso para dar sepultura común a los pobres de espíritu que se avienen a morir pobres del todo.

En un rincón del corral grande está el depósito, sin más luz ni ventilación que la que le proporciona una ventana de un pie en cuadro, cuya madera está defendida por un crucero de hierro.

Detrás del cementerio hay un barranco extraordinariamente profundo, por cuyo fondo corren las aguas pluviales durante el invierno.

La gente de Villaruin también ha puesto nombre al barranco, y se le llama el Foso del Purgatorio. Las comadres convienen en que el alma que salta felizmente al otro lado del foso entra desde luego en la gloria eterna.

Nada más que sea pertinente recuerdo ahora acerca del cementerio de Villaruin, pero si el lector no se diese por satisfecho, tome el correo del Sur, saliendo de Granburgo, apéese en Enlace, tome la diligencia que nos trae aquí algo de cultura y mucho de vicio, y cuando llegue muérase, y así podrá enterarse hasta de lo del saltito.

¡Ah! Advierto que entre los vivos y los muertos de Villaruin no existen más relaciones que las que crean el viento, la mina del pozo, el azadón de la huerta y las manos del tío Casto.